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Revista de historia del derecho

versión On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.62 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2021

 

Investigaciones

Nacionalidad y soberanía. El debate entre Alberdi y Albistur sobre el estatus de los hijos de españoles en la construcción de la extranjería en el Río de la Plata (c. 1852-1869)

Nationality and Sovereignty. The discussion between Alberdi and Albistur on the status of the children of Spaniards in the construction of foreignness in the Río de la Plata (c. 1852-1869) *

Iván Pastoriza Martínez1 
http://orcid.org/0000-0002-9061-7076

1 Investigador predoctoral en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea (España), Programa de Personal Investigador no doctor del Gobierno vasco. Grupo de investigación “HISZUZEN”: Historia del Derecho -Zuzenbidearen Historia (UPV/EHU: GIU19/095, 2020-2022. Investigador principal: Carlos Garriga).Domicilio postal: Barrio Sarriena, s/n (48940)Leioa - Bizkaia (España). E-mail: i.pastoriza.m@gmail.com

Resumen

La construcción de un régimen de nacionalidad de carácter cierto y definido en sus contenidos jurídicos fue un proceso consustancial al surgimiento de los Estados nacionales que no estuvo exento de profundas dificultades. Si el constitucionalismo hispano de las primeras décadas del siglo XIX se caracterizó por mantener una comprensión pluralista en materia de sujetos, las décadas centrales del siglo verían proyectos de diversa efectividad para construir un estatus fuerte de “nacional” frente al “extranjero”. En ese proceso, hubo choques intelectuales y polémicas de raíz económica y social, acompañadas en ocasiones por el ruido de sables.

Para exponer esta tesis, observaremos las concepciones sobre la condición del argentino y el extranjero que pugnaron en el tumultuoso proceso de construcción de la República Argentina desde 1852 hasta la integración de la Provincia de Buenos Aires; particularmente, respecto al problemático estatus de los hijos de los españoles en el Río de la Plata.

Palabras claves: nacionalidad; ciudadanía; extranjero; soberanía; derecho internacional

Abstract

The construction of a regime of nationality with a certain and defined legal content was a process inherent to the emergence of nation-states that was not exempt from profound difficulties. If the Hispanic constitutionalism of the first decades of the nineteenth century was characterized by maintaining a pluralistic understanding of subjects, the central decades of the century would see projects of varying effectiveness to build a strong status of “national” against the “foreigner”. In this process, there were intellectual clashes and polemics with economic and social roots, sometimes accompanied by saber rattling.

To expose this thesis, we will observe the conceptions about the condition of the Argentine and the foreigner that fought in the tumultuous process of construction of the Argentine Republic from 1852 until the integration of the Province of Buenos Aires; particularly, regarding the problematic status of the children of the Spaniards in the Río de la Plata.

Keywords: nationality; citizenship; foreigner; sovereignty; international Law

Sumario:

I. El Tratado con España, Alberdi frente a Albistur. 1. La tierra, el hombre y el nuevo principio. 2. La nacionalidad entre dos mundos. II. Las ciudadanías rioplatenses. III. El extranjero en la economía política alberdiana. IV. “Si las repúblicas de América necesitan población, no menos imperiosamente necesitan ciudadanos”. 1. El Tratado de 1863 y el varapalo de la ciudadanía alberdiana. 2. Ley de ciudadanía y Código colonizador. V. Conclusiones: hacia el mundo de las nacionalidades. VI. Fuentes primarias. VII. Referencias Bibliográficas.

I. El Tratado con España, Alberdi frente a Albistur

En 1861 fue publicada en París una obra de contenido político titulada España y las Repúblicas de América del Sur, firmada por Juan Bautista Alberdi. En este texto, el ilustre pensador argentino, autor intelectual de la Constitución de 1853, respondía a la reciente obra de un diplomático español llamado Jacinto Albistur. El panfleto parisino de Alberdi aseguraba que, en el momento en que se publicó, los intereses de la República Argentina se hallaban comprometidos por una doctrina de derecho internacional absolutamente perniciosa para las naciones americanas, cuya defensa personificaría su contrincante español. Los dos autores mantuvieron un debate a través de varias publicaciones, entre sí y junto a otros juristas coetáneos de sus respectivos países, a lo largo de los siguientes años.

Jacinto Albistur era un agente con una dilatada carrera en la Primera Secretaría de Estado española, que había servido como cónsul general de España en Montevideo desde 1851, y al que sus contemporáneos españoles atribuían un gran conocimiento de la política rioplatense (Ruíz Moreno, 1981, pp. 18-23). El español había sostenido, en una obra denominada Relaciones entre España y los Estados del Río de la Plata, que España debía tolerar los criterios de nacionalidad que las repúblicas sudamericanas establecieran en la materia, aun cuando estas privasen de la nacionalidad española a los hijos de sus compatriotas. Albistur se preguntaba en dicho texto por los motivos que hicieron encallar las anteriores negociaciones de un tratado de reconocimiento de la independencia argentina por España, pacto esencial para afianzar unas relaciones diplomáticas que consideraba irregulares desde hacía media centuria, más necesarias que nunca en un momento en que la emigración española al Río de la Plata se acrecentaba cada año.

El escollo último, según Albistur, era la oposición de criterios respecto a la nacionalidad que debían ostentar los hijos de los españoles nacidos en Argentina. Dos años antes, en 1859, un proyecto de tratado había llegado a ser firmado en Madrid, pero su ratificación encalló por la oposición que la provincia de Buenos Aires había manifestado con respecto al artículo que remitía cualquier conflicto de nacionalidad a la Constitución española junto con la ley de ciudadanía argentina de 1857(Tratado de reconocimiento, paz y amistad con España, 1883, Registro Oficial de la República Argentina [RORA], t. IV, N. 4985, pp. 269-271), pues tal interpretación hubiera permitido a los hijos de los españoles seguir conservando la nacionalidad de sus padres (Albistur, 1861a, pp. 13-15).

Juan Bautista Alberdi, al contrario que su homólogo en aquellas negociaciones, creía fundamental para el poblamiento de la entera América permitir a los extranjeros que sus hijos conservasen su nacionalidad de origen, y acusaba al español de colaborar con la política ingrata de Buenos Aires, provincia que, según Alberdi, instrumentalizaba este conflicto con el fin de minar los esfuerzos por consolidar la autoridad nacional (Alberdi, 1861, pp. 15-19).

Tal y como afirmaría Jacinto Albistur (1861b) en su respuesta:

Extraña parece a primera vista esta discusión, en que el diplomático argentino sostiene la doctrina de derecho internacional privado que España ha querido hacer prevalecer en su tratado con la República, y el diplomático español cree que para España y América conviene, -¿qué digo conviene?- que para España y América es absolutamente necesario modificar esa doctrina. (p. 3)

No obstante, la extrañeza que pueden generar las adscripciones nacionales de los autores es solo aparente, puesto que ambos estaban defendiendo sus respectivas carreras y logros diplomáticos. En el intrincado conflicto que Buenos Aires y la Confederación Argentina sostuvieron a lo largo de los años cincuentaen torno al ejercicio de su soberanía externa, el reconocimiento de la misma por los estados europeos se tornó fundamental, desatándose una encarnizada batalla diplomática entre las legaciones del viejo continente. La Confederación, a través de su representante Juan Bautista Alberdi, había asestado un golpe encima de la mesa al lograr la redacción del Tratado de 1859, en la cual participó el intelectual tucumano; sin embargo, el incumplimiento del mismo por la ciudad más importante y con la mayor cantidad de españoles lo hacía virtualmente inexistente, y abocaba la negociación a un conflicto sin solución de continuidad.1

La nueva década se abriría, tras la batalla de Pavón, con una provincia bonaerense consolidada como actor central en la región y una república argentina dispuesta al entendimiento en materias soberanas como esta, hecho ya plasmado en la reforma constitucional de 1860. La estrella de Albistur y su tesis conciliadora brillaba con más fuerza, por eso el español arrancaba entonces una campaña afín a las posturas hispanoamericanas que defendían la condición de pertenencia por nacimiento, o ius soli.

Más allá de las desavenencias personales entre ambos contertulios, los dos entraron hasta el fondo de la cuestión en todas sus implicaciones políticas, dado el innegable impacto de este debate para los extranjeros en Argentina y para la misma idea de soberanía de las repúblicas americanas. Como señalaría años después un folleto anónimo, presumiblemente escrito por el mismo Alberdi, cualquier concesión a los hijos de españoles podía ser reivindicada por el resto de estados europeos con los que la República hubiese pactado extender las cláusulas más ventajosas de cualquier tratado (Anónimo, 1864, pp. 14-17).2

Además, hemos de tener en cuenta la gran amplitud de intereses que podía subyacer bajo el término “hijos”. Cualquier materia jurídica que tocase a la autoridad patriarcal y los vínculos económicos del cabeza de familia con sus hijos, esposa y sirvientes, revestía una enorme importancia en esta época. No es casualidad que los textos mencionasen, una y otra vez, la conveniencia familiar o la necesidad de cuidar los vínculos de sangre, o que, en anteriores negociaciones, uno de los obstáculos en el diálogo entre argentinos y españoles fuese la edad competente para salir del dominio patriarcal y optar al cambio de nacionalidad (Albistur, 1861b, pp. 28-31). Como veremos en las próximas páginas, el asunto interpelaba a un amplio conjunto de intereses, y afectaba por igual a viejas y nuevas categorías del derecho.

1. La tierra, el hombre y el nuevo principio

Dos concepciones antagónicas de la “ciudadanía” se batían en la economía política y el derecho de gentes. Una tenía su origen en la legislación feudal de las Partidas. La otra, en los modernos códigos de la Ilustración. De esta manera planteaba Alberdi el presente conflicto, una pugna entre dos criterios teóricamente irreconciliables: el que vinculaba mediante ciudadanía al nacido en el territorio, o ius soli, y el que conservaba el título de ciudadanía que previamente hubiera ostentado el padre, o ius sanguinis. La primera doctrina pertenecía “a los tiempos en que el hombre era un accesorio de la tierra”, la segunda a los tiempos actuales, en que el hombre había logrado vencer y dominar a las fuerzas de la naturaleza (Alberdi, 1861, pp. 22-26).3

Aquel odioso principio feudal de la tierra, según el argentino, había sido enarbolado por la provincia de Buenos Aires en su Constitución de 1854, y tenía precedentes en los erráticos estatutos y reglamentos de la primera década de vida independiente, que no se despegaron de la vieja España en este aspecto. El punto fundamental, para Alberdi, era una motivación económica y poblacional diversa a la que América necesitaba sostener en el momento presente. En la era de la tierra a la que pertenecía el viejo ius soli, “no había emigraciones” (Anónimo, 1864, p. 26), pues las naciones civilizadas extraían sus recursos de su propio suelo, sin necesidad de nueva población. A tal época correspondía dicho principio, previo a la existencia de la libertad civil, la movilidad, la economía política y los nuevos desafíos que encaraba la nación argentina. En resumidas cuentas, la Argentina necesitaba hombres, y no podía violentarlos con leyes feudales que vinculaban a sus hijos al suelo que pisaban (Anónimo, 1864, pp. 24-27).

Albistur, a pesar de proclamar su adhesión exclusiva a los intereses soberanos de España, decía incursionar en la materia estudiando las conveniencias de las repúblicas americanas con el fin de rebatir a su homólogo argentino. La situación y las necesidades del continente que el español apreciaba eran sustancialmente similares, pero no así sus soluciones. Albistur hablaba, igual que Alberdi, de unas tierras americanas necesitadas de población, pero a continuación se preguntaba: “¿se concibe que un país se pueble exclusivamente de extranjeros?” (Albistur, 1961b, p. 12). Para el español, el motivo de ser de la nacionalidad por nacimiento que una parte de América enarbolaba y necesitaba no era un viejo principio feudal, sino “un principio enteramente nuevo, necesario absolutamente a las condiciones del Nuevo Mundo”, cuya existencia y razón de ser no pudo ser imaginada en tiempos anteriores (Albistur, 1961b, pp. 11-14).

Ambos autores acudían a precedentes de los gobiernos europeos para demostrar que su opción era hegemónica en el mundo civilizado. Generalmente, Alberdi se apoyaría en Francia, mientras que Albistur lo haría en Inglaterra. No obstante, no nos resulta factible pensar, como el tucumano, que estemos ante una oposición entre tradicionalismo y liberalismo en lo que atiene a estos principios de nacionalidad. Otros autores eminentes achacarían al ius sanguinis el mismo origen antiliberal que suponía Alberdi a su opuesto: si el Code Napoleon había optado por vincular con la nacionalidad a los hijos de franceses, ello pudo deberse a una fuerte suspicacia a los súbditos de potencias enemigas en el contexto militar europeo de inicios de siglo XIX (Weil, 2002, pp. 27-35; Weiss, 1907, pp. 47 y ss.). De hecho, las prácticas de las distintas potencias europeas en materia de nacionalidad, particularmente cuando tocaban a su relación con las nuevas repúblicas americanas, venían levantado fuertes críticas desde distintas latitudes del mundo hispano por su carácter injusto y exorbitante (Peña y Peña, 1839, t. III, pp. 6-18).

En realidad, resulta más paradigmático apreciar el tratamiento otorgado por ambos autores a los precedentes autóctonos, rioplatenses, en materia de pertenencia. No podemos pasar por alto que Alberdi mencionaba los estatutos de la época de la emancipación marcando una distancia fundamental con ellos, y que el español Albistur, asimismo, fundaba su argumentación en un principio jurídico novedoso. Los dos jurisconsultos, por distintos motivos, señalaban extrañeza hacia el periodo constitucional previo, la extrañeza hacia unas categorías que ya no servían en América. ¿Era, simplemente, parte de sus argumentaciones retóricas, o realmente estamos ante modelos antagónicos?

2. La nacionalidad entre dos mundos

En los ejemplos citados hasta ahora, los autores han usado, y nosotros hemos repetido intencionalmente, un término que parece identificar el asunto en discusión: nacionalidad. Sin embargo, conviene hacer una breve abstracción histórica. Tengamos en cuenta que esta categoría, utilizada en repetidas ocasiones como sinónimo de ciudadanía, podía no ser tan común en el tiempo histórico que estamos estudiando. Su carácter conocido e incontestado, desde finales del siglo XIX en el derecho público del conjunto del occidente euroamericano y hasta tiempos actuales, nos puede llevar a ignorar su llamativa ausencia en textos jurídicos de épocas anteriores a la discusión de Alberdi y Albistur, entre ellos, aquellos estatutos primerizos a que los dosse referían.

Si ambos renegaban de aquellos textos, aún más explícito sería el rechazo de los juristas argentinos y españoles de inicios del siglo XX que, interesados en materias de nacionalidad, estudiaron el primer constitucionalismo hispano desde 1810 en adelante con cierto asombro y desaprobación. Aquellos hombres se extrañarían de que sus respectivas legislaciones nacionales no trataran debidamente el concepto de nacionalidad o, incluso, de que lo ignorasen a favor de categorías de distinta naturaleza.

Para Estanislao Zeballos (1914), internacionalista argentino que estudió profusamente la materia, los hombres de la Revolución de Mayo pecaron de indecisos: solo se preocuparon por el “ciudadano” en su vertiente electoral, no concurriendo junto a este el deseado “nacional” (t. II, p. 101). No estaba señalando el jurisconsulto la falta de un gentilicio argentino, hecho por otro lado también palpable, sino la ausencia de una faceta referida a la vinculación pasiva del sujeto al corpus jurídico, preguntándose así en qué lugar quedaban las mujeres, los niños y todos los grupos ajenos al hombre adulto y autónomo que accedía al juego político como ciudadano (Zeballos, 1914,t. II,p. 101). El constitucionalista Juan Antonio González Calderón (1916) remataba, posteriormente, que a aquellos hombres les faltaron nociones de ciencia jurídica en la materia: era patente que confundieron “ciudadanía” y “nacionalidad” (p. 675). Del lado español, destaca el estudio del diplomático Antonio de Castro sobre la nacionalidad, que encuentra en el insuficiente perfeccionamiento y el desinterés de la legislación histórica la causa principal de los innumerables abusos cometidos en la materia (Castro y Casaleiz, 1900, pp. 197-200).

Lo que se oculta tras estos juicios de valor es que la categoría nacionalidad, aparejada a una concepción sistemática de la vinculación entre sujeto y Estado, había sido generalmente desconocida en el lenguaje jurídico compartido por los primeros constitucionalismos hispanos a ambas orillas del Atlántico. Al menos en lo que refiere a cuestiones de pertenencia política del sujeto, las categorías preferidas por las cámaras constituyentes eran otras (Pastoriza Martínez, 2017, pp. 342-349).4 Podemos citar un ejemplo bastante elocuente de los propios autores, en el que se vislumbra el nuevo uso léxico de nacionalidad como estatus individual regulado por ley, superpuesto al uso previo y más común de nacionalidad como sinónimo de las nuevas soberanías nacionales:

Y que las leyes sobre nacionalidad no pueden ser las mismas en la América nueva, naciente, casi inhabitada todavía, que en la Europa antigua, tradicional y llena de población, es cosa evidente. Las nacionalidades en América están aún en embrión. Están trazadas las líneas que han de separarlas; pero estas líneas encierran espacios vacíos. (Albistur, 1861b, p. 14)

Al comprenderasí las cosas, podríamos coincidir en que las distintas acepciones del término ciudadanía que podemos encontrar solapadas en el constitucionalismo argentino del siglo XIX corresponderían a tradiciones, vetas o comprensiones de la pertenencia distintas a esa nacionalidad entendida como vínculo sistemático entre sujeto y Estado nacional. Es decir, que nuestra comprensión contemporánea de que la pertenencia política y los derechos del individuo dependen fundamentalmente de tal categoría nacional es manifiestamente histórica y presentista (González Bernaldo, 2006, pp. 48-51). De este modo, se nos aclara la posición de aquellos juristas suspicaces de inicios del siglo XX. Calderón, Zeballos o Castro habrían mezclado con la nacionalidad, o tomado por tal, una serie de categorías previas, diversas de aquella. Al fin y al cabo, como el propio Zeballos (1914) señalaría, los primeros constituyentes solo se servían de una “calidad de ciudadano”(t. II, p. 106) que, como veremos, era fundamentalmente diversa de cualquier concepción posterior del término.

Y es que la época en que ocurrió esta polémica podía ser, justamente, un momento de expansión del nuevo concepto de nacionalidad. Algo de esto se ocultaba, probablemente, tras la mención de Albistur (1861b) a un “principio nuevo” (p. 14). Incluso es posible que la polémica entre Alberdi y Albistur, citada posteriormente como un precedente en la materia, colaborase en la normalización del nuevo vocablo en el bagaje terminológico de algunos juristas de su generación.

II. Las ciudadanías rioplatenses

Para comprender mejor las percepciones de estos dos autores, recalemos brevemente en las fórmulas de pertenencia que presentaba el Reglamento provisorio para la dirección y administración del Estado [Reglamento provisorio](1817), texto fundamental del primer constitucionalismo rioplatense de gran influencia en las décadas posteriores, sin dar por conocido el significado de su terminología.5

En la sección que abría el texto, denominada “del Hombre en Sociedad”, se afirmaba que todo “habitante del estado” gozaría de los derechos de vida, honra, libertad, igualdad, propiedad y seguridad, fuese “Americano o Extranjero”, “Ciudadano o no” (Reglamento provisorio, 1817, sección I, cap. 1, art. 3). Lo primero que llama la atención, dejando estas inclusiones posteriores a un lado, es que no se describe realmente al “habitante del estado”, categoría básica de pertenencia a la que se adjudicaban los derechos esenciales, dándose por conocido quién era el receptor de estos y la manera de identificarlo. Cabe mencionar que, en el Estatuto provisional de 1815, que sirvió de base a este texto, el lugar que ocupaba el “habitante del estado” era colmado por la sencilla expresión de “hombre”, pero retengamos esa información para después. Si continuamos con el enunciado, este contrapone al “Extranjero” con el “Americano” a secas, pero ambos podían ser habitantes del Estado. Destaca, finalmente, que se pudiese ser “Ciudadano” de manera independiente a tales condiciones. Todas las categorías parecían funcionar como diferentes estados o títulos personales sin dicotomía aparente, generadores de consecuencias jurídicas en cada caso, sin necesidad de definición de los mismos o de las consecuencias que llevaban aparejadas, salvo a unos pocos efectos.6

Encontramos más tarde el siguiente enunciado: “todo hombre libre, siempre que haya nacido y resida en el territorio del Estado, es Ciudadano” (Reglamento provisorio, 1817, sección I, cap. III, art. 3). Se resuelve un asunto de aparente envergadura con relativa rapidez, y la legislación del Soberano Congreso no se valdría de más procedimientos para concretarla, más allá de algunos reglamentos que guiaban su correcta interpretación.7 Pero el enunciado, más que describir a los ciudadanos, parece estar asegurando a los hombres libres que gozarán de esa honorable prerrogativa, que se da por descrita. Es más, se nos aclarará después que a los extranjeros que cumpliesen determinados requisitos se les permitiría votar, pero sin incluirles por ello en la condición de ciudadanos: vemos, por tanto, que esta categoría estaba disociada de la participación electoral, siendo algo más cercano a un título honorífico para los nacidos y residentes. Además, los extranjeros podían seguir conservando el estatus de tales sin por ello tener vetado el acceso al juego de derechos que el texto presentaba, aún a la participación política.

Esta concepción de la ciudadanía como título se acercaba parcialmente a lo que enseñaba a sus alumnos José María Álvarez en sus Instituciones sobre el viejo derecho español: el “estado de ciudad” es “aquel por el cual los hombres son o ciudadanos o naturales, o peregrinos y extranjeros” (Álvarez, 1834, p. 29). Ese estado de ciudad tenía cierta relación con el viejo término castellano de “naturaleza” (Álvarez,1834,p. 29), como una inclinación mutua de los hombres que nacen o viven en una misma tierra y bajo un mismo gobierno, basada en un amor semejante al que profesa una familia, una cuestión honorífica que justifica el acceso a ciertas prerrogativas.

La historiografía más lúcida en materia de ciudadanía ha puesto el foco en el componente tradicional de las primeras ciudadanías en el constitucionalismo hispano, relacionándolas con la antigua calidad corporativa y privilegiada de vecindad. En una realidad socioeconómica sensiblemente tradicional, la presencia de títulos de pertenencia de este tipo se correspondería con un reparto político más similar al planteado por la tradición jurídica estamental, donde la presencia pública de ciertos estamentos iba acompañada de la subordinación económica y social del resto de la sociedad (Chiaramonte, 2001, pp. 99-101).8 Conceptos como habitantes del estado, o incluso hombres libres, no han de ser tomados en su amplia significación actual como términos universalizadores, sino que serían conceptos elitistas de cuño corporativo, que remitían a un determinado tipo social y cuya implicación sería de sobra conocida por los participantes de aquel mundo jurídico.

La ambigüedad de los conceptos, por tanto, sería necesaria, de modo que estas ciudadanías pudieran incluir y conectar entre sí esas realidades privilegiadas. Por eso no era nada extraño que ese “extranjero”, entendido como sujeto ajeno al continente pero que ostentaba las mismas calidades excelentes adjudicadas al notable local, pudiera tener acceso a todas las prerrogativas si cumplía requisitos de asimilación cultural y lealtad. El hecho de que el “extranjero” fuese un estatus válido en el juego de derechos junto a otros, siempre que fuera en concurrencia de las mismas calidades de excelencia, explica que, en los textos del primer periodo independiente en toda Hispanoamérica, se encuentren referencias habituales a los nuevos asimilados como “extranjeros naturalizados”, un concepto que podría ser problemático para la posterior dicotomía entre nacionalidad y extranjería (Acosta, 2018, p. 49). Ello también nos inclina a evitar cualquier explicación optimista de esta apertura al extranjero como un sano universalismo en sociedades tan fuertemente desiguales, aun cuando la carga localista y estimatoria de los conceptos del primer constitucionalismo, permeando las lógicas de inclusión de extranjeros en épocas posteriores, lograse activar espacios de participación política para estos (González Bernaldo, 2015, pp. 72-76).

Este paradigma de la pertenencia, tan diverso al nuestro, es compartido por el primer constitucionalismo de todo el mundo hispano, pues remite a una tradición jurídica que le es consustancial. Las fórmulas practicadas fueron diversas, pero basadas en esta misma concepción de fondo. La Constitución de Cádiz, por ejemplo, hizo del “español” el estatus de pertenencia central del texto, como un trasunto del antiguo “natural” en el que se subsumían aquellas realidades privilegiadas que no fueron derogadas por la nación recién alumbrada (Clavero, 2013). Lo que diferencia al modelo gaditano del rioplatense es el desdoblamiento entre español y ciudadano, salvando esta segunda categoría para el ejercicio de derechos políticos por un grupo de españoles selectos. Las fórmulas de habitante del país o miembro del estado constituyeron otras opciones en distintas latitudes. En el Río de la Plata, como título central fungieron las ciudadanías sin concurrencia de gentilicio, y ello ayuda a explicar cierta confusión terminológica entre nacionalidad y ciudadanía política que, en diversas materias del derecho argentino, llega casi hasta nuestros días (Oyarzabal, 2003, pp. 3-4).

Tras aquellos inicios del constitucionalismo rioplatense, los primeros ensayos revolucionarios que, desde la quiebra de la monarquía hispánica, tratarían de colmar el vacío de poder a través de la hipótesis de nuevas formas de soberanía, culminarían en una crisis de imposible solución al finalizar la década de 1810. A partir de este momento, se asumiría la idea de que cualquier poder público debía erigirse desde la voluntad concurrente de las instancias consideradas naturales en aquella sociedad: las antiguas ciudades del Virreinato. Desde los años veinte, serían ellas las que configurarían un nuevo espacio político, la Provincia soberana, sobre cuyo espacio físico desplegarían sus nuevos proyectos institucionales pactando la abolición de las instituciones diversas con los actores internos. A lo externo, estas Provincias se relacionarían entre sí mediante pactos de cuño confederativo e internacional, como las comunidades políticas perfectas que eran (Agüero, 2018, pp. 455-464). Por ello, sería un error percibir las diversas ciudadanías provinciales como categorías incompletas a la espera de fusionarse en una futura categoría única de nacionalidad argentina, puesto que fueron formas de articulación de la pertenencia acordes al razonamiento de la época y, por tanto, válidas y definitivas en su contexto histórico.

Estas ciudadanías ampliaron su rango de efectividad sobre gran parte de su espacio provincial, aunque reproduciendo en su haber la misma comprensión vecinal y jerárquica, la única que aseguraba el curso económico de la vida material y que sus diversos actores estaban dispuestos a practicar (Cansanello, 2003, pp. 15-21). Hay que poner esto en relación con una comprensión radicalmente divergente de la relación entre sujeto y comunidad política en materias tales como la vinculación a la jurisdicción, los registros de sujetos o los documentos individuales para el tránsito provincial. Estos últimos documentos, por ejemplo, eran irreducibles a un mismo patrón en su diversidad y no tenían un propósito de identificación individual, sino que buscaban otorgar seguridad señalando al portador como sujeto respetable y/o a los individuos en relación de servidumbre con un sujeto de esta categoría, reproduciendo así el control patriarcal del vecino sobre sus descendientes y otros sujetos subalternos y problematizando el concepto jurídico de sujeto. Pensamos aquí en el conocido caso del certificado de conchabo que los peones del campo debían portar, so pena de ser considerado vagos y remitidos al servicio de armas(Decreto del 17 de julio de 1823) (Leyes y Decretos promulgados en la Provincia de Buenos Aires desde 1810 a 1876 [LDPBA], 1877, t. III, N. 755, p. 25). Dicho instrumento, tradicionalmente estudiado como herramienta de control social y compulsión al trabajo, también era un documento de tránsito de raíz tradicional y estaba estrechamente relacionado con los pasaportes, pases y salvoconductos, a tal punto que a veces se los mencionaba indistintamente (Agüero, 2011 p. 22).

En resumidas cuentas,lo que tenemos, más que la enorme imprecisión señalada por Zeballos o González Calderón, es una concepción de las categorías de pertenencia radicalmente diferente a la que plantearía el derecho de nacionalidad.

III. El extranjero en la economía política alberdiana

El concepto de extranjero, por tanto, no era ajeno a este planteamiento diverso de las categorías de pertenencia. La noción de extranjería se va redefiniendo en cada época junto con los contornos de la propia comunidad política y sus mecanismos de inclusión. Se podría decir que, en el paradigma vecinal de ciudadanía arriba descrito, el extranjero no tenía una definición jurídica precisa. Esto no solo se manifestaba en la enorme variedad de concepciones provinciales de ciudadanía (Díaz Couselo, 1997), o en el hecho de que no pareciera estar claro cómo debía ser tratado el individuo proveniente de otra provincia del Río de la Plata frente al de otra región del continente americano;9 también en la alternancia de promesas de un goce extenso de derechos civiles y facilidades de acogida para atraer a la extranjería, con la persecución, hostigamiento y expulsión de comunidades extranjeras debido a móviles de política soberana. A fin de cuentas, en este tiempo histórico no existía una definición del extranjero definitivamente sistematizada por el derecho civil, ni instituciones o agentes que pretendieran la misma o, bien, que tuvieran la experiencia suficiente para saber garantizarla (Pastoriza Martínez, 2018).

Juan Bautista Alberdi y sus contemporáneos, aún mediados por estas concepciones, observaban la necesidad de superar este estado de cosas, tildado como una fuente de atraso económico y cultural que las generaciones pasadas no habrían sido capaces de superar (Myers, 1998). En sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, el liberal tucumano desaprobaría aquella concepción provincial de la soberanía como “parcial” y atrasada, vinculada a antiguos privilegios que el poder central no había disputado aún. Dicha cuestión, para él, estaba íntimamente ligada con una renovación económica y civilizatoria, de la cual el principal agente era el extranjero europeo. La famosa consigna alberdiana de que “en América, gobernar es poblar” constituía una clara subsunción de un planteamiento de gobernabilidad liberal, economía política y derecho de gentes; este último en relación, justamente, a la condición del extranjero en la Argentina. Para Alberdi, la población de un país “desierto” es “el fin y el medio al mismo tiempo”, por lo que el fin de la política institucional sería esencialmente económico. Gobernar era poblar, pero poblar era parte de una ciencia, la economía política, que consideraba a la población extranjera como un instrumento de riqueza y prosperidad (Alberdi, 1856, pp. 140-146).

De ahí su propuesta en relación al extranjero: “no debe haber más que un derecho público extranjero”, o lo que es lo mismo, un mismo estatus para todos ellos(Alberdi, 1856, p. 70). Esto se lograría, en primer lugar, con una constitución argentina que consignase al menos una sección completa a desarrollar los principios y reglas del estatus del extranjero. Como inspiración, Alberdi proponía generalizar los antecedentes consignados en el tratado de amistad, libre comercio y navegación firmado por las Provincias Unidas con la corona británica en 1825: un extenso listado de libertades civiles y franquicias comerciales destinadas a evitar cualquier capitidisminución del extranjero, poniendo el acento en la absoluta igualdad de derechos civiles entre el ciudadano argentino y el extranjero que optase por continuar siéndolo (Alberdi, 1856, p. 70).

Esta es una de las claves que explican la palpable diferencia de la Constitución parala Confederación Argentina, de 1 de mayo de 1853 (1882,RORA, parte primera, capítulo primero, arts. 8º a 31º, t. III, N. 3052), en relación a anteriores concepciones de la extranjería(pp. 65-67). Este texto fundaba una nueva ciudadanía confederal mediante un movimiento envolvente que, sin derogar las ciudadanías provinciales preexistentes, extendía a estas “los derechos, privilegios e inmunidades inherentes al título de ciudadano de las demás” (1882, RORA, parte primera, capítulo primero, art. 8º, t. III, N. 3052, p. 65), al tiempo que unía a este título la libertad de tránsito, la circulación de efectos de producción y fabricación y otros puntos de fuerte carácter económico, complementados por la libertad de trabajo y comercio de todos los habitantes de la entera confederación. Independientemente de su efectivo cumplimiento, el texto otorgaba nuevas dimensiones al título de ciudadanía, al tiempo que dejaba las condiciones de otorgamiento de las cartas de ciudadanía y naturalización en manos del congreso confederal (artículos 8, 14 y 64 respectivamente). La extranjería quedaba así claramente consignada como el estatus que ostentaba el ajeno a la confederación, reiterando su absoluta igualdad civil con el ciudadano de esta, junto a un mandato expreso al gobierno federal de fomentar la inmigración europea.

La procedencia europea de la extranjería era, precisamente, lo que la hacía útil para Alberdi. El pensador dividía los “tipos humanos” del continente en “indio”, “hispanoamericano” y “extranjero europeo”, estableciendo la misma escala en la pugna entre civilización y atraso: “La cuestión de raza envuelve la del gobierno libre, que ha proclamado la revolución de América” (Anónimo, 1864, p. 23). Ello nos muestra, de hecho, uno de sus motivos filosóficos de rechazo al ius soli: “Una ley en Sud-América no puede decir, como la ley de Partida, que el mejor poblador es el nacido en el suelo”, puesto que, conforme a este juicio, el mejor ciudadano sería el propio “indio” (Anónimo, 1864, p. 28).

En lo relativo a la asimilación del extranjero europeo, obsérvese que, tanto en el pensamiento de Alberdi como en la Constitución de 1853, la pretendida garantía de libertades económicas buscaba evitar, deliberadamente, que la naturalización del extranjero fuese condición para el goce de las mismas.

Naciones en formación, como las nuestras, no deben tener exigencias que pertenecen á otras ya formadas; no deben decir al poblador que viene de fuera: -Si no me pertenecéis del todo, no me pertenecéis de ningún modo. Es preciso conceder la ciudadanía, sin exigir el abandono absoluto de la originaria. (Alberdi, 1856, p. 8)

La Constitución consignaba en su artículo 20 que los extranjeros no debían ser obligados a admitir ciudadanía. La asimilación del extranjero al título de pertenencia formal era secundaria a su presencia en América. Bien claro lo dejaba Alberdi en su polémica con Albistur: prefería a “hombres” antes que a “ciudadanos”, y consideraba que “arrancar al extranjero sus hijos nacidos en América” podría traer la enorme calamidad de “despoblar el Nuevo Mundo” (Alberdi, 1861, p. 19). Ciudadanos o extranjeros, por tanto, eran títulos de pertenencia fuertes, pero válidos e iguales dentro de la misma sociedad política. Aquí radicaba la preferencia de Alberdi por el ius sanguinis, permitiendo al extranjero elegir la ciudadanía de su descendencia y asegurando su paridad respecto de los naturales, además de permitirle elegir si plegarse a obligaciones gravosas como el servicio militar.

La ley de ciudadanía de 29 de septiembre de 1857, la misma que levantaría el rechazo de las élites bonaerenses, se afanaba en asegurar esta consigna(Ley de Elecciones y de Ciudadanía de la Confederación Argentina[LECCA], 1857). Desde el punto de vista de las categorías reguladas, esta ley trascendía su nombre, pues dividía a los habitantes de la confederación, para el goce de sus derechos políticos, en “argentinos simplemente”, en tanto que naturales, y “ciudadanos” (LECCA, 1857, p. 19). Eran argentinos simplemente “todas las personas nacidas en territorio argentino”, un principio de ius soli claro a simple vista, pero matizado seguidamente: “se exceptúan de lo dispuesto (…)los hijos de extranjeros que prefieran la nacionalidad de su origen”, convirtiéndose esta cuestión en un asunto puramente electivo (LECCA, 1857, p. 19). Por supuesto, se regulaba la adquisición de la “carta de naturalización” por aquellos extranjeros que a los dos años cumpliesen las prerrogativas constitucionales y así lo expresasen ante el funcionario competente, como cuestión también puramente electiva (LECCA, 1857, p. 19). Incluso, se permitía acceder a ciudadanía a los extranjeros que previamente ostentasen alguna de las viejas ciudadanías provinciales, sin hacer de la calidad de argentino una precondición de ciudadanía. Junto a esta ley, numerosas disposiciones aprobadas por la confederación argentina durante la década del cincuenta, como la abolición del pasaporte para entrar y transitar por el territorio de la Confederación, buscaban evitar gravámenes que hiciesen poco atractiva la nación argentina para los extranjeros, aún a costa de relajar el control efectivo de los sujetos por parte de las instituciones confederales,bajo el objetivo de evitar “trámites morosos e incómodos” a todo tipo de transeúntes(Queda abolido el uso del pasaporte para entrar y transitar en el territorio de la Confederación [8 de agosto de 1854], 1882,RORA, t. III, N. 3226, p. 145).10

Cabe una pequeña consideración antes de continuar. El fuerte sentido comercial que revestían las prerrogativas que Alberdi y los suyos querían garantizar al extranjero no era un agregado secundario, producto del interés del legislador del momento, sino parte sustancial del estatus que se estaba intentando construir. Extendiendo aquí el aviso realizado respecto al estatus tradicional del extranjero, debemos tratar de comprender en quién se pensaba cuando se pensaba en el extranjero.11 Podemos suponer que el extranjero al que se quería interpelar incluía a las comunidades de comerciantes asentados en las ciudades, relacionados con las élites urbanas, junto a cierta fracción de las clases laboriosas, especialmente las rurales. Sin embargo, a los efectos jurídicos consignados en estos textos, ostentaba el estatus de extranjero quien pudiera probar fehacientemente su condición de miembro de un estado civilizado del occidente europeo: por ejemplo, por estar efectivamente documentado, por estar registrado en un consulado comercial, o por poseer ciertos avales económicos y societarios. Para otros sujetos foráneos que no pudiesen probar su condición de miembros respetables en su sociedad de origen, la realidad podía ser igual de arbitraria que la sufrida por las masas rurales sospechosas de vagancia, con sus mecanismos tradicionales de compulsión al trabajo. Esta sospecha puede extenderse a todo el periodo aquí estudiado.

IV. “Si las repúblicas de América necesitan población, no menos imperiosamente necesitan ciudadanos”

La consigna alberdiana favorable al ius sanguinis no era una certeza extendida entre sus contemporáneos. Como prueba de ello, en el mismo año que aquella ley de ciudadanía, Domingo Faustino Sarmiento censuraba fuertemente los anhelos de la diplomacia francesa por ver garantizada la nacionalidad de los hijos de los franceses en Argentina: “Sería pretensión nueva en el mundo imponer a aquel hijo en la tierra de su nacimiento, extranjera para su padre, pero patria del hijo, otras obligaciones que las que imponen las leyes de su país” (Sarmiento, 1857, pp. 29-30). Para quienes pensaban de este modo, el criterio que la provincia de Buenos Aires venía practicando era mucho más consecuente con las necesidades del continente americano. Tomemos como ejemplo comparativo, nuevamente, la definición del ciudadano del Estado de Buenos Aires, conforme a su texto constitucional de 1854(Constitución del Estado de Buenos Aires, 11 de abril de 1854, 1994). Su artículo sexto hacía ciudadanos a todos los nacidos en ella, junto a los “hijos de las demás Provincias que componen la República”, en otro proyecto envolvente de ciudadanías provinciales que tenía por pretensión la de basarse exclusivamente en la pertenencia por nacimiento(Constitución del Estado de Buenos Aires, 11 de abril de 1854, 1994, p. 633). En justa reciprocidad, los hijos de padre o madre argentina nacidos en país extranjero, podrían ser ciudadanos de Buenos Aires solamente tras el acto de pisar el territorio del Estado. Por si faltasen dudas, el artículo ciento once, que sujetaba algunas instituciones de la Provincia a las limitaciones soberanas que pudiera acordar la constitución general de la nación, se cuidaba de mantener fuera la política de cartas de ciudadanía.

Buenos Aires quería mantener intacta su ciudadanía provincial, y en sus propios términos específicos. Los mismos términos que motivaron su rechazo al criterio de la confederación. Manuel García (1864) aseguraría que, para Buenos Aires, la ley de ciudadanía de 1857 había sido “una ley de guerra contra la Provincia de Buenos Aires”, una ley que la Provincia “resistió con las armas en la mano” (p. 20) yque hubiera de ser derogada en los arreglos de paz entre provincia y confederación demostraría, en palabras del autor, “que nunca fue una ley nacional, ya que no se pretendía que Buenos Aires la aceptase” (p. 20).

El panfleto anónimo al que se relacionó con Alberdi atacaba fuertemente tal concepción de la ciudadanía y a los defensores de la misma. Para este, la política de Buenos Aires, con el gobierno despótico del general Rosas como paradigma, siempre había perseguido el fin pernicioso y antiliberal de obligar a los extranjeros a cargar un fusil: “El principio feudal o territorial de las Partidas, imponiendo la ciudadanía a todo el que nace en el suelo”, forzaba a los extranjeros “a ser soldados, a título de ciudadanos”, poniendo “a merced del gobierno” a estos y sus fortunas; por tanto, priorizaba “ciudadanos” a “pobladores”, “brazos para la guerra” en lugar de “brazos para la industria” (Anónimo, 1864, p. 34). Pero, además, tal ciudadanía forzosa solo podía despoblar de inmigrantes a las otras Provincias, no a la propia Buenos Aires, que estaba al abrigo de las consecuencias de esta política debido a su singular posición geográfica de puerto de entrada a la región (Anónimo, 1864, pp. 34-36).

La misma comparativa poblacional sostenía Albistur para refutar la tesis de que la nacionalización traía consigo el despoblamiento: Buenos Aires era la provincia que más extranjeros atraía, siendo más exitosa en este fin que naciones como Costa Rica o Nicaragua, a pesar de la hipotética restricción que el ius soli conllevaba. Para el español, “no es la manera de resolver esta cuestión de derecho internacional privado lo que ha de dar o quitar emigración a América”, sino “el mejor clima, la mejor acogida, la mayor facilidad de hacer fortuna”, es decir, “una legislación justa y liberal en materia de administración de justicia, de seguridad de personas y de propiedades, de industria y comercio” (Albistur, 1861b, p. 12). Esto era tanto como decir que nacionalizar a los hijos de los emigrantes no era la línea roja en cuestión de soberanía que Alberdi pretendía, por lo que los gobiernos debían ser ecuánimes y racionales en el análisis de lo que más les convenía. Y el interés de estos gobiernos, reiteraba Albistur (1861b), era tomar la senda del ius soli: “Si las repúblicas de América necesitan absolutamente población, no menos imperiosamente necesitan ciudadanos” (p.13).

En este aspecto, el español no hacía sino concordar con el juicio que emitió la comisión encargada de examinar la Constitución argentina de 1853 para favorecer la aceptación íntegra de la misma por la Provincia de Buenos Aires y dirimir los continuos conflictos y desavenencias entre Provincia y Confederación. Dicha comisión había encumbrado en su escrito la ciudadanía por nacimiento:

La comisión ha tenido presente, que la ciudadanía natural es uno de los principios fundamentales del derecho universal, que Buenos Aires ha consagrado […]. Que no pudiendo desconocerse los inconvenientes que traería para países cuya población aumenta principalmente por la inmigración extranjera, la proclamación del principio de ciudadanía de origen, que en el transcurso de algunos años convertiría en extranjeros a una gran parte de los nacidos en el país, los cuales reconociendo una patria de derecho, no tendrían en realidad ninguna, sino en aquellos casos en que hubiesen de invocar su ciudadanía legal contra el país de su nacimiento; mirada la cuestión, tanto por su faz teórica, cuanto por su faz práctica, era indispensable consagrar tal principio.(Informe de la Comisión examinadora de la Constitución Federal presentado a la convención del Estado de Buenos Aires, 1860, pp. 86-87)

La comisión estuvo formada por personalidades como Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento o Dalmacio Vélez Sarsfield, hombres que jugarían un papel fundamental en la política argentina de las siguientes décadas y cuyas opiniones sobre el peligro de una ciudadanía electiva para los hijos de los extranjeros se reiteraron una y otra vez en sus trabajos en la comisión (Romero del Prado, 1930, pp. 87-88). Por poner un ejemplo claro, Mitre argumentaba desde El Nacional en 1860 que Buenos Aires, en su propia defensa, debía protestar la “obra insensata del Congreso de Paraná” (de tal modo se refería al Tratado con España de 1859), dado el peligro de que una mayoría extranjera pudiese sobreponerse políticamente a los nativos de la ciudad (Citado en Ruiz Moreno, 1981, pp. 236-237).

En la reforma constitucional de 1860, la expresión “ciudadanía natural” encontraría su propio espacio. Aunque el artículo octavo sobre la ciudadanía se mantenía intacto, el artículo cincuenta y tres, que atribuía al Congreso las leyes generales de ciudadanía y naturalización, añadía la precisión “con sujeción al principio de ciudadanía natural”(Constitución reformada de la Constitución Argentina, 1883, RORA, t. V, N. 5209, pp. 334-343).

El asunto trascendía la vieja dicotomía entre ius soli y ius sanguinis. Alberdi pensaba en poblar, pero no pensaba en la nacionalidad como una categoría absolutamente necesaria para este fin. Sus rivales, en cambio, creían fundamental que esa parte significativa de la masa de habitantes de la República que constituían los extranjeros estuviese vinculada más estrechamente a esta, como miembros plenos de la comunidad nacional imaginada.

Podemos intuir algunos de los motivos por los que esta segunda concepción se tornaba más y más interesante. Albistur lo planteaba a través de la siguiente hipótesis. Si los hijos de españoles, tras disfrutar de la ciudadanía argentina por elección durante un tiempo, aún pudieran inscribirse en los registros de las legaciones y consulados de Su Majestad como nacionales españoles, no dudarían en hacerlo “a pesar de ser americanos de corazón”, puesto que tal inscripción “les salvaría de las penalidades y peligros del servicio de armas”, además de proporcionarles “una protección respetable el día en que el partido político a que perteneciesen fuese vencido”. Esta cuestión no sería del interés de Argentina, pero tampoco de España, pues impondría a esta “el inmediato gravamen de proteger a millares de individuos que han nacido lejos de España, que no contribuyen con su sangre, ni con su hacienda a la defensa del sostenimiento de la nación española” (Albistur, 1861b, pp. 12-13).

Esta preocupación por el abuso de lo que podríamos considerar un estado incierto de nacionalidad, permitiendo gozar de distintas prerrogativas en diferentes momentos y aún de una doble protección diplomática, ya la reproducía la Comisión examinadora, al afirmar que los extranjerossolo tendrían “patria” cuando “hubiesen de invocar su ciudadanía legal contra su país de nacimiento” (Informe de la Comisión examinadora de la Constitución Federal presentado a la convención del Estado de Buenos Aires, 1860, p. 86). La misma preocupación estaba apareciendo simultáneamente en la negociación del nuevo Tratado con España, donde el representante español alertaba de los riesgos de modificar la fórmula del Tratado de 1859 por una excesivamente laxa, “expuesta a facilitar la ocultación o el cambio frecuente de nacionalidad” (Belgrano, 1942, pp. 12-13). Era, por tanto, una preocupación que comenzaba a ganar fuerza en este momento histórico, en el marco discursivo de la soberanía nacional y la relación del Estado con su componente humano, es decir, la articulación de la pertenencia política al Estado. Pero el asunto de la soberanía no era simplemente una concepción teórica abstracta para determinadas élites, si tenemos en cuenta la percepción que podían estar haciéndose ante el previsible ascenso social de algunos de esos extranjeros selectivos. Dicho en términos inequívocos, “los Gobiernos de los principales Estados Sud-Americanos no están dispuestos a crear familias privilegiadas con prerrogativas y sin cargas de ciudadanía” (García, 1864, p. 11).

1. El Tratado de 1863 y el varapalo de la ciudadanía alberdiana

Vistas así las cosas, el texto del Tratado de 1859 dejaba los problemas sin resolver. El arreglo, que aseguraba que para cuestiones de nacionalidad se acudiría a lo dispuesto en la Constitución de la Monarquía española y en la Ley de ciudadanía argentina de 1857, aseguraba la primacía de la nacionalidad española sobre la argentina. La tratadística previa en materia de nacionalidad era imprecisa y permitía toda suerte de arreglos. Muchos de los primeros tratados de reconocimiento con las repúblicas hispanoamericanas se desinteresaron por la cuestión o no la mencionaban, como el Tratado de paz y amistad entre España y la República Mexicana de 1836 (Cantillo, 1843, pp. 874-876). Estanislao Zeballos, uno de los compiladores de la doctrina argentina en la materia, consideraría perniciosa la intervención de Alberdi en las negociaciones llevadas a cabo por el gobierno de Paraná, mediando razones políticas contra Buenos Aires en su intento de consignar una resolución rápida del Tratado en torno a la ley de ciudadanía de 1857 (Zeballos, 1914, t. II, pp. 145-156).

La propuesta de Albistur, en un primer momento, fue la de concluir un nuevo Tratado sin prejuzgar la cuestión de la nacionalidad: suprimir el artículo, en definitiva, y consignar una futura solución (Albistur, 1861b, p. 8). Aunque la delegación española se mostró tentada por este criterio, el nuevo enviado argentino para negociar el Tratado, el médico y diplomático Mariano Balcarce, portaba instrucciones diplomáticas que le impedían tomar esta solución. Este hecho, decían los argentinos, aumentaría la confusión reinante en la materia. El nuevo gobierno de Paraná manifestaba su preferencia por una nueva redacción que se encargase de garantizar a cada parte el derecho soberano a legislar o definir la condición de las personas nacidas en sus respectivos países. Finalmente, pues, se optaría por una opción secundaria, planteada por el propio Albistur en el curso de las negociaciones:

Con el fin de establecer y consolidar la unión que debe existir entre los dos pueblos, convienen ambas partes contratantes en que para determinar la nacionalidad de españoles y argentinos, se observen respectivamente en cada país, las disposiciones consignadas en la constitución y las leyes del mismo.(Tratado con España de reconocimiento, paz y amistad, art. 7º, 1884, RORA, t. V, N. 6029, p. 97)

Esta sencilla redacción reiteraba la soberanía de cada Estado en la regulación del estatus de extranjeros y nacionales, y tenía por fin el de permitir el afloramiento de una jurisprudencia amplia en la materia, que no podría ignorar el nuevo concepto de ciudadanía natural, recién constitucionalizado en Argentina. A partir de ahí, los jueces se encargarían de acometer una interpretación sistemática de las legislaciones sobre nacionalidad en conflicto, que potenciase la efectividad de estas leyes y otorgase una salida a la casuística imperante (Belgrano, 1942, pp. 11-16). Una de las principales consecuencias del Tratado, claro está, fue el triunfo del ius soli argentino. El documento sería celebrado por el gobierno argentino como un logro histórico, el inicio de una nueva política entre España y América en cuestión de nacionalidad, jactándose de haber logrado para todo el continente la solución a uno de los motivos más conflictivos en la celebración de tratados de reconocimiento.

En España, por otro lado, la decisión final no estuvo exenta de polémica, siendo motivo de crítica al gobierno de la monarquía. La postura conciliadora con las repúblicas americanas, que tuvo en Albistur a su representante principal en este trance, fue juzgada como una cesión en materia de soberanía, defendiéndose que la “condición de español” descrita en el artículo primero de la Constitución política de la Monarquía española constituía un “derecho” y, por tanto, no podía desprotegerse a quienes quisiesen optar por él en América (Ortiz Urruela, 1861).

Previendo esta situación, la propuesta política de ratificación del Tratado iría acompañada de un futuro proyecto de ley en las Cortes españolas que otorgaría legitimidad a esta solución y legalidad a las futuras negociaciones que se le asemejasen. La ley, promulgada el siguiente año, obligaba al gobierno a garantizar la nacionalidad española a quienes quisiesen poseerla, al tiempo que le permitía consignar soluciones como la argentina, basándose en la autonomía de la voluntad individual.

Ley de 20 de junio de 1864, estableciendo reglas respecto a la nacionalidad de los hijos de españoles nacidos en las Repúblicas Americanas. (…) Artículo 1. La cualidad de español concedida en el párrafo segundo del art. 1.º de la Constitución a los hijos de los españoles residentes en otros países, es un derecho que deberá conservar y garantizar el Gobierno, siempre que sea posible, en cuantos convenios celebre sobre este particular con las Repúblicas americanas. Art. 2. Cuando fuere imposible la conservación de este derecho, por impedirlo la Constitución hoy vigente en los países donde tales hijos de españoles hubiesen nacido, ú otra causa igualmente poderosa, el Gobierno cuidará de que los interesados lo recobren tan luego como por variación de residencia, o por otro motivo legítimo entraren en la posibilidad de disfrutarlo. (Colección legislativa de España. Edición oficial. Primer semestre de 1864, 1864, t. XCI, N. 451, pp. 855-856)

2. Ley de ciudadanía y Código colonizador

Lo que estamos observando, por tanto, es la derrota de la concepción alberdiana de la nacionalidad. Aquel mismo año de 1864, Andrés Bello, hombre fundamental para comprender el derecho civil e internacional hispanoamericano de estas décadas, publicaba una nueva edición de su afamado tratado sobre derecho internacional que fue clave en la construcción de este como rama diferenciada del saber jurídico en Hispanoamérica. En materia de nacionalidad, Bello reiteraba que cada sociedad dictaba sus normas soberanas, pero consideraba la extracción paterna como el menos natural de los títulos de pertenencia, al no conllevar una necesaria relación de “beneficios y afecciones entre el ciudadano y la patria”, frente al nacimiento (Bello, 1864, pp. 73-75).

Otro internacionalista con el que Alberdi mantuvo enconadas discrepancias, Carlos Calvo, afirmaba en su monumental Derecho internacional teórico y práctico de Europa y América como un hecho incontestable que la nacionalidad de un individuo podía transformarse por las vías legales que cada Estado establezca en la materia; pero señalabapreviamente como “principio universal” que se debía “fidelidad y obediencia a la soberanía política bajo la que se ha nacido” (Calvo, 1868, t. II, p. 93).12Esta aceptación cada vez más generalizada del ius soli en la esfera jurídica hispanoamericana no había sido una certeza a inicios de siglo, pues el ius sanguinis tenía una fuerte prevalencia en la teoría y la práctica constitucional de algunos de los Estados más prominentes del mundo atlántico (Acosta, 2018, pp. 31-34).

Esta apuesta en materia de nacionalidad fue definitivamente apuntalada por dos leyes, ambas enormemente exitosas, que marcarían las coordenadas del derecho de nacionalidad argentino por largo tiempo: la nueva Ley de ciudadanía de 1 de octubre de 1869 (1884, RORA, t. V, N. 7620, pp. 517-518)y el Código civil para la República Argentina(1872), ambas contemporáneas y complementarias entre sí por influjo de su autor intelectual, Dalmacio Vélez Sarsfield. La primera, a diferencia de aquella de 1857, ya no distinguiría entre argentinos y ciudadanos para el ejercicio de derechos políticos: meramente definía a los argentinos, consignando en el título cuarto la forma en que podrían ejercitar efectivamente sus derechos políticos. Serían argentinos, conforme a esta ley, “todos los individuos nacidos o que nazcan en el territorio de la República, sea cual fuere la nacionalidad de sus padres”(Ley de ciudadanía, 1884, RORA, t. V, N. 7620, pp. 517), un fuerte ius soli del que solo se exceptuaba a los hijos de ministros extranjeros y miembros de legaciones diplomáticas. El ius sanguinis se utilizaba únicamente en beneficio de la nacionalidad argentina, al otorgar la condición de argentino a los hijos de argentinos nativos que, habiendo nacido en país extranjero, optasen por esta ciudadanía de origen. En el título segundo, “de los ciudadanos por naturalización”, se establecían las diversas condiciones que el extranjero podía cumplir para lograr acceso a la ciudadanía, tratando de atraerse a los extranjeros más hábiles y laboriosos. La ley revocaba cualquier disposición en contrario, previo apunte de que los extranjeros que estuviesen previamente en ejercicio de ciudadanía, podían mantener este estatus regularizando su situación ante el registro cívico nacional (Ley de ciudadanía, 1884, RORA, t. V, N. 7620, pp. 517-518).

El Código Civil de la República Argentina (1872), por otro lado, abandonaba deliberadamente cualquier regulación de la nacionalidad, al considerar que ese espacio del ordenamiento quedaba cubierto por la anterior ley, pero introducía novedades trascendentales que completaban la concepción de nacionalidad puesta en planta en aquella. Su título primero, “De las leyes”, donde se establecía la firme vinculación a las mismas de todo el que habitase el territorio de la República, “sean ciudadanos o extranjeros, domiciliados o transeúntes” (Código Civil de la República Argentina, 1872, p. 1), se completaba en materia de extranjería con los artículos 6 y 7:

Art. 6. La capacidad o incapacidad de las personas domiciliadas en el territorio de la República, sean nacionales o extranjeros, será juzgada por las leyes de este Código, aún cuando se trate de actos practicados en país extranjero, o de bienes existentes en país extranjero. Art. 7. La capacidad o incapacidad de las personas domiciliadas fuera del territorio de la República, será juzgada por las leyes de su respectivo domicilio, aún cuando se trate de actos practicados en la República o de bienes existentes en la República. (Código Civil de la República Argentina, 1872, pp. 1-2)

La fijación del domicilio como supuesto de vinculación a las leyes argentinas era crucial para un país de emigración masiva, resolviendo otra cuestión soberana en la que la práctica arrojaba confusión. Víctor Romero del Prado (1956) demostró, a través del estudio de los manuscritos de Vélez Sarsfield, que el pensador cordobés dudó entre establecer las leyes que regirían la capacidad del sujeto en base a la nacionalidad del mismo, o en base a su domicilio legal. Esta segunda posibilidad le resultó finalmente más adecuada al codificador argentino, ya que permitía aprehender en estas leyes a todos los extranjeros que no fuesen meros transeúntes. Ello evitaba enormes inconvenientes y numerosos pleitos, como ocurriría si se tomase la solución de signo contrario en un país receptor, con un proyecto de asimilación como el que sostenía Argentina. Así es como el código redactado por el cordobés se ganó el epíteto de “código colonizador” (Romero del Prado, 1956, pp. 217-248).

Estas dos normas representaban el paso definitivo de la casuística previa a un carácter claro y cierto del estatus del extranjero, en una relación dicotómica con el estatus de nacional argentino. Junto a ellas, se promulgó en esta década una extensa colección de reglamentos internos y tratados internacionales sobre cuestiones que afectaban a los extranjeros, tales como la protección consular, la actividad comercial, el fallecimiento de los extranjeros ab intestato… el objetivo era conferir una fijación cada vez más sólida a la posición civil inherente al extranjero, evitando que la inconcreción y pluralidad previa pudiese dificultar los requerimientos comerciales de otro modelo de sociedad, ya en forma de ventajas inconvenientes o de injusticias disuasorias. En definitiva, se trataba de construir un derecho de extranjería explícito y general, la otra cara del derecho de nacionalidad.

Estanislao Zeballos (1914), internacionalista e intelectual argentino del fin de siglo, calificaría elogiosamente tanto la ley de ciudadanía de 1869 como el Código de Vélez Sarsfield en su magna obra, que llevaba por título, justamente, La Nationalité. En dicha obra, la ciudadanía natural y el sistema de domicilio eran unidos como un auténtico “sistema argentino” de derecho internacional privado, doctrinalmente codificado por el autor (Zeballos, 1914,t. I,pp.185-188). Tras la Conferencia de Venecia de 1896, con su pretendido carácter universal en la fijación de criterios de nacionalidad, los juristas argentinos del nuevo siglo intuían que los tiempos corrían a favor del ius sanguinis en Europa, por lo que era preciso identificar íntimamente la tesis del ius soli con el derecho de nacionalidad como un todo, la mejor solución para el país en el concierto internacional (González Bernaldo, 2015). Los juristas argentinos, a la postre, consideraron aquella “ciudadanía natural” como un asunto fundamental, de pura soberanía política para Argentina.

V. Conclusiones: hacia el mundo de las nacionalidades

Medio siglo después de la crisis y disgregación de la monarquía hispánica, dos de los muchos Estados surgidos tras aquel trance histórico, separados ahora en comunidades políticas soberanas y con un océano de por medio, hallaban la solución definitiva al problema de la condición política de sus respectivos habitantes. La cuestión de la nacionalidad fue uno de los últimos escollos en el reconocimiento recíproco y oficial de la ruptura acontecida décadas antes, un hecho que no es en absoluto anecdótico.

En la segunda mitad del siglo XIX, tras un profundo debate no exento de polémicas y maniobras de diverso tipo, la República Argentina tomaba una opción firme por convertir la nacionalidad en una categoría sólida, dicotómica a la del extranjero. Juan Bautista Alberdi defendió la necesidad de acabar con la previa inconcreción de estatus personales por parte de cualquier proyecto económico de raíz liberal, pero el pensador tucumano deseaba una comunidad política en la que los títulos de extranjería pudiesen ser comunes, como vía subrepticia para otorgar ciertas ventajas al extraño sin añadirle gravámenes costosos, desde el servicio militar hasta la inferior protección diplomática y legal que pudiera brindar el naciente Estado argentino. Triunfó, sin embargo, la tesis de que tales gravámenes eran necesarios para garantizar la soberanía del nuevo país, si este no se quería enfrentar a un cúmulo de problemas que no le correspondían. La gravedad de los supuestos que orbitaban tras esta última opción, desde el futuro de la soberanía nacional hasta la suspicacia de las élites hacia una posible casta privilegiada de patricios extranjeros, decantó el horizonte de posibilidades hacia aquel lado, haciendo que la insistente lucha de Alberdi se abocase al fracaso.

En Argentina, el robustecimiento de la pertenencia, la construcción de la nacionalidad como categoría sólida, pasó necesariamente por el ius soli, debido a los requerimientos específicos que impuso el fenómeno de la inmigraciónen la sociedad y la economía argentina. Ello no estaría exento de roces, fricciones y reconsideraciones, a cuenta del agravamiento de viejas problemáticas y la aparición de nuevos conflictos sociales debido a la emigración masiva del final de siglo, la cual no pudo o no quiso ser integrada por el régimen de ciudadanía que imponía la ley de 1869 (Bertoni, 2001, pp.121-135; González Bernaldo, 2015, pp. 80-86). Y es que las mismas categorías jurídicas construidas en el conflicto político durante una determinada época pueden quedar obsoletas con relativa rapidez, debido a que la transformación del campo social siempre es necesariamente más rápida que la construcción o revisión de categorías del derecho. Sin embargo, a falta de un consenso amplio en torno a una solución mejor, una legislación puede pervivir largo tiempo y permear al resto del ordenamiento con sus lógicas.

Sea como fuere, las aristas que confluyen en el proceso de formación de las categorías de nacionalidad en Argentina son múltiples y no todas han sido consignadas en el presente texto, pudiendo mencionarse otras cuestiones como la construcción de un marco jurídico legalista no jurisdiccional, la regulación de la inmigración en sus diversas formas, el régimen de colonización y fundación de nuevos poblamientos, las negociaciones internacionales y su dimensión política, la evolución de la protección diplomática y consular, etcétera. A fin de cuentas, el problema de la pertenencia no podía ser ajeno a procesos como la construcción del Estado nacional, la expansión de la economía capitalista, la disolución de los lazos de fidelidad tradicionales o el cada vez mayor movimiento de poblaciones. La concurrencia de tradiciones jurídicas diversas en cuanto a la comprensión de cómo debía ser y articularse la pertenencia a la comunidad política, hace de las legislaciones decimonónicas en materia de nacionalidad un rico mapa de la pugna de concepciones jurídicas propia de este momento histórico.

Una polémica como la que se da en los años 1850-1860 entre Juan Bautista Alberdi, Jacinto Albistur y el resto de jurisconsultos de su generación a ambas orillas del Atlántico, puede observarse en sus efectos externos (la concurrencia de criterios de fijación de nacionalidad en el marco del viejo derecho de gentes, la inseguridad jurídica y el abuso de situaciones personales inciertas) e internos (cómo y a dónde pertenecen determinados individuos que tienen un vínculo personal con varias naciones) a efectos de estudiar todas estas categorías. Nuestro objetivo, más precisamente, era plantear una hipótesis a través de este debate: hay una íntima relación entre el surgimiento en distintas naciones del mundo hispano de la necesidad de mayores certezas en cuestión de categorías de pertenencia, y el nuevo escenario económico internacional, en el que los nuevos estados nacionales del continente y de todo el Atlántico euroamericano debían encontrar su lugar. El creciente contacto de España y el resto de potencias europeas con las nuevas naciones, y de estas entre sí, junto al flujo creciente de movimientos comerciales y humanos en ambos sentidos, pero especialmente de Europa a América, hizo a estos gobiernos enfrentarse a una enorme casuística de conflictos y problemas jurídicos antes desconocidos. Al calor de la aparición de un nuevo derecho internacional, la definición conflictiva de nociones hasta entonces vagas permearía discusiones como la aquí tratada.

A finales de siglo, la tratadística sobre nacionalidad, de todo punto importante en la mayoría de obras jurídicas y planes universitarios, ya tenía entre sus máximas que “todo el mundo debe tener una nacionalidad conocida”, y se preocupaba por problemas persistentes como el vagabundaje internacional o las imprecisiones legales que pudieran permitir gozar de la protección jurídica de más de un Estado (Romero del Prado, 1930, pp. 10-12). Comparando esto con la situación previa, de relativa indiferencia hacia el asunto, se comprenden mejor las confusiones etimológicas y semánticas que aparentan existir en la legislación en distintos momentos. La normalización del término nacionalidad en el ámbito erudito del derecho internacional está en la raíz de la extensión del término y de toda una doctrina aparejada al mismo, un gran influjo que no ha sido debidamente remarcado (Calvo, 1868, t. I, pp. 288-294). Esta categoría de nacionalidad, el auge de cierta concepción esencialista de la identidad nacional, su reflejo en el léxico de pertenencia y su posterior significación historiográfica, son parte de un mismo imperativo político que peleaba por circunscribir inequívocamente a las diversas colectividades humanas en el modelo de mercado y nación occidental. Ello, en las grandes y escasamente pobladas repúblicas de América, requería de una proyección ficticia sobre el propio territorio, proyección que se llevó a cabo sin concurrencia de voluntad de su enorme diversidad humana. Y tuvo en la nacionalidad, sin duda, una de sus categorías fundamentales (Clavero, 2016; Lorente, 2018).

En esta tesitura, entender la nacionalidad como un descubrimiento en la práctica, una categoría cuyas nociones se forjaron en el enfrentamiento dialéctico entre juristas bajo concepciones diversas del derecho y la pertenencia, supone afirmar que no fue primero la ideación teórica de la nacionalidad y luego los conflictos internacionales que esta acarreaba, y que llevaron a establecer una legislación internacional de jurisdicciones, naturalizaciones, expatriaciones, bienes, herencias, tutelas consulares y trámites administrativos. Bien al contrario, fueron problemáticas de este tipo, como esta espinosa cuestión de los hijos de los españoles en el Río de la Plata, las que evidenciaron la necesidad y dieron forma precisa a lo que hoy conocemos como nacionalidad.

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* Este artículo forma parte de la investigación en curso para la elaboración de mi tesis doctoral (titulada “Nacionalidad. Sujeto de derecho y construcción jurídica de la comunidad política en el mundo hispano, 1770-1870”, dirigida por el profesor Carlos Garriga), y fue posible gracias a una estancia de investigación en Argentina. Agradezco su invitación y su apoyo académico a los profesores Noemí Goldman (Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Universidad de Buenos Aires - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) (Argentina), Alejandro Agüero y Esteban Llamosas (Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales - Universidad Nacional de Córdoba - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) (Argentina). La estancia de investigación fue financiada a cargo del proyecto “Unión, vinculación y pertenencia a la Monarquía española”, Agencia Estatal de Investigación (España), Proyectos de Excelencia, Convocatoria 2017: DER2017-83881-C2-1-P, Investigador principal: Dr. Juan Luis Arrieta Alberdi.

1 Sobre las tumultuosas negociaciones del tratado: Belgrano (1942) y Ruiz Moreno (1981).

2Detrás de esta publicación no se hallaría otro que el propio Alberdi, según acusaba el jurisconsulto Manuel Rafael García (1864) en su Respuesta al folleto.

3Para una interesante problematización del pensamiento de Alberdi y sus contemporáneos, a caballo entre la vieja oeconomia como ciencia de gobierno del hogar patriarcal, y las categorías de la nueva economía política: Zamora (2018).

4La categoría de nacionalidad, como tantas otras pertenecientes al lenguaje jurídico del derecho internacional, sufrió un importante proceso de resignificación en el marco de la creciente legitimación nacionalista de la soberanía en los estados occidentales, a caballo entre los siglos XIX y XX (Stolcke, 2000).

5En las comparaciones con el Estatuto de 1815, acudimos a esta versión: Estatuto Provisional para la Dirección y Administración del Estado, formado por la Junta de observación, nuevamente establecida en Buenos Ayres(1815).

6Podemos completar la enumeración de estados, en plural, acudiendo a la Sección VI, del Ejército y Armada, Capítulo II, De las milicias nacionales: “Todo individuo del Estado nacido en América: todo Extranjero (…), todo Español Europeo con carta de Ciudadano, y todo Africano y pardo libres, habitantes de las Ciudades, Villas, Pueblos y Campañas (…)” (Reglamento provisorio, 1817, sección VI, cap. II, art. 1).

7Por ejemplo, el decreto autorizando al Poder Ejecutivo a expedir cartas de ciudadanía[29 de agosto de 1817] (1879, RORA, t. I, N. 1111), que exigía la “buena comportación pública” (p. 434), en abstracto, de españoles y extranjeros, y un juramento religioso de defensa de la independencia.

8La historiografía argentina sobre ciudadanía electoral es inabarcable a efectos de este artículo, sirva como trabajo destacable este último. Sin embargo, cabe aclarar que en este escrito trataremos principalmente la concepción pasiva de la ciudadanía rioplatense, relacionada con la vinculación del sujeto al ordenamiento antes que a la vertiente electoral, que ha sido la que generalmente ha ocupado mayor atención.

9Como ejemplo, la necesidad de señalar que los individuos de fuera de la Provincia de Buenos Aires que entrasen en la misma por contratas especiales jamás serían empleados en el servicio militar, en 7 de diciembre de 1822 (LDPBA, 1877, t.III, N. 648, pp. 352-353).

10Las consecuencias de este decreto fueron, sobre todo, internas, pues en la primera mitad del siglo el pasaporte era un documento eminentemente interno, uno más de los que buscaban garantizar el tránsito seguro de los pasajeros.

11Fernando Devoto (2003) proponía que la noción de “inmigrante”, en el Río de la Plata, fue un contenedor léxico-jurídico a medio camino entre el prejuicio social y la categoría del derecho, sujeto a una comprensión de diferente entidad y amplitud en cada momento histórico (pp. 20-34). Aunque el extranjero constituía una categoría jurídica con todas sus consecuencias, su carácter de mayor o menor amplitud también es patente para cualquiera que la estudie en diferentes épocas.

12Aunque entre Calvo y Alberdi mediaba una diferente concepción de las fuentes del derecho internacional en América, ambos compartieron la necesaria innovación de categorías que conllevaba comprender el derecho internacional como derecho positivo, condición de posibilidad de que las repúblicas americanas fuesen incluida en el concierto de las naciones civilizadas (González Bernaldo, 2016).

Recibido: 09 de Abril de 2021; Revisado: 16 de Julio de 2021; Aprobado: 20 de Julio de 2021

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