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Revista de historia del derecho

On-line version ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.63 Ciudad Autónoma de Buenos Aires June 2022

 

Investigación

En defensa de la autoridad real: oficiales de la pluma de la Real Audiencia de Lima durante la rebelión de Gonzalo Pizarro (1544-1548)

In defence of royal authority: ‘oficiales de la pluma’of the ‘Real Audiencia’of Lima during the rebellion of Gonzalo Pizarro (1544-1548)

Julio Alberto Ramírez Barrios1 
http://orcid.org/0000-0002-5407-3585

1 Universidad de Sevilla (España). Doctor en Historia por la Universidad de Sevilla. Miembro de los proyectos “Negocios reservados y documentos secretos: el sigilo en el gobierno de la Monarquía (Andalucía y América, ss. XVI-XVIII)” y “Entre Andalucía y América: actores y prácticas documentales de gobierno, representación y memoria”, así como del Grupo de Investigación CALAMUS “Escritura y Libro en Sevilla en la Edad Media y Moderna” (HUM 131). Actualmente trabaja como Personal de investigación en el Departamento de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Sevilla (España).Domicilio postal: C/ Enramadilla, N.º 18-20 (41018) Sevilla(España). E-mail: jramirez14@us.es

Resumen

La rebelión de Gonzalo Pizarro fue uno de los mayores desafíos a su autoridad que tuvo que afrontar Carlos V, con la dificultad añadida de la distancia y la debilidad del nuevo marco institucional implantado por las Leyes Nuevas y que solo hizo acrecentar el conflicto. Este estudio tiene como objetivo analizar los principales oficios de la pluma de la Real Audiencia de Lima (canciller, registrador y escribano de Cámara) y su participación durante el levantamiento de Gonzalo Pizarro. Unos oficios que fueron ocupados por personajes influyentes de la sociedad limeña y que no dudaron en significarse en la defensa de la autoridad real y su restablecimiento, yendo más allá de lo que cabría pensar como profesionales de la escritura y el documento.

Palabras claves: Diplomática; Chancillería; escribanía de Cámara; Guerras Civiles Peruanas

Abstract

Gonzalo Pizarro's rebellion was one of the greatest challenges to his authority that Charles I had to face, with the added difficulty of the distance and the weakness of the new institutional framework established by the Leyes Nuevas, which only increased the conflict. The aim of this study is to analyse the main ‘oficiales de la pluma' of the Real Audiencia ofLima (chancellor, registrer and Chamber Scribe) and their participation during Gonzalo Pizarro's insurrection. These offices were occupied by influential members of Lima society who did not hesitate to defend the royal authority and its re-establishment, going beyond what might be thought of as professionals in the field of writing and documents.

Keywords: Diplomatic; Chancillery; Chamber Scribe; Peruvian Civil Wars

Sumario

i. introducción. II. la cancillería real limeña. 1. Juan de León, canciller. 2. Antonio de Santillana, registrador. III. La Escribanía de Cámara de la Real Audiencia. 1. El capitán Jerónimo de Aliaga. IV. Conclusiones. V. Fuentes primarias. VI. Referencias Bibliográficas.VII. Notas al pie.

I. Introducción

La historiografía suele señalar a las Comunidades como el mayor levantamiento contra la autoridad del rey Carlos V. Sin embargo, dos décadas más tarde -en 1544- y a miles de kilómetros de distancia, en las inmensas e ignotas provincias del Perú, una rebelión logró poner en jaque las aún débiles estructuras sobre las que se sustentaba el poder real, encabezada por Gonzalo Pizarro, hermano del afamado gobernador Francisco Pizarro.1 No fue una más de las muchas revueltas que a lo largo del territorio americano se dieron en los primeros tiempos de la conquista. Como señalaba el cronista Calvete de Estrella (1889), “aunque el Emperador había visto otras alteraciones y levantamientos de sus vasallos en España contra su real persona, ninguno sintió tanto, ni aún los de Alemania, como los de Perú” (t. I, p. 101). Las noticias sobre los avances de las huestes rebeldes, el mal proceder del virrey Blasco Núñez Vela y su apresamiento por la Real Audiencia llegaban a una Corte lejana que temía la consumación del levantamiento y perder aquellos territorios en manos de uno de sus propios vasallos. El recuerdo de las Comunidades se hacía inevitable. Si bien, según Calvete de Estrella (1889), la rebelión de Gonzalo Pizarro suponía un desafío todavía mayor a la autoridad del monarca, pues cuando “las Comunidades se levantaron en España, el emperador, ni por su edad ni por la experiencia de reinar y gobernar en paz y en guerra, ni por la grandeza de su estado, estaba en tanta autoridad y reputación” (t. I, p. 101). Es decir, el atrevimiento de la insurrección pizarrista debía medirse respecto al poder y preponderancia que acumulaba un monarca en la plenitud de su reinado. Además, continuaba argumentando nuestro cronista, no osaron los comuneros a tomar las rentas reales ni negar el vasallaje al monarca, como así pretendió Gonzalo Pizarro (Calvete de Estrella, 1889, t. I, p. 102).

Tras la derrota y muerte de Gonzalo Pizarro en abril de 1548 en la batalla de Jaquijahuana, su nombre quedó como anatema a invocar ante el peligro de una ambición desmedida, extendiéndose rápidamente y no solo por las provincias del Perú. Apenas un lustro después de que el licenciado Pedro de la Gasca restableciera el orden en el virreinato peruano, Lorenzo Lebrón de Quiñones, oidor de la Audiencia de Nueva Galicia, aludía en una carta dirigida al príncipe Felipe de los peligros que podía acarrear la presencia en aquellos reinos de hombres “poderosos y escandalosos” (Archivo General de Indias [AGI], Guadalajara, 51, L. 1, N. 10, 10/09/1554), que no dudarían en alzarse al igual que Gonzalo Pizarro si la ejecución de los mandatos reales suponía una merma en sus haciendas. Sus compañeros de tribunal eran igualmente objeto de reproche, pues su accionar daba ocasión al levantamiento (AGI, Guadalajara, 51, L. 1, N. 10, 10/09/1554).2

Pero no solo Gonzalo Pizarro quedó en la memoria como responsable del episodio más grave de las prolongadas guerras civiles peruanas. La torpeza y severidad del virrey Blasco Núñez Vela en la aplicación de las Leyes Nuevas, promulgadas por Carlos V el 20 de noviembre de 1542, especialmente en los capítulos referidos a las encomiendas y al servicio personal, abonó la fértil semilla del descontento de unos encomenderos que habían arriesgado su vida y hacienda en la conquista y ahora veían peligrar los frutos logrados. No acababan aquí los culpables. El otro gran polo del poder colonial -la Real Audiencia y sus oidores-, establecido junto al virrey por las Leyes Nuevas, no fue capaz de erigirse en la salvaguarda de la autoridad real. Su actuación durante la rebelión fue errática, lindando incluso en la pura ingenuidad, algo que puede sorprender atendiendo a la experiencia que atesoraban sus miembros. Errática la maniobra para apresar al virrey Núñez Vela e ingenua la creencia de que con ello la amenaza que representaba Gonzalo Pizarro se desvanecería y renunciaría a sus pretensiones. Con el concurso de la Real Audiencia, que expidió una Real Provisión nombrándolo gobernador, Gonzalo Pizarro logró encumbrarse como el hombre más poderoso del virreinato y desde entonces su ambición solo hizo crecer. El siguiente paso en su camino para obtener un poder omnímodo era acabar con la Real Audiencia, única institución que podía hacerle sombra y poner freno a los agravios que pudiera causar. Aunque Pizarro disimuló al principio sus aviesas intenciones, manteniendo una buena correspondencia con los oidores, terminó por deshacer de facto la Real Audiencia al despojarla hábilmente de sus ministros principales (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. II, pp. 52-53; Ramírez Barrios, 2020, pp. 97-98). Así recordaba el virrey Francisco de Toledo, en misiva de 30 de noviembre de 1573 dirigida al monarca, el proceder de los oidores del tribunal limeño en tan convulsa época, llegando a calificarlos de traidores:

Y si los que fueron ocasión de levantar el reyno contra él (en referencia al virrey) fueron traydores, díganlo las obras del licenciado Cepeda y sus compañeros, pues no solamente amotinaron y levantaron a Vuestra Magestad el reyno contra vuestro ministro y lugarteniente de vuestra real persona, con tan nuevo y estraño desacato que dura y durará el daño perpetuo en esta tierra que de allí resultó para la libertad de los súbditos, ynsolencia de los oydores y perpetua ocasión de descomponer y desasosegar la tierra con zizaña. (Levillier, 1924, t. V, pp. 257-258)

Resulta paradójico advertir que las mismas Leyes Nuevas que establecieron las dos principales instancias del poder real en el Perú -Audiencia y virrey- fueran de alguna forma causantes de su propia caída, pues su aplicación fue el pretexto que Gonzalo Pizarro, su verdugo, esgrimió para justificar la rebelión.

En contraste con los oidores, cuya actuación durante la revuelta es bien conocida por las diversas crónicas y relatos que escribieron sus coetáneos,3 el conocimiento que se tiene del resto de miembros de la Real Audiencia es escaso, cuando no nulo. Ello puede entenderse por las dificultades para reconstruir su participación ante la parvedad y dispersión de noticias al respecto. A pesar de estas dificultades, se antoja necesario avanzar en el conocimiento de estos ministros u oficiales, a los que se les suele calificar de subalternos, pero cuyo desempeño era imprescindible para el funcionamiento ordinario del tribunal (Gayol, 2007, t. I, pp. 18-19). Entre estos ministros subalternos se hallaba un grupo de especial relevancia, los oficiales de la pluma o actores del documento (Gómez Gómez, 2003). Unos profesionales que adquirieron gran protagonismo en una sociedad mayoritariamente iletrada, en la que la escritura y el documento se hacían cada vez más necesarios (Gómez Gómez, 2005, pp. 543-548). En especial en Indias, donde el factor distancia ayudó a potenciar el documento y sus valores.

El documento ayudó y fue vehículo imprescindible para conectar los territorios de una monarquía en permanente expansión, permitiendo la comunicación entre instituciones y personas a uno y otro lado del océano. Junto a este valor informativo y comunicativo, la distancia intensificó el valor representativo inherente al documento (Gómez Gómez, 2011). A través del documento la Corona se representaba y hacía presente, fortaleciendo los vínculos entre el rey y sus vasallos. Así se entiende que el monarca permitiera a determinadas autoridades indianas hablar en su nombre y como él mismo, para facilitar sus acciones de gobierno y mantener bajo la Corona unos territorios tan distantes. Es lo que Margarita Gómez Gómez (2008) ha denominado como una “delegación textualizada del poder real” (pp. 31-39). Dicha delegación se ejerció en Indias por medio de la expedición de Reales Provisiones,4 documentos vinculados al monarca por símbolos tan representativos de su autoridad como la titulación regia, con expresión del origen divino de su poder y de los extensos reinos bajo su dominio; y el sello real, máxima representación simbólica y jurídica del monarca (Gómez Gómez, 2008; Ramírez Barrios, 2020). Así considerada, la Real Provisión se convirtió en un destacado instrumento de poder en el gobierno de América, cuyo protagonismo se hacía más evidente en situaciones de conflicto, como ocurrió durante la rebelión de Gonzalo Pizarro (Gómez Gómez, 2015; Ramírez Barrios, 2016). Es por ello que este estudio centrará su atención en los oficiales de la pluma de la Audiencia de Lima, a quienes estaba encomendada la puesta por escrito y validación de las Reales Provisiones (escribano de Cámara, canciller y registrador), analizando en primer lugar la significación y funciones de dichos oficios, que en buena medida motivaron su participación en las alteraciones que siguieron a la promulgación y ejecución de las Leyes Nuevas. Por tanto, partiendo de la expedición documental, se pretende ampliar el foco sobre actores que, en principio, se nos presentan como secundarios durante la rebelión, pero no por ello carentes de interés.

II. La cancillería real limeña

La Commission Internationale de Diplomatique define cancillería como la oficina de una institución encargada de redactar, poner por escrito y validar los documentos que ordena la autoridad a la que pertenece, es decir, de todo lo relacionado con la expedición documental (Cárcel Ortí, 1997, p. 69). Sin embargo, aquí entenderemos por cancillería la oficina donde se validaban los documentos y en la que el canciller custodiaba el sello real, conforme al significado que se le otorgaba en Las Partidas: “…e, por ende, dezimos que cancellería el lugar do deuen aduzir todas las cartas para sellar” (Las Siete Partidas del sabio rey don Alfonso, 1555, P. III, tít. XX, l. VI). Otra aclaración se hace precisa antes de entrar en materia. Como señalara León Pinelo, remitiéndose al código alfonsí, el oficio de canciller estuvo unido al de registrador, contando la cancillería con dos tablas o mesas: una para el sellado de los documentos y otra para su registro (León Pinelo, 1953, p. 107). Sin embargo, cuando se estableció la Real Audiencia de Lima dichos oficios eran independientes entre sí, ejercidos por titulares distintos, hasta que se unificaron a principios del siglo XVII (Ramírez Barrios, 2020, pp. 149-161). De modo que, al tratar sobre la cancillería de la Audiencia de Lima en sus primeros años, debemos referirnos a dos oficiales, el canciller y el registrador. Aunque, en realidad, se trataba de los tenientes para la Audiencia limeña del canciller y el registrador del Consejo de Indias, a quienes correspondía su nombramiento.

1. Juan de León, canciller

El canciller fue el oficio de la pluma más preeminente en el Perú colonial por su vinculación directa e inmanente con el cuerpo místico del monarca, su sello real. Su principal función era la guardia y custodia del sello y su aposición en las Reales Provisiones expedidas por las distintas instituciones representativas del monarca facultadas para ello (Recopilación de las Leyes de Indias, 1681, Lib. II, tít. IV, l. I). Las competencias que tenía encomendadas el canciller de la Real Audiencia pueden parecer de una anodina simplicidad respecto a la consideración que alcanzó el oficio. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que el sello imprimía la autoridad real en los documentos -así como en la propia institución que lo custodiaba-, siendo su presencia imprescindible para que la Audiencia pudiera constituirse y ejercer la suprema jurisdicción regia. Por ello, las cualidades exigidas al canciller diferían de otros oficios de la pluma. Mientras que los escribanos de Cámara -por ejemplo- debían ser personas hábiles y suficientes para acceder a su oficio, en el caso de los cancilleres se exigía que manifestaran fidelidad y confianza:

El oficio de Chanciller, es de gran fidelidad y verdad, y por él rige y gouierna la nuestra justicia del nuestro señorío, porque conuiene que el Chanciller sea hombre fiel, honrado y de verdad, conuenible y de conciencia y sabio en su oficio, y que sepa de vsar cumplida y sabiamente, y que tenga nuestros sellos, y sea hombre liberal (…) Y mandamos que la persona que tuuiere cargo del sello en la nuestra Audiencia, sea tal, que en él concurran las calidades contenidas en la ley de la Partida que sobre ello habla. (Nueva Recopilación, 1598, Lib. II, tít. XV, l. VI)

El ejercicio de las funciones referidas reportaba al canciller una serie de ganancias en el plano económico, pero también se beneficiaba en razón de su cargo de unas honras y preeminencias ligadas al vínculo que mantenía con el sello real, y que fueron muy estimadas por los titulares del oficio, siendo en ocasiones la razón para acceder al mismo. Entre otras honras, el canciller ocupaba un lugar preferente en los actos públicos, en cuerpo con la Real Audiencia y separado del resto de oficiales de la institución, precediendo incluso a los regidores del Cabildo limeño, lo que generó no pocos conflictos (Ramírez Barrios, 2020, pp. 133-142).

Cuando se fundó el tribunal limeño el cargo de canciller del Consejo era ocupado por Diego de los Cobos, marqués de Camarasa, pero al ser menor de edad el oficio era ejercido por su padre, el influyente secretario Francisco de los Cobos, con facultad para nombrar lugartenientes en las Audiencias indianas, como ya se dijo, debiendo ser posteriormente confirmados por el monarca (Gómez Gómez, 2008, pp. 93-95). No contamos con el nombramiento del primer canciller de la Audiencia de Lima, circunstancia nada inusual en las décadas iniciales de la conquista, cuando se fueron asentando los primeros tribunales indianos. Aunque, para el caso peruano, una Real Cédula de 13 de septiembre de 1543, meses antes del establecimiento de la Audiencia, nos anuncia la persona en quien recaería el oficio de canciller. En la disposición regia se informaba del envío del sello con el que debía establecerse la Real Audiencia y la forma en que había de ser remitido, como si fuese el mismo monarca (Ramírez Barrios, 2017). No se trataba de un sello abierto ex profeso para el tribunal limeño, sino que se aprovechó el sello que hasta el momento había pertenecido a la Audiencia de Panamá, suprimida a raíz de las Leyes Nuevas y cuyo distrito fue distribuido entre la Audiencia de Lima y la de los Confines. Además, se hacía mención de la persona encargada de la custodia del sello real, Juan de León, a quien Francisco de los Cobos, en nombre de su hijo, había dado poder cumplido para ejercer el oficio de canciller (AGI, Lima, 566, L. 5, ff. 54v-55r, 13/09/1543).5

Juan de León procedía de la villa de Valdepeñas (AGI, Lima, 565, L. 2, 65v, 01/03/1535), aunque sus orígenes nos llevan a tierras asturianas. Su padre era Luis de León, descendiente de los señores de la Casa de Trasona (Vigil, 1892, p. 12). Poco más se sabe de la vida de Juan de León en Castilla, hasta el año 1535, cuando embarcó con su hermano Nicolás de Almazán (Apuntamientos, 1924, vol. I, pp. 46-48) hacia las Indias (AGI, Lima, 565, L. 2, f. 65v, 01/03/1535). Según confesión propia, Juan de León arribó ese mismo año a tierras americanas y en la ciudad de San Miguel se unió a Francisco Pizarro, gobernador de Nueva Castilla (AGI, Lima, 204, N. 13, 16/02/1541). La siguiente noticia sobre nuestro protagonista nos lo sitúa en Panamá a principios del año 1536, desde donde remitió una carta a la Corte denunciando los agravios que sufrían en los fletes los pasajeros del Perú y el incumplimiento de las cédulas reales que ponían remedio en ello (AGI, Patronato, 194, R. 35,10/01/1536).

No debió tardar en tomar camino hacia la ciudad de Lima. En enero de 1537 presentó una petición en el cabildo limeño en la que solicitaba avecindarse en la ciudad y que se le hiciese merced de solar y tierras para allí establecerse (Torres Saldamando, 1900, p. 117). Pronto se convirtió en un personaje relevante en la ciudad, al que se le encomendaron diversas responsabilidades. En primer lugar, fue elegido como tesorero por ausencia del titular del oficio, Alonso Riquelme, cargo que ocupó durante año y medio (AGI, Lima, 204, N. 13, 16/02/1541). El mismo año de 1537 fue nombrado por el gobernador Francisco Pizarro como alguacil mayor de Lima y regidor de su cabildo por Real Provisión del Consejo de Indias (Torres Saldamando, 1900, pp. 134-135 y 249-252). Mientras ejercía dichas responsabilidades, Juan de León fue adquiriendo prestigio y hacienda, de lo que es buena muestra la concesión de varias encomiendas en Charcas y Andaguay (Apuntamientos, 1924, vol. I, p. 46), así como que le fuera otorgado escudo de armas en 1542.6

A todos estos oficios, en los que era nota común para su ejercicio ser persona de confianza, se le unió el de canciller de la Audiencia, y como tal fue el encargado de recibir a primeros de julio de 1544 el sello real con el que se estableció la Real Audiencia en la ciudad de Lima (Ramírez Barrios, 2017). Como ya se dijo, el sello real procedía de la Audiencia de Panamá y allí fue recogido por los oidores de la Audiencia limeña en su periplo hacia la capital del virreinato. El cronista Gutiérrez de Santa Clara relata como Juan de León se unió a los oidores en la ciudad de Trujillo, haciéndose cargo del sello real hasta llegar a Lima. La comitiva se detuvo a media legua de su destino para hospedarse en una heredad de Francisco de Ampuero, dando tiempo a que la ciudad se aprestara para recibir majestuosamente al sello real. Pasados unos días, los oidores y el canciller retomaron la marcha para encontrarse en el trayecto con los oficiales reales y el Cabildo limeño. Una vez cruzado el río, a las puertas de la ciudad, Juan de León entregó el cofre donde se hallaba el sello real. Este fue puesto en un caballo ricamente engalanado y bajo palio, portado por los alcaldes, recorrió las principales calles de Lima acompañado por sus vecinos, unos a pie y otros a caballo. Al llegar a las Casas Reales, el canciller tomó nuevamente el cofre y lo condujo, aún bajo palio, a una gran sala “muy entapiçada de sedas y ricos paños” (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, p. 122). Una vez que se asentaron las autoridades en los estrados, Juan de León subió el sello a donde estaban el virrey, los oidores y el obispo, que lo aguardaban en pie con sus sombreros en las manos, y después de besarlo y ponerlo sobre sus cabezas, en señal de reverencia, el símbolo real fue puesto en una silla entre los oidores y el virrey. De este modo quedó establecida formalmente la Real Audiencia y comenzó a despachar los negocios de gobierno y justicia (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, pp. 119-123).

Los conflictos entre el virrey y la Real Audiencia se sucedieron de manera inmediata. De hecho, estos comenzaron a su llegada a tierras americanas por la obstinación del virrey en ejecutar las Leyes Nuevas en todos aquellos lugares por donde pasaba en su camino a Lima. El sello, como encarnación de la persona del monarca y de su autoridad, fue partícipe de muchos de los episodios que sacudieron el Perú durante los primeros años del virreinato, y con él la persona a quien estaba encomendada su custodia, el canciller.

Así, poco después de asentarse la Audiencia en Lima, ante las noticias que iban llegando del avance desde Cuzco de Gonzalo Pizarro y sus huestes, el virrey decidió abandonar la ciudad y dirigirse hacia Trujillo, junto a los oidores y la contaduría real. Los ministros de la Audiencia se opusieron de plano a dejar la ciudad de Lima, pues allí les había ordenado el monarca que residieran y ejercieran la justicia regia. No se conformó el virrey con la negativa de los oidores e ideó un plan para que estos le acompañaran, consistente en llevar consigo a Trujillo el sello real, por lo que los oidores que decidieran permanecer en Lima lo harían como personas privadas, sin poder hacer Audiencia ni expedir Reales Provisiones. Sin embargo, antes de que esto sucediera, los oidores mandaron llamar al canciller Juan de León, quitándole el sello real y depositándolo en poder del oidor Cepeda como el más antiguo del tribunal (Zárate, 1995, pp. 698-701).

Este suceso, junto a otras causas, como el asesinato del factor Illán Suárez de Carvajal, fue alimentando la convicción de los oidores de que la presencia del virrey solo acrecentaría la inestabilidad y daría razones a Gonzalo Pizarro para que consumara sus amenazas. Por ello, los oidores resolvieron expedir una Real Provisión que sirviera para encarcelar al virrey, aunque su contenido distaba mucho de ordenar una actuación de tal gravedad y para la que no estaban facultados. En realidad, la Real Provisión expedida por la Audiencia de Lima el 17 de septiembre de 1544 disponía que los oidores permanecieran en la ciudad de Lima, junto al sello real, y que el virrey no los obligara a abandonarla, conminando a los cabildos, justicias, capitanes y gente de guerra del virrey, así como a todos los vecinos de esos reinos, que les ayudaran y favorecieran con todos los medios posibles para que se cumpliera dicha disposición (AGI, Justicia, 451, ff. 744v-746v, 17/09/1544).7 Se trata de un documento capital para el posterior desarrollo de los acontecimientos, de cuya trascendencia eran conscientes los propios oidores, que esperaban con su expedición unos resultados muy distintos a los que provocó, pues ello allanó el camino para que Pizarro se hiciese con todo el poder. Además, la expedición de la Real Provisión estuvo repleta de anomalías, tanto en su puesta por escrito como en su validación, sin la participación de los oficiales de la pluma a quienes correspondía el despacho del documento, ni tan siquiera de sus tenientes.

El despacho de las Reales Provisiones debía seguir una serie de cautelas y prevenciones sin las cuales el documento no se consideraba correctamente expedido y, por tanto, no cumplía su función de palabra escrita del monarca. Especialmente importante era el procedimiento de validación, su sellado y registro, que otorgaba al documento credibilidad y fehaciencia, pero también los actores que participaban en el proceso, así como el lugar donde se llevaba a cabo (Gómez Gómez, 2008, pp. 200-206). Estos requisitos eran así reconocidos y valorados en la época que estudiamos y la carencia o alteración de los mismos era considerada como causa de la invalidez del documento o incluso de falsedad documental y apropiación indebida de la autoridad real. Teniendo esto en cuenta, no debe extrañar que en el juicio de residencia practicado a los oidores al finalizar la rebelión se mostrara interés por el proceso de validación de la Real Provisión por la que fue apresado el virrey. En su interrogatorio se incluía una pregunta en la que se inquiría a los testigos si tenían noticia del fraudulento sellado del documento. Y es que, según se declara en la pregunta, la Provisión no fue sellada en la cancillería de la Real Audiencia, ni por el canciller, Juan de León, ni por su teniente, Bernaldino de San Pedro, sino por los propios oidores que “tomaron vn papel en que estava sellado el sello real e lo pasaron en la carta (…) falsando la orden que se debe tener en el dar e sellar las prouisiones reales”(AGI, Justicia, 451, 1546).

Las declaraciones de los testigos demostraban con claridad el fraude que se había cometido en el sellado del documento.Sin embargo, algunas versiones fueron contradictorias, generando confusión respecto al modo en que se produjeron los acontecimientos y quiénes fueron sus protagonistas. De esta forma, según Simón de Alzate, escribano del número de la ciudad de Lima, el oidor Lisón de Tejada había llevado a la Audiencia “dos papeles sellados” que le había facilitado Bernaldino de San Pedro, teniente del canciller. Sin embargo, San Pedro negaba su participación. En respuesta al interrogatorio, el que fuera teniente del canciller Juan de León, corroboraba lo contenido en la pregunta, aclarando que era imposible que la Real Provisión fuera validada con el sello real, pues él mismo lo custodiaba en un cofre en presencia del virrey Núñez Vela. Añadía que los oidores nombraron por canciller al escribano Pedro de Acevedo y que por orden de ellos había refrendado como canciller la Real Provisión. Nada dice de porqué el sello se encontraba en su poder y no con Juan de León, aunque podemos inferir que el canciller dejó a un lado sus obligaciones como oficial de la Real Audiencia ante los acontecimientos que se presagiaban (AGI, Justicia, 451, R. 1, f. 454, 23/12/1546).

Años más tarde, durante la visita que Briviesca de Muñatones realizó a la Audiencia, Bernaldino de San Pedro completó su versión de lo sucedido durante la jornada en que se expidió la Real Provisión. Ahora declaraba que tal día por la mañana, enterado de que los oidores se habían levantado contra el virrey y pretendían ponerle preso, se dirigió a su posada y dijo al virrey “señor, qué haremos del sello real”, a lo que este contestó “Guardar de vos, que será de él lo que fuere de nosotros”(AGI, Justicia, 471, 1561). Además, aportaba en su información que en esos momentos era secretario del virrey, un dato que resulta crucial para entender cómo obró aquel día y explica que custodiara el sello real junto a Núñez Vela (AGI, Justicia, 471, 1561). El virrey acertó de pleno en su vaticinio, ya que el sello real, la Audiencia y él mismo corrieron suerte pareja.

Todo se precipitó tras el encarcelamiento del virrey Núñez Vela. Gonzalo Pizarro acampó a su ejército a las puertas de la ciudad de Lima y, bajo amenazas, consiguió que la Real Audiencia expidiera una Real Provisión el 23 de octubre de 1544 nombrándolo como gobernador y capitán general de los reinos del Perú (AGI, Justicia, 1079, 23/10/1544). No imaginaban los oidores que desde ese momento la suerte de la Audiencia estaba echada. Gonzalo Pizarro logró inhabilitar taimadamente al supremo tribunal despojándolo de sus ministros y apropiándose del sello real, todo ello con la imprescindible colaboración del oidor Cepeda, que se convirtió en el principal asesor de Pizarro, sirviéndole como su teniente general (Angeli, 2007, pp. 11-20). Pizarro, consciente del poder que otorgaba el sello real y los documentos validados con él, decidió llevarlo consigo cuando partió de Lima con la intención de derrotar al virrey, que había conseguido liberarse (Fernández, 1571, vol. 1, pp. 180-181).

Hacía algún tiempo que el sello real de la Audiencia no se hallaba bajo la custodia del canciller. Juan de León marchó de la ciudad de Lima tras el apresamiento del virrey, cuando la Audiencia aún permanecía en pie, pero bajo la sombra e influencia de Gonzalo Pizarro. No duró mucho el cautiverio de Núñez Vela. Mientras Pizarro se hacía fuerte en la ciudad de Lima, fue liberado por el oidor Álvarez, que había sido designado como su acompañante en el navío que debía llevarle hasta la Corte. Una vez hechos a la mar, el oidor manifestó a Núñez Vela su pesar por el apresamiento y que, como leal servidor de Su Majestad, le reconocía como virrey, poniéndose a su disposición para restablecer la autoridad real (Vargas Ugarte, 1966, t. I, p. 211). Y para ello, el virrey no halló mejor medio que erigir una nueva Audiencia en Quito y ejercer de este modo la suprema justicia del monarca, consciente de la legitimidad que ello otorgaría a su causa. El virrey fundaba su facultad para hacer Audiencia junto al oidor Álvarez en una Real Cédula que llevaba consigo y que le permitía establecer la Audiencia de Lima con uno o dos oidores, los primeros que llegasen (Angeli, 2011b, pp. 69-70).

Pero existía una traba, y de entidad, para poder llevar a cabo sus planes: carecía del sello real que era necesario para constituir Audiencia y expedir Reales Provisiones, ya que había sido usurpado por Pizarro. Conocedor de este requisito inexcusable, el virrey decidió abrir un sello con las armas reales, para lo que de ninguna manera estaba facultado y considerado como un delito de lesa majestad por las leyes castellanas (Diego Fernández Sotelo, 2012, pp. 286-287). Al arribar mediado el mes de octubre de 1544 en el puerto de Tumbes, el virrey mandó llamar al platero Adrián Correa para que fabricase un sello de plata con las armas reales. El platero, que se encontraba en cama recuperándose de unas fiebres, obedeció el mandato del virrey, declarando más tarde que lo hizo por temor a las represalias (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. II, pp. 48-49; Zárate, 1995, pp. 724-726). La apertura del sello fue valorada de forma muy distinta por los bandos enfrentados. Si para el virrey se hacía imprescindible para dar mayor fuerza y autoridad a sus decisiones, para los gonzalistas se trataba de un instrumento que utilizaría para encubrir sus engaños, “añadiendo delito a delito e culpa a culpa (…)syn acatamiento ny reberençia suya e no con aquella abtoridad que se suele hazer, e syn poder para ello”(AGI, Patronato, 186, R. 12, 17/07/1546).

No sabemos cuándo se unió Juan de León a Blasco Núñez Vela, a quien consideraba el legítimo gobernador de los reinos del Perú, si en algún momento pudo embarcar junto a él o le esperaba en el puerto de Tumbes. De seguro allí se encontraba cuando se falsificó el sello real y, retomando sus funciones de canciller, este le fue entregado para su custodia. Ya con el sello real, el virrey comenzó a hacer audiencia junto al oidor Álvarez y a despachar “sus prouissiones, con título y nombre de: Don Carlos, por la diuina clemencia”, firmadas por ambos y con el refrendo, a modo de validación, de un secretario y de Juan de León como canciller (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. II, pp. 30-31 y 49-50). Unas Reales Provisiones que chocaban y se contradecían con las expedidas por la Audiencia de Lima, creando una gran confusión en los vecinos de aquellos reinos, sin saber en muchos casos qué obedecer. El conflicto entre Audiencias no perduró mucho tiempo, pues a ambas puso fin Gonzalo Pizarro, deshaciendo la de Lima al quedar sin ministros y matando al virrey en la batalla de Iñaquito el 18 de enero de 1546, donde también falleció Juan de León, que no dejó descendencia (Apuntamientos, 1924, vol. I, p. 48). Merecedor de la confianza de las autoridades indianas para el desempeño de distintos oficios, no cabe duda de que el de canciller fue el más reputado por su relación con el sello real, cuerpo encarnado del monarca.

2. Antonio de Santillana, registrador

Como ya se vio,la cancillería de la Audiencia de Lima contaba con un segundo oficial, junto al canciller, cuyas funciones giraban en torno al registro del documento, relacionadas igualmente con su validación y con las prevenciones que habían de observarse para la correcta expedición documental. Según el título que se le expidiera a Bartolomé de Murga en 1551, el registrador de la Audiencia tenía como principal función tener “el nuestro registro del Audiençia Real de las prouinçias del Perú (…) y registréis las cartas y prouisiones que con nuestro título se oviere de despachar y registrar” (Ramírez Barrios, 2020, pp. 362-363), entendiéndose por registro como cada uno de los documentos trasladados o copiados individualmente (Gómez Gómez, 2008, p. 215).

Siguiendo una serie de cautelas, el registro estaba destinado a preservar la memoria de las actuaciones de la Real Audiencia realizadas en nombre del monarca. Lo expresaba con claridad León Pinelo en su tratado sobre el oficio de Gran Canciller de las Indias, cuando afirmaba que este se introdujo en la cancillería “para que en él se halle en todo tiempo la provissión que se perdiere, rompiere o borrare, i se verifique i pruebe la que es falsa o verdadera i quién la despachó i al fin” (León Pinelo, 1953, pp. 107-108). Respecto a los beneficios por ejercer el cargo, estos se ceñían a lo dispuesto en el arancel por el registro de las Reales Provisiones y su traslado, sin contar con las preeminencias disfrutadas por el canciller.

El registrador de las Audiencias indianas se consideraba teniente del titular del oficio en el Consejo de Indias, al igual que ocurría con el canciller, con facultad para proveer a sus tenientes indianos. Por tanto, el nombramiento del primer registrador de la Real Audiencia de Lima debía corresponder a su homólogo en el Consejo de Indias. Sin embargo, la provisión del oficio recorrió caminos distintos al de Juan de León como canciller, ya que el oficio de registrador del Consejo estaba vaco en aquel momento. Su último titular, Diego Beltrán, que había accedido al oficio en 1528, fue depuesto del cargo por ciertas acusaciones de corrupción que se le imputaron durante una visita al Consejo de Indias. Por tanto, al estar vacante el oficio, fue el monarca el encargado de proveer a personas para ejercer las funciones de registrador en el Consejo de Indias y en las Audiencias de ultramar (Gómez Gómez, 2008, pp. 91-97). Así debía ser en teoría, pero la realidad en las lejanas Indias fue otra, en el caso que aquí nos ocupa y en otros que se sucedieron en el tiempo. De suerte que el registrador de la Audiencia de Lima fue designado por su presidente -virrey- y oidores, recayendo en Antonio de Santillana (Catálogode documentos inéditos, 1867, vol. VIII, p. 385).

Las noticias sobre Antonio de Santillana son realmente parcas. Se sabe que era mayordomo del virrey y que debió llegar a la ciudad de Lima días antes de que lo hiciera su señor, desde donde le dio aviso para que acelerase su llegada e hiciese frente al tumulto que había en la ciudad (Cieza de León, 1877, vol. 1, p. 58). De su actividad durante los convulsos tiempos que siguieron a la llegada del virrey y los oidores al Perú, podemos afirmar que ejerció el oficio de registrador personalmente, como consta en las escasas Reales Provisiones expedidas por la primera Audiencia que se conservan. Pero, de forma paralela al canciller, Antonio de Santillana dejó pronto su oficio, cuando la amenaza de Gonzalo Pizarro se cernía sobre la ciudad de Lima y la relación entre el virrey y la Audiencia estaba en franco deterioro. La última Real Provisión que consignó como registrador Antonio de Santillana está fechada el 12 de septiembre de 1544, a escasos cinco días de la prisión del virrey, en la que se perdonaban los delitos a los participantes en las alteraciones (AGI, Justicia, 1079, 12/09/1544). A partir de ese momento, el oficio fue ejercido por Pedro López, escribano y teniente de Jerónimo de Aliaga en la escribanía de Cámara de la Audiencia, que quedaría en poder del registro tras la marcha de Antonio de Santillana.8

Por tanto, Santillana no participó en la Real Provisión que se esgrimió para apresar a Blasco Núñez Vela, lo que en forma alguna nos puede extrañar considerando el vínculo clientelar entre el virrey y el registrador. Así, su ausencia en la expedición de un documento tan relevante pudo deberse a un abandono voluntario del oficio, como ocurriera con otros oficiales que actuaban en el tribunal, o que fuera despojado del mismo por los oidores al ser criado del virrey. Inclinándonos por la primera de las posibilidades -el abandono del oficio-, esta puede leerse como una defensa de la autoridad del virrey por omisión en sus responsabilidades, y por extensión de la autoridad real, pues no hay que olvidar que Núñez Vela anteponía su condición de “mero executor” de los mandamientos del monarca al propio cargo de virrey que ostentaba (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, pp. 66-67).

Si el sellado del documento no guardó las prevenciones obligadas para su correcta expedición, de igual forma se obró en su registro. Según estaba dispuesto, las Reales Provisiones debían ser registradas antes de pasarlas al canciller para que en ellas imprimiera el sello real (Nueva Recopilación, 1598, Lib. II, tít. XV, l. IX). Una exigencia que venía determinada por el valor testimonial y garantista de que gozaba el registro, que hacía posible la reproducción de copias del documento ya despachado y tener constancia de haberse documentado un negocio emanado de la voluntad real, “que por estar además sellado con el sello del rey se le daría el mayor crédito, veracidad y en suma autoridad” (Gómez Gómez, 2008, p. 205).

Atendiendo a esta prevención documental, antes de que Acevedo pusiese el sello en la Real Provisión por orden de los oidores, se tendría que haber realizado el pertinente registro. Sin embargo, dicha cautela se produjo después de pregonada la Real Provisión y preso el virrey, varios días después de ser sellada. Por entonces, como ya se dijo, Antonio de Santillana ya no actuaba como registrador, sino que en su lugar ejercía el oficio Pedro López. Pero este tampoco fue el encargado de registrar el documento, actuación que los oidores encomendaron a Francisco de Talavera, procurador de la Real Audiencia.

Tras ser advertidos de esta anomalía, los oidores ordenaron a Talavera que registrase el documento, pero este respondió que le era imposible ya que no tenía el libro donde debía asentarlo. Los oidores no se contentaron con la respuesta de Talavera y le insistieron bajo amenazas, viéndose obligado a tomar el registro que estaba en poder de Pedro López y asentar la provisión (AGI, Justicia, 451, R. 2, f. 172,09/01/1550), si bien el valor garantista que daba sentido al registro estaba corrompido al no realizarse en tiempo y forma.

Las razones para relevar a Pedro López en el registro de la Real Provisión que a la postre desembocó en la prisión del virrey se pueden deducir fácilmente. Los oidores encontrarían menor resistencia para llevar a término esta anomalía documental, que podía invalidar su ejecución, en el procurador Talavera que en Pedro López, pues existía el riesgo de que este se comportara con la misma lealtad hacia el virrey que Jerónimo de Aliaga, de quien era teniente, y que tampoco refrendó el documento, como veremos más adelante.

Antonio de Santillana, ante el avance de la rebelión marchó hacia Quito al encuentro con el virrey, pero sin que ejerciera como registrador en las Reales Provisiones expedidas por su señor junto al oidor Álvarez. El nombre que aparece consignado en ellas es el de Antonio Ordoño de Valencia, persona de la entera confianza del virrey que siempre se mantuvo a su lado, desde que embarcara en España hacia el Perú hasta su fallecimiento a manos de las huestes de Gonzalo Pizarro. Cabe la posibilidad de que el virrey pensara en otras responsabilidades para su criado Santillana, lo que se deduce de la única referencia que se hace en las crónicas desde que se encaminara a Quito.

La crónica de Calvete de Estrella sitúa a Santillana en Puerto Viejo, ejerciendo como teniente del virrey. Allí fue apresado por el capitán rebelde Hernando de Bachicao, uno de los más acérrimos defensores de la rebelión. Bachicao había recibido la orden de embarcar hacia Panamá con el oidor Lisón de Tejada y Francisco de Maldonado, quienes debían informar en la Corte de los sucesos que se estaban produciendo en el Perú y justificar el papel de Gonzalo Pizarro. En su camino, Bachicao hizo frente en Tumbes a las tropas realistas, obligando al virrey a escapar a la ciudad de Quito. Desde allí continuó su travesía hacia Panamá, realizando una nueva parada en Puerto Viejo, donde saquearía la ciudad y haría preso a Santillana (Calvete de Estrella, 1889, t. I, pp. 88-92). Su final, como el de su virrey y señor, estaría cerca.

III. La Escribanía de Cámara de la Real Audiencia

Los escribanos de Cámara, dentro del amplio abanico de oficiales de la pluma que trabajaban en la Audiencia, jugaban un papel destacado al resultar fundamentales para que el tribunal cumpliera con las funciones que le eran propias en la administración de justicia. Máxime si consideramos que la justicia administrada por la Audiencia basaba su proceder en el documento escrito (Gayol, 2007, t. I, pp. 174-175; Gómez Gómez, 2020, pp. 327-328).

Al contrario de los oficiales de la cancillería, cuya actividad se circunscribía a unas funciones muy limitadas -aunque de gran importancia-, las competencias del escribano de Cámara se extendían a lo largo de todo el proceso. Bajo su control, auxiliado por oficiales y escribientes, se formaban los expedientes con la documentación aportada por los procuradores, se realizaban las probanzas necesarias para sustanciar los pleitos o se daba cauce a la tramitación de las acciones pertinentes para que los ministros del tribunal ejercieran la justicia (Gayol, 2007, t. I, pp. 175-179). Esto en lo que atañe a los procesos que se determinaban en la Audiencia. Pero sus funciones abarcaban otros campos relacionados con el gobierno del propio tribunal, como el control de los distintos libros registros o la expedición de otros documentos expedidos por los ministros de la Audiencia para comunicarse con otras instituciones.

La responsabilidad que conllevaba el ejercicio de todas estas funciones exigía del escribano de Cámara una serie de requisitos, de muy distinta naturaleza a los que se requerían para acceder al oficio de canciller. Frente a la honra y confianza como calidades cardinales para ejercer de canciller, el escribano de Cámara debía ser persona hábil y suficiente, siendo necesario contar con el fiat de escribano despachado por el Consejo de Indias y superar un examen ante la Audiencia (Gómez Gómez, 2020,pp. 329-330). Además, no podía nombrar tenientes para que en su nombre ejercieran el oficio (Recopilación de las Leyes de Indias, 1681, Lib. II, tít. XXIII, l. II), ni desempeñar otros cargos al mismo tiempo (Recopilación de las Leyes de Indias, 1681,Lib. II, tít. XVI, l. XCVI). Estos últimos requisitos no se cumplirían con el capitán Jerónimo de Aliaga, primer escribano de Cámara de la Audiencia de Lima, del que nos ocupamos a continuación.

El capitán Jerónimo de Aliaga

El acceso de Jerónimo de Aliaga al oficio de escribano de Cámara de la Real Audiencia de Lima obliga a retrotraernos al privilegio concedido en 1521 a Juan de Sámano, secretario del Consejo de Indias, de las escribanías de gobernación de las provincias indianas, una merced que se fue ampliando conforme avanzaba la conquista y que le facultaba a renunciar dichos oficios en sus hijos o en la persona que quisiere. Y ponemos en relación la merced sobre las escribanías de gobernación con la provisión de las escribanías de Cámara porque, concebidas en principio como oficios distintos, como resultaría más tarde, durante las primeras décadas de la presencia castellana en Indias ambas escribanías se equipararon y englobaron en el privilegio que tenía concedido Juan de Sámano (Gómez Gómez, 2012, pp. 52-57). Hecho este inciso, veamos cómo Jerónimo de Aliaga llegó a la escribanía de Cámara del tribunal limeño.

Antes del establecimiento de la Real Audiencia de Lima en 1544, el territorio que luego sería de su jurisdicción se dividía en dos gobernaciones, la de Nueva Castilla y la de Nueva Toledo, cuyas escribanías pertenecían a Sámano por ampliación que de su privilegio se le otorgó por Real Provisión de 26 de octubre de 1536 (AGI, Patronato, 246, N. 1, R. 13, 26/10/1536). En virtud de la facultad que tenía para renunciar los oficios, Sámano dio poder el 6 de noviembre de 1536 a Vicente de Valverde, primer obispo de las provincias del Perú, para que en su nombre renunciara la escribanía de la gobernación de Nueva Castilla. Vicente Valverde otorgó la carta de renunciación de la escribanía el 4 de junio de 1538 ante Bernal Darias, escribano público de la ciudad de Lima, atendiendo a la habilidad y suficiencia de Jerónimo de Aliaga para ejercer el oficio, que podría usar por sí mismo o por sus tenientes de forma vitalicia (Archivo General de la Nación del Perú, Protocolos Notariales, Siglo XVI, Protocolo 18, Pedro de Castañeda, ff. 585v-590r). Juan de Sámano recibió de Aliaga 7.000 pesos de oro por la renuncia de la escribanía (Lockhart, 1987, t. II, p. 58), de lo que se deprende que se tratara de una venta encubierta, práctica habitual en las renuncias de oficios en Indias, como advierte Tomás y Valiente (1972, p. 38). Recordemos que era requisito para el acceso a estos oficios contar con título de escribano real otorgado por el Consejo de Indias, título que tenía concedido Jerónimo de Aliaga por Real Provisión de 25 de febrero de 1530, previo examen que le fue realizado por la Audiencia de Santo Domingo para certificar sus aptitudes en el desempeño del mismo (AGI, Patronato, 276, N. 4, R. 55, 25/02/1530). La renunciación fue confirmada por el Consejo de Indias por Real Provisión de 8 de noviembre de 1539, en la que se conminaba a Francisco Pizarro, gobernador de la Nueva Castilla, a recibir a Aliaga en el oficio (AGI, Justicia, 1063, 08/11/1539).

Como ya se dijo, con el establecimiento de las Reales Audiencias se equipararon los oficios de escribanía de gobernación y de Cámara, caso de la Audiencia de México en 1527 (Gómez Gómez, 2012, pp. 52-53). De igual forma ocurrió cuando fue creada la Audiencia de Lima. En una Real Provisión dirigida al virrey Núñez Vela y a los oidores de la Audiencia, dada en Valladolid el 13 de febrero de 1544, se exponía que, tras el establecimiento de la Audiencia, las provincias de Nueva Castilla y Nueva Toledo quedaban sujetas a ella, suprimiéndose sus gobernaciones y, por extensión, las escribanías mayores de dichas provincias. De modo que, continuaba el documento, era necesario declarar escribanos que atendiesen a los negocios del tribunal y que, para que los escribanos de las antiguas gobernaciones no recibiesen perjuicio, se les hiciese merced a sus titulares de los oficios de escribanía de Cámara de la Audiencia. En consecuencia, se disponía que se proveyesen como tales a Jerónimo de Aliaga, escribano de la gobernación de Nueva Castilla, y a Juan de Sámano, su homólogo en la provincia de Nueva Toledo, para que nombrase persona hábil y suficiente que lo sirviera, requisito que ya se presuponía en Aliaga.

Llegados a este punto, se hace pertinente una nueva aclaración sobre las escribanías de Cámara con las que se estableció la Audiencia de Lima. Proveído para uno de los oficios el capitán Jerónimo de Aliaga, el tribunal debía contar con un segundo escribano de Cámara correspondiente a la gobernación de Nueva Toledo. En el momento del establecimiento de la Audiencia este oficio era ocupado por Pedro de Avendaño, en quien Juan de Sámano había renunciado la escribanía de Nueva Toledo por cantidad de 8.000 pesos de oro. Sin embargo, no se ejecutó en él la Real Provisión de 1544 que permitió a Aliaga el acceso al cargo. Tendremos que esperar al 12 de marzo de 1549, reestablecida la Audiencia por el licenciado Pedro de la Gasca, para que el Consejo de Indias nombrara a Pedro de Avendaño como escribano de Cámara de la Audiencia de Lima (AGI, Justicia, 1175, N. 7, 03/12/1549). Por tanto, durante los sucesos que ocupan este estudio, solo Jerónimo de Aliaga ejerció como escribano de Cámara del supremo tribunal.

En contraste con Juan de León y Antonio de Santillana, de la vida del capitán Jerónimo de Aliaga existe abundante información (Angulo, 1921; Busto Duthurburu, 1970, 1986, pp. 56-58; Lockhart, 1987, t. II, pp. 57-61; Mendiburu, 1874, t. I, pp. 95-100; Vargas Prada, 1951). Por ello, solo haremos una breve síntesis para contextualizar la figura de Aliaga ante el levantamiento de Gonzalo de Pizarro.

Procedente de la ciudad castellana de Segovia, Jerónimo de Aliaga era hijo del matrimonio formado por Juan de Aliaga y Francisca Ramírez, y tuvo como hermano a Lorenzo de Aliaga, personaje que no alcanzó el lustre y fama que Jerónimo, pero que ocupó destacados cargos en el Perú, como regidor de la ciudad de Lima o canciller de la Real Audiencia (Ramírez Barrios, 2020, pp. 148-149).

Jerónimo de Aliaga desembarcó en Panamá en 1529, donde comenzó a desempeñar labores de intendencia aprovechando su dominio de la escritura. En 1531 tomó el primer navío hacia el Perú, participando de forma activa en la conquista, si bien sus actividades se ligaron más al uso de la pluma que de la espada. Así, tuvo cargos en la administración de la Real Hacienda como veedor real y contador general (Lockhart, 1987, t. II, pp. 57-58). Aliaga se instaló en 1535 en la ciudad de Lima, recién fundada, donde se le hizo merced de un solar frente a las casas de Francisco Pizarro, donde en 1544 se establecieron las Casas Reales. En dicho solar, de ubicación privilegiada, Jerónimo de Aliaga edificó su casa, que casi cinco centurias después, aún es ocupada por sus descendientes. Pronto fue nombrado alcalde ordinario y alférez del estandarte real, lo que da muestras de la confianza que se supo granjear. Participó en la defensa de la ciudad ante el asedio de las huestes de Manco Inca, además de acompañar al gobernador Francisco Pizarro en distintas empresas. Los servicios prestados a la Corona le fueron recompensados con la concesión de encomiendas en Andahuaylas y Chancay (Mendiburu, 1874, t. I, pp. 96-97). También se le concedió escudo de armas el 19 de julio de 1536, compuesto de la siguiente forma:

Un escudo hecho cuatro partes: en la primera alta de la mano derecha, un castillo colorado en campo de oro; y en la otra segunda parte de la mano izquierda, dos tigres enpinados asydos de las manos en campo verde; y en las otras dos partes del dicho escudo, un navío con las velas tendidas sobre aguas azules y blancas en campo azul; y por orla, ocho estrellas de oro en campo colorado; y por timbre y divisa, un yelmo çerrado con un rollo torçido colorado y blanco o de plata, y encima de él, una Ave Fénix con sus dependençias y follajes, de colorado y blanco. (AGI, Lima, 565, L. 2, ff. 171v-172r, 19/07/1536)

Las responsabilidades y posición de Jerónimo de Aliaga explican su implicación en muchos de los episodios por los que la autoridad real terminó por implosionar a manos de Gonzalo Pizarro y en las acciones que, bajo el liderazgo del licenciado Gasca, la restaurarían. Se pueden establecer dos etapas diferentes en la participación de Jerónimo de Aliaga durante la rebelión de Gonzalo Pizarro. En un primer momento, sus actuaciones se centraron en su faceta como escribano de Cámara, hasta que el virrey fue encarcelado y se deshizo la Audiencia, cuando sirvió en distintas campañas para restaurar la autoridad real.

La primera noticia que tenemos de Aliaga ejerciendo como escribano de Cámara se remontan al 15 de mayo de 1544, antes de establecerse la Audiencia, fecha en la que hizo entrada el virrey en la ciudad de Lima, “debaxo de vn palio muy rico que los regidores lleuauan, y fue rescebido con gran acatamiento, y fue aposentado en las casas del Marques Piçarro” (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I,p. 106). Una vez aposentado, el virrey presentó ante las autoridades radicadas en Lima y los vecinos de ella toda la documentación que traía consigo para el gobierno del Perú. Todos estos documentos fueron leídos públicamente por Jerónimo de Aliaga, tras lo cual Blasco Núñez Vela fue recibido como virrey del Perú (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, pp. 106-107). Apenas dos semanas después tuvo lugar la entrada en Lima del sello real, de cuyo ceremonial tomó testimonio el escribano de Cámara (Discurso sobre Virreyes y Gobernadores del Perú, Biblioteca Nacional de España, Mss./2835, ff. 69r-71r).9

Establecido el tribunal, Aliaga participó personalmente en la expedición de una serie de Reales Provisiones que tenían como fin deshacer el levantamiento de Gonzalo Pizarro. Entre ellas pueden citarse las expedidas el 3 de julio a las autoridades de Cuzco dándoles conocimiento de los nombramientos del virrey y de los oidores, en quienes descansaba la autoridad de aquellos reinos, y ordenando que disolviesen la gente de guerra que junto a Gonzalo Pizarro amenazaba con marchar hacia Lima para suplicar las Leyes Nuevas. Igualmente, Aliaga refrendó como escribano de Cámara la Real Provisión de 12 de septiembre en la que se perdonaban los delitos de los alzados, último documento en que participaron Juan de León y Antonio de Santillana, como tuvimos ocasión de ver.10

Ante el avance de los insurrectos, el virrey puso en conocimiento de los principales de la ciudad su intención de marchar hacia Trujillo, episodio del que ya se trató por pretender el virrey llevar consigo el sello real. Jerónimo de Aliaga fue uno de aquellos principales, a los que el virrey ordenó que se aprestasen para abandonar la ciudad y acompañarle hasta Trujillo, desde donde combatirían a Pizarro (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, pp. 298-299). No puso objeciones Aliaga y dio cumplimiento al mandato del virrey, por lo que “se començó luego a adereçar y aperçibir a su muger e hijos para salir en acompañamiento del dicho señor visorrey a donde quiera que fuese”(AGI, Patronato, 128, R. 2,10/07/1549). Parece que en este episodio Jerónimo de Aliaga privilegió su faceta castrense al adherirse al virrey Núñez Vela, capitán general de las provincias del Perú, desentendiéndose de sus responsabilidades en la Audiencia, que se había negado tajantemente a dejar la ciudad donde debía residir.

Una vez más debemos volver al despacho de la Real Provisión que sirvió de coartada para apresar al virrey. A la fraudulenta validación del documento hay que sumar que los oidores ordenaron su puesta por escrito al escribano Pedro de Acevedo, quien recordemos que también actuó como canciller. Las razones para ello, según opinión de Aliaga, era la sospecha de los oidores de que, conociendo sus intenciones, diera aviso al virrey y este escapara(AGI, Justicia, 451, 1549). El proceder de los oidores de la Audiencia se entiende, que no justifica, por el cercano antecedente de adhesión de Aliaga al virrey cuando quiso marchar a Trujillo. Sin embargo, los oidores trataron de sacar provecho de esta cercanía entre el virrey y Aliaga. La mañana en que fue apresado Núñez Vela, los oidores se reunieron en el cementerio de la Catedral de Lima donde mandaron traer sillas, una gran mesa y un banco para hacer audiencia. Allí instalados, ordenaron a Jerónimo de Aliaga que fuese ante el virrey y, con gran comedimiento, le comunicara que los oidores requerían su presencia para que embarcase a la Corte a dar cuenta al monarca y cesaran los alborotos que afligían al Perú por su causa. Aliaga preguntó a los oidores si la orden la daban todos juntos, a lo que estos contestaron que sí. Entonces, el escribano de Cámara mandó a Baltasar Vázquez, su teniente, que le diese testimonio de lo ocurrido, para así salvaguardar su derecho ante posibles acusaciones de traición y probar que acudía al virrey con un mensaje tan grave por decisión de la Audiencia (AGI, Patronato, 128, R. 2,10/07/1549).

El virrey recibió con gran enojo el recado que le había trasladado Aliaga, respondiendo a los oidores que se “maravillaba” del mensaje y que siendo “él la cabeça para mandallos, que ¿cómo podían los pies hazer cosa alguna, principalmente sabiendo ellos mismos que no tenían facultad, ni poder, ni especial comissión del rey para hazer lo que cometían?” (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, pp. 350-351). Añadía el virrey que él sí tenía poder para prenderles y que no saldría del palacio por temor a los enemigos que se hallaban en la puerta. Pero no rehuía a verse con los oidores, pareciéndole que sería mejor que ellos fuesen al palacio y allí tratasen sobre los alborotos y cómo amansarlos. Aliaga acudió de nuevo ante los oidores con la respuesta del virrey, que mandaron al capitán Martín de Robles que ejecutara la Real Provisión que había expedido el tribunal y apresase a Núñez Vela, aunque ya se vio que no se disponía tal cosa en el documento. La liga capitaneada por Martín de Robles se encaminó hacia las Casas Reales y llegados a la cámara del virrey encontraron sus puertas “bien atrancadas” (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, p. 353), por lo que no pudieron acceder. Se pensó incluso en prenderles fuego y que la cámara ardiera con el virrey dentro, pero pasado un tiempo Blasco Núñez mandó abrir las puertas. En principio, el virrey se negó a ir ante la Audiencia, pues desconfiaba de su fortuna en manos del oidor Cepeda. Asimismo, se resistía a ser conducido por Martín de Robles, al que consideraba una persona vil y traidora. Finalmente, el virrey asumió que no tenía otra salida, entregándose a Nicolás de Ribera, alcalde ordinario de la ciudad, al capitán Pedro de Vergara y a Jerónimo de Aliaga, confiándoles su vida (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, pp. 350-355).

Preso el virrey, los oidores decidieron embarcarlo hacia España para que rindiese cuentas ante el monarca. La Audiencia deliberó sobre la persona que debía acompañarle, surgiendo distintos nombres en el Real Acuerdo. Entre ellos se propuso a Jerónimo de Aliaga que, como escribano de Cámara de la Audiencia, era perfecto conocedor de todo lo acontecido al ser el oficial “ante quien auían passado todos los autos y escriptos y las otras cosas que se auían hecho contra el visorrey” (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, p. 404). No prosperó la recomendación de Aliaga, sino la sugerencia del oidor Cepeda, quien prefería que escoltara al virrey su compañero de estrados, el oidor Álvarez, ya que siempre se había mostrado leal a la Audiencia y mortal enemigo del virrey, siendo uno de los principales promotores de su prisión (Gutiérrez de Santa Clara, 1904, t. I, pp. 404-406).

Como consecuencia, Aliaga no acompañó a Blasco Núñez hacia la Corte, pero en cambio fue nombrado capitán por los oidores de la Audiencia el 21 de septiembre de 1544 para hacer frente al levantamiento de Gonzalo Pizarro (AGI, Justicia, 451, 21/09/1544). A partir de este momento es Jerónimo de Aliaga quien nos informa de su implicación en el conflicto a través de una relación de méritos y servicios realizada en 1549, ya vencida la rebelión, en la que expone su determinación inequívoca, según su propia opinión, para restablecer la autoridad real (AGI, Patronato, 128, R. 2, 10/07/1549). La primera manifestación que se señala en el documento de su oposición a las maquinaciones de Gonzalo Pizarro para hacerse con el poder es el hospedaje y encubrimiento que dio en su casa a varios capitanes y soldados que habían escapado del ejército rebelde con la intención de servir al virrey, sin que conociesen en ese momento que la Audiencia lo había apresado y embarcado con destino a España.

Al tener noticias Pizarro de la deslealtad de sus soldados, y con su campo asentado a dos leguas de la ciudad de Lima, mandó a su temido maestre de campo, Francisco de Carvajal, que los prendiera y les cortara la cabeza. Carvajal llegó de noche a la posada de Aliaga para cumplir con lo dispuesto por Gonzalo Pizarro, aunque con disimulo para no frustrar el plan. De modo que uno de los soldados que le acompañaba llamó a la puerta en lugar de Carvajal, cuya presencia sería vista como un peligro inminente, y dijo a Aliaga que venía a darle una carta de Pizarro. Pero el escribano de Cámara sospechó de la maniobra al escuchar cerca ruido de arcabuceros y ayudó a escapar a sus huéspedes antes de que accedieran a la casa. Desde entonces, declaraba Aliaga, Gonzalo Pizarro “le tuuo por odioso y sospechoso y servidor de Su Magestad”. Que Pizarro lo tuviera como enemigo declarado desde fecha tan temprana confronta con la carta que le dirigió en febrero de 1545 pidiéndole que le acompañara en persecución del virrey Núñez Vela. Por entonces Jerónimo de Aliaga se había trasladado a su encomienda en Huaylas para así no tener que servir en las filas de Pizarro (Mendiburu, 1874, t. I, p. 98), si bien, la carta pudo ser un ardid para capturarlo. Sea como fuere, Aliaga no atendió la misiva de Pizarro, “por la qual corrió gran riesgo su vida por ser como era tan cruel y famoso tirano en matar a los que no le querían seruir” (AGI, Patronato, 128, R. 2, 10/07/1549). Pero tampoco aprovechó su huida de Lima para ir a servir al virrey, como lo hicieron sus compañeros Juan de León y Antonio de Santillana, lo que se puede interpretar como una muestra de su ambivalencia en los primeros tiempos de la rebelión.

De vuelta en la ciudad de Lima, antes de la llegada al puerto de El Callao de la armada realista y sin que tuviese conocimiento del arribo a Tumbes del licenciado Pedro de la Gasca, que se produciría a finales de julio de 1547, Jerónimo de Aliaga concertó con ciertos vecinos, entre ellos algunos de los principales, huir de la ciudad e incorporarse a las tropas de Su Majestad, aun a riesgo de perder su hacienda y familia. La llegada de la armada realista desbarató la huida pactada por Aliaga, ya que Gonzalo Pizarro hizo pregonar públicamente que le saliesen a servir todos los hombres entre quince y sesenta años, bajo amenaza de muerte. Así, Aliaga se vio forzado a adherirse al campo del líder rebelde, que se asentó a una legua de la ciudad, camino del puerto, donde urdió una nueva conjura para matar a Gonzalo Pizarro. Como esta no era factible, se confabuló con el capitán Martín de Robles para huir junto a otras personas del ejército de Pizarro. Esta vez la fuga tuvo éxito, suponiendo un duro revés para las filas de Gonzalo Pizarro y aliento para las futuras huidas que debilitaron notablemente la rebelión. Sin embargo, como señala Lockhart (1987, t. II, p. 58), la participación de Aliaga en estos episodios no es recogida en ninguna fuente, solo en la probanza realizada en 1549, por lo que puede tomarse por un intento del escribano de Cámara por engrandecer sus heroicidades en el campo de batalla.

Como integrante de las filas leales a la Corona, Jerónimo de Aliaga fue al encuentro del presidente Gasca a la provincia de Jauja, llevando consigo armas, caballos y criados. Gasca le envió de regreso a Lima junto al mariscal Alonso de Alvarado para reclutar vecinos que se uniesen al ejército realista. Unas labores que no le eran desconocidas a Aliaga, ya que la provisión de víveres y personas fue su principal actividad al llegar a tierras americanas. Gasca ocupó a Jerónimo de Aliaga en la intendencia de sus huestes hasta que su campo se aproximó a Cuzco, donde se hallaba Gonzalo Pizarro. Fue en este momento cuando Aliaga ejerció como capitán en la ofensiva contra los rebeldes, siendo uno de los primeros que cruzó el río Apurimac y en subir la sierra a pie para hacerles frente. También participó en la batalla de Jaquijahuana en la que cayó derrotado Gonzalo de Pizarro y supuso el fin del levantamiento, donde “fue peleando y escaramuçando con los enemigos y gente del dicho Gonçalo Piçarro hasta los hazer retraer y meter en su campo”, yendo en “avanguardia de los esquadrones con los otros capitanes” (AGI, Patronato, 128, R. 2, 10/07/1549).

Sofocada la rebelión y restablecida la Real Audiencia, el presidente Gasca consideró que su misión había terminado, por lo que a principios de 1550 emprendió la marcha hacia España. Gasca se hizo acompañar por Jerónimo de Aliaga, que había sido nombrado procurador general del Perú, prueba palmaria del crédito que gozaba entre las autoridades indianas. La expedición no tuvo la travesía tranquila que se esperaba, ya que en Nombre de Dios tuvo que enfrentarse al alzamiento de los hermanos Contreras, contienda en que Pedro de la Gasca designó a Aliaga como su gobernador. No sería su último nombramiento. En mayo de 1550, cuando se reanudó la travesía hacia la Península, Jerónimo de Aliaga fue nombrado almirante de las naves que componían la armada. Llegaron a Sevilla en septiembre del mismo año, desde donde partió Aliaga camino de Flandes e Innsbruck para dar cuentas al rey Carlos V de todo lo que había acontecido, no sin antes detenerse en el monasterio de Guadalupe para dar gracias, como tantos otros en su regreso de las Indias (Busto Duthurburu, 1986, p. 57). Ya instalado en España, por el año de 1551, reclamó ciertas mercedes por los servicios prestados durante las Guerras Civiles, entre ellas la de poder servir el oficio de escribano de Cámara de la Audiencia por tenientes, al igual que estaba facultado para hacerlo en la escribanía de gobernación (AGI, Indiferente, 737, N. 70, 1551).

No sabemos a ciencia cierta si Aliaga fue a España con intención de volver al Perú, pero lo cierto es que nunca más lo haría. Se estableció definitivamente en Villapalacios junto a su segunda esposa, doña Juana de Manrique, hija del conde de Paredes, donde moriría el año de 1569. Como bien expresara Lockhart (1987, t. II, p. 60), Jerónimo de Aliaga dejó una huella perdurable en el Perú, además de un rico patrimonio que fue disfrutado por sus descendientes, un linaje que conservó una privilegiada posición en la sociedad limeña y cuyo apellido aún perdura.

IV. Conclusiones

A lo largo de este estudio hemos podido comprobar cómo los principales oficios de la pluma de la Real Audiencia de Lima recayeron en personas con unas calidades e influencias superiores a lo que supondríamos que deberían corresponder a cargos que no pertenecían a los cuerpos decisorios, pero que se movían en su órbita y eran pieza esencial para dar vida a la maquinaria que, en nombre del monarca, gobernaba los territorios ultramarinos. Esta cercanía hacía de los oficiales de la pluma personas conocedoras de los entresijos del poder, merecedoras de confianza y prestigio, especialmente aquellos que se desempeñaban junto a las autoridades supremas, como es el caso que ha ocupado estas páginas. La mejor muestra de ello es la nominación de Jerónimo de Aliaga para acompañar al virrey cautivo a la Corte castellana, y no por ser uno de los primeros conquistadores del Perú, sino por haber participado directamente en el despacho de los documentos con los que la Audiencia intentó frenar la rebelión de Gonzalo Pizarro y moderar la actuación intransigente del virrey Núñez Vela. Es decir, se le consideró para tan alta responsabilidad por ser testigo directo como escribano de Cámara de todo lo acontecido durante aquellas convulsas jornadas.

El comportamiento de los oficiales de la pluma de la Audiencia limeña, su participación durante el alzamiento encabezado por Gonzalo Pizarroy su destacado protagonismo, distó mucho del llevado a cabo por otros oficiales del tribunal, igualmente considerados subalternos, y de los que no se tiene noticia. Los oficiales de la pluma no permanecieron como agentes pasivos durante la rebelión, simples espectadores de los graves acontecimientos que amenazaban las débiles estructuras del poder colonial. Muy al contrario, el canciller, el registrador y el escribano de Cámara de la Audiencia se significaron e implicaron en la defensa de la autoridad real, aunque se pueden establecer matices entre ellos, motivados por las calidades y relaciones personales de cada uno o por la naturaleza de sus oficios. Así, los oficiales de la cancillería -canciller y registrador- no participaron en las maniobras que acabaron con la defenestración del virrey, como la expedición de la Real Provisión que se esgrimió para apresarlo. Ambos permanecieron fieles al virrey, sirviéndole en Quito en su intento por recuperar el poder.

En lo que respecta al registrador Antonio de Santillana, es difícil pensar que actuara de otra forma, pues era mayordomo del virrey y a él debía su cargo. Sin embargo, el canciller Juan de León podría haber actuado de otra forma, permaneciendo en la ciudad de Lima, de la que era regidor. Además, al tomar partido por el virrey, Juan de León no solo arriesgaba su vida, sino también la hacienda que había acumulado en la década transcurrida desde su llegada a las Indias. La razón para ponerse en tan claro peligro puede estar en la naturaleza del oficio que desempeñaba en la Real Audiencia, que obligaba a una especial fidelidad a la Corona por ser la persona encargada de la custodia de la encarnación del monarca, del sello real. De modo que, considerando al virrey Núñez Vela como el legítimo gobernante del Perú, además de presidencia del supremo tribunal, Juan de León pudo verse impelido, en conciencia, a seguirle en su propósito por restaurar la autoridad real. Por tanto, la fidelidad de Juan de León a la causa realista podía provenir de la significación de su oficio, que siguió ejerciendo en Quito junto al virrey. Distinto fue el caso de Antonio de Santillana, a quien el virrey reservó responsabilidades alejadas del oficio que desempeñara en la Audiencia, nombrándolo como su teniente.

Si los oficiales de la cancillería se mostraron desde un inicio, de manera inequívoca, contrarios a la rebelión de Gonzalo Pizarro y dispuestos a colaborar para ponerle freno, el escribano de Cámara Jerónimo de Aliaga tuvo una actitud vacilante, al menos en los primeros momentos del alzamiento. Aunque tampoco participó en la expedición de la Real Provisión de apresamiento del virrey y abandonó la ciudad de Lima antes de que Gonzalo Pizarro se hiciese con el poder, no partió hacia Quito para unirse al virrey. De hecho, siguió por momentos ejerciendo como escribano del tribunal, consignando el nombramiento de Gonzalo Pizarro como gobernador del Perú e, incluso, integrando las fuerzas rebeldes. Una colaboración que siempre justificó como forzada. La actitud contemporizadora de Jerónimo de Aliaga se ajusta al perfil que del escribano de Cámara de la Audiencia dio John Lockhart, como una persona calculadora y que sabía adaptarse a todo tipo de circunstancias. Así, el comportamiento de Aliaga en los primeros tiempos del alzamiento puede interpretarse como una forma de defender sus intereses, entre ellos conservar la escribanía de Cámara de la Audiencia. Y es que, para acceder al oficio tuvo que hacer desembolso de una cantidad de pesos nada desdeñable, al contrario que el canciller y el registrador, cuyos nombramientos se debían a la gracia regia. Finalmente, Jerónimo Aliaga se unió al ejército realista en defensa de la Corona, de cuyas actuaciones en la contienda hizo buena gala en sus relaciones de méritos y servicios, afanándose por envolver su figura de heroicidades en el campo de batalla difícilmente verificables. Antes bien, podría afirmarse que las habilidades que demostró Aliaga durante las hostilidades estuvieron más en relación con labores de intendencia que guerreras, un campo que no le era desconocido y que era acorde a su experiencia como escribano.

En definitiva, los principales oficiales de la pluma de la Real Audiencia sintieron de forma especial el cuestionamiento que suponía para la Corona el levantamiento de Gonzalo Pizarro. En cierta forma, ellos eran partícipes de la autoridad que estaba en peligro como oficiales encargados de la expedición de Reales Provisiones, voluntad escriturada del monarca y capaz de trasladar su potestas en la distancia.

V. Fuentes primarias

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Lima, 566, L. 5, ff. 54v-55r, Real Cédula expedida por el príncipe Felipe dando instrucciones a la Audiencia de Lima sobre la forma en que debía ser recibido el sello real remitido desde de Panamá. 13/09/1543. Valladolid.

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1II. Notas al pie Sobre los argumentos que Gonzalo Pizarro blandió para respaldar su alzamiento, véase Angeli (2012), donde confronta algunas de las conclusiones del estudio ya clásico de Lohmann Villena (1977).

2Documento editado en Sánchez-Rodas Navarro (2021, pp. 148-195).

3Entre los estudios sobre la primera Audiencia limeña y sus oidores han de destacarse los realizados por Angeli (2007, 2011a, 2011b).

4Para una caracterización de la Real Provisión, véase RamírezBarrios(2020, pp. 193-197).

5En una Real Cédula expedida el mismo día, el príncipe Felipe ordenaba al canciller del Consejo que “luego se pase el dicho sello a la dicha Avdiençia del Perú y pornéis en ella persona de confiança que en vuestro lugar vse el dicho ofiçio de chançiller y selle las prouisiones que en la dicha Avdiençia se despacharen” (AGI, Lima, 566, L. 5, f. 54v, 13/09/1543).

6El escudo de armas de Juan de León consistió en “un león rapante [sic] en campo blanco, y por orla cinco manzanas en campo azul, y por timbre y divisa otro medio león con su yelmo cerrado, tres olas y dependencias, con las cuales quiso demostrar y realzar los leones de su casa, y el buen olor y lealtad de sus servicios en tiempos tan dañados, de que son símbolo las manzanas” (Vigil, 1892, p. 130).

7Dicha disposición es analizada y transcrita en Ramírez Barrios (2020, pp. 281-283 y 395-396).

8En un traslado realizado el 28 de noviembre de 1544 por el escribano Baltasar Vázquez se afirma que Pedro López actuaba como registrador de la Audiencia (AGI, Justicia, 1079, 1559).

9Puede consultarse la trascripción de dicho testimonio en Ramírez Barrios (2020, pp. 403-404).

10Las copias de estos documentos, y otros referidos a la actuación de la Real Audiencia ante el avance de la rebelión de Pizarro, se hallan en AGI, Justicia, 1079, 1559.

Recibido: 22 de Octubre de 2021; Revisado: 23 de Diciembre de 2021; Aprobado: 11 de Enero de 2022

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