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Revista de historia del derecho

versão On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.63 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2022

 

Investigaciones

De “hablar con S.M.” a informar al Gobierno del Estado: la transformación en la dimensión consultiva del poder (España, 1834-1836)

From “Easing the King’s conscience” to report to the Government: transformations in the advisory role (Spain, 1834-1836)

Antonio Manuel Luque Reina1 
http://orcid.org/0000-0002-0048-0441

1 Universidad Autónoma de Madrid (España). Profesor ayudante de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Facultad de Derecho,Universidad Autónoma de Madrid(España). Domicilio postal: Calle Kelsen, 1. Despacho 111. (28049)Cantoblanco, Madrid (España). E-mail: antonio.luque@uam.es

Resumen

El objeto de este artículo es estudiar la mutación conceptual e institucional que sufrió la práctica consultiva en España con motivo de la supresión de los Consejos de la Monarquía Católica en la década de 1830. Para ello, el texto introduce, en primer lugar, en el contexto de fuerte cambio de paradigma que vivió la monarquía con la muerte de su último valedor absoluto, el rey Fernando VII. En segundo lugar, se analizan las transformaciones tanto semánticas como prácticas que hicieron de una de las principales herramientas de gobierno de la monarquía un modo de gestión de los negocios auxiliar del poder del Estado que por entonces se imponía en España: el administrativo.

Palabras claves: Consultivo; Derecho Público; Monarquía Católica; Consejos Supremos; Derecho Administrativo

Abstract

This article aims to study the conceptual and institutional mutation that advisory role suffered in the Spanish State due to the dissolution of the Catholic Monarchy’s Councils in the 1830s. To do so, the text introduces, firstly, the context of the strong change of paradigm that the Spanish Monarchy underwent with the death of its last absolute protector, King Ferdinand VII. Secondly, it analyses the semantic and practical transformations that turned one of the main tools of government into an auxiliary role to the new power of the Spanish State: the administrative one.

Keywords: Advisory role; Public law; Spanish Monarchy; Royal Councils; Administrative law

Sumario

I. Introducción. II. El deslinde de atribuciones como separación de poderes en la España decimonónica. III. Informar no es consultar y consultar ya no es gobernar: la paradoja pura o meramente consultiva. 1. El concepto de consulta (y consultivo) hasta 1834. 2. De lo pura o meramente consultivo: la delimitación de las funciones de gobierno. IV. Recapitulación final. V. Fuentes primarias.VI. Referencias Bibliográficas. VII. Notas al pie.

I. Introducción

La construcción institucional de los Estados-nación a una y otra orilla del espacio atlántico es una temática clásica que, sin embargo, ha suscitado interés historiográfico de manera reciente (Agüero et al.,2018; Pro, 2019). Partiendo de las premisas metodológicas, y, sobre todo, de los resultados materiales tanto de una renovada historiografía latinoamericana (Guerra, 1992) cuanto de una historiografía jurídica críticaque, si para algo han servido ha sido para desactivar el discurso de auto-legitimación nacional encerrado en muchas historias sociales y jurídicas estatales, se entiende que en los últimos años diversos estudios se adentren de lleno en la configuración del artefacto político que ad intra y ad extra pasó a protagonizar, ya sin ningún género de dudas, el largo s. XIX (Clavero, 1981, 1986; Garriga, 2004; Hespanha, 1989).

Pero, por más densa y sensible para con las fuentes que sea la lectura historiográfica, el cuestionarse por el nacimiento de los Estados nacionales casi inevitablemente conecta con la historia de un principio tan estudiado y ampliamente enunciado como el de la separación de poderes (Rojas, 2020). Las jurisdicciones, soberanías, y administraciones del título de la obra con cuya referencia he arrancado parecen así apuntar hacia esos tres ámbitos de manifestación legítima de un Estado que, como tales, no lo serían hasta finales del siglo XIX o inicios del XX (Mannori, 2007).

En efecto, atender a la fundación del Estado-nación implica preguntarse por el lugar de los poderes o de las potestades (Clavero, 2007), y eso, en todo el orbe hispánico, de nuevo casi irremediablemente remite al estudio de la transformación de la matriz jurisdiccional de ejercicio del poder (Agüero, 2006; Costa, 1969, Vallejo Fernández de la Reguera, 1992) que permeó la realidad fuertemente corporativa de los distintos reinos que a uno y otro lado del océano atlántico integraron la Monarquía Católica (Garriga, 2006). Así las cosas, aclarar cómo, tomando prestada la lúcida expresión del profesor Barriera (2018), se desenredó la trenza de la cultura jurisdiccional para permitir la emergencia de un gobierno distinto al de la justicia (Garriga, 2008), se ha convertido de un tiempo a esta parte en una de las principales cuestiones a responder para aquellos que en los últimos “veintitantos años” se han movido en torno a los característicos, recurrentes y muy explicativos binomios: “continuidades y discontinuidades, permanencias y rupturas, antiguo régimen y revolución (…) tradición y modernidad” (Garriga, 2018, p. 9).

No obstante, en el seno de esa gran pregunta, y observada desde otro binomio habitual, el que acostumbraba a dividir los mecanismos jurisdiccionales en gubernativos y contenciosos, es posible todavía localizar otros interrogantes menos concurridos, como son los que tienen que ver con la mutación constitucional de la herramienta consultiva que entre ambos mecanismos acompañó a los más altos cuerpos de gobierno jurisdiccional de la monarquía hasta su(s) disolución(es) (Martínez-Pérez, 2006, 2011). A profundizar en esa transformación de la dimensión consultiva del poder, para el caso del Estado-nación español, está dirigido este artículo; el cual, tras presentar el momento extrañamente constituyente que acogió la particular formulación decimonónica del principio de separación de poderes español, analiza en qué consistió la operación conceptual e institucional que alteró para siempre la función consultiva, subordinándola desde entonces a la expresión ejecutiva de un, también para entonces, novedoso Estado administrativo (Pro, 2016, 2017; Luque Reina, en prensa).

II. El deslinde de atribuciones como separación de poderes en la España decimonónica

La reforma de la monarquía que siguió a la muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833 en el Palacio Real de Madrid ha solido tomarse tradicionalmente como el punto de partida del Estado-nación español (Tomás y Valiente, 1994). Son muchas las razones que conspiran para que tal momento sea considerado así, tantas que hacen de esto uno de los mayores consensos de la historiografía jurídica e institucional española ubicada en esas coordenadas temáticas y cronológicas (Luque Reina, 2018).

El último valedor absoluto de la monarquía católica fue en vida uno de los principales obstáculos que el constitucionalismo gaditano encontró en su camino. La instauración de la utopía reaccionaria (Luis, 2002) con la que hasta en dos ocasiones Fernando devolvió a en medio del tiempo (Fontana, 2006) la obra constitucional doceañista hace que, independientemente de la interpretación historiográfica que se le dé a esta obra, no se acostumbre a fechar el nacimiento del Estado liberal antes de la desaparición del rey felón (Nieto, 1996).

Pero es que, además, mirada la cuestión con las renovadoras lentes de la historiografía jurídica crítica, no es difícil llegar a la conclusión de que solo en el contexto político generado con la desaparición del primogénito de Carlos IV cabía localizar las bases, constitucionales o no, de un peculiar Estado liberal (Clavero, 1989, p. 45). Así, el momento gaditano (Lorente Sariñena y Portillo, 2011), esa experiencia constitucional hispana que -haciéndose presente en ambos hemisferios- poco o nada dependía de los traídos y llevados modelos francés o inglés, ha pasado a interpretarse no tanto como los orígenes de un Estado, liberal y nacional, sino como la última y fallida expresión del proyecto ilustrado, que en el caso hispano se caracterizó no solo por su condición esencialmente católica sino también por las enormes dimensiones de su supuesto ámbito de actuación. En consecuencia, la construcción del Estado liberal español únicamente podía apoyarse sobre las ruinas peninsulares de una monarquía sin imperio que si por algo se caracterizó fue por el mantenimiento de un aparato de gobierno jurisdiccional que seguía dando el sustento institucional a la antiquísima estratificación corporativa.

Además, en los cortos periodos de vigencia del orden constitucional gaditano, su alta adecuación al tejido institucional hispánico hizo que muy pocas cosas cambiaran desde el punto de vista de las prácticas de gobierno. Aunque es bien sabido que en las Cortes reunidas en Cádiz se comenzó proclamando un principio de separación de poderes que luego en el texto político lo fue de potestades (Lorente Sariñena, 2010, pp. 308-310), la naturaleza jurisdiccional de todo el entramado constitucional gaditano (Garriga y Lorente Sariñena, 2007) actuó impidiendo lo que en revoluciones como la francesa había alterado para siempre el juego de poderes del Estado: la emergencia de la administración como sujeto autónomo con respecto al judicial y al legislativo. En efecto, muy lejos de dar cabida a una administración independiente de la justicia con “capacidad para sacrificar derechos de los particulares sin su consentimiento por actos unilaterales de voluntad dirigidos a realizar el interés colectivo”1 (Bigot, 2002, pp. 19-20; Mannori, 1998), la cultura jurisdiccional de gobierno gaditana hizo de la exigencia de responsabilidad de todos los empleados públicos la clave de bóveda de un entramado todavía más cercano al mundo de los oficios que al de los funcionarios (Garriga y Lorente Sariñena, 1998).

Así las cosas, no debe extrañar que el nuevo espacio político que se inauguró con el fallecimiento del inconstitucional Fernando estuviera llamado a fungir, por muchos y diversos motivos, como ese punto de no retorno al Antiguo Régimen que ha sido desde luego para la historiografía. La panorámica del contexto que sigue también es ampliamente compartida: muerto el último monarca absoluto, un conjunto de notables comprometidos con el trono de su hija Isabel II e influenciados por la doctrina administrativa francesa que, aún con reticencias (Lorente Sariñena, 2009), se seguía respirando en la Europa de las Cartas (Lacchè, 2010) lograron llevar a cabo, sin mayores reparos constitucionales, una gran reforma de la monarquía que se concretó, además de una división territorial (Burgueño, 1996, 2011), en la transformación de las altas instituciones de gobierno jurisdiccional que dio lugar al triunfo definitivo de un muy peculiar principio de separación de poderes decimonónico. De esta manera compartía la Reina Regente María Cristina de Borbón el programa de reformas en las recién inauguradas Cortes del Estatuto Real (Monerri, 2019):

Mis Secretarios del Despacho os darán también conocimiento de las reformas practicadas en varios ramos de la administración: la división del territorio, la separación y deslinde entre la parte administrativa y la judicial, la supresión de antiguos consejos y las nuevas audiencias creadas en beneficio de algunas provincias (…) y otras mejoras que se están preparando, os mostrarán mi solícito anhelo, y ofrecen ya a la nación las más lisonjeras esperanzas. (Diario de Sesiones de las Cortes [DSC], Legislatura 1834-1835. Apéndice al N.º 3. Sesión del día 24/07/1834, p. 2.).

Dejando a un lado el poder legislativo que residía en las Cortes convocadas por las Cartas, la otra pata del nuevo juego de poderes descansaba en que se pudieran deslindar bien dos atribuciones distintas (la administrativa y la judicial) que en realidad formaban las dos vías de expresión de un mismo poder: el ejecutivo. Un administrativista francés muy influyente de la década de 1830, Émile-Victor Foucart, definía con estos términos la lógica del principio de separación poderes que también triunfaría en España:

Algunos autores han hecho de la autoridad judicial un tercer poder, de la misma naturaleza que el poder legislativo o el poder ejecutivo. No seguimos para nada esa opinión. La misión de la autoridad judicial, en efecto, consiste en la aplicación y, en consecuencia, en la ejecución de las leyes civiles y criminales. Es verdad que la Carta Constitucional declara la inamovilidad de los jueces, pero tras haber establecido que toda la justicia emana del rey, que se administra en su nombre por los jueces que son nombrados por él, y que él ha instituido la autoridad judicial no como un poder constitucional distinto del poder ejecutivo, sino más bien como un desmembramiento de ese poder (…) En efecto, la autoridad judicial y la autoridad administrativa no son, como ya hemos dicho, más que dos modos de actuación del poder ejecutivo. (Foucart, 1834, pp. 34-35)2

No cabe, por tanto, duda de que cuando se hablaba de separación de poderes avanzada la década de los 30 del siglo XIX en España, se estaba pensando ya en una estructura en la que la administración, aunque no existiera todavía jurídicamente, ocupaba un lugar privilegiado en la reflexión teórica que fundamentaba los discursos políticos de un proto-moderantismo muy influenciado en todos los sentidos por el doctrinarismo francés (Díez del Corral, 1956). Sin embargo, la realidad de la principal medida institucional que había posibilitado el que se abriera ese nuevo horizonte de poderes no cuadraba excesivamente bien con el discurso defendido en Cortes, sobre todo, por el ministro de Estado y presidente del Consejo de Ministros, Francisco Martínez de la Rosa (DSC, Legislatura 1834-1835. N.º 10. Sesión del 5/08/1834, p. 38).

Los famosos seis reales decretos de 24 de marzo de 1834, según la propia exposición a S.M. firmada por el mismo Martínez de la Rosa (Luque Reina, 2020), venían a erradicar “la viciosa organización” que hasta entonces había posibilitado la “mezcla de atribuciones judiciales y administrativas en los mismos cuerpos y autoridades”: los altos consejos de la monarquía (Archivo de Histórico Nacional [AHN], Fondo Estado, leg. 2827, exp. 1). Y si bien es verdad que, observadas desde la letra de los decretos, la supresión de los Consejos Real de Castilla, Supremo de Indias, Hacienda y Guerra; y la instauración en su lugar de los Tribunales Supremos de España e Indias, Hacienda y Guerra y Marina, y del Consejo Real de España e Indias arrojaban una reordenación institucional que parecía encajar con la justificación oficial de la reforma había un detalle, entre muchos otros, que hacía que la operación no acabara de funcionar. El perfil gubernativo o administrativo de los consejos tenía un nombre específico que también acostumbraba a enumerarse junto a ellos: el consultivo. La consultiva era una lógica de gobierno íntimamente relacionada con las corporaciones jurisdiccionales, y ni que decir tiene que tampoco se adaptaba bien al nuevo diseño que los principales ministros querían para la monarquía. De esa forma, y aunque en el discurso político no se expusiera, lo único que la reforma de los consejos podía traer consigo era una transformación de la dimensión consultiva del poder de consecuencias materiales todavía impredecibles en aquel verano de 1834. Quizá por todo eso es clave examinar desde el punto de vista conceptual e institucional una transformación que ha permanecido sepultada por lo poco útil que se mostró en un momento político en el que lo que interesaba era marcar la formulación española de la separación de poderes.

III. Informar no es consultar y consultar ya no es gobernar: la paradoja pura o meramente consultiva

1. El concepto de consulta (y consultivo) hasta 1834

En conceptos como informe, dictamen, oficio, consulta, acuerdo o acordada nos apoyamos habitualmente los historiadores, haciéndolos pasar por sinónimos, con la misma imprecisión con la que se expresaban los protagonistas -cuerpos, individuos y demás autoridades- las más de las veces que tenían que hacer referencia a esa atribución tan difusa de lo consultivo. Pero no hay que llevarse a engaños; ni esos modos de plasmar el parecer de una corporación eran análogos, ni a ninguno de aquellos se les escapaba que esto era así:

Una de las dudas que más frecuentemente han ocurrido ya, es la de la forma en que el Consejo debe extender sus dictámenes; siendo grande la diferencia que todos sabemos había entre hacerlo por consultas o solo por acuerdos. (…) Esta duda parece podría resolverse declarando que los dictámenes del Consejo pleno se elevasen a S.M. en forma de Consulta simplificando algún tanto la forma antes de ahora usada; y que los dictámenes de las Secciones se dirigiesen al Ministerio como informes, nombre que mejor que el de acuerdos caracteriza las funciones meramente consultivas del Consejo Real. (Archivo General de Simancas [AGS], Fondo Consejo Real de España e Indias [CREI], leg. 2 bis, caja 1, exp. 1)

En efecto, no había cuerpo consultivo que no tuviera clara una cosa: existía una jerarquía en los modos de expresar el parecer y el más alto de los escalones lo ocupaba el único que implicaba hablar con S.M., evacuar los graves negocios hablando directamente con la Real Persona, para así descargar su conciencia: se trataba de la consulta. Toda la práctica consultiva la tenía como raíz y no solo en un sentido léxico-semántico. Era la noción nuclear, la más utilizada y, en consecuencia, la más oscurecida por los usos coloquiales y por la intensa polisemia que escondía.

Entre consultar y consulta sumaban nueve entradas en el tomo II (1729) del Diccionario de Autoridades que me ayudan a explicar las razones de lo oscuro del paisaje. Para ello, consulto, valga la redundancia, la versión online del Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las frases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua dedicado al Rey nuestro Señor Don Felipe V (que Dios guarde) a cuyas reales expensas se hace esta obra. Tomo segundo que contiene la letra C, localizada en el sitio web de la Real Academia Española.

El problema de los usos coloquiales del término estaba directamente relacionado con las dos primeras acepciones de consultar y la primera de consulta. Que consultar fuera tomar o pedir dictamen o parecer y conferir, tratar o discurrir sobre ese parecer -es decir, darlo- en un acto -que era la consulta- mostraba lo extendido que estaba un uso vulgar que posibilitaba todo tipo de imprecisiones. La primera acepción de consulta a la que me refiero es:

CONSULTA. s. f. Conferencia que se tiene entre algunas personas sobre materia que pide reflexión. Latín. Consultatio, de donde viene. CAST. Hist. de Sant. Dom. tom. 1. lib. 1. cap. 12. Sobre lo cual, en cierta casa, hicieron su ayuntamiento: y lo que resultó de la consulta, fue echar en el fuego los papeles. SAAV. Empr. 80. Cuando el caso da lugar a la consulta, más se obra con ella, que con la temeridad. CERV. Quix. tom. 2. cap. 6. Imaginando, que de aquella consulta había de salir la resolución de su tercera salida (…). (Diccionario de Autoridades, 1729, t. II)

La cuestión es que, desde esa concepción coloquial, cualquier consejo que alguien pudiera pedir y otro dar era consultar y el contexto en que esto se enmarcaba constituía una consulta. Pero, muy lejos de eso, las demás acepciones de ambos vocablos se movían en torno a una única versión técnica que compartía una serie de rasgos definitorios: (1) la relación se entablaba entre dos partes bien definidas, una inferior (Consejos, Tribunales, Ministros, Capitanes generales o Virreyes) y otra superior (el rey); (2) el sentido del flujo comunicativo que justificaba la relación era ascendente (se elevaba); (3) y, por último, ese flujo comunicativo consistía en un ejercicio de auxilio intelectual y jurídico. Las dos acepciones de consultar que pivotaban alrededor de esa noción técnica son:

CONSULTAR. Vale también representar el inferior al superior lo que se le ofrece sobre alguna dependencia o negocio. Latín. Sententiam de re aliqua exponere, ostendere, exhibere. RECOP. lib. 2. tit. 4. l. 62. núm. 12. Y tendrán libertad de tratar y conferir lo que más les pareciere que sea bien del Reino, o reformación de costumbres y abusos, para consultarme lo que fuere de importancia. NIEREMB. Virt. Coron. cap. 4. §. 2. Habiendo notado el Consejo de Indias, que las Islas Filipinas no acrecentaban las rentas del Patrimonio Real (...) consultó al Rey el desampararlas, por ser muchas en número y de difícil conservación. (Diccionario de Autoridades, 1729, t. II)

CONSULTAR. Vale asimismo proponer al Rey o a otro superior, personas capaces e idóneas para algún empleo, oficio, o dignidad. Latín. Aliquid ad Principem deferre, proponere. NIEREMB. Virt. Coron. cap. 4. §. 2. Consultáronle muchas veces a una persona grave para una Dignidad: mas nunca la proveía, aunque se la pusieron en primer lugar. (Diccionario de Autoridades, 1729, t. II)

Por su parte, la mayoría de los aspectos que envolvían esa relación, por medio de varias metonimias encadenadas, se habían acabado denominando consultas. De tal forma que “consulta” era (1) la proposición que hacían esos “Consejos, Tribunales, Ministros, Capítanes generales y Virreyes al Rey, proponiéndole las personas que hallan más dignas para que se provea en ellas algún empleo vacante”, pero también (2) la “representación, informe, dictamen, parecer que se hace o da al Soberano”, el (3) “pliego en que va escrita la representación, parecer o proposición que se hace al Príncipe”, (4) y el “acto de ir el Consejo en Comunidad, con su Presidente, o Gobernador, el Viernes de cada semana, a dar cuenta al Rey de todo lo ocurrido en el Reino” (Diccionario de Autoridades, 1729, t. II).

No extraña, por tanto, que, para el específico, pero muy significativo caso del Consejo Real de Castilla (Dios, 1986; Vallejo García-Hevia, 2007), la consulta llegara a ser una y trina. Consulta era el informe, dictamen o parecer que se elaboraba para someterlo al soberano, consulta era el pliego en que se materializaba esa reflexión del cuerpo, y consulta era el acto, del que en buena lógica no quedan registros expresos por ser a boca u oral, en el que el consejo con su presidente o gobernador a la cabeza compartía el viernes de cada semana algunas de esas reflexiones con el monarca (Polo Martín, 2018).

Y así lo siguió siendo, al menos formalmente, hasta pocos días antes de que se suprimiera aquel Consejo Real. De hecho, la última ‘consulta de viernes’ del Consejo Real de Castilla se celebró el viernes 14 de marzo de 1834, apenas 10 días antes de que se firmara el real decreto que lo disolvió junto a los otros altos cuerpos de la monarquía católica (AHN, Fondo Consejos, leg. 6111). Además, el consejo pleno y la Sala 1ª de Gobierno estuvieron elevando consultas por la vía reservada hasta ese mismo mes de marzo de 1834. La mayor parte de esas últimas traían causa de remisiones de reales órdenes con las que los ministerios buscaban arrojar luz sobre expedientes que ya se habían instruido en sus oficinas:

7 de diciembre de 1833, Consejo Pleno, consulta su parecer en el expediente instruido en la Secretaría de Fomento General del Reino sobre restablecimiento de los cancelarios de las Universidades de España. (AHN, Fondo Consejos, leg. 6110)

En otras dependencias del madrileño Palacio de los Consejos, los supremos de Hacienda, Guerra (Domínguez Nafría, 2001) e Indias (García Pérez, 1998) también siguieron elevando consultas hasta los mismos albores de la disolución. Estas se encontraban ya inmersas en una dinámica que llevó a asociarlas cada vez más con el documento escrito y menos con el proceso deliberativo por el que el cuerpo formaba su opinión autónoma para contribuir con ello al mejor gobierno de la monarquía. Eso mismo prueba el hecho de que, de las tres acepciones con las que se reconfiguró la palabra consulta en la primera edición del Diccionario de la lengua castellana de 1780, la que más se ha mantenido en el tiempo (atravesando sus decenas de reediciones hasta llegar a la presente de consulta online) haya sido la tercera: “El dictamen que los tribunales supremos y otros cuerpos dan por escrito al rey sobre algún asunto que requiere su real resolución”(Diccionario de la lengua castellana, 1780, p. 265). Aunque en realidad, esa tercera, que fue copiada en la “lista alfabética”que cerraba la obra de 1815 de Ángel Antonio Henry Veira (2000, p. 146) se completaba con “(…) o proponiendo sujetos para algún empleo, se hacen de oficio o por orden de S.M.”(Diccionario de la lengua castellana, 1780, p. 265).

Con todo, estos que se han mencionado hasta aquí eran los contornos conceptuales básicos de la principal herramienta en la actividad consultiva o gubernativa, pues todavía ambas dimensiones eran coincidentes, de las altas corporaciones de la monarquía: consultar, todavía en 1834, era establecer un diálogo -respetuoso, pero directo- con S.M. para descargar su conciencia y ayudarla a gobernar. Pero, además, desde el punto de vista de la diplomática -o mejor, desde la perspectiva de alguien que no es diplomatista, pero se apoya en los valiosos trabajos de algunos de estos especialistas (Gómez Gómez, 1993; Real Díaz, 1970)-, se puede comprobar que las consultas escritas de los consejos de Castilla, Indias, Hacienda y Guerra tenían en común una serie de elementos constitutivos que hacían de ellas una herramienta gubernativa muy definida.

Como la consulta estaba dirigida al soberano, la pieza, extendida sobre la mitad derecha de un pliego en vertical, saludaba con un señor o señora separado del cuerpo. En el espacio que quedaba a su izquierda se desplegaba la nómina de consejeros asistentes a la toma de parecer del consejo que constituyó la consulta. En la medida en la que la inmensa mayor parte de las últimas consultas elevadas por los consejos nacían de lo mandado en un real decreto o en una real orden, lo más habitual era que el cuerpo de la consulta comenzara introduciendo esa disposición. Después de presentar el negocio en cuestión e introducir el parecer de los fiscales, el consejo se posicionaba con respecto a este -muy comúnmente conformándose- y dejaba la resolución a juicio del monarca:

‘El Consejo, Señor, conforme en todo con el preinserto dictamen de los Fiscales de V.M., le eleva a su Soberana consideración, para que en su vista se digne resolver lo que fuere de su Real Agrado’ o ‘V.M. sin embargo se dignará resolver lo que fuere de su Soberano agrado’. (AGS, Fondo Consejo Supremo de Hacienda [CSH], leg. 80)

Tras el lugar y la fecha, rubricaban los consejeros cuyos nombres aparecían en la nómina del principio. El último de los elementos comunes, que en realidad era el primero que tenía ante sí el monarca, era el membrete. Se disponía a la espalda de la consulta de tal forma que cuando el documento se plegaba quedaba dispuesto a modo de carátula y recogía: el nombre del cuerpo, la fecha de extensión de la consulta, ocasionalmente la fecha de su acuerdo, un breve extracto de la consulta y, al pie, la firma del secretario del consejo. A la izquierda de todo esto se anotaban la real resolución, la fecha de su publicación y la de su ejecución. En tal sentido, el membrete de la consulta del Consejo Supremo de Hacienda que estoy siguiendo para aportar las fórmulas tipo expresaba:

Hacienda en pleno a 17 de Julio de 1833. = Consulta a V.M. lo que se le ofrece y parece en cumplimiento de las Reales órdenes con que le fueron remitidos los expedientes que devuelve, sobre reintegro de varias cantidades exigidas por el Gobierno revolucionario en calidad de préstamo forzoso a diferentes capitalistas, y abono de los suministros hechos en las épocas anteriores al año 1825. = D. Antonio Quintano. (AGS, CSH, leg. 80)

Pero observada desde el prisma de la diplomática, la consulta ofrecía otro elemento, en forma de anotación marginal, que revelaba una dimensión de la práctica consultiva sin la cual la misma carecía de sentido: la Resolución de S.M. Esta solía ser muy escueta: “Resolución de S.M. = “Como parece y así lo he mandado”. = Publicado en Consejo pleno en 14 de Enero de 1834. = cúmplase lo que S.M. manda”, (AGS, CSH, leg. 80). Sin embargo, también podía extenderse si convenía remarcar algo “mandado por punto general”:

15 de octubre de 1833, Sala 1ª de Gobierno, consulta su parecer acerca de la exposición del Arzobispo de Sevilla en que solicitó no se permitiesen representaciones teatrales en Carmona. = (resolución marginal) Las representaciones teatrales se permitirán en Carmona y en cualquiera otra parte del Reino, con sujeción a las leyes, a los reglamentos particulares del ramo de teatros y en su caso a los reglamentos de sanidad, y así lo he mandado por punto general. (AHN, Fondo Consejos, leg. 6110)

La cuestión es que el gobierno por consejo -o, si se quiere, la lógica consultiva tradicional- integraba, además de los componentes que he señalado antes, la necesaria respuesta o bajada de la consulta para su publicación en el pleno del cuerpo consultante, así como la posterior puesta en ejecución de lo resuelto a partir de ella. De hecho, los distintos consejos estuvieron consultando hasta fechas tan próximas al 24 de marzo que sus últimas consultas ya no encontraron a su bajada los cuerpos que las habían impulsado. Para el caso del Consejo de Hacienda, esa circunstancia supuso que la real resolución al parecer del consejo no llegara nunca a ser publicada y, por tanto, su puesta en ejecución fuera de lo más irregular. El membrete de la penúltima consulta que regresó a este consejo resuelta evidenciaba esto que digo:

Hacienda en pleno de 29 de Enero de 1834. = Acordada en 25 de ídem. = En cumplimiento de la Real orden de 7 de octubre último con que se remitió el Expediente, que se devuelve promovido por Juan Fernández Rubio vecino de Vera, en Granada, quejándose de los procedimientos de la Subdelegación de Baza en la exacción de la cantidad que se expresa; consulta a S.M. se le devuelva las fincas que se le vendieron, quedando responsables a subsanarle los perjuicios que originaron a este reclamante, los que dieron motivo a tales procedimientos. = D. Francisco Gárate. (AGS, CSH, leg. 180)

Y en las anotaciones marginales:

Real resolución. = Como parece, y así lo he mandado; entendiéndose con el subdelegado de Fomento de la Provincia de Almería lo que se previene en la consulta con respecto al Intendente. = Está señalado de la Real mano. = Fecho a día 5 de abril.(AGS, CSH, leg. 180)

De manera algo distinta, las últimas consultas del Consejo de Indias encontraron en la sección del mismo nombre del nuevo Consejo Real de España e Indias, aunque interinamente, un espacio donde ser publicadas y puestas en ejecución. Ejemplo de esto fue el tratamiento dado en esa sección de Indias a la

Consulta del Consejo de Indias de 27 de febrero de 1834 sobre la solicitud del Administrador de Tabacos y pólvora de San Sebastián provincia de Sonora, para ser comprendido en el artículo 13 del decreto de 22 de marzo de 1833 y se le declare pensión de emigrado. (Archivo General de Indias[AGI], Fondo Ultramar, leg. 788)

El parecer del consejo había sido contrario a la pretensión del interesado y la real resolución (“Como parece; y así lo he mandado”) se conformaba con el del consejo. La consulta fue publicada en la sección de Indias en su sesión del 4 de agosto de 1834, y con toda probabilidad puesta en ejecución, lo que junto con otras actuaciones similares llevó al gobierno dirigido por Francisco Martínez de la Rosa y Nicolás María Garelly a redoblar sus esfuerzos para desactivar la antigua práctica consultiva (AGI, Fondo Ultramar, leg. 788).

2. De lo pura o meramente consultivo: la delimitaciónde las funciones de gobierno

El nuevo Consejo Real, repetían sobre todo desde el ministerio de Gracia y Justicia de España e Indias, solo estaba habilitado para llevar a cabo una práctica consultiva que se adjetivaba como mera o pura. Pero, ¿qué encerraba esa acotación? Aunque esos mera o pura parecieran estar describiendo una suerte de destilado de la misma esencia de la consulta, en realidad todo apuntaba hacia una transformación radical que bien puede considerarse como el nacimiento de una nueva categoría cobijada bajo una expresión antigua.

A la sección del Consejo Real que estaba compuesta por los individuos más familiarizados con los antiguos consejos, la de Hacienda, esto fue algo que no le pasó desapercibido (AHN, Fondo Estado, leg. 6.404-1, exp. 61). Hacendistas veteranos como Francisco López Alcaraz, Jacobo María Parga, Niceto de Larreta y José López Juana Pinilla, todos antiguos consejeros del Supremo Consejo de Hacienda, definieron lo que significaba e implicaba pura o meramente consultivo en contraste con unas atribuciones consultivas tradicionales que, de manera excepcional, interina y por medio de distintas órdenes especiales, había logrado conservar, o más bien heredar, la sección de Gracia y Justicia del Consejo Real. No es este el lugar de extenderse en las razones que llevaron a los promotores del nuevo marco constitucional, que se estaba inaugurando en España, a mantener de manera temporal un reducto del mecanismo consultivo tradicional, pero algo sí cabe decir al respecto.

En el gobierno de la justicia regia la gestión de la gracia todavía seguía ocupando una posición capital (Dios, 1993; Hespanha, 1993). El cuerpo o institución que retuviera las lógicas y los medios personales y materiales que habían dado vida hasta entonces a los Consejos de Cámara de Castilla y de Indias se seguiría desempeñando como titular de esas atribuciones, y desde el gobierno se decidió que ese cuerpo fuera la sección de Gracia y Justicia del Consejo Real. La vía de gracia debía continuar funcionando porque el del Estatuto Real (Pro, 2010; Villarroya, 1968) era todavía un mundo que, al menos en el plano más teórico, necesitaba de la intercesión de un monarca que premiara a sus súbditos en una larga lista de supuestos que cuadraban muy mal con el sistema político, jurídico y económico que supondría una nueva reedición de la experiencia constitucional gaditana (Martínez-Pérez, 1999; Solla Sastre, 2011): consultar por terna para los empleos de judicatura y piezas eclesiásticas tanto de España como de Indias, provisionar escribanías de número y notarías de reinos, etc. (Decretos de la Reina nuestra señora Doña Isabel II, 1835, t. XIX, p. 292).

En cualquier caso, el mantenimiento simultáneo de esa esfera reducida de la gracia no sirvió más que para que se evidenciara con mayor claridad la distancia que mediaba entre el mecanismo tradicional consultivo y el mero o puro. Vistas así las cosas, al nuevo consejo, como cuerpo meramente consultivo, le parecía que no le correspondía elevar consultas; y, sin estas, qué duda cabía de que la corporación tendría segadas todas aquellas facultades gubernativas de las que habían disfrutado los viejos sínodos:

(…) lo que en este artículo se llaman acuerdos de las secciones son los oficios o exposiciones en que se exprese su dictamen, porque consultas a S.M. parece que no debe hacerlas sino la de Gracia y Justicia (…) no siendo el Consejo más que un cuerpo meramente consultivo sin facultades gubernativas. (“Observaciones de la Sección de Hacienda”, AGS, CREI, leg. 2 bis, caja 1, exp. 1)

Por su parte, la sección de Indias compartía con la de Hacienda, como no podía ser de otra forma, su definición de lo pura o meramente consultivo, pero se resistía a aceptar que aquello fuese lo que quería el gobierno de S.M. para ella:

La Sección de Indias del Consejo Real deseosa de corresponder a los fines que el Gobierno se propuso en su institución entiende que (…) se deben especificar (…) sus peculiares atribuciones y facultades, las cuales variarán según varíe las índole y atribuciones del mismo Consejo; bien sea que se le considere nada más que como cuerpo consultivo, o como cuerpo a quien se le confiera además una gran parte de la ejecución de las consultas que envíe al Gobierno. (…) Convendrá que la sección esté autorizada para proponer al Gobierno cuanto juzgue útil y conveniente a la prosperidad y fomento de aquellas provincias formando los expedientes que estime necesarios del mismo modo que se ha expresado en el párrafo anterior, y puestos en estado de resolución los remitirá a la Secretaría que correspondan. (“Observaciones generales de la sección de Indias”, AGS, CREI, leg. 2 bis, caja 1, exp. 1).

Con todo, lo asumieran mejor o peor cada una de las secciones, la disolución de los consejos y la reasignación de lo pura o meramente consultivo en el seno del nuevo Consejo Real había operado una transformación irreparable en el mundo de lo consultivo. Su consecuencia más visible, sin embargo, encerraba dentro de sí una paradoja: la función consultiva purificada que se replicaría a partir de ahí en multitud de cuerpos y juntas había nacido de la proscripción de la herramienta institucional -esa consulta- que le había dado nombre a todo.

Se había roto así un ritual que vinculaba al gobierno con la consulta, al menos desde el momento en que esta se elevaba para comenzar un diálogo con el soberano. Los consejeros con su propuesta ponían letra a una música que partía de las superiores dotes interpretativas del monarca, y la melodía no estaba concluida hasta que este, resolviendo, asumía por completo la autoría. Ese era el producto jurídico que descendía hacia el consejo para encontrar toda la publicidad que podía recibir antes de proseguir su camino.

Hasta ese momento el recorrido consultivo había discurrido en un ámbito íntimo o privado carente de cualquier tipo de proyección pública. Con la publicación de la consulta resuelta en el consejo, la corporación recibía un instrumento de gobierno que, en puridad, ya no le pertenecía, y recobraba tras esto toda la autonomía de la que sí estaba dotada para, acordado su cumplimiento, ejecutar el mandato regio. Se entraba con esto en una esfera de lo gubernativo que podía presentar tantas facetas como modos de cumplir con lo resuelto existían, pero en la que el protagonismo era asumido siempre por la oficina que prestaba el apoyo material a la corporación: las escribanías de gobierno y las secretarías de gobierno (Vallejo García-Hevia, 2020). De ellas dependía entonces la aplicación gubernativa de una materia consultada, con ellas y su gestión administrativa se sellaba definitivamente esa peculiar confusión de atribuciones.

Pero nada de eso ocurría en un nuevo mecanismo consultivo que de puro había perdido todas sus herramientas para hacer efectiva la decisión consultada. Gubernativo o administrativo y consultivo fueron desde entonces definitivamente dos modos de gestión de la documentación diversos, y nunca volverían a recaer sobre una misma corporación que ejerciera como tal.

IV. Recapitulación final

Por todo lo anterior, cuando el 24 de diciembre de 1834 Francisco Martínez de la Rosa presumió por enésima vez ante las Cortes del Estatuto Real de la creación de un Consejo Real que había logrado la “división (…) entre la parte judicial y la administrativa o consultiva” (DSC, Legislatura 1834-1835. N.º 104. Sesión del 23/12/1834, p. 999)sus palabras contenían más imprecisiones de lo acostumbrado:

(…) por manera que con la formación del consejo Real ha quedado hecha la división o deslinde entre la parte judicial y la administrativa o consultiva. Esta es, pues, la idea creadora, digámoslo así, de este consejo. = Con solo anunciar esta idea, se demuestra la conveniencia de que haya un consejo donde se reúnan las luces de las personas que han sobresalido en diversas carreras y llegando a su término, pues entran a contribuir con el caudal de conocimientos que han adquirido en sus respectivas profesiones. (DSC, Legislatura 1834-1835. N.º 104. Sesión del 23/12/1834, p. 999)

Poco sentido tiene entrar a valorar el nivel de seguimiento que el presidente del Consejo de Ministros mantenía sobre los derroteros, tomados por una práctica institucional que le pillaba muy lejos de sus principales preocupaciones políticas, pero por su fecha y contenido concreto, la cita seleccionada evidencia la dificultad que entraña hoy formarse una opinión sobre el alcance de esa famosa separación de atribuciones gubernativas y judiciales sin contar con el contexto adecuado.

Las famosas medidas sirvieron de apoyatura política a un momento fundante del Estado-nación español, puesto que le prestaron esa apariencia de derecho al sistema liberal que pronto se convertiría en convención historiográfica. Y es que es innegable que con lo ocurrido en la primavera de 1834 se abrió un último primer periodo de quiebra del paradigma jurisdiccional de gobierno, que no se cerraría hasta que en 1845 se instaurara la jurisdicción contencioso-administrativa. Sin embargo, debajo de la imagen proyectada, otra operación fundante del derecho público del Estado español se materializaba por completo en 1834: la transformación en la dimensión consultiva hizo saltar por los aires todos sus lazos de analogía con lo gubernativo o administrativo, dejando que esos modos de gestión de los negocios encarnaran un poder del Estado para el que lo consultivo ya solo sería un auxilio.

V. Fuentes primarias

Fuentes inéditas

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Fondo Ultramar

Legajo 788.

Archivo General de Simancas (España) [AGS]

Fondo Consejo Real de España e Indias (CREI)

Legajo 2 bis, caja 1, expediente 1.

Fondo del Consejo Supremo de Hacienda (CSH)

Legajo 80.

Libro 180.

Archivo Histórico Nacional (Madrid, España) [AHN]

Fondo Consejos

Legajo 6110.

Legajo 6111.

Fondo Estado

Legajo 6.404-1, expediente 61.

Legajo 2827, expediente 1.

Fuentes éditas

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Diario de Sesiones de las Cortes (DSC).Legislatura 1834-1835. Número 10. Sesión del 5 de agosto de 1834, p. 38. https://app.congreso.es/est_sesiones/

Diario de Sesiones de las Cortes(DSC).Legislatura 1834-1835. Número 104. Sesión del día 23 de diciembre de 1834, p. 999. https://app.congreso.es/est_sesiones/

Diccionario de la lengua castellana (1780).Real Academia Española. https://dle.rae.es/

Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las frases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua dedicado al Rey nuestro Señor Don Felipe V (que Dios guarde) a cuyas reales expensas se hace esta obra(Diccionario de Autoridades) (1729).Diccionario histórico de la lengua española (t. II). http://web.frl.es/DA.html

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1II. Notas al pie La traducción es mía.

Recibido: 09 de Diciembre de 2021; Revisado: 26 de Febrero de 2021; Aprobado: 28 de Enero de 2022

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