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Revista de historia del derecho

versão On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.65 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mar. 2023

 

Investigaciones

Justicia penal y propiedad privada a inicios de la construcción estatal en Colombia

Criminal justice and private property during the early state-building process in Colombia

Andrés Felipe Pabón Lara1 
http://orcid.org/0000-0002-6274-3323

1 Doctor en Historia por la Universidad Torcuato Di Tella (Argentina). Magister en Historiapor la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá (Colombia) y Abogado de la Universidad Libre de Bogotá (Colombia). Docente del Instituto Alfredo L. Palacios. Argentina. Dirección postal: Suarez 1301 (C1288AEC) Ciudad Autónoma de Buenos Aires(Argentina).E-mail: andresfelipe.pabon@gmail.com

Resumen

Este artículo examina el sistema penal proyectado durante los primeros años de la formación del Estado nacional en Colombia, haciendo énfasis en las normas de control sobre las conductas que atentaban contra la propiedad privada. Se estudian no solo las primeras normas surgidas antes de la primera codificación penal de 1837, sino además varias causas criminales que dan cuenta de la aplicación de dichas leyes. Se concluye tras este análisis que el modelo republicano presenta fuertes continuidades en relación al tipo de control social propio del orden colonial, en el sentido de recrear un modelo social basado en la diferenciación y la jerarquización de ciertos sectores sociales, y el uso de la legitimidad surgida de la ley como garante de los intereses de otros sectores.

Palabras claves: Justicia penal,propiedad privada,control social,construcción del Estado colombiano

Abstract

This article focuses on the analysis of the projected criminal justice system during the early state-building process in Colombia, focusing social control rules about behaviors that undermined private property. It studies not only the first norms that emerged before the first criminal code of 1837, but also some judicial proceedings that show the application of these norms. It is concluded after this analysis that the republican model presented strong continuities in relation to the type of social control typical of the colonial order, in the sense of recreating a social model based on the differentiation and hierarchization of certain social sectors and the use of the legitimacy arising from the law as a guarantor of the interests of other sectors.

Keywords: Criminal justice, private property; social control, Colombian State-building process

Introducción

Los inicios del orden republicano en la actual Colombia, luego de la coyuntura independentista, pueden ser interpretados, más que como el advenimiento de un nuevo modelo de configuración política, como la proyección de un esquema de orden social reestructurado (Carrera Damas, 2003). En tal sentido, se intenta destacar, en paralelo a los elementos institucionales e ideológicos novedosos, la reconfiguración de ciertos principios del orden social y económico, fuertemente arraigados en la tradición colonial, y que resultaron adaptados a la nueva realidad. Entre otros elementos, el aspecto novedoso del modelo organizativo del naciente Estado estribó en la proyección de una renovada lógica de legitimación de las instituciones de gobernabilidad basada en la idea del consenso social (Ocampo López, 1999). Con ello, la interiorización de tal orden no descansó de forma única ni prioritaria en dispositivos de imposición, sino que tendió a configurarse como una forma específica de relación social, en la cual los individuos aparecen como llamados a expresar su voluntaria aceptación del orden. Los cambios dados a nivel de la representación política en el periodo de la postindependencia, como parte del más extenso proceso de desarrollo de la modernidad, aunque impulsados por ciertos sectores, que requerían al mismo tiempo preservar la defensa de sus intereses, necesariamente influyeron hacia la resignificación de la estructura social (no así a su transformación), pues solo así podía legitimarse la nueva instancia de autoridad (Molina, 1994).

Esta reconfiguración del orden, como instancia definitiva de la implantación del régimen republicano, fue conflictiva en la medida en que significó un proceso de transformación de los sujetos, que pasaban de ser súbditos del Rey a ser ciudadanos de la República, lo cual comprendía un reto a la legitimidad tradicionalmente reconocida, pues la obediencia ahora recaía en otros entes. Y fue igualmente conflictiva, porque asumió el discurso moderno de la igualación abstracta y formal de los sujetos que componían ese nuevo orden, pero lo hizo al tiempo que las propias formas republicanas blindaban con su renovada legitimidad ciertos dispositivos tradicionales de jerarquización social y marginación (Palacios, 2000). En otras palabras, se convertían en los adalides de la defensa y el privilegio de ciertos y exclusivos intereses. Estos intereses, ante la necesidad de sustentar un orden que se alejara de las concepciones de autoritarismo, que se depositaban en el sistema colonial, acudieron a las formas de coacción legal como mecanismo de control y mantenimiento del orden, pero que solventaron en abstracciones racionalistas que las justificaban, y participaron en la configuración discursiva nacional, que definía el nuevo orden estatal como aquel de los ciudadanos libres, es decir, de los hombres que acataban ciegamente la ley (Colmenares, 1990).

Se reconoce en este punto la validez del planteamiento de autores como Franz Hensel quien, al interpretar el proceso de construcción del orden republicano de la actual Colombia, o Nueva Granada según la denominación del momento, señala que la República, como nueva forma de gobierno, se estructuró desde tres pilares fundamentales: “el hábito de obediencia a las leyes, el respeto a las instituciones y el sometimiento a los gobernantes” (Hensel Riveros, 2006, p. 20). Estos postulados habrían sido irrigados discursivamente por sus defensores criollos como el único modelo legítimo, orientado al bien general y encaminado al mantenimiento del orden, la tranquilidad y la felicidad de todos. Ese requerimiento implicó que el orden defendido por tales sectores, además de necesario, fuese tenido como irrefutable. De tal forma, se combinó la necesidad de configurar los nuevos parámetros de legitimidad con las viejas estructuras de dominación.

Desde esta perspectiva, se define el sistema legal, a la par del esquema de normas sociales, como un marco simbólico que funciona como medio de expresión y legitimación de las relaciones sociales. En un contexto tan particular como el de la disolución del imperio español en América era urgente lograr la legitimación de las nuevas formas de autoridad política, como componentes centralizadores de una estructura social (Calderón y Thibaud, 2006, pp. 365-377). Por tal razón, la institucionalización de las normas escritas, y su inquebrantable obediencia, expresaban el direccionamiento del orden social republicano a la par que la preocupación por su legítima consolidación.

Las normas jurídicas se entienden no sólo como una parte de la estructura institucional del Estado, sino como uno de los mecanismos de intervención estatal en la regulación de los individuos, en el marco de la ausencia del referente simbólico social legitimado previamente. Se parte de que el derecho no sólo regula comportamientos del eje social de desenvolvimiento humano, al enmarcar las formas de sociabilidad deseables para el orden, sino que se adentra en el ámbito privado del comportamiento individual, delimita de cierta manera la subjetividad, esto es, al constituir sujetos que no pongan en peligro dicho orden (Bourdieu &Teubner, 2000; Elias, 1998). Francisco de Paula Santander lo expresaba así en una carta dirigida a José Manuel Restrepo en 1821:

Me gusta mucho la opinión de usted de que si dejamos a los pueblos en absoluta libertad, volveremos a la antigua desastrosa anarquía, y que es preciso hacerlos libres contra su voluntad, tal ha sido el principio que me ha dirigido para refrenar un poco la libertad de los súbditos. (Citado en Valencia Villa, 1987, p. 100)

El ejercicio de legislar se evidenció como un eje definitivo para la construcción del nuevo modelo de estatalidad, en el sentido de constituir el novedoso depositario de la legitimidad. No obstante, la trama de poder que enmarcaba tal facultad legislativa no era ajena a una estructura de dominación fuertemente arraigada en dinámicas preexistentes, esto es a intereses de tipo colonial, en general, y a las formas de apropiación de la riqueza dentro de él habilitadas, en particular (Mc Farlane, 1997). En lo que sigue, buscaremos examinar uno de los ejes principales de operación de esta construcción dual: el nuevo orden republicano, como renovado defensor de ciertos intereses propios del Antiguo Régimen. Para tal fin, centraremos nuestra mirada en la ley penal, privilegiado dispositivo de intervención social, y en especial, en la defensa que desde esta rama del derecho se hizo de la propiedad privada. De tal análisis, enfocaremos esencialmente el periodo comprendido entre 1821, momento del inicio formal de la actividad legislativa propiamente nacional, y 1837, año de la promulgación del primer código penal en la actual Colombia (Peñas Felizzola, 2006). Tal periodo de transición puede servir para reconocer los fundamentos que guiaron la modelación del poder estatal como ente de control y protección de la propiedad privada, y la especial preocupación que, ante tal aspecto, mostraban los sectores dirigentes del país. Con dicho análisis, aspiramos a aportar al entendimiento del citado carácter dual de la construcción del Estado, en el sentido de comprender paralelamente aspectos de ruptura, pero también de continuidad en referencia al orden colonial, así como el relevante rol jugado por la ley penal en esa búsqueda.

La ley y el orden

Algunas perspectivas historiográficas reconocen en el periodo de la postindependencia una época marcada por abundantes confrontaciones, desórdenes y desmanes ocurridos como consecuencia de varios años de cruenta guerra (González et al., 2002; Lomné, 2000). En uno de los trabajos de mayor reconocimiento en relación al contexto social que caracterizó la primera década del siglo XIX en la Nueva Granada, elaborado por David Bushnell (1966), se argumenta que la independencia de la Nueva Granada trajo consigo un gran aumento en la actividad criminal. En referencia a las causas imputables a este aumento el autor sostiene que,

La verdad de la cuestión parece ser que la criminalidad aumentó como consecuencia de la guerra de Independencia misma. Durante el tiempo en que ésta se llevó a cabo en territorio colombiano, desorganizó los mecanismos usuales del orden público: cuando terminó, dejó como corolario una turbulenta legión de vagabundos desertores y veteranos desadaptados (…). Pero cualquiera que fuese la razón, esta situación debía resolverse. (Bushnell, 1966, pp. 64-65)

El historiador expone que la actividad legislativa desplegada como medio de control de lo que él refiere como desafuero criminal, se centró en el control de dicho flagelo a través de la concreción de normas que agilizaran los engorrosos procedimientos de juzgamiento y reglamentaciones, que restringían el comportamiento de los individuos y penalizaban más severamente sus transgresiones al orden. Para este autor, la conformación de un nuevo sistema jurídico, y en especial de un sistema jurídico penal, era necesaria para la plena constitución del orden republicano, principalmente frente al inadecuado y engorroso sistema colonial y al agravante que significaron los desórdenes de la guerra de independencia en relación al aumento de la actividad delincuencial. Con esto, parecen justificarse todas las medidas de control social que jurídicamente buscaron imponerse dentro de un ejercicio legislativo que, al menos en lo formal, suponía su correspondencia respecto a la implantación de un régimen republicano y democrático (Bushnell, 1966, p. 61).

El autorsiguiendo las expresiones de las elites políticas de la época sostiene que el fortalecimiento del aparato penal sirvió para controlar los aducidos desmanes criminales que azotaban a la población, y así se fue configurando un orden que priorizaba y protegía la iniciativa individual privada en lo económico, como una de las mayores ventajas del sistema jurídico penal, bajo una retórica de igualdad que, según él, no ponía fin a las tensiones de la estructura excluyente del régimen colonial, pero sí constituía el primer paso para que estas empezaran a declinar.

Sin embargo, creemos necesario favorecer más bien una mirada sobre la función social del derecho, y en especial del penal, que, no asumiendo como propios los valores expuestos por los sectores dirigentes de época, tienda a privilegiar un análisis más amplio en relación al impacto de tales formas jurídicas ante el conjunto de la sociedad. Así, frente al entendido de la ley como nuevo depositario de la legitimidad, el ya citado Hensel Riveros afirma que

(…) si la República es una forma de gobierno en la cual el ejercicio del poder está supeditado a fundar su legitimidad en el mismo objeto de gobierno, también se caracteriza por ser una forma de gobierno que enlaza a los hombres por medio de la ley y que circunscribe el ámbito de su libertad precisamente a la observancia de las leyes. (…) La República como forma de gobierno instala el cumplimiento de la ley como vehículo de la libertad, esa es la forma a través de la cual puede asegurar su estabilidad en el frágil balance del que se encuentra preso. (Hensel Riveros, 2006, p. 22)

En otras palabras, se apunta a destacar la forma en la cual se buscó fundamentar, legítimamente, el vínculo entre legalidad y orden, como eje del modelo de sociedad deseada. Así, la actividad legislativa del ramo penal, que se evidenció incluso de manera previa a la instauración formal de sesiones del Congreso de Cúcuta de 1821, en la forma de decretos ejecutivos, no debe ser interpretada simplemente dentro de un marco justificativo que la reconoce como justa ante los desmanes del desorden, que se supone imperó inmediatamente después de las guerras de independencia, y como necesaria en el estimado de su calidad de expresión típica de autonomía. Más bien, un examen del derecho como dispositivo de reestructuración del orden puede abonar a reconocer que la argumentada necesidad de un orden legal propiamente republicano no obedecía única ni esencialmente a la crítica hecha al sistema de justicia colonial, sino que, tal como se verá, parecía más retomar tales parámetros jurídicos, bajo la necesidad de incluirlos dentro del nuevo orden social. Tal podría ser el sentido que permite interpretar el Decreto del 5 de enero de 1822, que creaba una comisión para presentar proyectos de legislación propiamente republicanos, y según el cual:

Deseando el Gobierno emplear todos los medios posibles a fin de presentar al futuro Congreso un proyecto de código civil y criminal, que facilite la administración de justicia en la República, sin las trabas y embarazos que ofrece la actual legislatura española (…), ha venido en DECRETAR:

Art. 1. Se crea una comisión de letrados para que en vista de los códigos civiles y penales más célebres en Europa, de la legislación española, y de las bases fundamentales sobre que se ha organizado el sistema de gobierno de Colombia redacte un proyecto de legislación propio y análogo a la República. (Decreto de 5 de enero de 1822, t. VII, p. 44)

Esta temprana expresión de la necesidad de una legislación que, aunque se reconozca como propia, es proyectada como reflejo de la tradición normativa europea, se complementa con una serie de manifestaciones legales que resultaron articuladas a las disposiciones de control y penalización de origen peninsular, cuya aplicabilidad continuaba vigente en el territorio republicano.1 Encontramos, entre muchas otras, leyes y decretos que versaron sobre distintos tipos de conductas consideradas, aún en la actualidad, como delictivas, así como otras muy específicas de la época (como por ejemplo la persecución a los llamados juegos prohibidos o la penalización al tráfico de esclavos). No obstante, si intentamos establecer una relación de reciprocidad entre el tipo de normas que se promulgaron y los desmanes y desordenes que, según argumentos como los de Bushnell, azotaban con mayor rigor el proceso de estructuración del orden republicano, se encuentra que son dos los ejes de proyección que privilegiaron los legisladores de la época. Por un lado, el control de la disidencia ideológica que podía llegar a afectar el régimen político o el orden que lo sustentaba, y, por otra parte, la persecución de las distintas formas de comportamiento que atentaran contra el orden económico y la propiedad privada, ya fuese por el accionar de los ladrones o por la posibilidad de defraudar a la hacienda pública (Pabón Lara, 2008).

El reconocimiento de este marcado énfasis en la promulgación legislativa permite suponer que la estructura que respaldaba el nuevo modelo estatal, encarnado por los criollos y desplegado, entre otras formas, a través del ordenamiento jurídico penal, se definía desde la reconfiguración del orden económico y de la estabilidad política (Tovar, 1997). El análisis de la situación general de la criminalidad del periodo puede complementarse trascendiendo la idea que presenta al sistema penal como mero mecanismo de control de la desviación y la peligrosidad del comportamiento de los individuos imbuidos por el sismo violento de las guerras, para pasar a entenderlo como dispositivo que se articula al control necesario para el restablecimiento de un tipo de orden social específico. Esto es, no sólo en su carácter represor o como parámetro para castigar, sino también como una fuerza para disciplinar, que define los comportamientos que serán prohibidos y, de esa manera, se constituye en un guardián de la estructura social que se pretende instaurar (Foucault, 1992), brindando legitimidad, de paso, a las autoridades que se autoproclaman como representantes de los intereses comunes. En tal sentido, Hernando Valencia Villa (1987) sostiene que:

El legalismo santanderista es entonces una herramienta ideológica que confiere a la tarea gubernamental una apariencia de legalidad y racionalidad (en tanto la adhesión formal a las reglas escritas, de acuerdo con el mito racionalista imperante, suscita por su sola virtud el reinado de la justicia entre los hombres) y que permite así legalizar los intereses dominantes e ilegalizar los intereses dominados. (p. 94)

Se busca relacionar la actividad de control penal con el complejo entramado en el que se fraguaba la reestructuración del orden social, más allá de una interpretación que la vea como la simple y altruista actividad que pretende limitar el supuesto desafuero criminal. La legislación de la época comprendida entre 1821, como momento verosímil de inicio de la actividad legislativa republicana, y 1837, año en el cual se promulgó el primer código penal del país, debe examinarse trascendiendo la intención de ligarla forzosamente con los parámetros de definición del republicanismo o la democracia, o con los conceptos de ilustración o racionalización de las normas, para poder reconocer su instrumentalización dentro de un contexto caracterizado por la disyuntiva política de la época que exigía, ante la dislocación del monarca como referente de legitimidad tradicional, la consolidación de un nuevo fundamento de legitimidad que integrara poblaciones y territorios que pugnaban por la reivindicación de su propia autonomía; sin embargo, intenta que tal integración no rebalsara la posibilidad de reestructurar un orden social que mantuviera la verticalidad de las relaciones sociales y la exclusividad del uso del poder. Este es el lugar en el cual podemos ubicar a la legislación republicana.

En referencia específica a la ley del ramo penal, se considera que su constitución se perfiló bajo el discurso de la necesidad del orden como garantía del mantenimiento de la recién alcanzada libertad; un orden que se presentaba como benéfico para todos, pero que sin embargo era definido desde ciertos sectores sociales, con estipulaciones que en la práctica restringían considerablemente la libertad. De esta manera, la norma penal se articulaba discursivamente como estamento legítimo del nuevo orden republicano y, por ende, como garantía de la libertad del pueblo, aunque, simultáneamente, permitía en la práctica la salvaguarda de los intereses exclusivos de quienes estaban ligados al ejercicio del poder (Barbosa Delgado, 2007).

Peñas Felizzola, 200

).

En este contexto, adquiría relevante trascendencia la reproducción de expresiones que amparaban la necesidad del orden legal. Expresiones que, fundamentalmente, fueron difundidas aprovechando el importante despliegue que tenían los periódicos en la época. A manera de ejemplo, encontramos expresiones del siguiente tenor:

Repetimos lo que los patriotas ilustrados i esperimentados han dicho ya hablando de las necesidades de la Nueva Granada: nuestra primera necesidad es orden legal, i paz interior, i a consolidar estos dos inapreciables bienes debe contraerse de toda preferencia la atención del lejislador i de los ejecutores de las leyes en todo el Estado, porque sin esto no hai riqueza, no hai dicha, no hai prosperidad [sic]. (Citado en López Domínguez, 1994, p. 337)

(…) ser patriota supone la obediencia a las leyes y a las autoridades que la nación espontáneamente ha formado y establecido para su felicidad. (Citado en López Domínguez, 1994, p. 346)

Si la verdadera libertad es la esclavitud de las leyes, el menosprecio de ellas es el signo más evidente de que una república corre hacia su ruina. Si por desgracia viéramos nosotros el sueño de las leyes, veríamos la vigilia [sic] de las pasiones, el imperio de los vicios i el reinado de los crimines. Más si por fortuna presenciamos la concordancia entre las leyes i la opinión, veremos sin duda grandes virtudes i grandes hombres. (El Astrolabio Bogotano, 26/02/1836, p. 4)

A partir de esta particularidad del republicanismo criollo es entendible la urgencia manifiesta desde los entes gubernativos, no sólo por constituir el cuerpo normativo propio, sino por asegurar la celeridad en la aplicación de estas normas mediante el impulso dado a la administración de justicia. Así se expresa en un decreto del 24 de noviembre de 1826, que ordena que la justicia se administre pronta y cumplidamente, especialmente en los ramos de hacienda y criminal. Este decreto, en su artículo 14, señalaba que:

El Gobierno dictará sucesivamente las órdenes y decretos más severos para promover la pronta y cumplida administración de justicia en todos los ramos, para castigar los delitos, y para que se exija ordinaria y extraordinariamente la responsabilidad a los jueces y tribunales de la República que no cumplan con unos deberes tan sagrados como importantes a la sociedad. (Decreto de 24 de noviembre de 1826, t. VII, p. 460)

La legislación penal de la época, citada anteriormente, no consagró la constitución de un orden completamente nuevo debido, entre otras razones, a la vigencia que se le otorgó a las estipulaciones legales de origen español hasta tanto los legisladores republicanos no fuesen creando sus órdenes legales propios. Paulatinamente, las autoridades republicanas elaboraron una legislación directamente relacionada con la reestructuración del esquema económico y el control de la disidencia ideológica que afectaba la coyuntura política. Esta normatividad cobijó un esquema legal que defendía la legitimidad de la ley como autoridad suprema y que agilizaba su aplicación, pero en el cual la inclusión de principios como la igualdad, inspiradores de un nuevo orden, se enfrentaba a ciertas prácticas que restringían su implementación. De esta manera, muchos de los tipos penales tradicionalmente reconocidos en normas coloniales, que afectaban el esquema de valores morales, el orden público o la propiedad privada siguieron estimándose como las conductas dignas de castigo (Jurado Jurado, 2004; López Jerez, 2005; Sosa Abella, 1993; Villegas del Castillo, 2006). Los mecanismos y los intereses que estaban detrás de la represión de estas conductas se constituyen en el ingrediente criollo del control social y su pretensión de orden.

Los delitos y las penas

La intención de estudiar la aplicación de la legislación penal del periodo comprendido entre 1821 y 1837, además de las normas estipuladas, se nutre del examen de los juicios o las causas criminales que tuvieron lugar en la época, ya que es en esta instancia judicial en donde desciframos el modo de aplicación efectivo de las normas. Así, la formulación de un panorama general del contexto criminal del periodo se complementa y problematiza con el análisis del accionar judicial sobre los individuos quebrantadores del orden normativo penal.

En seguimiento del Decreto del 3 de diciembre de 1823, que determinaba tal obligación periódica en cabeza de los jueces de los respectivos distritos judiciales, se conformaron listados de causas criminales que dan cuenta de las conductas juzgadas como delitos en los distintos territorios de la actual Colombia. El análisis de estos listados no arroja datos absolutos, toda vez que, por una parte, los administradores de justicia de la época no siempre cumplieron fielmente con esta obligación legal y, además, no es posible tener la certeza de que todos los listados elaborados sean aquellos que efectivamente reposan hoy en los archivos consultados. Sin embargo, resulta significativo examinar estos listados para extraer de ellos datos estadísticos que, mediante análisis comparativos, permitan trazar un panorama general en relación a los porcentajes de juzgamiento y castigo de cierto tipo de delitos. No sobra aclarar que las fuentes que hemos consultado en el Archivo General de la Nación (AGN) (Fondo documental de Asuntos criminales, Sección República, legajos 32, 58, 70, 72, 74, 75, 78, 80, 91, 93 y 102, que en adelante llamaremos fuente 1) permiten una aproximación cuantitativa al ejercicio de penalización o juzgamiento de los delitos, y no así de comisión de las conductas, ya que estos dos datos pocas veces resultan coincidentes.

Teniendo en cuenta lo anterior, hemos intentado cruzar esa fuente de información con la hallada en los registros de causas criminales consignados en el Archivo General de la Nación, Catálogo e índices del Fondo Documental de Asuntos Criminales, Sección República (en adelante, fuente 2). Es decir, el conjunto de causas judiciales que reposan en el archivo público nacional (AGN). De tal suerte, logramos cruzar datos cuantitativos de las causas adelantadas y registradas por los funcionarios de la época, y de los expedientes judiciales actualmente depositados en archivo. Con ello, si bien sabemos que no es posible captar más que una parte de la información, entendemos lograr una aproximación confiable.

Así, el análisis de causas criminales acaecidas entre 1821 y 1837, obtenido a partir del cruce de estas dos fuentes y presentado a continuación en el gráfico 1, permite establecer una suerte de tendencia que marca claramente la preponderancia del juzgamiento de los delitos contra la propiedad por sobre cualquier otro tipo de conducta criminal, cuya participación porcentual oscila entre el 37% y el 47% (según cada una de las dos fuentes) frente al total de delitos, lo que de por si es bastante alto.

El reconocimiento de la relevancia del ejercicio de penalización de las conductas que atentaban contra la propiedad privada, se complementa atendiendo a aquellas otras conductas punibles que completan el marco de la criminalización del periodo. Así, se extrae de las dos fuentes señaladas que, en segundo lugar de ocurrencia, se ubica otra conducta distinguible igualmente por sus pocas variables, pues se refiere estrictamente al despojo de la vida de otro. Las variables se refieren más bien a la calidad de ese otro o a la relación de parentesco con su asesino. El margen de participación en el cual se ubica este delito está entre el 17% y 24%. En tercera posición ubicamos los delitos que atentan contra la integridad física de las personas, cuya participación en el porcentaje general de la criminalidad oscila entre el 10% y el 16%. Vale remarcar que en este tipo delictual se agrupan causas que en la época recibían variadas denominaciones, pero concurrentes todas en la agresión con consecuencias físicas, cometida por una o unas personas sobre otra u otras. Aun sumando los delitos contra la vida y los atentados contra la integridad personal, la persecución a los delitos contra la propiedad mantendría un lugar privilegiado (aunque con menor diferencia).

A continuación, con diferencias menos pronunciadas, se ubican los atentados contra la autoridad pública y contra la moral social, que en promedio aparecen con el 6,2% y el 7,8% respectivamente. La categoría de los atentados contra la moral social recoge una variada gama de conductas reprochables según los parámetros sociales de la época, pero pueden llevarse a concurrir en el fuerte sustrato moral que las define como transgresoras. Estos principios regulaban la institución familiar y proscribían los atentados contra su mantenimiento, tales como el adulterio, la bigamia, el incesto, el concubinato y el amancebamiento, y es así como en la mayoría de estos, muchas veces desde su denominación o en todo caso en su tratamiento, salía a relucir la característica de ser una afrenta que afectaba a la comunidad en general.

Finalmente, aparecen aquellos crímenes que hoy en día denominaríamos delitos políticos, que se ubican con un margen de participación entre el 1,1% y el 0,6%. Vale aclarar que ninguno de los casos agrupados en la categoría de delitos políticos es referido en aquel momento de esa manera. Acogemos esa nominación actual para agrupar conductas registradas como lesa patria, desafección a la causa americana o independentista, enemistad a la República o frente a la libertad o contradicciones con el gobierno, entre otras. Contrario a lo que cabría suponer para el periodo, el juzgamiento de delitos políticos no denota un despliegue especial dentro del sistema jurídico penal. Al respecto, se considera que la baja tasa delictiva extraída del análisis documental puede deberse precisamente a un tratamiento más político que jurídico de las conductas incluidas en este segmento, lo que hizo que tales hechos no llegasen a ventilarse en instancias judiciales.

Por su parte, bajo la categoría de otros delitos podemos agrupar ciertas conductas delictuales que, muy minoritarias en su participación cuantitativa, no creímos conveniente vincular dentro de ninguno de los parámetros anteriores. Podría señalarse que la mayor participación en esta categoría la alcanza el delito de fuga de presos, entre otras conductas tales como los ultrajes e irrespetos por parte del hijo a sus padres, el travestismo o los varios casos de borracheras.

Gráfico 1: Tipos delictuales judicializados según bien jurídico tutelado 

La trascendencia del control sobre las conductas que transgredían la propiedad privada no queda expresada solamente en los análisis cuantitativos de las fuentes, sino también en un análisis cualitativo de los juicios criminales, que permiten distinguir el especial celo que los funcionarios pusieron en su castigo; tal como se expresaba, por ejemplo, en la siguiente comunicación elevada por la Municipalidad de Bogotá a la Cámara de Representantes:

La Municipalidad de esta capital ha tenido el honor de dirigirse a esa hon. Cámara (…) [para] pedir una ley en virtud de la cual se pudiesen juzgar los ladrones con la posible brevedad, para cortar un mal que se propaga demasiado, y que no solo ataca la propiedad, sino también la seguridad de los ciudadanos. Nuevos repetidos y escandalosos golpes, que no pueden ocultarse a la hon. Cámara impelen a esta municipalidad a recordar la representación sobre tan importante negocio. Si la legislatura acaba su sesión sin dar a la Republica una ley tan necesaria, acaso el mal se pondrá en estado que haga tan difícil su remedio, o acaso se estenderá [sic] en términos que nos envuelva en peligros considerables. (El Constitucional, 20/04/1826, p. 3)

El aseguramiento de los intereses del orden republicano comprendía, como se ha visto, la protección de la propiedad como uno de los elementos que se admitían como esenciales dentro de la estructuración y consolidación de la República. De forma explícita, en la primera Constitución Política de la República, en 1821, se manifestaba que, junto a la libertad, seguridad e igualdad ante la ley, la propiedad era uno de los bienes que afianzaban el comienzo de la carrera política de la nación, así como uno de los principales objetos que debían proteger sus autoridades. Tan importante resultaba la propiedad dentro del proyecto político que encabezaba la elite criolla, que aparecía encadenada a una de las principales atribuciones otorgadas por el régimen republicano a sus ciudadanos, esto es, la posibilidad de participar en la elección de sus autoridades, tal como quedó establecido en la primera Constitución de 1821.

La judicialización del robo y del hurto, como una de las instancias principales y de mayor eficacia dentro del interés de protección de la propiedad, si bien no fue una novedad implementada por los gobernantes republicanos, sí fue objeto por parte de aquellos de un especial y meticuloso desarrollo legislativo y un drástico tratamiento. Para aquel entonces, distinguir entre el hurto y el robo era posible al estimar que el primero era aquel acto delictivo que consistía en despojar a otra persona de un bien sin que mediase en tal acción la violencia o el uso de la fuerza, mientras que el robo era una conducta más grave en la medida que implicaba una agresión o violencia directa sobre otro individuo o sobre sus posesiones. En este orden de ideas, los delincuentes inculpados por robos se hacían acreedores a un castigo mayor, pero ello no implicaba que los hurtos fuesen menormente perseguidos. Por ejemplo, en Decreto de 22 de diciembre de 1827, se establecían penalizaciones que quedaban sujetas al arbitrio de la autoridad de policía, y que se extendían incluso como una suerte de estigma que habilitaba el destierro y la vigilancia posterior sobre los imputados con tal delito. Así, se contempló que:

Los hurtos de menor cuantía, que serán todos aquellos en que el valor de las cosas o efectos hurtados baje de veinticinco pesos, quedan sujetos al conocimiento de los jefes de policía. Estos los castigarán sumaria y económicamente a los varones con trabajos en los presidios urbanos, caminos y otras obras públicas, y a las mujeres con trabajos en ella. Según el delito se graduará la duración de la pena, y concluido el tiempo se les podrá enviar a las nuevas poblaciones, donde haya tierras en qué trabajen, poniéndolos bajo la supervigilancia [sic] de los respectivos jueces. (Decreto de 22 de diciembre de 1827, t. VII, p. 507)

Las autoridades de la República haciendo gala de una gran severidad, que llegaba hasta la aplicación de la pena capital o de último suplicio, trascendieron los castigos que la legislación española estableció tradicionalmente para este tipo de delitos, como los azotes, el trabajo forzoso en galeras o la vergüenza pública (Mayorga, 2001). En el mismo sentido puede interpretarse la exclusión del beneficio de indulto frente al delito de hurto, tal cual se estableció mediante el Decreto del 27 de junio de 1821, que estipuló que:

El Congreso General de Colombia, deseando señalar con un rasgo de la piedad soberana la época venturosa en que se ha verificado su instalación, (…) y considerando que no puede gozar completamente de la dicha que le prepara este suceso memorable, sin aliviar antes en cuanto lo permitan las leyes, la política y la situación de la República, la suerte de los desgraciados que gimen bajo el peso de sus crímenes; ha venido en conceder, como por el presente concede, un indulto general a los delincuentes que sean capaces de él y que puedan gozarlo, sin que resulte perjuicio de tercero ni a la causa pública, a fin de poner nuevamente en el camino del honor y de la virtud a todos aquellos que por la debilidad de la naturaleza humana, por falta de luces y por consecuencia de las dimensiones civiles hayan sido y estén todavía extraviados de él. En consecuencia ha venido en decretar y DECRETA:

Art. 1. Gozan de este indulto todos los presos que se hallen en las cárceles de la República, siempre que no hayan cometido los delitos de homicidio voluntario, falsificación de moneda, mala versación de caudales públicos, rapto, hurto calificado o simple, incendio, bestialidad, sodomía y desafío. (Decreto de 27 de junio de 1821, t. I, pp. 5-6)

Esta severidad frente al tratamiento de los robos y los hurtos, que resultaban emparentados con los delitos más graves, se acompañaba del señalamiento de este tipo delictual como una peligrosa afrenta no directamente a los intereses particulares de los propietarios o poseedores, sino a toda la sociedad, en la medida en que impedía la posibilidad de consolidación del régimen político en general. De esta forma, el sistema jurídico penal republicano se articulaba dentro de un claro interés por restringir y castigar una conducta delictiva que se mostraba como amenazante para la estabilidad del orden social. Sin embargo, sobra decir que el disfrute de la propiedad no recaía en toda la población.

Este marco de criminalización para la defensa de la propiedad se desarrolló en normas posteriores que se justificaron en la gravedad de la situación y la imperiosa necesidad de solución frente a la peligrosidad atribuida al latrocinio. Como una de estas medidas, mediante Ley del 3 de mayo de 1826 se derogó todo tipo de fuero en los casos de hurto o robo, y se regularon las penas aplicables, así:

Art. 26. Los que en número de dos o más personas entren por la noche en las casas, escalando, fracturando o haciendo violencia de cualquier modo, sufrirán la pena de muerte. Art. 27. Los que para ejecutar un hurto o robo hicieren uso de armas, sufrirán la pena de muerte, si fueren mayores de diez y siete años, y si no alcanzaren a esta edad, pero fueren mayores de quince, serán condenados a presidio por el término de cinco a diez años. Art. 28. Los ladrones que hubieren cometido el hurto o robo sin la calificación y circunstancias de que tratan los artículos anteriores, serán condenados a presidio urbano por el término de cinco a ocho años. (Ley de 3 de mayo de 1826, t. II, p. 361)

El examen de algunas causas criminales por hurtos y robos depositadas en el Archivo General de la Nación y de las sentencias relacionadas dentro de los listados de causas elaborados en juzgados de primera instancia (AGN, Fondo Documental de Asuntos criminales, Sección República, Legajos 32, 58 70, 72, 74, 75, 78, 80, 91, 93 y 102), permiten reconocer la aplicación de penas que, aunque sin corresponder a una tendencia fija, en muchos casos sobrepasan la dureza de los castigos dictados para el homicidio. Igualmente, arroja datos en relación a situaciones concretas en las cuales se criminalizaron conductas cuya gravedad era muy relativa.

Pero no solamente fue la intensidad de las penas lo que caracterizó el manejo republicano frente a los delitos contra la propiedad, pues también fue objeto de su especial recelo la pretensión de agilizar el esquema judicial de juzgamiento para garantizar la aplicación de esas penas. En la ya mencionada Ley de 1826 se estableció un juicio sumario, ininterrumpido incluso en los festivos, y la obligatoriedad del pago de multas para aquellos funcionarios que dilatasen sus labores en el seguimiento de las causas de hurto y robo. La prontitud en el desarrollo de la investigación de los hechos se garantizaba estableciendo procedimientos particulares para este tipo de causas que contemplaban, por ejemplo, que el juez o alcalde debía trasladarse inmediatamente al lugar de los hechos, que los ciudadanos podían servir como escribanos en aras de agilizar el procedimiento, que se permitía incautar o allanar bienes o inmuebles que se consideraran necesarios. Se autorizaba igualmente la detención de los que resultaren sospechosos y la toma de declaración juramentada a quien se creyere conveniente para el esclarecimiento de los hechos o de sus autores, esto de forma inmediata y en el lugar mismo de los hechos, así como se consagraba la posibilidad de incomunicar a los reos hasta que se les tomara su declaración. También se establecía que:

Art. 10. Resultando probado el delito y sus autores por el testimonio de un solo testigo idóneo, con dos indicios más o argumentos graves que conspiren al mismo fin, y persuadan a la prudente racional credulidad de ser el delincuente, no habrá necesidad de examinar otras personas, aun cuando aparezcan citadas. Art. 11. Para que se aprehendan y reduzcan a prisión en calidad de detenidos los indiciados de autores, cómplices, auxiliadores, o receptadores del delito de hurto o robo no es necesario que se hayan reducido a escrito las diligencias de que tratan los artículos anteriores, sino que bastará que al juez o alcalde le conste por lo que haya visto, o por lo que haya oído a las personas de cuyo testimonio se debe componer el sumario, que se ha cometido el delito y que resultan indicios contra las personas que han de reducirse a prisión. (Ley de 3 de mayo de 1826, t. II, p. 358)

Además de lo anterior, la agilización de la causa criminal era pretendida a través de la fijación de términos muy cortos para la formulación del proceso, la puesta en disposición de los reos ante el juez de competencia, la acusación, el inicio del juicio, la práctica de pruebas, el traslado a las partes para alegatos y el dictamen de sentencia.

El mismo principio de agilización en el juzgamiento de las causas criminales instalado en 1826, se fijó más adelante para el tratamiento de las llamadas raterías o hurtos menores que, al ser incorporados legislativamente dentro de los postulados reguladores de la vagancia, permitió un control más certero y expedito, al habilitar la acusación sumaria de oficio, tal como quedó establecido mediante la Ley de 6 de abril de 1836.

Dentro del análisis que Guillermo Sosa realiza sobre los hurtos y los homicidios en la provincia de Tunja durante la segunda mitad del siglo XVIII, se llega a concluir que en las instancias judiciales no se debatía la culpabilidad del individuo, sino que simplemente se oficializaba la aplicación del castigo, ya que los jueces señalaban las imputaciones que recaían sobre unos reos prácticamente imposibilitados para controvertirlas (Sosa Abella, 1993, p. 136). En una dimensión similar, los legisladores republicanos diseñaron una estructura jurídica penal que, dentro de la pretensión de garantizar el control de la propiedad mediante la imposición de unas penas fuertes para el hurto y el robo, y de esta forma, supuestamente contribuir con la paz y la tranquilidad de la sociedad, configuraron un esquema de control social en el cual los ladrones fueron objeto de la más feroz represión estatal, en la medida de ser señalados como causantes de agravios al orden, sin importar los motivos o las circunstancias en que tales hechos se cometían.

La apreciación de las causas que conducen a las personas a cometer las conductas que agraviaban la propiedad solo pareció merecer la atención de los legisladores de manera tangencial y tardía, cuando, en el Código Penal de 1837, se establecía, a manera de atenuante, que:

Art. 832. La absoluta necesidad justificada por el reo, de alimentarse o de alimentar a su familia en circunstancias calamitosas, en que por medio de un trabajo honesto no hubiere podido adquirir lo necesario, será excepción bastante para eximirse de la pena, siempre que la cantidad no pase de un peso y que no se haya hecho violencia a las personas. Art. 833. La indigencia y necesidad del reo y la grande dificultad de obtener por medio de su trabajo con qué alimentarse o vestirse, o alimentar y vestir a su familia, será una circunstancia para que se imponga al reo la mitad de la pena en que se haya incurrido, siempre que la cantidad hurtada o su valor no pase de cuatro pesos y no se hubiere hecho violencia a las personas. (Ley de 27 de junio de 1837, t. VI, p. 551)

Sin embargo, para la generalidad del periodo estudiado se evidencia que bajo la penalización de los robos y los hurtos se legalizó una instancia de diferenciación frente a ciertos sectores sociales, pues en no pocas ocasiones la imposición del castigo terminaba criminalizando una situación de precariedad dentro del entramado económico de la sociedad y la necesidad de solventar básicas carencias. No se pretende con esta afirmación defender la inocencia de los implicados en los robos, sino resaltar la exagerada gravedad con la cual se rotulaban y juzgaban estas conductas, más aún si se atiende a quiénes se afectaba con estas, y quiénes las ejecutaban.

Al respecto, vale destacar que varias aproximaciones teóricas e historiográficas han examinado el proceso de construcción del orden republicano colombiano desde el análisis de la estructuración de entidades étnicas y raciales (Arias Vanegas, 2005; Jaramillo Uribe, 1965; Múnera, 2005), posición que resulta complementada con la idea del proceso de regulación normativa, bajo el cual, como se ha señalado, las elites criollas elaboraron discursos de igualdad dentro de prácticas de discriminación y diferenciación, que sostuvieron en los primeros años de la República la exclusión sufrida por ciertos sectores desde el periodo colonial (Arias Vanegas, 2005; González et al, 2002; Rojas, 2001).

Dicha dimensión de jerarquización social basada en parámetros fenotípicos y culturales resultó sin duda complementada con aspectos de diferenciación social de base económica. Así, “la posición precaria dentro de las actividades económicas de algunos grupos y su exclusión de la estructura de poder y no exclusivamente el color de la piel, explicarían la proclividad de algunos sectores hacia conductas transgresoras” (Dueñas, 1996, p. 35). De tal forma, la persecución penal a ciertas conductas, en especial aquellas vinculadas con la vulneración a la propiedad privada, constituiría una dimensión paradigmática de la vinculación entre formas de exclusión social y los dispositivos de persecución y castigo.

Los dos tipos de fuentes documentales trabajadas, mencionadas más arriba, registran un total de 1292 y 1677 causas criminales para el periodo de estudio (AGN, Catálogo e índices del Fondo Documental de Asuntos criminales, Sección República; Fondo Documental de Asuntos Criminales, Sección República, Legajos, 32, 58, 70, 72, 74, 75, 78, 80, 91, 93 y 102). Sin embargo, en relación con los reos o los individuos inculpados estos datos aumentan, toda vez que se evidencia que en una misma causa pueden aparecer como autores dos o más sujetos. Así pues, se obtuvo un total de 1663 personas judicializadas dentro de las 1292 causas identificadas en los listados de causas criminales elaborados en las distintas jurisdicciones (AGN, Fondo Documental de Asuntos Criminales, Sección República, Legajos, 32, 58, 70, 72, 74, 75, 78, 80, 91, 93 y 102); cifra que resulta susceptible de analizar como una verosímil muestra para caracterizar tales sujetos.

La primera y más básica dimensión de análisis para definir al delincuente de la época sería estableciendo una diferenciación sexual de estos reos, lo que arroja como resultado un 89,5% de varones frente al 10,5% de mujeres. Esta desigual proporción se presenta en todas las categorías delictuales, aunque sería posible marcar una aún mayor disminución de la presencia femenina frente al juzgamiento de delitos contra el orden y las autoridades públicas, y frente a los delitos políticos, y una representación estadística más relevante frente a las conductas que atentan contra la vida y la integridad personal. La marcada desproporción porcentual entre los delincuentes de uno y otro sexo no permite mayores argumentaciones frente a este parámetro de distinción, aunque sí proporciona un indicio para establecer el lugar de la mujer dentro de ese orden social (Dueñas, 1996; López Jerez, 2005).

Por su parte, la agrupación de los delincuentes por edades resulta mucho menos precisa, pero no menos relevante. Tal imprecisión se debe a que, a diferencia del sexo, el registro sobre la edad del delincuente sólo era incorporado en la causa una vez efectuada la confesión de éste y por ello muchos registros no reconocen la edad del reo que no había rendido confesión, ya sea por no haber procedido la instancia judicial al momento de la elaboración de la lista, o porque se trataba de reos ausentes o rebeldes, es decir, aún no capturados. Además, para aquel entonces, el dato de la edad no correspondía a una definición necesariamente exacta. Muchas veces los interrogados mismos expresaban no conocerla o señalaban un aproximado, cuando no era el propio funcionario quien la estimaba. A pesar de esto, parece relevante la distinción etaria en aras de remarcar la notoria judicialización de individuos varones ubicados en la edad en la cual el desempeño físico y la fuerza son mayores. Situación que no ocurre con las mujeres, ya que las variaciones de las estadísticas correspondientes a éstas no son tan marcadas. Esta idea de la preponderante criminalización de hombres en lo que podría llamarse edad laboral arroja visos de relacionamiento con la ya mencionada dimensión económica de la persecución penal. Así, encontramos una significativa proporción de varones jóvenes o de edad media mayormente vinculados con los hurtos.

Otro de los factores de agrupación que permite conocer al sujeto delincuente de la época es su oficio. Este parámetro evaluativo permite ubicarse dentro del estimado anteriormente expuesto, de acuerdo al cual, el lugar que se otorgaba a los individuos según su participación en las actividades económicas de la estructura social, es decir, su oficio, está relacionado con las tasas de criminalidad o, mejor aún, de judicialización, que se reconocen en la época. Aunque en relación a este ítem encontramos también la limitante de los reos no habían sido indagados en el litigio, el análisis de los datos hallados dirige a ciertas conclusiones contundentes.

Para el análisis de tales datos hemos dispuesto una propuesta de agrupación (gráfico 2) según la cual se incluyen dentro de la categoría altos cargos, los oficios de alcalde, escribano o escribiente, cargos eclesiásticos, administradores y guardas de los distintos resguardos comerciales y del servicio de correos y los hacendados; totalizando un aproximado del 2% de los sujetos judicializados. Dentro de la categoría de oficios del comercio aparecen aquellos que se reconocen como tratantes y comerciantes, y constituyen el 5% de la muestra. Como parte de los artesanos se estiman los tejedores, sastres, sombrereros, zapateros, talabarteros, plateros, carpinteros y alfareros; oficios que abarcan al 10% de los sujetos. Mientras que la categoría de labores del campo está integrada por labradores, jornaleros, arrieros, conuqueros, hortelanos, cosecheros y agricultores; siendo oficios que vinculan a casi el 74% del total.2

Gráfico 2: Personas judicializadas según oficio declarado 

En principio, el desempeño de labores del campo como oficio abrumadoramente mayoritario podría enmarcar lo que Bushnell (1966) propone estimar como desafuero criminal de un cierto sector social. Sin embargo, si se tiene en cuenta que los datos no señalan exactamente tasas de criminalidad, sino de judicialización podría pensarse también en un sistema jurídico penal desarrollado con el fin de controlar a ciertos sectores de la población; en este caso, la asentada en los espacios rurales como trabajadores de la producción primaria.

Resultaría ingenuo desconocer la importancia del tema racial y étnico como eje fundamental del desarrollo de las relaciones sociales características de este periodo. Sin embargo, el seguimiento de las prácticas judiciales no permite realizar un profundo análisis en tal sentido, toda vez que una de las primeras medidas republicanas fue ordenar la supresión de todo tipo de referencias que, en los documentos oficiales, solían hacerse en relación con lo que por aquel entonces se denominaba la calidad de las personas. A pesar de esto, en muy contados expedientes encontramos alusión a la condición, blanca, mestiza o parda, de los reos, por citar algunos ejemplos. Debido a ello, la práctica judicial no permite identificar una gran presencia de criminalidad indígena o esclava, razón por la cual resulta difícil intentar establecer esta condición como un vector para el análisis del sistema penal propio de los inicios del orden republicano. No obstante, como ya se dijo, sí hay una evidencia del énfasis del ejercicio de criminalización frente a los actores rurales. Consideramos que, otro factor para explicar la baja tasa de juzgamiento de esclavos en nuestro periodo de estudio puede deberse a la lógica misma de la esclavitud, esto es, a la potestad de disposición que tenía el amo sobre su esclavo, lo cual le permitía, en ocasiones, juzgar y castigar a los esclavos en el ámbito privado. Si bien, no se trataba de una potestad ilimitada para los amos, no resultaba muy común el hecho de que el esclavo fuese penado por la autoridad, a menos que se tratara de los casos en que el esclavo se fugaba. Puede confirmarse la facultad de castigar ejercida directamente por el amo considerando los casos allegados al conocimiento judicial en los que se ventilaban abusos y excesos de los amos en el castigo de sus esclavos.

Y si resulta verosímil estimar que los esclavos estaban compelidos a una suerte de jurisdicción especial (la de sus amos), también podría decirse lo mismo de los indígenas que, a pesar de estar integrados en gran número a la sociedad blanca, mantenían el señalamiento de su supuesta diferencia y, más allá de las normas de integración ciudadana, resultaban en la práctica sometidos a un trato diferencial. Esto hacía que muchos de los hechos de índole criminal fuesen ventilados al interior de las comunidades indígenas bajo el reconocimiento de su propio sistema de autoridad, más aún cuando la conducta criminal desarrollada por un indígena afectaba a sus pares, lo que significaba, más que la afirmación de algún tipo de autonomía, el menosprecio de su situación particular y la indiferencia frente a su inclusión como grupo social (Arias Vanegas, 2005; Múnera, 2005).

No obstante, en lo que atañe a la judicialización de conductas en las que se logró identificar con claridad que se trataba de personas señaladas como pertenecientes a grupos indígenas, se destaca la relevancia de los delitos contra la vida y la integridad de las personas, en detrimento de la mayoría porcentual de causas que se refieren a delitos contra la propiedad. De igual forma, se considera relevante la marcada presencia de atentados contra el orden público y contra la moral y la religión, situación que puede relacionarse con la constitución de barbaridad y desorden con la que se calificaba lo indígena, y la costumbre anexa de señalar con especial énfasis las transgresiones que los bárbaros hacían a los principios y los valores que las elites prohijaban, más aún cuando la conducta del indígena era una afrenta a dicho orden (Jaramillo Uribe, 1965). En este sentido, el sistema jurídico penal se articuló a la desestimación del indígena que no era visto ni tratado como un igual, y ejerció un tipo de control social fundado en el hecho de tildar de escandalosas sus costumbres (Pabón Lara, 2014).

Inicialmente, se expuso que la estructura legislativa del poder se había desarrollado bajo la bidimensionalidad que significa la inclusión discursiva del pueblo dentro del régimen republicano e igualitario, desplegada paralelamente con la defensa de los privilegios de las elites criollas. Ahora, se observa que la práctica judicial, esto es, el proceso de criminalización que supone la puesta en marcha del supuesto nuevo régimen, muestra un sistema jurídico penal que no afectaba precisamente a todos los sectores sociales, sino que, por el contrario, parece estar dirigido a un sector concreto de la población, generándose con ello un nivel de continuidad frente a las formas de ejercicio del poder colonial.

Ladrones cuatreros

Uno de los casos que más resalta la sectorización social articulada al juzgamiento penal de los delitos contra la propiedad se encuentra en la represión del abigeato o hurto de ganado, el cual era un delito que recibía un tratamiento especial y diferenciado frente al despojo de otro tipo de bienes o valores. La distinción de la cual fue objeto el hurto de ganado puede reconocerse igualmente en la legislación colonial que señalaba la gravedad de este tipo de delitos en la medida de ser entendidos como un robo, es decir, un despojo violento y grave. En este sentido, establecía la legislación colonial que “el hurto de ganados, aun siendo el primero y sin violencia, tenga la pena de doscientos azotes y seis años de arsenales, aumentándose en las reincidencias hasta la ordinaria de horca por la tercera vez”, tal como sentenciaba la ley XI, del título XV y libro XII, sobre los robos y las fuerzas (Novísima recopilación de las leyes de España, 1846, t. V, p. 356).

La normatividad republicana explicitó por su parte la distinción del delito de abigeato cuando los legisladores de 1837 reconocieron dentro del Código Penal la especial gravedad de este delito, al consagrar que:

Art. 817. El que hurtare cosa cuyo importe no pase de ocho pesos, sufrirá la pena de un mes a un año de presidio. Art. 818. Pero el que hurtare una caballería, o un buey, o una vaca, o ganado menor de cualquiera especie que no pase de cuatro cabezas, aunque su valor no exceda de ocho pesos, sufrirá la pena de diez y ocho meses a tres años de presidio; y si el hurto fuere de mayor número, se impondrá al reo un año más por cada caballería o cabeza de ganado mayor, o por cada cuatro del menor; pero si pasare de cien pesos el valor de lo hurtado, se le impondrá la pena de tres a nueve años de trabajos forzados. (Ley de 27 de junio de 1837, t. VI, p. 549)

A pesar de esta específica regulación, el tratamiento judicial previo concretó en su práctica la distinción de los hurtos de ganado, los cuales, dentro de los listados de causas elaborados en juzgados municipales o sus correspondientes de primera instancia, fueron muchas veces reconocidos como cuatrerías. Un análisis comparativo realizado entre los datos recogidos de las anteriormente citadas listas (AGN, Fondo Documental de Asuntos Criminales, Sección República, Legajos, 32, 58, 70, 72, 74, 75, 78, 80, 91, 93 y 102) y los registros de causas criminales (AGN, Catálogo e índices del Fondo Documental de Asuntos criminales, Sección República) permite reconocer la importancia que adquirió la judicialización de esta conducta delictiva dentro del sistema jurídico penal de la época. Los datos recogidos permiten corroborar la relevancia del juzgamiento de los hurtos de ganados (gráfico 3), al identificar que, en relación a los 1677 registros de causas criminales consignados en el Catálogo e índices del Fondo de Asuntos Criminales, corresponden al delito de hurto 349 y al abigeato 268, esto es un 16% sobre el total de delitos, y el 43% en relación a los delitos contra la propiedad. Por su parte, dentro de los listados elaborados en juzgados municipales o sus correspondientes de primera instancia aparecen 1292 causas criminales, de las cuales 351 se siguieron por hurto y 165 por abigeato, esta última cifra es cercana al 13% del total delictivo, y el 32% de los delitos contra la propiedad. Cabe aclarar que los abigeatos no siempre resultaban señalados claramente como tales, es decir, algunas veces se referenciaban como cuatrerías, abigeatos o como robos o hurtos con especificación del animal que se enajenaba. Por esta razón, se puede suponer que algunas de las causas seguidas por hurtos en las cuales no se hacía mención del bien despajado podían configurar un abigeato, y concluir que la alta representatividad porcentual que se ha señalado hasta acá pudo haber sido incluso mayor.

Gráfico 3: Incidencia de los delitos contra la propiedad frente al total de conductas delictuales judicializadas 

La especificidad que puede reconocerse en la judicialización del abigeato está relacionada con la desigual distribución de la riqueza y el esquema de diferenciación social que de este hecho se desprende. Resulta notable que la tenencia de ganados no era un privilegio extensivo para las mayorías poblacionales, menos si se tiene en cuenta que la posibilidad de contar con estos bienes se asociaba estrechamente a la tenencia de tierras. Asimismo, el análisis de la procedencia social de los individuos incriminados por el robo de ganados, según los oficios que estos desempeñaban, permite reconocer a los sectores populares como los de mayor participación frente al juzgamiento de este delito. Pero no solamente la sectorización social de los incriminados por esta categoría delictual es importante, ya que también su ubicación geográfica adquiere relevancia, más aún al considerar que es en el campo en donde se efectuaban principalmente las cuatrerías fue el principal asiento de aquellos individuos de sectores sociales específicos que, como se mencionó anteriormente, fueron vinculados a la lucha emancipadora dentro del discurso igualitario, y ahora amenazaban con materializar aquel sentimiento de ser libres, en el sentido de no estar sujetos ni servirle a ningún superior. Así pues, la represión de las conductas delictivas de estos sectores estaba directamente relacionada con la necesidad de controlar los desafueros que podían causar el ejercicio de su libertad, y con el miedo infundido en las elites frente a la posibilidad de que la llamada plebe trastocara el orden que aseguraba sus privilegios, al asumir y materializar los discursos de igualdad (Lynch, 2001, pp. 168-169).

De esta manera, la mentada proclividad de los pobres para cometer hurtos era uno de los argumentos que utilizaban las autoridades dentro de la justificación de sus acciones punitivas, y representa una clara muestra del esquema de diferenciación que caracteriza la sociedad del periodo, en la que seconfigura una tendencia de proscripción del pobre, articulada en las instancias judiciales que, al amparar la imputación criminal simplemente en los testimonios, permitían que a aquellos pobres y miserables que fuesen vistos públicamente con algún dinero, se les relacionara indiscriminada y automáticamente con la ocurrencia de algún abigeato, y se les castigara por simple sospecha.

Por último, podemos calificar como desproporcionada la persecución que el sistema jurídico penal hiciera del abigeato, al estimar sus verdaderos alcances como afrenta social o su nivel de peligrosidad. Esta afirmación puede corroborarse al considerar que de las 165 causas por abigeato que se mencionaron anteriormente, solamente 33 de ellas corresponden a robos de ganado realizados mancomunadamente, es decir, con la participación de dos o más personas. Estos abigeatos pueden entenderse como concertados o planeados y estimarse como la acción de un grupo criminal organizado, verosímilmente reiterativo en sus fechorías y con alcance potencialmente relevante, en la medida de entender que sólo un grupo organizado podía ejecutar el robo sobre un numero plural de semovientes. Y este dato puede matizarse aún más al reconocer que algunos de estos casos corresponden a la participación colectiva de miembros de una misma familia que, por su misma condición, difícilmente constituían organizaciones criminales.

Mientras tanto, los 132 casos restantes corresponden a causas en las cuales aparece implicado un solo individuo, de donde puede suponerse que su acción no se extendió a un número significativo de animales. Tampoco se evidencia en el examen de los procesos judiciales un nivel importante de reincidencia en los reos de este delito. Así pues, parece claro que la verdadera trascendencia de la criminalización del abigeato está directamente relacionada con el hecho de significar una afectación a un sector social de propietarios que, aunque no viesen gravemente afectados sus patrimonios con los hurtos de los cuales eran objeto, debían impedir y castigar ejemplarmente este tipo de agresiones y ‘atrevimientos’ de los pobres, en pro de la consistencia de un tipo de orden que parecía privilegiar mayormente a los poseedores.

A modo de conclusión: la propiedad para el orden

Una de las principales características del orden social que pretendían imponer las elites de la naciente República se relaciona con el mantenimiento del esquema de diferenciación social que había sido implantado desde el régimen colonial y que, fundado en el orden señorial en las relaciones sociales, era la mejor prenda de garantía de sus intereses económicos, basados en la acumulación excluyente de la propiedad. A partir de aquí, las elites asumían ‘legítimamente’ el direccionamiento político e ideológico de la República, imponiendo sus principios y valores como los generales para la sociedad y apropiados para el bienestar común, al tiempo que las prácticas y los valores de los sectores populares eran denostados como funestos e, incluso, criminales. Desde esta perspectiva, el sistema jurídico penal se implementaba como un “sistema de disciplinamiento de las personas y de protección de determinados intereses”, y las normas de tipo penal funcionaban como una “estrategia de contención o neutralización” para privilegiar aquellos intereses particulares (Muñoz Conde, 2004, p. 29).

En este marco de diferenciación y sometimiento dentro del entramado social, la propiedad constituía uno de aquellos privilegios que las elites habían heredado del régimen colonial, y su defensa era una urgente necesidad dentro de una coyuntura en la cual los sectores populares, vinculados a la lucha emancipadora bajo un discurso igualitario, aspiraban satisfacer y reasumir aquellos derechos y beneficios que, se decía, el usurpador extranjero les había despojado injustamente (Lynch, 2001, pp. 138-149). El sistema jurídico penal, en la medida en que se implementó dentro del régimen republicano como un supuesto garante del orden y la tranquilidad pública, pero emanado como constructo histórico de un sector social y en una coyuntura específica de necesidades concretas, coadyuvó a que, a través de la criminalización de los hurtos, las elites poseedoras acentuaran su papel protagónico como definidoras del orden social. Esta afirmación se fundamenta en la idea de entender que las normas jurídicas no son simples textos técnico-jurídicos, sino que, por el contrario, expresan elementos sociopolíticos e ideológicos de su época. Así, coincidimos con Escobar y Maya al afirmar que ‘’en la historia del derecho penal en Colombia intervienen grupos sociales que develan luchas de representaciones y choques’’ (Escobar Villegas y Maya Salazar, 2008, p. 164).

Dentro de esta especial configuración de la ley penal en la cual, por una parte, se sostuvo un discurso de igualdad formal, amparado en la ley, pero al mismo tiempo, se materializó la continuidad del esquema de diferenciación social, la represión que significaba la aplicación o el mero señalamiento de los castigos debía ejercerse mediada por un marco de justificación que garantizara la legitimidad del orden y ampliara el margen de su aceptación. Este marco fue especialmente relevante en relación a la criminalización de los hurtos toda vez que, como se dijo, la esfera que envolvía tal ejercicio estaba relacionada con la salvaguarda de los intereses de cierto sector social.

Un claro ejemplo de los esfuerzos justificativos desarrollados en favor de la legitimación de la severa represión al hurto se encuentra en los pronunciamientos de prensa publicados en fechas cercanas a la promulgación de normas penales sobre este tipo de delitos. Estos textos se esmeraban en construir un contexto de graves desórdenes y desafueros criminales dentro del cual los hurtos constituían una fehaciente amenaza para toda la sociedad (no sólo para los propietarios y los poseedores), cuyo único remedio era la persecución y el castigo que, entre más drástico fuese, se estimaba como de mayor efectividad. Entre este tipo de textos encontramos, por ejemplo, el artículo titulado Funestas consecuencias de los robos, en el que, a propósito de la promulgación de la ya citada Ley de 3 de mayo de 1826, se señalaba que:

(…) la ecsistencia [sic] de los criminales entre nosotros, es tan peligrosa para los inocentes, como injuriosa a las virtudes de una República. ¡ojalá que esa ley tan necesaria pueda volverle a este pueblo, aquella dulce confianza sin la cual la vida misma es un peso, y peso insoportable! (El Huerfanito Bogotano, 19/05/1826, p. 2)

En el mismo sentido, en un artículo en el cual se hacía referencia a un robo efectuado por bogas del río Magdalena se señalaba no sólo la justa necesidad de una ley que reprimiera los excesos criminales de los ladrones, sino que se enfatizaba en la urgencia de articular este tipo de normas con un sistema de judicialización efectivo que garantizara el castigo de estos delincuentes y combatiera la impunidad, que también se reconocía como un factor de desestabilización del orden. Manifestaba el articulista que:

Si semejante barbarie se queda sin castigo, puede muy bien decirse que las leyes del país son miserablemente defectuosas, o que las autoridades temen ejecutarlas contra una caterva de bribones que parece no hacen sino lo que se les antoja, y que de todo se burlan. Su porte es y ha sido vergonzoso (…) y ciertamente no ha tenido poca culpa el gobierno en haberlos dejado tanto tiempo ejercitar sin la menor sujeción su conducta licenciosa y depravada. Sin embargo podemos esperar que la ley promulgada producirá buen efecto, lo que nadie puede dudar si se ejecuta debidamente, y no se queda solo en el papel. (El Constitucional, 22/06/1826, p. 4)

Por su parte, en un artículo publicado bajo el título de “Ley de ladrones”, si bien se exponía la extrema severidad que las normas contemplaban frente a la represión del hurto, se justificaba tal situación bajo el señalamiento de las especiales circunstancias de desorden que habían conducido a tales estipulaciones, y los nobles principios que las guiaban. Se decía en aquella publicación que:

(…) mantener el orden público, garantir la propiedad de los ciudadanos, y velar sobre las buenas costumbres, he aquí en globo el objeto de esta ley. Bien doloroso es ver que sea necesario violentar al hombre por medio de la severidad de las penas, a que entre en el círculo de sus deberes, y respete los derechos de sus asociados; pero aun es más sensible meditar que el libertinaje y la corrupción haya obligado a nuestros legisladores, a dar una ley que solo atendidas las actuales circunstancias, se puede tolerar. (El Huerfanito Bogotano, 19/05/1826, p. 2)

Sin embargo, otras opiniones publicadas en prensa no parecían concordar plenamente con las estipulaciones normativas y medidas implementadas por el gobierno para controlar este tipo de crímenes. Por ejemplo, se exponía en un artículo titulado “¿Cuál es el mejor medio para evitar los delitos?” que:

Si se supiera dirigir las pasiones humanas hacia la utilidad común; ¡cuántos vicios se evitarían! Mucho nos falta para que el arte de disminuir los delitos esté tan adelantado como el de castigarlos. Preciso es que el puñal de la justicia se descargue sobre los criminales; pero ¿no sería mejor impedir que los hombres lo fueran? (La Miscelánea, 16/10/1825, p. 18)

Una opinión similar se desprende del anteriormente mencionado artículo “Ley de ladrones”, cuando concluía:

(…) un buen legislador (…) se dedica menos a castigar delitos, que a impedirlos; y se aplica más a introducir las buenas costumbres que a levantar suplicios. En fin vela más en el cumplimiento de las leyes actuales, que en abultar los Códigos. No se crea que se ataja el latrocinio con sola la severidad de las leyes; los pueblos se acostumbran a ella; los robos se multiplicarán, y la República se inclinará al despotismo. (El Huerfanito Bogotano, 19/05/1826, p. 2)

Aunque este tipo de argumentos aparentan el desacuerdo con las normas consagradas en este periodo, permiten reconocer la existencia de un trasfondo ideológico coincidente en la necesidad de materializar ciertas medidas tendientes a la consolidación del orden social a partir, ya no de la simple represión de las conductas delictivas que atentaban contra la propiedad, sino de todo un sistema de modelación de las relajaciones de la conducta de ciertos individuos. Así pueden entenderse ciertas estipulaciones consagradas en el Código Penal de 1837, que enfatizaban la gravedad del latrocinio y se empeñaban en rotularla mediante la publicidad de su judicialización. En la parte pertinente de dicha codificación se señalaba:

Art. 814. Por todos los delitos comprendidos en esta sección, los reos serán declarados infames, y siempre que llegue la pena a cuatro años de trabajos forzados, se impondrá también la de vergüenza pública. Art. 830. Todo el que sea condenado por robo o hurto, sufrirá también la pena de quedar sujeto por uno a cinco años, después de sufrir el castigo corporal, a la vigilancia de las autoridades, y aun cumplido no podrá ser rehabilitado para ejercer los derechos de ciudadanía si no diere fiador de buena conducta. Art. 836. Las sentencias que se dictaren contra los reos de robo o hurto, y contra los cómplices, auxiliadores o encubridores, se notificarán públicamente. (Ley de 27 de junio de 1837, t. VI, p. 552)

Esta última dimensión del control social, la del desarrollo de un marco discursivo de justificación y aceptación, complementaba el sistema de represión jurídico penal y constituía, como lo menciona Germán Colmenares (1990), uno de los rasgos más esenciales de unas relaciones de dominación características del régimen político y del orden social que las autoridades republicanas pretendieron imponer desde principios del siglo XIX, consistente en la asunción del dominio por parte de unos pocos y la sumisión ante estos por parte de las mayorías.

La estructuración de un orden social desarrollada a partir de un marco de legalidad refiere a las formas del derecho penal como aquel mecanismo que se implementa como un sistema legal en busca de legitimidad para ejercer una función de control social, en torno al cual no sólo se estructura la estatalidad, sino que primordialmente se ejerce la coerción legítima que homogeniza a la sociedad y neutraliza aquellas aspiraciones que contravienen los intereses de los detentadores del poder, esto es, como una instancia de modelación de las conductas, desplegada, en el espacio neogranadino, dentro de un marco discursivo moderno e ilustrado, que chocaba frente al continuismo que en la práctica requería el mantenimiento del esquema señorial de las relaciones sociales y el aseguramiento del poder para los sectores de la élite criolla que aspiraban a ejercerlo. De tal forma que, como se ha pretendido mostrar, una de las tareas privilegiadas por las elites criollas fue la configuración de un sistema jurídico propio, que legitimara su posicionamiento y su esquema de orden social, al tiempo que suplía la ausencia de la autoridad tradicional.

En este sentido, se ha reconocido el sistema jurídico penal como elemento condicionado y condicionante de la estatalidad, pero no únicamente en su calidad de institución jurídica partícipe de una estructura, sino como factor fundamental para la definición y la conservación del orden, toda vez que la formulación de un orden estatizado se fundamenta en la intervención hecha a los individuos en pro de la construcción de sujetos armonizados dentro de un marco social específico y con determinados patrones de conducta que garanticen su adaptabilidad a este orden y la perduración del mismo (Elias, 1987). Esta pretensión resultó crucial en un momento de resquebrajamiento del orden legítimo tradicional, como lo fue el periodo postindependentista, y estuvo, como se ha intentado señalar acá, directamente relacionada con el proceso de construcción estatal propio de las primeras décadas del siglo XIX en la actual Colombia.

Dentro de tal contexto histórico particular, la relación entre el sistema de control jurídico penal que se implementó y el tipo de orden social que pretendía ser impuesto, en atención al esquema de régimen político definido por las elites criollas que encabezaron la emancipación ante la metrópoli ibérica, se caracterizó por el uso de un discurso legal mediante el cual los sectores gobernantes pretendieron legitimar la concentración del poder que buscaban, desligándose retóricamente del autoritarismo del régimen colonial.Sin embargo, a la vez, mantuvieron un esquema de obediencia y sumisión alrededor de la ley, que en la práctica garantizaba la sostenibilidad de los privilegios que caracterizaron un entramado social sectorizado, de relaciones preeminentemente señoriales, es decir, contrario al igualitarismo que, teóricamente, se profesaba.

Desde esta perspectiva, la proliferación o desenfreno criminal que se argumentaba en el periodo, y que algunos autores han asumido como característica del mismo, puede interpretarse dentro de la utilidad que este argumento representaba para la asunción de medidas represivas por parte de las elites que ejercían el gobierno. Estas medidas, como se ha expuesto, parecían más encaminadas a restringir la posibilidad de autonomía de ciertos sectores sociales y a controlar las costumbres de estos individuos, en aras de hacer prevalecer el tipo social prohijado por las elites, el cual les aseguraba un lugar de privilegio dentro de un entramado social excluyente y diferenciado.

El examen de la forma en la cual las autoridades de la naciente República configuraron un sistema jurídico penal propio, en atención a la argumentada necesidad de restablecimiento del orden y la garantía de la tranquilidad de todos los ciudadanos, permite reconocer además una instancia de moralización de los valores jurídicos que sostenían las normas penales, y que se correspondían con principios tradicionales de un esquema de dominación que se suponía superado. Esta no es una circunstancia menor, ya que las moralizaciones a las que se coaccionaba a los individuos les permitían a las elites mantener su lugar de predominio socio-económico, dentro de prácticas de diferenciación y exclusión frente a los otros sectores sociales, que aparecían como legítimas al contar con el respaldo de la ley. De esta manera, la búsqueda republicana de un tipo específico de orden social se fundó en la aplicación de valores tradicionales del esquema de dominación colonial que pretendían la continuidad del ejercicio del poder para las elites y el sometimiento de las “clases inferiores” (Colmenares, 1990, p. 5), dentro de la práctica de relaciones sociales de tipo vertical, pero sostenido ahora por la legitimidad que le brindaba el legalismo republicano.

Fuentes primarias

Fuentes inéditas

Archivo General de la Nación (AGN) (Bogotá, Colombia)

Catálogo e índices del Fondo Documental de Asuntos criminales. Sección República

Fondo Documental de Asuntos criminales. Sección República

Legajo 32.

Legajo 58.

Legajo 70.

Legajo 72.

Legajo 74.

Legajo 75.

Legajo 78.

Legajo 80.

Legajo 91.

Legajo 93.

Legajo 102.

Fuentes éditas

El Astrolabio bogotano(1836, 26 de febrero), p. 4.

El Constitucional(1826, 20 de abril), p. 3.

El Constitucional(1826, 22 de junio), p. 4.

El Huerfanito Bogotano: al tiempo, y a la verdad(1826, 19 de mayo), p. 2.

La Miscelánea (1825, 16 de octubre), p. 18.

Novísima recopilación de las leyes de España, dividida en XII libros, en que se reforma la recopilación publicada por el señor don Felipe II en el año de 1567, reimpresa últimamente en el de 1775; y se incorporan las pragmáticas, cédulas, decretos, órdenes y resoluciones reales y otras providencias no recopiladas, y expedidas hasta el de 1804, mandada formar por el señor don Carlos IV (1846). Madrid: Librería de Don Vicente Salvá.

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1Cabe recordar que los legisladores republicanos manifestaron expresamente en varias ocasiones y frente a los distintos ramos del derecho, la continuidad de la vigencia de las leyes españolas que no fueran contrarias al nuevo orden de la República, y así, dentro del periodode referencia, muchos asuntos judiciales se resolvieron con observancia a las normas de origen colonial.

2El 9% restante correspondería, en parte, a otros oficios no contemplados en las categorías propuestas, y en otra parte, a causas en las que no se establece el tipo de oficio de los imputados.

Recibido: 05 de Septiembre de 2022; Revisado: 06 de Diciembre de 2022; Aprobado: 23 de Diciembre de 2022

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