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Revista de historia del derecho

versão On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.65 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mar. 2023

 

Investigaciones

Unificación jurídica, régimen federal y jurisprudencia: la casación en la Argentina (1853-1936)

Legal Unification, Federal Regime and Jurisprudence: Cassation in Argentina (1853-1936) ).*

María Rosario Polotto1 
http://orcid.org/0000-0003-1681-9523

1 Doctora en Ciencias Jurídicas. Abogada por la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA) (Argentina). Profesora con dedicación especial y Pro Titular de Metodología de la Investigación en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA) (Argentina). Jefe de Trabajos Prácticos en Historia de la Formación del Estado Argentino (UBA). Directora del Proyecto IUS 800 202203 (Facultad de Derecho de la UCA: “Conservar, adaptar o reformar el código. El Proyecto de Código Civil de 1936 y la formación de la civilística argentina (1869-1936)”. Dirección postal: Edificio Santo Tomás Moro, Avenida Alicia Moreau de Justo, 1400 - 4° piso, of. 424 (C1107AFB) Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina). E-mail: mariapolotto@uca.edu.ar

Resumen

El presente trabajo analiza, desde una perspectiva iushistoriográfica, las líneas argumentales que animaron el debate en torno a la casación en la Argentina, y su conexión con las discusiones que dominaron la cultura jurídica de la época. La tesis que aquí se desarrolla apunta a demostrar que, más allá del propósito unificador de la jurisprudencia que se perseguía en el derecho comparado, la instalación de una instancia casatoria nacional se orientaba a canalizar cuestiones relacionadas no sólo con nuestra arquitectura constitucional sino también el funcionamiento de sus instituciones, como la labor de los jueces, el lugar y función de la justicia federal y el pretendido liderazgo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El arco temporal que desarrolla esta investigación abarca desde la sanción de la constitución y de los códigos hasta el primer intento de reforma del código civil a través del Proyecto de 1936.

Palabras claves: Casación; Codificación; Unificación de la jurisprudencia; Corte Suprema; Proyecto de Código Civil de 1936

Abstract

This paper analyses, from an iushistoriographical perspective, the lines of argumentation that encouraged the debate on cassation in Argentina, and its connection with the discussions that dominated the legal culture of the time. The thesis developed here aims to demonstrate that, beyond the unifying purpose of jurisprudence pursued in comparative law, the establishment of a national cassation instance was aimed at routing issues related not only to our constitutional architecture but also to the functioning of its institutions, such as the work of judges, the place and assignment of federal justice and the intended leadership of the National Supreme Court of Justice. The time frame developed in this research covers the period from the enactment of the constitution and the codes to the first attempt to reform the civil code through the 1936 Project.

Keywords: Cassation; Codification; Unification of jurisprudence; Supreme Court; Draft Civil Code of 1936

Introducción

El presente trabajo tiene como objetivo, además de reconstruir el debate en torno a la casación que se suscitó en la primera mitad del siglo XX, analizar, desde una perspectiva iushistoriográfica, las principales líneas argumentales que animaron a este, y su conexión con las discusiones que dominaron la cultura jurídica de la época. La tesis que aquí se desarrolla apunta a demostrar que, más allá del propósito unificador de la jurisprudencia que perseguía en los modelos comparados de la época, la instalación de una instancia casatoria nacional en la Argentina se orientaba a canalizar cuestiones de diversa índole relacionadas no sólo con nuestra arquitectura constitucional, sino también al funcionamiento de sus instituciones. Con la casación, además de aquel objetivo unificador, que aparece como principal en las discusiones, se buscaba, asimismo, y especialmente en el caso civil, legitimar una jurisprudencia creadora que permitiese, sin llevar adelante una reforma parlamentaria del Código Civil, adaptar este a las nuevas necesidades sociales y económicas. También el debate permitió reforzar en la mentalidad de los juristas la supremacía de la justicia federal y el rol de liderazgo pretendido para la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Si bien el tema ha sido parcialmente analizado en otros trabajos (Abásolo, 2001; Agüero, en prensa; Colombo, 1943; de la Rúa, 1968), en el presente estudio se aborda un periodo más extenso a fin de abarcar y desarrollar las líneas argumentativas que fundamentaron el debate de este mecanismo judicial.

Cabe aclarar que, aunque se relaciona con este tema, este estudio no analizará la función de casación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en relación con el derecho federal, sino que se considerarán las discusiones que en nuestro medio tendían a superar la reserva establecida por el art. 100 de nuestra Constitución, conforme texto de 1860. Tampoco se examinará la relación entre recurso de casación y recurso extraordinario, sin embargo, se puede advertir que el análisis que aquí se hace, hecha luz acerca del origen y desarrollo de la doctrina de la arbitrariedad de sentencia (Legarre, 2010;Morello, 2000, pp. 95-110).

Asimismo, el tema está íntimamente relacionado con el problema de la codificación en la medida que código y casación son recursos que proponía la modernidad jurídica decimonónica para lograr la unificación legislativa que ella perseguía. De esta manera, a través de los códigos se pretendió suprimir no solo la pluralidad de fuentes jurídicas que caracterizó el ius commune, sino también la diversidad de órdenes normativos locales (Halperin, 2014, p. 36). La casación, que se crea en Francia en 1790, coadyuvó a este proceso. Aparecía, originariamente, como una instancia al servicio de la ley, pero su evolución llevó a la “elaboración de verdaderas ‘teorías jurisprudenciales’ a partir de los textos de las nuevas leyes” (Halperin, 1990, p. 144). El rol de la Corte de la Casación como intérprete de los textos legales se proyectó más allá de los códigos napoleónicos: “paradoxically, French ‘legicentrism’ wascombined, (…), withthemarkedinfluenceofjudge-madelaw (or, jurisprudence), whichpresumedgreatfreedom in legal interpretation” (Halperin, 2011, p. 42). Algo similar puede observarse en la práctica de la casación española, una casación sin códigos, cuya Ley de Enjuiciamiento de 1855 y la obra de su redactor, Pedro Gómez de la Serna, influyeron decididamente en nuestro medio para configurar en concreto este remedio procesal. Su primera formulación se remontaba a 1838 como un recurso de nulidad que se admitía con motivo de la infracción de la “doctrina legal”, y que cobraba una relevancia que superaba el “solemne control nomofiláctico” (Lorente Sariñena, 2011; Petit, 1995, pp. 79-81).

El trabajo discute esta cuestión en cuatro partes: la primera procura examinar las problemáticas y debates que se dieron en torno al diseño constitucional, la implementación de los códigos y la organización judicial. Luego analizaremos los recursos introducidos a nivel local, en la ciudad y provincia de Buenos Aires, y su caracterización como recursos de casación y antecedentes de una instancia nacional. En tercer lugar, se aspira reseñar el debate que a nivel nacional protagonizaron distintos juristas, ya sea en sus obras o en las reuniones científicas y para finalizar con el análisis de este tema en la discusión y redacción del Proyecto de 1936.

De acuerdo con lo señalado, el arco temporal que desarrolla esta investigación abarca desde la sanción de la Constitución y de los Códigos hasta el primer intento de reforma del Código Civil. Se deja de lado, a fin de facilitar el análisis y entendiendo que el período peronista adquiere una complejidad distinta a la que aquí se analiza, la experiencia reformadora de 1949, con la consagración de la instancia de casación otorgada a la Corte Suprema de la Nación, aunque se puede anticipar que la misma tuvo una práctica nula (Abásolo, 2013, t. II, pp. 498-499).

“Un inmenso laberinto”: régimen mixto, código y organización judicial

Los constituyentes de 1853 plasmaron en el texto constitucional la federación unitaria o unidad federativa propuesta por Juan Bautista Alberdi (Alberdi, 2018, p. 140), adoptando como uno de sus elementos la codificación del derecho sustantivo para toda la nación (art. 64, inc. 11, texto de 1853). En el debate suscitado por esta norma, Gorostiaga contestaba las objeciones del diputado Zavalía, quien veía en la atribución conferida al Congreso una “restricción a la soberanía provincial”, alegando que dejar aquella atribución a cada provincia, implicaba convertir la legislación del país en “un inmenso laberinto donde resultarían males incalculables”(Ravignani, 1937, p. 528). En todo caso, el poder provincial quedaba a salvo a través de los códigos de procedimientos en los cuales “una vez organizado el poder judicial (…) quedaría a cada Provincia la facultad de establecerle en su territorio conforme a sus facultades, pero sin romper por esto su unidad” (Ravignani, 1937, p. 529). Agüero interpreta esta solución como una herencia jurisdiccional “en tanto remite a prácticas de localización arraigadas en la tradición colonial que, con independencia de las normas sustantivas, operaban precisamente en virtud de márgenes de discreción alojados en el ámbito de lo que vendría a designarse como derecho adjetivo” (Agüero, 2014, p. 360).

Sin embargo, en los debates afloraban concepciones que veían en la justicia federal, y en especial en la Corte Suprema de Justicia el motor de la construcción de la unidad nacional a través de la unidad legislativa. Esto se advierte en Alberdi, quien no sólo era partidario de una legislación uniforme, aunque no a través de códigos, dictada por las autoridades nacionales (Alberdi, 2018, pp. 83-88), sino también concebía a la Corte Suprema, en una particular interpretación de las facultades atribuidas por el artículo 97 (texto 1853), como la responsable de “pronunciar la necesidad de la reforma legislativa” (Alberdi, 1854, pp. 131-132).

Ideas similares se señalaban también, en 1858, en el tratamiento de la ley 182 que organizaba la justicia federal. Allí se enfatizaba el carácter político de esta jurisdicción en especial de la Corte Suprema, como poder del Estado y fuente de la jurisprudencia constitucional (Perez Guilhou, 1982). En las discusiones el senador Martín Zapata destacaba la impronta unificadora de esta:

La Constitución Nacional y las leyes que en su consecuencia dicta el Congreso Federal, obligan a la Confederación y a cada una de las provincias que la forman (…). Los Tribunales de provincia tienen pues que ajustar a ellas sus fallos y al juzgar tienen naturalmente que interpretarlas. Ahora bien, dejar la interpretación y aplicación de las leyes fundamentales y generales de la Confederación libradas a trece tribunales o justicias distintas e independientes unos de otros, sería entregar al país a un caos en la materia más grave y de más interés. Y he aquí la necesidad de un Poder único encargado de hacer la interpretación y aplicación definitiva de las leyes. Ese poder de la justicia Federal que con la repetición de sus fallos ha de venir a formar la jurisprudencia nacional; y conviene que esto suceda cuanto antes, para que no tomen cuerpo de falsa doctrina los errores que se han cometido ya, y aún pueden cometerse en el curso de nuestra vida Constitucional. (Congreso Nacional, 1884, p. 221)

Esta relación implicaba también una posición concreta sobre los alcances de la jurisdicción federal frente a los tribunales provinciales. La reforma de 1860 vino a rediseñar esta relación al establecer, en el artículo 67, inciso 11, que los códigos nacionales sancionados por el Congreso no debían alterar las “jurisdicciones locales” (Ravignani, 1937, p. 1052). Se buscaba con ello que “en los casos que cayesen bajo el imperio de la soberanía local, las leyes que dictara [el Congreso Nacional] no desaforarían las causas” (Ravignani, 1937, p. 1053).

La sanción del Código Civil en 1869 exacerbó estas discusiones, como lo demuestra la famosa polémica que Dalmacio Vélez Sarsfield mantuvo con Alberdi (Tau Anzoátegui, 2008, pp. 357-367). El jurista tucumano arremetía contra las inconsistencias del proyecto político que habían motivado la reforma constitucional de 1860. Entendía que el código era “por sí mismo una derogación del federalismo de la constitución”, que excluía “radicalmente toda idea de un código civil” (Alberdi, 1920, pp. 195-196).

Por su lado, Vélez Sarsfield, otrora convencional por Buenos Aires e impulsor y defensor de la reforma, replicó las críticas del autor de las Bases. Consideraba un acierto la norma constitucional que otorgaba al Congreso de la Nación la facultad de dictar los distintos códigos, en razón del “estado de las provincias y los precedentes de la misma constitución” (Vélez Sarsfield, 1920, p. 239). Esto era así porque el Congreso constituyente se había visto “en la necesidad de admitir como Estados en la confederación a todas las fracciones de las antiguas provincias que se habían separado de las capitales de las intendencias” (Vélez Sarsfield, 1920, p. 239), ello a pesar de que “en varias de esas provincias no había los elementos más indispensables para un gobierno regular” (p. 240). Advertía también: “Hoy mismo el que conozca nuestro desgraciado estado no dudará que los gobernantes de algunos de los pueblos pueden componer a su antojo los cuerpos legislativos y hacer sancionar las leyes que quieran” (Vélez Sarsfield, 1920, p. 241). De ahí, para Vélez Sarsfield (1920), “era de la primera importancia crear el medio para que hubiera leyes civiles conformes a los principios de la constitución política”; ya que “con códigos generales salvamos los primeros derechos de los hombres, aunque por tiempo ilimitado desaparezca en mucha parte la soberanía provincial” (pp. 240-241).

En la otra vereda, Manuel Antonio Sáez, marcaba las inconsistencias entre la propuesta unitaria y unificadora del Código Civil y el régimen político adoptado por nuestro país. Estas inconsistencias eran sostenidas desde la particular concepción que el jurista mendocino mantenía del federalismo argentino, para quien la Constitución era expresión del “pacto internacional de nuestros catorce estados soberanos e independientes”, mediante el cual se constituía “una nación cuya autoridad se formase de la delegación de facultades que cada uno hiciera” (Sáez, 1883, t. I, p. 5). Esto le llevaba a afirmar, en su análisis del artículo 1° del Código Civil, una aplicación restringida de este cuerpo normativo en salvaguardia de las soberanías provinciales (Sáez, 1883, t. I, pp. 36-37). Un corolario de ello era su aplicación por los tribunales provinciales:

Aun cuando el código civil argentino fuese un cuerpo ordenado de legislación civil que respondiese a un plan armonioso de reglamentación de las relaciones privadas de los miembros sociales, por el solo hecho de ser varios e independientes los tribunales establecidos por el régimen político, para la aplicación de sus disposiciones, desaparecería de éstas la unidad, por la sencilla razón de ser multiplicadamente (sic) diversas las opiniones de los hombres sobre un mismo punto, por las circunstancias que acompañan al hecho que ha provocado una resolución y por no haber un tribunal superior que decidiendo en definitiva, fije un sentido determinado a las palabras de la ley. [Énfasis añadido] (Sáez, 1883, t. I, p. 32)

Su tesis restrictiva de los poderes nacionales lo llevaba a una visión limitada de las atribuciones de la Corte Suprema en esta materia:

porque si bien sus resoluciones hacen jurisprudencia para los tribunales federales, esa jurisprudencia no es obligatoria para ellos mismos, en razón de contener tan solo una interpretación judicial que solo tiene fuerza para el caso en que se ha pronunciado y menos lo es para los tribunales de estado, porque no hay razón alguna para que lo sea más que la que podría suministrar la que se hubiese formado en algún otro de los estados. La fijación del sentido de las palabras de la ley civil, por las decisiones de la Suprema Corte de Justicia nacional en lugar de contribuir a la unidad de la legislación, no hace otra cosa que dividirla todavía mas, formando una jurisprudencia nacional distinta de las catorce provinciales de los estados, con la circunstancia de que la primera tiene que ser muy estrecha en su órbita de acción. (Sáez, 1883, t. I, p. 32)

Como puede observarse, esta tensión entre codificación y régimen federal era expresión de otras cuestiones que tuvieron una gravitación particular en la discusión sobre la casación. Una de ellas remite a los alcances y límites de la soberanía nacional y provincial, que permitió una resignificación del rol de la Corte Suprema, alimentada esta por la mirada ambivalente que nuestra élite realizaba del modelo norteamericano a la luz no sólo de la tradición jurídica anterior, sino también del contexto y coyuntura que marcó nuestra arquitectura institucional (Huertas, 2001). Así, en las causas Mendoza (Fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación [Fallos], 1865, t. 1, p. 485)y Avegno (Fallos, 1873, t. 14, p. 425)la Corte Suprema decidió a favor de su jurisdicción contra los argumentos esgrimidos por las provincias demandadas, que su competencia para entender en demandas de los vecinos contra sus propias provincias no era “depresivo de la dignidad y soberanía de aquellas” (Fallos, 1873, t. 14, p. 443). El objeto de la jurisdicción nacional en estos casos era “asegurar a los que se hallen en caso de pedirla, una justicia libre de toda sospecha de parcialidad” (Fallos, 1873, t. 14, p. 445).

Bernardo de Irigoyen, que había firmado como conjuez en la causa Mendoza, y protagonizara una polémica con el que fuera representante de la Provincia de San Luis, Marcelino Ugarte1, sostenía la necesidad de fortalecer el rol institucional de la Corte. Las provincias argentinas “aunque realmente ejercen la soberanía interior limitada, reconocen superior en la nación y en la corte suprema”, la situación precaria de aquéllas y su deficiente organización judicial hacían “mas sensible la necesidad de ese alto tribunal”, ya que sin su intervención se corría el riesgo de “tener permanentemente la regularidad en la teoría y la desorganización en la práctica; la libertad en la superficie y la violencia en el fondo” (de Irigoyen, 1903, pp. 135, 159-161). Finalmente concluía que el recurso a la corte resultaba “indispensable para mantener ilesa la máquina constitucional de que pende el movimiento próspero del país” (de Irigoyen, 1903, pp. 24-25).

A principios del siglo XX, se advierte una profundización de estas cuestiones. Rodolfo Rivarola (1908), en Del régimen federativo al unitario, alentaba la sustitución de la justicia provincial, subordinada a las influencias políticas locales, por la nacional a fin de conseguir el fin de afianzar la justicia perseguido por nuestra constitución. Entendía que, sin la enmienda de 1860, habría “sido fácil el progreso de la organización judicial en todo el país, hacia la unidad de la administración de justicia” (pp. 227-231). Denostaba también las “doctrinas federalistas” enseñadas en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, que establecía una diferencia entre “leyes de fondo y leyes de forma, [… que] reservan a los tribunales provinciales decidir cuando los códigos dictados por el Congreso han salido de la supuesta limitación constitucional, e invadido la reserva de la legislación provincial” (Rivarola, 1908, pp. 233-234). En igual sentido, José Nicolás Matienzo (1917) reprobaba el “provincialismo judicial” que había permitido el ensanchamiento de “la jurisdicción de los tribunales de provincias a expensas del Poder judicial de la Nación” trayendo aparejado con ello, entre otras cosas, la “diversidad de interpretaciones dadas al mismo precepto legal por los tribunales de las diversas provincias” (p. 299). Al igual que Rivarola, prefería la justicia nacional a la provincial, pero si bien no veía factible la propuesta de este de una reforma constitucional que concentrase el Poder Judicial en mano de los jueces federales, propugnaba en cambio la derogación de todas aquellas leyes que habían desaforado a la justicia federal, sustituyéndole su legítima competencia (Matienzo, 1917, pp. 299-302).

En este ambiente de ideas puede leerse la propuesta desarrollada, en 1915, por Felipe A. Espil en La Suprema Corte Federal y su jurisdicción extraordinaria, quien concebía este remedio constitucional como “un recurso de casación”, limitado a los supuestos del artículo 14 de la ley 48, con el fin obtener la supremacía efectiva de la Constitución Nacional y de las leyes del Congreso (Espil, 1915, p. 49).

Siguiendo en este punto, la jurisprudencia norteamericana, este jurista argüía que era necesario “encontrar algún medio, dentro del Poder judicial, para hacer de la constitución una cosa única en su actuación, obteniendo en todas las provincias decisiones uniformes en su interpretación y significado” [Énfasis añadido] (Espil, 1915, p. 17). Entendía también que nuestro recurso, apartándose del modelo de casación francesa e inclinándose por el alemán, “representa un verdadero progreso sobre (…) las más adelantadas legislaciones europeas” (Espil, 1915, p. 50).2:

Las ventajas del sistema que hemos seguido, son pues notorias. Hemos suprimido la lucha entre los tribunales inferiores y la suprema corte, contraria a toda noción de jerarquía judicial, y que sólo se traduce en debilitamiento y desmedro de la autoridad moral del tribunal de casación. (Espil, 1915, p. 56)

Consecuente con los antecedentes ya reseñados, la línea argumental de Espil también se dirigía a fortalecer el papel de la justicia federal, y en particular el de la Corte Suprema. Pero sin duda iba más allá al avanzar sobre la reserva del artículo 100 de la Constitución Nacional, y ampliar la competencia de la Corte Suprema en relación a la aplicación de los códigos civil, penal, comercial y de minería. Para ello, partía de una relectura de los antecedentes que dieron origen a las normas citadas. Así, su razonamiento se fundaba en dar a la palabra reserva, indicada en el texto del artículo 100, un sentido restringido:

Esta reserva debe ser limitada a lo estrictamente necesario para cumplir los propósitos de dicho inciso, esto es, la aplicación de los códigos civil, penal, comercial y de minería por los tribunales de provincia, cuando las cosas o personas a que se refieren cayeren bajo su jurisdicción. ¿Qué quiere decir, a la luz de los motivos que dieron origen a esta reforma, aplicación de los códigos? Simplemente, como decía el convencional Elizalde, no desaforar las causas que hasta entonces no habían sido materia de jurisdicción local. (Espil, 1915, p. 183)

Esta conclusión le permitía cuestionar la ley 48 de 1863 que había restringido la competencia de este Tribunal:

si se concediera a la suprema corte el recurso extraordinario, cuando se tratara de la aplicación por los tribunales de provincia, de los códigos, no creo que pudiera decirse afectada la jurisdicción provincial, que conserva dentro de sus tribunales el conocimiento de todas esas causas, y que mediante el recurso obtiene de la suprema corte una interpretación única de las leyes dictadas por una autoridad nacional y que, lógicamente, deben tener una interpretación única del superior tribunal nacional. (Espil, 1915, p. 184)

Sostenía finalmente que:

Con esta solución se concilian los dos principios propuestos por los constituyentes de 1860; no quitar a los jueces locales su jurisdicción ordinaria y corriente y tener una legislación única de fondo en toda la Nación, sin sacrificar un tercer principio, que no es necesario sacrificar, porque es como corolario del segundo: la unidad de la interpretación de las leyes del Congreso. (Espil, 1915, p. 185)

Esta opción interpretativa, que permitía funcionar a la Corte como tribunal de casación pronunciándose sobre la interpretación final que se hiciera de los códigos comunes, sería considerada por Tomás Jofré, en el prólogo a la obra de Espil, como una solución “que conviene estudiar y meditar” (Espil, 1915, pp. 12-13).

Las sutilezas de las argumentaciones de Espil serán el núcleo, como se verá, de toda una línea de interpretación que en la primera mitad del siglo XX reconocerán a la Corte Suprema atribuciones casatorias más allá de la reserva del artículo 100 de la Constitución Nacional, y, sobre todo, superar el escollo de la necesidad de una reforma constitucional.

Las experiencias locales: el recurso de inaplicabilidad de la ley bonaerense y la ley 7055

El debate a nivel nacional sobre la casación fue precedido por dos experiencias locales que apuntaron también al tema de la uniformidad de la jurisprudencia.

La discusión entre los juristas argentinos en torno a la creación de una instancia de casación encontró una referencia significativa en el recurso de inaplicabilidad de la ley reconocido por el inciso 6° del artículo 156 de la Constitución de la Provincia de Buenos Aires de 1873 y mantenido en los sucesivos textos constitucionales3. Para Malaver, a pesar de que la norma constitucional hablaba de inaplicabilidad de la ley y de apelación, establecía esta un verdadero recurso de casación. Respondía este a la necesidad de mantener en la provincia la uniformidad de la jurisprudencia, “á fin de hacer efectivas la unidad y la igualdad de la ley” (Malaver, 1875, t. I, p. 138). Con el propósito de caracterizar este recurso seguía principalmente la Ley de Enjuiciamiento española de 1855 y el informe de su redactor Pedro Gómez de la Serna (1857). Esta referencia le permitía afirmar que

No es la ley escrita (…) lo único que constituye el derecho: su interpretación, la manera de aplicarlo, la vida que recibe en el foro, es lo que lo completa. El legislador no debe ser casuista: si no tuviera el loco empeño de preveer todos los casos, de establecer reglas para todas las hipótesis, acometería una obra temeraria, una obra imposible. En el espíritu de generalidad con que tiene que concebir sus preceptos, se vé precisado inevitablemente á confiar su completo desarrollo á la jurisprudencia. Si la jurisprudencia, pues, no es uniforme, si la ley es entendida y aplicada de diferente modo en las diversas divisiones del territorio, necesario es decir que, á pesar de la unidad de la ley, no habrá unidad en el derecho. (Malaver, 1875, t. I, p. 139)

Sostenía que el principio que fundaba este remedio era “la recta administración de Justicia”, establecía así una “alta inspección sobre la conducta de los juzgadores” y cortaba “muchísimos abusos y la introducción de doctrinas ilegales y de prácticas absurdas” (Malaver, 1875, t. I, p. 139). De esta manera “la unidad de Códigos produce la igualdad del Derecho; el establecimiento del remedio de casación, la unidad de la jurisprudencia” (Malaver, 1875, t. I, pp. 139-140). Concluía que la casación “completa en el Derecho, la unidad que los Códigos proclaman” (Malaver, 1875, t. I, p. 140).

De acuerdo con la norma constitucional era un recurso que se interponía contra sentencias pronunciadas en última instancia, y no podía referirse a los hechos materia del litigio, sino “a la buena ó mala aplicación de la ley, ó del Derecho” (Malaver, 1875, t. I, p. 149). En base al artículo 176, se deducía un criterio amplio: también resultaba admisible el recurso cuando “se haya aplicado mal algún principio jurídico, ó alguna doctrina recibida en los Tribunales” (Malaver, 1875, t. I, p. 149).

Entendía Malaver (1875) que la solución del texto constitucional bonaerense, al apartarse del sistema de casación francés y seguir a la Ley de Enjuiciamiento española era superior, en la medida que el recurso de inaplicabilidad de la ley implicaba “conocer y resolver en grado de apelación” (p. 145).

Tomás Jofré, que en su Manual sigue a Malaver, no introduce consideraciones nuevas en la caracterización de este recurso. Su aporte gira en torno a conceptualizar el alcance de la unidad de interpretación que buscaba el remedio bonaerense. Para este la interpretación judicial tiene “una importancia superior a la opinión de los autores” (Jofré, 1919, p. 53). Agregaba, siguiendo a Colin y Capitant, que

El valor de la jurisprudencia se acrecienta a medida que se aleja de la época de la promulgación de las leyes que está llamada a interpretar (…) Llega el momento en que la jurisprudencia se fija sobre una cuestión y a partir desde ese instante, es como una disposición nueva o como un derecho consuetudinario que surge. Es verdad que teóricamente no existe una regla de derecho obligatoria, pero los cambios se producen muy rara vez.(Jofré, 1919, pp. 53-54)

Afirmaba también que “la jurisprudencia se mueve con toda amplitud y hasta puede llegar a crear normas de derecho cuando los textos legales son mudos sobre la cuestión que se discute” (Jofré, 1919, pp. 58-59). En ese sentido, a pesar de la enorme influencia que esta fuente del derecho tenía en el medio local, esta no había “llegado a todo su apogeo por falta de un tribunal de casación que imponga sus soluciones en todo el país” (Jofré, 1919, p. 58). Por ello entendía que, en virtud del recurso de inaplicabilidad de la ley, las instituciones de la provincia marcaban “un adelanto con respecto a la de la nación, las que no cuentan con un tribunal de alto prestigio jurídico para contrarrestar las decisiones de las cámaras de apelación, que son irrecurribles cuando recaen sobre cuestiones regidas por la legislación común” (Jofré, 1919, p. 132).

En el debate parlamentario de la ley 70554, que en el punto que se analiza se concentró en la Cámara de Diputados, se destacaron las intervenciones de los diputados Federico Pinedo, Carlos Saavedra Lamas, Manuel Augusto Montes de Oca y Manuel B. Gonnet. Advertían estos los inconvenientes que respecto a la uniformidad de la jurisprudencia traía el sistema de cámaras consagrado en el proyecto de ley. La propuesta de Pinedo giraba en torno a una vieja cuestión referida a la organización judicial porteña: establecer tribunales nacionales subordinados a la Corte Suprema. La solución esbozada en el proyecto en debate era, por el contrario, inaceptable:

Dos cámaras de lo civil, independientes de la Suprema corte de justicia é independientes entre sí significan dos jurisprudencias distintas y no dos jurisprudencias distintas como existen entre las provincias y la Capital, sobre diferentes personas y cosas (…) no dos jurisprudencias distintas sucesivas que es un defecto humano, y muchas veces no sé si es un defecto, porque arguye adelanto en el concepto del derecho, sino dos jurisprudencias simultáneas, diferentes, dos interpretaciones distintas de la ley, en el mismo momento, en la misma ciudad, entre las mismas personas y sobre las mismas cosas. (Congreso Nacional, 1910, t. I, pp. 534-535)

Para Carlos Saavedra la ventaja de la unificación del fuero constituía la desaparición de las diferencias de jurisprudencia: “desaparece la contradicción, la oposición, la discrepancia de los jueces, que distraen en cierto modo la acción del magistrado que no tiene un corpus iuris regular de una jurisprudencia uniforme” (Congreso Nacional, 1910, t. I, p. 456).

Amén de estas posturas, el debate alcanzó su cenit con los discursos contrapuestos de Montes de Oca y Gonnet (Pugliese La Valle, 1994, pp. 258-260). El primero señalaba la anomalía que caracterizaba a la justicia capitalina al coexistir dos cámaras, una civil y otra comercial, criminal y correccional, que constituían “la cima, el punto culminante de dos administraciones de justicia que tienen su engranaje diferente, y se producen y se desenvuelven con completa independencia la una de la otra” (Congreso Nacional, 1910, t. I, p. 585). El proyecto complejizaba la cuestión al proponer la creación de dos cámaras civiles, una comercial y otra criminal y correccional. Auguraba que en esas condiciones las dos cámaras civiles se contradecirían, comprometiéndose “el prestigio de la justicia nacional”. La solución se oponía a la tendencia universal que consistía en “hacer un solo tribunal de justicia superior por una razón fundamental: porque hay ante todo, y sobre todo, que unificar la jurisprudencia” (Congreso Nacional, 1910, t. I, p. 586). La misma se sustentaba en el valor que esta había adquirido en la cultura jurídica de esa época:

la jurisprudencia es una de las fuentes primordiales del derecho; que hoy con la complejidad de las relaciones sociales en la época contemporánea, la jurisprudencia ha llegado á ser tan importante, á muchos respectos, como la ley misma; que la ley no puede preveer toda esa diversidad de relaciones; que, por consiguiente, los jueces tienen que suplir las omisiones de la ley; que ellos no pueden negarse á fallar so pretexto de silencio de la ley; que al suplir las omisiones van creando con las diversas sentencias que dictan un cuerpo de derecho de tanta trascendencia que se incorpora al derecho positivo de las naciones. (Congreso Nacional, 1910, t. I, p. 588)

Puede notarse en estos testimonios otra línea argumentativa que también será relevante en la discusión sobre la casación. A la ya analizada de la preeminencia de la justicia federal, esbozada por Pinedo, y justificada esta por tratarse de una jurisdicción local y distrito federal simultáneamente, se agrega la del lugar predominante que la jurisprudencia adquiría en la época frente a la limitación de la ley (Pugliese La Valle, 1994; Tau Anzoátegui, 2011).

En postura diversa se expresaba Gonnet. Admitía que no poseía una “veneración (…) por la unidad de la jurisprudencia, para hacer que una organización judiciaria se le subordine” (Congreso Nacional, 1910, t. I, p. 619). Esto era así porque

la ciencia y la verdad, especialmente en derecho, son el resultado de la controversia, de la diversidad, de la disparidad de opiniones que jurisconsultos, jueces y tribunales han aportado al estudio de la ciencia jurídica (…) A la sociedad lo que le interesa, es la justa decisión de la controversia entre las partes, y una justa decisión de la controversia entre las partes, no puede producir una uniformidad de la jurisprudencia, porque todos los casos que se someten á la decisión de los jueces, todos son diferentes los unos de los otros. (Congreso Nacional, 1910, t. I, p. 619)

Con clara alusión al proceso codificador, observaba que aquel ideal de unificación era en realidad petrificación, rigidez y cristalización del derecho: “no es ya la rigidez de la ley, ni esa manera estricta de encerrar la doctrina en un marco para una interpretación igual en todos los casos, la que domina” (Congreso Nacional 1910, t. I, p. 620). Por el contrario, “se ha sufrido modificaciones substanciales en el derecho y los jueces de hoy, con las mismas leyes y con las mismas doctrinas, siguen el movimiento evolutivo que el concepto moderno de la vida impone al desenvolvimiento progresivo de la sociedad” (Congreso Nacional, 1910, t. I, p. 620).

Adviértase una actitud ecléctica en los argumentos de Gonnet. Por un lado, la persistencia de una tópica vinculada a los cánones de la interpretación del ius commune, que encuentra su estructura fundamental en la opinión jurisprudencial y en la controversia a fin de definir el derecho. Por el otro, una dimensión sociológica en boga, que intentaba explicar lo jurídico por su vinculación con los cambios sociales que se suscitaban en aquella época (Polotto, 2020, pp. 42-46; Tau Anzoátegui, 2007, t. I, pp. 19-23).

Las observaciones al proyecto en este punto llevaron a la reformulación del artículo 6° del mismo, el que fuera aprobado, estableciendo la reunión en tribunal de ambas cámaras a fin de “fijar la interpretación de la ley ó la doctrina aplicable” (Ley 7055 de 1910).

Como se ha señalado, el asunto no quedó zanjado con la sanción de la ley. La misma abrió unos interrogantes relacionados con el sentido del término “fijar la interpretación” (Garmendia, 1915, pp. 12-14) y la obligatoriedad de los fallos plenarios, cuestión esta última resuelta en favor de la obligatoriedad en “Tormey c. Banco Hipotecario Franco Argentino” (Camara Civil Segunda de la Capital Federal, 1918, pp. 323-324; Pugliese La Valle, 1994, pp. 260-265). La crítica al sistema establecido por la ley 7.055 llevó a varios juristas a expedirse sobre las ventajas de instalar en nuestro país una Corte de Casación (Anastasi y Jofré, 2007, t. I, p. 288; Méndez Calzada, 2007, t. I, pp. 299-300).

Planteados los antecedentes, nos encontramos con no pocos escollos que, en nuestra organización institucional y en nuestra cultura jurídica, atentaban contra aquel ideal de unidad que encarnaba la codificación (Agüero, en prensa), que dificultaban la implementación de recursos concretos que condujeran no solo a la uniformidad de la jurisprudencia, sino también a la creación de una Corte de Casación que permitiera formular una interpretación auténtica del Código.

La maduración de una propuesta

A partir de 1910, puede advertirse un importante consenso en la comunidad de expertos sobre la necesidad de una instancia de casación. En ese año, en la inauguración del curso de Procedimiento Penal de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, conferencia que luego de publicada se convertiría en referente de la materia, Tomás de Veyga (1919) proponía, en el marco de una reforma general de la justicia argentina, no sólo una “Justicia Nacional Única, en toda la República”, sino también el “desdoblamiento de la Suprema Corte de Justicia Nacional en las Salas necesarias, para conocer, entre otras atribuciones, “de los recursos de casación contra los fallos de los tribunales de toda la República” (p. 367). Salvador de la Colina (1915), quien tenía un conocimiento directo de la justicia provincial ya que, entre otros cargos, había presidido la Suprema Corte de Justicia de Catamarca, destacaba las deficiencias materiales y técnicas de la organización judicial provincial: las provincias eran “dependencias, patrimonio de círculos sin virtudes que las explotan, contra los que no es posible luchar sin las garantías de la justicia”, y los gobernantes “que por contado tienen ya un poder legislativo de su hechura, dominan también el judicial que ora bajo su imperio” (p. 42). Era preciso establecer entonces “una magistratura de élite”, que según su opinión debía ser la judicatura nacional, que no solo descentraría de la capital de la República “el pensamiento y todas las energías del país”, sino también formaría en las provincias “foros dignos de ellos y se radicarían así en los pueblos elementos superiores de progreso bajo todas las faces (sic) de la vida social” (de la Colina, 1915, p. 42-43). Este orden quedaría coronado con “un alto y último tribunal colocado en la cúspide de la jerarquía judicial de todo el país” que robustecería “la unidad de legislación por la unidad de la jurisprudencia” (de la Colina, 1915, p. 43). Y agregaba:

Si cada estado ha de tener sus tribunales propios é independientes, con sus leyes orgánicas y de procedimiento, con facultad para entender y hacer ejecutar los códigos de fondo como lo encuentren conveniente, la unidad de la legislación que hemos establecido existirá sólo de nombre. En el hecho, cada región con intereses diversos, y tal vez antagónicos entre sí, se regirá por doctrinas que las jurisprudencias locales establezcan. La unidad de legislación, concebida como vínculo de unión, se convertirá, al ser aplicada, en elemento de dispersión. (de la Colina, 1915, p. 43)

También reflejaban estas inquietudes distintas tesis doctorales presentadas en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Así entre 1909 y 1912, coincidente con las discusiones que en el Congreso y en la doctrina se suscitaban, Eduardo Graña, Nicolás González Iramain, Mario Casas, Emilio R. Moyano y Félix Alberto Valle presentan sus tesis con el título Organización de la justicia en la República Argentina. Si conviene o no su unificación. En 1921, Ángel M. García Paz y Rafael E. Ruzzo lo hacían con el título Los tribunales de casación y la necesidad de crearlos entre nosotros. Julio Paz, en 1924, presentaba su trabajo La Suprema Corte Nacional; antecedentes y fines de su creación, su papel en la vida de las instituciones y Diógenes de Urquiza Anchorena, en 1927, Unificación de la justicia y oralidad del juicio civil (Levaggi, 1979, pp. 341-347).

En el ámbito del derecho civil este tema adquirió una dimensión peculiar. Ya no se trataba solamente de la unidad de la legislación nacional, sino del mismo Código Civil, centro del ordenamiento jurídico para la mentalidad de la época, en virtud de la dimensión constitucional que expresaba en tanto albergaba las instituciones básicas de nuestro orden nacional (Polotto, 2020, pp. 38-39). La resistencia que la mayoría de los juristas presentaban a su reforma parlamentaria era proporcional al valor que la jurisprudencia adquiría como vía del cambio legal (Díaz Couselo, 2007). Esta postura era sostenida asimismo por el influjo no sólo de importantes pensadores extranjeros, especialmente François Gény (Díaz Couselo, 2009), sino del prestigio de la Corte de Casación francesa. Alfredo Colmo, por ejemplo, destacaba el “pretorianismo tan innovador y fecundo” de este tribunal (Colmo, 1917, p. 92).

En Raymundo M. Salvat, las argumentaciones adquieren una tensión peculiar entre la teoría del derecho y la práctica jurídica. La misión del juez “se concreta a juzgar, sus decisiones no tienen autoridad sino solamente entre las partes (…) el juez no puede erigirse en legislador, no puede crear derecho” (Salvat, 1922, p. 16). En este sentido, “las decisiones de los tribunales no son una fuente de derecho”: “en la práctica, sin embargo, sucede lo contrario” (Salvat, 1922, p. 16). La jurisprudencia implica cierta continuidad e invariabilidad que se explica, según este jurista, “en que los jueces o tribunales procuran naturalmente amoldarse a los precedentes ya establecidos y en la existencia de un tribunal de casación en la generalidad de los países” (Salvat, 1922, p. 16). Por medio de este recurso “la corte, tribunal único y el más alto del país, tiene el medio de hacer prevalecer la interpretación que ella dé a las leyes y mantener la estabilidad de la jurisprudencia, la cual llega así, a constituir verdaderas normas jurídicas” (Salvat, 1922, p. 18).

Sin embargo, en este debate, quien tuvo un rol destacado fue Héctor Lafaille. El reclamo de una instancia de casación se encuentra tempranamente en su enseñanza. Así, en 1917, haciéndose eco de los argumentos esgrimidos oportunamente por de Veyga, sostenía que “la unidad de jurisprudencia es el complemento indispensable de la unidad de la legislación”, pero que en nuestro país aquélla resultaba “fragmentaria y diversa”, situación atribuible “al régimen judicial, constituido por numerosos tribunales con jurisdicción delimitada” y a la justicia federal (Lafaille, 1917, p. 18). Era por tanto necesaria “la creación de una autoridad superior que juzgue en última instancia en los fallos a presentarse y encargado de uniformar las anteriores sentencias contradictorias o distintas” (Lafaille, 1917, pp. 18-19).

Años más tarde, ampliaría estas consideraciones. Reconocía que, a cincuenta años de la sanción del Código, era raro que sus artículos no hubiesen tenido “un comentario práctico a través de la jurisprudencia”, entendiendo que el criterio jurídico que había precedido a la interpretación resultaba ecuánime (Lafaille, 1921, t. I, p. 99). Pero el defecto se encontraba en la falta de unidad de la jurisprudencia:

Con tribunales ordinarios diversos en cada provincia y en la Capital, sin que exista entre ellos ningún vínculo, sin subordinación a una Corte que pudiera imponer su jurisprudencia, y con el agregado de los tribunales federales, no puede exigirse aquella unidad tan encomiable para la seguridad del derecho. (Lafaille, 1921, t. I, pp. 99-100)

En la Segunda Conferencia Nacional de Abogados, celebrada en 1926, a raíz de la ponencia de los delegados de la Suprema Corte de Justicia y del Poder Ejecutivo de la provincia de Tucumán se debatió la posibilidad de concretar el establecimiento de la instancia de casación. El dictamen, firmado por Juan Barraquero, Oscar Rodríguez Saráchaga, Ramón Morey, Carlos D. Courel y Guillermo G. Cano, disponía, cuestión que se aprobó, pasar a la consideración de la Comisión Permanente de Estudios Legislativos, cuya creación se efectuaba en esa conferencia, los proyectos presentados sobre la erección de una Corte de Casación Interprovincial o Argentina (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 137). El proyecto ideaba un mecanismo a fin de implementar la Corte, a través de pactos interprovinciales con sustento en el artículo 107 de la Constitución Nacional. Se pretendía una Corte única, distinta a la Corte Suprema de Justicia de la Nación lo que originó las críticas de Emilio Reviriego en tanto a la posibilidad de unificar de esta manera la jurisprudencia (Federación de Colegios de Abogados, 1927, pp. 140-141).

Si bien no se oponía al dictamen, en razón de sus términos, Gonnet reeditaba las críticas que en su momento efectuara sobre la posibilidad de uniformar la jurisprudencia. Una instancia de casación constituía una forma de prolongar los juicios, en detrimento de la brevedad. Imponer la uniformidad de la jurisprudencia resultaba para este jurista imposible, en tanto que los actos jurídicos no son generados por las leyes, sino por los hechos, “y los hechos son tan distintos los unos de los otros, que no puede existir una igualdad, sino apenas una analogía” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 142). En el fondo era admitir que la interpretación de las leyes por el tribunal superior era infalible y “constituir al poder judicial en el punto uniformado, en agente de aplicación automática de las leyes” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 142). En igual sentido se expresaba Héctor Baudón. Según él el tribunal podía y debía “ejercer su alta función reguladora pero sin imponer sus fallos como norma porque sería mecanizar la justicia del país, matar la iniciativa y la conciencia de los jueces” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 143). Por otro lado, la Corte de Casación no podía ser la solución “si tenemos una legislación anticuada: ésta debe modificarse oportunamente, haciendo concordar las leyes con el espíritu de la época” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 144).

En una postura contraria, Lafaille argüía que “las leyes no tienen sino una vida efímera cuando la jurisprudencia no las consolida mediante una firme y acertada interpretación”, y que “al cabo de pocos años, sobre todo en los países que progresan y se transforman velozmente, los códigos mejor inspirados ya no responden a las necesidades colectivas y exigen imperiosamente una reforma” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 143). En este sentido la existencia de una Corte de Casación que diera “unidad relativa a la jurisprudencia”, permitiría al Código Civil “disfrutar de una vida más larga” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 143). Recordando el ejemplo francés, insistía que aquella instancia no solo “llenaría la función utilísima de imprimir certidumbre al derecho, sino la otra no menos útil, de limitar las reformas y de obtener con una interpretación inteligente y calificada que la ley se adapte a las necesidades y circunstancias nuevas del país” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 143). Consecuente con estas ideas afirmaba que “el Poder Legislativo no está organizado para esta tarea, que es propia del Judicial, a quien debemos facilitársela con todo empeño, aun mediante un cambio de los textos de la Constitución” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 143).

Como puede advertirse, la idea de una instancia de casación se consolida a medida que se fortalece el valor de la jurisprudencia como fuente del derecho y, fundamentalmente como vía de cambio legal. Entre los juristas de la época se irá generando un consenso sobre la necesidad de este remedio procesal.

La “autoridad del Código” y los trabajos de la Comisión Reformadora del Código Civil y la Cuarta Conferencia Nacional de Abogados (1936)

Fracasado el intento de reforma de la Constitución Nacional promovido por José Félix Uriburu en 1931, que permitía a la Corte Suprema de Justicia ejercer como Corte de Casación y entender en los recursos por violación o inaplicabilidad de la ley común que se interpusieran contra sentencia definitiva de los tribunales del fuero común en todo el territorio de la Nación, y que había logrado una importante adhesión de los juristas de la época (Abásolo, 2001, pp. 277-278), las discusiones se canalizaron a través de la labor la Comisión Reformadora del Código Civil (Parise, 2006).

En las primeras discusiones, advertía Lafaille sobre la íntima relación entre el método del código y jurisprudencia, en tanto que “un método acertado destaca la jerarquía de los preceptos, evita las repeticiones y constituye un poderoso auxiliar de la jurisprudencia” (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, p. 35). Agregaba:

No (…) sería prudente con nuestra desigual cultura facilitar las interpretaciones múltiples a través del territorio. Medio siglo de experiencia basta para revelar cuántas vacilaciones y ensayos se han requerido antes de obtener los resultados del presente, de una seguridad relativa, por la falta de una Corte de Casación. Los cambios a introducir renovarían la incertidumbre, por lo cual estimo que se nos brinda la posibilidad de prevenirlos al reorganizar la legislación civil sobre bases lógicas que respondan a los fines arriba expresados. [Énfasis añadido] (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, pp. 35-36)

Así, para Lafaille, construir la legislación civil sobre “bases lógicas” permitía suplir, de forma imperfecta, por cierto, la ausencia de una instancia de casación, a través de la interpretación jurisprudencial y doctrinaria de los preceptos codificados.

El debate se agudizó en oportunidad de la presentación de dos anteproyectos de reforma de los Títulos Preliminares por Rodolfo Rivarola: el primero el 28 de septiembre de 1926, donde desarrollará las propuestas que nos interesa en este estudio, y el segundo en julio de 1927.

El primero de los cuatro acápites en los que se dividía el anteproyecto de 1926, y que llevaba el sugestivo título de “Autoridad del código civil”, consideraba a este como “parte de la ley suprema de la Nación”, en la medida que reglamentaba el ejercicio de los derechos declarados en la Constitución (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 59). Disponía que sería “aplicado por los tribunales de la Nación o de las provincias según que las cosas o las personas cayeren bajo las respectivas jurisdicciones, sin perjuicio de lo que dispone el art. 6° [del anteproyecto]” (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, p. 55). La solución propuesta, evidentemente a fin de salvar la constitucionalidad de la misma, se aparta de otras más extremas que, como se ha visto, este jurista había sostenido, mantenían la doble jurisdicción nacional y provincial. Pero sus intenciones centralizadoras no se evidenciaban solamente en la “constitucionalización del código civil”, sino también en lo que disponía el artículo 6° del anteproyecto: “La interpretación de los códigos nacionales y los principios de derecho supletorios del silencio de la ley, serán fijados por la Corte Suprema de Justicia Nacional mediante recurso de estricto derecho, sin decisión de pleito o caso particular si éste no fuese de su competencia” (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, p. 55).

Acompañó su propuesta con un extenso fundamento, donde explicitaba ideas que le eran caras, como la preeminencia del orden nacional sobre el provincial, y especialmente de la Corte Suprema sobre los otros poderes del Estado. Así argüía:

De nada valdrán las declaraciones de derechos del hombre, las garantías constitucionales proclamadas con igual o mayor énfasis que el de nuestros textos constitucionales si esas garantías o derechos no quedasen asegurados por la autoridad suprema de la justicia, colocada en defensa de la Constitución en cuanto la declara por arriba de los otros poderes Legislativo y Ejecutivo. Estos dos poderes, accidentados y movibles ellos mismos por el influjo de una suma considerable de prejuicios, de pasiones o de transitorios intereses políticos, han respetado la autoridad de una justicia suprema, que no ha podido ser nunca herida ni disminuida, porque intentarlo sería atentar abiertamente contra la Constitución. La sociedad se encuentra así asegurada en su estabilidad y bienestar, y compensadas con elementos conservadores de su organización civil, las iniciativas reformistas de nuevas exigencias sociales. Podrá siempre cumplirse en ella todo progreso del derecho, por evolución y sin revolución. (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, pp. 57-58)

Sentadas así estas ideas, señalaba la perturbación que ocasionaba nuestra organización judicial en la unidad del derecho civil:

Si la aplicación del derecho no interesa a la unidad de la ley, que permanece íntegra en sus preceptos, la interpretación corresponde y afecta a la unidad de la ley. Si quince jurisdicciones de las llamadas ordinarias, más cuatro que terminan en cámaras federales sin recurso para la Corte, están llamadas a pronunciarse en última instancia sobre controversias de derecho, es indispensable admitir que la unidad del derecho civil para toda la Nación está en riesgo de muy diversas interpretaciones. (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, p. 64)

Proponía, en fin, confiar a la Corte Suprema de Justicia de la Nación esta “función tan importante” en la procura de la “unidad del derecho”, sistema que consideraba compatible con la Constitución (Comisión Reformadora del Código Civl, 1937, t. I, p. 64).

La opinión de Lafaille y Raymundo M. Salvat, si bien concordaba con la necesidad de otorgar a la Corte Suprema la instancia de casación, fue adversa a la constitucionalidad del anteproyecto de Rivarola, requiriéndose una reforma constitucional (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, p. 97). Coincidía sobre la inconstitucionalidad Roberto Repetto (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, p. 104). Bibiloni fundó su rechazo no sólo porque entendía que la casación implicaba dejar sin efecto la “aplicación” de la ley que hicieran las jurisdicciones locales, y por ende contrario a lo establecido por el inciso 11° del artículo 67 de la Constitución, sino también porque consideraba el sistema “pésimo, porque eterniza los litigios” (Comisión Reformadora del Código Civil, 1937, t. I, p. 112). Estas observaciones, presumimos habrán hecho mella en Rivarola, quien eliminó el recurso de casación en el anteproyecto de 1927. Finalmente, la cuestión no tuvo recepción en el proyecto presentado en 1936.

Fue, sin embargo, en la Cuarta Conferencia Nacional de Abogados, celebrada en San Miguel de Tucumán en julio de 1936, donde el asunto resurgió con vigor. El ambiente era propicio para su instalación discutiéndose fundamentalmente los medios para implantarlo en la práctica (Abásolo, 2001, p. 281). La comisión encargada de examinar el tema de la Corte Nacional de Casación estaba integrada por Héctor Lafaille, César Díaz de Cisneros, Emilio Reviriego, Rodolfo Rivarola, David Saravia Castro, J. Honorio Silgueira, Juan Heller y Joaquín Zavalía, quienes votaron, estos dos últimos, en disidencia el despacho de la comisión. El mismo decía:

1º) Que es necesaria y oportuna la creación de una jurisdicción nacional de casación, para fijar la interpretación de los códigos Civil, Comercial, Penal y de Minería. 2º) Que esta jurisdicción debe ser ejercida por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, ampliándose a tal efecto el número de sus ministros y estableciéndose la división en salas que se crea conveniente. 3º) Que es deseable, para la mayor eficacia de esta nueva jurisdicción, reorganizar la justicia en todo el país, tanto federal como ordinaria, sobre la base de tribunales colegiados de única instancia. (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 43)

Lafaille, como miembro de la Comisión Reformadora del Código Civil, tuvo un rol protagónico en el debate (Polotto, 2018, pp. 56-60). Insistía que la tarea de “dotar al país de un código nuevo más completo quizá y, sobre todo, más preciso que el anterior, sería tal vez una obra estéril si no aseguramos la unidad de la jurisprudencia” (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 55).

Al contrario de lo que había sostenido diez años antes en el seno de la Comisión Reformadora, Lafaille insistía ahora que a fin de instalar la Corte de Casación en nuestro país “bastaría con una ley del Congreso, siempre que ella fijara de una manera precisa las condiciones del recurso y el Tribunal llamado a conocer en el mismo” (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 55). Concretamente, para nuestro jurista, esta solución importaba una modificación de la ley 48, en tanto que “hablar de una reforma constitucional en los tiempos que corremos, equivale al fracaso del proyecto” (Federación de Colegios de Abogados, 1937, pp. 55). Sostenía este argumento en el convencimiento que “los organizadores del país (…) quisieron y entendieron que al mismo tiempo que se erigía la unidad política, se mantuviera la unidad legislativa (…) y para ello, establecieron que los códigos debían ser nacionales” (Federación de Colegios de Abogados, 1937, pp. 55-56). Interesa aquí señalar que sus argumentos se hacían eco de la tesis de Espil que ya se ha reseñado, al diferenciar entre aplicación e interpretación de la ley. Esto permitía distinguir “dos operaciones lógicas perfectamente distintas”: “interpretar la ley es precisar sus conceptos, determinar su alcance, armonizar sus partes, independientemente de su aplicación” (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 56). Mientras que la ley se refería al hecho, la interpretación se vinculaba con el derecho (Federación de Colegios de Abogados de la República Argentina, 1937, p. 56). Y agregaba:

Las provincias tienen, sin duda la facultad de aplicar los códigos, pero la facultad de interpretar los códigos debe corresponder a la Nación, como la de dictarlos. Si fuera de otro modo, no habría propiamente unidad legislativa y, al cabo de los años, esos códigos se convertirían en un verdadero caos, porque el significado y alcance de sus reglas cambiaría según el tribunal llamado a conocer en cada caso. (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 56)

A ello se sumaba la desarticulación que producía en la unidad del Código la existencia de numerosas leyes especiales que mostraban “a cada paso la anarquía de la jurisprudencia” (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 56). Por este camino se conduciría “hasta la violación misma de la ley, so pretexto de interpretarla” (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 56). Esta conclusión partía de revalorizar la tarea interpretativa del juez:

la ley abandonada a sí misma, reducida a su texto, de poco vale, y son raras las situaciones que resuelve. La gran mayoría de los casos exige la interpretación de sus reglas, que es complemento necesario de las mismas e inseparable de aquellas. ¿No sería, pues, inaceptable un sistema que hace nacionales a los códigos y provincial a su interpretación? (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 56)

La cuestión adquiría una nueva dimensión si se observaba el nuevo proyecto de Código Civil que se articulaba en virtud de reconocer a la interpretación judicial una función más amplia:

en este nuevo código (…) las normas son mucho más densas, los principios están más escuetamente presentados, hay menos casuismo que en el Código de Vélez, menos función didáctica reservada al legislador; y se acuerdan, por consiguiente a los jueces, facultades mucho más amplias que las actuales; razón de más para que se unifique la jurisprudencia y se impida que el criterio individual venga a primar sobre la idea básica, que es la unidad legislativa, tan necesaria para el país como la unidad política. (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 56)

En consecuencia, con sus argumentaciones y con los demás puntos debatidos encontraba solo viable establecer un sistema de “casación pura”, similar al francés, “en el cual la Corte se pronuncia tan solo sobre determinado principio jurídico y envía el asunto al tribunal a quo para que resuelva el pleito” (Federación de Colegios de Abogados, 1937, p. 57).

Como ya se ha señalado, la idea de crear una instancia de casación en nuestro país cobró un inusitado impulso a partir de 1930, en el marco del proyecto de reformas constitucionales presentado el 18 de junio de 1931, donde se propuso modificar el artículo 100 de la Constitución Nacional entonces vigente, a fin de facultar a la Corte Suprema de Justicia la función, entre otras de “actuar como Corte de Casación, de los recursos por violación o inaplicabilidad de la ley común que se interponga contra sentencia definitiva de los tribunales del fuero común en todo el territorio de la Nación” (Abásolo, 2001, p. 277). La iniciativa fue bien recibida entre la intelectualidad jurídica de ese entonces, recibiendo múltiples apoyos en diarios y publicaciones periódicas (Abásolo, 2001, pp. 277-278).

Si bien entre la comunidad de expertos existía, como ya hemos visto, un importante consenso sobre la necesidad de este remedio judicial, los debates giraban en torno a la manera de implementarlo, cuestión que, en definitiva, trabó la concreción del mismo. Si algunos entendían que el camino más claro lo establecía la reforma constitucional, otros veían la posibilidad de instrumentarlo a través de pactos interprovinciales o por reforma legislativa (Abásolo, 2001, pp. 280-287).

La propuesta de Lafaille, de introducir la casación a través de una ley del Congreso, fue aprobado por una exigua mayoría (Abásolo, 2001, p. 283). Arturo Orgaz se expediría, años más tarde, sobre esta votación:

Estaba [Lafaille] en todos los asuntos que se debatían y sus juicios gravitaban poderosamente sobre la mayoría de los congresales, hasta el punto de que -lo creo ahora como entonces- sobre todo a su palabra se debió la aprobación, por escasa mayoría, de un despacho que de votarse ahora, con toda el agua que ha corrido, merecería un rechazo casi unánime: el concerniente a la posibilidad de establecer por una simple ley del Congreso, esto es, sin necesidad de reforma constitucional, una Corte Nacional de Casación. (Orgaz, 1968, p. 610)

Conclusiones

A pesar del consenso existente, la Corte de Casación, no llegó a materializarse en el período estudiado. Aquel presuponía también el fortalecimiento de otras líneas argumentativas: la supremacía de la justicia federal frente a la administración judicial provincial como garantía no sólo de los derechos particulares, sino también del progreso nacional; la consolidación del rol de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y, en el ámbito civil, la legitimación de una jurisprudencia creadora, al estilo de la Corte de Casación francesa, que permitiera prolongar la duración temporal del Código Civil, sin pasar por el resistido capítulo de su reforma legislativa.

Se destaca del análisis efectuado la gravitación en la estructura de la instancia de casación de los antecedentes autóctonos sobre los extranjeros. Es verdad que la mirada al derecho comparado se refería sobre todo a la conveniencia de su instalación, y en el caso francés, a la justificación de una jurisprudencia creadora. Pero en cuanto al funcionamiento concreto de este remedio procesal, se hacía sentir el peso de la casación federal y del recurso de inaplicabilidad de ley de la prestigiosa Suprema Corte bonaerense.

Lo cierto es que la conformidad de los expertos en esta cuestión no fue suficiente para lograr la decisión política. El otorgamiento de funciones de casación a la Corte Suprema de la Nación, que era la propuesta que mayores adhesiones recogía, implicaba abrir un canal resistido por muchos: el de la reforma constitucional. Las vías alternativas, incluso el dudoso dictamen de la Cuarta Conferencia de Abogados de 1936, constituyeron propuestas tendientes a superar este escollo y lograr la vigencia de este recurso procesal que se consideraba esencial para la duración del Código. Resulta interesante analizar la relación entre este fracaso y el desarrollo de la doctrina de la arbitrariedad de sentencia que, en una primera mirada, aparecen coetáneas.

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Recibido: 26 de Octubre de 2022; Revisado: 23 de Enero de 2023; Aprobado: 03 de Febrero de 2023

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