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Revista SAAP

On-line version ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.4 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Jan./June 2010

 

ARTÍCULOS

Más allá de Lisboa: el enigma constitucional de la integración europea*

Sergio Fabbrini

Universidad de Trento
sergio.fabbrini@unitn.it

Resumen

Basado en una interpretación de la Unión Europea (UE) como una democracia compuesta, el artículo argumenta que la constitucionalización de la UE supone necesariamente un proceso conflictivo. Una democracia compuesta es una unión de estados constituida por unidades de diversos tamaños demográficos, historias políticas e intereses geográficos y, como tal, caracterizada por diferentes visiones sobre su identidad constitucional. Esta es también la experiencia de la otra principal democracia compuesta, la de los Estados Unidos. Sin embargo, mientras el proceso conflictivo de constitucionalización en Estados Unidos, al menos desde la Guerra Civil, estuvo basado en un marco constitucional común y fue ordenado a través de un procedimiento de supermayoría para resolver disputas, la UE carece tanto de un documento que exprese un lenguaje compartido como de un procedimiento adecuado para resolver disputas. Este es el conundrum de la UE: necesita de una constitución para estabilizarse a sí misma, pero las divisiones entre sus estados miembros hacen altamente improbable la aprobación de dicha constitución. Como resultado, el proceso de constitucionalización en la UE cae periódicamente en situaciones de parálisis.

Palabras clave

Unión Europea; Estados Unidos; Democracia compuesta; Unión política; Comunidad económica

Abstract

Based on an interpretation of the European Union (EU) as a compound democracy, the article argues that the constitutionalization of the European Union is necessarily a contested process. A compound democracy is a union of states constituted by units of different demographic size, political history and geographical interests, and as such characterized by different views on its constitutional identity. This is also the experience of the other main compound democracy, that of the United States (US), although the latter is a compound democracy by design whereas the EU is by necessity. However, whereas the contested process of constitutionalization in the US was based on a common constitutional framework, at least since the Civil War, and has been ordered by a super-majority procedure for settling disputes, the EU lacks a document that embodies a shared language and a procedure that is able to solve the disputes. Here is the EU conundrum: it needs a constitution for stabilizing itself, but the divisions between its member states make the approval of such a constitution highly implausible. As a result the process of constitutionalization in the EU ends up periodically in stalemate.

Key words

European Union; United States; Compound democracy; Political union; Economic comunity

Introducción

La Unión Europea (UE)1 ha atravesado una verdadera odisea constitucional en el curso del primer decenio de este siglo. ¿Cuáles han sido las razones de dicha odisea? ¿Es plausible hipotetizar que, con la aprobación del Tratado de Lisboa, Ulises haya finalmente arribado a su Ítaca? Intentaré ofrecer una interpretación de dicha experiencia constitucional argumentando que la misma está lejos de concluirse con la ratificación del aquel Tratado por parte de los 27 estados miembros de la UE. Para la UE no hay una Ítaca a la cual (finalmente) arribar dado que, por un lado, su naturaleza de unión asimétrica de estados (tanto en el plano material como cultural) está destinada a alimentar disputas permanentes sobre su identidad constitucional, y por otro, no dispone de las condiciones constitucionales para favorecer la solución de aquellas disputas. La UE es un sistema político constitucionalizado de carácter no formal sino material. Su odisea se debe a la dificultad de alcanzar una constitución formal (como sea que se la defina), siendo evidente la insuficiencia de una constitución material para favorecer la reglamentación de aquellas disputas. Aquí reside el conundrum o enigma constitucional de la UE: ésta ya ha adquirido una constitución material que le impide retroceder hacia su original status de organización económica pero no dispone de una constitución formal que le permita avanzar hacia el estatus de unión política. Sobre la base de una comparación con los Estados Unidos, históricamente la primera especie del género de unión de Estados democrática2, argumentaré que tal enigma no tiene solución en el actual contexto. En las siguientes secciones analizo la naturaleza institucional de la UE para demostrar que ésta satisface criterios democráticos básicos; examino las características de su proceso de constitucionalización material, identificando alcances y limitaciones; preciso las divisiones constitucionales que aquel proceso ha atravesado para mostrar su intratabilidad con los instrumentos de la constitución material; y finalmente, derivo de los análisis precedentes un esquema interpretativo del enigma constitucional que ha acompañado y continuará a acompañar la evolución de la UE.

La odisea constitucional

Antes del análisis es necesario recordar los hechos. Con el final de la Guerra Fría y la prospectiva de la reunificación política del continente europeo, el proceso de integración atravesó (por primera vez desde los años cincuenta del siglo pasado3) un debate constitucional. Defino como constitucionalal debate que se pregunta sobre la finalidad y no sobre el funcionamiento de la UE (vinculando la discusión sobre el segundo a las razones de la primera). En un debate constitucional, contrariamente a aquello que sucede en uno institucional, la disputa sobre la distribución de poderes y de derechos de garantía refiere a visiones alternativas de la identidad que el sistema político en cuestión debería adquirir. ¿Qué debería ser la UE o al menos que no debería ser? Si las reformas institucionales de los años noventa del siglo pasado (realizadas a través del Tratado de Maastricht de 1992, Ámsterdam de 1997 y Niza de 2001) se habían puesto el problema de racionalizar el funcionamiento de la UE en previsión de los futuros alargamientos, las disputas del decenio sucesivo se focalizaron sobre la propia identidad constitucional de la UE.

La necesidad de dar una identidad constitucional a la UE había emergido en modo evidente tanto durante como (sobre todo) después de la Conferencia Intergubernamental llevada a cabo en Niza en diciembre de 2000, conferencia que luego concluye con el tratado firmado el año siguiente. Este Tratado se muestra inmediatamente como una respuesta insuficiente a los problemas de la UE, aunque con el reconocimiento de la Carta de los Derechos la discusión intergubernamental termina tocando un tema de naturaleza propiamente constitucional4. Sin embargo, dado el resultado insatisfactorio de la Conferencia de Niza5, el Consejo Europeo reunido en Laeken (Bélgica), el 15 de diciembre de 2001, adoptó una "Declaración sobre el Futuro de la Unión Europea" que obligó a esta última a precisar su identidad constitucional a través de una Convención Constitucional y ya no a través de una conferencia intergubernamental (Consejo Europeo, 2001). Dicha Convención, que se reunió en Bruselas desde febrero de 2002 hasta junio de 2003, congregó no sólo a representantes de los gobiernos nacionales sino también a los representantes tanto de los parlamentos nacionales como de las instituciones comunitarias. En el proceso deliberativo, además, fueron implicados los representantes de los gobiernos y de los parlamentos de los países del este y del sur de Europa, candidatos a entrar a la UE (como sucedió luego con el doble alargamiento de 2004 y de 2007)6. La tarea asignada a dicha Convención fue la de preparar el esquema para un nuevo tratado constitutivo de una constitución, a ser discutida en la Conferencia Intergubernamental programada para 2004. La Convención de Bruselas concluye sus trabajos con la aprobación por unanimidad del Tratado Constitutivo de una Constitución para Europa (TC) (Ziller, 2007; Norman, 2003; De Witte, 2003). El 18 de junio de 2004 los jefes de Gobierno y de los Estados miembros de la UE alcanzan un acuerdo sobre una versión ligeramente modificada del esquema de TC propuesto por la Convención.

El TC representó la aproximación más cercana a una constitución formal para una unión de estados de ciudadanos: era un tratado —porque la UE continuaba siendo una unión de estados—, y tenía carácter constitucional —porque la UE reconocía ser también una unión de ciudadanos—. El TC sustituye los existentes tratados (integrándolos en uno único), da una personalidad jurídica a la Unión, precisa el sistema institucional comunitario y provee de una codificación jurídica a la Carta de los Derechos proclamada en Niza (que constituye la parte segunda del TC). El TC fue subscripto en un Consejo Europeo en Roma el 29 de octubre de 2004 por los jefes de Gobierno y de Estado de los (entonces) 25 estados miembros, y luego reenviado para la ratificación en cada uno de ellos. Dicha ratificación fue concedida por la mayoría de aquellos estados, sea por la vía parlamentaria como por la vía referendaria (en España y Luxemburgo). Sin embargo, en dos referéndums realizados respectivamente el 29 de mayo y el 1 de junio de 2005, los electores franceses y holandeses refutaron por mayoría el tratado. El resto de los estados miembros que aún no habían iniciado el procedimiento de ratificación suspendieron al mismo, adhiriendo al pedido de iniciar un periodo de reflexión sobre el futuro constitucional de la UE. No fueron pocos los que sostuvieron que aquellos dos referéndums habían bloqueado definitivamente dicho futuro, creando las condiciones para retraer la UE a su naturaleza originaria de organización económica.

Sin embargo, aquel periodo de reflexión llevó a un nuevo tratado, promovido por el Consejo Europeo organizado en Berlín en junio de 2007 y luego suscripto en Lisboa por los jefes de Gobierno y de Estado el 13 de diciembre del mismo año. Este tratado recupera buena parte del precedente TC bajo la forma de un conjunto de enmiendas a los dos tratados existentes, y reconoce además la Carta de los Derechos. El Tratado de Lisboa entonces consistirá de dos artículos de modificación7: 1) del Tratado de la Unión Europea (versión consolidada del Tratado de Maastricht de 1992); y 2) del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea (versión consolidada del Tratado de Roma de 1956), luego renominado como Tratado sobre el Funcionamiento de la Unión Europea. Así enmendados (o renominado en lo que se refiere al segundo tratado), los dos tratados vienen a constituir las bases legales de la UE, junto con la Carta de los Derechos. Recuperando muchas partes del precedente TC, con el acuerdo firmado en Lisboa los jefes de Estado y de Gobierno decidieron no sólo reformar la estructura institucional de la UE8 sino también otorgarle una limitada forma constitucional reconociendo formalmente la Carta de los Derechos. Y si bien todos los elementos simbólicos del precedente TC fueron abandonados (como el Preámbulo fundante del pacto constitucional entre los estados miembros y los ciudadanos de la UE, o la bandera y el himno), el nuevo acuerdo había consentido de recuperar una parte importante de los trabajos de la Convención Constitucional.

Firmando el Tratado de Lisboa, los jefes de Estado y de Gobierno se habían empeñado en hacerlo aprobar por los respectivos legisladores (y electores en el caso de Irlanda) para fines de 2008, de modo tal de organizar las nuevas elecciones para el Parlamento Europeo, previstas para junio de 2009, con las reglas y disposiciones previstas por el nuevo Tratado. Sin embargo, y aunque dicho Tratado se presentara como un conjunto de enmiendas de los tratados precedentes y no como un nuevo tratado sustitutivo, el 12 de junio de 2008 una mayoría de los electores irlandeses lo refutó, hipotecando seriamente el procedimiento de ratificación general. Para la fecha de las elecciones parlamentarias, 23 estados miembros habían aprobado el Tratado de Lisboa, Irlanda lo había refutado, otros dos estados miembros (Polonia y República Checa) lo habían aprobado a nivel legislativo, aunque los respectivos presidentes de la república aún no lo habían suscripto, y Alemania (que también lo había aprobado) estaba a la espera de la sentencia de su Tribunal Constitucional (Bundesverfassungsgericht) sobre la compatibilidad del Tratado con el ordenamiento constitucional interno. Así, las elecciones para el Parlamento Europeo se celebraron con las viejas reglas y en un inevitable clima de incertidumbre institucional. Con las viejas reglas es también elegido el presidente de la Comisión Europea aunque dejando en suspenso las modalidades para su formación. Para muchos observadores, el resultado del referéndum irlandés representó la confirmación de la imposibilidad de avanzar hacia una mayor integración política.

La situación cambió otra vez con el nuevo referéndum irlandés del 2 de octubre de 2009, referéndum que el gobierno de aquel país había organizado para hacer salir a la UE del estado de parálisis en el cual había terminado. Los electores irlandeses, obtenidas algunas concesiones del Consejo Europeo9, aprobaron el Tratado con amplia mayoría, removiendo así uno de los obstáculos más consistentes a su ratificación general definitiva. A su vez, con una sentencia del 30 de junio de 2009, el Bundesverfassungsgericht alemán reconoce la compatibilidad del Tratado con el ordenamiento constitucional interno, a condición de que la ley de aprobación formalizara un rol más significativo del parlamento nacional en el proceso decisorio comunitario (revisión prontamente introducida y aprobada por el parlamento alemán antes de las elecciones federales de septiembre de 2009). Y pocos días después del referéndum irlandés, el presidente de Polonia decide firmar el Tratado, seguido por el presidente de la República Checa el 3 de noviembre de 2009. ¿Podemos decir entonces que se concluye la odisea constitucional de la UE? En realidad, como intentaré argumentar, la disputa constitucional está destinada a acompañar la experiencia de la UE todavía por mucho tiempo, sin posibilidades (en el actual contexto) de ser resuelta.

La odisea constitucional del primer decenio del siglo XXI constituye una confirmación de la dificultad estructural de la UE para encontrar una solución definitiva al problema sobre su identidad constitucional. Las razones se encuentran en la propia naturaleza de la UE, la cual favorece la emergencia de controversias sobre el proceso de constitucionalización sin disponer de las necesarias condiciones para contener dicho proceso. Mientras las otras uniones de estados y de ciudadanos (como los Estados Unidos o Suiza) han podido reconducir sus disputas al interior de un documento constitucional común y compartido que ha definido el lenguaje y los procedimientos para afrontarlos10, la UE no ha podido beneficiarse de tales condiciones constitucionales. En la UE, las disputas han debido desarrollarse en el marco de un contexto constitucional no solamente de "baja intensidad" (Maduro, 2003) normativa y simbólica, sino también carente de los procedimientos adecuados para su resolución. El principio de unanimidad requerido para la aprobación o la enmendación de los tratados, justificable en los orígenes de la UE, ha resultado inadecuado respecto a su evolución sucesiva. En síntesis, cuanto más la UE se ha constitucionalizado —alejándose así de su origen de organización intergubernamental—, tanto más han aparecido fracturas constitucionales internas. Tales fracturas, sin embargo, se establecieron en un contexto simbólico y procedimental que continuó siendo aquel originario de la UE intergubernamental.

El desarrollo de la UE

La UE ha sido y continua siendo objeto de controversias porque no es solamente un "Estado regular" (Majone, 2005), o un "sistema de governance multinivel" (Hooghe y Marks, 2001; Scharpf, 1999), o una "confederación económica" (Elazar, 2001). Las dificultades constitucionales de la UE son propias de un "sistema político supranacional" (Hix, 2005) que ha progresivamente transformado a los estados nacionales europeos en "estados miembros" (Sbragia, 1994). Ciertamente, la UE ha nacido en 1956 como un proyecto para la construcción de un mercado integrado a escala continental. Ciertamente, la UE constituye el más avanzado experimento de regionalismo económico, configurándose como un sistema integrado de reglamentación de un mercado común11. Sin embargo, también es cierto que la UE no puede ser asimilada a las otras organizaciones económicas regionales que se han desarrollado, en particular después del fin de la Guerra Fría (como Asean, APEC, Mercosur, TLCAN) (Fabbrini, 2009). Estas últimas no disponen de un sistema institucional estructurado como el de la UE. En particular, no tienen un organismo judicial (como la Corte de Justicia Europea, CJE) que opere sobre la base de un principio de "revisión judicial de la legislación doméstica" (Shapiro, 2002); o un organismo legislativo (como el Parlamento Europeo) elegido directamente por los ciudadanos con un poder de codecisión con el Consejo de Ministros sobre un número creciente de materias; ni sus organismos intergubernamentales han adoptado el criterio del voto de mayoría aunque sea calificada (como es el caso del Consejo de Ministros).

Ha sido inevitable que la UE se desarrollara a partir de un proyecto de integración económico, después de que la Assemblée Nationale de la Francia de la IV República votara contra el proyecto de Defensa Común Europea en 1954. Después de aquel voto, los principales líderes de Europa (continental y occidental) decidieron promover la integración política a través de la integración económica (Dinan, 2005). Es indudable, sin embargo, que aquellos líderes interpretaron el nacimiento de la por entonces Comunidad Económica Europea como una respuesta a la exigencia de cerrar una larga época de guerras civiles sobre el continente europeo (Judt, 2005). La UE nace entonces como un pacto para la paz entre países de Europa occidental que habían combatido dos guerras calientes, para arribar a un pacto por la paz entre países que habían combatido la sucesiva Guerra Fría. El crecimiento económico fue considerado una condición para la promoción de la paz y la libertad más que un fin en sí mismo (McKay, 1999). Naturalmente, si con el Tratado de Roma de 1956 fueron creadas las condiciones para un pacto civil entre precedentes enemigos, la institución de la OTAN en 1949 (a su vez reforzada en 1955 con la entrada de Alemania Federal) había creado las condiciones para un pacto militar entre éstos, un pacto garantizado por la presencia predominante de los Estados Unidos en el interior de dicha organización (Calleo, 2001).

Después de todo, el sistema westfaliano de los estados nacionales, que los europeos habían inventado, había demostrado no estar en condiciones de garantizar la paz en el continente a través del equilibrio de fuerzas. Es más, aquel sistema había sido la fuente de una permanente inseguridad, activando periódicas tentativas, de parte de uno y otro Estado nacional, de imponer el propio orden imperial sobre el continente. Así, después de dos guerras civiles europeas devenidas guerras mundiales, los estados nacionales europeos (comenzando por los continentales) debieron reconocer que no habrían tenido un futuro si no hubieran creado un novus ordo seclorum. La amenaza representada por la Guerra Fría y la presencia de Estados Unidos sobre el continente (que en tanto potencia no europea es vista como una garantía por los países europeos) (Ikenberry, 2000) constituyen una razón posterior para avanzar con el proceso de integración. La UE es así el resultado de una tentativa de salir de la solución westfaliana de las rivalidades interestatales. Tal tentativa, sin embargo, jamás recibió una justificación política congruente a su importancia histórica. Aquí reside la crucial diferencia con la fundación de los Estados Unidos, también éstos un pacto por la paz entre potenciales rivales (Hendrickson, 2003). Aquella fundación, en efecto, recibe una formidable justificación de la teoría, elaborada por James Madison, explicando que la unión (entre las 13 colonias devenidas repúblicas independientes) era necesaria para hacer posible la protección recíproca de amenazas tanto externas (europeas) como internas (las mayorías tiránicas de los estados y de los ciudadanos) (Kernell, 2003; Dahl, 2006, 2003). Amenazas que, históricamente, las "pequeñas repúblicas" no habían estado en condiciones de neutralizar (Fabbrini, 2003). Las dificultades actuales de la UE son (también) el resultado de aquella decisión fundante de, por así decir, bajo perfil (legitimar la UE primariamente a través de aquello que hace).

Con la UE, no obstante, los estados nacionales europeos han contribuido por primera vez en su historia a construir un orden institucional supranacional, orientado a favorecer la cooperación sobre cuestiones de interés común a través de una combinación de arreglos intergubernamentales y comunitarios. Como la historia había ampliamente demostrado, no sólo la paz política sino también el crecimiento económico son imposibles de alcanzar sólo a través de acuerdos intergubernamentales. Aquellos acuerdos, para ser respetados, requieren de la existencia de instituciones independientes de los mismos gobiernos nacionales que los han creado, colocando así las condiciones para reglamentar las rivalidades eventuales que puedan emerger entre aquellos gobiernos nacionales. La tarea asignada a la Comisión Europea y a la CJE ha consistido, por lo tanto, en garantizar que los firmantes de los acuerdos intergubernamentales respetaran las reglas que ellos mismos se habían dado. Así, el componente comunitario de la UE (la Comisión Europea y la CJE y luego, cada vez más, el Parlamento Europeo) ha sido necesario para proteger el componente intergubernamental (como el Consejo de Ministros) de las posibles derivas de la rivalidad interestatal. En este sentido, se puede decir que la UE constituye una tentativa de contener las relaciones externas de los estados nacionales europeos creando un régimen internacional con características domésticas.

Los fundamentos del pacto por la paz fueron representados por la cooperación transnacional en un número creciente de cuestiones económicas (Lindberg, 1963), una cooperación que ha luego conducido a la progresiva institucionalización de una compleja red de instituciones, algunas previstas por los tratados fundacionales (como el Consejo de Ministros, la Comisión Europea y el Parlamento Europeo) y otras no (como el Consejo Europeo). De este modo, se ha institucionalizado una estructura de separación múltiple de poderes, sea en el plano vertical (entre las instituciones comunitarias y aquellas de los estados miembros) como en el plano horizontal (entre las mismas instituciones comunitarias). Principalmente a partir del Acto Único Europeo (1986) y, sucesivamente, con el Tratado de Maastricht (1992), que introdujo la estructura a tres pilares, el Tratado de Ámsterdam (1997), y el Tratado de Niza (2001), la UE se fue organizando en torno a instituciones separadas aunque compartiendo responsabilidades decisorias sobre un número creciente de políticas públicas (Brunazzo, 2009). Inicialmente esto ha sucedido particularmente en el primer pilar mientras los otros dos pilares han mantenido un carácter intergubernamental. Sin embargo, el proceso de cross-pillarisation ha conducido progresivamente a una transferencia de la lógica comunitaria del primer pilar a los otros dos pilares (Stetter, 2007; Von Bogdandy, 2000).

Así, la institución originariamente preeminente del sistema comunitario, el Consejo de Ministros, ha debido reconocer la considerable influencia de la Comisión Europea sobre el proceso de policy-making debido a su monopolio sobre el poder de iniciativa de las propuestas legislativas. Luego ha debido reconocer el crecimiento del rol decisorio del Parlamento Europeo, el cual, a partir de su elección directa en 1979, ha reivindicado con éxito un poder, primero de codeterminación y luego de codecisión, en un número cada vez más extenso de policies (poder que le ha sido reconocido por los tratados institucionales de los años ochenta y noventa del siglo pasado). Y cada una de las tres instituciones ha debido reconocer el crecimiento del rol decisorio del Consejo Europeo, devenido (a partir de las primeras reuniones informales de 1974) la arena para la definición de las decisiones estratégicas de la UE. Rol institucionalizado luego por el Tratado de Lisboa, al punto de configurarlo como una de las dos caras (junto con la Comisión Europea) del ejecutivo comunitario12. Si en las fases iniciales de desarrollo de la UE fue posible que se formara, dentro del Consejo de Ministros, una coalición hegemónica (el llamado eje franco-alemán que ha sostenido las principales decisiones comunitarias hasta los años ochenta y noventa del siglo pasado) (Hendricks y Morgan, 2001), esto ha sido más difícil en el período sucesivo. En efecto, la institucionalización del sistema de separación de poderes ha alargado el número de arenas decisionales y, contemporáneamente, los continuos alargamientos han acrecentado el número de los actores envueltos en el proceso decisorio. No existen dudas de que la cooperación entre Francia y Alemania continúa representando un eje portante de la integración europea. Sin embargo, es también indudable que tal cooperación en una UE de 27 estados ya no permita garantizar un rol hegemónico a aquellos dos países. En un sistema de separación múltiple de poderes, las hegemonías permanentes son improbables (Fabbrini y Piattoni, 2007): también los grandes estados miembros actúan en el marco de vínculos institucionales y políticos que necesariamente redimensionan sus respectivas expectativas.

En fin, la UE se ha institucionalizado como un sistema de separación múltiple de poderes. Un sistema, por lo tanto, sin un gobierno entendido como una institución individual autorizada a ejercitar la decisión última. En Bruselas, decisiones y valores vienen autoritativamente asignados, pero tal asignación es el resultado de un proceso deliberativo que implica una pluralidad de actores agentes en el marco de una pluralidad de instituciones separadas entre ellas. Es interesante notar cómo la separación de poderes, contrariamente a la fusión de poderes, haya podido sostener una lógica de suma positiva entre las instituciones, en el sentido que el crecimiento de influencia decisional de algunas de ellas (como el Parlamento y el Consejo) no ha conducido al decrecimiento de influencia decisional de otras (como el Consejo de Ministros y la Comisión). Las vertientes comunitaria e intergubernamental han continuado a crecer juntas, en una lógica al mismo tiempo competitiva y cooperativa (Dinan, 2005). Por lo tanto, desde su fundación en 1956, la UE ha pasado un proceso de desarrollo institucional que ha transformado significativamente su naturaleza original de organización internacional legitimada por tratados interestatales (Stone Sweet, Sandholtz y Fligstein, 2001). Tal desarrollo ha institucionalizado un conjunto altamente complejo pero suficientemente estable de organismos que vinieron a compartir la responsabilidad decisoria en un número creciente de políticas públicas. Se trata de instituciones separadas, portadores de perspectivas distintas (la intergubernamental y la comunitaria), aunque corresponsables en el proceso decisorio. ¿Puede ser considerado democrático este sistema supranacional?

La UE como sistema político democrático

Un sistema político puede ser considerado democrático cuando satisface algunos criterios básicos de representación y rendición de cuentas (Morlino, 2005). Si se considera el primer criterio, los que toman decisiones en la UE son estados electos por los ciudadanos tanto en elecciones nacionales (los miembros del Consejo de Ministros, los jefes de Gobierno y de Estado del Consejo Europeo13) como en elecciones europeas (los miembros de la Comisión Europea)14. Consecuentemente, parece bastante impropio sostener que las instituciones gubernamentales de Bruselas carezcan de legitimación democrática (Hix, 2008). Además, aquellas que participan del proceso decisorio en Bruselas actúan dentro de un complejo sistema de separación de poderes, que ha sido definido y precisado (aunque sea gradualmente) por los distintos tratados que se han sucedido. Se trata de un sistema de separación de poderes en cuanto las diferentes instituciones que participan del proceso decisorio tienen una fuente de legitimación distinta, están en el cargo por tiempos diversos, y unas no dependen de la confianza de las otras para funcionar.

Aún más, como hemos visto en el caso de la nominación del presidente y de los miembros de la Comisión Europea, tal sistema de separación de poderes es mitigado por un mecanismo de checks and balances que obliga a aquellas instituciones separadas a colaborar so pena de la parálisis del proceso decisorio. Sea a través del sistema de checks and balances que a través la acción de las cortes (y de la CJE en particular), los decisores comunitarios son sometidos a control regular, satisfaciendo así el criterio de rendición de cuentas interinstitucional que debe connotar a un sistema democrático. Según tiempos y modalidades electorales distintos, además, aquellos decisores deben someterse a la periódica evaluación de los electores. Se podría argumentar que esta evaluación no concierne a comportamientos en las instituciones europeas sino que a factores de política doméstica15. Sin embargo, es indudable que los miembros de las instituciones de Bruselas son sometidos a una periódica (si bien diferenciada) rendición de cuentas electoral, prescindiendo de las características políticas domésticas. Obviamente, sostener que la UE satisface tanto los criterios de representación como los de rendición de cuentas no significa sustraerla a la crítica sobre su baja calidad democrática. Esta crítica, sin embargo, debería considerar el contexto estructural dentro del cual se ha desarrollado la UE. Ésta es una unión de estados y de ciudadanos, y no ya un Estado-nación: no se puede utilizar el modelo democrático emergido de la experiencia de este último para evaluar las características de desarrollo de la primera.

Sabemos que el modelo de democracia concierne al modo en el cual las divisiones sistémicas de una polity son institucional y políticamente reguladas a fin de dar vida a decisiones autoritativas aceptables por todos los miembros de aquella polity. Sabemos también que los modelos de democracia adoptados por los estados miembros de la UE oscilan entre dos tipos ideales: el mayoritario/competitivo y el consociativo/consensual (Fabbrini, 2008a; Lijphart, 2001). Estos dos modelos se justifican por la diferente naturaleza de los clivajes existentes en las sociedades europeas. El modelo mayoritario/competitivo caracteriza a países como Gran Bretaña, donde las divisiones movilizantes son de naturaleza económica y los actores de aquella división comparten la misma cultura política (se habla de cultura política homogénea). A su vez, el modelo consociativo/consensual caracteriza a países como Bélgica, donde las divisiones movilizantes son de naturaleza cultural (es decir, son la expresión de fracturas étnicas, lingüísticas, religiosas) y los actores de aquella división no comparten la misma cultura política (cultura política heterogénea). Sabemos, en fin, que en ambos modelos el parlamento es la institución que exprime la soberanía popular. Es el parlamento quien sostiene al gobierno, incluso si éste puede formarse por la vía electoral (en cuanto resultado de una competición bipolar o bipartidista) o por la vía poselectoral (en cuanto resultado de las negociaciones que se desarrollan después de las elecciones entre los principales actores de un sistema multipartidista). Sea como sea, ambos modelos de democracia son caracterizados por un gobierno entendido como una institución individual que, reflejando la mayoría del parlamento, es autorizada a asumir las decisiones últimas.

El modelo de democracia de la UE es institucionalmente distinto tanto del mayoritario/competitivo como del consociativo/consensual. Y es distinto, justamente, porque la UE no es un Estado-nación sino una unión de estados y ciudadanos. La UE es una unión de estados (con sus ciudadanos) de diversas dimensiones (demográficas y económicas) e identidades históricas. Uniones asimétricas de estados no pueden ser organizados según la modalidad gubernamental de tipo centralista (propia de los sistemas de fusión de poderes) que caracterizan incluso a algunos estados federales. En la UE la autoridad gubernamental es fragmentada y segmentada, sea horizontalmente (a nivel supranacional) como verticalmente (entre el nivel supranacional y el nacional); es decir, es compartida por diversas instituciones separadas. En la UE no hay un gobierno entendido como institución individual a cargo de controlar la decisión última. El Consejo de Ministros, la Comisión, el Parlamento y (con el Tratado de Lisboa) el Consejo Europeo comparten el poder decisional, tanto representando diferentes electorados como operando sobre la base de mandatos electorales diferenciados. Dado que en tales uniones la principales divisiones son entre los estados miembros y sus ciudadanos (se trata de divisiones que tienen que ver con las dimensiones, con la colocación geográfica, con la memoria histórica, con la cultura de referencia) (Bartolini, 2005), la separación múltiple de poderes es una condición necesaria (aunque no suficiente) para "tener a bordo" a países pequeños y grandes, países con pasado de colonizadores y de colonizados, países con vocaciones militares y pacifistas, países con tradiciones democráticas y autoritarias. En efecto, aquella dispersión múltiple de poderes está orientada a hacer compleja la decisión política, proveyendo una pluralidad de accesos a quienes pretenden poner un veto a un proceso que podría conducir a un resultado no deseado, obligando en consecuencia a los actores del proceso decisorio a negociar sistemáticamente. Este no es el caso de las democracias parlamentarias (o de fusión de poderes), incluso las consensuales, las cuales están organizadas en torno a un gobierno capaz de tomar decisiones últimas. Y no es ni siquiera el caso de las democracias parlamentarias de tipo federal, sean éstas consensuales (como Bélgica) o competitivas (como Alemania), que prevén una separación de poderes verticales pero no horizontales16. Si en estas últimas la negociación concierne a cuestiones relativas a las relaciones entre el centro y la periferia, lo mismo no puede decirse de las otras cuestiones de política nacional.

Tal lógica institucional distinta, debida a la separación múltiple de poderes, no consiente en colocar a las uniones de estados asimétricos correlacionados (como la UE pero también los Estados Unidos y Suiza) dentro de uno u otro modelo predominante de democracia. Tales uniones de estados deben ser reconducidas a un modelo diferente, un modelo de democracia que no implique la existencia ni de un Estado ni de una nación. No obstante lo sostenido, la democracia constituye un régimen político que no presupone la existencia de un pueblo o de una nación o de un Estado para afirmarse (Grimm, 1997; Weiler, 2000). Sobre el plano histórico, porque basta considerar el caso de los Estados Unidos democráticos, que se han formado sobre la base de una constitución y no ya sobre la base de un Estado o de una nación17. Sobre el plano lógico, porque la democracia tiene una autonomía conceptual sea respecto al Estado como de la nación (Held, 2004; Sartori, 1993, 1957), si bien los tres conceptos están empíricamente correlacionados. Como sea, llamo democracia compuesta al modelo adoptado por la UE (Fabbrini, 2004). Compuesta en tanto expresión de la conjunción de estados y naciones diferentes en un arreglo institucional que, al mismo tiempo, refleja aquellas diferencias y las recompone. Derivo (por necesidad) el concepto de compoundness del debate americano, dado que fue en los Estados Unidos donde se ha desarrollado la primera reflexión sobre las características de un experimento institucional que fuera "más allá de Westfalia" (Deudney, 1995). James Madison usó el concepto de compoundness por primera vez en la Convención Constitucional de Filadelfia de 1787 para sintetizar su propuesta de dar vida a "una república de muchas repúblicas" basada en la separación múltiple de poderes (Farrand, 1966). Después de la Segunda Guerra Mundial, la ciencia política americana retorna a aquel experimento de soberanía compartida y fragmentada. Robert A. Dahl lo investigó en 1956 (ahora Dahl, 2006), enfatizando la naturaleza específicamente antimayoritaria de aquello que llamó Madisonian democracy. Vincent Ostrom (1987) ha precisado sus bases teóricas. David C. Hendrickson (2003) luego ha discutido el paradigma "unionista" que había inspirado, junto al liberal y al republicano, a los padres fundadores de los Estados Unidos. En Europa, sin embargo, el concepto de compoudness ha permanecido generalmente desconocido, probablemente encerrado en la única dimensión de la soberanía compartida de tipo vertical, la tradición federalista18.

En fin, compoundness es mucho más que la propiedad genérica de un sistema político no centralizado de tipo federal. Esta refiere a la propiedad analítica de un modelo de democracia caracterizada por una característica institucional básica: la separación múltiple de poderes. El federalismo (o no centralismo territorial) (Elazar, 1987) es una dimensión de la compoundness, aunque la segunda no se agota en la primera19. Así entendida, la democracia compuesta es un tipo ideal comparable a los tipos ideales elaborados por Lijphart de democracia mayoritaria y democracia consensual, pero diferente de estas últimas por aquella característica institucional básica (y por las propiedades del proceso político que de ella derivan) de un sistema de gobierno sin un gobierno. Por esta razón el modelo de democracia compuesta puede ser aplicado solamente a los sistemas políticos organizados sobre la separación múltiple de poderes —como es el caso de los Estados Unidos y Suiza (Zwiefel, 2002; Blondel, 1998) además de la UE—. Es decir, sistemas políticos que organizan uniones de estados, y no ya estados-naciones, si bien con grados diversos de integración y con diferentes presupuestos constitucionales. En síntesis, la democracia compuesta reenvía a un género al que pertenecen diferentes especies. Es por ello que la UE tiene características institucionales que la acercan más a aquellas uniones de estados que a sus estados miembros: una diferencia que no ha contribuido poco a los malentendidos sobre su presunto carácter no democrático.

La constitucionalización de la UE

Si la UE es un sistema político democrático, ¿puede también decirse que sea un sistema político constitucionalizado? El concepto de constitución no es tan inequívoco como podría parecer (Menéndez, 2004; Barbera, 1997; Sartori, 1962). Es una opinión aceptada por los estudiosos de ciencia política y de derecho constitucional que se puede (o se debe) distinguir entre, al menos, la constitución formal y la constitución material. Una constitución formal consiste en un documento escrito que es considerado (por los ciudadanos y las elites) el texto constitutivo del orden institucional y normativo (de su comunidad política). Tal texto (y sus enmiendas) regula materias que son más fundamentales que otras (¿cómo es distribuido el poder?, ¿cuáles son los derechos y deberes de los ciudadanos?) y puede ser cambiado solamente a través de procedimientos de enmendamiento generalmente rígidos, no dependientes de las mayorías de turno (Elster, 1997). Dicho texto tiene también un carácter simbólico, en cuanto vincula a los ciudadanos con la comunidad política (polity)y no sólo con las autoridades políticas de esta última. Si bien todas las constituciones formales establecen el conjunto de derechos fundamentales, de acogimiento institucional y de procedimientos funcionales que deben regular el funcionamiento de una comunidad política dada (que se constituye como tal a través de aquel documento), no todas llevan a cabo tales tareas de modo similar. En efecto, algunas constituciones formales (como la de Estados Unidos) son principalmente un frame of government (es decir, un esquema para distribuir los poderes de gobierno) y sólo sucesivamente un sistema de protección de derechos (la denominada Bill of Rights es un conjunto de diez enmiendas agregadas al documento formal, dos años después de su aprobación), mientras otras constituciones formales (como aquellas aprobadas en Europa después de la Segunda Guerra Mundial) tienen más bien las características de un state code (es decir un código estatal de principios democráticos) y sólo sucesivamente un frame of government a través del cual aquellos principios son promovidos (las constituciones de Italia y Francia posbélicas, por ejemplo, comienzan con una definición de los derechos fundamentales y finalizan con una especificación de la distribución de poderes y de los procedimientos institucionales para preservar aquellos derechos) (Elazar, 1985).

De modo diverso, una constitución material consiste en prácticas sociales (derivadas de convenciones políticas, tradiciones históricas, sentencias judiciales) que crean un orden institucional y legal reconocido como tal por una comunidad política dada (Bogdanor, 1988). Es el caso de países como Gran Bretaña, cuya constitución material es representada por la acumulación histórica de leyes ordinarias, que han gradualmente definido las relaciones entre los poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), y sentencias jurídicas que han gradualmente identificado los derechos y deberes de los ciudadanos ingleses. Otros países (como Israel y Alemania) se han dado una ley fundamental en lugar de una constitución formal, para subrayar el carácter transitorio de su comunidad política20. Naturalmente, es bastante difícil que una constitución material genere una identificación simbólica entre los ciudadanos y la comunidad política, a menos que aquella identificación no se hubiera formado precedentemente como resultado de tradiciones metaconstitucionales (los judíos no tienen necesidad de una constitución formal para reconocerse como tales, y la identidad inglesa tiene sus orígenes en la tradición histórica de las libertades que el rey Juan Sin Tierra fue obligado a conceder a los barones del reino en 1215 con la Carta Magna).

Es evidente que la UE no tiene una constitución formal, pero lo es también que ésta ha adquirido una constitución material (Christiansen y Reh, 2009; Amato y Ziller, 2007; Longo, 2006). Una constitución material que consiste en dos aspectos. En primer lugar, la expresión jurídica de parte de la CJE de principios aceptados como superiores (y entonces constitutivos) del orden legal (como el principio de la supremacía de las leyes comunitarias sobre las nacionales o el principio del efecto directo de las decisiones comunitarias sobre los ciudadanos de estados miembros individuales y no solamente sobre sus gobiernos), principios derivados de una interpretación de los tratados como cuasiconstitucionales21 (Stone Sweet, 2005; Stone Sweet y Caporaso, 1998). En segundo lugar, las deliberaciones de las diversas conferencias intergubernamentales, a través de las cuales han estado especificados los poderes asignados a las instituciones comunitarias y a aquellas de los estados miembros. Principios y deliberaciones luego reconocidas por los diferentes tratados. Interpretando los tratados como cuasiconstituciones, la CJE ha gradualmente definido los parámetros de un orden legal plural, constituido tanto por las órdenes constitucionales de los estados miembros como por aquellas comunitarias (Everson y Eisner, 2007; Craig y De Burca, 1999; De Witte, 1999; Weiler, 1999; Mancini, 1998). Así, contrariamente a otros tratados internacionales, los tratados fundacionales de la UE han consentido dar vida a un orden legal que agrega no sólo a los estados que lo habían subscripto (como es propio de los tratados internacionales), sino también a sus ciudadanos (Curtin y Kellerman, 2006; Stone Sweet, 2004). Al mismo tiempo, las diversas conferencias intergubernamentales han precisado la distribución de los poderes entre las instituciones comunitarias, y entre éstas y las instituciones de los estados miembros, sobre todo en relación a la presión de otras instituciones comunitarias (como la Comisión Europea y el Parlamento Europeo). Puede entonces decirse que la UE es un régimen constitucionalizado22 en tanto que una serie de prácticas sociales han conducido a la "individualización de normas, reglas e instituciones" reconocidas "como ordenantes de la polity" (Wiener, 2008: 26).

Dicha constitucionalización ha obligado a los tradicionales estados-nación europeos a redefinir sus respectivas soberanías dentro de la estructura compuesta de la UE. Si la soberanía consiste (al menos empíricamente) en el poder de tomar las decisiones últimas, los estados nacionales europeos, pasando a ser estados miembros de la UE, han terminado por compartir aquel poder (en diversas políticas públicas que influencian sus respectivas sociedades) con actores institucionales externos a cada uno de ellos (como los representantes de los otros estados miembros en el Consejo de Ministros y en el Consejo Europeo, los comisarios y los funcionarios de la Comisión Europea, los miembros de Parlamento Europeo). Por lo tanto, se puede decir que los estados miembro de la UE han permanecido soberanos en algunos sectores de policy, pero no en otros. Si se considera el proceso de constitucionalización que se ha desarrollado dentro de la UE, proceso que ha llevado a la creación de un orden integrado tanto a nivel legal como institucional (Ritteberger y Schimmelfenning, 2007), entonces se puede comprender por qué la UE puede ser considerada un régimen constitucionalizado (a la par de otras democracias constitucionalizadas). Sin embargo, en una unión de estados con diversas tradiciones históricas y culturales, la constitución material no es suficiente para regular las disputas sobre su finalidad. Las democracias posnacionales no pueden recurrir a tradiciones metaconstitucionales, como ha sido posible para algunas democracias nacionales, para derivar de allí los substitutos del simbolismo constitucional con que alimentar la recíproca lealtad entre los estados miembros y sus ciudadanos23.

La ausencia de una constitución formal constituye la principal diferencia entre la UE y las otras democracias compuestas, en particular los Estados Unidos (Fabbrini, 2007b). Éstos han basado su desarrollo político en un texto constitucional (el documento fundacional y las sucesivas veintiséis enmiendas, a lo que es preciso agregar también algunas cruciales sentencias de la Corte Suprema; Ackerman, 1998), mientras la UE ha basado su desarrollo político en una sucesión de tratados interestatales. La constitucionalización basada en tratados interestatales, originariamente orientados a crear una unión económica, es necesariamente diferente de una constitución basada en un texto constitucional, orientado a crear una unión política (Jabko y Parsons, 2005; Nicolaidis y Howse, 2001; Weiler y Haltern, 1998). En efecto, mientras en los Estados Unidos el texto constitucional (al menos a partir de finales de la Guerra Civil del período 1861-1865) ha proporcionado un lenguaje normativo para exprimir las divisiones sobre la naturaleza del orden constitucional (Ackerman, 1991), en la UE los tratados interestatales nunca pudieron cumplir tal función. Es más, el pluralismo constitucional de la UE ha representado un obstáculo para la identificación de una simbología constitucional común. Y mientras en los Estados Unidos el texto constitucional ha previsto el uso de un criterio supermayoritario para su enmendamiento (la mayoría de los dos tercios de los miembros de cada una de las dos cámaras del Congreso, y luego la mayoría de los tres cuartos de los legislativos o de especiales convenciones de los 50 estados), nada similar ocurrió en los tratados interestatales de la UE. Inevitablemente, en la UE de origen intergubernamental, el criterio adoptado para modificar o sustituir un tratado ha sido el de la unanimidad. Tal criterio podía no ser rígido en la UE constituida por seis estados miembros, pero lo es necesariamente en una de veintisiete. En el contexto constitucional sucesivo de la UE y su extraordinario alargamiento, aquel criterio se ha transformado en una fuente de problemas más que de soluciones.

Las divisiones constitucionales en la UE

El proceso de constitucionalización de la UE se caracterizó por profundas divisiones o constitucional cleavages concernientes sea a su naturaleza normativa o a su forma organizativa (Sbragia et al., 2006). Las divisiones, que habían permanecido ocultas durante el largo período de la constitucionalización material, emergieron impetuosamente en el decenio del tentativo de la constitucionalización formal. El resultado de la Convención Constitucional de Bruselas condujo a la transformación de un proyecto constitucional (Walker, 2004) en un proceso constitucional (Shaw, 2005), el denominado proceso di Laeken. Naturalmente, algunas de aquellas divisiones tuvieron un carácter temporal, resultantes de las posiciones asumidas por el gobierno de turno de uno u otro Estado miembro en relación a una u otra cuestión en discusión, posición luego modificada por el gobierno sucesivo. Otras divisiones, por el contrario, manifestaron una naturaleza permanente, reflejando diferencias estructurales de visiones y de intereses entre los estados miembros (y sus respectivos ciudadanos) sobre la identidad que la UE hubiera debido asumir. Y sobre éstas es preciso discutir.

La primera división estructural ha sido entre estados grandes y pequeño-medianos. Tal conflicto es una consecuencia de las asimetrías materiales entre varios estados miembros, que han acompañado con regularidad el desarrollo político de la UE. Basta pensar en las negociaciones que llevaron al Tratado de Niza aprobado en 2001, cuando un Estado miembro de mediana dimensión como España fue capaz de obtener condiciones muy favorables relativas al cálculo de los votos dentro del Consejo de Ministros, beneficiando también a países entonces candidatos de dimensiones equivalentes (como Polonia). Esta división emergió durante los trabajos para el TC, cuando España y Polonia buscaron conservar su respectiva over-representation en el nuevo sistema de voto previsto para el Consejo de Ministros. El compromiso logrado en el Consejo Europeo de Roma en octubre de 2004 (Unión Europea, 2004) —que aceptaba como operativa una decisión del Consejo de Ministros cuando fuera sostenida por una mayoría del 55 por ciento de los miembros de aquel Consejo, a su vez representativa del 65 por ciento de la población de la Unión— ha sido luego desafiado por Polonia en el Consejo Europeo de Berlín, en el cual fueron lanzadas las bases del futuro Tratado de Lisboa. Así, en este último, el gobierno polaco logró hacer inserir una cláusula por la cual el nuevo método decisional habría sido aplicado a partir de noviembre de 2014, con la posibilidad de continuar aplicando el viejo método (la mayoría calificada) hasta marzo de 2017 si uno de los estados miembros lo hubiese requerido formalmente en la deliberación sobre un tema considerado de interés nacional.

La misma división constitucional entre estados miembros grandes y pequeño-medianos ha emergido en relación a la cuestión de la composición de la Comisión Europea, tanto durante como después de la Convención de Bruselas (Magnette y Nicolaidis, 2004). Los estados miembros pequeños y medianos sostuvieron la propuesta de un comisario por Estado miembro, mientras los estados grandes promovieron la idea de una Comisión Europea más ágil (constituida por un número de comisarios equivalente a dos tercios de los estados miembros), también en vistas de los futuros alargamientos. Esta última posición fue acogida en el texto del Tratado de Lisboa con la precisión, por un lado, de que los estados miembros habrían tenido el derecho de ser representados en la Comisión Europea por rotación y, por otro lado, que tal regla sería puesta en vigor solamente desde 2014, justamente para dar cuenta de las preocupaciones de los estados más pequeños. Sin embargo, como hemos visto, el "No" de los electores irlandeses en el primer referéndum del 12 de junio de 2008 obligó al Consejo Europeo a adoptar la decisión unánime de modificar el artículo 17.5 del Tratado de la Unión Europea (luego modificado por el Tratado de Lisboa), retornando a la propuesta avanzada por los pequeños y medianos estados miembros (y sostenida por la Comisión Europea) de un comisario por Estado miembro (Unión Europea, 2008)24. Una decisión que, probablemente, logró neutralizar un argumento importante de los opositores irlandeses, como se ha visto en el segundo referéndum del 2 de octubre de 2009. Naturalmente, las divisiones debidas a las dimensiones de los estados miembros son inevitables en una unión asimétrica de estados. Sin embargo, como muestran las experiencias mencionadas arriba, tales divisiones pueden ser negociadas y, de diferentes maneras, dirimidas. No puede decirse lo mismo, en cambio, de aquellas divisiones sobre el futuro de la UE motivadas por diferentes experiencias culturales (O'Neil, 2008; Lacroix y Coman, 2007).

A la familia de las divisiones culturales pertenece, sobre todo, aquella entre los estados miembros de la Europa continental/occidental y aquellos de la Europa insular/septentrional. Tales divisiones, que reflejan las diferentes experiencias históricas del "continente" y de las "islas" relativa a la formación del Estado nacional y a sus proyecciones internacionales, han acompañado por años el proceso de integración europea, en particular desde 1973 cuando Gran Bretaña, Dinamarca e Irlanda entraron en la UE (Gilbert, 2005). Las "islas" consideran la profundización (institucional) de la integración europea como una amenaza a sus respectivas soberanías nacionales, una amenaza a ser contrarrestada a través de la presión hacia un continuo alargamiento (geográfico) de dicho proceso. No obstante que el proceso de constitucionalización haya conducido a un redimensionamiento de la soberanía de los estados miembros en relación a diversas políticas públicas, esto no ha impedido a las "islas" alimentar el mito de sus respectivas independencias (enmascarando así, en el caso de Gran Bretaña, su post-imperial crisis) (Gifford, 2008). En realidad, tal mito deriva de una específica experiencia histórica, la del nacionalismo democrático (Haas, 1997). Ha sido este nacionalismo el que ha consentido, por ejemplo a Gran Bretaña, preservar la democracia (MacCormick, 1996). En nombre de la defensa de la soberanía nacional, Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca y Suiza han obtenido diversos opt-outs de los diferentes tratados aprobados. Por ejemplo, para poder firmar el Tratado de Lisboa, Gran Bretaña obtuvo el derecho de exención de la Carta de los Derechos. O, junto a Irlanda y también en aquel Tratado, ha obtenido el derecho de exención de las nuevas reglas introducidas en el sector de la cooperación judicial y de policía (en base a las cuales el criterio de la unanimidad, introducido en el Tratado de Maastricht, fue substituido por el de la doble mayoría discutido arriba).

La experiencia histórica de los estados miembros de la Europa continental/occidental ha sido muy diferente de la de las "islas". En éstos el nacionalismo ha sido el adversario de la democracia, y no su defensor, a través de un conjunto complejo de factores estructurales. El desarrollo del Estado democrático se ha dado en condiciones mucho más desfavorables en la Europa continental/occidental que en aquella insular/septentrional (Tilly, 1984). En la primera, el nacionalismo terminó por asumir características antidemocráticas (Smith, 1991), sosteniendo las ambiciones centralistas y autoritarias de los grupos dominantes. Para los estados miembros de la UE herederos de la experiencia continental/occidental (como Francia, Italia, España y Alemania), la integración europea ha representado una suerte de antídoto al vicio de sus nacionalismos autoritarios, mientras que para los estados miembros herederos de la experiencia insular —como Gran Bretaña (Geddes, 2004) y los países escandinavos— aquella integración fue percibida como una posible amenaza a la virtud de su nacionalismo democrático. Debe precisarse, sin embargo, que en Francia existe una parte considerable de las elites y de la opinión pública que continua cultivando una visión franco-céntrica de Europa ("Europa como Francia en grande") (Guyomarch, Machin y Richtie, 1998), aceptando la prospectiva de la integración europea como ocasión para relanzar el rol internacional del país más que para tener bajo control sus pulsiones nacionalistas (Grossman, 2008). En este sentido, el cleavage entre el continente y las islas reenvía también a la competencia histórica entre dos países que se han disputado por siglos el control de Europa y del mundo: Francia y Gran Bretaña. Se trata de los únicos dos estados miembros que disponen de una considerable fuerza nuclear y militar, de un asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de una extensa presencia diplomática en el mundo, de clases dirigentes domésticas altamente conscientes del propio rol y de una visión de sí mismos como modelo económico social, sino incluso civil-cultural. Por otra parte, esta división ha continuado a reflejarse sobre la proyección internacional de la UE, con Gran Bretaña tradicionalmente a favor de una Europa firmemente aliada a los Estados Unidos y Francia tradicionalmente a favor de un Europa capaz de actuar en modo independiente de —o incluso competitivo con— los Estados Unidos (Garton Ash, 2005; Gamble, 2003).

Con los dos grandes alargamientos de 2004 y 2007, una nueva división cultural se ha agregado a aquella apenas indicada. Se trata del clivaje que ha opuesto sectores considerables de ciudadanos y elites políticas de algunos nuevos estados miembros de la Europa del Este a los ciudadanos y elites políticas de los estados miembros de la Europa continental del Oeste. En particular, los gobiernos nacionalistas que se han consagrado en estados miembros como Polonia (en particular en el período 2005-2007) y la República Checa (en particular después de las elecciones del 2007) han perseguido sin temores el objetivo de la defensa de la propia soberanía nacional, apenas reconquistada después de un período de casi medio siglo de dominación soviética. Estos gobiernos han interpretado a la UE como un mercado abierto a través del cual recuperar el retraso económico acumulado en relación a Europa occidental. Un mercado abierto que no debería intervenir sobre las cuestiones concernientes a la soberanía nacional. Esta visión no coincide con aquella de las "islas" septentrionales, las cuales han mostrado sostener y respetar las reglas del mercado común. En no pocos estados miembros de la Europa oriental, en efecto, la misma reglamentación del mercado común ha sido a veces percibida como la forma de nuevo colonialismo económico (Zielonka, 2006). Se podría decir que mientras las "islas" occidentales/septentrionales tienen una visión de la UE como una confederación económica, en cuanto reconocen la importancia y la necesidad de instituciones y reglas comunitarias para proteger y promover el mercado común , algunos de los estados miembros de la Europa oriental tienden en cambio a ver la UE como un acuerdo prominentemente comercial. Sin embargo, de frente a presiones por la profundización política de la UE, ambos han confluido hacia la posición de una UE entendida como una organización económica encargada de hacer funcionar el mercado común. En síntesis, este doble eje de divisiones constitucionales (insulares vs. continentales occidentales, y de estos últimos vs. continentales del este) ha hecho emerger una contraposición sobre la identidad de la UE que no es fácilmente negociable como aquella entre estados pequeño-medianos y grandes. Se trata de una contraposición que opone una visión de la UE como unión política a una visión de la UE como organización económica (Fabbrini, 2008b).

Tales divisiones culturales, a su vez, se han entrecruzado con fracturas más estrictamente políticas o incluso partidarias. Como ha emergido en ocasión del referéndum francés del 2005 sobre el TC, no pocos partidarios de la unión política se han encontrado aliados con los partidarios de la organización económica en la refutación de aquel tratado. Para los partidarios más radicales de la unión política, en efecto, aquel TC tenía todavía demasiadas ambigüedades intergubernamentales, insuficientes respecto a la exigencia de resolver el déficit democrático de la UE (Taggart, 2006). Después de todo, desde hacía tiempo, la crítica del déficit democrático (Marquand, 1979) ha suscitado una vasta controversia entre los partidarios de la unión política (MacCormick, 2005). Para éstos, esta última debería realizarse solamente a través de la parlamentarización de la UE, es decir, haciendo del Parlamento Europeo la exclusiva sede de la voluntad popular de los ciudadanos europeos. Si así fuera, en el Parlamento se formaría un gobierno legítimo (en tanto expresión de una mayoría política) y responsable (en tanto los ciudadanos sabrían quién ha hecho qué cosa). Todo aquello que no fuera en esta dirección ha sido valorado negativamente por los partidarios de la Europa política25, una posición que ha terminado por sobreponerse con la de quienes retienen que la UE habría andado demasiado adelante en la dirección supranacional (Sbragia et al., 2006).

Ciertamente, las fracturas constitucionales no se sobreponen perfectamente a las fracturas territoriales, en el sentido de que tanto en las "islas" septentrionales/occidentales como en la Europa oriental hay opiniones a favor de una unión política, y en la Europa continental occidental hay opiniones a favor de una integración puramente económica. Sin embargo, las fracturas culturales antes discutidas se han mostrado particularmente resistentes. Y sobre todo, no obstante las contingentes posiciones de los partidos individuales, no han encontrado una representación coherente en el eje que contrapone la derecha a la izquierda en las varias instituciones comunitarias. Naturalmente, la división derecha-izquierda se ha manifestado dentro del Parlamento Europeo en relación a cuestiones ordinarias de policy, pero tal división ha tenido un significado dentro del Consejo de Ministros o de la Comisión o del Consejo Europeo. Cuando se han impuesto en la agenda europea las cuestiones extraordinarias sobre el futuro de la UE, la división derecha-izquierda no ha podido representar las divisiones sobre aquel futuro, mientras que las posiciones a favor de la organización económica o de la unión política han organizado los mayores reagrupamientos políticos del Parlamento Europeo.

El enigma constitucional de la UE

La UE ha devenido progresivamente un sistema político constitucionalizado con específicas características democráticas. Si bien inicialmente fue una organización legitimada a partir de un acuerdo intergubernamental, a partir de las sentencias de la CJE de los años sesenta y setenta y de las decisiones tomadas en las conferencias intergubernamentales en los años ochenta y noventa, la UE se ha constitucionalizado materialmente, dando vida a un orden legal e institucional que satisface criterios democráticos básicos. La UE se ha transformado de facto en una democracia compuesta. Tal proceso de constitucionalización la diferencia de modo inequívoco de las otras organizaciones regionales orientadas a favorecer la cooperación económica entre países limítrofes, haciendo inevitable que se terminara por plantear la necesidad de dar a la UE una identidad constitucional como unión de estados y ciudadanos. Un problema, sin embargo, que se ha revelado particularmente difícil de resolver.

Todas las democracias compuestas han registrado divisiones estructurales en su interior, divisiones que en ocasiones han incluso amenazado su propia existencia. Como en el caso de los Estados Unidos del período 1787-1861, las divisiones sobre las visiones de la Unión se han representado a través de estrategias opuestas de distribución de poderes entre el centro federal y los estados federales. Para los estados del norte aquella distribución debía ser coherente con un modelo federal mientras que para los estados del sur debía serlo con un modelo confederal. Cuando el conflicto sobre la visión de la Unión se impuso como aquel predominante, éste ha terminado por reabsorber la contraposición (también ésta con implicaciones constitucionales) entre los intereses de los estados pequeño-medianos y los estados grandes. Un conflicto sobre la identidad constitucional en una unión asimétrica de estados puede producir dinámicas tanto centrípetas como centrífugas, es decir, puede ser reabsorbido en la lógica integradora o puede terminar por ponerla en discusión. En la UE, en el curso de los años dos mil, se ha manifestado un conflicto de esa naturaleza. Para algunos estados miembros y ciudadanos, la UE debería volver a ser la organización regulativa de un mercado común, una "república comercial", una confederación económica con la finalidad de promover el crecimiento económico a escala continental, además de la paz y la libertad, sin mellar sino reforzando las soberanías nacionales de sus estados miembros. Desde esta perspectiva, no se debería hablar ya de estados miembros sino de países que colaboran con un proyecto de mercado común (preservándose el derecho de retirar tal colaboración en específicos campos de policy si se retiene no conveniente o contradictora con los intereses nacionales). Para otros estados miembros y ciudadanos, en cambio, la UE debería ser una unión política, una "república de muchas repúblicas", una federación supranacional con la finalidad de promover la paz y la libertad, además del crecimiento, a través de una redefinición de las soberanías nacionales de sus estados miembros. Estas dos perspectivas se han presentado como interpretaciones alternativas de la identidad nacional. Para la primera el nacionalismo constituye la cuna natural de la democracia mientras que para la segunda aquel puede ser su tumba. Para la primera el Estado nacional es el baluarte de la democracia mientras que para la segunda constituye un límite.

Ambas perspectivas, sin embargo, parecen irrealistas. La primera porque la UE difícilmente podrá volver a ser la organización de un mercado común, en cuanto es ya un sistema político supranacional que condiciona el funcionamiento de las democracias nacionales de sus estados miembros. La segunda porque la UE difícilmente podrá transformarse en una unión política, en cuanto las democracias nacionales continuarán ejercitando un condicionamiento sobre ella. Se podría decir que la UE se encuentra a mitad de camino entre un pasado económico cierto y un futuro político incierto. Es difícil para los "confederados" hacer retroceder la constitucionalización de la UE, pero es también difícil para los "federalistas" hacer acelerar aquella constitucionalización. Tal disputa sobre la finalidad de la UE parece difícilmente negociable. Y lo es además porque la UE no dispone de un procedimiento, aunque sea rígido o supermayoritario, para mover hacia delante el conflicto entre las dos diferentes visiones de su futuro. No son tanto los eventuales referéndums organizados para la aprobación de nuevos tratados (o de modificaciones de los viejos) los que constituyen un obstáculo a la solución de las disputas constitucionales (Hobolt, 2009), como el criterio requerido para su modificación. El criterio de la unanimidad en una unión de veintisiete (y más) estados es una receta para la parálisis.

Si se observa la experiencia de los Estados Unidos, se puede decir que las democracias compuestas pueden consolidarse cuando logran satisfacer algunas condiciones básicas (Gleencross, 2009). Dos en particular. En primer lugar, cuando disponen de un lenguaje constitucional común, derivado de un texto constitucional compartido, con el cual representar las diferentes visiones de la unión (Greenstone, 1993). En segundo lugar, cuando disponen de un procedimiento aceptado para introducir modificaciones o enmiendas del pacto originario que no requiera la unanimidad (Levinson, 1995). En los Estados Unidos después de la Guerra Civil, la existencia de tales condiciones ha consentido a neutralizar las tendencias centrífugas de las divisiones entre los estados federales y sus ciudadanos. En el caso de los Estados Unidos antes de la Guerra Civil, la existencia de tales condiciones ha llevado a poner en discusión la existencia misma de la unión (Foner, 2000). A la luz de tal experiencia, se podría argumentar que la causa de la odisea constitucional de la UE no ha sido tanto el conflicto sobre su identidad constitucional (este conflicto es inevitable en una unión asimétrica de estados) como el contexto en el cual dicho conflicto se ha manifestado. En efecto, aquel conflicto se ha expresado a través de lenguajes constitucionales distintos, derivados de tradiciones nacionales diversas, y en presencia de un criterio intergubernamental para su regulación.

Aquí reside el enigma constitucional de la UE. Ésta, para desarrollarse como unión política, debería basarse sobre un documento común que celebre las razones de la Unión y defina los arreglos institucionales y los principios normativos para preservarla. Con el procedimiento de la unanimidad para reformar o sustituir los tratados, tal desarrollo parece altamente improbable. Al mismo tiempo, para volver a ser una organización económica, la UE debería desmantelar buena parte de las normas, instituciones y competencias que fue adquiriendo en el largo proceso de constitucionalización material. Y de nuevo, con el procedimiento de la unanimidad tal retroceso parece altamente improbable. Los poderes de veto pueden ser activados tanto para impedir la evolución como la involución constitucional. El Tratado de Lisboa refleja tal impasse constitucional. Éste consolida buena parte de lo que ha sido adquirido con la constitución material aunque es carente de los requisitos básicos para aproximarse a una constitución formal. Ha sido necesario para no dar un paso hacia atrás pero continúa siendo insuficiente para dar un paso hacia adelante. Las democracias compuestas son op-ed polities, sistemas abiertos y en continua confrontación. La experiencia de los Estados Unidos enseña, sin embargo, que éstos fueron mantenidos juntos por un método de desarrollo de las disputas más que por un modelo de resolución de éstas (Fabbrini, 2008c). ¿Cuál es el método de la UE para reglamentar la propia disputa constitucional?

Conclusiones

El debate que se ha desarrollado con el proceso de Laeken ha ofrecido una extraordinaria oportunidad para discutir las razones y la finalidad del proceso de integración (Walker, 2007; Erikson, Fossum y Menéndez, 2004; De Witte, 2002). Tal debate ha producido situaciones periódicas de parálisis porque ha evidenciado la existencia de divisiones profundas acerca de la finalidad de la Unión en un contexto carente de un frame normativo y procedimental compartido. Las divisiones sobre las finalidades de la Unión pueden producir un resultado centrípeto, si los contendientes comparten las razones básicas del estar juntos y aceptan resolver sus disputas con los procedimientos básicos del cambio constitucional. O pueden producir un resultado opuesto si aquellas condiciones no están disponibles. Por lo tanto, la UE necesitaría disponer de ambas condiciones (tanto la normativa como la procedimental) para neutralizar los posibles resultados centrífugos de las disputas que han emergido. Al mismo tiempo, estas disputas se han revelado tan profundas que hacen altamente improbable la adquisición de aquellas condiciones bajo la forma de un documento base que las defina y las garantice.

En fin, sin un documento base (como quiera que se lo llame: tratado constitucional, ley fundamental, basic treaty) que provea a ambas visiones en conflicto de un lenguaje común con el cual expresarse y un procedimiento que permita resolver periódicamente sus divergencias, la UE tendrá dificultades para contener las propias asimetrías. Al mismo tiempo, sin embargo, las divisiones entre los estados miembros hacen improbable la elaboración de un nuevo TC más simplificado que el precedente, comprehensivo de las adquisiciones del Tratado de Lisboa, sustitutivo de los precedentes tratados, explícito en el definir las razones de la unión y no intergubernamental en el criterio de ratificación. Lo que nos queda es el pluralismo constitucional (Maduro, 2003), necesario para tener abierto el diálogo constitucional entre los estados miembros y sus ciudadanos, pero insuficiente respecto a la tarea de definir los términos de un nuevo pacto constitucional entre estos últimos. ¿Cuál será el futuro de la UE? Es posible hipotetizar que la disputa constitucional termine por generar, de facto, una diferenciación creciente entre la Europa económica y la Europa política, a través de las cláusulas previstas en el Tratado de Lisboa que consiente la cooperación reforzada entre algunos de sus miembros26 o a través de las agregaciones ad hoc de estados miembros que toman iniciativas en común para afrontar particulares problemas colectivos. Sin embargo, también en este caso, se terminará por tener una diferenciación by stealth, es decir de bajo perfil, nuevamente de tipo funcional, cuando la UE tuviera necesidad de afrontar las propias divisiones con una prospectiva constitucional. Es posible hipotetizar también que la contraposición entre las dos visiones se resuelva en la preservación del estatu quo, a través de su recíproca y pragmática adaptación, que produciría equilibrios diversos en contextos diversos (Olsen, 2007), en una UE que permanecería sin embargo indiferenciada. Y aquí es inevitable preguntarse si una UE indefinida no conducirá a su irrelevancia en un mundo globalizado (Habermas, 2009), para responder que eso sería altamente probable. Cierto es que el futuro de la UE, más que en el seno de los dioses, residirá en las mentes y los corazones de sus líderes y de sus ciudadanos.

Notas

* El artículo retoma temas que el autor ha presentado en diversas conferencias internacionales. La última de ellas fue en la Lección Inaugural del año académico del Colegio Carlo Alberto (Moncalieri, Torino), el 21 de septiembre de 2009, con el título "Behind Lisbon: The Constitutional Conundrum of European Integration". (Traducción de Marcelo Camerlo).
1 Como es ya de uso común en la literatura científica, también para mí la dicción Unión Europea indica la entera experiencia comunitaria, desde sus orígenes (en el Tratado de París de 1951 y en los Tratados de Roma de 1956) hasta los desarrollos actuales. En realidad, la dicción Unión Europea ha sido introducida por el Tratado de Maastricht de 1992, tratado que ha incorporado, primero, la experiencia de la Comunidad Económica Europea y, luego, la de la Comunidad Europea.
2 Los estudios de las uniones de estados continúan siendo, todavía hoy, poco numerosos. Entre ellos, debe ser mencionado el volumen de Forsyth (1981), que ha sido uno de los primeros en intentar clasificar aquellas uniones, y la compilación de ensayos, de gran espesor teórico pero no analíticamente sistemática, de Stein (2000).
3 Es una opinión consolidada que la votación contraria a la institución de una Comunidad Europea de la Defensa de parte del parlamento francés (Assemblée Nationale) el 20 de agosto de 1954, representó un punto de inflexión en la discusión sobre las características que habría debido asumir la integración europea. Después de aquel voto, en efecto, se decide recurrir al método funcionalista, antes que al federalista, para promover la integración del continente. El Tratado instituyente de la Comunidad Europea de la Defensa había sido suscripto, el 27 de mayo de 1952, por Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo (Judt, 2005).

4 En ocasión de la conclusión del Tratado de Niza, fueron las instituciones europeas (pero no los estados miembros) los que proclamaron la Carta de los Derechos. Esta última no fue incluida ni reconocida en el Tratado, permaneciendo entonces carente de valor jurídico.
5 El Tratado no había estado en grado de ofrecer una solución eficiente y democrática al problema del proceso decisional dentro de la UE (Consejo Europeo, 2001).

6 El 1 de mayo de 2004 entraron en la UE diez países: ocho de Europa del Este (República Checa, Eslovaquia, Hungría, Polonia, Eslovenia, Estonia, Lituania, Cetonia) y dos de Europa del Sur (Malta y Chipre). El 1 de enero de 2007 entraron otros dos países de Europa del Este (Rumania y Bulgaria).
7 Además de cinco artículos de disposiciones finales y una serie de protocolos (véase Boletín Oficial de la de la Unión Europea).
8 El Tratado de Lisboa suprime la división en pilares introducida con el Tratado de Maastricht de 1992, reforma el sistema de voto del Consejo de Ministros introduciendo el criterio de la doble mayoría calificada (55 por ciento de los miembros del Consejo representativos de al menos el 65 por ciento de la población de la Unión), incrementa los poderes del Parlamento Europeo, extendiendo el procedimiento de codecisión a buena parte de las elites públicas. Además, crea las condiciones para una mayor coherencia y continuidad de la UE sobre el plano de la acción internacional, introduciendo la figura del Presidente del Consejo Europeo (elegido por dos años y medio, renovables por otro mandato) y del Alto Representante para la Política Exterior (que reúne en sí las varias actividades de política exterior desarrolladas precedentemente por el Alto Representante y el Comisario para las Relaciones Externas de la Comisión Europea). El Alto Representante, electo por el Consejo Europeo, pasa a ser también el vicepresidente de la Comisión, vinculando así las dos cabezas del Ejecutivo comunitario (Bassanini y Tiberi, 2008).
9 Contrariamente a lo que preveía la primer versión del Tratado de Lisboa, la nueva versión introduce el principio de que todos los estados miembros tienen derecho a tener un comisario propio dentro de la Comisión (la versión precedente afirmaba la necesidad de alcanzar, para 2014, una Comisión constituida de un número de comisarios equivalentes a las dos terceras partes de los estados miembros, elegidos por rotación). Además, Irlanda recibe garantías de que su neutralidad militar y su control de la política fiscal y familiar no serían puestas en discusión. Sin embargo, no debe olvidarse que la crisis financiera desatada en el verano de 2008, poniendo a dura prueba a la economía irlandesa, también ha contribuido a la posición gubernamental a favor de la aprobación del Tratado de Lisboa.
10 Ciertamente, en el caso de los Estados Unidos, ello vale en particular por la experiencia sucesiva a la Guerra Civil del periodo 1861-1865, es decir para los Estados Unidos postbellum y no para los Estados Unidos antebellum.
11 Es preciso recordar que la UE define cerca del 80 por ciento de las reglas que regulan la producción, distribución e intercambio de bienes, de servicios, de capitales y de la fuerza de trabajo en los mercados de sus estados miembros. Cada año, centenares de procedimientos legislativos (reglamentaciones, directivas) son tomados por los organismos de Bruselas, en materias en medida creciente no previstas por los tratados originales. Es una opinión difundida que las decisiones tomadas en Bruselas condicionan cerca de las dos terceras partes de la legislación de los distintos estados miembros.
12 Como argumenta Kreppel (2009), es preciso distinguir entre el Consejo Europeo y el Consejo de Ministros. Con el Tratado de Lisboa, el primero esta destinado a adquirir un rol ejecutivo con la elección de un presidente, mientras el segundo es reconducido a un rol legislativo. Entre el Consejo Europeo (y su presidente) y la Comisión Europea (y su presidente) se podría configurar una relación sistémica comparable a aquella entre el presidente de la república y el primer ministro parlamentario de los gobiernos semipresidenciales.
13 La formula "jefes de Gobierno y de Estado", relativa a la composición del Consejo Europeo, fue introducida para incluir a los presidentes de la república de los gobiernos semipresidenciales, en cuanto dotados de una corresponsabilidad de gobierno con los primeros ministros. Por lo tanto, dicha fórmula no incluye a aquellos jefes de estados parlamentarios o monárquicos carentes de legitimación electoral y de un rol de gobierno.
14 El candidato a la presidencia de la Comisión Europea, también con el Tratado de Lisboa, continuará a ser propuesto por el Consejo Europeo y deberá luego recibir la aprobación del Parlamento Europeo. Con el Tratado de Lisboa se especifica, sin embargo, que la propuesta del Consejo Europeo deberá ser coherente con el resultado de las elecciones para el Parlamento Europeo. Luego, una vez nominado, el Presidente de la Comisión Europea y el Consejo Europeo deberán concordar la composición de la Comisión Europea, que a su vez, deberá pasar a través de la aprobación del Parlamento Europeo. James Madison no habría tenido dificultades en reconocer tal sistema de nominación como una especie del género (por él ideado) de checks and balances (Bednar, 2003).

15 Es la crítica expuesta en particular por Hix, Noury y Roland (2007) de que las elecciones para el Parlamento Europeo son second order elections.
16 La separación vertical de poderes territorial (federalismo) es conciliable con la fusión horizontal de poderes gubernamentales (parlamentarismo) cuando hay un relativo equilibrio entre las unidades federales. Tanto es que, en la Alemania posbélica, los laender fueron diseñados por los Aliados que ocupaban el país de modo tal de garantizar un equilibrio (demográfico y económico) entre éstos y evitar el resurgimiento de otra Prusia en grado de dominar el resto de las unidades territoriales. En efecto, sólo Baviera obtiene el reconocimiento de su identidad histórica, mientras los otros laender fueron diseñados sobre el papel.
17 Para una crítica de estas interpretaciones reenvío a la primera parte del mío (Fabbrini, 2007b) y a la bibliografía relativa. Pero véase también Hendrickson (2003: 258): "[en los Estados Unidos] la Constitución ha creado una República de diferentes repúblicas y una nación de muchas naciones (…) Ha emergido un sistema sui generis que ha instituido un orden continental con las características tanto de un Estado como de un sistema de estados". Véase también Skowroneck (1987) que constituye un volumen ya clásico sobre el tema de la relación entre Estado y democracia en los Estados Unidos. Sociológicamente, es generalmente aceptado que el demos es una "construcción", el resultado de un proceso guiado por elites particulares (Weber, 1989).
18 Es importante notar, sin embargo, que tal concepto ha sido recientemente retomado en el brillante estudio del jurista italiano Della Cananea (2003).
19 Recientemente, una estudiosa americana, Vivien Schmidt (2006), ha usado el concepto de compoundness para clasificar sistemas políticos caracterizados por una baja tasa de centralización institucional (como Alemania e Italia, además de la UE). Sin embargo, tal abordaje no especifica qué criterios es preciso utilizar para distinguir un sistema compuesto de un sistema que no lo es. Sin (buenos) criterios clasificatorios, se tendrán (malos) resultados en la clasificación. Como aquella que pone al mismo nivel, justamente, casos diversos como Alemania, Italia y la UE, reproponiendo así el equívoco del "perro-gato".
20 Fue una decisión explícita de las elites políticas de Alemania Federal y de Israel, después de la Segunda Guerra Mundial, el aprobar una ley fundamental (Grundgesetz, en el caso alemán) y no una constitución. A través de esta decisión se quiso subrayar el carácter transitorio del régimen político, a la espera de la recomposición de la diáspora hebraica (Israel) y de la división entre este y oeste (Alemania). Vale la pena notar que la superación de esta última división en 1990 a través de la Deutsche Einhet o "Unidad Alemana" no ha conducido a una constitución formal. En realidad, dicha unidad se ha realizado a través de la integración de los cinco laender de Alemania del Este con la Alemania Federal del Oeste, con relativa adecuación de la ley fundamental.
21 Me limito a recordar que la CJE ha afirmado el carácter constitucional del proceso de integración ya a partir de la sentencias Van Gend and Loos (1963) y Costa vs. Enel (1964).
22 Jurídicamente se podría decir que es un régimen que se inspira en los principios del constitucionalismo, entendidos como un conjunto axiológico de principios orientados a la tutela de los derechos y la separación de poderes.
23 Puede ser interesante notar que Gran Bretaña, inmediatamente después de haber reconocido la autonomía de Escocia y de Gales con la devolution de finales de los años noventa del siglo pasado, ha debido abrir una discusión sobre la necesidad de sustituir la constitución material con un documento que defina formalmente la relación entre sus regiones/naciones (King, 2009).
24 El nuevo artículo 17.5 del Tratado sobre la Unión Europea establece que a partir de 2014 la Comisión debe ser compuesta por un número de miembros iguales a los dos tercios de los estados "unless the European Council, acting unanimously, decides to alter this number". EL Consejo Europeo del 18-19 de junio de 2009 (Council of the European Union doc. 111225/2/09, 10 July 2009, p. 2) ha podido, por lo tanto, adoptar la decisión que "the Comisión shall continue to include one national of each member state".
25 Basta pensar en las posiciones de los socialistas franceses pertenecientes al ex Primer Ministro Laurent Fabius que, durante le referéndum del 2005, repropusieron una visión de la UE como proyección ampliada de la experiencia del Estado nacional.
26 Se trata del artículo 1, coma 22, que modifica el artículo 10 del Tratado de Maastricht (o Tratado de la Unión Europea).

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