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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.6 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2012

 

ARTÍCULOS

Identidad: aristas de análisis para la moderna ciencia política

 

Juan Lucca

Universidad Nacional de Rosario, Argentina
juanlucca@hotmail.com

 


Abstract

The notion of identity occupies the center of an extensive debate within the social context and within the social sciences. In contrast, political science has not appealed to this notion as an analytical category, which is why this essay seeks to fill this gap. We explore, first, the different lines of this debate and, second, the diverse approaches on identities in the other disciplines, especially in its treatment of Latin America, to assess, at the end, its usefulness for the purposes of carrying out any kind of study with a political perspective focusing on identities.

Key words

Identity; Political science; Latin America; Constructivism; Social sciences

 Palabras clave

Identidad; Ciencia política; América Latina; Constructivismo; Ciencias sociales


 

La noción de identidad ocupa el epicentro de un extenso debate dentro del contexto social y al interior de las ciencias sociales, pero no dentro de la ciencia política; razón por la cual el presente ensayo busca suplir este vacío. Para ello abordará los diferentes enfoques sobre las identidades en las demás disciplinas, principalmente en su tratamiento sobre América Latina, para que estos elementos nos permitan mostrar su utilidad a los fines de llevar adelante futuros estudios politológicos.

 

Introducción

"¡Dios mío! ¡Qué cosas más raras están pasado hoy! Y pensar que tan solo ayer todo sucedía como de costumbre. Me pregunto si habré cambiado de alguna manera esta noche. Veamos: ¿era yo la misma esa mañana al levantarme? Casi creo recordar que me sentía algo diferente. Pero si no soy la misma, la pregunta siguiente es ¿quién soy yo? ¡Ah! ¡Eso sí que es un misterio!".

Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas

La preocupación por la identidad como interrogante filosófico puede retrotraerse hasta los orígenes de la reflexión sobre la ontología del ser en la antigüedad. Sin embargo, no será hasta la segunda mitad del siglo XX que la noción de identidad ocupará el epicentro de un extenso debate en las ciencias sociales, ligado a preocupaciones de vertientes psicológicas (por ejemplo a partir del trabajo seminal de Erikson), sociológicas (como las propuestas de Berger y Luckman, Bourdieu, Bauman, Giddens, entre otros) antropológicas (Mead, Lévi-Strauss, Barth, Hall, etcétera) de carácter sociohistórico (Sommers, Tilly, Braudel, Anderson), convirtiéndose de esta forma en una preocupación multidisciplinar por excelencia (Mato, 1994; Brubaker y Cooper, 2001).

En paralelo al desarrollo conceptual, la noción de "identidad" pasará a ocupar a partir de la década del setenta un amplio uso en un sinnúmero de demandas sociales y políticas llevadas adelante por nuevos movimientos sociales reivindicativos (de tipo étnico, de género, ecológico, entre otros), producto de la exaltación de las diferencias, la ruptura de las solidaridades de clase y grupos de interés anteriormente consolidados (Couche, 1996; Kaya, 2007). El uso de la noción de identidades en el lenguaje corriente expandió su significado, convirtiéndolo en una noción polivalente (Giménez Montiel, 2002); fenómeno que reforzó el interés académico sobre las identidades, por un lado, e impulsó, por el otro, a los investigadores a establecer un mayor rigor conceptual de la noción de identidad como categoría de análisis (Brubaker y Cooper, 2001).

En contraste con este panorama, la noción de identidad no se ha convertido en una categoría de uso para los abordajes politológicos, más allá de las preocupaciones por la configuración de una identidad de tipo "Estado nacional" (Pachano, 2003: 37). Según Fearon (1999: 36), este desentendimiento de la ciencia política en el debate sobre la noción de identidad es producto del escepticismo de los politólogos a utilizar un concepto con un elevado grado de "vaguedad". Esta perspectiva ofrece una respuesta a medias ya que no sólo otras disciplinas enfrentan este problema conceptual, sino también porque el alejamiento de la politología de las dimensiones explicativas que provienen de vertientes socioculturales e históricas dice mucho sobre el estado actual de la disciplina, en la que priman enfoques como los de la acción racional o las diferentes vertientes de neoinstitucionalismo (Relacip, 2008; Etchemendy, 2004; Barry, 1974).

Algunas excepciones dentro del "mainstream" politológico son los estudios de Chai (2001), Choosing an identity, o de Laitin (1998), Identity formation, entre otros, que abordan la noción de identidades desde el prisma de la acción racional. Sin embargo, su incidencia en la agenda politológica es tangencial. Es por ello que resulta necesario desandar las diferentes aristas del debate y los abordajes sobre las identidades en las demás disciplinas, principalmente en su tratamiento sobre América Latina, de forma tal que el reconocimiento de los principales elementos que conforman la noción de identidad permita evaluar su utilidad a los fines de llevar adelante cualquier estudio de tipo politológico.

 

Senderos de la identidad que se bifurcan

"Y nada se ordenaba ni se aclaraba, pues todo era opuesto y se confundía. Los interlocutores se contradecían el uno al otro, y además se contradecían a sí mismo".

Thomas Mann, La montaña mágica

La mayoría de los analistas reconoce, como uno de los trabajos fundamentales en la incorporación de la noción en la agenda temática de investigación en las ciencias sociales durante el siglo XX, el aporte de Erickson desde la psicología. Con su problematización sobre la crisis de identidad entendida como la pérdida de referencias que permiten establecer la selección de lo que el sujeto considera de importancia o no, el autor reintroducía la noción de identidad a la palestra principal de los debates en ciencias sociales -a pesar de hacerlo con un fuerte contenido primordialista (Kraay, 2007; Segers, 1996; Taylor, 1996)-. En esta senda, es llamativo que los escasos intentos por abordar la cuestión de la identidad como problema analítico de la ciencia política se retrotraigan a los abordajes de Erickson, inclusive para dar elementos configurativos a abordajes como los de Laitin, quien considera a las identidades como puntos focales de coordinación entre los sujetos, que manifiestan su "necesidad identitaria" en los momentos de cambio, de descoordinación, de "crisis" (Laitin, 1998: 23).

Intentos como los de Fearon (1999) reconocen la existencia de un amplio rango de expresiones sobre lo que se entiende por identidad, con matices que van desde su percepción como un conjunto de significados (set of meanings), el deseo de diferenciación social, una construcción relacional, una representación prescriptiva para la acción, una forma de posicionarse dentro de un contexto espacial y temporal, un proceso de diferenciación que tiene fronteras variables, entre otros. Sin embargo, al momento de señalar la perspectiva del autor, Fearon plantea dos formas de concebir la identidad: la primera de ellas, como una categoría social, una etiqueta, que permitiría no solo que un individuo o grupo se ubique en el sistema social, sino también que él mismo sea ubicado socialmente, por su adscripción a un rol -por ejemplo, madre, hijo, esposo- o a una característica o tipo -por ejemplo: tartamudo, calvo, entre otros- (Larraín Ibáñez, 2001; Couche, 1996; Fearon, 1999). La segunda, definida por un componente de grupo, teniendo en cuenta qué atributos se consideran formativos de la identidad (Fearon, 1999); es decir, se estaría pensando la identidad como el sentido de autopercepción de esa pertenencia hacia una común unidad que se genera en torno a ciertos elementos (Honko, 1996).

Brubaker y Cooper (2001) consideran que en estas dos posibilidades propuestas por Fearon no se agotan los posibles abordajes, ya que la noción de identidad es utilizada por innumerables autores para marcar en qué medida la acción puede ser gobernada por cosmovisiones compartidas que se imponen por sobre el interés individual, y muchos otros autores plantean la idea de que las identidades son el producto o resultante de otro factor, como por ejemplo la acción, las prácticas sociales, los discursos, las lealtades, las instituciones, entre otros aspectos (Mier, 2004; Flores D'Avila, 2004). Asimismo, la noción de identidad es evocada según Brubaker y Cooper (2001) para "nombrar algo pretendidamente profundo, básico, perdurable o fundacional", especialmente a partir de la naturalización o esencialización de la identidad. Por último, y en claro contraste con la perspectiva anterior, los autores señalan el cada vez más evocado uso de la noción de identidad como modalidad de abordar epifenómenos, la importancia del posicionamiento y carácter fluido del "yo-nosotros". Es decir, los mencionados autores, dicotomizan los usos de la noción de identidad en dos grandes grupos: los que anteponen la "pertenencia estable a..." y los que propugnan "la creación de la pertenencia en un momento dado", aspectos que simulan un callejón sin salida, en un punto sin retorno, en el cual toda pregunta por la identidad se enreda en una maraña irresoluble que posee dos puntas de las cuales tirar (Couche, 1996).

Otros autores, como por ejemplo Bucholtz y Hall (2005: 586), aunque conciben, al igual que Fearon, o incluso Brubaker y Cooper, que la identidad es un proceso de posicionamiento, enfatizan el carácter relacional entre el "otro" y el "nos" en la configuración de un "nosotros"; perspectiva que es ampliamente compartida entre los analistas de las identidades, como por ejemplo Taylor, quien señala que en el carácter dialógico de las identidades está la clave pues, como menciona, "... el que yo descubra mi identidad no significa que yo la haya elaborado en el aislamiento, sino que la he negociado por medio del diálogo, en parte abierto, en parte interno, con los demás" (Taylor, 1993: 55).

Teniendo en cuenta las diferentes formas de concebir las identidades, hasta aquí puede afirmarse, siguiendo a Jeese y Williams (2005), que las identidades pueden ser entendidas a partir de su componente descriptivo (atributos), prescriptivo (como debe pensar un colectivo) o evaluativo (como compararse con otros), con lo cual podría suponerse que al utilizar una noción como la de identidad sería necesario dar cuenta de al menos tres interrogantes, a saber: ¿quién sos vos?, ¿quién soy yo? y ¿quiénes son ellos? Siguiendo en gran parte este razonamiento, autores como Tilly consideran que un estudio que busque responder estos interrogantes debe tener cuenta los siguientes elementos:

-   La identidad política es siempre, y en todo lugar, relacional y colectiva.

-   Por lo tanto altera las redes políticas, oportunidades y estrategias de cambio.

-   Siempre incluye tener que adoptar historias compartidas relativas a los límites entre nosotros y ellos, historias de cómo surgieron esas fronteras y qué los separa.

-   La validación de las identidades políticas depende de acciones contingentes en las que la aceptación o rechazo de la relación por parte de los "otros" es crucial.

-   La validación limita y facilita la acción colectiva por parte de aquellos que comparten la identidad (Tilly, 2002: 60).

 

 

En el fragmento reseñado es posible entender que las identidades tienen un contenido variable, dable de ser exteriorizado a través de multiplicidad de elementos (aunque con mayor entidad en las prácticas materiales y discursivas a través del tiempo) y que, a pesar de que pueden adquirir cierta estabilidad, no son la resultante de un proceso simple y pacífico ya sea al interior del grupo como hacia el exterior de sus fronteras, sino más bien construcciones en las que impera -aunque más no sea solapadamente- un halo de conflicto (Giménez Montiel, 2002: 56).

Esencia o construcción de las identidades

"No veo por todas partes más que oscuridad. ¿Creeré que no soy nada? ¿Creeré que soy Dios?"

 Blaise Pascal

La explosión del abordaje en torno a las identidades que se produce en las últimas décadas del siglo XX va de la mano de la crítica constructivista al carácter estructural y/o predeterminado del sujeto individual o colectivo. Razón por la cual, en gran parte de los estudios con las identidades como eje de análisis, es posible encontrar como punto de partida una "crítica" solapada o directa a la posibilidad de pensar aquella noción de manera rígida, estática o preestablecida de antemano.

En la definición de la identidad que proponía originalmente Erickson, encontramos ya los resabios de esta díada "esencial" versus "construido", ya que el autor consideraba que la identidad es un doble proceso en el que convive una mirada primordialista (que considera que las solidaridades se construyen sobre la base de fundamentos reales) y una mirada instrumental (que percibía el carácter mudable de las identidades acorde al contexto social), ya que resultaba harto difícil pensar a las identidades, por un lado, sin raíces y, por el otro, sin cambios (Laitin, 1998).

Es posible repensar estas dos perspectivas como modalidades "fuertes" o "débiles" en relación con las identidades. En una perspectiva "fuerte" el componente que se destaca es la estabilidad, perdurabilidad y determinación de algún atributo o elemento que se "congela" generando una igualdad en tiempo y lugar, con lo cual las identidades se perciben como estables y constantes (Brubaker y Cooper, 2001; Herrigel, 1993; Giménez Montiel, 2002). Una perspectiva de este tipo, tal y como señala Couche (1996), supone una mirada genética en la que el elemento que da origen a la identidad posee tanta fuerza como para producir un enraizamiento que naturaliza toda adscripción social de los sujetos, e imposibilita cualquier pensamiento respecto del cambio de las identidades. Una perspectiva fuerte supone la concepción de las identidades como una suerte de patrimonio, de herencia, de tradición, con lo cual se produce una férrea delimitación del grupo, de sus fronteras, de sus elementos, y por ende una creciente dificultad para abordar la generación de nuevas identidades, el cambio en la identidad en cuestión, las condiciones de perdurabilidad y autopercepción del grupo en (y a través del) tiempo (Larraín Ibáñez, 2001; Brubaker y Cooper, 2001; Mier, 2004).

Dentro de los desarrollos vinculados con la ciencia política es posible tomar un ejemplo en el cual la identidad se percibe como un sustrato estable y perdurable que configura los marcos de acción y cognición, de pertenencia y adscripción de los sujetos (colectivos o individuales). En la propuesta de Lispet y Rokkan (1967) sobre el origen de los partidos políticos, los autores adscribían a los conflictos producto de la revolución industrial y la construcción de la nacionalidad las claves para entender cuáles eran los "clivajes" o líneas de corte de la sociedad (centro-periferia; laico-religioso; urbano-rural; capital-trabajo). Según los mencionados autores, una vez que se establecen las fracturas y se establecen los partidos en relación a estos clivajes, la configuración del sistema de partidos tiende a mantenerse constante (freezing hypothesis), incluso una vez que el conflicto desaparece. En propuestas contemporáneas que aplican la noción de "clivajes" en América Latina [1] , la perspectiva sobre el "congelamiento" del sistema de partidos no se pone en pie de crítica, sino más bien todo lo contrario, se termina naturalizando o cosificando una construcción político-partidaria en este caso (Tilly, 2002: 47 y ss.).

Por el contrario, en las perspectivas "débiles" (paradigmáticas dentro del resurgir de la temática identitaria en las últimas décadas bajo el halo del constructivismo) propugnan el análisis de las identidades a partir de la comprensión del contexto en el cual se elaboran o incluso poniendo el acento en el proceso de construcción, es decir, no solo en el hecho del ser "x" sino también en el de "convertirse" en "x" (Lee, 2008: 749). Lo interesante aquí es la posibilidad de dejar de pensar la identidad (e incluso la cultura) como una etiqueta fija, para pensarla como una condición cambiante, o como prefiere señalar Vergara (2004), pasar a entenderlas como un escenario. Este sentido "débil" abarca un amplio espectro que va desde la extrema fluidez e instantaneidad en la que el momento de ser es efímero e inaprensible, hasta aquellas perspectivas que reconocen la posibilidad del cambio en las identidades sin subsumirse a la imposibilidad de aprehenderlo, ya que reconocen ciertas líneas de continuidades (Brubaker y Cooper, 2001: 40).

Uno de los elementos compartidos por el grupo de autores que se pueden adscribir a esta tendencia es el reconocimiento de la estancia actual en un paraje sin referencias, en el instante en que se advierte que todo aquello que se encuentra por delante ya no dispone de nombre, con lo cual el mundo estaría dislocado, desarraigado y desanclado; haciendo del vocablo "post" la palabra clave de este tiempo (Beck, 1998: 15). De esta manera, pensar la identidad como un proceso abierto de construcción y reconstrucción constante supone abrirnos a la posibilidad del abandono de las certezas y el pasaje a la esquizofrenia ontológica que supone la tarea continua de bricolaje, de la construcción de identidades, pensarlas como un proceso en el que hay marchas y contramarchas, múltiples puntos de partida, pero no necesariamente algún punto de llegada, con lo cual la característica primordial de la identidad sería la volatilidad y fluidez. En esta senda, uno de los autores que con mayor ahínco advierte este continuo movimiento de los puertos donde amarrar nuestro ser es Bauman, quien a través de su adjetivo omnicalificativo "fluido" ha logrado retratar lo etéreo de nuestro mundo y de las identidades contemporáneas. Desde la perspectiva del sociólogo polaco, es la modernidad misma la que ha perdido su pesadez, su andamiaje estructurado, organizado, y con ello todos los enclaves que vinculaban a los seres humanos a sus lugares de arraigo y por ende a la estabilidad y solidez de sus identidades.

Ahora bien, la fluidez de las identidades que nos propone Bauman, y la sensación de eterno comienzo, echaría por tierra en su punto de mayor radicalidad la posibilidad misma de abordar las identidades, porque no existiría representación alguna de aquello que somos, sino una continua presencia, irrepetible y única que condena al mismo vacío del cual la problemática de la identidad busca salir. Es posible advertir entonces que la fluidez en extremo (en tanto no pertenencia) es el anverso de la "pertenencia estable" a las identidades concebidas de manera pétrea y esencialista, con lo cual una u otra salida en sus puntos extremos representa una cosmogonía de las identidades como sin retorno (Couche, 1996: 111).

Continuidad y cambio de las identidades

"Articular históricamente el pasado no significa conocerlo, como verdaderamente ha sido. Significa apropiarse de una reminiscencia, adueñarse de un recuerdo tal y como éste relampaguea en un instante de peligro".

Walter Benjamin

Una salida a esta encerrona esencialista-fluidez, es reconocer que si bien las identidades son una construcción, no son efímeras o puramente contingentes, ya que poseen una dimensión temporal, lo que lleva a tener en cuenta necesariamente una explicación del devenir histórico de las identidades (Tilly, 1995; Roniger y Herzog, 2000). De esta manera, tal como apuntase Hall (1990: 225) es preciso comprender que "las identidades tienen historia", lo que alienta a pensar, por un lado, en la continuidad o ruptura y/o cambio del constructo identitario y, por el otro, en la percepción de los propios actores respecto de la temporalidad de sus propias identidades.

Tomando de manera gráfica el poema de Homero, según el cual, a la espera de Odiseo, y en busca de evadir sus pretendientes, Penélope tejía y destejía todos los días el sudario para el Rey Laertes, sería importante rescatar no solo el proceso, sino también las marcas en la trama que adquirió la tela de Penélope, es decir, retener que las identidades son una construcción de continuidad en el cambio, en definitiva una construcción inacabada y sin fin que se profesa definitiva (König, 2003; Montero, 1994). Pensar las identidades como una construcción que puede variar a través del tiempo supone adquirir una perspectiva diacrónica que permite reconocer no sólo las características y modalidades determinantes de su configuración, sino también los momentos en los que esto tiene lugar, lo que lleva a pensar en la trayectoria histórica de los procesos de constitución de identidades y en sus mecanismos de constitución de la continuidad y el cambio (Pachano, 2003).

A la hora de pensar cuál es la lógica según la cual una identidad puede tener una continuidad en el tiempo, autores como Tilly (2002) consideran que es producto, por un lado, de vínculos más frecuentes e intensos dentro de un grupo y, por el otro, producto de la incidencia de la propia historia en la construcción misma de identidades, ya que no solo oficia de base sino también constriñe o limita esta construcción posterior (Tilly, 2002).

La disponibilidad de los elementos inscriptos en el pasado que moldean la construcción en el presente ha estado íntimamente ligada a los debates sobre el peso de la tradición, de las trayectorias. Al respecto, uno de los primeros elementos a reseñar es que no debe confundirse la identidad con la noción de "tradición", sobre todo si se concibe a esta última como una trasmisión de elementos que se heredan y se repiten, sin que medie todo un proceso de selección y recreación de lo que se "toma" del pasado, sin que haya una interpretación inscripta en el presente de los propósitos y prioridades de mantener cierta continuidad, sin que se tome en cuenta finalmente que las tradiciones son construcciones (Mato, 1994; Mato, 2003; Honko, 1996). Sin embargo, como se verá a continuación, ciertas prácticas en la configuración de identidades pueden llevar a generar procesos de resiliencia al cambio, producto del acostumbramiento y valoración del "haber-de-ser" que supone una tradición, que supone este conjunto de prácticas regidas por reglas normalmente aceptadas que, como apunta Hobsbawm (1994: 97-98), tienen por objeto "inculcar determinados valores y normas de conducta a través de su reiteración, lo que automáticamente implica la continuidad con el pasado".

En el marco de la ciencia política contemporánea, una de las perspectivas que problematiza en torno a la constitución de la continuidad (y cambio) proviene del institucionalismo histórico, que si bien establece su preocupación respecto a las instituciones, ha producido un andamiaje conceptual para reconocer la diversidad de modalidades de vinculación entre eventos y eventos (Pierson, 2004). En este sentido, la propuesta de Pierson no sólo es interesante en tanto piensa el proceso de construcción y reforzamiento histórico, sino también por colocar énfasis en la importancia de "cuándo" acontecen las cosas, el "timing" y la secuencia del encadenamiento de los eventos (Pierson, 2004: 45, 54, 64, 77). Para Pierson, el centro del análisis es una categoría tan cara al neoinstitucionalismo histórico, como es la de path dependence (PD), entendida como el desarrollo de ciertas procesos sociales con un origen crítico, cuyos resultados generan una trayectoria que resulta más difícil de revertir a medida que transcurre el tiempo y ese sendero no es puesto en cuestionamiento (Pierson, 2004). Es decir, propone releer los procesos históricos a través de la siguiente secuencia: "punto de partida", generación de una "dependencia sensible de las condiciones iniciales" (path dependence) y la "retroalimentación positiva" de ese sendero ante los costos de un cambio o vuelta atrás (increasing returns) que generan la escasa plasticidad -o más bien continuidad- de las instituciones, o en este caso, identidades (entendidas como instituciones en sentido amplio).

Ahora bien, cuáles son los elementos teóricos a tener en cuenta para pensar el origen de la institución, las dinámicas de reforzamiento (o continuidad) y las dinámicas de cambio. Desde la perspectiva de Pierson, pensar el origen está ligado a un momento crítico, en el cual se bifurcan las opciones, en el que se elije uno de los rumbos (se extrae una bola de color si se toma en cuenta la propuesta de la urna de Pólya), en el que al decir de Dobry (1988) se produce la transformación y discontinuidad de los ritmos sociales y políticos, convirtiendo estas coyunturas en "momentos de verdad" en los que se ponen juego los verdaderos resortes del presente y el futuro, en momentos en los que se produce el instante arquitectónico de la política y por ende se genera la sinergia en torno a un entramado identitario significativo. Según Pierson, muchas veces se naturalizan las instituciones producto de la dinámica de continuidad que impera en ellas, ya que en general la dependencia de la trayectoria produce un "costo de reversión" (increasing returns) muy elevado, lo que a su vez pone en funcionamiento mecanismos de resiliencia a cualquier tipo de cambio, que terminan oficiando como mecanismos de reforzamiento positivo de la trayectoria (positive feedback).

Más allá de estos mecanismos que fortalecen la continuidad, existen diferentes dinámicas de cambio, con lo cual es posible pensar en el carácter dinámico (o al menos no "congelado" a lo Lipset y Rokkan) del proceso histórico. Usando la expresión de Lindblom (1996), es posible pensar el cambio tanto desde la raíz -a través de nuevas coyunturas críticas o procesos de difusión de nuevos consensos identitarios-; o la del cambio desde las ramas, es decir a través de la agregación y sedimentación de pequeñas variantes (layering) o incluso la reconversión del sentido de la identidad (Pierson, 2004).

Entre los analistas históricos que comparten la incidencia de una coyuntura crítica como detonante de un proceso, es común encontrar el señalamiento de la excepcionalidad y singularidad de este momento desencadenante, con lo cual se los ha asociado a epifenómenos de tipo macrohistóricos, como revoluciones, ingreso de las masas a la política, quiebres de regímenes autoritarios, entre otros, lo cual haría suponer que un cambio social provocaría la necesidad de nuevas identidades (Hobsbawm, 1994). Desde este tipo de análisis el cambio en las identidades es de tipo externo, ajeno a su propio devenir (Legro, 2009).

El cambio histórico, por lo tanto, es menos habitual de lo que se cree, y si se lo aplicara a pensar las identidades, se terminaría por caer en cierta naturalización de la estabilidad, de la continuidad. En esta línea se configura la crítica de Jeese y Williams en relación a Lijphart, ya que según los mencionados autores el supuesto sobre el que basa sus cavilaciones sobre el carácter consensual o mayoritario de las democracias anida en la rigidez de las sociedades a cambiar, y por ende los partidos y democracias para canalizar el cambio (Jeese y Williams, 2005).

Tal y como se señaló previamente, el cambio en la configuración de un entramado identitario pensado desde un prisma histórico puede obedecer a un cambio acumulativo. Desde una perspectiva centrada en los actores, esto puede obedecer a la perdida de los puntos focales de coordinación entre los miembros que se cohesionan en torno a una identidad, tal y como propone Laitin (1998) a la hora de estudiar la identidad de los ciudadanos soviéticos en Estonia. Desde una perspectiva centrada en los componentes o elementos de la identidad, el cambio podría devenir de una resignificación de los objetos sobre los que se basaba la identidad (ya sea quitando o anexando componentes, como también cambiando su valoración o contenido), o bien debido a una refuncionalización de objetos en los que anteriormente se basaba la identidad y habían sido dejados de lado y adquieren nueva relevancia (García Alonso, 2002). Desde una perspectiva centrada en el aspecto relacional de las identidades, éstas podrían cambiar en el momento en que la acumulación de descoordinación interna y búsqueda de nuevos sentidos a los elementos que la configuran coinciden con el surgimiento de una alternativa desafiante, de un nuevo "paradigma" si tomamos el esquema de Kuhn, es decir, de una nueva identidad que logre interpelar de forma más efectiva y eficiente a quienes se aferraban anteriormente a la morfología identitaria previa (Waisman, 1998).

Legro afirma en el mismo sentido que la plasticidad de las identidades dependería de un doble juego, según el cual sin la presencia de una baja expectativa y resultados indeseables en relación a la identidad que se defiende, la identidad no cambiará, y por el otro sin la existencia de una idea desafiante que genere nuevas expectativas de mejores resultados la identidad tampoco cambiaría (Legro, 2009). Este último aspecto plantea una problemática a tener en cuenta al analizar la dimensión histórica de las identidades, que es hasta qué punto se produce una transformación de la identidad, es decir, un cambio con continuidad, o bien hay una alteración cualitativa con una mutación hacia otra identidad. Siguiendo a Giménez Montiel (2002), sería posible pensar esta última posibilidad teniendo en cuenta dos procesos: la mutación por asimilación o por diferenciación. El primero de ellos puede ser producto tanto de la unión de dos o más grupos para configurar una nueva identidad, o bien porque un tercero irrumpe, subsumiendo esta identidad a una nueva; en tanto que el segundo proceso puede darse por la división del grupo o proliferación de nuevos colectivos asociados al grupo.

Identidad como una categoría social o atributos compartidos

"Cada uno, tomado aparte, es pasablemente inteligente y razonable; reunidos, no forman ya entre todos sino un solo imbécil".

Friedrich Schiller

Si pensamos la noción de identidad como una categoría social, es posible encontrar rótulos que asocian comportamientos sociales con criterios macroclasificatorios, como los de sexo, edad, nacionalidad ("argentino", "brasileño", "mexicano", etcétera), pertenencia partidaria ("peronista", "petista", "priista", etcétera) y muchas otras (Bucholtz y Hall, 2005: 591). Ahora bien, para que las mismas tengan un uso para clasificar los comportamientos es necesario que las mismas sean aceptadas por aquellos que las utilizan o sobre quienes recaen (Tilly, 2002), entendiendo entonces que la delimitación de quienes pertenecen a una categoría se lleva a cabo con un criterio utilizado por el indo- o exogrupo clasificado, tal y como puede ser la categoría "brasileño" para los autóctonos de ese país o la de "brazuca" para describir a los autóctonos de ese país desde la Argentina -más allá de los componentes peyorativos que este uso pueda tener o no- (Palermo y Mantovani, 2008). Asimismo, para su uso es necesario reconocer el carácter relacional de los elementos significativos que la componen, ya que ocluir un elemento de la taxonomía social en cuestión terminaría por señalar que, por ejemplo, poseer dos cromosomas X o uno X y uno Y configura una categoría -en este caso, genética- diferente (Mier, 2004).

Pensar la identidad como una categoría social a partir de la cual ser clasificado supone entonces dos aspectos a debatir, el primero de ellos relativo al carácter estático de los criterios clasificatorios, y -como se verá en la próxima sección- al carácter posicional de las identidades, por otro lado. En este sentido, puede afirmarse que existe un sinnúmero de autores que conciben que las categorías sociales son predeterminadas, que están compuestas por ciertos elementos que definen límites claros de inclusión o exclusión, que pueden ser fundamentados no sólo por un componente biológico -en el caso que tratemos con categorías como sexo, por ejemplo-, un componente etnológico -en el caso de pensar en categorías delimitadas por la lengua, por ejemplo- e incluso hay autores que consideran que la cultura puede predeterminar ciertas categorías, con lo cual no hacen más que tender a "naturalizar" los lindes y componentes de una categoría que define una identidad, y volverla por ende un elemento estático (Sambarino, 1980; Larraín Ibáñez, 2001). Es por ello que al reconocer la categoría social como un elemento de definiciones estáticas, es posible reconocer su emplazamiento, su posición, y retroalimentar el uso "natural" de la misma.

La "cosificación" de las categorías sociales, como se vio previamente, ocluye el hecho de que las mismas sean construcciones -y por lo tanto éstas puedan modificarse- que logran imponerse y perdurar en el tiempo (Olivé, 1999: 195). Así, por ejemplo, si se toma en cuenta la categoría "indio" como categoría social estática, no se podría entender por qué durante la década de los noventa se produce un ritornello de dicho grupo a las principales discusiones teóricas y políticas, especialmente en América Latina. Si en cambio se considera la categoría "indio" como un significante, que puede mudar su significado acorde al devenir histórico, será posible entender en qué medida aspectos de diversa índole, que van desde la caída del comunismo y por ende el fin del clivaje clasista como articulador de los grupos sociales imperantes en América Latina, la Convención 169 de la OIT en 1989, la celebración de los 500 años del descubrimiento de América, la asignación del premio Nobel a Rigoberta Menchú, la movilización del EZLN en Chiapas, o la formación de partidos de tipo étnico principalmente en la región andina, sólo por poner algunos ejemplos, son elementos configurativos de la presente "vuelta del indio" como vieja categoría identitaria con un nuevo uso (Maiz, 2005: 9-11).

Asimismo, es necesario reconocer que los criterios clasificatorios de las categorías sociales son representaciones, que como apunta Bourdieu (1980), son el producto de actos de percepción y apreciación, conocimiento y reconocimiento, con lo cual queda en evidencia que quien logra clasificar da la pauta de cuáles son los criterios clasificatorios (Lash, 1997). Por ejemplo, si se piensa la categoría social "desviado" en el marco del período de entreguerras, en pleno clima de época del imperialismo macartista norteamericano, la cosmovisión reinante era la teoría del sistema social, que tendrá como principales exponentes a Parsons, Mayo, LaPiere, entre otros, que consideraba la desviación y el control social como el anverso y el reverso de la misma moneda, como términos mutuamente explicativos. Como señala Pitch (1996: 57) en relación a Parsons, "... el control social describe los procesos de inducción a la conformidad como mecanismos de autorregulación; o mejor aún, los segundos presuponen los primeros, y viceversa". No resulta extraño que la reacción a esta categoría parsoniana sobreviniese de autores enmarcados en el "labeling approach" o teoría del etiquetamiento, deudora en algún punto de los planteos de Foucault al otro lado del Atlántico, que señalaba que no había desviación alguna si ello no era etiquetado como tal por los mecanismos del control social, o que toda etiqueta prefabricada de control social era un mecanismo de caza de actitudes desviadas. Entonces, la pregunta inserta allí no era qué es lo normal, sino quién decide qué es y cuándo se vuelve en comportamiento desviado, trama de disputa por el poder y la primacía ideológica que se esconde tras cualquier categoría socialmente construida (Lucca, 2006).

De esta forma, es posible concebir a las categorías sociales valiéndose de la analogía que plantea Wolin (1993: 30) para con los conceptos, señalando que éstos serían como "... una red que se arroja para apresar fenómenos políticos, que luego son recogidos y distribuidos de un modo que ese pensador particular considera significativo y pertinente. Pero en todo el procedimiento, el pensador ha elegido una determinada red, que arroja en un sitio por él elegido". Esta analogía deja a las claras que en el uso de cualquier categoría social hay una construcción de un entramado de elementos que conforman una red para una pesca particular, ya que no todos pescan por igual al arrojar la red, ya que cada uno obtiene lo que fue a pescar; que esta construcción tiene una pertenencia en tiempo y/o espacio y que por ende -a pesar de su utilidad- están sujetas a la posibilidad del cambio, a pesar del peso "naturalizante" del uso.

Identidad como percepción de atributos

"Vuestro Cristo es judío. Vuestro coche es japonés. Vuestra pizza es italiana. Vuestra democracia, griega. Vuestro café, brasileño. Vuestra fiesta, turca. Vuestros números, árabes. Vuestras letras, latinas. Sólo vuestro vecino es extranjero".

Hana Mamzer

En el proceso de "percepción" de los atributos que configuran la identidad cabe tener en cuenta que es posible encontrar una doble vía de reconocimiento, de tipo externa o interna. En el primer caso, se hace referencia a la constitución de una identidad que toma como base los criterios y elementos que le son imputados a un colectivo; en tanto que en el segundo caso, es el propio grupo el que asume como suyas las características que los identifican (Mato, 1994, 2003). De esta manera, es posible hablar de identidades autopercibidas o bien autoasignadas (Flores D'Avila, 2004; Giménez Montiel, 2002). Sin embargo, ambas perspectivas analíticas se encuentran la mayor parte de las veces insertas en un mismo proceso de negociación entre lo que se encuentra fronteras hacia adentro o hacia afuera (Brubaker y Cooper, 2001; Couche, 1996).

Un claro ejemplo de la distinción analítica entre percepción interna y externa de los elementos que componen la identidad puede verse, teniendo en cuenta los desarrollos contemporáneos sobre los partidos políticos en América Latina en su dimensión ideológica, a través de los datos relevados por el Proyecto de Elites Parlamentarias Latinoamericanas (PELA) de la Universidad de Salamanca (1994-2005), que realiza encuestas padronizadas a los legisladores latinoamericanos, en las que toman en cuenta en una escala izquierda derecha que va de uno a diez la autopercepción de los legisladores respecto de su posicionamiento ideológico personal, el de su partido y el de los demás partidos. La distancia existente entre la autopercepción de los legisladores y la autopercepción de los mismos respecto de sus partidos, ha llevado a la formulación de investigaciones respecto de los "nichos ideológicos" (Llamazares y Sandell, 2001); en tanto que la distancia entre la autoidentificación y la exoidentificación es una muestra clara (como se verá en el análisis empírico) del carácter relacional y negociado de las identidades, así como de la distancia posible entre auto- y exoidentificación.

Otro eje de análisis sobre la percepción de los elementos que ligan al grupo responde a la ubicación de dichos elementos constituyentes de la identidad. Ligado a este razonamiento es que puede tenerse una primara diferenciación respecto de una lógica de identificación o diferenciación; es decir, de afirmación de una característica definitoria del colectivo (A=A) o, por el contrario, afirmarse a partir de la negación de una característica determinada (B=no A). Un claro ejemplo de la primera lógica (de identificación o "autopercepción" positiva) la ofrece Gary Herrigel (1993), quien tras analizar la configuración del mundo sindical en Alemania y Estados Unidos a fines del siglo XIX e inicios del XX, descubre que a pesar de contar con las mismas características de base e inmersas en un contexto socioeconómico similar, la adopción de formas organizativas diferentes (craft unionism o industrial unionism) estuvo directamente relacionada con la autopercepción que el grupo tenía de sí en el contexto de cada uno de esos países.

Contrariamente, un ejemplo de identificación por diferenciación (incluso negativa) es el experimentado por los países latinoamericanos que sufren la diferenciación en el momento de su independencia respecto de la corona española, o inclusive configuran una identidad latinoamericana producto de la distinción con Europa que puede rastrearse en textos como los de Marti, Rodó, entre otros (Chanady, 1994).

Ahora bien, más allá de la percepción externa o interna de los atributos que componen la identidad y de la afirmación de la misma por identificación o diferenciación, es importante reconocer la valoración que el propio grupo tiene de esos elementos definitorios, ya sea de manera negativa o positiva (Montero, 1994). Una identidad social que supone el reconocimiento favorable de los atributos y características por parte de quienes componen ese grupo genera una mayor sinergia y retroalimentación positiva entre quienes lo forman. Contrariamente, cuando se considera al elemento distintivo de manera negativa, supone la existencia de aversión a ese atributo generando o bien una "transformación positiva" o en todo caso el "abandono del grupo". Un claro ejemplo al respecto es el de los inmigrantes que definidos a partir del elemento "no nacional" en un país, con todas las connotaciones peyorativas (o raramente positivas) que esto pueda tener, buscan estrategias para desclasificarse a partir de aquel elemento e incorporarse a partir del abandono o bien reformulación del elemento distintivo.

Estos tres ejes (externo-interno, afirmación-diferenciación, positivo-negativo), no sólo permiten abordar la noción de identidad en torno a cómo se perciben los elementos configuradores de una identidad, sino también dan la pauta para comprender el carácter posicional de dicha construcción producto del entrecruzamiento de estas tres líneas de corte que, al decir de Bourdieu (1999), hace evidente no solo el carácter topológico del espacio social sino también su componente político, su componente histórico y su componente relacional.

Identidad y diferencia

 

"No nos une el amor sino el espanto / será por eso que la quiero tanto"

Jorge Luis Borges

Si en los estudios que abordan la identidad como categoría social o elementos compartidos, el énfasis está en la homogeneidad, similitud, adecuación o continuidad, en aquellos estudios que reconocen la intersubjetividad de la construcción identitaria, el planteamiento de la heterogeneidad, distinción, diferencia, frontera o ruptura con un "otro" es un segundo prisma analítico desde el cual pensar las identidades (Hall, 1990: 226). Ahora bien, es necesario tener en cuenta que ambas perspectivas no son antinómicas, y mucho menos incompatibles, sino más bien elementos concomitantes para aprehender analíticamente el carácter dialógico de la vida social como apuntase Taylor, en el cual la construcción de identidades se da como un proceso "en relación a, o en relación con" (Taylor, 1996: 13). Por ello, si se parte de pensar las identidades como un proceso abierto, en el cual hay continuidades y rupturas, negociaciones, disputa e interpretación sobre quienes conforman el "nosotros" y el "otros", se estaría abordando la pregunta acerca de ¿con(tra) quiénes se configura la identidad? ¿quién es este Nos(otros)? (Tilly, 1995; Jesse y Williams, 2005).

Concebir las identidades inmersas en un marco dialógico supone poner énfasis en el aspecto relacional, y por ende reconocer la presencia de "otros significativos" que, al igual que el "nosotros", es una construcción. Es por ello que Larraín Ibáñez (2001: 12) señala que el "otro" puede ser definido a partir de tres dimensiones: la primera, de tipo temporal, en la cual el "otro" ocupa el lugar del pasado; características distintivas diferentes (como se pudo observar en el apartado anterior); y una dimensión espacial, según la cual el "otro" es quien se encuentra afuera detrás de ciertos límites, fronteras o barreras socialmente diseñadas.

Retomando el epígrafe de esta sección, sería posible pensar entonces en la existencia, por un lado, de una identidad en base a similitudes frente a, por el otro, una identidad basada en diferencias. Un ejemplo de la primera sería el del universalismo de los derechos propuestos en los inicios de la modernidad que se pueden encontrar en la "Declaración del hombre y del ciudadano" en la que por ejemplo señala que "... todos los hombres nacen libre e iguales por naturaleza"; en el caso contrario, el énfasis en la diferencia se puede observar en los derechos de nueva generación que operan con un criterio de discriminación positiva, como por ejemplo las "cuotas de género" en las listas electorales que son elaborados no solo para proteger a un colectivo en situación de discriminación negativa, sino también con la intención de revertir esa situación.

El problema que acarrearía esta "ontopolítica" de la diferencia es la problemática de ofrecer el estatus de identidad a algo que no necesariamente sea ampliamente compartido, con lo cual entrarían en tensión lógica de universalismo y particularismo. Entonces, la disyuntiva a abordar es "cómo lograr la unidad en (¿a pesar de?) la diferencia y cómo preservar la diferencia en (¿a pesar de?) la unidad" (Bauman, 2005: 93). Ahora bien, este planteo paradojal no es sino la muestra de las dos sendas del proceso de constitución de identidades, que si bien analíticamente pueden ser diferenciados, empíricamente ello es difícilmente divisible, ya que en el momento del encuentro del "nosotros" con su alterego ambos han dejado de ser lo que eran. Hay un primer movimiento centrípeto, que refuerza las comunalidades del grupo o colectivo, y un segundo movimiento centrífugo, que plantea las diferencias con los que están por fuera del mismo (Mier, 2004; García Alonso, 2002).

El momento de la afirmación, tal y como apunta Simón Pachano (2003), se produce en el momento en el que se perciben y valoran los elementos que cohesionan el grupo, y se produce una adecuación entre sus integrantes, ya que aunque éstos no son idénticos, sí pueden considerarse similares respecto del o los aspectos que produce la sinergia identitaria (Bucholtz y Hall, 2005). Uno de los elementos concomitantes a esta "afirmación" es el planteamiento de una "frontera" de tipo social y simbólica (salvo en los casos en los que ello tiene un componente territorial, ligado a la instauración de identidades estado nacionales), aunque las mismas son demarcaciones que se reformulan en el intercambio fronteras afuera y fronteras adentro (Couche, 1996).

Vinculado al intercambio fronteras adentro, es posible señalar que, aunque este proceso de afirmación supone cierta igualación entre los miembros de un grupo o colectivo bajo determinada identidad, ello no inhabilita pensar que esa afirmación fue la resultante de un proceso político de negociación y disputa entre los diferentes sectores que pugnan, no solo por componer el nosotros, sino también por hegemonizar el sentido de los elementos configurativos de ese colectivo (Laclau, 2000). Esta afirmación de la similitud, homogeneización o "lógica de las equivalencias" puede domesticar, pero no subsumir ni eliminar las diferencias internas, y menos aún opacar el hecho de que esa equivalencia universalizante se genere a partir de ciertos elementos particulares que se revisten de universales para el total del grupo que abraza una determinada identidad. Es decir, que se da un proceso según el cual ciertas particularidades llenan un significante vacío en un momento hegemónico (Laclau 2005; Novaro, 2000).

El reconocimiento propio, la afirmación, entra intrínsecamente en tensión con el reconocimiento y diferenciación externa (sin que necesariamente sean consecutivos temporalmente ambos momentos), es por ello que, por ejemplo, para Laclau es necesario asociar identidad y diferencia, ya que aquello con lo que me identifico no es solamente el propio contenido particular, "es también uno de los nombres de mi completitud ausente, el reverso de mi carencia original" (Laclau, 1997: 76), lo que habilitaría a pensar en el "otro" no necesariamente de forma material, sino más bien como una construcción discursiva que habilita la posibilidad de configurar una identidad (Laclau, 2000).

Muchas veces la diferenciación con este constructo que llamamos "otro" es exagerada en pos de fortalecer el contraste, llevando incluso a que el otro se convierta en el opuesto, inclusive llevando el antagonismo hasta una posición radical (Larraín Ibáñez, 2001; Laclau, 2000; Schmitt, 2003), aunque en los últimos tiempos son innumerables los autores que observan con mayor ahínco la porosidad de las fronteras y por ende convierten una distinción social en una diferenciación de grados, pasando de un otro total plasmado en férreas categorías sociales a un otro no necesariamente antagónico constituido por ciertos elementos no excluyentes (Bourdieu, 1980; Lash,1997).

Esto nos da la pauta de que la frontera, la diferencia que entabla el abismo entre el "otro" y el "nosotros", puede flotar, moverse, cambiar, justamente producto del encuentro o el debilitamiento estructural de ambos, ya sea porque el "otros" pierde su contenido, como también porque el "nosotros" lo pierde o lo cambia radicalmente (Laclau, 2005: 167). Una de las formas de observar la presencia, cambio y/o flotación del significado que constituye la frontera entre el otro y el nosotros, y por ende da entidad a la identidad, es a través de la productividad del discurso, no solo por ser un proceso visible, sino especialmente (como vimos desde el giro lingüístico para acá) por ser una modalidad de constituir la realidad, de darle forma a la identidad, de modelar las fronteras, de cincelar un nosotros y un otros (Bucholtz y Hall, 2005).

Como se vio en el apartado anterior, es posible pensar las identidades no sólo a partir de la diferencia o similitud, sino también como un proceso de constitución de tipo interno o externo, de carácter positivo o negativo; razón por la cual, si se esquematiza cómo estas operaciones de distinción identitarias pueden ser llevadas a cabo teniendo en cuenta el rol o incidencia del "otro", sería posible modelizar de la siguiente manera:

Ubicación del "otro"

Referencia al otro

Positiva

Negativa

Interna

Inclusiva

Excluyente-separatista

Externa

Asociativa

Conflictiva

Fuente: Waisman (1998: 151).

Cuando aparece una situación en la que el otro tiene un rol positivo, las "fronteras" definitorias de la identidad colectiva suelen ser más porosas, dejando en más de una oportunidad espacio o a la inclusión (si el otro está al interior del grupo) o la asociación (si el otros es ajeno al grupo), situación en la cual muchas veces la figura del "otro ajeno" termina por desdibujarse. Si el "otro" posee una valoración negativa, es probable que su pertenencia al grupo (en el caso de que sea otro interno) tenga fin y pase a engrosar las filas del otro externo, ya sea por su exclusión del grupo, o bien porque decidió salir de dicho colectivo. En el caso de en el que el otro sea externo y negativo, será la instancia en la que mayor posibilidad de conflicto y por ende mayor distancia haya respecto de ese nosotros en su versión más cohesionada ("inclusivo").

Si se tuviera que tener en cuenta alguno de los ejemplos salientes que la literatura ha tenido en cuenta para abordar la figura del "otro" en la configuración de identidades, dentro de las ciencias sociales que recuperan una perspectiva política, la constitución del Estado-nación es una muestra clara al respecto. Por ejemplo, Hobsbawm (1994) afirma que la configuración de la identidad Estado nacional tuvo múltiples formas de establecer la frontera entre el nos-otros, que iban desde una delimitación basada en un criterio étnico, una lengua compartida, criterios religiosos, disposiciones de tipo gubernamental (como por ejemplo la definición de qué es ser "judío" según las leyes de Nuremberg o las del Estado de Israel), entre otros criterios.

Conclusiones (o puntos de fuga para el análisis)

"Los pintores encargados de dibujar el paisaje, deben estar, a la verdad en las montañas, cuando tienen necesidad de que los valles se descubran bien a sus miradas; pero también únicamente desde el fondo de los valles pueden ver bien en toda su extensión las montañas y elevados sitios. Sucede lo propio en la política: si para conocer la naturaleza de los pueblos es preciso ser príncipe, para conocer la de los principados, conviene estar entre el pueblo".

Nicolás Maquiavelo

A lo largo de este ensayo hemos ido viendo las diferentes aristas desde las que se ha abordado la noción de identidad, y en una y otra oportunidad hemos intentado retratar estos abordajes a la luz de fenómenos politológicos, demostrando cómo actores sociales y políticos como los estados, partidos políticos, sindicatos, movimientos sociales, grupos de migrantes, e incluso ciudadanos pueden ser objeto de una mirada politológica rigurosa sobre la construcción de identidades en el contexto latinoamericano sin caer en el estiramiento conceptual.

Sin embargo, aunque la utilidad analítica de este concepto es probada en las demás ciencias sociales, la ciencia política ha relegado su abordaje, y creemos que ello obedece en gran medida al momento teórico en el que esta se encuentra. La noción de cultura -al menos en un plano cívico-, y por ende la importancia de las identidades como problema, parece quedar relegada a los estudios que en la década del cincuenta y sesenta llevaba adelante la mentada "revolución conductista", que buscaban romper con el viejo institucionalismo, haciendo del individuo y su conducta (Almond y Verba, 1970) -en el marco de un enfoque sistémico y funcionalista- los elementos fundamentales para el análisis político (Peters, 2003).

Este zeitgeist o espíritu de época conductista comenzó a verse disputado durante la década del sesenta y setenta por la teoría de la acción racional (Downs, 1973; Olson, 1992), que anteponía una perspectiva axiomática, económica, mecanicista y matemática frente al carácter discursivo, sociológico y estructural-funcionalista del conductismo (Barry, 1974). En la década del ochenta, este espiral de embates y debates teóricos tendrá en los ochenta un nuevo giro gracias a la aparición del "nuevo institucionalismo" (March y Olsen, 1993).

En este marco analítico del nuevo institucionalismo la noción de institución abarca un continuo que va desde una norma formalizada -como por ejemplo una ley, norma escrita, entre otros ejemplos- hasta los patrones culturales regulares; es decir, que es posible entender a la noción de instituciones en sentido estricto, como normas que restringen a los actores y les imponen modalidades de sanción cuando se las transgreden -ya sea pensando tanto en instituciones formales o informales- o bien en un sentido amplio, como pautas de interacción repetidas y regularizadas caracterizadas por un sentido o un significado compartido por los participantes [2] .

Es tal vez entonces de la mano del neoinstitucionalismo de tipo histórico y sociológico (Hall y Taylor, 2003) que la noción de cultura (y por ende de identidades) pueda reingresar en el ámbito de la ciencia política, aunque queda en claro que para entonces habrá de ser necesario tender puentes hacia las demás ciencias sociales para reconocer las dimensiones en las que este fenómeno puede ser abordado, aspecto que ha sido en definitiva el aporte que este ensayo ha querido proponer.

 Notas

 * El presente trabajo fue posible gracias al cálido recibimiento del Instituto Iberoamericano de Berlín, que posibilitó la revisión bibliográfica y la discusión de las principales líneas que estructuran este ensayo. Asimismo, el autor agradece a María Luciana Ain Bilbao, Vicente Palermo, Nélida Perona, Ricardo Sidicaro, Arturo Fernández, María Matilde Ollier, Julián Melo, Gerardo Aboy Carlés y Pablo Gentili por sus colaboraciones a diversos ejes de este artículo.

[1] Ya sea aquella que busca criticar la existencia de las fracturas descriptas por Rokkan, como la que lleva a cabo Robert Dix (1989), o bien en las que, a pesar que se prioriza la "politización" del conflicto, antes que pretender que el conflicto social es inherentemente el detonante de la configuración de la disputa, como las de Scott Mainwaring y Mariano Torcal (2001).

[2] Esta segunda perspectiva se inscribe m ás en el marco de las discusiones del interaccionismo simbólico dentro del desarrollo sociológico, que se basa en tres postulados: 1º Los seres humanos actúan sobre los objetos de acuerdo con los significados que éstos tienen para ellos; 2º El significado de las cosas surge de la interacción que establecen los individuos con sus semejantes; y 3º Los significados son manejados y modificados mediante un proceso interpretativo utilizado por las personas para tratar con las cosas que ellos encuentran (Blumer, 1986).

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