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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.6 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2012

 

DOSSIER

El buen juicio retórico como educación política del ciudadano

 

Marcelo Moriconi Bezerra

Instituto Universitario de Lisboa, Portugal
Centro de Investigación y Estudios en Sociología, Portugal
marcelo.moriconi@iscte.pt

 


Abstract

The paper seeks to reinterpret politics by listing a series of axiomatized ideas that may be perpetuating the social discomfort and preventing a genuine thinking in political science. Classic rhetoric and complex thinking offer useful tools for educating the citizens, paying attention to the inner nature of human reason, analyzing their imaginaries, and preparing themselves for a political life that begins with their own self-government. Then, politics is understood not as a continuous war but as the contingent construction of the social bond and the management of envies, sorrows, grudges and excessive ambitions. The differentiation between rationality and rationalization enables the (re)sedimentation of judgment as a necessary virtue for the consolidation of democracy and a better political education for the citizenship.

Palabras clave

Pensamiento complejo; Retórica; Democracia; Educación; Malestar

Key words

Complex thinking; Rhetoric; Democracy; Education; Unrest


 

El trabajo busca una reinterpretación de lo político a través de la enumeración de una serie de ideas axiomatizadas que podrían estar perpetuando el malestar social e impidiendo el pensar genuino en la ciencia política. La retórica clásica junto al pensar complejo brindan herramientas útiles para educar al ciudadano dando cuenta de la naturaleza interna de la razón, analizando sus imaginarios y preparándolo para una vida política que comienza con su propio autogobierno. La política, desde aquí, se entiende no como una guerra constante, sino como la construcción contingente del vínculo social y la gestión de envidias, pesares, rencores y ambiciones desmedidas. La diferenciación entre la racionalidad y la racionalización posibilita la (re)sedimentación del juicio como virtud necesaria para la consolidación de la democracia y de una mejor educación política ciudadana.

La crisis y la deslegitimación de la política institucional se han convertido en la constante. Para muchas personas, esa política incluso ha dejado de ser la posibilidad para un cambio positivo, para otras, es la violencia enmascarada. Angustia o indignación son palabras frecuentes a la hora de evaluar los estados de ánimo generales. Y, sin embargo, el pensar político pareciera estar atado a ideas rectoras que limitan el pensamiento. En este sentido, el artículo propone una reinterpretación de lo político a partir de enumerar una serie de ideas que fundan el metadiscurso politológico hegemónico y que estarían limitando la posibilidad de un pensamiento abierto y reformador.

El trabajo está dividido en tres partes. La primera busca la reapertura de la vigilancia epistemológica del pensamiento a partir de incorporar herramientas de la retórica clásica (Roiz, 2003; Alonso Rocafort, 2010) y el pensamiento complejo (Morin, 1994). Volver al rol de las ideas en la construcción de los imaginarios es una posibilidad de evitar la encrucijada del pensamiento pilotado y la recuperación del buen juicio. En la segunda parte se da cuenta de una serie de malestares que afectan la vida política contemporánea, cuyas ideas axiomatizadas, muchas veces, pasan inadvertidas en el debate científico-político. Por último, se proponen nuevas pautas para entender la reproducción del malestar social y pugnar por la sedimentación de una mejor educación política ciudadana.

Las ideas y la recuperación del juicio

En otros trabajos me referí a la necesidad de recuperar el rol de las ideas en el análisis del rumbo político (Moriconi, 2009a, 2012). Las ideas son creencias, principios y actitudes que adquieren su significado en los juegos de lenguaje en los que intervienen. Las ideas no tienen significación autónoma, sino que dependen de las interrelaciones con otros juegos. Asimismo, las significaciones pueden variar y mutar incluso a su contrario. Ideas que en un momento dado se consideraban indispensables y claves, pueden ser descartables para otras generaciones.

El rol de las ideas determina la construcción de imaginarios políticos y sociales desde los cuales se ordena racionalmente el mundo. Lo aceptable, hacible, tolerable y justo para gobernar cada sociedad estará definido por estos imaginarios, por las ideas que articulan el deber ser y posibilitan que ciertas prácticas particularistas estén más aceptadas en una sociedad que en otra. Estos imaginarios guían el pensar y, en parte, lo limitan. Castoriadis (1989: 312) definió a la sociedad como una comunidad de individuos que comparten un "magma de significaciones imaginarias sociales" que le permiten compartir valores y expectativas sobre el vivir. Para entender la complejidad de la razón es necesario aceptar que el propio pensamiento es un acto cultural que nos introduce un determinado sesgo a la hora de ver la realidad.

Aristóteles, en su Política, advierte que lo que diferencia al ser humano de otros animales que tienen lenguaje, conocimiento y jerarquías es que, si bien los demás lenguajes sirven para la comunicación simple (expresar estados de ánimos, emociones), el ser humano es el único que tiene la capacidad para discutir sobre lo que es justo o injusto, bueno o malo, para él y su sociedad. Y esta discusión sólo puede darse en el ámbito colectivo. Este es el fin y la razón de ser de la política.

A pesar de estas cuestiones, en la ciencia política actual persiste la idea weberiana de que son los intereses, y no las ideas, los que mueven la acción humana. Sin embargo, el interés es un concepto vacío que obtendrá significado en relación con ideas axiomatizadas socialmente. No hay interés sin idea previa que determine qué es lo interesante. Aunque hoy el interés se asocia habitualmente a lo económico/individual, en otro orden de ideas lo interesante podría ser el altruismo, la cooperación, la honestidad o la virtud. También para evaluar eficacias, resultados y rumbos políticos se debe recurrir a discursos fundantes que signifiquen estos conceptos (Moriconi, 2012).

Pensar (políticamente) implica dar cuenta de estos pormenores. Sin embargo, en la actualidad se confunde el pensamiento con actividad mental. La mente moderna, amparada en el culto a la Razón impulsado por la Ilustración y el Romanticismo, se ha igualado a la capacidad de ordenar, y todo aquello incontrolable o no racional del pensamiento ha sido desechado. La locura por la racionalidad  plena da crédito a la razón omnipotente como guía del quehacer, aproximando el razonar más a un pensamiento pilotado  que a uno genuino (Roiz, 1992a: 43 y ss.). Debe entenderse que el pensamiento genuino  es un asunto político:

El pensamiento  conecta al hombre con la realidad y ocasionalmente la crea, pero, a diferencia de la actividad mental, no se mueve a priori hacia ninguna meta específica. Es una actividad muy abierta, muy libre, que establece sus propios objetos y objetivos, a pesar de que opera cuando hay tensión (Roiz,  1992a: 32-33).

Pero la modernidad se caracteriza por la falta de pensamiento  propio. Las ideas del hombre moderno, muchas veces formadas como prejuicios, vienen condicionadas por su posición y entorno social. Muchas personas ocupan así su mente con ideas que ni han creado ni tuvieron la opción de elegir. Y de este modo, el "ciudadano no sabe de dónde vienen ni por qué están ahí; se limita a cursarlas como uno de aquellos esclavos de la antigüedad que acarreaban las piedras de las pirámides" (Roiz, 1992b: 27). Los imaginarios condicionan y limitan.

Bourdieu advirtió que estas limitaciones imaginarias también afectaban a la ciencia. La estructuración axiomática influye en la mitificación de conceptos, de manera que, a partir de los hábitos obtenidos durante la formación en la dinámica del mundo intelectual, puede forjarse un distanciamiento de la realidad sobrevalorando la razón epistémica.

Las estructuras del pensamiento del filósofo, el escritor, el artista o el científico, y, por lo tanto, los límites de lo que se les plantea como pensable o impensable, siempre dependen en parte de las estructuras y su campo, es decir, de la historia de las posiciones constitutivas de este campo y las disposiciones que éstas propician (Bourdieu, 1999: 132).

Si el mundo de la ciencia se ve perturbado por la estructuración axiomática, por la caída en sistemas de creencia, el ámbito social se ve arropado por la interacción moral  a partir del sentido común.

El sentido común es un fondo de evidencias compartidas por todos que garantiza, dentro de los límites de un universo social, un consenso primordial sobre el sentido del mundo, un conjunto de lugares comunes (en sentido lato), tácticamente aceptados, que posibilitan la confrontación, el diálogo, la competencia, incluso el conflicto, y entre los cuales hay que reservar un lugar para los principios de clasificación tales como las grandes oposiciones que estructuran la percepción del mundo (Bourdieu, 1999: 130).

Dentro del esquema común, se axiomatizan nociones que permitirán instalar el acuerdo dentro del desacuerdo en el orden social, llegando a categorías dicotómicas y valores generales. Imaginario y sentido común caminan de la mano.

Sin embargo, la política actual pareciera haberse olvidado de esta parte del razonar interno del ser humano. Y esto es importante no sólo porque se trata de recuperar las contingencias, sino entender que muchas emociones negativas son fruto de las ideas centrales de los imaginarios y pueden ser limitadas o educadas desde una planificación política general.

La democracia vigilante consagra, de esta manera, una "visión pasteurizada de la vida pública" determina un "enfoque en el que la asepsia técnica es producto de una cierta higienización del pensamiento " (Roiz, 2006: 14). Para comprender el alcance la de democracia vigilada es necesario retomar las críticas de Wolin, quien ya no considera la democracia como una forma de gobierno, sino como una sentencia política que debe ser arrancada de su vínculo extremo con el megaestado liberal. En este sentido, critica a padres de la ciencia política como Lasswell, quien ante su creencia de que el conocimiento debía tener como objeto central el fortalecimiento de la democracia, restringió el debate académico a "asuntos de procedimiento" (Wolin, 1968: 125). Una democracia que, vinculada exclusivamente al capitalismo contemporáneo, se ve inmersa en una corporate society donde los gigantes mercantiles afectan a la educación, a las instituciones docentes, delinean el discurso público y marcan la cultura popular, por lo que es ingenuo pensar que, simplemente, se conseguirá un orden más honesto impulsando mayores herramientas de control de cuentas y gestión (Roiz, 1998). La política queda así signada a la función de regulación y exenta de discusión ideológica. Se sustituye el discurso ideológico por el de la eficacia, por lo que esta narrativa (supuestamente aideológica) convierte a la política en una management science (De Lucas y Murillo de la Cueva, 2003: 2; Moriconi, 2009b, 2012).

Si bien existe la imposibilidad de total control sobre la creación de nuestras ideas, del mismo modo que la contingencia, la fortuna y el azar serán variables ineludibles en el desarrollo de la vida social, es necesario percibir que el profundo estudio del imaginario y la recuperación del buen juicio permiten determinar un camino por el cual será más probable que se sedimenten unas formas de pensar y no otras. Del mismo modo que la terapia ayuda a calmar las fobias, la política puede ayudar a limitar rencores y odios.

Sobre las limitaciones del pensamiento, Judith Butler recuerda que los tropoi -ideas axiomatizadas que dirigen el pensar inconscientemente- son para la creación de teoría lo que las tonalidades son para la creación de musical. Si alguien nos encarga una obra en do menor y luego nos deja entera libertad para crearla, no por eso deja de haber influido en nuestra composición. Debido a los tropos vemos ciertos problemas y no otros, o nos hacemos cierto tipo de pregunta y no otras (Ramírez, 2002).

El desafío, entonces, consiste en recuperar el juicio y revisar los tropos que dirigen el pensar político actual. Para ello, es necesario volver a la retórica clásica, no sin antes impulsar su reinterpretación y cuestionar su acepción peyorativa actual, relacionada con la visión platónica de la persuasión. Retórica aquí no se refiere a su matiz semiológico, sino a la posibilidad de acercarnos a la realidad con las manos abiertas y no con el puño cerrado del dogma [1] . Se pretende recuperar su carácter mediterráneo, que no tiene un carácter competitivo, sino que busca una comprensión de lo político y la democracia pacífica, conciliadora, contingente y comprensiva del ser humano, en cuyo interior se inicia la política.

En términos prácticos, esta propuesta se complementa con las observaciones de Morin  relativas a que "la razón  tiene un aspecto indiscutiblemente lógico", donde subsiste la voluntad de tener una visión coherente de los fenómenos y las cosas (Morin,  1994: 101). Por ello es necesario reconocer el carácter fragmentado de la razón humana; razón que sólo podrá establecer criterios de coherencia desde un sistema de ideas axiomatizadas. Desde allí, la incorporación de datos oportunos, permitirá el desarrollo del razonamiento. Pero los datos oportunos, no siempre son los necesarios.

Durante un juicio que parecía perdido, Abraham Lincoln contó una historia para demostrarle al juez que, si bien su oponente había enumerado bien los hechos, su conclusión no era la correcta. Un granjero se encontraba arreglando el cerco cuando su hijo de diez años llegó corriendo al lugar. El chico lloraba, el padre preguntó qué sucedía.

La hermana está en el granero con el jornalero -informó el pequeño-. Ella se está subiendo la falda y él bajándose los pantalones. Creo que van a orinar todo el heno.

El padre le acarició la cabeza y le advirtió que, si bien había recogido todos los datos necesarios, había llegado a la conclusión equivocada.

La razón del ser humano no es una razón en sí, sino una razón diseccionada que se acciona a partir de un sistema de ideas axiomatizadas previamente. Reconocer esto nos remite a un sujeto muy alejado del ideal racional que promulgó la Ilustración y que hoy promueven muchos enfoques científico-políticos.

Morin diferencia dos acercamientos a la Razón: la racionalidad  y la racionalización . La racionalidad es el diálogo incesante con nuestro espíritu "que crea las estructuras lógicas, que las aplica al mundo, y que dialoga con ese mundo real" y "cuando ese mundo no está de acuerdo con nuestro sistema lógico, hay que admitir que nuestro sistema lógico es insuficiente, que no encuentra más que una parte de lo real" (Morin, 1994: 102). Por ello, la racionalidad, de algún modo, no tiene jamás la pretensión de englobar la totalidad de lo real dentro de un sistema lógico, pero "tiene la voluntad de dialogar con aquello que lo resiste" (Morin, 1994: 102). Mientras tanto, la racionalización "consiste en querer encerrar la realidad dentro de un sistema coherente" y "todo aquello que contradice, en la realidad, a ese sistema coherente, es descartado, olvidado, puesto al margen, visto como ilusión o apariencia" (Morin, 1994: 102).

Aunque racionalidad y racionalización tienen la misma fuente, al desarrollarse se tornan enemigas por enfrentar la axiomatización de manera opuesta, una desde la crítica constante, otra desde la mitificación. Y algunas ideas sedimentadas sobre la naturaleza de lo político expanden el malestar y lo tornan permanente. Por ello, es necesario sedimentar la racionalidad.

¿Verdad o consecuencia? Ideas conflictivas institucionalizadas

De la reificación a la práctica cultural

Gran parte de la ciencia política se ha convertido en una narrativa de reificaciones que, supuestamente, materializan lo político a base de metonimias. Estado o mercado son conceptos totalizadores que parecieran cobrar vida propia y tener potestad para tomar decisiones autónomas para la sociedad. Para esta ciencia política, centrada en las instituciones y lo institucional, el estudio del ciudadano, con sus interiores y exteriores politológicos, queda en segundo plano o, directamente, desaparece.

Cuando se reifica al concepto, se habla de él como si tuviera poder para hacer, determinar, construir, solucionar. Pero Estado o mercado no existen como entes supremos reales. Son una creación discursiva, una abstracción, materializada por la acción de los actores que lo conforman. Lo que existen son prácticas humanas.

En su último libro, Bevir y Rhodes (2010) desmontan esta falacia en relación al Estado. Según explican, el Estado no tiene esencia previa, cualidad estructural ni poder para determinar las acciones que lo constituyen y de las cuales consisten. El Estado es una práctica cultural. Lo mismo sucede con otras tantas reificaciones que afectan el pensar político. Por supuesto, las reificaciones permiten evitar las culpas humanas. Si una crisis es culpa del mercado, las condenas se hacen imposibles, pues el mercado no tiene materialidad. Es el mercado también quien determina la pauperización de la vida de la ciudadanía con programas de austeridad. En realidad, el mercado son quienes lo gestionan y le dan materialidad con sus acciones, es decir, bancos, agencias de rating, fondos de inversión.

A menudo la literatura científico-política alerta que la Justicia no funciona en cierto sitio. Ineficacia, lentitud, corrupción, descoordinación son algunas de los argumentos. El concepto Justicia cobra vida y acción por sí solo. Pero la realidad es exactamente la contraria: la Justicia está actuando. Los actores que la materializan están actuando [2] , pero actúan de un modo que posibilita que las causas prescriban, que los fallos favorezcan a tal o cual sector de la sociedad, que la impunidad se materialice. Para que la ineficacia se materialice es preciso acción, no inacción. Y esas acciones estarán signadas por ideas, deseos y objetivos particulares de los actores.

Sin embargo, no se ha prestado atención a esto y se ha buscado solución a partir de propuestas institucionalistas bajo la premisa de que la ingeniería institucional determina el accionar de los agentes. Pero si no se analizan los imaginarios (con sus ideas clave que impulsan la acción individual), cualquier nuevo arreglo institucional es inútil.

La vida política consiste en actividad con sentido y significado. Las instituciones son un discurso sedimentado que impone una visión particular del mundo. Acciones humanas materializan su existencia. Discutir y explicar las actividades "con sentido" significa atribuirles deseos y creencias de los actores más relevantes. Las acciones sólo pueden entenderse a partir de relacionarlas con el razonamiento consciente, inconsciente y subconsciente de los actores (Bevir y Rhodes, 2010). Y el Estado es una práctica cultural que no puede ser explicado ni reformado con recetas universales, permanentes y certeras. No tiene esencia, cualidad estructural ni poder para determinar lineal y rígidamente las acciones que lo constituyen y de las cuales consiste. Estas acciones, por el contrario, están explicadas a partir de las creencias de sus actores, de tradiciones y de los cambios en su razonar (Bevir y Rhodes, 2010).

Estas prácticas no se refieren simplemente a aquellas que se producen en el ámbito institucional. Los ciudadanos también tienen la posibilidad de oponerse a la normas y modificar la agenda institucional. Se trata entonces de un proceso recursivo en el que, al mismo tiempo, la sociedad crea a los ciudadanos que crean a la sociedad.

Un concepto no es útil por sí mismo, sino por el horizonte de pensamiento que posibilita. Lo importante, el fin de la política, es el buen vivir de, en y para la comunidad. Y si el Estado de derecho, la Justicia o el mercado surgen en la narrativa científico-política como algo importante, es porque se cree que las prácticas que materializan a estos conceptos son las mejores para sedimentar la vida buena. Estos conceptos son medios de y para la política, y es un error convertirlos en un fin en sí mismos.

Algo similar sucede con la democracia. "La democracia, fundamentalmente, no es un conjunto de instituciones políticas sino una práctica cultural" (Wolin, 1994: 50). Analizar la política desde sus instituciones y metonimias no permite dar cuenta de las prácticas significativas que dan materialidad a lo político. Es en el ámbito de lo político donde se determina aquello que es bueno, justo, interesante, digno de ser tolerado y reconocido para una sociedad. Y es en ese imaginario colectivo donde no se sumergen los programas técnicos de reformas (Moriconi, 2012) ni muchas de las propuestas para mejorar la democracia adjetivándola de mil maneras diferentes.

Sin embargo, estas ideas que generan malestar e imposibilitan la materialización de la democracia, muchas veces, pasan inadvertidas para la literatura científico-política. Y esa práctica cultural llamada democracia está corrompida por focos de malestar y por la carencia de una base discursiva sólida que sedimenten la legalidad y el servicio cívico como valores fundamentales de acción.

Pasemos a otro problema.

La política es una guerra y la teoría es distinta de la práctica

Gran parte de la literatura científico-política ha institucionalizado la idea de que la política es una guerra, y sigue las mismas reglas que ésta. Esto, que pudiera estar sustentado por el sentido común en muchos países, no se relaciona con la naturaleza de lo político.

Tal como explicó Aristóteles, el fin de la política no es simplemente el convivir, sino el vivir bien. La guerra y la paz tienen leyes propias muy diferentes (Vico, 1979). Lo mismo sucede entre la política y la violencia. La violencia amenaza a la libertad y a la vida (Arendt, 1997), la política la defiende y expande. "La política implica la extinción de la guerra, o lo que es igual, el predominio del intelecto sobre los deseos" (Roiz, 2008: 88). El juicio será la capacidad fundamental para la democracia. Requiere ponderación y huir de las fobias (Roiz, 2008).

La visión laclauniana de la política, tan expandida en Latinoamérica, puede considerarse un ejemplo de esto. Para Laclau (2005), la política aparece cuando las demandas sociales se topan con un sistema que las niega y, entonces, surgen diferentes proyectos que pugnan por articularlas. Es el momento del antagonismo el que define lo político. Para Laclau, es imposible una sociedad sin antagonismo (incluso es imposible la sociedad) y, ese antagonismo, es siempre excluyente e insuperable. Para el teórico argentino, la política sería como un juego de ajedrez, pero la clave no está en el juego, sino que la política surge cuando alguien decide patear el tablero. La metáfora estaría indicando un proceso revolucionario, no un proceso político democrático. Laclau ve a la sociedad como una opresión constante; él habla a un supuesto sector oprimido, paradójicamente, para que ese sector oprimido revolucione el sistema y se convierta en opresor, pues la opresión y el antagonismo no pueden dejar de existir. La política laclauniana siempre aplasta a alguien.

La metáfora ajedrecista tiene cierta utilidad. El fin de la metáfora es cierto, aunque el medio laclauniano no sea democrático. El líder democrático sería aquel que, jugando al ajedrez, logra imponer nuevas fichas, nuevos colores, un tablero quizás redondo y multicolor y, sin dejar de jugar al ajedrez, mudar el panorama, reinventar el juego y tener la capacidad para que el jugador rival siga jugando aceptando la mudanza de las reglas, y el público acepte y legitime los cambios en el panorama lúdico. El líder democrático no es aquel cuyos resentimientos lo llevan al odio y a la polarización, sino aquel que, sabiéndose marcado por las secuelas de la experiencia, busca el autogobierno de su ser y, tras gobernar sus sentimientos -positivos y negativos- y sus corrupciones internas (su foro interno), sale a la plaza pública capacitado de liderar a un pueblo de forma virtuosa e inclusiva.

Con odio, no hay posibilidad democrática ni política. Por ello la educación política (y su ciencia) comienzan en el interior del individuo (Arendt, 1978).

Un gran problema de las sociedades en crisis contemporáneas, donde la política se entiende como una guerra, son las secuelas, resignaciones, rencores y odios que se generan y que luego no se enseñan a gestionar [3] . En un contexto de estas características, el arte de mandar/dirigir/gobernar podrá ser de dos maneras: a) estar signado por ese rencor y la legitimación a partir del ataque permanente al enemigo creado, b) o por la cordialidad y el intelecto, dejando de lado las heridas profundas del pasado y gestionando el futuro con grandeza colectiva y sentido de servicio público. Para esto último, el buen vivir del pueblo debería ser una variable central, un punto nodal, del discurso que materializa lo político.

En muchos casos, existe una reinterpretación excluyente de lo común, que pasa a comprender a todo colectivo o persona que comparta los objetivos centrales, deseos y formas de hacer particulares. Quienes se opongan a esta visión, automáticamente quedarán encasillados como enemigos internos, aunque se trate del prójimo con quien debo compartir el día a día. Incluso el diálogo, herramienta clave del hacer político, ha sido corrompido. Hoy son muchos los que hablan y pocos los que escuchan y menos los que dicen. Se perdió la isegoría, de la que tanto habló Arendt.

Al mismo tiempo, y dada esta visión beligerante de la política, se sedimenta un nuevo problema de la democracia contemporánea: se pierde de vista la posibilidad potencial de que la lógica política de mandar y obedecer no tiene necesariamente que estar signada por la dominación (Alonso Rocafort, 2010).

La cultura china brinda ejemplos sobre la convivencia de discursos que, para Occidente, serían antagónicos e imposibles de cohesionar. En religión, hay contradicciones entre el confucianismo, el budismo y el taoísmo, pero sin embargo, aun hoy hay muchos chinos que subscriben a las tres. La gente puede visitar diferentes templos en momentos diferentes y por diferentes motivos y eso no genera problema o incompatibilidad con las creencias que estos representan. De hecho algunos templos combinan símbolos de religiones diferentes. Esto es posible debido a que las religiones chinas tienen poco o nada de estructura organizacional: no hay requerimientos estrictos para ser miembro, no hay catequesis, no se evalúan los conocimientos sobre el culto. Por si fuera poco, los dioses chinos -al contrario de los cristianos- nunca fueron celosos entre ellos (Ringmar, 2007).

A pesar de las diferencias, las religiones orientales confluyen en tres ideas fundamentales: cambio, unidad y superación (Wade, 2007), teniendo como eje central la necesidad del florecimiento ético y virtuoso del individuo, su comprensión y gobierno interno, y la necesidad de una relación armónica con el universo, en todo sentido [4] .

Los discursos son diferentes, pero las ideas fundacionales coinciden. Lo mismo sucede -o debería suceder- con la política, pues el buen vivir en comunidad de manera inclusiva es la idea que funda su razón de ser. Si el antagonismo es insuperable, no será por la razón de ser de la política, sino por las corrupciones internas del ser humano, por su desgobierno, por las ideas que signan el imaginario social.

Las particularidades chinas pueden extrapolarse también a la filosofía. En vez de ser dogmáticos, los científicos chinos indagan por ideas que sean apropiadas para sus propuestas y las ensamblan dentro de bricolajes intelectuales en vez de dentro de estructuras arquitectónicas rígidas. Ahora bien, si estas contradicciones son posibles, y complementarias, se debe a que el objetivo de los líderes chinos -a lo largo de la historia- no es seguir un dogma, sino mantener al país unido y a ellos seguros en el poder. Por ello, para Ringmar, la sociedad china no se trata de una sociedad ortodoxa, como a menudo se piensa desde Occidente, sino de una sociedad ortopráctica (Ringmar, 2007: 267-268).

Por último, la comprensión de teoría y práctica como cuestiones separadas, tal como funciona en Occidente, no es extrapolable al mundo oriental.

Si comparamos con la cultura china, una pareja conceptual como la teoría y la práctica, sin la cual nosotros no podríamos hacer ni entender nada, no ha existido nunca en ella. Para los chinos la reflexión siempre fue algo que iba adscrito a la propia actuación y que es inseparable de ella (Ramírez, 2002: 22).

Los chinos se basan en que "la práctica origina una teoría inconsciente que en realidad es mera experiencia sin modelos. Por eso, los chinos ni siquiera tenían que hablar de teoría y práctica" (Ramírez, 2002: 22).

Democracia no extrapolable a la totalidad de la vida

La diferenciación entre teoría y práctica genera una incoherencia discursiva. Si bien se hace (o se dice que se hace) ciencia política para y por la democracia, la extrapolación de la democracia a la vida diaria, por momentos, no pareciera ser un deseo popular, ni siquiera en los ámbitos académicos donde se teoriza sobre ella y donde se enumeran cientos de argumentos a su favor.

El problema de la democracia no radica en que sea fugitiva, como explica Wolin, o que aparezca en cierto momento puntual para, una vez reconstituido el orden, tornarse en policía, como entiende Ranciere. No es simplemente una cuestión de que esa democracia se dé en momentos puntuales de la vida ciudadana, sino de que hay lugares, instituciones y colectivos en los que y para los que la democracia (su legalidad, igualdad y criterios de justicia) no es una opción continua. Los valores democráticos, en diversas oportunidades, quedan excluidos de ámbitos diarios próximos y relevantes para el ciudadano, como el trabajo, el espacio público e incluso las instituciones educativas. Y esto es tolerado, justificado y defendido por una gran parte de la ciudadanía.

Muchos estudiosos de la democracia pugnan con ahínco por democratizar espacios que no dominan -ya sean públicos o privados, políticos o educativos-, pero abren las puertas al clientelismo, la corrupción y la falta de transparencia en los espacios que dominan -incluso en las universidades cuando se tiene acceso a fondos de investigación o becas, por ejemplo-.

Al mismo tiempo, y tal como se ha visto en los últimos años en América Latina, los liderazgos populistas generan devoción en gran parte de la sociedad que, poco a poco, queda enceguecida por una guerra discursiva y simbólica de construcción permanente de nuevos enemigos y termina por aceptar medidas, gestos, acciones y ejercicios autoritarios. También podrían enumerarse casos de partidos o grupos de poder que, estando en la oposición, se dedican a boicotear al gobierno e intentan generar un ambiente de crisis y caos social para poder regresar al poder.

Como recuerda Alonso Rocafort (2010: 352), Wolin ya advertía que "el individuo moderno (...) es egoísta, interesado, individualista, competitivo, ansioso, voraz. Una democracia genuina, con su carácter participativo, equitativo y cívico, resulta difícil que surja de una sociedad meritocrática y fuertemente competitiva como la del capitalismo moderno". Muchas ideas naturalizadas sobre el deber ser social, los parámetros de éxito (y sus estereotipos), y las pautas de reconocimiento, obstaculizan la sedimentación de una ciudadanía democrática y satisfecha, autorreproduciendo fuentes de malestar, muchas veces en defensa del mercado, erigido en actor central (y finalista) de la política de la sociedad de consumo.

Hay que tener en cuenta que la democracia, tal como remarca Mény (1992), además de un sistema de gobierno con procedimientos e instituciones, es también un sistema normativo que determina metas a ser realizada por, para y en la sociedad. Asimismo, implica la lealtad hacia fines compartidos. La democracia es una idea de convivencia ciudadana determinada por un conjunto de valores fundamentales e instituciones, y por un tipo de ser humano en particular, que es democrático en sí mismo. Las decisiones en democracia son de naturaleza contingente y requieren del respeto a un conjunto de principios fundamentales al ejercicio de esa autoridad. Además, estas decisiones surgen de una relación contractual de confianza depositada por el ciudadano en quien lo representa o gobierna.

Por lo tanto, la democracia es y debe ser una elección general. Para sedimentar una vida democrática es preciso responsabilidad, deseo y voluntad colectiva. En una sociedad donde sus integrantes toleran la irresponsabilidad y consideran que es oportuno dar algo a cambio para que las cosas se hagan bien, la democracia no podrá germinar.

Los fallos en la rendición de cuentas y en la punición de las ilegalidades no sólo se refieren a problemas institucionales. Diversa literatura se ha referido a la tolerancia electoral y social a corrupciones de distinto tipo (Rivero y Fernández-Vázquez, 2011; Kurer, 2001; Chang y Golden, 2006; Peters y Welch, 1980; Welch y Hibbing, 1997). A lo largo del planeta se repite la paradoja de que la corrupción impopular convive con políticos corruptos populares (Kurer, 2001). La voluntad de y por la legalidad plena es, por momentos, escueta.

Es preciso volver a entender las diferencias entre el hacer y el obrar: "obrar bien no es meramente (.) hacer algo bien sino saber elegir lo que es bueno y realizarlo bien" (Ramírez, 2002: 31).

Una sociedad buena y justa funciona solamente si todos sus ciudadanos están dispuestos a aceptar libremente, sin coacción, su responsabilidad por el bien común y están dispuestos a contribuir a él. Una sociedad justa no es una comunidad de individuos mimados sino de personas responsables y cooperadoras (Ramírez, 2002: 36).

Los principios del obrar son la tolerancia y la responsabilidad, dos cuestiones que han sido, y siguen siendo, una carencia grave en las sociedades contemporáneas. Si bien existe una prédica a favor de la tolerancia en los trabajos sobre la calidad de la democracia y la reconstrucción del Estado, la responsabilidad social es un concepto que surge con ambivalencias, y nunca en primer plano. El problema, como explica Ramírez (2002: 39) es que "se habla y se piensa desde una tópica del derecho y no de la responsabilidad". Se busca una democracia desde el derecho a en vez de desde el deber de.

La virtud ya no pareciera ser parte fundamental de la política. La motivación por resultados ha sido incorporada como estrategia motivadora a la literatura sobre reformas administrativas. Ya no es lógico que alguien que tiene un trabajo deba cumplir sus funciones con criterio y efectividad. En otras palabras, hoy se festeja que alguien actúe correcta, ética, honrada y eficazmente (Moriconi, 2012), como si eso no fuera una obligación. El actuar honradamente es un deber cívico de la democracia, y si no se lo hace, existen instancias de punición. Ahora bien, si la punición no es efectiva (y por eso se deben buscar fuerzas motivadores extras), entonces el problema real no es el mal desempeño del actor, sino el mal desempeño de quien debe punir.

Asimismo, existe tanto en el modo de enunciación técnico-académico como en el discurso político el fenómeno paternalista (Ramírez, 2002), esto es, buscar una lógica de acción en la que quien ayuda es un elemento fundamental. Se reproduce de esta manera la falsa generosidad de la que habló Freire en su pedagogía del oprimido. El opresor, falsamente generoso, "tiene necesidad de que la situación de injusticia permanezca a fin de que su 'generosidad' continúe teniendo la posibilidad de realizarse" (Freire, 1980: 39). Técnicos y funcionarios se posicionan enunciativamente no sólo como agentes nombrados para determinar aquello que es bueno para los ciudadanos, sino también como seres capacitados para "decidir qué es lo bueno para éstos, mejor incluso que ellos mismos" (Ramírez, 2002: 41). Por otra parte, tanto el discurso técnico como la acción de los tecnócratas en el desarrollo político están signados por un desapego del derecho como límite de acción. En este sentido, "los tecnócratas (...) acceden al campo político sin estar limitados a las reglas del estamento burocrático, sin estar constreñidos por el campo jurídico, aunque sus errores, en vez de ser castigados con una sanción administrativa, suponen su fracaso, pero sus éxitos les cotizan al alza" (De Lucas y Murillo de la Cueva, 2003: 9). Los expertos pueden proponer reformas radicales en un país sin tener que dar cuenta -o sufrir consecuencias personales- si las reformas no logran los objetivos previstos. La responsabilidad, como virtud, no es una variable estable en la política actual.

Asimismo, asistimos habitualmente a un desfasaje entre lo que se dice y lo que realmente se piensa, algo que posteriormente se refleja en la puesta en práctica de los discursos. No mentir no significa decir la verdad. Esto nos remite a otro foco de malestar: la política se ha transformado en una actividad que reconoce que hay cosas que se pueden decir -aunque no se ajusten a la realidad- y otras que se deben callar aunque sean centrales para comprender el rumbo de las políticas públicas. Scott (1990) distingue dos niveles políticos: un nivel público y otro privado. Mientras el texto público  está marcado por la estrategia de marketing, el texto oculto son los intereses reales de cada sector. Tan importante como lo que se dice, es lo que se calla.

Difícilmente hoy alguien pueda asegurar cuál es el interés real de las elites políticas y cuáles son los valores clave que mueven la acción del gobierno. La ciencia política trabaja en una realidad limitada. Al mismo tiempo, surgen discursos paralelos, sobre grupos de poder fácticos -desde el Club Bilderberg hasta la Comisión Trilateral, desde el Comité de los 300 hasta la masonería- de los que la ciencia política no se ocupa y teorías conspirativas, en general, carentes de sustento argumentativo desde parámetros teórico políticos. Estos discursos se vuelven verosímiles para gran parte de la sociedad debido al estado de descomposición de la legitimidad política.

El actuar técnico también se ve disturbado por el texto oculto. El gran problema de la ineficacia de las reformas del Estado y la administración pública es que se construyen discursivamente sobre el texto público sin afectar el texto privado. Los programas técnicos sugerían nuevos arreglos institucionales para combatir vicios culturales como el clientelismo y la corrupción. Pero se abstenían de reconocer prácticas ilegales al interior de las dependencias (Moriconi, 2011a) y de analizar los imaginarios que afectan el actuar de las personas involucradas y determinan su comprensión sobre aquello que es justo e interesante. Tras los años y las implementaciones de los cambios, se demuestra que, si bien se modifican estructuras organizacionales, las acciones culturales continúan siendo las mismas porque no existen incentivos reales para cambiar. Incluso nuevas reformas surgen debido a que se repiten acciones espurias del pasado (Moriconi, 2012).

Por otra parte, la legalidad no pareciera ser un valor fundamental de acción para la clase política. Incluso teniendo argumentos fehacientes para defender una forma de actuar particular, la clase política prefiere mantener su forma de actuar (y negar la realidad a la sociedad) en vez de modificar los marcos jurídicos y constitucionales para legalizar prácticas culturales extendidas y defendidas (que abiertas al público demostrarían que la política partidaria se trata de un juego de elites cerrado y no democrático) (Moriconi, 2011a).

Al quedar inmersa en un juego de intereses excluyentes, la política se convierte en una actividad donde la virtud no es obligatoria. Surge, en consecuencia, el discurso de la rendición de cuentas: se crean continuas modificaciones en los marcos legales en busca de la transparencia, pues subyace a la comprensión contemporánea de la política que los funcionarios no actuarán por el bien general si no se los controla. La corrupción pasó a ser la norma. El valor de servicio público ya no es el motor de la elección política. Esto se agrava cuando se pugna por una democracia participativa, esto es, se buscan canales para que el ciudadano normal, además de sus obligaciones diarias, laborales, familiares y lúdicas, deba tener tiempo para exigir que los políticos hagan lo que en realidad debería ser su obligación por haber escogido la función pública. Este pensamiento, que hoy puede resultar ingenuo, en realidad es preocupante: muestra la desintegración ética de una sociedad a la que se le exigen parámetros democráticos.

Esto nos remite al problema central.

Deslegitimación de los criterios de veracidad del discurso jurídico/legal

La suma de los focos de malestar anteriores confluye en que el metadiscurso de la institucionalización de la democracia (liberal/capitalista) ha perdido coherencia y legitimidad.

Las instituciones, como discursos sedimentados, proveen a los individuos de recetas o modelos de vida, cuya función es servirles de guía para construir su vida y determinar sus acciones diarias (Berger y Luckmann, 1997). De esta manera, los ciudadanos pueden encontrar sentido en sus vidas. Las decisiones cotidianas, que serían infinitas sin una guía rectora, se resumen a proporciones abarcables y manejables por los sujetos (Toffler, 1973). Estos modelos se presentan como si fueran los mejores y con un énfasis universal que apunta a que funcionan para la mayoría de los individuos (Berger y Luckmann, 2001). Según Toffler (1973), cuando los individuos llegan a identificarse con un modelo en particular, tomarán todas sus decisiones cotidianas en función de él; por lo que lo defenderán de toda crítica negativa. Es decir, la racionalización aniquilará a la racionalidad.

Pero estos modelos no son tomados literalmente por los individuos, sino que sufren dislocaciones al ser puestos en práctica dando forma al estilo de vida. Mientras el modelo de vida es general, el estilo de vida es particular. Las personas actúan cotidianamente en función de rutinas que no son permanentes, sino que cambian y se readaptan a partir de nuevos comportamientos o conocimientos para resolver problemas (Berger y Luckmann, 2001). Pero para que las personas adopten modelos institucionales, éstos deberán ser veraces, beneficiosos y efectivos. Asimismo, se debe tener en cuenta que los modelos estarán regidos por ideas axiomatizadas que determinan aquello que es interesante (y por ende dan materialidad al interés) y aquello que es digno de ser reconocido (lo que materializa las pautas de comportamiento para lograr el reconocimiento social).

En gran problema es que el modelo de vida constitucional-legal sobre el que se sustenta la democracia-liberal-capitalista occidental ha perdido legitimidad y sus criterios de veracidad dejaron de funcionar.

La legalidad no ha sido la norma [5] , y las instituciones básicas sobre las que se erige este discurso -familia, trabajo (y sueldo digno), educación, justicia- han perdido legitimidad ante nuevos conceptos que redefinen lo político: individualidad, especulación, corrupción, impunidad, crimen. Y, en medio de esta paradoja, el valor social por excelencia, el índice de éxito, pareciera ser lo único cohesionado socialmente: el triunfador social es aquel que amasa fortuna sin importar cómo la ha conseguido. Todo tiene precio en la sociedad de consumo, y el mercado se constituye como el agente de control social de primer orden (Moriconi, 2012) [6] .

Esto nos remite a un nuevo problema que modifica los postulados de Berger, Luckman y Toffler: los individuos, ahora, establecerán sus estilos de vida a partir de los modelos institucionales, pero sabiendo que esos modelos no funcionan y que, tomarlos estrictamente, será condenarse al fracaso. Los modelos de vida siguen allí, pero no como ejemplos a seguir, sino como ejemplos de lo que pudo ser, pero que el desarrollo social ha hecho fracasar. Serán las instituciones informales (North, 1990) las que brinden nuevos modelos de vida con criterio de veracidad avalado. Así, se sabrá que si se debe hacer un trámite no es oportuno seguir las reglas sino buscar un contacto que las evite; ante una detención policial será oportuno incursionar en el soborno; los contactos serán igual de (o más) importantes para conseguir trabajo que la constancia, la experiencia o el mérito; el trabajo común no estará bien remunerado y no será fuente de riqueza (lo que afectará el desarrollo de la familia); el consumo será la lógica identitaria, las actividades más rentables serán ilegales (tráficos de droga, armas y personas y corrupción urbanística) y así se podría seguir hasta esbozar un paisaje aún más preocupante. Por supuesto, en cada sociedad los niveles de tolerancia social a estas cuestiones serán variados y surgirán -o desaparecerán- diversas prácticas culturales particularistas de acuerdo con los imaginarios sociales locales. Y esto guarda estrecha relación con los malestares anteriores: hay una prédica social para y por la democracia enmarcada en lo políticamente correcto -en el texto público-, pero que es inverosímil a la hora de la práctica real, pues las ideas que materializan las interacciones sociales diarias son opuestas a ese discurso.

Ninguna sociedad funciona sin orden general, y sin microórdenes particulares. Aunque estos órdenes pueden estar muy alejados de lo jurídico/legal. El concepto de anomia es incorrecto: siempre hay orden, incluso en el caos más grande. Foucault explica que "cada sociedad tiene su régimen de verdad, su 'política general' de la verdad; es decir, los tipos de discurso que acepta y hace funcionar como verdaderos" (Foucault, 1980: 131). Sin embargo, lo que el pensador francés pone en término singular, debería expresarse en términos plurales. Foucault advierte que estas condiciones de verdad serán locales e inestables. Pero esa localía se referirá a términos mucho más pequeños que una ciudad o una comunidad dada. Las pautas culturales podrán variar incluso en una porción territorial pequeña, es decir, no tiene por qué existir igualación entre lo cultural y lo nacional.

Fallan los criterios jurídico-legales de orden, pero los significantes vacíos de justicia o injusticia siempre estarán cargados de significación de algún tipo: siempre hay ideas que definen el reconocimiento y el interés.

Como bien explica Zizek (2009: 191), en la Unión Soviética, cuando se quería acceder a mejores servicios, a algún favor o conseguir un nuevo departamento, todo el mundo sabía a quién recurrir, a quién sobornar. Todos eran conscientes de lo que se podía hacer y lo que no y de lo que cada uno podía esperar o no. Tras la disolución del bloque, este orden se rompió y la gente, simplemente, no sabía qué hacer. Nadie tenía en claro a quién recurrir cuando necesitaba algo. Y, justamente, una de las funciones del crimen organizado fue proporcionar un nuevo orden: si te debían dinero o te molestaban, ibas al protector mafioso y éste se ocupaba del problema mientras el Estado era ineficaz.

Mucho se podría argumentar sobre las insatisfacciones diarias. Cuando Durkheim se refirió a las trampas que acarreaba la división del trabajo, advirtió que el progreso no era sinónimo de felicidad. La división del trabajo para este autor podía ser espontánea, en donde el trabajador puede escoger su empleo de acuerdo a su talento y preparación, o forzada, debido a que muchos individuos deberán trabajar de lo que puedan poder subsistir. Esto se ha visto agravado en las sociedades contemporáneas por diversos factores: la diferencias absurdas entre el reconocimiento (social y monetario) de una actividad y otra; la pauperización de la vida laboral; la pérdida de legitimidad de los títulos universitarios; la falta de empleo; la especulación como motor del sistema económico y no la producción. Esto genera frustración y angustia, dos de los males repetidos en las calles contemporáneas. Y lo complejo del asunto es que la política institucional pareciera desentenderse de estas cuestiones, no prestar atención a las tragedias humanas. Por si fuera poco, la deslegitimación de la política constitucional como una opción se debe a que la corrupción dejó de ser cuestión de una manzana podrida para convertirse en la norma (Della Porta, 1992). No se puede perder de vista, a esta altura, la relación directa entre democracia y satisfacción (Alonso Rocafort, 2010).

Ahora bien, si bien el discurso jurídico/legal perdió veracidad, la movilidad social como idea rectora del desarrollo social y de legitimación de la política (y del modo de vida estipulado en el discurso jurídico legal) sigue siendo clave. Pero si décadas atrás la educación universitaria o el trabajo industrial (en tanto los movimientos obreros pugnaban por mejoras en su calidad de vida sin perder su identidad clasista) eran fuente de dignificaciones y ascensos sociales, hoy el trabajo productivo ha perdido valor, reconocimiento social y poder económico. Un recorrido por la lista de personas más influyentes y ricas del mundo, según las revistas Time o Forbes, demuestra cuáles son las actividades centrales de la economía global (que incluye, por ejemplo, el tráfico de drogas, representado en la figura del líder del Cártel de Sinaloa mexicano, Chapo Guzmán). No hay, por ejemplo, médicos ni educadores de distinto tipo. La diferencia entre las ganancias de los trabajos productivos y la de los especulativos es extrema. Incluso la propia especulación financiera ha puesto en jaque a toda Europa y a Estados Unidos, que pugnan por defender al mercado incluso a costa de dilapidar la vida de los ciudadanos. Wall Street mató a Detroit.

El Estado ha perdido legitimidad como factor de cohesión. La corrupción y la ilegalidad, en muchas sociedades, se han convertido en la única posibilidad de varios sectores sociales de mejorar (o directamente lograr) las posibilidades de movilidad social. Lo ilógico en una sociedad de este tipo es pensar en la posibilidad de sedimentar una democracia, una clase política digna, o intentar recurrir a evaluaciones sobre el buen y mal vivir a través del deslegitimado metadiscurso jurídico/constitucional como vara de medición.

Ahora bien, no debe entenderse al orden como algo homogéneo y completo, sino como una guía desde la cual los individuos generan sus estilos de vida. El problema político es definir cómo, quién y bajo qué valores e ideas normativas se desarrollan y modifican esos criterios de verdad, y cuán tolerantes y compatible son con otros que también existen. Surge aquí el problema político fundamental: la definición de las jerarquías y los criterios de veracidad por los que ellas son proclamadas. Roiz, siguiendo a Maimónides, advierte que no todos somos iguales, no a todos se les puede enseñar todo (Roiz, 2008). Ahora bien, entender que no todos estamos preparados para todo, que no todos tenemos capacidades para todo, como advierten Maimónides y Roiz, implica también reconocer que previamente existen criterios -no sólo individuales, sino colectivos y sociales- para que se defina -o que alguien defina- quién puede aprender algo y quién no. No hay que olvidar que, en la retórica sociedad sefardí mediterránea de la que nos habla Roiz (2008), tanto la figura del rabino -guía rector, educador y generador de criterios de veracidad- como el objetivo de defender la existencia del pueblo de Israel son ideas centrales. Incluso la prédica a favor de la isegoría nos sumerge en una encrucijada. No hay que olvidar cómo se daba esa isegoría en la Grecia antigua, dónde no todos los humanos eran ciudadanos. La isegoría se daba entre ciudadanos, no entre humanos. Esclavos, mujeres o extranjeros no tenían el derecho de hablar como iguales y ser escuchados. La sociedad griega no era una sociedad inclusiva. No hay que olvidar que incluso Aristóteles defendió la dominación y la violencia a la hora de tratar relaciones personales privadas con hijos, mujeres o esclavos, todos considerados ciudadanos de menor categoría o no ciudadanos.

Es necesario comprender, por ello, los hábitos malignos, los benignos, las ideas sobre lo justo, lo interesante y lo digno de ser reconocido. Esto se puede crear y educar, aunque siempre con contingencia y azar. Esas ideas serán la base de la materialización del Estado y sus interacciones sociales.

Políticos ciudadanos y víctimas-cómplices

Hasta aquí vimos cómo el metadiscurso jurídico de la sociedad democrática-moderna ha caducado en ciertos aspectos y perdido legitimidad en otros. A consecuencia de esto, la educación (formal e informal) de los ciudadanos demuestra que lo justo, lo bueno y lo deseable no siempre se corresponde con los parámetros legales. De esta manera, la política institucional pierde prestigio.

Surge aquí un nuevo problema, que muchas veces pasa inadvertido tanto en los análisis politológicos como en las quejas sociales que culpan a los políticos por el malestar: por momentos, políticos y ciudadanos aparecen en esferas diferentes, como si se tratara de dos conjuntos diferenciados. Esto genera un problema semántico a la hora de entender el desarrollo social y la reproducción del malestar.

Los políticos también son ciudadanos. Los funcionarios públicos son simplemente ciudadanos normales que fueron educados bajo los parámetros sociales que hoy tanto se cuestionan. Parámetros sociales que, desde hace años, incluyen el desprestigio de los criterios de veracidad del discurso jurídico/constitucional e igualan la política a una actividad corrupta. Por lo tanto, un ciudadano que tras crecer, educarse y socializarse en este ambiente decida lanzarse a la carera política deberá ser consciente de estos valores. Si todos los políticos son corruptos, un no corrupto no puede ser político. Ergo, la disyuntiva es saber cómo afecta este prejuicio a un ciudadano que desea ingresar en política y las relaciones que la potencialidad de corrupción guardan con el perfil psicológico del ciudadano que analiza la carrera política institucional como una opción. Dada la tolerancia social a la corrupción que existe en la mayoría de las democracias occidentales, la calidad de la ciudadanía es uno de los principales problemas de las democracias contemporáneas [7] .

Es importante, ante esta situación, comprender el necesario rol de la ciudadanía en la legitimación del malestar social. La lógica de la víctima-cómplice (Moriconi, 2009a) busca imponer la racionalidad a la racionalización en el pensamiento social y entender al poder desde una perspectiva más amplia.

Para comenzar, es indispensable, ser conscientes del proceso de legitimación de una idea en un orden social particular. Gramsci (1980: 33) se refería a la necesidad de legitimación de cualquier orden establecido logrando el compromiso activo de los distintos sectores. Los sectores hegemónicos logran un consenso tácito por parte de la población, la aceptación natural del sufrimiento: la hegemonía expande sus ideas y las axiomatiza, transformando el sometimiento en algo aparentemente natural. Como resultado de la imposición de la hegemonía "las diferentes clases y grupos sociales llegan a compartir objetivos políticos basados en un conjunto de creencias y prácticas que establecen un marco común de sentido más o menos coherente que define los límites de lo hacible y de lo pensable en un cierto orden político" (Panizza, 2002: 63).

Así, el análisis de las ideas proporciona pautas elementales para comprender cómo se axiomatiza el orden social y se delimita el campo de posibilidades sobre la que podrá moverse el pensamiento. El concepto de hegemonía y la necesidad de legitimación de un orden para consolidarse en la sociedad remiten al concepto de poder social foucaultiano:

El poder es, y debe ser, analizado como algo que circula y funciona en cadena. Nunca está localizado aquí o allí, nunca está en las manos de alguien, nunca es apropiado como una riqueza o un bien. El poder funciona y se ejerce a través de una organización reticular. Y en sus mallas los individuos no sólo circulan, sino que están puestos en la condición de sufrirlo y ejercerlo (Foucault, 1992: 39).

El proceso de legitimación, necesariamente, deberá contar con consenso mayoritario. De otra manera, sería imposible sostener una propuesta hegemónica. Surge entonces la posibilidad de replantear los enfoques tendientes a analizar críticamente las cargas axiomáticas del malestar cultural desde la necesaria participación, o tolerancia, de aquellos que pudieran ser considerados víctimas del propio sistema. Se puede volver hasta Rousseau, quien advirtió que el establecimiento de la propiedad privada hizo posible la creación de la sociedad civil con su secuela de desigualdad y guerras. Para el francés, los problemas comenzaron con el primer hombre que cercó su territorio y proclamó esto es mío (Rousseau, 1980: 30). Pero, para legitimar el proceso, quien cerca debe obtener como respuesta masiva un eso es suyo. Sin legitimación, no hubiese habido propietario; y no es tan importante la avaricia de quien cerca (que en definitiva se erige como vencedor) sino la ignorancia de quien aprueba, probablemente porque se ve seducido también por la posibilidad de cercar. La caída de la humanidad en la esclavitud y la guerra de Rousseau se producen por consenso tácito general ante ideas que generan malestar en el largo plazo.

Las ideas centrales que dan fundamento a la sociedad capitalista de consumo, sus pautas de reconocimientos y sus valores finalistas, generan un pensamiento limitado que influye en la expansión del malestar [8] . Tolerancia a la corrupción y el clientelismo, complicidad con actividades complementarias que dan sentido al crimen, el robo, el narcotráfico (Moriconi, 2011c), adoración de estereotipos y modos de vida imposibles de ser extrapolados a la sociedad toda (e incluso imposibles de ser conseguidos mediante trabajos normales), imposibilidad de sedimentación de una práctica racional de la moral y valores finalistas que, ante la necesidad de consumo permanente, generan estrés, ansiedad e infelicidad.

Es necesario aclarar que victimización y complicidad, cuyo alcance dentro de este análisis toma sentido sólo una vez que han sido unidos y reconocidos por el sujeto de modo que la acción es el motor del cambio de situación, no apuntan a enfocar en el conjunto social, en cada uno de sus componentes, como los culpables de una situación particular. Simplemente, se trata de ampliar el alcance del poder desde la óptica foucaultiana y recordar su cualidad social bajo la realidad de una necesaria legitimización desde los distintos estratos a fin de formar la cohesión colectiva necesaria y el consenso que permite que una cuestión particular se naturalice. Se trata de apuntar a la causalidad de los actos y valores reproducidos en conjunto partiendo de la arbitrariedad del orden social, sus axiomas y variables desde la perspectiva compleja. Asimismo, la víctima-cómplice  se forja en un contexto de discursos intersubjetivables y culturales del que la propia víctima-cómplice forma parte sin opción de intervenir en la creación y reproducción de los mismos. El poder hegemónico, en su necesidad de construir canales de legitimación y consenso, deja el camino abierto -ya sea desde la persuasión, la manipulación, la fuerza o la vía electoral- para la solidificación de actitudes y formas de actuar sociales que sirvan de complicidad a su interés particular, generando niveles de adhesión o simplemente tolerancia incluso en sectores excluidos. Ahora bien, incluso los sectores de poder pueden ser víctimas-cómplices de una coyuntura crítica que, en el futuro, puede generar la subversión del sistema o el surgimiento de un nuevo orden que ataque su legitimidad y su poder. El caso de la consolidación del narcotráfico en México como rector político y nuevo agente hegemónico en diferentes sectores sociales es un ejemplo claro de esta situación (Moriconi, 2011b y 2011c). Se trata, entonces, de la necesidad urgente de volver a pensar en toda su dimensión.

La sedimentación del buen juicio, la comprensión de la naturaleza de la razón y sus ideas rectoras y su vínculo con la materialización de lo político son herramientas necesarias para reinventar la política institucional y restablecer sus valores naturales. La lógica de la víctima-cómplice  apunta a ser coherentes y realistas en la explicitación de las incoherencias del orden naturalizado y brindar herramientas útiles para el auto-gobierno individual.

Comentarios finales

Dos grandes obstáculos se deben salvar para recuperar el juicio: la necesidad de desmontar la dictadura del sentido común -ya ironizaba Einstein que es más fácil desmontar un átomo que un preconcepto-, y el fantasma de la omnipotencia humana que tiende a proteger sus visiones del mundo como últimas y definitivas. Como advierte Roiz (2003), es muy difícil admitir nuevas realidades. Por ello, educar en la racionalidad y no en la racionalización es un camino que posibilita la vigilancia epistemológica de los axiomas por los que observamos y oímos al mundo. Ahora bien, si trasladamos este principio al mundo político, entendemos que no es correcto buscar un orden estable a partir de la implantación de leyes rígidas que se cieguen a la contingencia y busquen dar cuenta de la vida social en base a generalizaciones y regularidades. La política debe ser un diálogo retórico constante. Retórica entendida desde su comprensión mediterránea (Alonso Rocafort, 2010): una ciencia marcada por la honestidad y el bien decir en la ciudad, una actividad marcada por la habilidad y la prudencia. Una retórica que, tal como expresa Alonso Rocafort, busca educar en la responsabilidad a los ciudadanos que van a decidir sobre lo público sin pretender ser un arma de persuasión, sino una herramienta deliberativa que busca comprender sin competir, sedimentando la amistad política y el respeto que permite el surgimiento de la isegoría.

Wolin acierta cuando resalta que la teoría democrática debe considerar la educación como su aliado natural. Pero a menudo, la política dialéctica utiliza la educación para imponer un deber ser universal y un ser homogenizado, signado por tropos que generan malestar. Se busca incentivar una inteligencia práctica, una racionalidad funcional, y se dejan de lado cuestiones elementales como la creatividad y la/s inteligencia/s emocional/es. Se educa desde lo positivo, no desde lo negativo, que es lo constante en la vida humana. Se ofrece un discurso por y para la felicidad (que, como se expresó antes, ya está dislocado de la vida real) y no se enseña a sobrellevar el drama. Ninguna escuela enseña a perder a alguien, a sobreponerse al dolor, a controlar la corrupción interna. Cuestiones todas con las que el ciudadano deberá lidiar en más de una ocasión en su vida. Se sigue enseñando por y para la estabilidad (emocional, económica, laboral, psíquica, geográfica, familiar), pero la vida actual impone retos muy diferentes a los aprendidos. Por si fuera poco, para esta educación, el desarrollo del ser humano pareciera una cuestión de lógica y estadística: a los seis años un ser humano -sin importar biografía o experiencias- ya es alumno de primaria. Para esta educación simple, no hay posibilidad alguna de que un niño con esa edad tenga desarrolladas aptitudes para lengua o matemáticas de primer grado y de arte o música para séptimo curso. Se busca lo general y universal, se evita lidiar con la complejidad humana. Como explica Ken Robinson (2010), hay gente que no disfruta lo que hace y otra que ama a lo que se dedica, y la educación tiene mucha culpa en esto por alejar a muchas personas de sus talentos naturales [9] . De estos ciudadanos, surgirán los políticos -quizás con ciertos resentimientos que los impulsa a mandar-.

Por otro lado, el liberalismo se encargó de sedimentar ideas sobre el ser humano que son inadecuadas. Roiz (2008: 89) recupera algunas ideas de Maimónides sobre las características políticas de un ser humano que no es autosuficiente. La vida del ser es un constante avance hacia la solución de su impotencia, por lo que necesitará ser gobernado -y autogobernanrse-, necesita de protección, requiere cobijo, afecto, nutrición, orden. Un ser con las mismas condiciones será quien se erija como gobernante de los demás. Esa opción estará marcada o bien por un deseo de sobresalir, de ser querido, de dominar a los demás, o bien por el deseo de cuidar al mundo y entregarse a los demás. Mandar y obedecer, para Maimónides, es una necesidad de vida. Por supuesto, este principio estará signado por un imaginario que sedimenta estereotipos más atractivos que otros, pautas de reconocimiento y de interés.

Con buen juicio y un gobierno democrático de sí mismo, el ciudadano tiene más herramientas para revisar los focos de malestar que lo afectan y gobernarse a uno mismo, actividad que, como bien explicó Maimónides (1963) en su Guía para perplejos, consiste en el análisis permanente de las pautas de actuación, las tradiciones y los hábitos benignos y malignos. La creación del estilo de vida, su elección, construcción y modelación día a día debe ser cuestión de buen juicio. Prestar atención a estas cuestiones es un factor irrenunciable de la ciencia política. Primero porque los estados de ánimo y las pasiones definirán la actuación pública de un ciudadano que, si no analiza y gobierna su interior desde la complejidad, podrá ser cómplice de su malestar por estar naturalizando tropos que en sí mismos generan angustia y resentimiento. Segundo, porque del conjunto de ciudadanos surgirán los líderes del futuro, y sólo quien se gobierna democráticamente a sí mismo podrá gobernar democráticamente a los demás. Tercero, porque la calidad de la política práctica, la ciencia política y la filosofía política de una sociedad dependerá del tipo de pensar para el que se eduque. Y si ese pensar es limitado, estas importantes actividades podrán quedar presas de cierta ceguera cognoscitiva, y llegarán a conclusiones equivocadas a pesar de recabar datos correctos, como el hijo del granjero que encontró a su hermana y al jornalero en el granero.

Notas

[1] Otras ópticas desde las que la retórica ingresó a la teoría política son la republicana, que la considera una técnica para salir victorioso en la "guerra de palabras" de la lucha política, y la persuasiva, recuperada por la democracia deliberativa para encontrar razones que todos puedan aceptar y cambiar la opinión de los demás en favor de la propia (Alonso Rocafort, 2010: 144 y ss.).

[2] Decidir no actuar también es una acción.

[3] Por ejemplo, dada esta visión de lo político, en Argentina se ha incorporado la enseñanza del piquete y el escrache como parte del programa de la asignatura Política y Ciudadanía, que se encarga de la educación cívica de los estudiantes secundarios.

[4] No es intención de este trabajo debatir sobre la calidad de la democracia en la China actual (en todo caso ver Fanjul, 2011). Simplemente se buscan ejemplos de un pensar distinto del occidental hegemónico. En todo caso, la extrapolación de estas ideas deben analizarse en el mismo marco occidental: hoy se recurre a ellas como método de distención, ejercicio, relajación y lucha contra la ansiedad -en lo que respecta a ideas propias de la filosofía y las religiones asiáticas-. Por otra parte, y siendo los problemas interculturales uno de los tópicos centrales de la ciencia política, se puede resaltar la capacidad de adaptación al medio de las comunidades chinas que viven -y triunfan en términos laborales y económicos- allí donde vayan, desde Europa a América.

[5] Los datos del Eurobarómetro de la corrupción 2012, por ejemplo, indican que la ciudadanía cree que la corrupción es abundante en las instituciones nacionales (79 por ciento), locales (76 por ciento) y regionales (75 por ciento). El índice de percepción de la corrupción de 2011 de Transparencia Internacional indica que (en una escala del 0 -muy corrupto- al 10 -nada corrupto-) sólo 48 países de 182 tienen una nota superior a 5, y sólo 34 superior a 6 y sólo 25 obtuvieron 7 o más puntos. Según el Barómetro Global de la Corrupción de 2010, 6 de cada 10 personas en el mundo considera que la corrupción creció en los últimos tres años. En América Latina, la mitad de los encuestados creen que la situación empeoró.

[6] Debido a la crisis, Angela Merkel acuñó un nuevo concepto: la "marktkonforme demokratie", es decir, la "democracia acorde con el mercado". Según la Canciller alemana, hay que construir una democracia en la que la confección del presupuesto concuerde con las necesidades del mercado.

[7] Si a esto se le suman los problemas internos y, muchas veces, la falta de democracia de los partidos políticos, la educación cívico-política de los futuros servidores públicos es aún más peligrosa.

[8] Para un análisis de la autogeneración de la resignación en la sociedad de consumo, ver Bauman (2009). Para una sistematización de los tipos de víctimas-cómplices, ver Moriconi (2009a).

[9] La ONG Acción contra el Hambre realizó un experimento para ver la predisposición de los niños a compartir su comida. Veinte parejas de niños fueron colocadas en un set para, supuestamente, sacarse unas fotos. Ante un supuesto retraso del fotógrafo, el monitor dejó solos a los niños, diciéndoles que podían comer sus meriendas que se encuentran en sendos platos tapados. Una vez solos, los niños destapan sus meriendas y descubren que sólo uno de ellos tiene un sándwich. Las veinte parejas compartieron su comida. Las pautas de educación de la sociedad, determinan la pérdida de esta predisposición ante la sedimentación de valores competitivos e individualistas (véase www.youtube.com/watch?v=wnv8tilywQk).

Bibliografía

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