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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.6 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2012

 

DOSSIER

Representación, orden y contingencia

 

Björn Hammar
Universidad de Dalarna, Suecia
bjh@du.se

 


Abstract

In this study, it is emphasized that the link between representation, state, citizens, and democracy does not exclusively refer to popular participation and principles of institutional designation. On the basis of conceptions of representation by thinkers such as Arendt and Hobbes, it is argued that political representation does not only precede, but constantly intervene in the notion of a democracy located in sovereign states. When we examine the conceptual relationship between citizens and state we find a series of decisive dilemmas associated with the life contingency of citizens, on the one hand, and the need for a political order, on the other. This is why the conception of political representation developed in this article is not based on principles of identity or correspondence, but on contingent public spaces and metonymical processes, which make possible to gather dispersed attributes in order to generate notions of overarching political order, such as the sovereign state.

Palabras clave

Representación; Democracia; Ciudadanos; Retórica; Espacio público

Key words

Representation; Democracy; Citizens; Rhetoric; Public space


 

En el presente estudio se enfatiza que el nexo entre representación, Estado, ciudadanos y democracia no se refiere únicamente a la participación popular y principios de designación institucional. Partiendo de concepciones de representación en pensadores como Arendt y Hobbes, se argumenta que la representación política no sólo precede, sino que interviene constantemente en la noción de una democracia situada en estados soberanos. Al examinar la relación conceptual entre ciudadanos y Estado nos topamos con una serie de dilemas decisivos vinculados con la contingencia de la vida de los ciudadanos, por una parte, y la necesidad de un orden político, por otra. De ahí que la concepción de representación política desarrollada en este artículo no se fundamenta en principios de identidad o de correspondencia sino en espacios públicos contingentes y en procesos metonímicos, que permiten juntar atributos dispersos para generar nociones de un orden político omnicomprensivo, tales como el Estado soberano.

Introducción

La representación política ha sido un concepto clave para concebir el Estado soberano y la democracia moderna. Resulta especialmente interesante observar cómo ese concepto ha sido incorporado en un serie de supuestos sobre el poder soberano y -posteriormente y de otra forma- sobre la democracia moderna. Las perspectivas politológicas relacionadas con la representación frecuentemente han divergido entre unos estudios que se interesan por los fundamentos de la esfera pública, por una parte, y otros que inquieren sobre el funcionamiento y el valor de la democracia representativa, por otra [1] . No resulta controvertido afirmar que, en la ciencia política actual, la representación se relaciona en mayor medida con procesos y principios de toma de decisiones y la designación de representantes políticos, que con la genealogía de conceptos como soberanía, Estado, sociedad y ciudadano [2] .

A pesar de las tendencias politológicas de reducir la representación política a principios y prácticas de designación en las democracias contemporáneas, es importante recordar que la idea de representación a lo largo de la historia ha constituido uno de los fundamentos más importantes para referirse a órdenes políticos omnicomprensivos, al generar la representación nociones sobre el Estado como un cuerpo político de carácter intemporal y, al mismo tiempo, asociar la existencia, la identidad, el temor y el deseo más íntimo de los ciudadanos con la imagen de ese orden abstracto. Como ha indicado Voegelin, la compleja relación entre representación, Estado y democracia no puede ser reducida a su significado constitucional, puesto que su sentido existencial está constantemente presente (Voegelin, 1966) [3] . Otros han señalado que las tendencias de reducir el concepto de representación política a procesos de designación se debe al hecho de confundir unos "principios de justificación" con una "técnica de decisión" (Rosanvallon, 2011: 115). Si, para evitar esa reducción conceptual, nos detenemos ante la relación representativa entre ciudadanos y ente político, nos topamos de inmediato con una serie de dilemas fundamentales vinculados con la contingencia de la vida de los ciudadanos, por una parte, y la necesidad de un orden político, por otra. Para el Estado moderno, un afán decisivo, surgido de la relación entre contingencia y orden, ha sido precisamente atar la vida de los ciudadanos a una esfera pública omnicomprensiva, constituida por categorías tales como el cuerpo político, el pueblo o la soberanía. En esos vínculos y brechas entre la vida del ciudadano y el orden político surgen durante la Edad Media los antecedentes conceptuales del Estado moderno, a pesar de ser expresados en otros lenguajes (Passerin d'Entrèves, 1967) [4] . La representación es una de las claves en la transición hacia ese Estado, y la obra de Hobbes forma parte de la remodelación de la relación entre gobierno y gobernados en el pensamiento político.

La idea de representación política en la obra de Hobbes está relacionada con el afán de encontrar en el Estado soberano una respuesta ante la tensión entre contingencia y orden político. Si examinamos la noción de representación política presente en obras como Leviatán, apreciamos cómo el autor insiste en que no rige el principio de identidad absoluta en la relación entre representante y representados, ni entre gobierno y gobernados. El representante político no puede ser idéntico a lo que representa, lo cual también es cierto para el poder soberano y los ciudadanos. Con esto Hobbes indica la dificultad de concebir la representación política como correspondencia y, como consecuencia de ello, da por imposible una fusión completa -o un encaje perfecto- entre representante y representados como fundamento del Estado y del gobernar. Es importante destacar que la ausencia de principios de identidad y correspondencia en la noción de representación política de Hobbes no significa que descarte atar los ciudadanos al Estado soberano, sino todo lo contrario. Pero la vinculación entre gobernados y gobierno no se rige por identidad y correspondencia, sino por procesos de asociación y apropiación, con los que el pensador de Malmesbury pretende cerrar la brecha entre la contingencia experimentada por los ciudadanos y lo que él entiende como la necesidad imperante de crear un orden político soberano.

A pesar de que el poder soberano descrito por Hobbes no sea capaz de representar a los ciudadanos a través de principios de identidad, insiste en la necesidad de crear vínculos fuertes entre el soberano y los ciudadanos para establecer orden, paz y libertad. Un factor decisivo para poder crear esos vínculos políticos es la facultad humana de la imaginación, que entre otras cosas nos permite hablar de cosas abstractas que no podemos ver en su totalidad. Esa dificultad de observación visual y la necesidad de imaginación la apreciamos con claridad cuando tratamos con el Estado omnicomprensivo e inabarcable descrito en Leviatán. Muchos atributos utilizados por Hobbes para explicar la fundación del ente soberano se caracterizan precisamente por problemas de visibilidad. Sólo hemos de pensar en características humanas tan importantes para Hobbes como son la soberbia o el temor que surgen in foro interno. Lo omnicomprensivo, lo abstracto y lo invisible son aspectos centrales para la fundación del poder soberano, lo cual genera una necesidad de representar y de hacer visibles esas dimensiones del poder público. La representación política funciona aquí como formas de asociar ese Estado abstracto con características y problemas presentes en la vida de los ciudadanos.

Los mecanismos de asociación, apropiación y proyección utilizados por Hobbes cuando trata la representación política nos llevan a cuestiones que vinculan la teoría política con la retórica, en este caso a través de lo que denomino tropología política (Hammar, 2005). Como veremos, el tropos más importante para la representación política en el pensamiento de Hobbes es la metonimia, al versar esta figura sobre procesos de asociación y apropiación, sin necesidad de principios de identidad original o correspondencia sin fisuras. Los mecanismos metonímicos son decisivos cuando en Leviatán se pretende cerrar la brecha entre contingencia y orden político, al permitir la metonimia tomar la parte por el todo o lo disperso por la unidad. Contemplar la representación política como procesos metonímicos no únicamente nos aporta perspectivas sobre el pensamiento de Hobbes, sino que puede echar otra luz sobre las relaciones entre ciudadanos, Estado y democracia contemporánea.

Los cambios conceptuales en torno a la idea representación fueron importantes en la teoría y práctica política durante la temprana Edad Moderna, puesto que la representación política constituye una parte fundamental de las imágenes de unidad y continuidad relacionadas con el Estado soberano que estaba surgiendo en esos momentos [5] . La teoría política de Hobbes es un ejemplo interesante de cómo la imaginación y los mecanismos metonímicos se vinculan con ideas de representación para describir la necesidad de un poder público soberano (Hammar, 2008; Butler, 2008; Skinner, 1996; Astorga, 2000). A lo largo de la historia se aprecia cómo varias nociones de representación política han ido incorporándose a la idea del Estado soberano, pero esas nociones no pueden ser simplemente contempladas como partes de una evolución teleológica de la democracia moderna. Tampoco es cierto que las concepciones temprano-modernas de representación política fueran completamente abandonadas cuando con el tiempo el poder soberano se democratizó.

Estas cuestiones son tanto teóricas como históricas, al enseñarnos cómo antiguos conceptos y nociones son transformados y ajustados a nuevos contextos políticos. Los signifi­cados y las funciones anteriores no desaparecen completamente, sino que constituyen estratos y legados teóricos que no se examinan de forma detenida, si no encajan en las descripciones más esquemáticas del gobierno popular o en las ideas de una evolución lineal de la democracia moderna. Por ello es importante estudiar el uso la transformación genealógica de conceptos "antiguos" que siguen condicionando nuestras nociones sobre lo público.

Fueros internos y geometría pública

En la obra de un pensador tan estudiado como es Hobbes podemos encontrar unos caminos que no han sido pisados con demasiada frecuencia por la teoría política contemporánea. El pensamiento político de Hobbes está íntimamente relacionado con sus ideas sobre el Estado moderno. Las interpretaciones de su obra sobre este punto son relativamente diversificadas, pero podemos sin pretensiones de ser exhaustivos constatar que gran parte de ellas subrayan el surgimiento del Estado como el establecimiento de unas formas definitivas y exteriores a los individuos, que se elevan como fundamentos protectores para poner fin al desorden extra o preestatal. Esas interpretaciones rescatan de Hobbes la necesidad de controlar el conflicto, las divergencias y la inestabilidad para establecer y mantener una entidad soberana capaz de garantizar el orden político. Esto también forma parte de la ambición de Hobbes de fundar una nueva ciencia civil y un more geometrico para el poder público. Cuando el pensador de Malmesbury habla del cuerpo político en términos de protección, orden, necesidad y ciencia, encontramos empero otras preocupaciones acerca de la abstracción que supone siempre el vínculo entre los ciudadanos y el Estado. Para indagar en las posibilidades y limitaciones de semejante abstracción, Hobbes se detiene una y otra vez en los vínculos complejos entre el ente soberano y la vida contingente de los ciudadanos. A contrario de muchas interpretaciones convencionales de obras como Leviatán, cabe destacar que los problemas relacionados con el orden político no versan únicamente sobre unas formas externas completamente abstraídas de las dimensiones mutables y fugaces de la vida política.

Es importante insistir en que el pensador de Malmesbury nos enseña que la fundación del Estado no elimina las contingencias de la relación entre ciudadanos y orden político. Una parte fundamental de esa contingencia y abstracción política, que Hobbes considera inherente a la res publica, se sitúa en el mundo interno de los ciudadanos, en su foro interno, en donde encontramos facultades humanas como la memoria, el olvido, la imaginación y el juicio, sin las cuales la percepción de entes políticos de dimensiones tan vastas como el Estado moderno sería imposible [6] . En principio ese fuero interno no es un espacio cerrado a los demás y a la esfera política, sino que es permeable al constituir una dimensión decisiva en la edificación del cuerpo político. Hobbes ve claramente la importancia del fuero interno y la imaginación política, pero al mismo tiempo pretende controlar esas dimensiones de lo público para vedar tanto la contingencia del mundo interior del ciudadano como atar su existencia al ente político soberano.

Los temores fundacionales que vinculan los ciudadanos con el Estado no surgen únicamente como respuestas a amenazas atribuibles a sujetos con una presencia inmediata en el exterior de los individuos. Los miedos de los ciudadanos aparecen en un mundo que no está totalmente desencantado, al intervenir en él "poderes fantasmales" hostiles de gran sutileza y tenacidad cuyas apariciones "ejercen una profunda influencia sobre los hombres y la sociedad" (Wolin, 2005: 80). Hobbes indica que los temores experimentados por los ciudadanos pueden tener su origen en el foro interno que está poblado por fuerzas muy poderosas como son la imaginación, las pasiones, la memoria y el olvido (Hobbes, 1996). En Leviatán sostiene que, para establecer y mantener el orden político soberano, es necesario ser consciente de esas fuerzas, puesto que son poderosas, mutables y muy difíciles de vencer, hasta el punto de poder llegar a "destruir un Estado" (Hobbes, 1996: 227). Al anunciar una constante batalla contra los entes disgregantes del fuero interno de los ciudadanos, Hobbes asume la presencia de esos poderes que "no pueden ser completamente eliminadas de la naturaleza humana" (Hobbes, 1996: 83). A pesar de contraponer los poderes fantasmales incontrolables con la racionalidad controlable necesaria para crear orden, Hobbes no contempla la posibilidad de eliminar definitivamente esa contingencia del fuero interno y su relación con el ámbito político. Vuelve una y otra vez sobre esas voces perturbadoras que forman parte de la naturaleza humana y, como consecuencia de ello, con la res publica descrita en el Leviatán (Johnston, 1989).

Lo fantasmal está para Hobbes relacionado con la facultad humana de la imaginación que, a su vez, es indispensable para la representación de objetos políticos. Lo sensible de la experiencia es representado en la mente como memoria, pero para el pensador de Malmesbury la representación funciona también a la inversa: la imaginación y la memoria pueden ser representadas como experiencia sensible (Hobbes, 1996). Esto significa por ejemplo que el poder soberano puede ser representado por personas, instituciones y monumentos que no son idénticos al Rey que encarnaba el poder soberano. A diferencia de las tesis sobre los "dos cuerpos del rey" de la Europa medieval cristiana (Kantorowicz, 1985) [7] , lo decisivo de la representación en Hobbes es su proyección sobre un poder soberano que no permite la división ni la fragmentación del ente gobernador. Los movimientos de fusión de los poderes políticos se producen con la ayuda de la facultad humana de la imaginación y de los mecanismos metonímicos, tan importantes para el Estado que describe el pensador de Malmesbury. En Leviatán, la imaginación no constituye un complemento que preceda ni explique posteriormente la acción política, sino que forma parte inherente a ella. La imaginación es concebida como una facultad profundamente política presente en los mismos fundamentos del Estado. La importancia fundacional de la imaginación en Leviatán no se refiere a una función puntual en un momento contractual original, de pertenencia exclusiva al pasado, ni a un límite perfectamente discernible entre la existencia prepolítica y la encarnación de la Commonwealth. Lo imaginario tiene, por el contrario, una presencia constante en la relación entre ciudadanos y Estado, constituyendo así un aspecto fundacional del cuerpo político.

Los poderes del fuero interno señalados por Hobbes no pueden ser desplazados a una esfera estrictamente interior o privada, situada fuera de la res pública, sino que forman parte de "espacios públicos internos" (Roiz, 2003: 339-341, 328-329). Estos lugares no son análogos a las figuras geométricas con las que frecuentemente se retratan las esferas políticas, según las cuales estar en dos lugares a la misma vez resulta imposible porque contemplan la res publica en términos de la traslación de "cuerpos en el tiempo y en el espacio, categorías incontestadas por hallarse confirmadas a priori" (Roiz, 2003: 346). Las perspectivas políticas geométricas suponen además que "lo público siempre es externo al yo" (Roiz, 2003: 339). De ahí surge la idea de contemplar cualquier asunto relacionado con lo político como un objeto en la plaza, expuesto a la vista de todos y de ninguno en particular. La concepción de espacios públicos internos nos permite precisamente comprender cómo el ciudadano puede estar en varias esferas políticas a la vez y no quedar expuesto por completo en ninguna, una posición que resulta inconcebible desde las perspectivas geométricas al basarse éstas en analogías sobre la presencia física en espacios estrictamente delimitados y mutuamente excluyentes [8] . Dar por válido el punto de partida de que lo público se asemeja a una esfera geométrica siempre situada en el exterior de los ciudadanos, lleva a muchos enfoques de la ciencia política a relacionar el "interior" del ciudadano con privatización, psicologismo, subjetividad romántica, solipsismo o con un individualismo reducido a egoísmo estratégico.

Al abrir esa geometría politológica, nuestra perspectiva viene precisamente a matizar las nociones sobre la presencia del ciudadano en el espacio público y, lo que no es menos importante, la existencia de espacios públicos en el ciudadano. La contingencia y permeabilidad del fuero interno indican que el ciudadano puede exteriorizar en el ágora únicamente partes y momentos de sus identidades, intereses e inquietudes, mientras que en su fuero interno se hallan fragmentos y tiempos paralelos que ejercen una influencia importante sobre su relación con la res publica. Esta forma de concebir el nexo estrecho entre pensamiento y juicio político, señalada con claridad por Arendt (1978), pone de relieve la necesidad de reconsiderar la complejidad de los vínculos entre el ciudadano y la esfera pública.

Ejemplos relevantes en ese sentido encontramos también en los procesos selectivos y contingentes de memoria y olvido proyectados sobre la existencia de entidades colectivas como el Estado. La idea de la memoria (colectiva) como elemento sustantivo de la esfera pública es revelador al indicar que los fueros internos se vinculan con la vida política, sin detenerse en cómo ese nexo pueda producirse. Conviene por ello recordar que la memoria no es un registro exhaustivo de todo lo ocurrido en tiempos pasados, sino parte de procesos selectivos o discriminatorios situados en sucesivos tiempos presentes, en los que juegan un papel decisivo el olvido y la amnesia, constituyendo características de la política que no quedan confinadas a un espacio estrictamente interior y vedado a los demás. La memoria y el olvido forman parte del individuo pero, al mismo tiempo, implica mucho más que fantasías solipsistas o control racional de intereses dados. En realidad entra y sale lo público constantemente en los procesos de olvido y memoria de los ciudadanos.

La memoria como concepto político puede indicarnos el nexo fragmentario, momentáneo y poroso entre exterior e interior del ciudadano, lo cual pone de relieve algunos puntos ciegos de la concepción geométrica de los espacios políticos que, por ejemplo, describen los movimientos entre lo público y lo privado en términos de separación estricta u ocupación total. La idea de una división tajante entre lo público y lo privado la podemos ver ejemplificada en perspectivas contractualistas que destacan los derechos públicos como garantes de la libertad privada del individuo. Otra cara de esa misma disyunción la apreciamos cuando se afirma que lo público puede o debe ocupar totalmente lo privado, al sugerir que la intimidad de las personas también es público o cuando las perspectivas marxistas declaman que el individuo privado tiene que ser abolido para alcanzar la libertad. En el republicanismo encontramos perspectivas que resaltan lo público como un espacio exterior a la vista de todos los ciudadanos y lo privado como un ámbito interior apartado de la acción política. Lo que comparten todos esos enfoques es una idea geométrica para describir la relación entre los ámbitos públicos y privados.

En lugar de concebir lo político -y la democracia moderna relacionada con ello- como formas geométricas euclidianas, omnicomprensivas y estáticas, podemos en palabras de Wolin hablar de una "democracia fugaz" (Wolin, 1996: 39-44). La idea del ágora como imagen y forma de lo público es importante, pero no agota las fuentes de la vida ciudadana. El espacio público no se reduce a una actividad perfectamente visible en la plaza y en el exterior de los ciudadanos, en la cual los asuntos de todos y de ninguno en particular quedan expuestos y resueltos. Para que podamos apreciar la complejidad de la res publica y la democracia moderna conviene reconocer que éstas no se asientan sobre un espacio geométrico y omnicomprensivo, sino sobre cómo los ciudadanos comparten momentos y segmentos de sus vidas. Y la vida de los ciudadanos, claro está, no se reduce al movimiento de cuerpos en el espacio y en el tiempo ni al hablar o deliberar en foros consagrados para ello. La ilusión por regular y hacer más controlable la deliberación en la democracia contemporánea se aferra a esas ideas sobre el ágora donde todo sobre un asunto determinado pueda ser expuesto con claridad, sinceridad y de forma exhaustiva. Esa ilusión de una esfera pública exhaustiva y unívoca puede ser ejemplificada por la idea de que un individuo sería capaz de decir "todo lo que piensa" en una conversación o, mejor aún, en un foro deliberativo, libre de coerción y regido por la transparencia. Esa ilusión deliberativa presupone no sólo un lugar libre de interferencias coercitivas o irracionales provenientes del exterior, sino también requiere una esfera pública estrictamente separable de la contingencia y multiplicidad de la vida interior de los ciudadanos.

En la obra de Hobbes existe una relación -y no sólo una tensión- importante entre teoría y retórica, lo cual indica que resulta difícil separar una de la otra. Para nuestros objetivos la dimensión más interesante de la relación entre teoría y retórica en Hobbes es la contingencia inherente a cualquier orden político, por muy asentadas que parezcan sus instituciones y por muy razonados que sean sus tratados. Para Hobbes el origen del Estado no deja de ser una abstracción, "un puro artificio" o "una palabra sin sustancia" (Hobbes, 1996: 245), que por sí solo no puede mantenerse. En estos procesos de artificio político, a través de los que se identifica la ciudadanía con el poder soberano y se crea la imagen de la capacidad ejecutora de este último, encontramos un mecanismo metonímico decisivo. Con este mecanismo podemos también echar otra luz sobre la concepción de representación política, al relacionarla con la imaginación como facultad política.

Los principios de representación política han ido vinculándose con las ideas sobre la democracia moderna situada en estados soberanos, pero la relación entre representación y Estado no se ha basado exclusivamente en la idea de participación ciudadana y en los procesos de designación de miembros de las instituciones políticas. La representación está presente en problemas relacionados con la misma existencia de entidades políticas como el Estado soberano, al formar parte de esa inventio que permite juntar cosas dispares y dispersas en un ente político omnipresente y en principio abstracto.

Afirmar que el Estado en el fondo es un "puro artificio" o una abstracción no implica necesariamente considerarlo irreal o inexistente. Hobbes ilustra, por el contrario, cómo son decisivos los vínculos complejos entre abstracción y concreción, ausencia y presencia, gobernado y gobernante, autor y autorizado, representado y representante, para que sea concebido como una presencia poderosa un ente que no existe sin la presencia constante de los ciudadanos. El Estado tiene que ser representado para estar presente. La presencia "no-literal" [9] o no física no significa que la representación de una persona o una cosa sea meramente ficticia. Una paradoja decisiva del concepto de represen­tación política consiste precisamente en el artificio de hacer presente lo que en principio está ausente (Runciman, 2007). Es evidente que esa relación entre presencia y ausencia no se fundamenta principalmente en el movimiento de cuerpos físicos en el tiempo y en el espacio.

Para el Estado moderno la representación es un mecanismo decisivo para que ese ente pueda hacer una aparición tan omnipresente como omnipotente en el imaginario político de los ciudadanos. La representación es lo que para pensadores como Hobbes permite hablar del Estado como un cuerpo político que en principio abarca toda la sociedad y a todos sus "miembros". Pero la aparición de ese cuerpo político no se rige principalmente por las leyes de la física ni se mueve únicamente por la fuerza.

Pitkin ha interpretado la representación política de Hobbes como parte de una institución no democrática (Pitkin, 1967). La dimensión que esa lectura de Leviatán no capta es que la brecha de la representación, siempre existente entre representante y representados o gobierno y gobernados, señalada con tanta insistencia en Leviatán, se refiere a los problemas inherentes a la misma existencia del cuerpo político. A pesar de la presencia constante de esa tensión entre representante y representado en el pensamiento político de Hobbes, una representación del Estado que elimine la contingencia y la pluralidad de la vida política sólo se hace posible a través de las relaciones verticales de poder establecidas entre el gobierno y los gobernados. Para Hobbes la contingencia y la brecha entre ciudadanos y poder soberano se podría manejar, al situar la preeminencia de la representación en este último [10] .

 

 

Pluralidad y permeabilidad del ciudadano

 

Partiendo del concepto de fuero interno podemos echar otra luz sobre el ciudadano y su compleja relación con la res publica. Desarrollaremos una serie de cuestiones sobre la contingencia presente en el fuero interno del ciudadano. Esa contingencia implica la pluralidad y la permeabilidad, características que no son anecdóticas ni constituyen una mera disfunción en la ciudadanía, que pudieran ser remendadas por una esfera pública más transparente, por una deliberación más ordenada, por una identidad más auténtica o por una moral y una razón más rectas.

Interesarnos por el fuero interno en la concepción de lo político, nos lleva a inquirir sobre las nociones que, por ejemplo, asumen al ciudadano como un sujeto siempre regido por el principio de identidad, al haber implantado ese "principio de la Metafísica aristotélica in foro interno" (Roiz, 2008: 305). Esa lógica la podemos encontrar trasladada a muchas nociones sobre el individuo y sus vínculos con la esfera pública, trátese de ideas sobre ciudadanos como portadores de derechos o deberes, como agentes estratégicos en constantes pugnas o debates, como sujetos determinados por una u otra pertenencia colectiva (sean éstas clases, culturas, pueblos o naciones...), o como objetos que siguen una evolución predeterminada para cumplir con la plena integración en lo público [11] . Convergen en este último aspecto perspectivas de las ciencias sociales en principio tan dispares como la psicología evolutiva y las versiones del republicanismo que vuelven una y otra vez sobre la necesidad de formar, por no decir moldear, ciudadanos según normas preestablecidas sobre la participación, la cohesión y la movilización constante.

Las recientes referencias a la ciencia cognitiva en la ciencia política no amplían la perspectiva sobre el fuero interno y la definición de la res publica. Se trata más bien de complementar, para reforzar, la idea del ciudadano como un sujeto que actúa en el ágora con la mente entendida como "motor ejecutor", cargado de intenciones, intereses, lealtades y enemistades. La mente de ese ciudadano constituye un poder centralizado y unitario que controla férreamente sus propias acciones políticas, exteriorizadas en la plaza ―imaginaria o no― de lo público [12] .

Como consecuencia de la primacía del principio de identidad interna, la vida pública es concebida en términos dialécticos, según los cuales la contingencia in foro interno constituye complementos, adornos o disfunciones para la presencia del ciudadano en la esfera política. La contingencia y la inestabilidad con las que debe enfrentarse la política se hallan, desde esta óptica dialéctica, en el exterior del ciudadano. La ciudad, la plaza, el territorio, la muralla, el espacio, la esfera son términos que sitúan las fuerzas políticas en el exterior del ciudadano. A partir de esa exterioridad, los ciudadanos se relacionan públicamente, esperando que se desplace la contingencia del fuero interno a lo privado, a la intimidad (por no decir a la soledad), a lo personal, a la estética, a lo psicológico. A pesar de los intentos de limitar las funciones del fuero interno a complementos o adornos ―de uso más o menos legítimo― en la convivencia o en la pugna política, podemos empero apreciar con claridad la importancia pública del mundo interno del ciudadano en conceptos tan relevantes como el gobierno de uno mismo en la obra de Maimónides, en el foro interno de Hobbes, "el yo que contiene multitudes" en la poesía de Walt Whitman, y en el pensamiento representativo descrito por Arendt.

Aunque la contingencia del fuero interno ha sido una cuestión importante para algunos pensadores muy relevantes, no resulta en absoluto controvertido afirmar que la mayoría de las concepciones politológicas contemporáneas ignoran o rechazan la influencia del fuero interno sobre la res publica, al desplazarlo a dimensiones prepolíticas, disfunciones sociales o aspectos moralmente malignas.

 

 

Cuerpo político, geometría y contingencia

 

Para mantener la concepción geométrica del orden político, los mismos límites entre el dentro y el fuera son decisivos al conferir imágenes de inmutabilidad a esferas caracterizadas por contingencia. Se trata de cimentar líneas divisorias con las que se establecen divorcios tanto entre los espacios interiores y exteriores de los ciudadanos como entre los estados. Estas disyunciones no se alimentan únicamente de temores provocados por amenazas exteriores provenientes de competidores depredadores, fuerzas extranjeras invasoras, poderes institucionales tiránicos, sino que además se nutren de la potencial desintegración del individuo o del Estado como consecuencia de la porosidad y mutabilidad de esos mismos límites. La diferenciación entre lo interior y exterior político no siempre es análoga a las esferas basadas en las figuras geométricas euclidianas, a pesar de haber sido ésta una idea muy importante para concebir el Estado como un cuerpo cuasifísico, plasmado en un territorio estrictamente delimitado y estable en el tiempo y en el espacio.

La relación entre ciudadanos y ente político no puede ser siempre definida por una lógica geométrica, que dicta la imperiosa necesidad de estar o dentro o fuera de una esfera pública determinada, siendo imposible estar en varias a la vez. La idea de que el Estado absorbe y elimina la inseguridad primordial de los ciudadanos casa con las ideas geométricas del espacio político. Esto lo podemos apreciar en nociones sobre las fronteras territoriales del Estado concebidas como murallas, potencialmente infranqueables, que protegen los objetos rodeados por ellas. La idea de protección geométrica del espacio político reduce a última instancia las cuestiones de seguridad e inseguridad política al mantenimiento de la vida biológica de los ciudadanos.

El problema de las perspectivas que definen el espacio político en términos geométricos lo podemos apreciar en los miedos relacionados con la desintegración del ciudadano en ese espacio. Los temores de los ciudadanos están lejos de constituir cuestiones que tienen como respuesta la mera protección contra cuerpos extraños y exteriores que en cualquier momento amenazan con invadir la integridad física de los individuos. Esa reducción del temor y la protección tiene como punto de referencia las fronteras territoriales del Estado, establecidas como si fueran la muralla imaginaria de la polis griega a una escala infinitamente mayor. Si entendiéramos la relación entre Estado y ciudadanos como la de una forma geométrica que delimita y protege su contenido en términos de cuerpos que se mueven en el tiempo y en el espacio, llegaríamos a la conclusión de que lo político se define como una existencia exclusivamente biológica o física, lo cual significaría contemplar la res publica como la administración de cuerpos humanos dentro de una esfera delimitada físicamente. La preeminencia de esa concepción corporal llevaría a pensar que la vida política podría ser reducida a funciones corporales o a leyes materiales, que son de instintiva y automática obediencia ya que en cada instante mantienen y amenazan la vida. Arendt ha criticado el énfasis en el concepto zoon politikon, haciendo además una referencia a Hobbes en este sentido:

 

... como si hubiera en el hombre algo político que perteneciera a su esencia. Pero esto no es así; el hombre es a-político. La política nace en el entre-los-hombres, por lo tanto completamente fuera del hombre. De ahí que no haya ninguna substancia propiamente política. La política surge en el entre y se establece como relación. Así lo entendió Hobbes (Arendt, 1997: 46).

Arendt argumenta que la política es exterior al hombre, enfatizando que la res publica siempre se constituye como una relación al aparecer los ciudadanos en un espacio (o tal vez deberíamos decir un lugar) público, donde unos y otros se conceden la posibilidad de decir y de ser escuchados. Esto significa que no hemos de buscar el origen de la política en ninguna sustancia atemporal vedada en el interior del hombre, sino en los encuentros entre semejantes (no tanto entre iguales que denota identidad). Los encuentros políticos, que se hacen posibles gracias a nociones como la isegoría, tampoco están determinados por un exterior público que lo encierra o lo invade todo, siguiendo esa noción de omnipresencia asociada a la muralla, la plaza o la identidad. Cuando Arendt habla de la política como una relación exterior, subraya precisamente la imposibilidad de definir lo público a partir de una estricta separación entre fuero interno y espacio político. La relación que se establece entre los hombres se nutre de la posibilidad de pensar, de decir y de ser escuchados, lo cual vincula segmentos del fuero interno de los ciudadanos con los espacios públicos asociados con las plazas y los auditorios. Para Arendt no se trata simplemente de hablar o, menos aún, de emitir sonidos que provoquen reacciones, sino de encontrarse con otros en actividades de reconocimiento mutuo. Esos encuentros tienen también lugar en espacios públicos internos del ciudadano, lo cual Arendt desarrolló en su idea sobre el pensamiento representativo (Arendt, 1996: 254 y ss.). Con esta idea, Arendt sitúa definitivamente la representación en el terreno del pensar políticamente y del buen juicio como facultad que media entre contingencias en el interior y exterior del ciudadano. Pensar políticamente significa pensar el propio self desde múltiples perspectivas, no supone una abstracción pura o un mero distanciamiento de uno mismo, sino parte de la contingencia presente en el espacio público interno de un ciudadano cuyo self no es uno (Arendt, 1978: 183).

La preeminencia del ente soberano remite a la protección de un orden político, sobre un fondo vital contingente de los ciudadanos, que permite el desarrollo de actividades humanas que abarcan mucho más que el mero mantenimiento de unos constantes vitales biológicos de sus habitantes. La seguridad de un Estado no puede ser reducida a una cuestión meramente física o geográfica, por ejemplo proyectada sobre la idea de la integridad de un territorio. El territorio forma parte de la idea del Estado soberano y de otros entes políticos, pero la superficie geográfica en sí carece de sentido político. El territorio adquiere importancia como categoría política cuando se dota de vida al relacionarlo con conceptos cómo identidad, representación, dominio y propiedad, situados siempre dentro de espacios políticos pensados a partir de la geometría. El Estado moderno va acompañado de una concepción geométrica del espacio público que nos lleva a la idea de que los entes políticos son mutuamente excluyentes.

La identificación colectiva basada en este tipo de geometría nutre nociones sobre identidades políticas impermeables. La imagen del territorio como base de la esfera política dicta entre otras cosas que la vida ciudadana pertenece a una u otra entidad geográfica. Por ello no cabe la posibilidad de formar parte completa de varias ciudadanías a la vez. La res pública es concebida como Una y situada dentro de una forma geométrica estrictamente delimitada. La idea de exclusividad cuasigeométrica es una de las claves para entender la importancia que ha tenido el territorio para los entes políticos modernos. La superficie geográfica representa para el Estado moderno "tierra firme", algo que se mueve con muy poca frecuencia o de forma imperceptible. Sobre esta imagen territorial de lo político se han proyectado principios de identidades exclusivas, patrias inmutables, fronteras naturales y hogares ancestrales.

La idea territorial del espacio público conlleva también una serie de nociones sobre el ámbito político definido como unas actividades y movimientos que se desarrollan sobre una superficie bien delimitada y relativamente plana. La plaza ha constituido una de las imágenes más utilizadas para describir la actividad política. La idea de un ágora moderna, con extensiones inmensas, es empleada para describir una esfera pública en donde el ciudadano, los movimientos, los argumentos y las opiniones están a la vista de todos y de ninguno en particular. La plaza imaginaria de la esfera pública moderna presupone una idea territorial y geométrica de lo político, que lleva a concebir la relación entre Estado y ciudadanía en términos de un vaso y su contenido en el mismo sentido que beber "un vaso de agua". Esta relación es fundamentalmente metonímica, puesto que en este caso el vaso carece de sentido sin su contenido y éste último no existe como tal sin el contenedor que le impide dispersarse antes de ser ingerido.

El vínculo tropológico entre territorio y Estado tampoco es principalmente metafórico, dado que el significado del primero no sustituye al del segundo ni viceversa, sino que los dos conceptos se vinculan por proximidad. Es decir, prácticamente nadie afirma que el territorio de un Estado agote la definición de éste, pero el territorio tampoco constituye una descripción del Estado a través de una "cosa ajena" a éste. La relación entre Estado y territorio es un movimiento metonímico político decisivo, en el cual los usos de dos categorías no son idénticos pero íntimamente entrelazados, hasta el punto de llegar a ser intercambiables en muchos contextos. La metonimia nos puede ayudar a contemplar los espacios políticos como movimientos de identificación y diferenciación que no cesan. Si enfatizamos los movimientos políticos metonímicos cuando contemplamos los entes políticos, el principio de identidad es sustituido por la práctica de vincular y asociar. Desde una perspectiva metonímica podemos concebir los dilemas de la representación política en términos de aproximación, vinculación y mutabilidad, en lugar de partir de principios de identidad (y diferencia) inmutables. La metonimia nos hace ver la representación en términos de movimientos -como son la vinculación, la identificación, la aproximación o la apropiación-, y nos aleja de la esfera pública concebida como entidades inmutables y mutuamente excluyentes.

Durante las últimas décadas, en disciplinas politológicas como las relaciones inter­nacionales, se ha llegado a indagar en los problemas presentes en el concepto de seguridad nacional o internacional. Pero los dilemas acerca del objeto de la protección y de las amenazas no se hallan únicamente en los complejos límites entre interiores y exteriores nacionales e internacionales, uno de los principales objetos de los debates en esa disciplina. Podemos apreciar cómo las fronteras que delimitan a los ciudadanos y el ente estatal también son mutables y permeables, por mucho que se intente identificar la ciudad con las piedras y las murallas de la polis, para así pretender convertir lo múltiple y lo contingente en un ente colectivo aparentemente uniforme e intemporal.

La idea de una soberanía fundada sobre una concepción geométrica del espacio político muestra empero fisuras, puesto que categorías como el pueblo son entes cuya fundación y existencia dependen de constantes redefiniciones, vinculaciones y articulaciones. Y el mismo transcurrir del tiempo es uno de los factores que hace difícil aplicar el principio de identidad aristotélica a los entes políticos. El Estado no logra nunca librarse de lo que Hobbes categorizó como lo multitudinario, falto de características unitarias, al no ser posible para el poder soberano generar una representación fidedigna del cuerpo político en su totalidad, a pesar de utilizar atributos aparentemente geométricos como el territorio para retratarlo. Resulta decisivo manejar la brecha entre gobierno y gobernados, precisamente porque esa disyunción nunca podrá ser eliminada, al igual que resulta imposible expulsar la contingencia de la vida pública por muy geométrica que sean las descripciones de ella.

Notas

[1] Para perspectivas que conciben la representación en términos de formas de designación y decisión en las democracias modernas, véase Manin (1997).

[2] Para obras recientes que, en mayor o menor medida, han intentado conectar la representación como una forma democrática de designación con cuestiones relacionadas con la fundación del Estado moderno, véanse Ankersmit (2002), Pitkin (2004), Rosanvallon (2011); Shapiro, Stokes, Wood y Kirshner (2009); Urbinati (2006) y Urbinati y Warren (2008).

[3] Ver también Voegelin (1998: 148-154).

[4] Ver también Kantorowicz (1985).

[5] Para consideraciones sobre cambios conceptuales, cuestiones metodológicas y teoría política, ver por ejemplo Ball, Farr y Hanson (1995) y Koselleck (1985).

[6] Esta cuestión ha sido tratada de forma más extensa en Hammar (2008).

[7] Sobre ese mismo problema formulado de otra forma, ver Oakley (2010).

[8] Aquí la discusión podrá ser matizada con argumentos de Bergson (2006: 107-109); Kateb (1992) y Olsson (2007).

[9] Hanna Pitkin hace esta observación en su obra muy conocida sobre la representación, pero no ahonda en la importancia que tiene esa presencia "no literal" para la misma existencia de entes políticos como el Estado moderno, algo que Hobbes vio con claridad (Pitkin, 1967).

[10] Sobre esa relación en entre representación, identidad y subjetividad en el pensamiento político de Hobbes, véase Zarka (2006: 64 y ss.).

[11] Pierre Rosanvallon señala algunos aspectos sobre la genealogía de la ciudadanía y el pueblo en términos de representación, sufragio universal, etcétera, con las repúblicas francesas como ejemplo histórico, pero la función del fuero interno para la representación no aparece en su enfoque (Rosanvallon, 2004).

[12] Ver, por ejemplo, Gunnell (2007) y Thiele (2006).

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