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Revista SAAP

On-line version ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.7 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Nov. 2013

 

ARTÍCULOS

30 años de derechos humanos en la Argentina (1983-2013)

 

Roberto Gargarella

Universidad de Buenos Aires, Argentina
Universidad Torcuato Di Tella, Argentina
Robert@utdt.edu


Palabras clave: Constitución; Dictadura militar; Derechos; Poder político; Juicios a militares.

Key words: Constitution; Military dictatorship; Rights; Political power; Judicial trial of militaries.


 

En este breve texto voy a ocuparme de tres cuestiones relacionadas con la trayectoria de los derechos humanos en los últimos 30 años en Argentina. En primer lugar, haré algunas reflexiones sobre el modo en que los derechos humanos volvieron a ocupar un lugar central en la vida pública local y regional -y el modo en que fueron incorporados en el marco constitucional existente- luego del fin de la dictadura militar. En segundo lugar, haré referencia a un aspecto particular de la política de los derechos humanos de especial importancia para la historia del país: los juicios seguidos contra los responsables de los bárbaros crímenes cometidos por la dictadura militar argentina, desde 1976 hasta 1983. Finalmente, aludiré resumidamente al recorrido y evolución de los derechos civiles, políticos, económicos y sociales durante estos 30 años. Salvo en los casos en que especifique otra definición al respecto, aludiré, con la idea de derechos humanos, al amplio plexo de derechos que se considera inherente a cada persona -y necesario para que cada uno alcance una vida digna- por su sola condición de humanidad.

I. Derechos fundamentales versus poder político

Después de la última oleada de dictaduras que agravió a la región desde los años '70, Argentina, como tantos países de América Latina, volvió a afirmar una idea robusta de derechos humanos, un hecho que se hizo explícito, primero, a través de la firma de numerosos tratados internacionales en la materia y, luego, a través de la incorporación de 11 tratados internacionales a la Constitución. La decisión de adoptar un compromiso semejante en la materia resultó entonces significativa por varias razones. En términos legales, la iniciativa en cuestión significaba cambiar la estructura y el orden de prioridades que había sido distintivo del derecho argentino, hasta ese entonces. En efecto, desde casos como Ekmedjián contra Sofovich, el país pasó a reconocer que las obligaciones jurídicas asumidas en relación con los derechos humanos ocupaban un lugar prioritario, que colocaba a los mismos por encima incluso de los demás compromisos asumidos con fuerza de ley1. Esta tendencia -que terminaría siendo consagrada por la Constitución de 1994, cuando reconociera el estatus constitucional de los derechos incorporados en los tratados internacionales firmados por el país- se contraponía a la historia hasta entonces vigente, que colocaba a aquellas obligaciones internacionales en un lugar jurídicamente subordinado al derecho local. En términos simbólicos, el giro implicaba dejar radicalmente atrás una actitud general de menosprecio o desconsideración hacia el conjunto de los derechos humanos -derechos que habían sido considerados meramente superestructurales o superfluos durante largas décadas-. En términos políticos, esta nueva prioridad asignada a los derechos humanos implicó alinear al país con los países occidentales que también, desde tiempo atrás, habían cambiado su postura al respecto.
Uno de los impactos más significativos de esta serie de cambios fue que (en buena medida, en reacción frente a la situación anterior, de relativo menosprecio hacia los derechos humanos), tanto desde la política como desde el derecho, pasó a concentrarse una exagerada atención sobre la organización constitucional de los derechos, en desmedro de la atención que podía merecer la organización del poder. El proceso constituyente que culminara en la Constitución reformada de 1994 resultaría muy sintomático al respecto. Las fuerzas reformistas que impulsaban entonces propuestas de cambio social terminaron exigiendo la incorporación de nuevas cláusulas de derechos sociales, económicos y culturales, que se sumaron a los derechos consagrados por los tratados de derechos humanos a los que entonces se les asignó estatus constitucional. Ello, a la vez que se mantenía fundamentalmente intocada la estructura vigente de la organización del poder. El fenómeno, que alguno podría atribuir al coyuntural Pacto de Olivos entre las dos principales fuerzas políticas del país (pacto por el cual se limitó la reforma a una serie de cambios localizados, que incluían el derecho a la reelección presidencial), resultó extendido en verdad a todos los países latinoamericanos que, en esos años, y desde entonces, modificaron su Constitución.
Desde la teoría política y legal, el tipo de arreglos político-constitucionales que se celebraron entonces resultó más bien curioso. En contextos persistente e inequívocamente desiguales, y movidos -también- por la convicción de que ciertas reformas legales eran necesarias para revertir esa situación de desigualdad, las autoridades de la región dirigían las energías del cambio constitucional hacia una expansión de la lista de los derechos vigentes, antes que a la reorganización de la estructura del poder dominante. De ese modo, una mayoría de países latinoamericanos pasó a suscribir constituciones de avanzada -del tipo "siglo XXI," digamos- en lo relativo al modo en que configuraron los derechos; a la vez que preservaron constituciones antiguas, en ocasiones reaccionarias -del tipo "siglo XVIII"- en lo relativo a la configuración del poder. Las nuevas listas de derechos pasaron a incluir entonces a las nuevas "generaciones de derechos" (humanos, sociales, ambientales, de consumidores y usuarios, indígenas, multiculturales); mientras que las viejas estructuras del poder reafirmaron la autoridad de poderes ejecutivos verticales e hiperpoderosos, que concentraban poder y capacidad de decisión a expensas de congresos cada vez más opacos, y una ciudadanía a la que se invocaba y apelaba de manera constante, mientras que a la vez, en los hechos, se la dejaba relegada al patio trasero de la Constitución.
El resultado de estos nuevos arreglos constitucionales, extendidos en toda la región, no sería sorpresivo: muchos de los cambios inclusivos y participativos afirmados en la sección de los derechos de la Constitución, terminaron siendo negados desde la "sala de máquinas" de la misma -desde la sección que organizaba la maquinaria del poder-. Ocurrió entonces, y por ejemplo, que frente a constituciones que (retomando o reproduciendo el Convenio 169 de la OIT) obligaban a los estados a consultar a las poblaciones indígenas afectadas en caso de estar en juego decisiones económicas (i.e., de explotación minera) que pudieran perjudicarles, el poder político concentrado tendió a crear excepciones o excusas destinadas a imposibilitar tales consultas o socavar, en los hechos, su autoridad. O así también sucedió que, frente a constituciones que establecían nuevos mecanismos de participación popular en materia de justicia, ejecutivos todopoderosos tendieron a bloquear el desarrollo efectivo de tales cláusulas2. Nada extraño, en definitiva, nada que no se hubiera podido prever de antemano: los poderes concentrados tienden a ver como amenaza cualquier intento de la ciudadanía destinado a expandir su propio poder autónomo. Sin embargo, este resultado obvio y previsible no apareció previsto en ninguno de los procesos constituyentes desarrollados en la región desde fines del siglo XX. Fue así que, en todos los casos, tales procesos mantuvieron o reforzaron la verticalización del poder, como si de ese modo no contradijeran los esfuerzos que, al mismo tiempo, decían llevar adelante en la sección de los derechos, con el propósito de democratizar el poder.

II. Derechos humanos y justicia transicional

La segunda cuestión a la que quisiera referirme tiene que ver, específicamente, con la política de juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad cometidos en el país. Me referiré a estas cuestiones, en lo que sigue, como cuestiones relativas a la justicia transicional; y a los derechos allí involucrados, como derechos humanos en sentido limitado o estricto3. Los temas a destacar, en este respecto, son muy numerosos, pero por razones de espacio me limitaré a referirme sólo a unos pocos de ellos. En primer lugar, mencionaría la importancia de la política de juzgamiento de los crímenes cometidos por la dictadura militar, que encuentra hoy a 843 miembros de las fuerzas de seguridad detenidos, 386 condenados y a más de 1.300 personas imputadas y aptas para llegar a juicio4. La decisión de enjuiciar a los principales responsables de la política del terror en la Argentina fue iniciada por el gobierno de Raúl Alfonsín, en 1983, con el renacimiento de la democracia. La iniciativa de aquel gobierno -conviene insistir en ello- sigue representando hasta hoy uno de los hechos más relevantes y dignos de la historia política nacional.
Junto a la afirmación anterior, debe resaltarse el proceso gravemente irregular de construcción colectiva que distinguió a la política desarrollada en la materia. Se trata de un proceso regado de idas y vueltas, movilizaciones colectivas, decisiones discrecionales e imposiciones de un sector a otro, más que un itinerario marcado por los acuerdos, las diferencias y los progresos5. La historia de los juicios en nuestro país incluye un comienzo marcado por movilizaciones populares exigiendo juicio y castigo; la referida decisión de juzgamiento impulsada por el gobierno de Alfonsín; la histórica condena de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional; las primeras señales de la política orientadas a obstaculizar los juzgamientos (instrucciones a los fiscales); la virtual amnistía decidida por la misma política que había promovido los juicios (a través de medidas tales como la obediencia debida o el punto final); nuevas sentencias judiciales refrendando lo hecho por el poder político; una más amplia política de indultos; nuevas movilizaciones populares exigiendo juicio y castigo; primeras decisiones judiciales adversas a las políticas del perdón (en particular, un fallo del juez Gabriel Cavallo, en el caso Simón, de 2001)6; nuevas decisiones políticas en contra de las políticas del perdón; nuevas decisiones judiciales en el mismo sentido (i.e., en Simón, decidido ahora por la Corte Suprema). El problema de dicha construcción no reside en los numerosos cambios, contramarchas y conflictos que incorpora, sino en el hecho de que el sistema institucional se haya mostrado tantas veces tan sensible a acciones inconsultas y presiones sectoriales -mucho más sensible hacia ellos que hacia las demandas colectivas de la ciudadanía-.
Un último punto que podría mencionarse en la materia se refiere a la conocida tensión entre democracia y derechos, expresada en este caso en la disputa en torno a los modos de construir una respuesta apropiada frente a las grandes "dramas" nacionales, como lo fuera el drama de la represión colectiva implementada por las dictaduras del Cono Sur. La Argentina se debate aún, algo irreflexivamente, y como otros países latinoamericanos, entre opciones más bien opuestas: decidir sobre estas cuestiones a través de formas democráticas y participativas, que incluyen la movilización y el voto; o dejar a tales cuestiones, referidas a derechos tan básicos, lejos del control democrático y bajo el fundamental dominio de la justicia. En nuestro país, buena parte de la ciudadanía tendió a respaldar la decisión del juez Cavallo cuando, por primera vez, desafió las normas de perdón impulsadas por las ramas políticas del poder; como afirmó la voluntad del poder político, cuando éste decidió quebrar el límite a la justicia impuesto por las amnistías políticas, que incluían un cerrojo impuesto por la propia Corte Suprema a través de casos como Camps, de 19877. En esos movimientos contradictorios, la sociedad dejó sin responder la pregunta relevante acerca de dónde reside la última autoridad soberana, para aceptar simplemente la decisión que resultara, ocasionalmente, más aceptable. En los hechos, podría decirse que nuestra comunidad ha tendido a oscilar entre la convicción de que las cuestiones de derechos resultan ajenas a la autoridad de la política y la convicción opuesta, esto es, que las considera plenamente sujetas a su alcance soberano.
En toda América Latina, tal discusión alcanzó su estadio más elevado luego de la intervención de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), en el caso Gelman vs. Uruguay, del 24 de febrero de 2001, en donde Uruguay fue condenado por la desaparición forzada de María Claudia García Iruretagoyena de Gelman8. El caso resultaba enormemente desafiante dado que Uruguay había dictado una ley de amnistía (la llamada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva) que había sido respaldada luego a través de -no una sino- dos consultas populares (hubo un plebiscito y un referéndum al respecto). Sin embargo, la Corte Interamericana se pronunció en duros términos, entonces, contra la posibilidad de que una comunidad resuelva cuestiones tales a través del recurso a procedimientos democráticos. Dijo entonces la Corte:

El hecho de que la ley de caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aun ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede, automáticamente ni por sí sola, legitimidad ante el derecho internacional. La participación de la ciudadanía con respecto a dicha ley, utilizando procedimientos de ejercicio directo de la democracia (...) se debe considerar, entonces, como hecho atribuible al Estado y generador, por tanto, de la responsabilidad internacional de aquél9.

La decisión de la Corte Interamericana, que menospreció y quitó toda relevancia a los reclamos democráticos de Uruguay -reafirmados notablemente, insisto, a través de dos consultas populares-, puede considerarse hoy criterio dominante también en la Argentina. Ello así, en particular, luego de fallos de nuestra Corte Suprema (como Simón)10 que colocaron a las decisiones del tribunal interamericano como mandatos autoritativos e indiscutibles. Otra vez, pareciera, una cuestión controvertida y de primera importancia, en materia de derechos humanos, tiende a encontrar respuesta a partir de una decisión impuesta "desde arriba" antes que a partir de un acuerdo de naturaleza consensual.

III. Derechos humanos, más allá de la justicia transicional

Los puntos I y II referidos más arriba pueden verse como definiendo dos círculos. El primero, más amplio, contiene al segundo y alude a los numerosos derechos que alcanzaron en estos años un estatus constitucional. El segundo círculo, mucho más pequeño, alude a una sección particular de los derechos humanos, esto es, aquellos derechos que se vieron activados en los años '80, cuando se pusieron en marcha los mecanismos de la justicia transicional. Todo el espacio restante, dentro del primer círculo, y no ocupado por el segundo, alude a una amplia estructura de derechos que no ha encontrado, tal vez, el respaldo público que requería, en estos últimos 30 años. Más bien lo contrario, tales derechos han tendido a quedar relegados a un lugar marginal, dependiente del éxito o el fracaso de políticas públicas coyunturales.
En definitiva -y contra la extendida idea que considera a los derechos como "cartas de triunfo", con la potencia necesaria para vencer y ordenar las políticas mayoritarias- aquí los derechos fueron puestos al servicio de las decisiones políticas del momento: sólo en la medida en que existieron los recursos suficientes, el respeto de los derechos se fortaleció y el abanico de los derechos satisfechos tendió a expandirse (Dworkin, 1978). Lo dicho no niega, de todos modos, los significativos avances que pudieron hacerse en la materia.
Como balance y resumen al respecto, podría señalarse que, en líneas generales, luego de terminada la dictadura militar (a comienzos de los '80), la sociedad y la política pusieron un acento muy especial en la recuperación de los derechos civiles y políticos arrasados por el gobierno anterior. La Corte Suprema de esos años acompañó estas iniciativas y tendió a refrendar o ampliar ese círculo de derechos, que llegaron a abarcar derechos tales como los de debido proceso; no-censura; divorcio; consumo personal de estupefacientes; objeción de conciencia; etcétera. En los años '90, y al calor de políticas públicas que priorizaban el crecimiento y la salud fiscal, se aceptó restringir y sacrificar derechos constitucionales, hasta ajustarlos a las duras exigencias del equilibrio presupuestario. Otra vez, la Corte Suprema (aquí también renovada por el propio poder político que se beneficiaría de esta modificación) apareció al servicio de este nuevo cambio de rumbo (así, por caso, a través de fallos que limitaron los derechos laborales, los derechos de las minorías homosexuales, el derecho de la privacidad, etcétera). Luego de la crisis política y social de 2001, y con el respaldo de un boom económico notable (el llamado "boom de las commodities"), el círculo de los derechos volvió a expandirse y llegó a abarcar, más que en tiempos previos, derechos de tipo social. De modo acorde, la Corte mostró en esta última época un perfil más "social" que en años anteriores, pronunciándose en temas que abarcaron desde los derechos sindicales a los derechos indígenas y ambientales. En todos los casos, sin embargo -y, de modo pronunciado, desde la década del 90 hasta la actualidad-, resultó claro que las decisiones de la política no iban a orientarse o reorientarse conforme al imperativo de los derechos, sino a la inversa: la amplitud, profundidad y vitalidad de los derechos iba a depender de las necesidades de la política.
Es interesante, por lo demás, pensar en la relación entre los derechos humanos definidos en sentido limitado y el resto de la estructura de los derechos. En los años '80, el gobierno de Alfonsín impulsó una recuperación completa de los primeros, de la mano de una expansión muy significativa de los derechos civiles y políticos, y una modesta ampliación de los derechos sociales. En los años '90, pudo reconocerse una marcada retracción en toda la esfera de los derechos humanos, en general. En el nuevo siglo, en cambio, el círculo de los derechos se amplió y volvió a expandirse, aunque un ostentoso énfasis en los derechos humanos en sentido limitado pareció servir de excusa, en muchos casos, para postergar la realización del amplio espectro de los derechos básicos restantes, que siguieron en líneas generales postergados, a pesar de los buenos vientos que acompañaron el crecimiento económico. La vida de los derechos constitucionales, en este momento, sigue mostrándose demasiado pendiente de las urgencias de la política. No ha llegado a nuestra historia, todavía, el momento inverso, en que la política reconozca su límite en la prioridad de asegurar los derechos humanos más básicos.

Notas

1 La Corte sostuvo entonces que era deber del Estado argentino "asignar primacía al tratado ante un eventual conflicto con cualquier norma interna contraria o con omisión de dictar disposiciones que, en sus efectos, equivalgan al incumplimiento del tratado internacional" (Ekmekdjian Miguel Ángel c/ Sofovich Gerardo y otros s/ derecho a réplica, 1992).

2 Ver al respecto, por ejemplo, Gargarella (2013).

3 Cuestiones conceptuales al respecto, por ejemplo, en Elster (2004), o Nino (1996).

4 http://www.cels.org.ar/blogs/estadisticas.

5 Ver, por ejemplo, Maurino (2008).

6 "Simon, Julio, Del Cerro, Juan Antonio s/ sustracción de menores de 10 años".

7 Camps, Ramón, Juan Alberto y otros (Fallos: 310: 1162), 22/06/1987.

8 Corte IDH, caso Gelman vs. Uruguay. Fondo y reparaciones. Sentencia de 24 de febrero de 2001. Serie C. No. 221.

9 La posición de la Corte IDH fue entonces consistente con la que había asumido poco antes la Corte Suprema del Uruguay, al decidir el caso Nibia Sabalsagara y Curutchet, el 19 de octubre de 2009. Dijo la Corte uruguaya, entonces, que "ninguna mayoría alcanzada en el Parlamento o la ratificación por el Cuerpo Electoral -ni aun si lograra la unanimidad- podría impedir que la Suprema Corte de Justicia declarara inconstitucional una ley violatoria de derechos" (Corte IDH, caso Gelman vs. Uruguay, p. 31).

10 Simón (Fallos: 328: 2056), 14 de junio de 2005.

Bibliografía

1. Dworkin, Ronald (1978). Taking Rights Seriously, Cambridge, Harvard University Press.         [ Links ]

2. Elster, Jon (2004). Closing the Books. Transitional Justice in Historical Perspective ,Cambridge, Cambridge University Press.         [ Links ]

3. Gargarella, Roberto (2013). Latin American Constitutionalism, 1810-2010, Oxford, Oxford University Press.         [ Links ]

4. Maurino, Gustavo (2008). "A la búsqueda de un pasado", en Gargarella, Roberto (comp.), Teoría y crítica del derecho constitucional, Buenos Aires, Abeledo Perrot.         [ Links ]

5. Nino, Carlos (1996). Radical Evil on Trial, New Haven, Yale University Press.         [ Links ]

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