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Revista SAAP

On-line version ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.7 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Nov. 2013

 

ARTÍCULOS

El papel de la Constitución en la nueva democracia argentina

 

Gabriel L. Negretto

Centro de Investigación y Docencia Económicas, México
gabriel.negretto@cide.edu


Palabras clave: Constitucionalismo; Democracia; Crisis de gobernabilidad; Alternancia de partidos en el gobierno; Corte Suprema.

Key words: Constitutionalism; Democracy; Governability crisis; Party alternation in government; Supreme Court.


 

En un sentido mínimo y formal, la constitución se integra a la democracia cuando las libertades de asociación, expresión y acceso a la información están garantizadas, haciendo posible que los representantes sean escogidos en elecciones libres e imparciales. En esta perspectiva, la Argentina es una democracia constitucional desde 1983. Sin embargo, desde un punto de vista sustantivo, el maridaje entre constitución y democracia requiere que las elites gobernantes perciban a la constitución como un conjunto de reglas cuya observancia no está sujeta a negociación y cuyo cumplimiento es necesario para generar lealtad y obediencia por parte de la ciudadanía. La Argentina no ha alcanzado aún este equilibrio entre constitucionalismo y democracia.
Durante tres décadas, presidentes y congresos han utilizado la Constitución de manera instrumental para asegurar la gobernabilidad o para satisfacer intereses partidarios de corto plazo. La Corte Suprema ha frecuentemente interpretado la Constitución de forma variable y contradictoria, según la coyuntura política y el poder de presión del gobierno de turno. Los ciudadanos, divididos por visiones e intereses contrapuestos, han tenido una opinión mayoritaria cambiante acerca del valor de la Constitución para alcanzar objetivos colectivos y canalizar demandas populares. Este ensayo argumenta que los principales factores que han contribuido a esta situación fueron las intermitentes crisis de gobernabilidad política y económica y la gradual desaparición de alternativas partidarias estables de gobierno. A la luz de este argumento, se concluye analizando los cambios que podrían llevar a una relación más consistente entre democracia y Constitución en el país.

La recurrente crisis de gobernabilidad

Un sello distintivo de la transición a la democracia en 1983 fue la popularidad que cobraron inicialmente los ideales clásicos del constitucionalismo liberal. La larga duración de la última dictadura militar, su carácter brutalmente represivo y la difusión pública de los crímenes cometidos durante la misma, crearon una visión compartida entre la ciudadanía acerca de la importancia que tenía la vigencia irrestricta de la separación de poderes y los derechos y garantías que establecía la Constitución. El triunfo de Alfonsín en la primera elección presidencial tuvo que ver con haber sabido leer correctamente el novedoso apoyo ciudadano a los ideales constitucionales, pues fue elegido después de una campaña cuyo eslogan principal fue la estricta observancia de la vieja Constitución de 1853.
En consonancia con ese espíritu liberal, el nuevo gobierno derogó leyes autoritarias, inició el juicio a las juntas militares por violaciones a los derechos humanos y restauró el prestigio del poder judicial como protector de la Constitución. En particular, nombró una Corte Suprema cuyos miembros eran reconocidos juristas con afiliaciones partidistas e ideológicas diversas. Esta Corte inauguró una jurisprudencia que fortaleció las garantías procesales y expandió los derechos y libertades individuales por medio de una interpretación progresiva y actualizada de la Constitución.
Las crisis económicas y políticas que se desarrollaron entre 1985 y 1987 dieron por tierra este auspicioso comienzo. En respuesta a la espiral inflacionaria que afectaba al país, en 1985 el presidente estableció por decreto un plan de estabilización económica. Esta decisión inició la práctica de los llamados decretos de "necesidad y urgencia" (DNU), normas ejecutivas de contenido legislativo no autorizadas por la Constitución ni delegadas por el Congreso. Más tarde ese mismo año, en reacción a una serie de atentados y amenazas de bombas, el presidente ordenó la detención de supuestos implicados sin primero declarar el estado de sitio. Llamada a pronunciarse sobre estas medidas, la Corte evitó decidir contra el ejecutivo, motivada por el deseo de no entorpecer la acción del gobierno en un contexto de fragilidad institucional. Con la misma lógica, la Corte declaró constitucional la ley de obediencia debida sancionada luego de la insurrección militar de Semana Santa de 1987, a pesar de existir fuertes argumentos para cuestionar varias de sus partes (Miller, 2000).
Era entendible la cautela de la Corte, y su actitud no era novedosa. Muchas facultades que con el tiempo adquirieron los presidentes en la Argentina, más allá de lo establecido por la Constitución, se fundaron en interpretaciones judiciales que buscaban acomodar la Constitución a contextos políticos cambiantes y frecuentemente críticos. Por ejemplo, Alfonsín utilizó más que ningún presidente la promulgación parcial de leyes en casos de veto parcial, pero la validez de esa práctica ya había sido admitida por la Corte Suprema desde los años '60 (Gelli, 1992). El problema es que con el tiempo esa "sensibilidad" para interpretar la Constitución de acuerdo a las necesidades políticas del momento se agravaría hasta crear una jurisprudencia en donde la coyuntura sería más importante para decidir que la lógica, la teoría constitucional y los precedentes jurisprudenciales de la propia Corte.
Si el gobierno de Alfonsín hizo un uso flexible de la Constitución para enfrentar circunstancias críticas y contó para ello con una Corte de Justicia sensible a la coyuntura, el gobierno de Menem (en sus dos períodos) utilizó la crisis económica como justificativo para convertir a la Constitución en un instrumento de poder y construir un cuerpo judicial subordinado a los objetivos políticos del ejecutivo. Para implementar su plan de reforma económica, Menem recurrió a los DNU inaugurados por Alfonsín, solo que de manera más extrema y extendida (Negretto, 2004). Algo parecido ocurrió con la promulgación parcial de leyes. Y con el telón de fondo de la crisis económica, el ejecutivo usurpó poderes legislativos al violar los límites temporales impuestos por el Congreso en los casos de delegación de poderes legislativos de emergencia (Negretto, 2013).
Fueron múltiples las transgresiones constitucionales de Menem en el intento de alinear con el gobierno distintas instituciones de control. Pero la que le dio un sello a su gobierno fue el incremento del tamaño de la Corte de 5 a 9 miembros por medio de una ley de abril de 1990 sancionada de manera irregular. Debido a dos renuncias previas, el presidente pudo nombrar 6 de los 9 miembros. Esta demostración de fuerza convirtió a la nueva Corte en un aliado casi incondicional del gobierno. Uno de sus primeros actos fue darle al ejecutivo carta blanca para el dictado de decretos de emergencia, declarándolos válidos a menos que el Congreso los derogara expresamente. Desde entonces, la Corte sólo decidió en contra del ejecutivo en asuntos menores o cuando éste se encontraba debilitado y era previsible una alternancia en el poder, hacia fines de los años '90 (Helmke, 2002).
En forma paralela a la instrumentalización de la Constitución en aras de la gobernabilidad, surge también la reforma de la Constitución como un medio para satisfacer intereses políticos de corto plazo. El éxito del gobierno en controlar la inflación hacia 1991 fue utilizado por Menem para consolidar su permanencia en el poder por medio de una reforma constitucional que le permitiera reelegirse en 1995. Y para lograr este objetivo contaba con el apoyo de los votantes, cuya preocupación mayoritaria no era ya la consolidación de instituciones democráticas, como en 1983, sino la estabilidad económica.
La reforma no pudo lograrse sin un acuerdo con el partido radical, lo que le dio un grado de legitimidad del que hubiera carecido si se hubiese impuesto de forma unilateral. Por otra parte, su carácter negociado hizo que ésta fuese más allá de la reelección del presidente e incluyera límites a poderes ejecutivos hasta el momento ejercidos de manera discrecional, como los DNU, la promulgación parcial de leyes y la delegación legislativa. También se creó un jefe de gabinete responsable ante el Congreso, se fortaleció el federalismo, los poderes del Congreso y la independencia judicial. Pero dado el mayor poder del gobierno en la negociación, los límites al poder presidencial fueron incompletos o ambiguos (Negretto, 2013). Asimismo, la reforma fijó ante la ciudadanía la imagen de que la Constitución es una estructura al servicio de los intereses de las elites políticas.
El fortalecimiento del ejecutivo no sirvió para impedir o resolver la crisis fiscal y financiera que se desarrolló entre 1999 y 2001. Peor aún, en cierto sentido la agravó. En diciembre de 2001, el entonces presidente De la Rúa decidió restringir por un DNU la libre disposición de los depósitos, violando derechos y garantías constitucionales. Esta medida inició la cadena de eventos que llevaron a la renuncia anticipada del presidente, la sucesión de presidentes provisionales, la delegación de nuevos poderes legislativos en el presidente, la devaluación del peso y la conversión forzosa de depósitos en dólares a pesos en 2002. La Corte Suprema, sumamente desprestigiada, quiso enfrentar esta situación de manera estratégica. Por ejemplo, ante el intento del gobierno de Duhalde de iniciar un juicio político a la Corte, ésta quiso desafiar al presidente declarando inconstitucional la pesificación de los depósitos en dólares (Kapiszweski, 2006). Pero esta decisión no sentó una jurisprudencia consistente y más bien ahondó la crisis de credibilidad de la Corte.
La estabilización económica y política del país desde 2003 eliminó el justificativo de la crisis de gobernabilidad para violentar la Constitución. Más aún, la crisis económica de 2001 derivó en una crisis de representación que hizo resurgir una preocupación ciudadana por la calidad de la democracia y de sus instituciones. Esta demanda social llevó a cambios positivos a partir de la elección de Néstor Kirchner, como la creación de un procedimiento más transparente y participativo de nominación de jueces de la Corte, que se usó para renovarla parcialmente sin crear una nueva mayoría oficialista (Ruibal, 2009). La nueva Corte, consciente de la necesidad de restaurar su prestigio ante la opinión pública, adoptó una visión más amplia para la interpretación de derechos, impuso criterios independientes del gobierno al juzgar políticas públicas e incluso desafió al ejecutivo, poniendo por ejemplo límites, desde 2010, al uso arbitrario de DNU. Sin embargo, dado que a partir de 2003 se produjo un realineamiento electoral que favoreció a una sola alternativa partidaria, la vigencia de la Constitución fue nuevamente sujeta a una constante renegociación.

La desaparición de alternativas partidarias estables de gobierno

El grado de transgresión a la Constitución por parte de los representantes depende no sólo de la existencia de crisis que afecten el orden político o económico, sino también del poder institucional y del horizonte electoral de cada gobierno. Las crisis de gobernabilidad brindan oportunidades a los ejecutivos para acumular poder, colocan al poder judicial en una situación comprometida para sancionar transgresiones legales y generan en la ciudadanía una actitud complaciente hacia los gobiernos que logran restaurar el orden. El problema es que en ausencia de alternativas partidarias creíbles a su gestión, los gobiernos electos tienden a perpetuar y consolidar el poder acumulado al margen de la Constitución más allá de que perduren o no circunstancias críticas.
Teniendo en cuenta estas premisas, resulta claro por qué la alternancia, el pluralismo y la incertidumbre electoral que marcaron la inauguración democrática en 1983 eran saludables para crear una práctica constitucional de gobierno. El candidato de la UCR ganó una presidencia que, hasta 1973, parecía reservada al peronismo. Surgió un bipartidismo más equilibrado y aumentó la presencia de terceros partidos. Pero el escenario comenzó a cambiar hacia 1987, y particularmente en 1989, con la elección de Carlos Menem.
Ni en el primer ni en el segundo gobierno de Menem el justicialismo se convirtió en un actor hegemónico; sólo entre 1995 y 1997 tuvo mayoría propia en ambas Cámaras. Sin embargo, el caos económico que marcó el último tramo del gobierno de Alfonsín y la exitosa estabilización económica durante los primeros años de Menem, hizo que la UCR dejara de ser alternativa de gobierno a nivel nacional hasta 1999, y en ese caso, sólo como resultado de una alianza con una coalición de centroizquierda. Este realineamiento electoral asimétrico potenció los márgenes de discrecionalidad del gobierno justicialista. No sólo le permitió forzar a la oposición a negociar una reforma constitucional que habilitara la reelección del presidente, sino también frustrar la implementación de los controles al poder presidencial que la nueva Constitución establecía.
Después de su reelección en 1995, Menem buscó limitar el papel y las funciones del jefe de gabinete, una de las instituciones que la oposición quiso crear para moderar el poder presidencial. Un decreto de julio de 1995 lo reduce a un mero asistente, solo responsable de materias administrativas delegadas por el presidente. Con el mismo espíritu, el justicialismo, que ahora controlaba ambas cámaras, obstaculizó la creación de la comisión bicameral que exigía la Constitución para aprobar o rechazar DNU, decretos delegados y leyes promulgadas parcialmente. También intentó, sin éxito, aprobar una ley para que el Consejo de la Magistratura, órgano creado por la Constitución para nominar jueces federales e imponer sanciones, tuviera una composición favorable al gobierno.
Fue sólo después de que el justicialismo perdiera las elecciones legislativas de 1997 que la oposición pudo alcanzar un acuerdo con el gobierno para crear el Consejo de la Magistratura con una composición equilibrada y aprobar una ley para garantizar la independencia del Ministerio Público que establecía la nueva Constitución. También se iniciaron negociaciones para regular los DNU por medio de la creación de la comisión bicameral que mandaba la Constitución. El triunfo de la Alianza en las elecciones presidenciales de 1999 abrió la posibilidad de continuar este reequilibramiento constitucional. Pero la crisis económica, política y social de 2001-2002 puso fin a la experiencia de alternancia.
En 2003, nuevamente un candidato del PJ, Néstor Kirchner, ganó la elección presidencial. A pesar de la incipiente fragmentación interna del PJ, el partido logró una mayoría propia en el Congreso. La UCR, que alguna vez fue el segundo partido en el país, colapsó definitivamente a nivel nacional. El resto de la oposición se fragmentó en pequeños partidos. Esta tendencia quedó confirmada con las elecciones legislativas de 2005, donde además, la fracción del gobierno, el Frente para la Victoria (FpV), aumentó el número de diputados y por tanto su influencia en el PJ (Calvo, 2005).
En este contexto electoral desigual, fue desapareciendo gradualmente el espíritu de automoderación que prevaleció en los primeros meses del gobierno de Kirchner. Entre 2003 y 2005 el nuevo presidente ya había sancionado más DNU que el propio Menem en sus primeros tres años de gobierno (Catterberg y Palanza, 2012). En 2006, un Congreso dominado por el PJ aprobó finalmente la ley que creaba la comisión bicameral responsable de aceptar o rechazar la legislación ejecutiva de emergencia. Sin embargo, la ley reguló el procedimiento de manera favorable al ejecutivo: no le dio adecuada representación a las minorías en la comisión, no fijó un plazo para que el Congreso se expida y permitió implícitamente que se ratifique un DNU por aprobación de una sola cámara (Botana, 2006). Esta ley hizo posible continuar con la política de la aprobación legislativa tácita de DNU, que inauguró la Corte menemista y que la reforma del '94 buscó erradicar.
También en 2006 la mayoría legislativa oficialista aprobó varias leyes que buscaban manipular la Constitución para concentrar poder en el gobierno. Una de ellas redujo el número de miembros del Consejo de la Magistratura de 20 a 13, lo que permitió al gobierno el apoyo de 5 de los 13. Dado que el Consejo toma sus decisiones más importantes por dos tercios de los votos, la reforma le dio al gobierno mayor influencia sobre los jueces federales. Una segunda ley delegó en el jefe de gabinete la facultad de modificar el presupuesto sin control del Congreso. Siendo el jefe de gabinete un mero auxiliar del presidente, es en verdad este último quien indirectamente adquirió un poder legislativo unilateral del que carecía. Finalmente, contra la evidencia y el propio discurso del gobierno de que la economía se había estabilizado, el Congreso prorrogó por segunda vez la ley de emergencia económica sancionada en 2002, que otorgaba al ejecutivo amplios poderes legislativos en materia financiera y cambiaria. Esta decisión consolidó la práctica de prorrogar delegaciones legislativas de emergencia, violando en los hechos el requisito constitucional de someter toda delegación a un plazo cierto.
La elección de la esposa del presidente, Cristina Fernández, en 2007, consolidó al FpV dentro del justicialismo y profundizó la fragmentación de la oposición. Fernández triunfó en la elección presidencial con una diferencia de más de veinte puntos sobre el segundo candidato más votado y el FpV obtuvo una mayoría holgada en el Congreso. Entretanto, ningún bloque opositor alcanzó el 10 por ciento de los asientos en la Cámara de Diputados (Jones y Micozzi, 2013). El poder relativo del FpV dentro del universo justicialista ha oscilado desde entonces, disminuyendo en el período 2010-2011, luego de una derrota legislativa, y mejorando luego de la reelección de la presidente en 2011. Lo que se mantiene y se profundiza, sin embargo, es la dispersión opositora. Aun sin tener el gobierno una mayoría propia, una oposición atomizada ha sido no sólo incapaz de recuperar iniciativa sino también de oponerse a leyes clave como la renovación de los poderes delegados de emergencia del presidente en 2011 y 2013.

Claves para una nueva relación entre democracia y Constitución en Argentina

El equilibrio entre democracia y constitución demanda gobiernos electos dispuestos a aceptar límites legales para adoptar políticas públicas o perseguir intereses partidarios, instituciones de control con autonomía y capacidad para invalidar transgresiones constitucionales y una ciudadanía dispuesta a castigar esas transgresiones por medio del voto, la movilización social o la opinión pública. Algunas variables han cambiado de manera promisoria en la última década para lograr este equilibrio.
La crisis política de 2001-2002 condujo a una recomposición de la Corte Suprema que hizo de ésta una institución más celosa de su independencia y prestigio. La nueva Corte se ha mostrado dispuesta a cuestionar políticas públicas sensibles al gobierno, poner límites a los poderes del ejecutivo y frenar iniciativas tendientes a concentrar poder, como fue la reforma judicial de abril de 2013 que buscaba alinear políticamente al Consejo de la Magistratura con el ejecutivo. La ciudadanía, por su parte, ha internalizado el poder de la crítica y la movilización social como factor de control de los gobiernos más allá de las elecciones. Tanto encuestas de opinión pública adversas a otra reelección de la presidente como la inclusión de consignas opuestas a una posible reforma constitucional que la hiciera posible en las movilizaciones sociales realizadas contra el gobierno en el año 2012 contribuyeron sin duda a frustrar anticipadamente ese proyecto desde el seno del gobierno.
Estos factores podrían reforzar el constitucionalismo en un contexto político donde los gobiernos son más conscientes que en el pasado de la importancia que tiene la aceptación social de sus políticas. Sin embargo, la virtual desaparición de alternativas partidarias al justicialismo (en sus varias encarnaciones) a nivel nacional genera en cualquier gobierno incentivos permanentes para la violación de la Constitución. Ante un escenario político marcado por una oposición débil y fragmentada, es natural que la coalición gobernante intente manipular la Constitución en su beneficio. La reconstitución de un sistema estable y pluralista de partidos es por tanto la tarea más importante -y difícil- que deberá cumplirse en el futuro para que la Constitución se integre de manera más profunda y consistente a la democracia electoral que existe hace ya 30 años en la Argentina.

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