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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.7 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2013

 

ARTÍCULOS

Luces y sombras de la política ambiental argentina entre 1983 y 2013

 

Ricardo A. Gutiérrez, Fernando Isuani

Universidad Nacional de San Martín, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
newgutix@gmail.com

Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina
fisuani@ungs.edu.ar


Palabras clave: Secretaría ambiental; Derechos ambientales; Ambientalismo social; Democracia; Argentina.

Key words: Environment secretary; Environmental rights; Social environmentalism; Democracy; Argentina.


 

Introducción

El 21 de mayo de 1972, Juan Domingo Perón difundió, desde su exilio en Madrid, el "Mensaje a los pueblos y los gobiernos del mundo". En ese mensaje, Perón instaba a tomar conciencia sobre "la marcha suicida que la humanidad ha emprendido mediante la contaminación del medio ambiente y la biósfera, la dilapidación de los recursos naturales". Consecuente con ese llamado, al ganar las elecciones y asumir la presidencia un año después, creó la primera secretaría ambiental nacional: la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano (SRNAH). Esto ocurría al mismo tiempo que los países noroccidentales creaban sus primeras agencias ambientales -la primera secretaría ambiental británica fue creada en 1971 y la renombrada agencia ambiental estadounidense en 1972-. Pero la acción pionera de Perón perdió fuerza, en parte, con su propia muerte en 1974 y, centralmente, con el golpe de 1976. La dictadura militar desmanteló la secretaría ambiental de 1973 y sepultó todas las iniciativas legislativas del gobierno peronista.
En 1983, la cuestión ambiental no fue ajena a la plataforma de campaña de la Unión Cívica Radical. No obstante, la agenda postdictadura llevó a que no se produjeran grandes adelantos en materia de política ambiental bajo del gobierno de Raúl Alfonsín. El primer avance destacable tuvo lugar recién en 1991 con la recreación de la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano (SRNAH) bajo la presidencia de Carlos Menem. A partir de entonces, la política ambiental nacional siguió, con avances y retrocesos, un lento camino incremental.
A cuarenta años de la iniciativa pionera de Perón y a treinta años del último retorno a la democracia, el balance de la trayectoria de la política ambiental nacional arroja luces y sombras. Para hacer ese balance, distinguiremos tres aspectos de las políticas ambientales: el derrotero de la secretaría ambiental nacional, la consagración constitucional de los derechos ambientales y la sanción e implementación de la nueva legislación ambiental. Paralelamente, analizaremos brevemente la trayectoria del ambientalismo social bajo democracia y su relación con la política ambiental.

Derrotero de las secretarías ambientales

Durante los primeros años de Alfonsín, las competencias ambientales fueron distribuidas entre secretarías dispersas en tres ministerios. En 1987, año de la publicación del influyente Informe Bruntland, el gobierno nacional avanzó con la creación de la Subsecretaría de Política Ambiental (SPA) bajo la órbita de la Secretaría General de la Presidencia. En 1989, ya en las postrimerías del gobierno de la UCR, la SPA fue sustituida por la Comisión Nacional de Política Ambiental (CNPA), siempre bajo la órbita de la Secretaría General de la Presidencia. Luego de dos años en los cuales la CNPA (transferida al Ministerio de Salud y Acción Social) continuó en el mismo letargo que en los años anteriores, el presidente Carlos Menem, electo en 1989, decidió crear en 1991 la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano (SRNAH). La nueva secretaría, dependiente directamente del presidente de la Nación, concentró funciones hasta entonces dispersas en varias organizaciones ejecutivas.
La creación de la nueva secretaría respondía a la decisión presidencial de dar respuesta a estímulos internacionales (Acuña, 1999; Hochstetler, 2003; Díaz, 2006; Estrada Oyuela, 2007; Bueno, 2010). La SRNAH surgió mientras se organizaba la Conferencia Río 92 y su creación constituyó de hecho un modo de prepararse para esa conferencia. El gobierno de Menem buscaba adaptarse a un nuevo paradigma ideológico y normativo internacional centrado en el concepto de desarrollo sostenible. Todo ello puede ser interpretado como un capítulo más del esfuerzo del entonces presidente por ajustarse a la agenda de los organismos internacionales. En cualquier caso, es claro que en esos años la política ambiental respondía a la expectativa de obtener préstamos multilaterales y fondos de cooperación internacional sujetos a la adopción del nuevo paradigma. La misma secretaría recibió un préstamo del BID por 30 millones de dólares para ejecutar el Programa de Desarrollo Institucional Ambiental (Prodia) con el objetivo de fortalecer el marco legal y la estructura organizacional de las agencias ambientales nacionales y provinciales.
La SRNAH (en 1996 rebautizada como Secretaría de Recursos Naturales y Desarrollo Sostenible, SRNDS) estuvo bajo la conducción de María Julia Alsogaray. Ni el presidente Menem ni la secretaria Alsogaray tenían una agenda ambiental clara más allá de predicar la adopción de una versión del paradigma de desarrollo sostenible que priorizaba los mecanismos de mercado frente a la intervención estatal o la participación de la sociedad civil. Quizá el rasgo más destacado de la gestión de Alsogaray al frente de la secretaría ambiental fueron las denuncias mediáticas y judiciales por malversación de fondos. Pese a ello, analistas y funcionarios del sector señalan que, bajo la gestión de Alsogaray, el área ambiental nacional resultó organizacionalmente fortalecida debido a la concentración de funciones y a la mayor disponibilidad de recursos.
La SRNAH/SRNDS creada por Menem corrió una suerte parecida a su homónima de 1973. El gobierno de Fernando De la Rúa bajó de rango a la secretaría ambiental, convirtiéndola, con el nombre de Secretaría de Desarrollo Sustentable y Política Ambiental, en una dependencia del Ministerio de Desarrollo Social. La nueva secretaría perdió varias de las funciones que la SRNAH/SRNDS había concentrado bajo el gobierno de Menem. Fuera del posible desinterés del nuevo presidente por el tema, una razón que explicaría la decisión de desjerarquizar la secretaría ambiental parecería ser la identificación, por parte del gobierno de la Alianza, de la SRNAH/SRNDS como un símbolo emblemático del desprestigiado gobierno de Menem y de su no menos desprestigiada secretaria Alsogaray (Estrada Oyuela, 2007: 34).
El presidente Eduardo Duhalde mantuvo la secretaría ambiental bajo el Ministerio de Desarrollo Social, rebautizándola como Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable (SAyDS). Nombró como su titular a Carlos Merenson, un ingeniero forestal que formaba parte del cuerpo técnico de la secretaría ambiental desde su creación en 1991.
En los comienzos del gobierno de Néstor Kirchner la política ambiental siguió bajo la órbita de la SAyDS, ahora dependiente del Ministerio de Salud. En una primera etapa, la política ambiental no parecía despertar mucha preocupación en el presidente Kirchner. Eso cambió en 2006 cuando la cuestión cobró repentino interés a raíz del conflicto por la construcción de pasteras en el río Uruguay (Alcañiz y Gutiérrez, 2009; Gutiérrez y Almeira, 2011). En respuesta a ese conflicto, Kirchner reemplazó al entonces secretario ambiental (Atilio Savino) por Romina Picolotti, una abogada que presidía la ONG Centro de Estudios de Derechos Humanos y Ambiente (Cedha) y que asesoraba al gobierno de la provincia de Entre Ríos y a la propia Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú en torno al conflicto de las pasteras. Además, Kirchner colocó la secretaría bajo dependencia directa de la Jefatura de Gabinete de Ministros. De ese modo, la secretaría recuperaba el rango de ministerio que había tenido bajo el gobierno de Menem. Los fondos presupuestarios de la secretaría se multiplicaron ampliamente y la agenda de programas nacionales alcanzó mayor diversificación y visibilidad.
Con el nombramiento de Picolotti, Kirchner buscaba apaciguar a los asambleístas de Gualeguaychú y capitalizar la alta repercusión del conflicto. Luego de que menguara la intensidad del conflicto, la sucesora de Kirchner, su esposa Cristina Fernández de Kirchner, desplazó a Picolotti de la secretaría. Picolotti era acusada por el propio oficialismo de irregularidades en la contratación de personal de la secretaría. Pero su desplazamiento tuvo más que ver con tensiones entre la agenda de la Secretaria y la de la presidenta Fernández de Kirchner. El punto culminante de esas tensiones giró en torno a la política minera. La Presidenta buscó reasegurar la separación entre la política minera y la política ambiental que primaba desde los años 1990. En un principio, Picolotti acató esa decisión. Pero cuando el Congreso debatió y aprobó la primera ley de protección de glaciares, Picolotti manifestó públicamente su apoyo a la ley. Ese apoyo terminó de decidir su desplazamiento.
Los dos sucesores de Picolotti (Homero Bibiloni y Juan José Mussi) concentraron la mayor parte de su energía en el saneamiento de la cuenca Matanza-Riachuelo, cuya autoridad de cuenca (Acumar) preside formalmente el secretario ambiental nacional. Puede interpretarse que, de ese modo, la secretaría ambiental busca no involucrarse con temas que puedan entrar en conflicto con otros objetivos del gobierno nacional, tales como el desarrollo de la minería y la producción de soja.

Consagración de los derechos ambientales

El legado en materia ambiental más importante del gobierno de Carlos Menem fue la incorporación de los derechos ambientales en la Constitución Nacional. Menem se propuso reformar la Constitución para habilitar la reelección presidencial y contaba con la mayoría parlamentaria especial requerida para declarar la necesidad de la reforma. Pese a ello, buscó un acuerdo con Raúl Alfonsín, líder del principal partido de la oposición, con el propósito de otorgar mayor legitimidad a la reforma (Acuña, 1995; Smulovitz, 1995). De esa búsqueda surgió el Pacto de Olivos firmado el 14 de noviembre de 1993 entre ambos líderes.
El pacto incluía el listado de temas que podrían ser tratados durante la Convención Constituyente para su posterior incorporación en la Constitución. De ese modo, Menem se garantizaba el apoyo del principal partido de oposición para su proyecto reeleccionista y Alfonsín conseguía introducir en la Constitución varios de los temas recomendados en 1986 por el Consejo para la Consolidación de la Democracia. Entre esos temas se encontraban los nuevos "derechos sociales", los que incluían el derecho a la "preservación del medio ambiente". La preservación del ambiente fue introducida, en efecto, entre los temas para el debate constituyente por la ley de 1993 que habilitó la reforma. Se gestaba, de ese modo, el artículo 41 de la Constitución reformada. Así, provocado por el afán reeleccionista de Menem, el Pacto de Olivos permitió que ideas que habían empezado a plasmarse en el marco del debate por la reforma constitucional de los años '80 encontraran su camino hacia la consagración constitucional una década después.
El artículo 41º establece el "derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras", correspondiendo "a la Nación dictar las normas que contengan los presupuestos mínimos de protección, y a las provincias, las necesarias para complementarlas, sin que aquellas alteren las jurisdicciones locales". Este derecho es acompañado por una serie de "derechos procedimentales" (Hiskes, 2009) instituidos en el artículo 41º y en otros artículos. Esos derechos procedimentales incluyen: derecho a la educación y la información ambientales; derecho a la reparación de acuerdo con los procedimientos legales establecidos; derecho al recurso de amparo (demanda judicial expedita para la protección constitucional de derechos y garantías); derecho a la acción colectiva (las demandas judiciales pueden ser presentadas por aquellos afectados directamente por la contaminación o riesgos ambientales, por el Defensor del Pueblo de la Nación o por asociaciones civiles que representen intereses difusos). Además, la Constitución reformada, mediante sus artículos 41º y 124º, distribuye las competencias legislativas y ejecutivas entre el Estado nacional y las provincias. El Estado nacional debe establecer los presupuestos mínimos de protección y las provincias deben sancionar legislación complementaria y ejecutar la política ambiental, toda vez que pertenece a ellas el dominio originario de los recursos naturales.

La nueva legislación ambiental

Una vez consagrados constitucionalmente los derechos ambientales, el principal desafío normativo consistía en definir los "presupuestos mínimos de protección". La figura de presupuesto mínimo era novedosa y al comienzo no había mucho acuerdo entre los expertos sobre qué quería decir. La complejidad de definir un concepto nuevo se amplificaba por la necesidad de fijar el límite entre la soberanía provincial y la soberanía nacional en un contexto en el cual la Constitución reformada había consagrado el dominio y la primacía ejecutiva de las provincias sobre los recursos naturales.
Entre 1994 y 2001 no se sancionó ninguna ley que definiese o tratase sobre los presupuestos mínimos de protección. Pese a su carácter provisional, fue el gobierno de Eduardo Duhalde el que impulsó la postergada producción de la legislación ambiental. Para ello, fueron claves los vínculos entre el secretario ambiental Merenson y dirigentes políticas cercanas al presidente, en particular Mabel Müller, quien fue la impulsora de varios proyectos que acabaron convirtiéndose en ley.
En 2002 fue sancionado un paquete de leyes cuya pieza central era la Ley General del Ambiente (Ley 25675/02). El paquete se completaba con las siguientes normas: Ley 25612/02, Presupuestos Mínimos de Protección para la Gestión de Residuos Especiales; Ley 25670/02, Presupuestos Mínimos de Protección para la Gestión de PCB; Ley 25688/02, Presupuestos Mínimos de Protección para la Gestión Ambiental de Aguas.
La ley general del ambiente fija los principios de la política ambiental nacional y define, en su artículo 6º, el concepto de presupuesto mínimo del siguiente modo:

Se entiende por presupuesto mínimo, establecido en el artículo 41 de la Constitución Nacional, a toda norma que concede una tutela ambiental uniforme o común para todo el territorio nacional, y tiene por objeto imponer condiciones necesarias para asegurar la protección ambiental. En su contenido, debe prever las condiciones necesarias para garantizar la dinámica de los sistemas ecológicos, mantener su capacidad de carga y, en general, asegurar la preservación ambiental y el desarrollo sustentable.

A la vez que establece que los presupuestos mínimos deben ser uniformes para todo el territorio nacional, la ley general del ambiente refuerza la primacía de las provincias en la aplicación de la política ambiental al crear el Sistema Federal de Coordinación Interjurisdiccional y establecer como autoridad máxima del sistema al Consejo Federal de Medio Ambiente (Cofema). La presidencia del Cofema, a diferencia de otros consejos federales, no es ejercida por el representante del gobierno nacional sino por un representante provincial elegido por sus pares.
Al comienzo del gobierno de Néstor Kirchner se sancionaron dos nuevas leyes ambientales: Ley 25831/03, Régimen de Libre Acceso a la Información Pública Ambiental, y Ley 25916/04, Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental para la Gestión Integral de Residuos Domiciliarios. Las próximas leyes de presupuestos mínimos serían sancionadas recién bajo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner: Ley 26331/08, Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos, y Ley 26639/10, Régimen de Presupuestos Mínimos para la Preservación de los Glaciares y el Ambiente Periglacial. A diferencia de las anteriores, estas dos últimas leyes fueron sancionadas en el marco de un intenso debate público, en el cual se expresaban claramente nuevas demandas sociales de protección ambiental.

Ambientalismo social

Las organizaciones sociales ambientalistas creadas antes de 1983 eran escasas. Con el retorno a la democracia se dio un proceso de intensa creación de organizaciones no gubernamentales vinculadas con el ambiente (Aguilar, 2002). En 1984, se llevó adelante la primera reunión nacional de ONG ambientalistas en Alta Gracia (Córdoba), de la cual participaron representantes de más de 80 organizaciones de todo el país. Ello expresaba la rapidez con que surgían organizaciones sociales ambientalistas bajo la nueva democracia. El crecimiento de esas organizaciones seguiría una tendencia expansiva durante las dos décadas siguientes. Varios factores domésticos y externos favorecían esa expansión (Aguilar, 2002). Entre ellos, debe destacarse la consagración constitucional de los derechos ambientales, los cuales brindaron a las organizaciones ambientales nuevos recursos para la persecución de sus objetivos. Esos recursos fueron pronto utilizados por organizaciones ya establecidas como Greenpeace Argentina o Fundación Vida Silvestre. Con todo, durante las dos primeras décadas democráticas, el ambientalismo social tendría poco contacto con, o escaso impacto en, la política estatal. Ello cambiaría en la década siguiente con la expansión de organizaciones ambientales que se diferenciarían de las anteriores por su formato organizacional y por sus formas de interacción con el Estado.
Con el cambio de milenio, continuó el crecimiento de organizaciones ambientales pero lo más destacado de esta última década ha sido la expansión de nuevas formas de organización social que se aproximan a las denominadas "organizaciones de base", en contraposición a las "organizaciones no gubernamentales" o "profesionales" (Bryant y Bailey, 1997; Reboratti, 2000, 2012). Estas nuevas organizaciones se distinguen de las típicas ONG tanto por su formato organizacional (horizontalidad de las decisiones y trabajo voluntario) como por recurrir a las herramientas propias de los movimientos sociales (movilización y protesta) para expresar sus demandas ante el Estado. Estas nuevas organizaciones componen actualmente, junto con las organizaciones de tipo más profesional, el heterogéneo universo de las organizaciones ambientales argentinas.
Para datar la emergencia de las nuevas organizaciones ambientales y de su impacto en la política ambiental, puede establecerse como acontecimiento bisagra la resistencia contra la instalación de una mina de oro en la localidad patagónica de Esquel (Chubut) en 2002-2003 (Reboratti, 2007, 2008; Svampa, Solá Álvarez y Bottaro, 2009). Fue la primera vez que demandas sociales expresadas de modo contencioso por una organización de base cambiaron el rumbo de una política estatal (en este caso, provincial), dejando un legado tanto para futuras movilizaciones sociales como para las empresas y las organizaciones estatales.
Tras los logros de la protesta de Esquel surgirían en distintos puntos del país asambleas de vecinos, asambleas ciudadanas o figuras similares para posicionarse contra la minería a cielo abierto, el uso del glifosato u otros problemas. Esas organizaciones incluso llegarían a formar redes entre sí. Pero un caso se destacaría de todos los demás por su alto impacto en la política nacional: el conflicto por las pasteras del río Uruguay (Alcañiz y Gutiérrez, 2009; Gutiérrez y Almeira, 2011).
Tanto en el caso de las pasteras como en múltiples protestas contra la minería a cielo abierto, el derecho al ambiente sano y el aparato legal a él asociado se convirtieron en un marco de referencia y en herramientas que las nuevas organizaciones de base utilizaron para construir y expresar sus reivindicaciones. Pero probablemente el caso que más vívidamente mostró la fertilidad de los nuevos recursos legales a la hora de plantear demandas ambientales haya sido el caso Matanza-Riachuelo (Merlinsky, 2009). No se trató de una protesta social llevada a cabo por organizaciones de base sino de un litigio judicial con participación de organismos estatales de control (Defensoría del Pueblo de la Nación y Corte Suprema de Justicia de la Nación) y organizaciones sociales de distinto tipo. Sin embargo, este caso se alinea con los anteriores en el recurso a las nuevas herramientas legales para forzar a las autoridades estatales (fundamentalmente, ejecutivas) a tomar a un curso de acción. La mayoría de los activistas ambientales (profesionales o de base), al igual que muchos funcionarios públicos, reconocen hoy día el impacto del caso Matanza-Riachuelo tanto en la amplificación pública de los derechos ambientales como en la política ambiental.
Sería exagerado afirmar que el nuevo ambientalismo social cambió el rumbo de la política ambiental del país. Sin embargo, es evidente que obligó al Estado (en sus tres niveles) a prestar más atención a las demandas y posiciones de las organizaciones ambientalistas. En el nivel nacional, el impacto del ambientalismo social en la política ambiental puede apreciarse tanto en el plano normativo (sanción de la ley de bosques nativos de 2008 y de la ley de protección de glaciares de 2010) como en el organizacional (rejerarquización de la Sayds y creación de la Acumar, ambas en 2006).

¿Hacia una política de Estado?

La expansión, diversificación y mayor impacto del ambientalismo social son expresión de una nueva agenda ambiental. Si bien no puede decirse que la cuestión ambiental sea hoy día una prioridad de primer orden, es innegable que tiene una fuerte presencia en el debate público (tal como se expresa, por ejemplo, en los medios de comunicación) y que constituye una preocupación generalizada entre actores estatales y sociales. Unos y otros no acuerdan necesariamente sobre qué debería hacerse. Pero, tanto en el ámbito estatal como en el social, cada vez son más quienes entienden que la cuestión ambiental requiere ser objeto de política pública.
Es indudable que, especialmente a partir de 1994, se ha avanzado mucho desde el punto normativo. Los derechos ambientales introducidos en la Constitución reformada y los principios establecidos mediante la ley general del ambiente de 2002 han ofrecido un nuevo marco tanto para las políticas públicas como para la movilización social. En lo que respecta a la legislación sectorial, aún falta legislar algunas áreas (tales como la evaluación de impacto ambiental, la gestión de costas y la contaminación industrial), mientras que la legislación de otras (tales como la minería) ha quedado por fuera del nuevo marco normativo ambiental. Pese a ello, como ya vimos, se han sancionado varias leyes nacionales bajo el nuevo marco de los presupuestos de protección mínima.
Existe un acuerdo extendido entre expertos y ambientalistas en que el problema radica menos en la ausencia de normas ambientales y más en la falta de implementación y cumplimiento de las normas existentes. En algunos casos, la nueva ley todavía no fue reglamentada (v.g. gestión de aguas). En otros, fue reglamentada pero no implementada (v.g. glaciares). Y en otros fue implementada pero "por debajo" de los estándares establecidos por la nueva norma nacional (v.g. bosques nativos).
El problema de la baja implementación y falta de cumplimiento de la legislación ambiental involucra a los tres niveles de gobierno. Constitucionalmente, la aplicación de los presupuestos mínimos corresponde a las provincias, quienes pueden delegarla a su vez a los gobiernos municipales. Las provincias pueden establecer estándares ambientales más estrictos que los nacionales (en algunas provincias, ello sucede, notablemente, en el caso de la minería a cielo abierto). Pero la regla es que las provincias (y los municipios) tienden a "bajar" los estándares nacionales o simplemente a no cumplir la legislación nacional o, incluso, su propia legislación. En consonancia con ello, más que como arena de articulación de políticas ambientales, las provincias tienden a utilizar al Cofema como arena de veto de iniciativas del gobierno nacional, procurando también por esa vía "bajar" los presupuestos mínimos de protección ambiental u obstaculizar su implementación. Dada su dependencia normativa, financiera y/o política respecto de los gobiernos provinciales, los gobiernos municipales tienen escaso margen de maniobra más allá de las iniciativas provinciales o nacionales.
Así las cosas, ¿cómo podría la política ambiental convertirse en una política de Estado, esto es, una política que cumple con sus objetivos declarados -tal como son formulados en la ley general del ambiente- a través de los sucesivos gobiernos? Una política de Estado requiere de "coherencia", lo cual supone a su vez la subordinación de las diversas políticas en juego a una concepción estratégica de parte del Estado. Es claro que la política ambiental se encuentra lejos de mostrar ese atributo.
Señaladas las "limitaciones" de los gobiernos provinciales y municipales y del Cofema, nos queda volver la mirada sobre quién se supone debería ser la autoridad de aplicación de la legislación ambiental: la secretaría ambiental nacional. La inestabilidad burocrática que afectó a la secretaría ambiental a lo largo de los gobiernos que se sucedieron desde 1983 constituye una clara evidencia de la falta de una concepción estratégica en materia ambiental. A la fecha, por razones que no podemos tratar aquí en mayor detalle, la secretaría ambiental nacional presenta tres problemas principales: un enfoque muy restringido volcado a cuestiones urbanas (centralmente al saneamiento de la cuenca Matanza-Riachuelo), baja fortaleza burocrática y nulo poder de sanción.
Pese a los avances en materia legal y al desarrollo de un activo ambientalismo social, es claro que resulta necesario contar con una agencia ejecutiva nacional capaz de elaborar una estrategia de largo plazo y de sostener una política ambiental nacional que cumpla con sus objetivos declarados. Sin ello, y mientras los gobiernos de turno sigan viendo dónde ponen y qué hacen con "lo ambiental", no será de extrañar que persistan y proliferen acciones contenciosas (i.e. protesta social y litigio judicial, c.f. Gutiérrez, 2010) para demandar al Estado el cumplimiento de su deber constitucional de proteger el derecho al ambiente sano. Máxime cuando escasean mecanismos e instancias formales de participación social en las decisiones vinculadas con la protección ambiental y cuando los propios derechos constitucionales y otras normas estatales favorecen los intereses y las visiones de quienes consideran que la protección ambiental merece ser objeto de movilización social y de litigio.

Bibliografía

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