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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.8 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2014

 

ARTICULOS

"...que él me lo demande". Ritual político y sacralización en la asunción presidencial de Cristina Fernández

 

Gastón Souroujon
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
gsouroujon@hotmail.com

 


Abstract

The present paper departs from the premise that the religious sphere cannot be suppressed totally of the political life. The secularization of politics does not involve the desecration, does not imply the disappearance of religion in political life, but its concealment. From this point of view, we introduce some theoretical considerations on the political ritual, to stop in the ritual of presidential assumption of Cristina Fernandez's second term, analyzing the different thresholds that the incorporation of "him" in the oath of capture of the power, alluding to Néstor Kirchner, opens. If this oath is a performative as we suspect, what novel element executes this innovation in the formula? We also focus in an analysis of the singular role played by civic feast that take place during the government.

Key words
Sacralization of politics; Presidential assumption; Civic feast; Political ritual; Argentina

Palabras clave
Sacralización política; Asunción presidencial; Fiesta cívica; Ritual político; Argentina


 

El presente escrito parte de la premisa que la esfera religiosa no puede ser suprimida totalmente de la vida política. La secularización de la política no conlleva la desacralización, no entraña la desaparición de la religión en la vida política, sino su ocultamiento. Desde esta óptica nos introducimos a ciertas consideraciones teóricas sobre el ritual político, para detenernos en el ritual de asunción presidencial del segundo mandato de Cristina Fernández, del cual analizaremos los distintos umbrales que la inclusión de "él" en el juramento de toma del poder, aludiendo a Néstor Kirchner, inaugura. Si este juramento es un realizativo como sospechamos, ¿qué elemento novedoso ejecuta esta innovación en la fórmula? Nos detendremos también en un análisis del rol singular que juegan las fiestas cívicas que se desarrollan durante este gobierno.

"...las palabras son móviles, dinámicas
 y, por consiguiente, animadas"
François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel

 

La separación entre religión y política es una de las características centrales con la que comúnmente se describe a la Modernidad. En cualquier manual de ciencias sociales la Modernidad es asociada automáticamente a un proceso de secularización, leído en clave liberal, que supone la retirada a la esfera de lo privado de las creencias religiosas. Sin embargo esta lectura debe ser relativizada. Si tal como dice Schmitt "todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados" (Schmitt, 2005: 57) hay aún un elemento religioso, sacro, en la política moderna, que no puede ser suprimido; la secularización de la política no conlleva la desacralización, no entraña la desaparición de la religión en la vida política, sino su ocultamiento. Si bien la política moderna es reticente a lo sobrenatural, al carácter supraterrenal de la religión, ha tenido que constituir trascendencias societarias (Giner, 2003) con el fin de suplir el rol fundamental de cohesión social y legitimidad política que las religiones tradicionales desempeñaban en las sociedades pasadas.
No es casual que sea Maquiavelo uno de los primeros pensadores que haya advertido la instrumentalidad que posee el universo religioso para aquellos que disponen del poder político1. Ni que Rousseau haya dedicado el último capítulo de su Contrato social a la religión civil, al comprender que el nacimiento de ciudadanos leales e identificados con su comunidad a partir de hombres naturales, sólo podía ser fruto de una profesión de fe civil (Rousseau, 1992). Ya que es justamente con el inicio de la separación entre Iglesia y Estado2, cuando se torna evidente el vacío dejado por la religión, el momento en que lo político se ve obligado a reconstruir desde su propia lógica lo que otrora ésta le brindaba. Con la ausencia de las religiones, que imprimían desde fuera los horizontes de certidumbre social, lo político debe asumir de forma independiente ese carácter teológico. Se ve obligado a sacralizar ciertas narrativas, mitos políticos, ritos, dotándolos de un cariz trascendental, que los pueda colocar por fuera de toda discusión pública, para así poder articular un criterio de identidad y legitimidad.
Los rituales políticos son el ejemplo paradigmático de esta sacralización de lo político que estamos comentando, si bien su presencia no penetra el espacio público con la intensidad que lo hacía en el Medioevo, no podemos negar su permanencia en las sociedades contemporáneas3, y no sólo en aquellas experiencias en donde se tornan más evidentes, como los regímenes totalitarios, sino también en el seno de las democracias liberales. En su estudio de dos rituales políticos de Miterrand, Abélès recupera una definición de Lévi Strauss que puede ser un buen punto de partida para deslindar este fenómeno. El ritual es una combinación de palabras habladas, actos significantes y objetos manipulados que se comportan como símbolos de la relación entre el poder político y la sociedad. Constituido por divisiones y repeticiones, conjunción de microsecuencias que inscriben al ritual en un universo distinto al cotidiano (Abélès, 1988).
Esta definición pone en juego distintas dimensiones que deben ser profundizadas. En primer lugar el ritual es un proceso minucioso de acciones, gestos, palabras, rígidamente formalizados, que permanecen casi inmutables a lo largo del tiempo, continuidad que permite conectar pasado, presente y futuro, dando sentido así al mundo (Ketzer, 1988). Todo cambio al orden o a su contenido corre el riesgo de desactivar su potencial para generar cohesión o legitimidad política, al generar un extrañamiento con la sociedad (Maisonneuve, 2005). Sin embargo, son algo más que una simple repetición, es una unidad orgánica en la que cada paso conduce al siguiente (Muir, 2001). Contrariamente al mito, que siguiendo el trabajo de Blumemberg (2003) se funda sobre una estructura narrativa abierta a grandes márgenes de variación a lo largo del proceso de producción y recepción, el rito tiene grandes dificultades para transformarse. Siguiendo a este autor, si el mito puede ser comparado como un tema con variación propio del jazz, una composición que a pesar de sus metamorfosis puede seguir siendo reconocida como la misma; el rito debe ser pensado más como una ópera, un encadenamiento de música, poesía, y escenografía (aunque ésta en algunas ocasiones varía) que debe permanecer inalterable. A través de los siglos se repite la misma secuencia allende sus intérpretes, lo que permite al público conocer de antemano el acto siguiente, y reconocerse en la totalidad de la obra dramática. Los rituales tal como puntualiza Muir (2001) son una actividad social repetitiva, estandarizada. Esto, como luego veremos, genera que las transformaciones en los rituales sean generadas por acontecimientos puntuales que pueden ser identificados.
Una segunda dimensión a tener en cuenta es el carácter emotivo que estas representaciones ostentan, más allá de las distintas funciones con que se relaciona al rito a partir de las distintas perspectivas, como medio para solidificar la solidaridad social, como medio para legitimar la relación asimétrica entre gobernantes y gobernados y así estabilizar un orden, como medio para canalizar las tensiones sociales (ver López Lara, 2005), las dramatizaciones rituales apelan a los sentimientos de los que participan en ella, a un sustrato no racional, no reducible a la lógica instrumental, a partir de estimular los distintos sentidos de éstos, a través de la música, las imágenes, los olores (Muir, 2001). Así como el despertar de los sentidos que opera en una obra de teatro busca generar una respuesta emocional, la puesta en escena dramática del ritual persigue el mismo objetivo. La relación tantas veces subrayada entre la gramática teatral y la gramática política (Balandier, 1994), se asienta en parte en esta dimensión del ritual.
Esta importancia de los elementos emotivos en la vida política fue reconocida por los distintos intelectuales testigos del nacimiento de la democracia de masas a principio del siglo XX (ver Yannuzzi, 2007), autores como Pareto, Michels, Weber, subrayaron que el comportamiento en los asuntos políticos lejos está de poder reducirse a la racionalidad instrumental, sino que son los sentimientos su clave de lectura. Como explicita Pareto (1987: 211):

Las teorías económicas y sociales de las que se sirven aquellos que toman partes de las luchas sociales, no deben juzgarse por su valor objetivo sino por su eficacia en suscitar emociones. Las refutaciones científicas que se pueden caber no sirven de nada aunque sea exacta desde el punto de vista objetivo. Y aun más, los hombres cuando le es útil, pueden creer en una teoría de la que no conocen más que le nombre...

En este orden es pertinente remarcar que los rituales no son un mero símbolo de algo preexistente, no simplemente representan la armonía social, o las relaciones de poder, sino que las constituyen. "El ritual es usado para constituir poder, no solamente para reflejar un poder preexistente" (Kertzer, 1988: 25). Son, siguiendo la lectura de Austin, que luego retomaremos, realizativos; no describen una situación, sino que la realizan. Es verdad que en el proceso de un ritual podemos encontrar un encadenamiento de símbolos, el bastón de mando, la corona, el incienso, todos forman parte de un idioma en el que el ritual se expresa, permitiendo dar sentido a un significado imperceptible (Durand, 2007). Sin embargo el ritual en su conjunto es instituyente, la expresión "sí, quiero"con la que se corona el ritual del matrimonio, no simboliza el casamiento, no es pasible de verdadero o falso, sino que realiza el enlace matrimonial. La nueva situación es instituida por la realización correcta y pública del ritual (Muir, 2001).
La tercera dimensión que queremos señalar es la capacidad del ritual de abrir el umbral de un tiempo y un espacio sagrado, el ritual pone entre paréntesis la temporalidad cotidiana, para introducir a los que participan en él en un universo religioso, sacralizando las instituciones, los personajes y hechos que instituye. Si bien, como hemos mencionado, los rituales políticos modernos no se inscriben necesariamente en las religiones tradicionales, el aura sacra que logran erigir a partir de la dramatización, no difiere tanto para los fines políticos a los antiguos rituales religiosos, logrando permear con esa mezcla de respeto, temor y adhesión a fines inmanentes. Tal como expresa Giner (2003), hay un imperativo religioso en las sociedades modernas que conduce a éstas a ligarse a un marco sagrado, un horizonte compuesto por lo sacro, aunque sólo lo formen creencias y valores de humana trascendencia que exigen veneración, en toda sociedad humana habita un atisbo de lo que se considera sublime. El caso francés es un escenario singular de esta sacralización de elementos políticos inmanentes, erigiendo a la laicidad como objeto de sacralización secular (Ferrara, 2009).
Para finalizar con este apartado de índole teórica, hay un punto que hemos comentado que nos gustaría recuperar. Cómo se dan las transformaciones en el seno del ritual, si por definición es una construcción rígida, y debe permanecer inalterable para que produzca sus efectos, qué sucede con los elementos novedosos, qué sentido pueden tener los actos, palabras, gestos que no están preestablecidos en el rito. Tal como dijimos, contrariamente al mito cuya estructura permite una metamorfosis casi imperceptible en los tiempos largos de la sociedad, las transformaciones en el ritual son productos de acontecimientos específicos, por lo que podemos rastrear el momento de la misma. Innovaciones que resultarán efectivas y podrán constituirse como parte del ritual en el futuro, dependiendo de su capacidad para calar en el sustrato emotivo de la sociedad. Podemos identificar al menos dos tipos de acontecimientos que encauzan estas innovaciones.
En primer lugar las innovaciones fruto de la necesidad, al sucederse un acontecimiento que imposibilita llevar a cabo los distintos pasos del ritual, los actores pertinentes deben acomodar éste, transformarlo a las nuevas condiciones históricas. Un ejemplo de este caso nos relata Muir en el seno de la monarquía francesa. En este contexto la teoría de los dos cuerpos del rey, uno terrenal-natural y otro divino-político permitía la continuidad de la realeza y de la unión política aun tras el fallecimiento del monarca (ver Lefort, 1999), lo cual se constituía una solución para el problema del interregno. Al fallecer el monarca una efigie de cera ataviada con los atuendos reales se colocaba sobre el ataúd, representando al rey con vida, y los miembros de la corte seguían actuando como si el rey aún viviese hasta el momento de su entierro. El nuevo rey debía permanecer oculto, pues el viejo rey aún permanecía vivo. Era el momento del entierro cuando tras la fórmula "el rey ha muerto, larga vida al rey", se producía la sucesión. Sin embargo en 1610, tras el asesinato de Enrique IV y la crisis política que podía despertar, su sucesor un infante Luis XIII tuvo que acceder al trono instantáneamente, desarticulando el rito a la vez que componiendo otro. Horas después de la muerte de Enrique IV, Luis apareció en una Lit de justice (cama de justicia), algo que anteriormente tenía lugar después de la coronación, momento en el cual se dio por inaugurado su reinado. Rito que a partir de allí se mantuvo para los dos siguientes reyes borbónicos que también accedieron en minoría de edad (Muir, 2001).
El segundo acontecimiento que puede dar vida a una innovación está dado por un acto creativo de un personaje con gran ascendencia en la sociedad. Lo que podemos relacionar con la cualidad rupturista de los líderes carismáticos ante la tradición, y su capacidad de articular un nuevo orden. El mundo de la ópera que hemos señalado como metáfora del rito político nos proporciona un ejemplo. En 1897, Enrico Caruso al presentar la obra Pagliacci, agrega al final del aria Vesti la giubba en el primer acto, un llanto riendo, expresión que no se encontraba en la composición original. Tal fue el éxito de este acontecimiento que muchas de las representaciones posteriores, incluso la de Pavarotti, incorporaron este gesto. Fue una innovación personal que logró insertar una transformación perdurable en el seno del rito operístico.

 

La asunción presidencial en Argentina

Los rituales políticos no son ajenos a las democracias liberales contemporáneas; los funerales de los grandes líderes, las inauguraciones públicas, la conmemoración de fechas patrias, son eventos que pueden ser leídos desde esta óptica. Pero si hay un ritual político por excelencia en dichos regímenes, este es el de la asunción presidencial. En Argentina, este ritual se erige como un momento extraordinario, ante el calendario normal, lo cotidiano se pone entre paréntesis, y se torna palpable la continuidad imperecedera de la soberanía de la nación ante la transitoriedad de aquellos que ocupan el puesto ejecutivo. Paralelamente desde el retorno de la democracia en 1983 se erige como el tiempo en que se sutura la continuidad de este régimen, el tiempo en que la expresión de la voluntad de la ciudadanía se realiza. El traspaso de insignias de poder entre dos presidentes electos, uno de los elementos centrales de este ritual, constituye un gesto que penetra en la sensibilidad emotiva de una sociedad que durante el siglo XX ha visto muchas veces cómo el bastón de mando y la banda presidencial han sido ostentados por presidentes de facto. Nuevamente cabe subrayar que este ritual no simplemente simboliza a la democracia, sino que junto al sufragio, son los hechos principales que la constituyen como tal, que le dan vida.
Si observamos los distintos rituales de asunción presidencial desde 1983, podemos notar una repetición en los elementos centrales que lo tejen: 1) el presidente electo se traslada desde su domicilio privado hasta el Congreso Nacional escoltado por el Regimiento de Ganaderos. Recorrido que permite articular y hacer público el nuevo estatus del presidente, el traspaso de su condición de ciudadano privado a jefe de gobierno. Dependiendo del humor de la gente con el nuevo presidente, este trayecto puede alcanzar visos de una fiesta popular, en donde la gente celebra a su nuevo mandatario, especialmente en su punto de culminación, el Congreso. Así lo vemos en la primera asunción de Menem en 1989, donde un importante caudal de gente, disfrazada y vestida de gaucho algunos, celebraba el nuevo mandato, y con él el primer traspaso presidencial entre dos partidos opositores de la historia de nuestro país. Escenario opuesto a la asunción de la segunda presidencia de Menem en 1995, donde poco más de mil personas se reunieron en las calles.
2) El juramento, hecho central de la puesta en escena ritual sobre el cual nos detendremos en el próximo apartado.
3) El traspaso de los atributos presidenciales, bastón de mando y banda presidencial. Insignias que sí juegan como símbolos del poder, son justamente los elementos que diferencian en una sociedad de iguales a aquel que ha sido elegido para gobernar la Nación. El hecho de que Juan Carlos Pallarols, orfebre histórico del bastón, abriera recientemente la posibilidad a miles de ciudadanos argentinos a cincelar el mismo, es una expresión del lugar en que reside la titularidad del poder en las democracias. Es la ciudadanía la que da forma al gobierno con sus votos, ella es la fuente de soberanía, al igual que da forma al bastón de mando con sus martillazos. Hasta 2003, año en que asume Néstor Kirchner, el traspaso de los atributos presidenciales se llevaba a cabo en la Casa Rosada, donde se trasladaba luego de la jura el presidente electo. En ese año se generó una modificación, por decisión de Duhalde, presidente saliente, este acto se realizó en el Congreso, como un reconocimiento de Duhalde a la Asamblea que lo había designado para ese cargo4. Transformación dada tras un acontecimiento puntual, como hemos visto, que ha sido efectiva, pues desde entonces este acto se realiza en el Congreso.
4) La estancia en el Congreso finaliza con un discurso del presidente ante la Asamblea, y luego con su traslado a Casa Rosada en automóvil. Trayecto que al igual que en el punto 1, puede estar acompañado de una multitud importante festejando al nuevo ejecutivo.
5) Luego del traspaso de los atributos presidenciales, el presidente electo acompaña al saliente junto a su gabinete hasta las puertas del Congreso o de la Casa Rosada para despedirlo. Aquí se cierra el círculo abierto en el punto 1, el presidente saliente se despoja de su carácter público, sale del recinto estatal para volver a su domicilio privado. Así como la jura es el realizativo que constituye al presidente, la despedida es el contra ritual que lo devuelve a su estatus privado. Pero es sobre el que despide, más que sobre el despedido donde debemos posar nuestra atención, ya que este pequeño acto abre una serie de cuestiones de gran relevancia para comprender la trascendencia del presidente en nuestro país. Es significativo que el primer acto de gobierno del presidente, después de su discurso a la Asamblea, sea despedir a su antecesor, devolver a éste al estatus de simple ciudadano privado, acto que no por azar se lleva a cabo en un escenario de gran visibilidad, en la explanada del edificio público. En su primera aparición en público, el nuevo presidente no se comunica directamente con la población sino que instituye su autoridad expulsando delicadamente a su antecesor del centro de poder. Sin embargo, la puesta en escena tiene como receptor directo a la población, el celo de Dios ante otros dioses propio de las religiones monoteístas, se reproduce en la democracia argentina, la quema del becerro de oro es el equivalente a esta despedida. En ambos casos se subraya que solo puede haber un sujeto al que se debe obediencia, un sujeto de adoración, de glorificación, como luego veremos. Mediante esta despedida el nuevo ejecutivo muestra a la sociedad dónde reside ahora el mando. La nueva gestión se inaugura con un contra ritual que sólo el presidente puede llevar a cabo, y que requiere la mirada de la sociedad para ser efectivo.
6) Una vez en Casa de Gobierno se lleva a cabo la jura ministerial del nuevo gabinete.
7) El ritual de asunción finaliza a horas de la tarde en el Tedeum oficiado por el Cardenal en el Cabildo.

 

La jura presidencial, o el realizativo de la transformación
           
Como comentamos en el apartado anterior, la toma de juramento es el elemento medular del ritual de asunción presidencial, es solo al expresar este juramento cuando el acto se consuma, jurar es el acto de asunción. Un signo de dicha centralidad, es que la jura presidencial es el único de los pasos descriptos del ritual que tiene rango constitucional. En este orden podemos leer en el artículo 93º de la carta magna argentina:

Al tomar posesión de su cargo el presidente y vicepresidente prestarán juramento, en manos del presidente del Senado y ante el Congreso reunido en Asamblea, respetando sus creencias religiosas de: "Desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente (o vicepresidente) de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina".

Esta fórmula incluida en la reforma de 1994 reemplaza al artículo 80º de la vieja Constitución en el que se establecía un juramento "por Dios nuestro señor y los santos evangelios", fragmento que mantenía consonancia con la exigencia de practicar el culto católico para poder ser elegido como presidente. No obstante la nueva Constitución elimina el requisito confesional para acceder al ejecutivo (Sabsay y Onaida, 1994), aún permanece en su espíritu la necesidad de que éste posea una creencia religiosa. Siendo una de las pocas constituciones de América que estipula la apelación a un ente religioso supraterrenal en el juramento presidencial5, amén que en el conjunto de estos rituales los símbolos religiosos, preferentemente cristianos, sean un elemento común6.
Tal como argumenta Agamben (2010) el juramento esta conformado por tres elementos, una afirmación: "juro que..."; una invocación: "juro por..."; y una maldición: "si así no lo hiciere...". La invocación originariamente es a un ente, Dios, que pueda garantizar la unión entre palabra y acto, que garantice la autenticidad de la palabra (Agamben, 2010); necesariamente el garante no sólo debe estar en una esfera exterior y por encima de los pactantes, Dios, la Constitución, los santos evangelios; sino que también su posición sacraliza la afirmación, confiriéndole un estatus extracotidiano, y en consecuencia sacraliza el poder que de ella emana. La maldición es el condicional que tiene como objeto castigar el perjurio (Agamben, 2010), la ruptura de la unión entre palabra y acto. Este no es un crimen común sino que por su génesis es un crimen sagrado, por lo que la esfera que venga esta falta debe restituir en su castigo el locus sacro del juramento. El estatus de quien castiga el perjurio, permite que la sacralización del poder perdure aun cuando se violenta el juramento.
El juramento es un ejemplo paradigmático de realizativo, Austin (1990) define este concepto como una expresión que no describe ni registra sino que realiza una acción en donde justamente este decir es el episodio principal de la realización del acto. Construido a partir de un verbo en primera persona del singular del presente del indicativo en voz activa (Austin, 1990). Para que los resultados del mismo sean afortunados, para que realmente pueda obrar como realizativo, los mismos deben darse en una circunstancia adecuada, y ser expresados por la persona adecuada. En el caso de la jura presidencial en nuestras democracias, el juramento debe ser emitido ante la Asamblea Nacional por quien ha triunfado en las elecciones a presidente según lo estipula la normativa. En este sentido, la expresión de este juramento por un particular en el seno de una reunión familiar no lo constituye en presidente, no tiene efectos realizativos.
A partir de estos elementos nos gustaría detenernos en el ritual de asunción presidencial del segundo mandato de Cristina Fernández, el 10 de diciembre de 2011. Recordemos brevemente la coyuntura: el 23 de octubre del 2011 la formula Fernández-Boudou obtiene un 54,1 por ciento en las elecciones presidenciales, posibilitando la reelección de la Presidenta. De esta manera el proceso político iniciado por su esposo, Néstor Kirchner, en 2003, logra mantener el poder por un tercer período consecutivo. Un dato esencial para el análisis del ritual es el repentino fallecimiento de Néstor Kichner en octubre de 2010, político que se había erigido como el líder indiscutido del movimiento iniciado en 2003.
En esta segunda asunción presidencial Cristina Fernández emitió un juramento particular: "Yo Cristina Fernández de Kirchner, juro por Dios, la patria y sobre estos santos evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente de la Nación Argentina, si así no lo hiciere que Dios, la patria y él me lo demanden"(La Nación, 10/12/2011). Es sobre esta aparición de "él" sobre la que nos debemos detener, un él que no se encuentra en la fórmula original y que constituye un elemento novedoso en la jura7. Un él ambiguo al ser justamente la presencia del único ausente, Néstor Kirchner, la que rebalsa el ritual, un él espectral que se escabulle subrepticiamente en la jura para convertirse en el centro de la misma. Un él que marca un desequilibrio entre la invocación y la maldición, en consecuencia un él que solo permite maldecir, solo permite vengar.
Si como hemos sostenido, el juramento es un realizativo, una expresión que es ella misma acción, no podemos ignorar esta innovación so pretexto de su carácter privado o anecdótico, no podemos desentendernos de esta aparición fantasmal interpretándola como mera expresión del sentimiento de una viuda, sino que debemos preguntarnos qué es lo que este juramento realiza aparte de elevar a la presidencia a Cristina Fernández, qué realiza esta aparición del él, qué elemento novedoso pretende ejecutar, qué significa esta innovación en la fórmula a partir de un acto creativo de una personalidad específica. En este orden nos introduciremos en una aprehensión en distintos niveles que nos permita interpretar toda la complejidad que descansa en esta inclusión, obviamente la fortuna de la misma no podremos develarla, futuras asunciones presidenciales nos responderán este interrogante.
Una primera dimensión que introduce este vocablo es situar en un plano equivalente a Dios, la patria y Néstor Kirchner. Los tres son universales que trascienden las partes que juegan en la arena política. Lo que los convierte en indiscutibles, cuya invocación genera los lazos de cohesión y viabiliza la legitimidad. Kirchner es un universal que no requiere legitimidad sino que se transforma él mismo en fuente de legitimidad. La otra cara de esta equivalencia es la exclusión de la comunidad de quienes no reconocen su estatus; el desleal a la patria o el hereje a Dios, es pasible de ser bautizado como un extraño, como un traidor a los elementos primeros sobre los que se funda y justifica la vida política nacional, al igual que aquel que es desleal a Kirchner. No comulgar con él es igual que estar en contra de los intereses de la patria.
Esta operación es mucho más que la universalización de un particular a la que hace referencia Laclau (2005), es la sacralización de un particular. La permanencia en la primer lógica de vestigios particulares en aquel que encarna un universal, refleja la imposibilidad de éste de saciar totalmente el vacío de lo universal, y en consecuencia no puede clausurar el surgimiento de otros particulares descontentos en el seno social, y la probabilidad de que sea reemplazado en un futuro por uno de ellos, lo que permite la transformación política. La sacralización, la asimilación con Dios y la patria, transforman a Kirchner en ese significante vacío, un fondo común que permea a toda la sociedad, y que a lo sumo el disenso se construye sobre lo que éste puede significar. De ser exitosa la operación, el juego político mostrará a los distintos particulares, no sólo compitiendo por ser los verdaderos representantes de los intereses de la patria, no sólo pretendiendo ser los únicos que ostentan el espaldarazo divino, sino también procurando mostrarse como los legítimos herederos de Kirchner, como aquellos que ostentan el monopolio de lo que éste significa. Elevar a élal estatus de una trascendencia societaria hace imposible su no reconocimiento, lo pone por fuera del juego entre particulares, para convertirse en el objetivo del juego.
Un segundo elemento que debemos analizar es el desajuste entre la invocación y la maldición, sorprendentemente aquel que garantiza la unión entre palabra y acto no coincide exactamente con el encargado de castigar la ruptura de ésta. Solo Dios y la patria son invocados como garantía del desempeño leal y patriótico al cargo del ejecutivo, Kirchner en cambio aflora en el momento en que la maldición es expresada por Cristina Fernández. Qué extraña condición es la de aquel que no puede garantizar pero sí sancionar. Una lectura rápida nos llevaría a otorgar una condición inferior a una de estas trascendencias societarias, Kirchner, en relación con las otras, Dios y la patria; en tanto que estas últimas pueden desplegar dos atributos, invocar y maldecir, el nombre de Kirchner sólo sirve para maldecir. Sin embargo, esta hipótesis solo permitiría comprender la inclusión de Kirchner como un agregado que no aporta nada al juramento, una incorporación superflua, decorativa, cuya ausencia no afecta a la naturaleza del realizativo. Ahora bien, podemos tomar un camino distinto, el nombre Kirchner confiere a la maldición una tonalidad, que ni Dios ni la patria pueden incorporar. La aparición de él en el seno del juramento como agente que castiga hace que el realizativo en su conjunto cambie radicalmente. En esta línea, la inclusión de Kirchner en la maldición no es un agregado superfluo sino una condición necesaria para expresar su verdadera naturaleza. Paradójicamente este desajuste marca la inferioridad de aquella trascendencia societaria que despliega dos atributos con relación a aquella que solo se deja ver al final. El nombre de Kirchner se devela solo cuando es necesario.
¿Qué es aquello que ni Dios ni la patria pueden castigar, que solo Kirchner puede? A priori la maldición recae sobre aquel que desempeña su función ejecutiva deslealmente y antipatrióticamente, pero cuáles son los actos por los cual identificar a esta actuación inicua. Justamente la aparición de él permite visualizar estos actos, son aquellas acciones orientadas en una dirección contraria a los elementos nucleares del proyecto kirchnerista. Una de las premisas del castigo es que los actos delictivos puedan ser conocidos por todos, que sean públicos, aquellos que no pueden reconocer en su acto un delito no pueden ser penados. La maldición lanzada por Fernández da concreción y pone en estado público cuáles son los actos desleales y antipatrióticos; al mismo tiempo que revela quién es aquel que sostiene la espada de la venganza, revela cuáles son los actos a ser vengados. De esta forma al igual que el él, como señalamos anteriormente, sacraliza la figura de Néstor Kirchner, también posibilita que su proyecto político sea sacralizado, convirtiéndose en la vara desde la cual medir la deslealtad y antipatriotismo de la vida política. Esta especificación es lo que torna necesario la inclusión de él, ni Dios ni la patria pueden por sí solos dar este matiz al realizativo.
La tercera dimensión que la aparición de élen el juramento habilita es el intento de canonización laica de Kirchner. La introducción del ex Presidente al panteón de los próceres nacionales que trascienden las banderas partidarias sobre los que se puede desarrollar un culto que demanda veneración hacia su figura. La muerte repentina de Néstor Kirchner fue reconstruida desde distintos sectores de su movimiento con los mismos elementos que la muerte de los mártires del cristianismo. En esta estructura la vida es el precio a pagar por aquellos que propagan nuevas ideas que molestan al estatus quo y emprenden una reforma radical en la vida de los individuos. La muerte no es un hecho independiente de este proceso sino que es la coronación del mismo, que refleja el compromiso del mártir con su misión, y el sacrificio extremo que está dispuesto a realizar en pos de la misma. Si todo aquel que muere por sus ideales genera sentimientos de admiración, aquel que lo hace por una causa que envuelve a lo común a todos se transforma en un santo, dotado póstumamente de cualidades extraordinarias.
Toda sacralización de la política necesita su mártir, y cuanto más importante haya sido esta figura las respuestas emotivas de la sociedad son más fuertes. El él que demanda, no es cualquier él, sino aquel que murió por la sociedad, de allí reside su legitimidad para demandar, para castigar a aquel que no cumpla su juramento. Ahora bien, tal como hemos expresado en torno al realizativo, la aparición de él en el juramento no es la mera descripción de una situación previa, sino el momento en que se instituye esta canonización laica, el momento en que formalmente Kirchner se transforma en mártir, y su muerte cobra otra dimensión. Recordemos que para el éxito del realizativo las circunstancias y el sujeto de la emisión son elementos determinantes. Ningún acto en el seno particular del movimiento, realizado por militantes, podría haber elevado a Kirchner a la posición de mártir de la nación, a lo sumo lo transformaba en mártir para un sector. Es justamente el contexto de una jura presidencial emitido por la Presidente, el hecho de que las circunstancias y el sujeto de la emisión sean de pertinencia para el conjunto de la sociedad, lo que introduce a Kirchner en el panteón nacional y en mártir de la patria en su totalidad. El mismo ritual que permite la transición de Fernández de sujeto privado a presidente8, es el que realiza la transición de Kirchner de mártir de un sector, a mártir de todos.

 

Ritual y gloria, la rutinización de la aclamación
           
En otro de sus trabajos Agamben (2008) da a conocer una hipótesis que puede sernos de utilidad para profundizar la interpretación del fenómeno particular que nos ocupa. El autor se embarca en una lectura genealógica desde el Medioevo hasta la actualidad de las relaciones entre economía-administración y reino, para mostrar cómo la gloria es el alimento, es lo que nutre el poder. Todo poder, sea secular o divino exige la glorificación para reproducirse. Gloria que es producida especialmente por medio de la aclamación, en palabras del autor: "las aclamaciones profanas no son un ornamento del poder político, sino que lo fundan y lo justifican" (Agmben, 2008b: 402). Lo dicho explica la dimensión política que tiene potencialmente el pueblo reunido (Agamben, 2008: 443), de él depende la constitución de la gloria que requiere todo aquel que está en el poder. Sin embargo, la aclamación no puede ser controlada en su totalidad, en su tipo más puro esta es la expresión espontánea del pueblo, en consecuencia impredecible, lo que genera un problema para el gobierno, quien no la puede controlar, convirtiéndose un arma de doble filo.
Lo anterior explica una de las transformaciones que presentó la aclamación desde sus inicios, como asevera Agamben (2008b: 405), la aclamación que en sus orígenes podía ser espontánea muta en fórmulas rituales. Lo que posibilita una racionalización de la gloria, el ritual permite al gobierno domesticar la aclamación, al no depender éste enteramente de las vicisitudes del humor popular. Los rituales así entendidos constituyen el medio en que el poder puede nutrirse de gloria de forma periódica, allende las circunstancias.
El autor apunta una segunda transformación propia de la Modernidad, en donde se ve un desplazamiento de la aclamación a la opinión pública, son los medios masivos los encargados de diseminar la gloria, dada su capacidad de penetrar en los distintos ámbitos sociales (Agamben, 2008). Hipótesis que al menos debería ser relativizada al no detallar las diferencias cualitativas entre la aclamación y la opinión pública, al erigirse ambas como dos formas distintas de relación del sujeto con la política. En tanto el sujeto de la aclamación es el pueblo reunido que se manifiesta activamente a partir de la contigüidad física de aquellos que lo componen, el sujeto de la opinión pública es el individuo aislado que ante los medios de comunicación mantiene una actitud pasiva. Diferencia similar observaba Schmitt entre la aclamación, la forma política de expresarse de la comunidad, y el voto secreto, expresión del individuo liberal atomizado. A su vez, la posibilidad de nutrirse con la gloria por parte de los gobernantes es mucho más fuerte, más efectiva, cuando se da a través de la presencia física del pueblo aclamando, que cuando se manifiesta mediatizada por los medios de comunicación, estos son un sustituto deficiente de los efectos de la aclamación como generadora de gloria.
Si bien es cierto que las experiencias en las cuales se produce la aclamación han disminuido en nuestras sociedades contemporáneas, debemos remarcar que las mismas no han desaparecido totalmente. En nuestro país este momento de comunión entre el líder y el pueblo tiene una historia muy rica, y un escenario preciso, el balcón de la Casa de Gobierno y la Plaza de Mayo. La imagen de una plaza repleta aclamando a su líder en las alturas es seguramente la postal más representativa de la vida política argentina, allende las circunstancias y los personajes que configuran este cuadro. En parte de las asunciones presidenciales que se sucedieron desde el retorno de la democracia, este momento se tradujo en una suerte de epílogo del ritual, el juramento erige al presidente, y la aparición desde el balcón le brindaba sus primeros instantes de gloria. Sin embargo este momento nunca pudo ser manipulado totalmente, de ahí quizás su relevancia para el poder, la aclamación en la plaza nunca pudo ser enteramente guionada por las organizaciones partidarias, o los aparatos políticos. Alfonsín, Menem, De la Rúa y Kirchner pudieron recibir este don de parte del pueblo, sin embargo éste le será esquivo a Menem en su segunda presidencia, y a Duhalde tras su sinuosa asunción.
Desde el poder el dilema que se presenta es cómo asegurarse de la gloria del pueblo, qué mecanismos instituir para encauzar una aclamación que no dependa de los humores del pueblo. Las dos asunciones de Fernández pueden ser comprendidas como una respuesta a este dilema, en ambos casos notamos que la asunción ya no tiene su momento de cierre en la relación que establecen los personajes entre el balcón y la plaza, aparece en su lugar un nuevo elemento rígidamente estructurado, en los que el gobierno administra los tiempos y el espacio, los shows musicales, donde distintos artistas se suceden, bajo el guión relatado de un locutor. Dichos shows llegan a su punto de mayor intensidad entrada la tarde, con la performance del artista principal, en 2007 la cantante folklórica Mercedes Sosa y en 2011 el rockero Charly García, y la aparición de la presidenta en el escenario para acompañar la actuación. Todo el recorrido de la fiesta pública es encauzado para llegar a este momento, para empujar al pueblo a aclamar y nutrir con gloria al poder, el encuentro entre el líder y su pueblo ya no es un acontecimiento brusco y solitario, sino que forma parte de una fiesta mayor que en su transcurrir va preparando al pueblo para aclamar.
El kirchnerismo, a partir de la primera asunción de Fernández, desplegó un proceso de racionalización de la aclamación a partir de la organización de fiestas públicas, reconociendo por un lado el carácter azaroso y espontáneo de la aclamación, y por otro la hostilidad de los medios de comunicación más importante con su gobierno, de esta manera encontró en estos eventos la forma de producir gloria. Esto explica la proliferación de fiestas cívicas durante estos años, donde a parte de las que coronan la asunción presidencial, debemos incluir la fiesta del Bicentenario en 2010, la fiesta de la democracia en 2012, la fiesta por el retorno de la Fragata Libertad en 2013, por sólo nombrar aquellas que tuvieron un alcance nacional.
Estos episodios son otro claro ejemplo del carácter sacro que permea a la política, la observación de Ozouf (1988) en torno a la mezcla de religión, propaganda, política y psicología que caracteriza a las fiestas de la Francia revolucionaria, pueden extenderse a nuestros días. Las fiestas acentúan la distinción entre tiempo profano y tiempo sagrado, propio del ritual, invitando a los espectadores a introducirse en un universo extraordinario, fuera de la rutina, semejante al de las festividades religiosas, potenciando la igualación entre el público, en donde toda diferencia se disipa, generando lazos de cohesión social, y subrayando la jerarquía, la desigualdad entre ese público y sus gobernantes, objetos de la fiestas y los rituales.           

Notas

1"...nunca ha habido un organizador de leyes extraordinarias para un pueblo que no recurriera a Dios, porque de otro modo estas leyes no serían aceptadas" (Maquiavelo, 2004: 89).

2"Por paradójico que pueda parecer, la religión civil como concepto puede ser vista como consecuencia de la secularización. El concepto de religión civil es una respuesta posible al problema de la legitimación social en las sociedades complejas. La secularización en el plano social significa que los valores de la religión institucional (por ejemplo la Iglesia) ya no son capaces de legitimar e integrar a la sociedad" (Lüchau, 2009: 373).

3 En este orden hacemos nuestra la pregunta retórica de Kertzer (1988: 2): "¿Pero son las sociedades industriales verdaderamente tan diferentes en la sacralización del poder?".

4 Recordemos que Duhalde asume el 3 de enero del 2002, en virtud de la Ley de Acefalía; la misma establece que sea la Asamblea Legislativa la encargada de elegir un nuevo presidente, que gobernará hasta que el próximo sea electo. Tras la renuncia de De la Rúa, y la anterior renuncia de Álvarez, presidente y vicepresidente respectivamente, la Asamblea designa inicialmente a Rodríguez Saá, quien tras algunos días en el poder también renuncia, designado esta vez la Asamblea a Duhalde.

5 Sólo las constituciones de Colombia, Republica Dominicana y Panamá explícitamente establecen la jura por Dios, aunque esta última deja abierta la posibilidad de prescindir de esta invocación. En el resto de los países vemos aparecer lo que siguiendo a Giner denominamos trascendencias societarias: la nación, la patria, la constitución.

6 Varias interpretaciones puede despertar este artículo 93º, una paradójicamente posee una raíz republicana, ya Rousseau establecía una contradicción entre el buen ciudadano y el ateo, el amor al deber solo puede inscribirse en los ciudadanos si estos creen en una existencia divina y en la felicidad de los justos en una vida futura (Rousseau, 1992), argumento similar al que esgrimiera Tomás Moro en su Utopía, en donde los ateos son excluidos de la vida pública, puesto que un hombre sin religión puede pasar demasiado fácil por encima de las leyes (Moro, 1997).

7 No obstante, referencias a Kichner se habían emitido meses atrás en la jura de diputados, cuando Larroque juró por "...Néstor Kirchner y toda la militancia" (La Nación, 6/12/2011) y Anabel Fernández Sagasti, "...por el padre de la juventud maravillosa, Néstor Kirchner, y la presidenta Cristina Fernández de Kirchner" (La Nación, 6/12/2011). Y se repetirán también en la jura de ministros del ejecutivo, cuando Alicia Kichner, hermana del ex Presidente agrego a la fórmula: "y también lo hago por Néstor" (La Nación, 10/12/2011); y cuando la Presidenta al tomarle juramento a Abal Medina expresó: "Que Dios y la patria se lo demanden, y él también" (La Nación, 10/12/2011).

8 Aunque en realidad al ser una relección Fernández ya había surcado anteriormente por esta transición.

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