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Revista SAAP

On-line version ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.11 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires May 2017

 

La construcción político-discursiva del liderazgo de Fernando de la Rúa en la última etapa de su Gobierno*

The political-discursive construction of the leadership of Fernando de la Rúa in the last stage of his Government

 

HERNÁN FAIR

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina Universidad Nacional de Quilmes, Argentina Universidad de Buenos Aires, Argentina herfair@hotmail.com

 

Este trabajo analiza la construcción político-discursiva del liderazgo de Fernando de la Rúa, colocando el eje en su discurso de apertura de sesiones ante la Asamblea Legislativa del año 2001. En la primera parte elabora una conceptualización propia para el análisis sociopolítico del discurso presidencial, a partir de una articulación de herramientas de la teoría discursiva de la hegemonía, la semiótica social francesa y teorías del liderazgo y la comunicación gubernamental. En la segunda parte desarrolla un análisis histórico-político del contenido y de la modalidad enunciativa del discurso presidencial. A partir del análisis empírico se concluye que De la Rúa delimitaba una frontera de exclusión frente al menemismo a nivel económico y político-institucional, aunque manteniendo incuestionado el núcleo nodal del orden neoliberal. Desde una lógica eficientista y asistencialista, promovía la radicalización de las reformas y ajustes ortodoxos y adoptaba la teoría del derrame a nivel social. Desde el lado enunciativo el contraste con la estética menemista asumía una forma más radicalizada y general. De la Rúa adoptaba un ethos austero y responsable, desde un tono moralista que presentaba una modalidad deontológica, una estrategia dialógica y un estilo serio y formal. Dicha escenificación discursiva era coherente con la construcción biográfica y con la imagen pública proyectada, y su condensación en torno al significante austeridad le permitía legitimar la profundización de las políticas ortodoxas y la conservación de los fundamentos del modelo de convertibilidad.

Keywords
Fernando de la Rua – political discourse – political identities – political leadership – hegemony

Abstract

This paper analyzes the political-discursive construction of De la Rua’s leadership, placing the axis in his discourse opening sessions before Legislative Assembly on 2001. In the first part elaborates a conceptualization for the socio-political analysis of the presidential discourse, from an articulation of tools of discursive theory of hegemony, French social semiotics and theories of leadership and government communication. In the second part develops an historical-political analysis of the content and the enunciative modality of the presidential discourse. From the empirical analysis it is concluded that De la Rúa delimited a frontier of exclusion against the menemism at economic and political-institutional level, while keeping unquestioned the nodal nucleus of neoliberal order. From an efficientist and assistentialist logic, promoted the radicalization of reforms and orthodox adjustments and adopted the Trickle Down theory at social level. From the enunciative side the contrast with menemist aesthetic assumed a more radicalized and general form. De la Rúa adopted an austere and responsible ethos, from a moralistic tone that presented a deontological modality, a dialogical strategy and a serious and formal style. This discursive staging was coherent with the biographical construction and with the projected public image, and its condensation around the significant austerity allowed it to legitimize the deepening of orthodox policies and the preservation of the foundations of the Convertibility model.

Palabras clave
Fernando de la Rúa – discurso político – identidades políticas – liderazgo político – hegemonía

 

I. Introducción

La presente investigación tiene como objetivo general analizar la construcción político-discursiva del liderazgo de Fernando de la Rúa en la última etapa de su Gobierno. Como objetivos particulares se propone (1) aportar recursos teóricos, conceptuales y metodológicos propios para el desarrollo de un análisis sociopolítico del discurso presidencial, desde una perspectiva posestructuralista; y (2) emplear dicha conceptualización al análisis histórico-político del discurso de apertura de sesiones ante la Asamblea Legislativa del 1 de marzo del 2001, articulando el estudio del contenido y de la modalidad enunciativa del discurso presidencial. Se busca responder a los siguientes interrogantes. En primer lugar, ¿qué cadenas equivalenciales, fronteras políticas y tópicos estructuran al discurso de De la Rúa? En segundo término, ¿qué características presenta la modalidad de enunciar, el estilo y la forma de construir la imagen pública del Presidente? Para responder a dichos interrogantes el trabajo se estructura en dos partes. En la primera parte se elabora una conceptualización propia para el análisis discursivo del liderazgo presidencial, a partir de una articulación de herramientas de la teoría discursiva de la hegemonía, la semiótica social francesa y algunos recursos de teorías del liderazgo y la comunicación gubernamental. En la segunda parte se despliega dicha con-ceptualización al análisis histórico-político del contenido y de la modalidad enunciativa de De la Rúa.

II. Perspectiva teórica y metodológica

Este trabajo se basa en una perspectiva construccionista social de análisis del discurso que reconoce el carácter histórico, conceptual y social-mente construido de la realidad y asume al discurso como un elemento material que constituye y otorga significación a las identidades políticas y al orden social. Se elabora una propuesta teórica y metodológica propia para el análisis político-discursivo de la construcción del liderazgo presidencial, desde una perspectiva posestructuralista. Para ello, se adopta una estrategia de articulación transdisciplinaria que integra herramientas de la teoría del discurso y las identidades políticas de Ernesto Laclau (1993, 1996, 2005) con recursos de la teoría de los discursos sociales de Eliseo Verón (1987) y algunos conceptos complementarios de teorías del liderazgo y la comunicación gubernamental. Mediante esta articulación se pretende complejizar el análisis discursivo de los liderazgos políticos desde la teoría de la hegemonía, al incorporar al habitual análisis textual del discurso presidencial el abordaje del estilo enunciativo y de los elementos no meramente lingüísticos del discurso (histórico-coyunturales, institucionales, económicos, prácticos, tradicionales), escasamente desarrollados desde la teoría laclauiana de la hegemonía.

II.1 Consideraciones teóricas y conceptuales para el análisis político-discursivo de los liderazgos presidenciales

El presente trabajo se enfoca en la construcción discursiva de los liderazgos políticos. Debemos distinguir, en primer lugar, entre los líderes y los liderazgos políticos. Siguiendo a Leiras (2009, p. 13), el concepto de líder político hace referencia a un «sujeto particular investido de un poder de decisión» que «ejerce su autoridad sobre los miembros de un grupo, basándose en la confianza que estos le otorgan y en el reconocimiento general de su autoridad en el conjunto de cuestiones que afectan a dicho grupo». El liderazgo político, por su parte, se caracteriza por constituir «un tipo de relación que se activa para la resolución de una determinada cuestión o conjunto de cuestiones» (Leiras, 2009, p. 13). De manera tal que el líder hace referencia al «actor» encargado de liderar, mientras que el liderazgo concierne al tipo de «relación» que establece el líder con sus representados y a su legitimidad social (Fabbrini, 2009, p. 24).

Todo liderazgo político «se desarrolla dentro de un determinado contexto institucional y en una situación histórica dada» (Leiras, 2009, p. 13). Esto significa que el ejercicio del liderazgo adquiere sentido en un contexto histórico determinado y a través de la interacción con diferentes actores que se mueven en la escena institucional y también por fuera de las instituciones formales (Fraschini y Tereschuk, 2015, p. 32). Ello implica que las cualidades de la acción de mando ejercidas por el líder político pueden cambiar, en diverso grado y magnitud, si se modifican los contextos y las situaciones dentro de los cuales este actúa (D’Alessandro, 2010, p. 289; Fabbrini, 2009, p. 24). Pero tanto el contexto histórico y social, como el institucional, no determinan el accionar político. El líder cuenta, en ese sentido, con determinados recursos simbólicos y políticos para transformar los factores contextuales e institucionales y crear nuevas identidades e identificaciones sociales. Ello implica considerar que el ejercicio del liderazgo puede adquirir diferentes niveles de representatividad política en el transcurso del tiempo, contribuyendo tanto a construir, reformular y afianzar relaciones de confianza política con sus representados, como a desestructurar las identidades políticas y disolver los vínculos sociales (Aboy Carlés, 2001; Novaro, 2000).

Esta investigación se enfoca en el análisis discursivo de los liderazgos presidenciales. El motivo de dicha elección radica en el papel central que adquieren los presidentes como figuras representativas en la Argentina, en el marco de una pluralidad de factores:

1)  La existencia de un sistema hiperpresidencialista (Castells, 2012) o de «presidecentrismo» (Serrafero, 2012, p. 23), que otorga elevados poderes de prerrogativa y una amplia autonomía decisoria al presidente (capacidad de sancionar decretos de necesidad y urgencia, vetar leyes de forma parcial o total, declarar el Estado de sitio, intervenir provincias, designar y remover al jefe de Gabinete y a la totalidad de los ministros, secretarios, subsecretarios y otros funcionarios de confianza, crear, reorganizar y cambiar agencias públicas u otros organismos, definir sus funciones y tomar decisiones de política exterior) y ubica a su figura, como jefe de Gobierno, en el núcleo central del escenario político, social e institucional1 (Alessandro, 2013; Gilio, 2013, p. 129).

2)  La larga tradición sedimentada de liderazgos políticos fuertes que abusaron históricamente de sus poderes de prerrogativa y se convirtieron en el alfa y omega del sistema político, promoviendo formas movimientistas y limitando, eludiendo o excluyendo el papel institucional de los partidos políticos y del Congreso, lo que impidió la conformación de un sistema de partidos estable (Abal Medina y Suárez-Cao, 2002; De Riz, 1986; Fraschini y Tereschuk, 2015, p. 36).

3)  La legitimidad política de origen del presidente, que se deriva de su función de representante principal de la soberanía popular, en el marco de su respaldo social mayoritario, validado mediante mecanismos de elección institucional libres, competitivos y transparentes, tipificados en el sistema electoral argentino (Castells, 2012, p. 49).

4)  La personalización del vínculo político en el titular del Ejecutivo que promueve el sistema presidencialista, que centra la legitimidad política en la figura del presidente, en tanto institución unificada en una única y suprema autoridad y con una exclusiva autoridad unipersonal (Castells, 2012, p. 48; Gilio, 2013, pp. 128-130).

5)  En el marco de un proceso más amplio de la «metamorfosis de la representación» (Manin, 1992), el surgimiento de un «nuevo personalismo» (Cheresky, 2003, p. 15), producto de la crisis y el debilitamiento de los partidos políticos tradicionales como instancias principales de representación y agregación de demandas, la creciente volatilidad electoral y el papel central que adquieren los medios de comunicación (en particular la televisión), que acentúan la mediatización y escenificación política de los liderazgos y el vínculo directo de los presidentes y sus interpelaciones con la opinión pública (Novaro, 2000).

II.2 Herramientas teórico-conceptuales y metodológicas para un análisis sociopolítico del discurso presidencial desde una perspectiva posestructuralista

Desde una concepción construccionista social de matriz posestructuralista el orden significante constituye y permite reformular en el tiempo las identidades políticas y el sentido de la realidad social. Ello no implica negar la existencia de hechos y objetos ajenos al pensamiento, sino destacar el papel sobredeterminante que adquiere la dimensión simbólica y los aspectos imaginarios en la construcción, estructuración y percepción de los objetos y fenómenos existentes, las identidades políticas y el propio orden social. La construcción discursiva de las identidades políticas incluye una dimensión de representación política que, a través de cadenas de equivalencias, estructura un campo de homogeneidades interno. A su vez, existe una dimensión de la alteridad, que se escenifica a través de la delimitación de los antagonismos constitutivos que conforman la frontera de exclusión y muestran la imposibilidad de una estructura cerrada (Aboy Carlés, 2001; Laclau, 1993, 1996, 2005; Laclau y Mouffe, 2004).

Si bien la teoría política de Laclau asume una concepción ampliada del discurso que, en contraste con la perspectiva arqueológica de Foucault, articula a los elementos lingüísticos y extralingüísticos, al mismo tiempo plantea una distinción de niveles internos al discurso (Laclau y Mouffe, 2004, p. 145) y destaca un conjunto de elementos no meramente lingüísticos que estructuran y sedimentan las formaciones discursivas (entre los que enuncia Laclau en su obra: prácticas y rituales, decisiones, estructura productiva, instituciones, coyuntura y contexto histórico, mitos, tradiciones e imaginarios sociales, ligazones afectivas y lo Real) (Laclau, 1993, 1996, 2005; Laclau y Mouffe, 2004). En La razón populista, además, Laclau reconoce que «un amor por el líder que no cristaliza en ninguna forma de regularidad institucional, sólo puede resultar en identidades populares efímeras»2 (Laclau, 2005, p. 270).

Para un análisis detallado de los vínculos entre el populismo y el institucionalismo en la teoría política de Laclau, véase Fair (2016b).

A partir de estos aportes teórico-conceptuales, este trabajo realiza una doble operación metodológica: (a) distingue entre un plano lingüístico y un plano no meramente lingüístico del discurso; y (b) distingue diferentes niveles internos al plano lingüístico (contenido y forma enunciativa) y no lingüístico (prácticas y decisiones políticas, estructura productiva, marco institucional, tradiciones, mitos e imaginarios sociales, identificaciones y ligazones afectivas, hechos físicos y biológicos y lo real). Una última distinción, que se apoya en algunos conceptos de Laclau sobre los límites performativos de toda operación hegemónica (Laclau, 1993, p. 82), diferencia entre la dimensión de la producción hegemónica y la del impacto performativo. Se sostiene que, desde la dinámica histórico-política, los factores no meramente lingüísticos del discurso que se vinculan a los niveles económicos, tradicionales, institucionales y afectivos, en su condicionamiento situacional, restringen el margen de decisión y acción política y el grado de eficacia interpelativa de los presidentes, condicionando tanto la construcción hegemónica como su eficacia performativa (Fair, 2016a).

A partir de esta propuesta metodológica se pueden estudiar las interpelaciones, argumentaciones, decisiones y prácticas sociopolíticas e institucionales del presidente, condicionados por los elementos no meramente lingüísticos, para construir hegemonía. Sin embargo, la perspectiva teórica de liderada por Laclau no examinó ciertas características que definen al campo de la comunicación política en las últimas décadas de avance de las reformas neoliberales, mediatización política y crisis de representatividad política, ni tampoco analizó su impacto sobre las identidades sociales y la cultura política3.

En el marco de sociedades hipermediatizadas (Verón, 1998) y con identidades fuertemente fragmentadas y balcanizadas (Aboy Carlés, 2001, pp. 72-74; Mauro, 2011), los aportes del campo de la comunicación gubernamental permiten destacar la importancia fundamental que adquiere la lógica de «inclusión» de los múltiples «destinatarios» para «generar consenso en torno a un gobierno» y procurar persuadir a «la mayor cantidad de ciudadanos posibles» (Riorda, 2008, p. 27; 2011, p. 99). Desde la comunicación gubernamental se afirma que, si bien en política puede presentarse un deseo de «generar divisiones o fracturas sociales», para ser eficaz «no debiera primar un lenguaje de guerra, sino uno emparentado a la negociación, con el fin de construir coaliciones» (Riorda, 2011, p. 99). En este sentido, existe una dimensión antagónica de la operación hegemónica (ampliamente desarrollada por Laclau), pero también resulta central la dimensión «articulatoria» (Laclau y Mouffe, 2004, p. 133), que se relaciona con el juego discursivo tendiente a «persuadir» a los «paradestinatarios» (indecisos e independientes políticamente) (Verón, 1987, p. 17) con el objeto de generar identificaciones sociales y articular políticamente a la mayor cantidad de adherentes posible. Para ello, existen diferentes estrategias po-lítico-comunicacionales que se vinculan a la representación y escenificación de una multiplicidad de imágenes, gestos, símbolos, decisiones y acciones que procuran «obtener capacidad institucional y condiciones de gobernabilidad que doten de consenso a las gestiones» (Riorda, 2011, p. 97).

El análisis discursivo de esta dinámica histórico-política en la que interactúan entre sí los niveles lingüísticos, la percepción, habilidad y capacidad atributiva para modificar los condicionamientos no lingüísticos, las imágenes escenificadas y las decisiones, prácticas y acciones sociales e institucionales del presidente, a partir del uso de los recursos disponibles, y en interacción con otros actores de poder, permite estudiar en toda su complejidad el proceso de construcción y legitimación de los liderazgos políticos4.

En síntesis, identificamos una serie de planos y niveles internos de la construcción discursiva de los liderazgos presidenciales que resultan fundamentales para un análisis más sistemático de la operación hegemónica:

1)  Desde el plano estrictamente lingüístico del discurso político:

a) El contenido de los discursos presidenciales (lo que se enuncia).

b) La forma y estilo de enunciación de los discursos presidenciales (cómo y desde dónde se enuncia).

2)  Desde el plano no meramente lingüístico del discurso político:

a) Los condicionamientos parcialmente sedimentados que se vinculan con las restricciones (discursivas) de la estructura económica, el marco institucional, los objetos y hechos físicos y biológicos, las tradiciones, mitos, creencias e imaginarios sociales y las formas de identificación inconsciente de los agentes.

b) Las imágenes y emociones escenificadas y evocadas a través del discurso presidencial.

c)  Las decisiones, prácticas y acciones sociales e institucionales (discursivamente aprehendidas) que emplea la figura presidencial (por acción u omisión) desde la dinámica política, las cuales se encuentran condicionadas por las decisiones, prácticas y acciones de otros actores clave.

Al desplazarse de la conceptualización teórica al análisis histórico-político, que corresponde al estudio del plano óntico, el analista del dis-

Para un análisis en esta línea del liderazgo de Menem, véase Fair (2013, 2016a).

curso (como ente diferente a su «objeto» de estudio) debe examinar e interpretar, a partir de las huellas materiales del orden significante, las características de esta dinámica interactiva entre los planos y niveles discursivos. Ello implica colocar el foco en:

3)  El análisis político-discursivo de (i) las interpelaciones, argumentaciones, estrategias retóricas, imágenes escenificadas y estilos enunciativos que emplea el Presidente, en interacción dialéctica con (ii) los condicionamientos no lingüísticos (económicos, institucionales, tradicionales, prácticos, afectivos, físicos) y (iii) el uso (por acción u omisión), por parte de la figura del presidente, de los recursos atributivos en términos de negociaciones con otros actores de poder, sus decisiones, prácticas y acciones fácticas.

4)  A partir del examen de esta dinámica de interacción compleja el analista del discurso puede observar cómo el presidente reproduce, afianza, modifica y/o reformula los condicionamientos relativamente sedimentados, delimita a la alteridad, persuade y genera identificaciones y lazos de confianza política, transforma de forma performativa la realidad social y obtiene, conserva en el tiempo y amplía el grado de legitimidad política en los representados. O bien cómo genera desconfianza política, desestructura los lazos sociales y las coaliciones construidas y pierde legitimidad política, lo que evidencia el fracaso interpelativo de la operación hegemónica.

II.3 Estrategia metodológica

La estrategia metodológica de este trabajo se centra en el plano de la producción de la hegemonía, lo que implica poner el foco en la construcción del discurso hegemónico. Se analiza la construcción del discurso político de Fernando de la Rúa, elegido como presidente en octubre de 1999 e investido como la principal «figura representativa» (Novaro, 2000) del Estado para ejercer el gobierno en la Argentina. Para el análisis del plano lingüístico del discurso se toman en cuenta los aportes teóricos de Laclau en torno al «método» de la arqueología foucaultiana y la lógica del significante de Lacan y se coloca el eje en el análisis textual de las interpelaciones y las cadenas equivalenciales, examinando la articulación entre significantes equivalentes (a») y las fronteras políticas que delimitan a la alteridad. Las construcciones discursivas se conceptualizan con aportes de las tradiciones político-intelectuales sedimentadas. Además, con el propósito de complejizar el análisis político del discurso, se incluye el estudio de los tópicos o temas centrales, que se vinculan a los objetos social-mente problematizados por el discurso presidencial y que pretenden delimitar e imponer ciertos significados en la agenda pública y mediática (Mauro, 2011). Por último, se incorporan algunas referencias cuantitativas marginales vinculadas al conteo de determinados significantes clave del discurso presidencial, lo que permite reforzar el análisis cualitativo.

Desde el lado enunciativo se incorporan algunos recursos de la teoría de los discursos sociales de Verón (1987) vinculados al análisis de la construcción de los tres tipos de destinatarios (para, pro y contradestinatarios), los «componentes» del discurso (descriptivo, didáctico, prescriptivo y programático) y su relación con las «modalidades» y «estrategias discursivas». Además, se analiza el ethos que construye y escenifica el discurso presiden-cial5. Estas herramientas permiten analizar los modos de enunciar y las estrategias empleadas por el presidente para legitimar sus enunciados, construir una imagen pública y persuadir a su auditorio.

Desde el plano no lingüístico se carece de referencias metodológicas para el análisis del discurso desde la teoría de la hegemonía de Laclau. Como una respuesta a este problema, se examina el plano verbal del discurso en interacción con el análisis interpretativo de las restricciones no lingüísticas que se encuentran relativamente estructuradas (coyuntura histórica, económica y social, marco institucional, tradiciones y creencias sociales, materializadas a nivel textual) y las decisiones y prácticas políticas e institucionales que realiza el presidente con el objeto de generar identificaciones y legitimar su liderazgo.

Para estudiar la dinámica de construcción discursiva del liderazgo de De la Rúa se distinguen analíticamente dos etapas histórico-políticas (aunque imbricadas entre sí). Esta distinción tiene en cuenta la diferenciación que establece el campo de la comunicación política entre la comunicación electoral y gubernamental (como dos funciones imbricadas en la práctica) (Amadeo, 2016, pp. 159-160; Riorda, 2011, pp. 100 y ss.).

1) La etapa previa a la llegada a la presidencia: esta etapa incluye dos subfases diferentes. Por un lado, la trayectoria histórico-política e institucional de los liderazgos políticos, que luego puede ser empleado como un insumo para construir y escenificar un determinado relato biográfico6. Y por el otro,

Siguiendo a Montero, se define al ethos como «la imagen que el orador construye y proyecta de sí mismo en su discurso» (Montero, 2012, p. 41). Siguiendo a D’Adamo y García Beaudoux (2016, p. 25), definimos al «relato» como «una estrategia de comunicación política. Como tal, sirve para transmitir valores, objetivos y construir identidades. Es una historia persuasiva que actúa a modo de ‘marca’ de un partido, líder o gobierno. Moviliza, seduce, evoca y compromete mediante la activación de los sentidos y las emociones».

las características del periodo de campaña electoral para las presidenciales. Durante la fase de campaña electoral se acentúa la importancia de la construcción político-comunicacional de la imagen pública y la escenificación mediática. En dicho marco, se potencia la mediatización y personalización política y las estrategias persuasivas y de corto plazo ante la ciudadanía a nivel verbal y gestual, con el objeto de ganar una campaña u obtener la mayor cantidad de votos posible.

2) La etapa de ejercicio del poder presidencial: esta etapa abarca el transcurso del mandato presidencial y la gestión de gobierno. En esta fase permanecen las estrategias de construcción político-comunicacional y escenificación mediática (Amadeo, 2016, pp. 158-159), lo que incluye la construcción, reforzamiento y consolidación (o el deterioro y destrucción en el tiempo) de determinados relatos políticos (D’Adamo y García Beaudoux, 2016, pp. 33-35), el intento de reinstalar o reforzar determinados mitos parcialmente estructurados y sedimentados (Laclau, 1993), promover ciertos «mandatos superyoicos» investidos de goce (Zizek, 1992, p. 118) y construir o afianzar un determinado ethos de la figura presidencial. Sin embargo, al mismo tiempo cambian las circunstancias político-institucionales y se incorporan recursos atributivos adicionales a las interpelaciones y narrativas verbales y gestuales:

a) Las decisiones, prácticas y acciones sociales de carácter vinculantes del presidente, a partir de:

i) El uso de los poderes de prerrogativa institucional (sanción de decretos-ley, vetos parciales y totales, intervención de provincias, etc.).

ii) El uso de los recursos económicos o de caja (control y manejo presupuestario de la administración pública, uso de los gastos reservados).

iii) Las decisiones y responsabilidades políticas y gubernamentales, por acción u omisión, sobre la dirección de las funciones burocráticas y represivas del Estado (administración pública y Fuerzas Armadas y policiales).

La capacidad del Presidente para emplear con éxito estos recursos simbólicos, políticos, económicos e institucionales, validados por su legitimidad de origen y por el carisma del cargo, y reforzados por la posibilidad de hacer uso de la coerción física mediante una pretensión legítima, acrecientan la capacidad negociadora, pero también la fuerza performativa y la eficacia hegemónica de sus decisiones y acciones públicas frente a los principales actores de poder (funcionarios del gobierno, legisladores del Congreso, gobernadores, intendentes, empresarios locales y transnacionales, sindicalistas, multimedios de comunicación, movimientos sociales, organismos multilaterales de crédito, Iglesia, Fuerzas Armadas y policiales y administración pública) y frente a la ciudadanía en general. b) En la etapa de ejercicio del poder gubernamental el presidente debe demostrar dotes atributivos de liderazgo para interpelar, obtener y mantener en el tiempo la legitimidad política del conjunto (o al menos la mayor parte) de la ciudadanía y para hacer frente a la multiplicidad de reclamos, presiones y demandas sociales privilegiadas de los actores de poder corporativo, sin perder la confianza política y el apoyo social de su núcleo básico de adherentes. Se establece, así, un complejo juego de interpelaciones, decisiones y acciones para conservar el respaldo de los prodestinatarios (partidarios y votantes), delimitar a la alteridad y al mismo tiempo procurar ampliar el rango de apoyos políticos hacia los paradestinatarios (no partidarios ni votantes).

II.4 Selección del corpus y fuentes

El corpus de esta investigación se enfoca en el discurso presidencial de apertura ante la Asamblea Legislativa del 1 de marzo del 2001. Como señalan Bercholc y Bercholc (2012), los discursos de apertura en el Congreso, enunciados por el presidente en ejercicio para iniciar formalmente las sesiones parlamentarias anuales, adquieren una relevancia política e institucional central, ya que representan la instancia para la formulación oficial del plan de gobierno para el período legislativo que se inaugura. Suelen ser empleados por el presidente para realizar una síntesis de los actos realizados, efectuar un diagnóstico de la situación presente y anunciar los planes de gobierno frente a los parlamentarios y la ciudadanía en su conjunto (Bercholc y Bercholc, 2012, p. 61). Estos discursos, además, presentan un amplio impacto político en la opinión pública, al ser transmitidos de forma directa y en cadena nacional por los principales canales de radio y televisión. Fragmentos discursivos suelen ser replicados, a su vez, por los principales medios de prensa gráfica y audiovisual y comentados mediáticamente por los principales periodistas, editorialistas y dirigentes de los partidos políticos.

III. La construcción discursiva y político-comunicacional de De la Rúa durante la campaña presidencial de 1999

Fernando de la Rúa (FDR) es un histórico militante político del radicalismo cordobés, perteneciente al ala balbinista y más conservadora del partido. Comenzó su vida pública como asesor del Ministerio del Interior del presidente Arturo Illia, entre 1963 y 1966. En 1973 fue electo como senador nacional de la UCR por Buenos Aires (año en el que compitió, a su vez, como candidato a vicepresidente de Balbín), cargo en el que fue reelegido tras el retorno del régimen democrático. En 1991 fue designado Presidente del Comité Capital de la UCR y en julio de 1992 retornó a su banca de senador porteño. En 1994 fue escogido como jefe de Gobierno porteño con el apoyo del 39,9 por ciento de los votos, consolidando una imagen pública de político honesto, austero y moderado (Incarnato y Vaccaro, 2012, pp. 184-185). Durante los ’90 DLR edificó una frontera política que oponía la defensa de la honestidad frente a la corrupción y la frivolidad del menemismo. Al mismo tiempo, mantenía un respaldo activo a la estabilidad, eje medular del modelo económico, situándose en el bando neoliberal del radicalismo (Fair, 2013, 2014).

Durante la campaña presidencial de 1999, como candidato de la Alianza, DLR enarboló un discurso de cambio suave, que buscaba posicionar a Eduardo Duhalde, candidato del peronismo, como una continuidad de las prácticas institucionales del menemismo y como una transformación demasiado profunda y radicalizada del modelo económico. El cambio ponderado se centraba en los modos de ejercer el poder, la necesidad de incorporar honestidad en la función pública, eficacia y transparencia en la gestión de la economía y un mayor compromiso con la cuestión social. Este discurso lo definimos como gatopardista, ya que tenía como objetivo cambiar algunas cuestiones a nivel coyuntural, para no cambiar nada a nivel estructural. Se trataba de mantener el núcleo nodal del orden neoliberal de los ’90 condensado en la estabilidad económica en torno al 1 a 1 y su encadenamiento a las reformas neoliberales, aunque complementándolo con un «emprolijamiento» institucional y social y una mayor austeridad. A partir de esta estrategia DLR apoyaba la paridad cambiaria, al tiempo que delimitaba una frontera de exclusión frente a la corrupción del menemismo, su frivolidad, su control político del Poder Judicial y el deterioro de la educación y la salud públicas.

La campaña presidencial contó, además, con una novedosa y eficaz estrategia de reposicionamiento mediático de DLR, basada en un asiduo empleo de recursos de marketing político. Esta estrategia comunicacional, a cargo de la agencia de publicidad Agulla & Baccetti, procuró construir una (ausente) imagen de liderazgo en la opinión pública, garante de la gobernabilidad política. La recordada propaganda televisiva en la que DLR señalaba «dicen que soy aburrido», y luego prometía acciones de transformación social frente al menemismo, como «terminar con esta fiesta para unos pocos» (mientras las imágenes televisivas mostraban a Menem viajando en Ferrari y escenas de pobreza extrema) y luchar contra la «corrupción» y la «impunidad», sintetizan los ejes de su discurso de cambio7. Al mismo tiempo, le permitían hacer de su fama de aburrido una virtud asociada a la responsabilidad y la austeridad, frente a la obscena frivolidad, la corrupción, la impunidad y el despilfarro de los recursos públicos de la «pizza con champán» del menemismo8. La existencia de intensas demandas sociales en torno a la necesidad de «emprolijar» al modelo y terminar con la corrupción de la «clase política» reforzaban la legitimidad de este discurso republicano-conservador. Junto a la dimensión de cambio el spot y promesa de campaña «conmigo, un peso un dólar» denotaba la dimensión de continuidad en el núcleo medular del orden neoliberal9. En este punto se pretendía situar a Duhalde como un cambio demasiado radical, que ponía en peligro la gobernabilidad del modelo.

La estrategia comunicacional de cambio en las prácticas institucionales, emprolijamiento económico y mayor sensibilidad social, junto con la promesa de continuidad del 1 a 1, sintetizan los ejes del discurso gatopardista de DLR10. Ello le permitía al dirigente de la Alianza presentarse como un gestor eficiente del modelo de convertibilidad.

A diferencia de DLR, Duhalde asumía un discurso de fuerte cambio centrado en la cuestión económica y social, dejando el flanco de la cuestión institucional en manos de su adversario. Desde un discurso de matriz neokeynesiana, el Gobernador de Buenos Aires proponía la reducción del IVA del 21 al 15 por ciento, el fortalecimiento del «compre argentino» y un acuerdo con el empresariado para suspender los despidos por un año (Ollier, 2001, p. 110). Al mismo tiempo, pretendía posicionar a DLR como un candidato conservador y del establishment, que representaba la continuidad del programa de convertibilidad, con su lógica de especulación financiera,

El spot puede consultarse en https://www.youtube.com/watch?v=HNvL11UoIFA

Sobre la construcción de la estrategia de marketing político de DLR, véase Semán (2001).

Véase https://www.youtube.com/watch?v=WW38rkYjLcM

El eje cambio-continuidad (con sus variantes semánticas que lo asocian a significados como la «transformación» y lo vinculan al «pasado» o al «futuro» y a diferentes grados de cambio posibles/necesarios) ha sido una constante de las campañas presidenciales desde el retorno de la democracia hasta el presente. La propia campaña presidencial de 1995 giró en torno a esa cuestión, con un discurso de Menem que buscó posicionarse como el único garante de la continuidad de la estabilidad (véase Fair, 2013). desocupación y exclusión social, y su política de «ajuste» y cumplimiento de las «recetas» del «FMI» (Clarín, 04/10/1999, 11/10/1999). Mediante este discurso productivista nacional Duhalde obtuvo el respaldo de sectores mayo-ritarios del sindicalismo y la estructura del justicialismo, una porción de los empresarios industriales y de los trabajadores de los centros urbanos.

Sin embargo, el candidato del PJ mantuvo una estrategia de campaña más confrontativa, que priorizó la dimensión polémica del discurso, la movilización de base territorial y la apelación a emblemas partidarios del peronismo tradicional. En contraste, DLR asumía una campaña hipermediatizada que apelaba a una visión más dialoguista, persuasiva y poco confrontativa, en consonancia con la lógica de ampliación del target de los medios de comunicación. A partir del empleo de estas lógicas contrapuestas, Duhalde quedaba limitado a una estrategia más «particularista» (básicamente, de votantes peronistas y sectores populares), que no interpelaba a los estratos medios y altos urbanos, frente a una visión más «universalista» y de matriz «ciudadana» de DLR, afín a la existencia de una ciudadanía apática (Cheresky, 2003, pp. 32-36).

El 24 de octubre de 1999 se llevaron a cabo las elecciones presidenciales. DLR sumó un 48 por ciento de los votos y logró derrotar por poco más de 10 puntos al peronismo11. La Alianza, además, obtuvo 127 bancas en la Cámara de Diputados frente a 101 del PJ, quedando a dos escaños del quórum propio. En la Cámara de Senadores, en cambio, el PJ conservó un amplio dominio, con 39 senadores y quórum propio. La coalición UCR-Frepaso, además, triunfó en seis gobernaciones frente a 14 del PJ (incluyendo a la Provincia de Buenos Aires, que quedó en manos de Carlos Ruckauf12) (Ollier, 2001, p. 157).

I V. El (difícil) ejercicio de gobierno de Fernando de la Rúa

El 10 de diciembre de 1999 DLR asumió formalmente como presidente. En consonancia con su discurso republicano de lucha contra la

La fórmula De la Rúa-»Chacho» Álvarez obtuvo el 48,50 por ciento de los votos, frente al 38,09 por ciento de la dupla conformada por Duhalde-Ramón «Palito» Ortega. En tercer lugar se ubicó Domingo Cavallo (Acción por la República), con el 10,09 por ciento de los sufragios (Leiras, 2009, pp. 114).

Ruckauf, con el apoyo de las boletas de Acción por la República (5,8 por ciento) y la Ucedé (5,0 por ciento), obtuvo el 48,3 por ciento de los votos, frente a 41,4 por ciento de Fernández Meijide. Cabe destacar que en sólo 6 casos se eligió al Ejecutivo provincial el mismo día que el presidente, mientras que en otros 16 casos las elecciones fueron anteriores. Además, en Neuquén triunfó un partido provincial, Corrientes se hallaba intervenida y la Ciudad de Buenos Aires recién eligió a su jefe de Gobierno en mayo de 2000 (Cheresky, 2003, pp. 22 y 37). corrupción y la impunidad, el mismo día de su asunción DLR sancionó la Ley N° 25233, que creó la Oficina Anticorrupción (OA) y, a partir de la firma del Decreto N° 102/99, reglamentó sus competencias y facultades. En los meses siguientes, la OA inició el tratamiento de una serie de casos emblemáticos de corrupción del menemismo que reforzaron la frontera política honestidad/corrupción que enarbolaba el presidente13 (Charoski, 2002).

Desde el plano económico el presidente se propuso mantener en pie el régimen de convertibilidad, agregando una etapa de mayor crecimiento. Sin embargo, desde el último trimestre de 1998, y más aún con la devaluación de la moneda brasileña de enero de 1999, la economía se hallaba en recesión, producto del deterioro relativo del tipo de cambio y la pérdida de competitividad. A ello se sumaba la masiva fuga de capitales del sector privado, el endeudamiento externo y el déficit fiscal y comercial. En el marco de las ataduras institucionales impuestas por el 1 a 1, la escasez estructural de divisas de la economía argentina y el creciente retraso del tipo de cambio, el Gobierno optó por realizar un ajuste ortodoxo en el sector público para equilibrar las cuentas macroeconómicas y conservar la política de endeudamiento externo para mantener la paridad, evitando la devaluación de la moneda (Schvarzer, 2003). Las políticas ortodoxas enfriaron la economía y generaron niveles crecientes de pauperización, inequidad y desempleo. Estas condiciones coadyuvaron al incremento de protestas y movilizaciones sociales disruptivas contra la política económica, en particular a través de cortes de rutas de organizaciones piqueteras (Schuster et al., 2006).

A los problemas para encarrilar la situación socioeconómica se le sumaban las tensiones políticas entre los diversos integrantes de la Alianza. Además, el Gobierno debía hacer frente a la oposición del PJ en el Congreso y a la tensa relación con los gobernadores peronistas en torno al destino de los recursos económicos (Dikenstein y Gené, 2014; Raus, 2014).

En los primeros meses del 2000 se produjo un acontecimiento político dislocador que agrietó la construcción de la Alianza. En el marco de los condicionamientos del FMI para liberar los préstamos financieros, necesarios para mantener en pie al 1 a 1, el 11 de mayo del 2000 el Gobierno sancionó en el Congreso un proyecto de «flexibilización» laboral14. Tras

Entre ellos, la gestión de Víctor Alderete al frente del PAMI, de María Julia Alsogaray en la Secretaría de Medio Ambiente y en la privatización de Entel, el caso de Jorge Yoma, la denuncia de sobornos en el Banco Nación y los manejos irregulares en el canal público de televisión.

El proyecto de ley, enviado al Congreso el 18 de enero del 2000, modificaba la Ley de Contrato de Trabajo 20744 y las leyes de Convenciones Colectivas de Trabajo 14250, 23545 y 23546, suprimiendo el control de los sindicatos sobre el régimen de Seguridad Social (Incarnato y Vaccaro, 2012, pp. 189 y 197).

una nota del periodista Morales Solá en el diario La Nación en la que dejaba entrever la posibilidad de que hubiere habido pago de coimas para aprobar la ley de reforma laboral, el senador Antonio Cafiero (PJ) presentó en el Congreso una cuestión de privilegio para investigar presuntos sobornos en el Senado por parte del Gobierno nacional para referentes de la oposición justicialista (Incarnato y Vaccaro, 2012, pp. 197-198).

Al mes siguiente, el vicepresidente «Chacho» Álvarez se sumó a las sospechas y reclamó profundizar la investigación, que involucraba a Fernando de Santibañez, titular de la SIDE y amigo personal del presidente, al ministro de Trabajo Alberto Flamarique y a algunos senadores y referentes del bipartidismo. El 15 de agosto Álvarez leyó en el Senado un anónimo titulado «Sobornos: la trama secreta», que explicaba de forma detallada las supuestas coimas para aprobar la ley. El 22 de agosto el propio vicepresidente realizó una denuncia formal. DLR, sin embargo, desestimó las acusaciones y ratificó en el gabinete a los funcionarios cuestionados, como un gesto de demostración de su liderazgo15. Frente a la protección presidencial hacia sus figuras de confianza y la inacción para investigar las denuncias, el 6 de octubre «Chacho» Álvarez decidió renunciar a la vicepresidencia16.

La denuncia de sobornos en el Senado generó una profunda crisis político-institucional e ideológica en el seno de la Alianza. Desde el plano institucional, dejó al presidente sin el acompañamiento de la figura del vicepresidente, debilitando su legitimidad. Además, provocó un cimbronazo dentro de la coalición gobernante que acentuó las críticas del ala progresista del radicalismo, liderada por Alfonsín. Y también de los integrantes del Frepaso, quienes habían construido su identidad política desde un discurso ético y republicano que se oponía radicalmente a la corrupción. La decisión de DLR de apoyarse en sus figuras más cercanas acrecentó las rispideces internas y rompió con la posibilidad de conformar una coalición política propiamente dicha.

Desde el plano político-ideológico el episodio del Senado impactó de lleno en la construcción discursiva de la Alianza y desgastó a la figura presidencial. Recordemos que DLR había construido su imagen pública y había llegado al poder delimitando una frontera política frente a la corrupción e impunidad del menemismo. La creencia social en el rumor, reforzada por la denuncia judicial y la posterior renuncia de «Chacho» Álvarez, un dirigente con elevados niveles de aprobación popular,

Mientras que De Santibañez se mantuvo al frente de la SIDE, Flamarique fue designado como Secretario General de la Presidencia.

Lo seguirían en esta decisión Rodolfo Terragno, quien abandonó la Jefatura de Gabinete y Ricardo Gil Laavedra, quien se fue de su cargo de ministro de Justicia (Incarnato y Vaccaro, 2012, pp. 199-200).

deslegitimaron al presidente. Ello se debe a que el significante que estructuraba la frontera de exclusión de su discurso, la corrupción, ahora quedaba articulado dentro del lado interno de la cadena. En otras palabras, el elemento clave que constituía la alteridad (DLR vs. corrupción), ahora pasaba a encadenarse a su propio discurso (DLR = corrupción). De este modo, DLR quedaba ligado simbólicamente a una continuidad de las prácticas corruptas del menemismo. El hecho de desestimar públicamente la gravedad de la acusación y mantener a los principales acusados en el Gobierno acentuó la pérdida de credibilidad de la Alianza y de la figura presidencial, que quedaba vinculada a un nuevo hecho de impunidad.

A la crisis político-ideológica e institucional se le sumaba la debacle económica y social, producto de la radicalización de las políticas neoliberales. En julio del 2000 la Alianza realizó un recorte de los salarios de los trabajadores del sector público del 12 al 15 por ciento y en diciembre de ese año anunció la firma de un «blindaje» financiero con el FMI17 (Pucciarelli y Castellani, 2014, pp. 17-19).

Bajo condiciones de profunda crisis económica y social, disputas de poder dentro del Gobierno y con la oposición del PJ, el 1 de marzo de 2001 DLR expuso su discurso de inauguración de las 119° sesiones ordinarias del Congreso Nacional.

V. El discurso de Fernando de la Rúa

ante la Asamblea Legislativa del 1 de marzo de 2001

La situación económica y social heredada

El discurso de apertura formal de las sesiones parlamentarias comienza situándose en los inicios del año 2000. El presidente caracteriza a aquella etapa como «un momento difícil» y una «situación muy delicada», debido a «la situación en la que encontramos al país» (De la Rúa, 2001, pp. 1-2), «Mi gobierno debió enfrentar una situación muy delicada desde el principio. Una situación caracterizada por el estancamiento económico, la fragilidad fiscal y la inequidad social» (De la Rúa, 2001, p. 2).

El 18 de diciembre del 2000 el gobierno de DLR acordó con los organismos multilaterales de crédito un financiamiento de 38 600 millones de dólares, conocido como el «blindaje», para garantizar el mantenimiento del 1 a 1. El préstamo fue condicionado al congelamiento del gasto primario nacional y provincial por cinco años, la reducción del déficit fiscal, el aumento de la edad jubilatoria de las mujeres a 65 años y la eliminación de la prestación básica universal. Según expresaba en ese entonces el Presidente, el blindaje «será el inicio del despegue de la economía» (Clarín, 18/12/2000).

La difícil y delicada situación también se expresaba en el plano internacional, producto de la «desfavorable» coyuntura económica:

El 2000 fue un año difícil. En opinión de muchos, el contexto internacional ha sido el más desfavorable de los últimos tiempos para nuestro país. La tasa de interés internacional fue muy elevada, más del doble que la registrada en los mejores momentos de la década pasada. Los precios de los bienes de exportación siguieron en niveles deprimidos, y la competitividad de nuestros productos también fue afectada por la depreciación del euro (De la Rúa, 2001, pp. 2-3).

El programa económico: reforma del Estado para lograr solvencia fiscal, inserción al mundo y crecimiento sostenido con equidad

En el marco de la crisis heredada, el Gobierno se había propuesto «iniciar un sendero de crecimiento sostenido con equidad» (De la Rúa, 2001, p. 1). Los objetivos del «programa económico» eran «el crecimiento, la generación de empleo y la inserción de nuestra economía en el mundo». Las «herramientas» para cumplir con dichos objetivos consistían en «el equilibrio de las cuentas públicas, la eficiencia en la asignación del gasto, las políticas procompetitivas y la transparencia en los procedimientos»18 (De la Rúa, 2001, p. 2).

A partir de ese diagnóstico y esas herramientas el Gobierno implementaba un programa basado en la reforma del Estado, para promover la «competencia», el «crecimiento sostenido» y la «inserción» al orden internacional:

Estamos implementando un programa que parte del reconocimiento de que la única forma de revertir esta situación es construyendo una economía verdaderamente competitiva, integrada al mundo, con un Estado reformado y en crecimiento sostenido (De la Rúa, 2001, p. 2).

18 Tanto la caracterización de la situación económica y social como «difícil», como el énfasis en la «reducción del gasto público» para alcanzar el «equilibrio fiscal», la «competitividad» y el objetivo del «crecimiento», se encontraban presentes en el discurso presidencial de apertura de sesiones parlamentarias del 1 de marzo del 2000 (La Nación y Página 12, 02/03/2001).

El Gobierno aplicaba las reformas necesarias para cumplir con dichas metas, que confluían en el objetivo de «crecer sin pausa»:

Tomamos medidas efectivas para aumentar la competitividad de la economía, consolidar la solvencia fiscal y fomentar la equidad social, los tres pilares de nuestro programa. Estamos convencidos que es la única manera de construir una economía más sólida, capaz de crecer sin pausa (De la Rúa, 2001, p. 3).

En este sentido, se habían fomentado las políticas de desregulación en el sector privado para aumentar la «competencia» y la «productividad»19:

Desregulamos e inyectamos competencia en numerosos sectores, como los de telecomunicaciones, gas, electricidad, combustibles y préstamos personales. Estas reformas, impensadas en la década pasada, benefician a los ciudadanos y aumentan la productividad general de la economía (…). También redujimos los impuestos al trabajo, a la inversión y al crédito, lo que constituye un fuerte aliciente para aumentar la competitividad de las empresas nacionales (De la Rúa, 2001, p. 3).

Las reformas en el mercado de trabajo, por su parte, incentivaban la creación de empleo estable en el sector privado:

En materia laboral, además de la reducción de impuestos, simplificamos los trámites laborales y se sancionó una reforma que, al descentralizar la negociación colectiva, prolongar el período de prueba y poner fin a la ultractividad, constituye un fuerte estímulo al empleo estable (De la Rúa, 2001, p. 3).

Junto con el respaldo a las «reformas estructurales profundas» (De la Rúa, 2001, p. 5), un objetivo prioritario era alcanzar el equilibrio fiscal, razón por la cual se había establecido una reducción multimillonaria del gasto público. El énfasis en el equilibrio fiscal marcaba un «cambio muy fuerte» frente a la política económica de los ’90 y otorgaba una mayor «solidez» al Estado, lo que se traduciría en un «beneficio» a futuro para «todos los argentinos»:

En el transcurso del discurso de DLR el significante crecimiento se menciona en 15 oportunidades, siendo encadenado con mayor frecuencia a la «competitividad» (8 menciones) o «competencia» (5 menciones) y a la «productividad» (4 menciones).

En el primer año de gestión, el Gobierno redujo el gasto primario en 1100 millones de pesos y achicó el déficit fiscal en más de un 40 por ciento en relación al nivel proyectado a fines de 1999. Esto marca un cambio muy fuerte con respecto a lo sucedido en la década pasada y pone al Estado en una situación de mayor solidez, que dará beneficios a todos los argentinos (De la Rúa, 2001, p. 4).

Desde el discurso presidencial la «solvencia fiscal» permitía reducir la «incertidumbre» del sector privado y, de este modo, disminuía el «costo» del financiamiento externo y promovía la «inversión», el «crecimiento» y la exportación:

Este Gobierno adoptó como objetivo la consolidación de la solvencia fiscal de largo plazo, lo que constituye una reforma profunda del Estado para adaptarlo a las nuevas necesidades sociales (…). La solvencia fiscal es otro componente esencial de nuestro programa porque, al reducir la incertidumbre, disminuye el costo del financiamiento para todos los agentes nacionales y aumenta sus posibilidades de invertir, crecer y vender en los mercados mundiales (…) (De la Rúa, 2001, p. 4).

En el mismo sentido, el Gobierno había acordado con el FMI la firma del «blindaje», que era construido como un «aspecto fundamental» para «despejar la incertidumbre» y significaba «la oportunidad para salir del largo estancamiento» (De la Rúa, 2001, p. 5). El blindaje respondía a un «esfuerzo de todos» que aportaba un «fondo de garantía» para «proyectarnos al mundo como un país confiable» y, de esta forma, promover el ingreso de inversiones, condición de posibilidad para recuperar el crecimiento:

Gracias al esfuerzo realizado por una gran parte de la sociedad, por parte de la mayoría de los gobiernos provinciales y por parte de mi propio gobierno, hemos logrado el apoyo de gobiernos extranjeros, del sistema financiero internacional y de la banca argentina. Gracias al esfuerzo de todos conseguimos el blindaje, un fondo de garantía para todos los argentinos que nos permite proyectarnos al mundo como un país confiable y como una oportunidad para la inversión y el crecimiento (De la Rúa, 2001, p. 5).

Los avances conseguidos desde la asunción de DLR se reducían, entonces, al logro de la «solvencia fiscal», fortalecido a partir de la firma del blindaje. Ello permitía reforzar la «solidez» del sistema financiero y crediticio y garantizar el mantenimiento del 1 a 1:

Hoy, la solvencia fiscal está garantizada y el Estado cuenta con un blindaje que elimina la posibilidad de que enfrente problemas de liquidez. La convertibilidad está fuerte, y el sistema financiero es muy sólido y tiene capacidad para aumentar el crédito en el corto plazo (De la Rúa, 2001, p. 7).

En ese marco, los éxitos del programa económico se centraban en cuestiones macro vinculadas al equilibrio de las cuentas públicas y de los precios, lo que permitía mantener estable el régimen de convertibilidad.

Las proyecciones a futuro: más reformas

para mantener la solidez fiscal, generar crecimiento

económico, eficiencia y competitividad

DLR asumía el diagnóstico neoliberal, en el que el amo indiscutido era el Dios mercado y debía obedecerse a todos sus dictados para mantener la estabilidad macroeconómica y generar crecimiento, para luego alcanzar el mítico bienestar social. A partir de este diagnóstico incuestionado, que implicaba convalidar la fantasía del 1 a 1 a través del ajuste ortodoxo y el endeudamiento externo y abandonar los factores distributivos, DLR señalaba, como un hecho positivo, que «cumpliremos todos los compromisos asumidos» con los organismos multilaterales de crédito (De la Rúa, 2001, p. 5).

Para promover el crecimiento se debía profundizar el camino de las reformas y ajustes estructurales, iniciando una segunda etapa consistente en «más reformas». Esta etapa de consolidación del modelo, inscripta en el marco de las reformas de segunda generación del Consenso post-Was-hington (Guiñazú, 2000), requería prestar atención al «emprolijamiento» económico e institucional, a través del aumento de la «competencia», la reducción de «impuestos distorsivos» al sector privado, la «solvencia fiscal» y una prestación más eficiente y transparente de los servicios públicos: «Seguiremos realizando más reformas: promoviendo la competencia, reduciendo impuestos distorsivos, consolidando la solvencia fiscal y aumentando la equidad en la prestación de los servicios públicos, de la salud y de la educación» (De la Rúa, 2001, p. 6).

Uno de los planes a futuro, en ese sentido, consistía en incorporar una mayor eficiencia en el funcionamiento del sector público, orientado a mejorar la calidad en la prestación de los servicios y disponer de mayor rapidez para realizar los trámites administrativos:

El sector público tiene que dejar de ser una carga para la sociedad y proveer bienes y servicios de calidad.

No podemos pedir a nuestra industria que aumente su productividad para competir si no tenemos una Aduana eficiente, desde la que se pueda exportar rápido y barato (De la Rúa, 2001, p. 6).

Junto con la búsqueda de un «Estado eficiente» (De la Rúa, 2001, p. 18) se debía incrementar la «competitividad», a través de la reducción de «costos» y el aumento de la «productividad». Para ello, el Gobierno estaba profundizando la apertura económica orientada hacia la conquista de «nuevos mercados»:

Para que los esfuerzos que se realicen desde el sector público y privado para aumentar la productividad y reducir costos se traduzcan en un incremento de la competitividad, estamos desplegando una política firme y persistente de apertura de nuevos mercados (De la Rúa, 2001, p. 6).

Finalmente, tanto las políticas de «desregulación» y «reforma laboral», como la «reducción impositiva», contribuían al «desarrollo de amplias ganancias de productividad en el ámbito del trabajo». Estas reformas, que beneficiaban centralmente al empresariado, permitían «una importante reducción de costos» para el sector privado y «el surgimiento de nuevos sectores productivos», promoviendo una «inyección de competencia» que: «mejorará la calidad de vida de amplias capas de la sociedad, aumentará la rentabilidad de los sectores productivos, estimulará la inversión y permitirá un crecimiento significativo de las exportaciones» (De la Rúa, 2001, p. 7).

Al mismo tiempo, las políticas de «desregulación» y «simplificación impositiva» contribuían a afianzar la «previsibilidad» y la «transparencia» (De la Rúa, 2001, p. 18). En el marco de esta adopción acrítica de las ideas neoliberales, DLR se mostraba «optimista» sobre el futuro y destacaba que «gracias a las reformas instrumentadas y a las que seguiremos instrumentando», junto con la «consolidación de la solvencia fiscal» y el «blindaje financiero», la economía argentina iba a alcanzar un «proceso de crecimiento sostenido». Sin embargo, la profundización de las reformas y ajustes ortodoxos no podía desvincularse plenamente de la cuestión social.

Las reformas promercado y la cuestión social: asistencialismo, eficientismo y adopción de la teoría del derrame

DLR asumía el diagnóstico y las premisas neoliberales, adoptando un discurso economicista y fiscalista. Sin embargo, como proyecto con vocación hegemónica, el objetivo de su Gobierno no era (ni podía ser) solo macroeconómico, sino que debía incluir de algún modo la problemática social. Así, luego de enumerar las reformas y ajustes pendientes para generar crecimiento, el Presidente sostenía que si la Argentina profundizaba ese camino, se iban a «solucionar los problemas del empleo y la pobreza» (De la Rúa, 2001, p. 7).

No obstante estas referencias a la cuestión social, las mismas se situaban dentro de las premisas de la «teoría del derrame». La teoría del derrame (conocida en el ámbito anglosajón como trickle down effect) constituye uno de los mitos de la ideología neoliberal. Básicamente, señala que los gobiernos deben incentivar una mayor competencia y garantizar la máxima «seguridad jurídica» al empresariado local e internacional (es decir, al factor oferta) a través de ajustes fiscales y monetarios, reducciones impositivas, apertura y desregulación general de la economía. Desde esta teoría las políticas ofertistas y de economía ortodoxa permitirían al sector privado dinamizar la inversión y, de este modo, se lograría un crecimiento del producto bruto interno. Luego, en una segunda instancia histórica, el crecimiento económico se «derramaría» naturalmente (como un vaso lleno de agua que rebalsa) hacia los sectores sociales más desprotegidos (es decir, hacia los trabajadores y sectores populares), a través de la creación de empleo privado, mayores salarios y el logro del bienestar social.

Asumiendo esta teoría mítica DLR colocaba el énfasis en los «éxitos individuales», como condición para alcanzar los «éxitos colectivos». En ese sentido, se trataba de promover el «esfuerzo individual» para que, como derivación espontánea, éste se transformara en «progreso colectivo» (De la Rúa, 2001, p. 18). De un modo similar, el Presidente sostenía que, a partir del cumplimiento de las demandas del «mercado» vinculadas al mantenimiento de la solvencia fiscal y a la firma del «blindaje», pronto llegaría el prometido «despegue económico» para que, finalmente, el «pueblo» comience a «recibir los beneficios del crecimiento» (De la Rúa, 2001, p. 5).

De esta manera, en el discurso verbal de DLR la cuestión social (con los problemas acuciantes de desempleo, pobreza y marginalidad) adquiría relevancia, aunque se presentaba bajo las siguientes características particulares:

1.  Ocupaba un lugar subordinado y marginal frente a la importancia central de los aspectos económicos, en particular del equilibrio de las variables macro.

2.  Actuaba como un factor que se derivaba secuencialmente del equilibrio fiscal, la confianza del sector privado y el crecimiento económico.

3.  Constituía un aspecto que era postergado para una etapa histórica posterior de «derrame» social del crecimiento de la riqueza del empresariado, como principal empleador y generador de inversión y trabajo.

A partir de esta lógica argumentativa, inscripta dentro del relato neoliberal, las referencias a políticas públicas vinculadas a la cuestión social eran definidas desde la misma matriz ideológica. Ello conducía a DLR a asumir verbalmente un objetivo incluyente de la política económica que se relacionaba al «progreso social», la «eliminación de la pobreza y la marginación», el «aumento significativo del número de empleos» y la mejora en la «calidad del trabajo»:

El fin de nuestra política económica es, como lo dije siempre, el progreso social y la eliminación de la pobreza y la marginación. Este objetivo sólo puede alcanzarse mediante un aumento significativo del número de empleos. Concentraremos los esfuerzos para lograr el aumento del índice de empleo, mejorar la calidad del trabajo y ampliar la cobertura del sistema de seguridad social. Se trata de acompañar el crecimiento de la economía con el crecimiento del empleo (De la Rúa, 2001, p. 8).

Sin embargo, tanto el diagnóstico de estos problemas, como la respuesta a ellos, eran típicamente ortodoxos. Comenzando por el diagnóstico, desde el discurso de DLR el Gobierno había recibido una «profunda crisis social», expresada en una «desatención específica de los problemas sociales». Pero esa «desatención» de la cuestión social no se debía a la aplicación de las reformas y ajustes neoliberales (apertura comercial, desregulación financiera, flexibilización laboral, privatizaciones, reducción y focalización del gasto público y social), sino que era producto de la «penuria fiscal» y del «desgobierno en los procedimientos», que habían conducido al Estado a perder «sensibilidad» y «eficacia» para «abordar los problemas sociales». Partiendo de esas premisas eficientistas, la respuesta del Gobierno había sido «emprender una verdadera transformación en los procedimientos y en las instituciones encargadas de su aplicación» (De la Rúa, 2001, p. 8).

Con base en este diagnóstico neoliberal, la solución se enmarcaba dentro de las premisas del mismo paradigma. Así, para solucionar los problemas sociales de los «más necesitados» la tarea central consistía en lograr una mayor eficiencia y transparencia del gasto, de manera tal que «cada peso que se invierta en ayuda a los sectores más necesitados llegue en tiempo y forma sin la mediación del interés partidista o de grupo, o el de la dispersión del costo burocrático» (De la Rúa, 2001, p. 9).

A partir de este discurso asistencialista y eficientista, el problema del desempleo era reconocido como tal, pero sólo lograría solucionarse a futuro profundizando el incentivo a la oferta y eliminando los costos de la burocracia política. En consonancia con estas premisas tecnocráticas y mercantilistas, DLR promovía la sanción en el Congreso de «un subsidio de hasta $200 a los empleadores por cada nuevo puesto de trabajo que generen para este sector poblacional» (De la Rúa, 2001, p. 8). El problema de la falta de seguridad social, por su parte, debía solucionarse mediante una «reestructuración de la Anses» que generase un «reordenamiento administrativo» y una «mejora de gestión de los beneficios», de manera tal de reducir «la litigiosidad y la conflictividad jurídica» (De la Rúa, 2001, p. 8).

En el tema de la salud ocurría algo similar. Aunque el Presidente se refería a la necesidad de entender a la salud desde «los principios de equidad y solidaridad, para que ningún argentino quede sin cobertura», para alcanzar ese objetivo loable se debía profundizar la «desregulación» de las obras sociales y maximizar el «ahorro» de recursos de la obra social de los jubilados (PAMI) (De la Rúa, 2001, p. 11). La misma concepción eficientista se expresaba en el problema de la «inseguridad», que era vinculado a la creación de una «eficiente política carcelaria» (De la Rúa, 2001, p. 12), sin mencionar las causas socioeconómicas de la misma.

La cuestión institucional y su encadenamiento al discurso eficientista

Ya desde los ’90 un tópico recurrente del discurso de DLR era las cuestiones de índole institucional y, en particular, la lucha moral contra la corrupción (Fair, 2014). En su discurso ante la Asamblea Legislativa del 2001 la cuestión moral continuaba teniendo una importancia central. Según el Presidente, para «consolidar» el poder institucional de la «República» resultaba fundamental mantener una «dimensión moral» en el Estado, que se vinculaba al «rigor ético» (De la Rúa, 2001, p. 17).

En el marco de este discurso republicano, DLR se mostraba liderando un Gobierno que demostraba en sus «actos cotidianos» la «más firme decisión» de combatir la corrupción y de realizar una transformación «moral» contra los «hechos delictivos en la administración» pública. En ese sentido se había creado la OA y resultaba central la «recuperación de la ética republicana» y continuar el «combate contra la corrupción» (De la Rúa, 2001, p. 17). La marcación de la frontera honestidad-corrupción y la defensa de la «austeridad republicana» como un «compromiso» y un «deber» irrenun-ciable, condensan este objetivo trascendental del discurso delarruista:

Mi Gobierno ha demostrado en todos sus actos la más firme decisión de combatir la corrupción, de cualquier tiempo que sea, y la honestidad de los funcionarios es un compromiso y un deber del que ningún miembro de mi equipo se habrá de apartar. Les exijo a todos el máximo rigor en este sentido, unido al ejemplo de austeridad republicana, que no es un formalismo, sino una condición del cargo (De la Rúa, 2001, p. 17).

La lucha contra la corrupción era situada como un «mandato popular que cumplir». En palabras del Presidente: «el pueblo quiere que le demos un corte final a la corrupción y este gobierno encabeza la lucha». Acto seguido, DLR «invitaba» a «sumarse» a «todos los sectores políticos» para asumir ese «compromiso común» (De la Rúa, 2001, p. 18).

Desde un discurso institucionalista DLR realizaba una «convocatoria» programática a la oposición para sancionar una «reforma política» que permitiese mejorar la «calidad institucional» y enfrentar las «dificultades» económicas y sociales. El objetivo del proyecto, consistente en una «reducción del gasto político y de las dietas legislativas», era generar una «modernización» institucional para hacer más «transparente» el financiamiento de los partidos políticos y reducir los costos de las campañas electorales (De la Rúa, 2001, p. 12). De acuerdo al diagnóstico del Presidente el sistema político era «excesivamente grande y costoso». En ese sentido, el «ajuste» ahora debía «hacerlo la política» para «mejorar la calidad de vida de la gente» (De la Rúa, 2001, p. 13). De este modo, al igual que en la problemática social, la cuestión institucional se ligaba a una matriz ideológica eficientista y austera, que procuraba aumentar la transparencia y generar seguridad jurídica mediante un ajuste fiscal ortodoxo.

En el marco de esta convocatoria al diálogo político con la oposición parlamentaria, DLR realizaba un llamado más general para «trabajar consensos en temas centrales para la competitividad, la inversión, la generación de empleo y el crecimiento». Dentro de este intento de promover una democracia consociativa, que ya se encontraba presente en su discurso de apertura de sesiones ante el Congreso del año 2000 (La Nación, 02/03/2000), incluía a las reformas neoliberales pendientes a nivel impositivo y en las empresas de servicios (De la Rúa, 2001, p. 18). De esta forma, al igual que en los lineamientos de las reformas de segunda generación del Consenso Post-Washington, las reformas institucionales eran articuladas a las políticas neoliberales20.

La política exterior y el objetivo del ALCA

Un objetivo del discurso presidencial era la necesidad de «inserción» económica al orden internacional y la «integración» con el «mundo», en particular con las potencias económicas. El orden internacional era entendido desde una visión cosmopolita y despolitizada, que percibía al mundo en una etapa de «profundo cambio» y requería afianzar el proceso de «globalización» e «interdependencia» entre las Naciones (De la Rúa, 2001, p. 14). En consonancia con el discurso de Menem de los ’90, la integración regional con el Mercosur era considerado como un paso previo para cumplir con el objetivo general de crear una zona de «libre comercio» en toda América Latina. Ello se inscribía en el marco del proyecto de Estados Unidos para establecer un tratado de Libre Comercio de las Amé-ricas (ALCA):

Continuaremos reafirmando la importancia del Mercosur como proyecto estratégico global, dando apoyo a la creación de una zona de libre comercio con la Comunidad Andina de Naciones (…) El fortalecimiento del Mercosur será fundamental para llevar una posición firme a las negociaciones del ALCA, de forma que nuestros países obtengan los máximos beneficios posibles con la constitución de esta área de libre comercio (De la Rúa, 2001, p. 15).

De este modo, DLR asumía una visión acrítica de la integración económica con las potencias mundiales, que solo podía traer «beneficios» para el país. A partir de la integración al «proceso de globalización», la Argentina lograba insertarse a las «nuevas condiciones mundiales» como una nación «moderna» y «eficiente». Este «camino» de inserción «universal», vinculado a la aplicación de las reformas neoliberales, convertía a la Argenti-

La integración de las reformas institucionales con las políticas neoliberales encuentra vinculaciones con las ideas de la teoría de la elección pública (public choice theory) de la Escuela de Virginia (liderada por Buchanan y Tullock). Las ideas de esta escuela, a través del diagnóstico del Banco Mundial, ejercieron una notable influencia durante los ’90 y en la presidencia de DLR. Véase Morresi (2007, pp. 125 y ss.).

na en «un país cada vez más confiable» y «atractivo para las inversiones» extranjeras. En consonancia con la teoría del derrame, la inserción al mundo promovía «nuevas oportunidades de progreso y bienestar» y ello reforzaba la «confianza» en que «pronto se verán los frutos» de ese proceso (De la Rúa, 2001, pp. 18-19).

VI. La modalidad enunciativa de Fernando de la Rúa

Desde antes de su arribo a la primera magistratura DLR presentaba una estética de creciente formalismo, austeridad y seriedad, visible en el lenguaje, pero también en el tono de la voz monocorde, el estilo enunciativo serio y formal y la vestimenta prolija y de colores apagados. Durante la campaña electoral de 1999 el dirigente radical había hecho gala de su fama de aburrido y austero para revalorar como una virtud esa característica y contraponerla vis a vis las prácticas frívolas y exhibicionistas del menemismo. Su estilo político, tanto en el tono y la cadencia, como en la imagen pública proyectada, permitían distinguirlo claramente de la década menemista y de la figura de Menem y lo situaban dentro de la típica sobriedad republicana21. La estrategia de escenificación de campaña era afín a la imagen de seriedad, aburrimiento y austeridad que pretendía proyectar y le permitía posicionarse ante la ciudadanía como antagónico a la «fiesta menemista».

De manera tal que, desde el lado enunciativo, a diferencia del plano del contenido (donde se mantenía la promesa del 1 a 1), el discurso de DLR se constituyó como una clara y global ruptura frente al menemismo, que pretendía expresar un contraste completo en el estilo de hacer política. Durante su gestión gubernamental se mantuvo dicha estrategia de escenificación austera, lo que le permitió conservar una coherencia entre el contenido del discurso, la imagen proyectada y la biografía-relato político históricamente construido. En el discurso del 1 de marzo del 2001 se pueden observar ciertas huellas materiales que ponen de manifiesto estas características enunciativas.

21 Si bien la teoría del republicanismo contiene distintas versiones y contenidos conceptuales, a grandes rasgos se caracteriza por la defensa de las virtudes cívicas vinculadas a la simplicidad, la prudencia, a honestidad, la frugalidad, la integridad, la sobriedad, la abnegación, la laboriosidad, el patriotismo, el amor a la justicia, la generosidad, la nobleza del coraje, el activismo político, la solidaridad y el compromiso con la suerte de los demás, a partir de la búsqueda del bien común. En ese contexto, sus principales críticas se dirigen a la corrupción y a las actitudes opresivas de los sectores gobernantes. Véase Gargarella (2000).

La modalidad deontológica y el imperativo moral de lucha contra la corrupción

El primer aspecto a considerar del estilo de enunciación de DLR es el empleo de una modalidad «deontológica» en el que prima una prescripción social imperativa, desde el orden del «deber ser» (Verón, 1987, pp. 21-22). Sin embargo, tiene la particularidad que se trata de un deber de índole moral, antes que estrictamente político (en un sentido schmittiano). Desde el discurso verbal del Presidente existía un objetivo moral trascendental, una especie de gesta personal, que consistía en fomentar y mantener rigurosamente el deber de la honestidad en la función pública. Este discurso moralista, con largos antecedentes históricos en el radicalismo que se remontan a su fundación (Aboy Carlés, 2001, pp. 83 y ss.), es entendido como un deber ético de lucha existencial contra los actos ilícitos: «La recuperación de la ética republicana y el combate contra la corrupción son demasiado importantes (…) La honestidad de los funcionarios es un compromiso y un deber del que ningún miembro de mi equipo se habrá de apartar» (De la Rúa, 2001, p. 17).

En el marco de este discurso, las interpelaciones de DLR incluyen expresiones vinculadas a la idea de «compromiso» y de «deber moral», a la «dimensión moral» y al «rigor ético» obligatorio en todo dirigente político.

El ethos austero

En el discurso de DLR la modalidad deontológica no se limita a reforzar la frontera honestidad/corrupción, sino que adquiere relación con un mandato ético más general. Este mandato apela a un imperativo superyoico (investido de goce) que insta a la «responsabilidad», la «transparencia», el «respeto» y el «compromiso» para defender al país y consolidar las instituciones22:

Las instituciones se consolidan en el respeto recíproco de los poderes de la República y en la dimensión moral del Estado y el rigor ético de quienes lo integran (De la Rúa, 2001, p. 17).

Solo pueden existir dos lados en los momentos que el país debe jugarse al éxito o al fracaso. Y espero que nos encontremos todos del lado de la responsabilidad (De la Rúa, 2001, p. 5).

Hemos demostrado un uso responsable de la fuerza (De la Rúa, 2001, p. 14).

Esta modalidad deontológica también se hallaba presente en su discurso de apertura de sesiones parlamentarias del año 2000, cuando DLR sostenía que «no estoy aquí para hacer las cosas que me gustan, sino las necesarias» (La Nación, 02/03/2000).

Soy el presidente de la Nación y asumo con firmeza todas mis responsabilidades y compromisos (De la Rúa, 2001, p. 19).

Este mandato imperativo articula el deber de la austeridad institucional con la austeridad fiscalista, lo que le permite a DLR legitimar su proyecto de ajuste del gasto público de la «clase política»: «La política debe transparentarse y ajustarse. No es admisible una clase política con privilegios, cuando el pueblo pasa privaciones» (De la Rúa, 2001, p. 12).

El contenido, el estilo, la tonalidad y la imagen pública de DLR convergían, así, en un ethos discursivo austero y responsable, que marcaba un cambio a nivel institucional y económico.

El estilo dialoguista y consensualista

En el marco del énfasis deontológico y la ética de la responsabilidad, DLR adopta un estilo consensualista y dialógico que apela a una idea de «necesidad nacional», «responsabilidad pública» y «compromiso» y relega la explicitación de la alteridad. A partir de esta estrategia discursiva el Presidente convoca a la «colaboración», el «diálogo» y el «consenso» amplio y «abierto» entre las diferentes fuerzas políticas del Congreso:

Señores legisladores: cuento con su colaboración para sancionar las leyes que el país necesita (De la Rúa, 2001, p. 19).

Quedan abiertas las puertas del diálogo y el consenso como lo necesita la Argentina. Quiero hablar, a partir de esta misma tarde, con cada uno de ustedes, todos los que tenemos responsabilidades públicas (De la Rúa, 2001, p. 5).

Llamo a todos a reflexionar, participar y trabajar con una actitud responsable y positiva. Necesitamos alcanzar consensos básicos para construir un país mejor (De la Rúa, 2001, p. 2).

Invito a sumarse a todos, a todos los sectores políticos, en torno a un compromiso común (De la Rúa, 2001, p. 18).

De este modo, DLR abría la voz hacia otros actores políticos con el objeto de sancionar las reformas económicas pendientes23.

El optimismo positivista y decimonónico

Una última característica enunciativa de DLR concierne a su optimismo decimonónico sobre los beneficios de la integración al orden internacional y sobre el futuro del país:

La edad de oro no está detrás, sino adelante (De la Rúa, 2001, p. 2).

Soy optimista sobre las posibilidades de nuestro país en la nueva dinámica mundial (De la Rúa, 2001, p. 18).

Mi visión del futuro es francamente positiva (De la Rúa, 2001, p. 19).

Estamos poniendo las bases de un país mejor, más justo y equilibrado (De la Rúa, 2001, p. 19).

La Argentina tiene nuevas oportunidades de progreso y bienestar (De la Rúa, 2001, p. 19).

Nuestro país asiste a una gran transformación, integrado como nación moderna y eficiente a las nuevas condiciones mundiales. Debemos seguir por este camino y tener confianza en que pronto se verán los frutos (De la Rúa, 2001, p. 19).

Este optimismo de matriz positivista, articulado al discurso neoliberal, actuaba en consonancia con el ethos austero y con el imperativo ético de la responsabilidad, lo que a su vez era coherente con la construcción biográfica y con la imagen pública escenificada. Ello le permitía a DLR reforzar la gesta moral que lideraba, en su lucha épica contra la corrupción menemista. Y al mismo tiempo, le permitía legitimar la necesidad de profundizar las reformas y ajustes estructurales y conservar los fundamentos del modelo de convertibilidad, en espera del futuro venturoso de «derrame» económico y social para los trabajadores y sectores populares.

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