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Revista SAAP

On-line version ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.11 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2017

 

El populismo como ejercicio de poder gubernamental y la amenaza de hibridación de la democracia liberal*

Populism as a governmental exercise and the threat of liberal democracy's hybridization

 

ENRIQUE PERUZZOTTI

Universidad Torcuato Di Tella, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
peruzzot@utdt.edu

 

El artículo se organiza alrededor de tres secciones. La primera analiza las razones que han promovido la actual centralidad del populismo como fenómeno político, argumentando que la presente difusión de formas contemporáneas del populismo debe de ser vista como el corolario de la tercera ola democratizante que expandió la presencia geográfica de la democracia liberal (Huntington, 1991). La literatura ha repetidamente señalado la relación íntima que existe entre populismo y democracia liberal por lo que no es extraño que la expansión de esta última promueva una mayor relevancia del primero. Las principales expresiones contemporáneas de populismo aparecen precisamente en aquellas dos regiones donde el proceso de democratización ha logrado sus mayores éxitos (América y Europa). En dichos contextos, y dado el acotamiento de las fórmulas de legitimidad política que trajo aparejado la expansión del principio democrático, el populismo se posiciona como el principal crítico a las limitaciones que exhiben las democracias existentes. Dicha crítica política está fundamentada en una teoría democrática en la que el populismo aparece como la expresión paradigmática de una política democrática radical.

La segunda parte del artículo analiza las limitaciones del populismo como teoría democrática a partir de una breve discusión del trabajo de Ernesto Laclau. En La razón populista, el populismo es presentado como la expresión creativa de lo político que viene a contrarrestar la influencia neutralizante de la institucionalidad representativa. El análisis laclauniano del populismo, sin embargo, queda acotado al análisis del papel que dicho fenómeno cumple como estrategia de cuestionamiento a la política liberal-representativa (y eventualmente de acceso al poder), pero no tiene nada que decir acerca del populismo como un ejercicio gubernamental. Lo anterior es sorprendente para una teoría política que aspira a ser también una teoría de la democracia.

La tercera y última parte del artículo argumenta sobre la necesidad de expandir la perspectiva de análisis sobre populismo más allá del rol que el mismo cumple como fuerza cuestionadora del status quo, y evaluar la naturaleza del populismo como forma distintiva de ejercicio del poder gubernamental. Lo anterior supone un corrimiento del eje de atención sobre su dimensión discursiva, ideológica, o dramatúrgica para tomar en cuenta las consecuencias que determinada forma de ejercicio del poder tiene sobre la institucionalidad democrática. Este último punto es crucial dado que muchas de las intervenciones populistas en curso (al contrario de las experiencias de modernización política que caracterizaron al populismo clásico y que suponían la superación de regímenes políticos autoritarios o semidemocráticos) se caracterizan por poner en marcha cuestionables procesos de hibridación institucional de la institucionalidad democrática vigente.

I. El populismo contemporáneo como corolario de la tercera ola de democratización

La literatura sobre populismo ha repetidamente llamado la atención sobre las relaciones íntimas que existen entre este fenómeno y la democracia liberal (Arditi, 2005; Panizza, 2005; Schmitter, 2006; Taggard, 2002; Urbinati, 2014), por lo que no debe sorprendernos que las formas contemporáneas de populismo se vuelvan particularmente relevantes en aquellas coyunturas históricas caracterizadas por el triunfo y difusión del modelo liberal de democracia. Es en este sentido que consideramos que la actual preeminencia de la que goza el fenómeno debe de ser considerada como una secuela de la tercera ola democratizante.

La tercera ola se inicia a mediados de 1970 en el sur europeo con las transiciones en España y Portugal y adquirirá particular intensidad en los 080 gracias al papel protagónico desempeñado por las transiciones desde el autoritarismo militar que tuvieron lugar en América Latina y que inauguraron una era democrática que alcanzó a casi la totalidad del continente. Asimismo, dicha década produjo dos importantes procesos de democratización en Asia: Corea del Sur y las Filipinas. El colapso del sistema soviético representa el último momento de dicha ola expansiva y que resultó en la democratización de los países del Centro y Este de Europa (Huntington, 1991). La consecuencia más visible de los procesos descriptos fue la notable expansión del número de países democráticos, que saltó de 46 a 114/119 (Diamond, 2015, pp. 141-142).

Para algunos analistas, el éxito alcanzado por la tercera ola venía a rubricar el definitivo triunfo de la democracia liberal sobre sus adversarios. En un conocido ensayo, Francis Fukuyama se planteaba si la culminación del ciclo de la guerra fría suponía algo más que el cierre de determinada etapa histórica (Fukuyama, 2006).

La pregunta que Fukuyama se formulara tuvo una pronta respuesta: lejos de inaugurarse una etapa signada por un consenso ideológico alrededor de una legitimidad democrático-liberal, se inició una nueva etapa de conflictividad política en la que el populismo se ha posicionado como el principal contendiente de la democracia liberal (Pappas, 2016).

¿Cuáles son las razones detrás de la centralidad política de la que goza actualmente el populismo en las democracias contemporáneas? En gran parte, su relevancia política actual se explica por el dramático acotamiento de las fórmulas de legitimidad política que trajo aparejado la expansión global del principio democrático (Huntington, 1991). El atractivo del populismo contemporáneo es que se presenta como una fuerza de renovación política que cuestiona rasgos problemáticos de la institucionalidad representativa en reclamo de una mayor democracia. Lo anterior supone una novedad en cuanto a la forma en que se estructura el conflicto político en las sociedades que integran el mundo democrático. En este aspecto, Fukuyama no estaba completamente errado: lo que estamos presenciando no es tanto el triunfo de un ideal particular de democracia (hecho que, dada la cuestionabilidad intrínseca del concepto de democracia, es imposible), sino más bien el descrédito de los principios de legitimidad abiertamente autoritarios. Lo anterior supone una drástica redefinición de los términos del combate político de aquellos que habían signado el derrotero del siglo XX: las disputas políticas que en la actualidad tienen lugar en nuevas y viejas democracias expresan mayoritariamente un conflicto político acerca de cómo comprender a la democracia más que una competencia entre la legitimidad democrática y contendientes autoritarios.

En un contexto político en el que conflicto se ve notablemente acotado dada la centralidad incuestionable de la legitimidad democrática, el populismo adquiere particular protagonismo dado el linaje que el mismo ha desarrollado como principal expresión alternativa al canon liberal democrático. Populismo y democracia liberal son enemigos íntimos puesto que cada uno se construye como reflejo opuesto del otro: de un lado, la crítica populista denuncia la democracia liberal como elitista, del otro lado, la crítica liberal denuncia el autoritarismo que caracteriza a las expresiones populistas de la democracia. Cada una de estas respectivas interpretaciones del principio democrático supone una apuesta específica por formas directas o indirectas de democracia. Este es quizá el rasgo distintivo que diferencia al modelo populista del modelo liberal de democracia: el populismo privilegia la identificación por sobre la representación, lo que se traduce en una abierta hostilidad hacia el campo de política indirecta en el que se desarrolla la práctica de la representación política en las democracias liberales. Frente al complejo sistema de exclusas que el gobierno representativo establece para la construcción mediada de una voluntad popular (voluntad que se considera siempre contingente), el populismo antepone un proceso no mediado de identificación política que resulta en la construcción de una visión monista del pueblo. El populismo como régimen político es una apuesta por una forma simplificada de democracia, es por ello que su enemigo principal es la complejidad que inevitablemente genera las dinámicas representativas (Plotke, 1997). El intrincado ecosistema de estructuras de intermediación y de controles sobre los que se construye la práctica de la representación libre es considerado desde la perspectiva del populismo, como el principal obstáculo para la realización del principio de soberanía popular que el proceso de identificación populista activa y el líder encarna. Es su persona, no las dinámicas institucionales, la que da vida al pueblo como sujeto político. Por el contrario, la institucionalidad política representativa aspira a constreñir las acciones del líder, sometiéndolas a todo tipo de procedimiento y controles, diluyendo y segmentando la pluralidad de demandas sobre las que se construyó el significante vacío pueblo. Identificación y representación expresan por tanto principios opuestos de construcción política. El proceso de identificación populista se construye de espaldas y por fuera del entramado representativo y es hostil a la noción misma de política indirecta. Como señalara Carl Schmitt «...contra la voluntad del pueblo, una institución basada en la deliberación de representantes libres no tiene justificación para su existencia» (citado en Urbinati, 2014, p. 160). Lo anterior supone no solamente negarle legitimidad al campo de la política indirecta sino el rechazar la existencia misma de instituciones políticas autónomas (Urbinati, 2014, p. 160). Volveremos sobre este punto puesto que es de particular relevancia para comprender la lógica de hibridación a la que el populismo como un ejercicio gubernamental generalmente somete a la institucionalidad liberal-democrática.

II. Las limitaciones del populismo como teoría democrática

El populismo contemporáneo no solamente aspira a una posición de prominencia política sino también conceptual: las intervenciones populistas están justificadas por una teoría democrática que postula al populismo como la estrategia por excelencia de profundización democrática. El hecho de que su actual centralidad política se encuentre justificada en una teoría democrática es quizá el rasgo más distintivo que diferencia los debates contemporáneos sobre populismo de aquellos que tuvieron lugar en anteriores contextos históricos, en particular aquellos que buscaron dar cuenta de las llamadas experiencias clásicas de populismo que tuvieron lugar a mediados del siglo pasado en América Latina. El populismo clásico se concebía como parte de un proceso más amplio de modernización por la que estaban atravesando las sociedades en desarrollo. En este marco, fenómenos populistas como la Argentina de Perón o el Brasil de Vargas eran considerados avances democratizadores puesto que resultaron en la incorporación de los sectores populares a la vida política que ponían a la situación de exclusión política a la que lo sometían diversas variantes de regímenes oligárquicos. Simultáneamente, el populismo se consideraba un fenómeno políticamente ambiguo dado que los referidos procesos de incorporación política no conllevaron al establecimiento de una democracia plena. La ampliación de la participación no se realizó a través de los mecanismos de la democracia representativa; tampoco a través de los mecanismos del totalitarismo: más bien el resultado fue el establecimiento de un régimen híbrido en el que sobresalían importantes componentes autoritarios (Germani, 1979, pp. 213-216).

En las concepciones contemporáneas del populismo, en cambio, el término ha sido desprovisto toda ambigüedad; por el contrario, lejos de ser visto como un producto democrático subóptimo, el populismo es entendido como la expresión paradigmática de la democracia. El autor que quizá más claramente expresa esta posición es Ernesto Laclau, el cual, en su libro La razón populista ha intentado posicionar al concepto de populismo como la categoría central de la teoría política democrática (Laclau, 2005). En dicha obra, Laclau intenta rescatar al populismo de la situación de marginalidad conceptual en la que, en su opinión, se hallaba sometido: la teoría relegaba al concepto al análisis de fenómenos políticos que por ser considerados patológicos e irracionales, no ameritaban particular consideración puesto que referían a expresiones marginales de la vida política.

Precisamente, el objetivo central del libro es el de rescatar al concepto de dicha situación de marginalidad conceptual. Laclau no solamente analiza la lógica sobre la que se estructura el fenómeno («la razón populista»), sino que argumenta que la misma es la que mejor expresa la racionalidad de lo político tout court (Laclau, 2005, p. 68). En opinión del autor, el populismo da cuenta de lo que constituye la más paradigmática operación de la política democrática: la construcción de un pueblo (Laclau, 2005, p. 169). Es por ello que Laclau considera (revirtiendo el argumento clásico) que el populismo expresa el elemento democrático de los sistemas representativos: ¿qué es la democracia, interroga Laclau, sino el proceso que lleva a la constitución de un pueblo? Revirtiendo la perspectiva de la modernización, el populismo se posiciona como vara democrática contra la cual se va a criticar las limitaciones de la política representativa. Es por ello que Laclau considera que el populismo como expresión de la verdadera política democrática solo puede desarrollarse sobre los escombros de la institucionalidad representativa; es precondición que el sistema institucional de la democracia representativa se quiebre para que la lógica populista alcance efectividad (Laclau, 2005, p. 177).

¿En qué consiste específicamente el proceso de construcción de un pueblo? Para Laclau, el punto de partida de cualquier experiencia populista es la existencia de una crisis de representación que abra la posibilidad de que se agrupen discursivamente bajo el significante vacío pueblo una serie de demandas dislocadas y fragmentarias. Este proceso de articulación discursiva se caracteriza por dos rasgos: su vaguedad y su lógica antagónica. Estos dos elementos son, en opinión de Laclau, condiciones esenciales para garantizar la eficacia simbólica de todo proceso populista de identificación (Laclau, 2005, p. 40). Lo que verdaderamente importa en dichos procesos no son los contenidos en sí, sino la intensidad de sentimientos generados por los mismos: el éxito del proceso se expresa en la capacidad que dichos contenidos tengan en dividir a la sociedad en dos campos irreconciliables: el pueblo y sus enemigos.

¿Cómo puede un proceso que, dada su intrínseca indefinición y ambigüedad, asume configuraciones ideológicas e institucionales extremadamente diversas presentarse como una teoría democrática? ¿Si la teoría no puede dar cuenta del orden normativo e institucional al que da lugar una intervención populista, cómo se puede defender su estatus democrático? ¿Se puede justificar a un concepto que es indiferente al contenido de las justificaciones de validez sobre las que se construye la autoridad del líder populista como democrático? Si bien Laclau expresa en numerosas ocasiones su preferencia personal por un populismo inclusivo y de izquierda, en términos teóricos su teoría se muestra impotente para justificarla. En realidad, su argumento sobre el estatus democratizador del populismo se relaciona a su poder desinstitucionalizante (Peruzzotti, 2017). El institucionalismo es en esta concepción, por definición una fuerza conservadora y por lo tanto incompatible con la verdadera fuerza democrática del poder constituyente que la intervención populista despierta (Peruzzotti, 2017). De lo anterior se deduce que las pretensiones de la teoría laclauniana del populismo de erigirse en una teoría democrática descansan sobre argumentos conceptuales muy precarios pues no solo es indiferente a la cuestión de las formas institucionales sino que se basa en un cuestionable realismo asociológico, en el que solo existen individuos atomizados cuyas demandas solo pueden unificarse políticamente a través de la acción de liderazgo (Arato, 2015, p. 43). En realidad la teoría está más cerca de una teoría del cambio revolucionario (aunque sin sujeto ni horizonte normativo) que el de un proceso propiamente democratizante pues no puede proveer una teoría de cambio de régimen que asegure un resultado democrático. Más bien, toda apuesta por el populismo esta indefectiblemente signada por la incertidumbre acerca de las formas ideológicas e institucionales que va promover dicha intervención.

En síntesis, las pretensiones democráticas de la teoría laclauniana son injustificables: es una teoría que da luz sobre el populismo como estrategia de construcción y acceso al poder pero que no puede dar cuenta del populismo como ejercicio del poder gubernamental y por lo tanto dar cuenta de ningún proyecto político u orden institucional concreto.

III. El populismo como ejercicio de gobierno: la hibridación de la democracia liberal

La actual centralidad política de la que goza el populismo no solamente se expresa por la expansión global de fenómeno sino también por el creciente desplazamiento del populismo de movimiento a fenómeno gubernamental. La creciente llegada al poder de liderazgos populistas obliga a reorientar la discusión teórica sobre este fenómeno, desplazando aquellos análisis que priorizaban al populismo como una estrategia de outsiders para cuestionar el poder, a uno que se centre en las especificidades del populismo como ejercicio de gobierno (Peruzzotti, 2017). Lo anterior supone expandir el análisis más allá del repertorio de estrategias discursivas y dramatúrgicas a las que recurre el populismo para cuestionar cierto status quo y acceder al poder, para analizar cómo sus acciones de gobierno afectan el entramado institucional democrático, un aspecto que muchas de las conceptualizaciones presentes, incluida la de Laclau, no pueden dar cuenta.

Es imperativo analizar qué es lo que los gobiernos populistas hacen en términos institucionales así como la implicancia que dichos cambios tienen en términos democráticos. En este punto, es pertinente la observación de Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser acerca de necesidad de plantear la discusión en función de los posibles escenarios institucionales en los se desarrolla un proceso populista: en primer lugar, el tipo de régimen en que la experiencia se origina (alguna variante de autoritarismo o de democracia), en segundo lugar, la direccionalidad del cambio (hacia un mayor o menor autoritarismo/democratización) (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2017, p. 86). Si bien en ciertos casos el populismo puede expresar un evento episódico que contribuye a reenergizar o profundizar la vida democrática (Schmitter, 2006), actuar como una fuerza de modernización política (Germani, 1979), o contribuir a la liberalización de determinado régimen autoritario (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2017, pp. 86), en contextos ya democratizados ciertas expresiones del populismo en el gobierno ponen en marcha un patrón específico de cambio institucional que tiene como horizonte un ideal simplificado de democracia directa. Lo anterior supone el inicio de un proceso de hibridación de la democracia liberal que puede abrir la puerta para la instauración de un régimen autoritario.

Las amenazas que el patrón de hibridación institucional supone es un problema que principalmente afecta a cierto subtipo de experiencias populistas: aquellas signadas por la llegada de gobiernos populistas con intenciones fundacionales en sociedades ya democratizadas. La presencia de un populismo fundacional en el gobierno puede abrir la puerta para una transformación significativa de la institucionalidad democrático-liberal vigente gracias a la puesta en marcha de procesos de hibridación institucional orientados a la desarticulación estratégica de engranajes centrales de la democracia representativa.

Lo anterior no significa necesariamente que la llegada de actores populistas al poder supone el comienzo inexorable de un proceso de hibridación institucional. El término populismo en el gobierno refiere a cierta concepción específica del ejercicio gubernamental que puede o no ser adoptada por actores que para acceder al poder recurrieron a estrategias populistas. Se puede dar el caso que dichos actores, una vez en el poder, decidan abandonar los estilos antagonistas sobre los que construyeron parte de su capital e imagen política y pasen a adoptar posiciones menos confrontativas. Esto es en parte lo que ha ocurrido con algunos de los casos de los llamados populismos de izquierda en Europa. Una vez en el gobierno, Syriza, por ejemplo, adoptó un discurso y posiciones políticas moderadas no solamente en lo que respecta a la Unión Europea y la democracia parlamentaria, sino también en lo referente a la posición inicial con respecto a los términos del tercer Memorándum. Un cambio similar pareciera estar teniendo lugar en las filas de Podemos, donde uno de los ejes de discusión es acerca de si sostener la estrategia populista de rechazo y polarización o privilegiar un giro hacia formas de negociación y cooperación con el Partido Socialista.

En aquellos casos, sin embargo, en que la llegada al poder no está acompañada de un reacomodamiento del discurso y las estrategias políticas sino que se continúa manteniendo (y exacerbando) el estilo político confrontativo del populismo, es altamente probable que los recursos gubernamentales sean puestos al servicio de una estrategia orientada a remover algunos aspectos centrales de la institucionalidad democrático-liberal. Este es el caso, por citar dos ejemplos contemporáneos, de lo acontecido en la Hungría de Víktor Orbán y la Venezuela de Nicolás Maduro. En ambos países se promovió un proceso de hibridación institucional cuyo resultado es una dramática transformación del régimen político, patrón que difiere notoriamente de aquel que ha sido caracterizado como de quiebre de régimen.

El patrón de quiebre de régimen que caracterizo el conflicto político entre democracia y autoritarismo del siglo último, suponía la abrupta interrupción del orden democrático debido a: en primer lugar, a la transferencia de poder de un gobierno democráticamente electo a una autoridad no electa, y en segundo lugar, a un repentino cambio de reglas que regulaban el ejercicio del poder como la relación del gobierno con la ciudadanía debido a la inmediata suspensión del orden constitucional vigente (Linz y Stepan, 1978, p. 58). En contraste, el patrón de hibridación expresa un proceso de cambio paulatino y menos visible donde se produce a) un cambio gradual de reglas sin que b) se proceda a un recambio de una autoridad electa por una no electa. Bajo el patrón de hibridación no hay un momento indiscutido de ruptura, un recambio de autoridades, ni un intento de romper totalmente con la legitimidad democrática. De hecho las reformas las impulsan líderes electos impulsan en nombre de mayor democracia. Esto genera dos diferencias cruciales con respecto al modelo paradigmático de crisis democrática: 1) la no existencia un evento específico que incontrastablemente sea considerado por la totalidad de la población como el fin del orden democrático (por ejemplo, un golpe de Estado, una revolución, o la disolución del parlamento por parte de Poder Ejecutivo); 2) la existencia de grises con respecto a determinar si un gobierno ha cruzado o no determinado umbral democrático (un claro ejemplo de lo anterior son los presentes debates sobre si y cuando se quebró el orden democrático en Venezuela).

El patrón de hibridación descripto difiere en su direccionalidad de los llamados regímenes híbridos puestos que la literatura sobre estos últimos los ubica generalmente como expresiones de una zona gris predemocrática (donde lo que existe es meramente una fachada democrática) que muchas veces expresa una transición truncada desde el autoritarismo (Levistky y Way, 2002). Los procesos de hibridación populistas, en cambio, se desarrollan en el seno de regímenes democráticos representativos consolidados.

¿En qué consisten dichos procesos hibridación del orden institucional? En la remoción de aquellas instancias de autoridad institucional que puedan desafiar la voluntad el gobierno electo. El modelo populista de democracia se caracteriza por su hostilidad para con el principio de separación de poderes y los mecanismos de pesos y contrapesos (y concomitantemente de la autonomía judicial y legislativa), el principio de oposición legítima y de autonomía de la prensa. Dichas instituciones son percibidas como obstáculos para la consagración del proceso de identificación sobre el que se organiza el modelo democrático populista. El populismo apunta a la creación de un modelo simplificado de democracia directa que elimina el complejo de mediaciones y controles que caracterizan a la política indirecta de la democracia representativa. En ciertos casos, esos procesos de simplificación institucional son el resultado del predominio de instituciones informales sobre las formales, en el sentido que el populismo en el gobierno no promueve procesos de rediseño constitucional: más bien, los reclamos o acciones de dichas agencias son simplemente ignorados por el Poder Ejecutivo. En otros casos, sin embargo, los intentos de hibridación se traducen en reformas constitucionales que suponen un drástico rediseño de la institucionalidad representativa existente. Los procesos de cambio constitucional son justificados como la vía para asegurar el efectivo ejercicio del principio de soberanía popular a través del alineamiento del sistema institucional con la voluntad mayoritaria que la figura presidencial encarna. Como señala Paul Blokker:

El programa constitucional del populismo se presenta como un medio para promover los intereses colectivos del pueblo y para mejorar la proximidad de la política para con el pueblo, para fortalecer el Poder Ejecutivo, para debilitar la oposición en nombre del pueblo, para constitucionalizar los profundos valores e identidades del pueblo, y para institucionalizar canales políticos que permitan la expresión de la voluntad popular en la política formal. Los procesos de cambio constitucional o reforma de la constitución bajo el populismo tiende a describir a las fuerzas que se oponen a dichos procesos como enemigos de la nación/sociedad o como representantes de intereses privados, particulares, y no del bien común (Blokker, en prensa, traducción de autor).

El resultado inevitable de dichas iniciativas es el avance del Poder Ejecutivo sobre los otros poderes institucionales y la pérdida de centralidad del campo de política mediada como lugar en donde se procesa la práctica de la representación democrática.

Conclusiones

La prominencia actual que el populismo ha adquirido como fenómeno político está íntimamente ligado a la expansión experimentada por la democracia liberal. En regiones donde se ha extendido el principio democrático, como ser las Américas y Europa, el conflicto político difícilmente puede transponer los límites que impone la legitimidad democrática. En consecuencia, gran parte de los conflictos políticos que se desarrollan en dichas sociedades suponen luchas por definir la naturaleza y expansión del principio democrático. En este escenario, el populismo se posiciona como el principal contendiente de los regímenes existentes al proponer una visión de la democracia que es menos liberal y más «democrática».

El populismo como una lógica específica de ejercicio del poder puede eventualmente promover procesos de hibridación institucional que resulten en una profunda transformación del escenario en el que se desenvuelve la vida democrática. En este sentido, es necesario reorientar el análisis del fenómeno populista de una estrategia de expresión política a la que outsiders recurren para cuestionar y/o acceder al poder, al análisis del populismo como ejercicio gubernamental. El análisis del populismo en el gobierno abre un escenario que hemos caracterizado como de hibridación institucional que puede resultar en una drástica transformación de los regímenes democráticos existentes.

En tanto y en cuanto el populismo mantenga atracción política como una expresión democrática alternativa al status quo liberal, la posibilidad de hibridación de los regímenes representativos se mantiene como una latente posibilidad. Es por tanto imperativo reflexionar acerca de los rasgos distintivos de dicho proceso así como de las amenazas que crean para la vida democrática. Así como en el pasado el estudio de los procesos de quiebre democrático contribuyó a mejorar nuestra comprensión sobre las amenazas autoritarias que se cernían sobre la democracia, hoy es necesario profundizar el análisis de las estrategias de hibridación puesto que las mismas representan el escenario más probable de deterioro de la institucionalidad de las democracias existentes.

Por último, es necesario señalar que la estrategia de hibridación institucional no está exenta de problemas y contradicciones. Concluiremos resaltando dos limitaciones que dicho proceso conlleva: en primer lugar, un déficit de legitimidad. Dado la naturaleza antagónica que caracteriza a todo proceso de identificación populista, el éxito del mismo supone el establecimiento de un contexto político polarizado que dificulta un acuerdo sobre los principios mismos sobre los que se valida la autoridad gubernamental. La creación de un enemigo indefectiblemente establece un actor que activamente va a vetar las iniciativas y la legitimidad de las autoridades e instituciones sobre los que se aspira a establecer el nuevo orden democrático. En segundo lugar, las limitaciones que le imponen su apelación a la democracia. En gran medida, las credenciales democráticas del populismo contemporáneo se basan en su la legitimidad electoral de la que deriva su autoridad. Por lo tanto, su supervivencia política estará siempre supeditada a los resultados electorales que logre: una derrota en las urnas o cualquier intento de ignorar o tergiversar el principio electoral estarán indefectiblemente acompañados de un debilitamiento de su autoridad política.

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