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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.11 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2017

 

Drogas y política en la Argentina de los ochenta*

Drugs and politics in 1980s Argentina

 

VALERIA MANZANO

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina Instituto de Altos Estudios Sociales, Argentina amanzano@umail.iu.edu

 

Desde las perspectivas de la historia política y cultural, el objetivo general de este artículo es analizar los modos por los cuales, entre 1984 y 1989, los legisladores participaron de la configuración de un «problema de la droga». En particular, el artículo atiende a la construcción de argumentaciones, acuerdos y desavenencias e intenta identificar cuáles fueron los «marcos» que crearon o retomaron a la hora de posicionarse frente al «problema de la droga» en general, y la tenencia de estupefacientes para consumo personal, en particular. Mientras que a escala transnacional se insinuaba una creciente hegemonía de la perspectiva de la salud para abordar las cuestiones de tenencia de estupefacientes, a escala doméstica -en sintonía con la cristalización de un ideario afín a la restauración de un orden político democrático- esa perspectiva se combinó con un lenguaje de derechos. En contextos específicos, como el de 1986, los marcos desplegados por algunos legisladores y miembros de la Corte privilegiaron la defensa del derecho (individual) a la intimidad -por oposición a lo que se entreveía como una intromisión potencialmente autoritaria del Estado en esa esfera-. Ese marco no encontró eco en una mayoría de los legisladores, quienes propusieron otro, centrado en la defensa de los derechos (colectivos) a la salud. Eventualmente, el arco multipartidario que vigorizó este marco en el último trienio de la década de 1980 le dio una inflexión particular al insertarlo dentro de una perspectiva punitiva -que es la que se encuentra en la base de la actual «ley de drogas», sancionada en 1989-.

Palabras clave
drogas - transición democrática - derechos - Congreso - Argentina

Abstract

From the perspectives of political and cultural history, this article reconstructs how legislators participated from the shaping of a «drug problem» in Argentina, between 1984 and 1989. Particularly, the article looks at how legislators delineated their argumentations, agreements, and disagreements and tries to identify the «frames» they deployed vis-à-vis the «drug problem» in general, and the issue of drug possession for personal consumption, in particular. While transnationally a perspective centered on public health gained preeminence throughout the 1980s, domestically it coalesced with a language of rights attuned with a series of ideas connected with the restoration of a democratic civil order. In particular contexts, such as 1986, some legislators and the majority of the Supreme Court of Justice privileged the shaping of a frame centered on the defense of the individual’s right to intimacy—as opposed to what many of them viewed as a potentially authoritarian invasion of the State into that realm. This frame was not successful among a majority of legislators, who proposed another frame, centered on the defense of the collective rights to health. Eventually, the multi-party arch that invigorated this frame in the last triennium of the decade gave it a particular inflexion by combining the «collective right to health» with a punitive perspective, which is at the core of the current drug legislation, passed in 1989.

Keywords
Drugs - democratic transition - rights - Congress - Argentina

 

Desde su reapertura en 1984 hasta 1989 diputados y senadores de las fuerzas políticas mayoritarias (la Unión Cívica Radical, UCR, y el Partido Justicialista, PJ) tanto como de las minoritarias (el Partido Intransigente, PI, la Unión del Centro Democrático, Ucede, y fuerzas provinciales) presentaron 55 proyectos de ley o de resoluciones vinculados con aquello que, de modo genérico, se denominaba «el problema de las drogas». Entre esos proyectos estuvieron las bases para dos leyes que perduran hasta la actualidad: la ley 23358, sancionada en 1986, que estipula la obligatoriedad de incluir en los planes de estudio de la escuela primaria y secundaria campañas de prevención de la «drogadependencia»; y la ley 23737, sancionada en 1989, que constituye el marco regulatorio general sobre producción, tráfico y consumo de estupefacientes. Desde las perspectivas de la historia política y cultural, el objetivo general de este artículo es analizar los modos por los cuales los legisladores fueron delineando aquel problema, atendiendo a la construcción de argumentaciones, acuerdos y desavenencias e intentando identificar cuáles fueron los «marcos» que crearon o retomaron a la hora de posicionarse frente al mismo.

Este trabajo pretende contribuir a dos campos de estudio. En primer lugar, intenta sumar a la historización de las políticas de drogas en la Argentina del siglo XX. Las preocupaciones legislativas de la década de 1980 representaron un tercer contexto de problematización política y cultural sobre las drogas. Como en otros países americanos y europeos, en la década de 1920 había tenido lugar un primer momento de alarma. En sintonía con mandatos elaborados por la Sociedad de las Naciones, diputados como el Dr. Leopoldo Bard (UCR) promovieron legislación que apuntaba a controlar la producción y distribución de narcóticos y alcaloides -los opiáceos y la cocaína-. Sancionadas en 1924 y 1926, respectivamente, las leyes 11309 y 11321 reformaron el artículo 204 del Código Penal al imponer penas a quienes, estando autorizados, expendieran aquellas sustancias sin receta médica y a quienes lo hicieran sin estar autorizados. Más allá que los legisladores y el jefe de la recientemente creada Brigada de Alcaloides discutieron formas de penalizar la posesión de aquellas sustancias para el consumo personal, este último acto siguió amparado por el artículo 19 de la Constitución Nacional, que no autoriza la injerencia estatal sobre los actos privados de los individuos que «no ofendan el orden y la moral pública, y no afecten a terceros». Cinco décadas más tarde, la construcción de un problema de la droga viró en sus fundamentos y en sus alcances: en este segundo contexto, el de la década de 1970, antes que el tráfico y la distribución importaba el consumo y los consumidores, a quienes se representaba como jóvenes. La ley 20771, impulsada por María Estela Martínez de Perón y su ministro de Bienestar Social, José López Rega, fue sancionada con el voto unánime de las bancadas de la UCR y el PJ en septiembre de 1974. Esta ley ampliaba las penas para el cultivo, la producción y el tráfico de «estupefacientes»; estipulaba (en su artículo sexto) penas de uno a seis años de prisión por la tenencia de estupefacientes «así fuera para consumo personal» y proyectaba que, si el juez probaba adicción psíquica o física, el acusado debería someterse a desintoxicación obligatoria; y, por último, resaltaba que los delitos vinculados a estupefacientes serían tratados por la justicia federal ya que eran concebidos como un problema de seguridad nacional. La variación setentista del paradigma prohibicionista traslucía acuerdos del gobierno argentino con su par norteamericano, que desde la presidencia de Richard Nixon había lanzado una «guerra contra las drogas», ofreciendo recursos a países que, como la Argentina, autorizaran el estacionamiento de efectivos de la DEA (Manzano, 2015).

En la perspectiva de la zaga más larga de las políticas de drogas, en la década de 1980 se delineó un tercer contexto, en el cual destacaron tres novedades. En primer lugar, como lo ha analizado la antropóloga Florencia Corbelle (2011), el abordaje en clave de seguridad nacional, aún sin desvanecerse por completo, cedió terreno frente a una perspectiva médica y de la salud. En segundo lugar, tanto las intervenciones parlamentarias como las que se producían desde instancias judiciales pusieron en entredicho al paradigma prohibicionista. En este sentido, a lo largo de 1986 -un año decisivo- el Senado consensuó un proyecto de ley que despenalizaba la tenencia de estupefacientes para uso personal al mismo tiempo que la Corte Suprema de Justicia, en su fallo Bazterrica, declaraba inconstitucional el artículo sexto de la ley 20771. Algunos senadores y miembros de la Corte compartían, además, una aproximación basada en la defensa de los derechos individuales. Como lo ha señalado Roberto Gargarella (2010), los «años de Alfonsín» estuvieron surcados por una corriente liberal que privilegiaba los derechos «de primera generación», como a la libre expresión y asociación, o a la intimidad. Fue este último el que abrió una ventana de oportunidad para intentar rebatir al paradigma prohibicionista, permitiendo así una discusión sobre las relaciones entre derechos, democracia y drogas. La discusión y las políticas se saldaron, no obstante, en función de la preeminencia de aquel paradigma. En tercer lugar, entonces, este contexto permite entrever cómo la combinación de articulaciones políticas y la profundización de la crisis socioeconómica se coligaron, en el último trienio de la década, para que el lenguaje de derechos individuales se opacara y la ventana de oportunidad se cerrara.

Desde esta historia de la política de drogas, asimismo, este trabajo pretende contribuir a un segundo campo de indagaciones: el estudio histórico de la década de 1980. Por un lado, en consonancia con esfuerzos que se están realizando para resaltar la especificidad de coyunturas previas -como la «hora cero» de 1984 enfocada desde la perspectiva de los derechos humanos (Feld y Franco, 2015)- este trabajo se inmiscuye en 1986 para mirar de cerca la fisonomía y debatir los alcances de una «primavera alfonsinista» hacia mediados de la década. De acuerdo a cientistas políticos y sociólogos, en el bienio 1985-6 se habría experimentado una «primavera» en la relación entre gobierno y sociedad, precedida por un bienio plagado de dificultades y proseguida por un trienio más oscuro aún, en el cual la combinación de presiones militares y malestar económico habrían empujado a Alfonsín hacia un «giro conservador» (Aboy Carlés, 2001, pp. 221-253; Novaro, 2010, pp. 195-215). Una mirada pormenorizada a los debates, las decisiones y las políticas en torno a las drogas permite ingresar a esa «primavera» en sus propios términos, y mostrar cómo, incluso en el plano de las ideas, la retórica democrática y el lenguaje de derechos individuales ni impregnaban ni orientaban a la fuerza política mayoritaria, sino a una fracción reducida de la misma. Por otro lado, este trabajo reconstruye el último trienio de la década de 1980 y su saldo de legislación represiva-prohibicionista. La promulgación de esa legislación estuvo condicionada por los éxitos políticos de una coalición multipartidaria, amplia y vociferante que, con la anuencia de prácticamente toda la prensa nacional, lograron recrear un problema de las drogas en clave de salud pública -aunque la «solución» siguió siendo penal-.

Si bien se ha complementado con relevamiento de prensa periódica, estudios médicos y la consulta de los primeros estudios longitudinales sobre «percepción» de las drogas, este trabajo se basa y estructura en torno a intervenciones legislativas: proyectos de resoluciones y leyes, sus fundamentaciones así como los largos debates en la Cámara de Senadores y la de Diputados en torno a la «ley de estupefacientes», que tuvieron lugar en agosto de 1986 y febrero y marzo de 1989, respectivamente. Para focalizar en aspectos sincrónicos y diacrónicos, he optado por una presentación dividida en tres momentos: el primero, entre 1984 y 1986, en cual me interesa ver de qué manera entra el «problema de la droga» al debate parlamentario; el segundo momento me lleva a un detalle más ajustado de la coyuntura de 1986 y, el tercer momento coincide con el cierre de la década. Intentaré dilucidar cuáles fueron los «marcos» utilizados por los legisladores, esto es, «el proceso por el cual desarrollaron una conceptualización particular de un asunto» (Chong y Druckman, 2007a, p. 104), en este caso, el así llamado problema de la droga en general, y de la tenencia de estupefacientes en particular. Mientras que a escala transnacional se insinuaba una creciente hegemonía de la perspectiva de la salud para abordar las cuestiones de tenencia de estupefacientes, a escala doméstica -en sintonía con la cristalización de un ideario afín a la restauración de un orden político democrático- esa perspectiva se combinó con un lenguaje de derechos. En contextos específicos, como el de 1986, los marcos desplegados por algunos legisladores y miembros de la Corte privilegiaron la defensa del derecho (individual) a la intimidad -por oposición a lo que se entreveía como una intromisión po-tencialmente autoritaria del Estado en esas esferas-. Original en la zaga de la historia larga de la política de drogas y de alguna manera vanguardista para su momento, ese marco no encontró eco en la opinión pública ni tampoco -como aquí se analiza- en una mayoría de los legisladores, quienes propusieron otro, centrado en la defensa de los derechos (colectivos) a la salud. Eventualmente, el arco multipartidario que vigorizó y se apropió de este último marco (la defensa del derecho a la salud) le dio una inflexión particular en los debates parlamentarios del último tercio de la década. Además de ampararse en discursos y políticas de corte transnacional, y de una situación política y económica crítica a escala local, el arco multipartidario que logró asociar efectivamente el derecho a la salud con una perspectiva punitiva cumplió de modo más cabal con una concepción que, de acuerdo a Liliana de Riz (1994), habría sido estructurante de la autorrepresentación de los legisladores desde la recuperación del orden democrático: su percepción de ser «correas de transmisión» de demandas sociales. Fogoneadas desde los medios y desde ese mismo arco multipartidario que se beneficiaba con su exaltación, las «demandas sociales» en torno al así llamado problema de la droga fueron, y quizá continúan siendo, punitivas.

Hacer frente a un «nuevo flagelo»

Entre 1984 y 1986, la UCR contó con una mayoría simple en la Cámara de Diputados y el PJ tuvo la propia en la de Senadores. En la Cámara de Diputados solamente, en ese período ingresaron 28 proyectos de ley y de resoluciones vinculados a estupefacientes o, recuperando el léxico de época, al «flagelo de las drogas». Los proyectos tocaban los aspectos más variados del «flagelo» aunque, por su recurrencia, se destacaban tres aspectos: la regulación de las, por entonces, nuevas sustancias estupefacientes; la inadecuación de los centros de rehabilitación; y la creación de programas de prevención. Fue sólo este último eje el que, en 1986, devendrá tema legislado, evidenciando un posicionamiento político más amplio del gobierno alfonsinista frente a las drogas y a quienes se concebían como sus usuarios más comunes, los jóvenes. En este trienio en el cual el «problema» entró a la arena parlamentaria, los legisladores se hicieron eco de la construcción de noticias en el espacio mediático y trajeron a colación un lenguaje de derechos que el nuevo orden democrático debía, a su criterio, preservar y asegurar.

Uno de los grandes núcleos de interés legislativo en el trienio 1984-1986 fue la extensión del consumo de nuevas sustancias estupefacientes, como los pegamentos, entre jóvenes y niños. El uso de esas sustancias de acceso libre y de precios módicos se había instalado como tema de preocupación desde comienzos de la década de 1980, apuntalado por la resonancia mediática de casos como el de Cristian Torres, un niño de 10 años que habría fallecido por intoxicación tras inhalar pegamento (Somos, 10 de abril de 1981). De hecho, los legisladores se hacían eco de las noticias de periódicos para fundamentar sus proyectos. Ta l fue el caso de los justicialistas Néstor Perl y Oscar Fappiano al ingresar un pedido de informes al Poder Ejecutivo, solicitando que se remitiera a la Cámara información precisa sobre casos «de drogadicción con sustancias adhesivas o sintéticas, con desagregación por edad». Solo esos informes podrían ayudar a atenuar el «sensacionalismo de los medios» aunque, resaltaban los diputados, ya era «claro que se trataba de adolescentes y niños pobres» los que estarían deviniendo en el blanco del «flagelo» (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados [DSCD], 14 de agosto de 1985, p. 3353). Ya en 1986 ingresaban a la Cámara de Diputados tres proyectos de ley para prohibir la «venta de pegamentos a base de tolueno a menores de edad» y para crear un registro de expendedores. Los radicales Próspero Nievas y Juan Carlos Castiella, así, tras remarcar que esas sustancias no estaban enmarcadas como «estupefacientes» aunque podrían ser usadas como tales, señalaban las edades de sus usuarios como un agravante para urgir a sus pares a sancionar el proyecto, insistiendo sin embargo que la urgencia no debía hacer olvidar la «vigencia plena del estado de derecho» (DSCD, 27 de agosto de 1986, p. 4210). También enfatizaron la edad de los presuntos usuarios los autores de los otros dos proyectos: el firmado por el justicialista Juan Carlos Barbeito y el representante del Movimiento Popular Neuquino (MPN), Osvaldo Pellín, y el presentado por el representante del PI, Raúl Rabanaque. En sus fundamentos, describieron a los usuarios como pertenecientes a los sectores populares y, en cuanto tales, diferentes al perfil hasta el momento común del adicto -representado como un joven de clase media-. Recuperando una asociación habitual entre «droga» y evasión, Rabanaque fue un paso más allá al sostener que el «pegamento» permitía que «la niñez marginada olvidara, al menos por un momento, el frío y el hambre» y, a partir de ello, formulaba una crítica a las «asignaturas pendientes de la democracia» (DSCD, 28 de agosto de 1985, p. 4775). La presentación en simultáneo de estos tres proyectos terminó por obstruir y dilatar su debate -hasta 1989- pero permitió que cada bancada llevara al recinto una «demanda social» y las fundamentara desde la defensa del estado de derecho o reclamara por «derechos sociales». Asimismo, los proyectos incluían una preocupación sobre la «marginalidad» en la que reverberaba una configuración problemática en torno a la juventud.

Y mientras la aparente constatación de la ampliación del universo etario y social de los usuarios de nuevos estupefacientes generaba preocupación legislativa, ésta se agravaba con una segunda constatación: la inadecuación de los servicios de tratamiento. En tal sentido, el destino del Centro Nacional de Reeducación Social (Cenareso) tomó una nueva relevancia. Creado en 1973, el Cenareso era la única institución estatal cuyos fines específicos eran los de asistir a «drogadependientes» y sus familias mediante tratamientos ambulatorios o de internación. Si bien existían muchos emprendimientos privados (como el Fondo de Ayuda Toxicológica, FAT, creado en 1966) y se sumaban iniciativas semireligiosas, como el Programa Andrés, el Cenareso era la única instancia pública y gratuita (Weissman, 2002). El justicialista Barbeitto y el oficialista Miguel Martínez Márquez llevaron al recinto su voz de alerta apenas reabierto el Congreso, llamando la atención sobre la urgencia de atender a las demandas salariales del personal del Cenareso. Fundamentaron que se trataba de una «tarea insalubre» ya que «la atención de los pacientes que han caído en la drogadependencia supone un esfuerzo, una dedicación y un desgaste psico-físico que superan el de los demás servidores de la salud» (DSCD, 4 y 5 de julio de 1984, p. 1971; DSCD, 20 y 21 de julio de 1984, p. 2341). Si bien en 1984 los diputados de todas las bancadas acompañaron esa demanda, dos años después las condiciones del Cenareso no habrían hecho más que empeorar. Dos diputados justicialistas, Lorenzo Pepe y Domingo Furita, informaron a sus pares sobre una visita a esa institución, pintando un panorama desolador: «¿De qué manera haremos frente al flagelo?», se preguntaban retóricamente (DSCD, 6 de agosto de 1986, p. 3345). La respuesta, para ellos y otros diputados de la oposición, como el demócrata cristiano Carlos Auyero, era declarar prioritario el tratamiento de drogadependientes y, por ende, eximir al Cenareso de las pautas de congelamiento del ingreso a cargos estatales, una medida que habría llevado al «vaciamiento institucional» en un contexto en el cual su pleno funcionamiento se tornaba indispensable (DSCD, 13 de mayo de 1987, p. 560). En las preocupaciones sobre asistencia a los «droga-dependientes», entonces, se filtraban también temas clave de la disputa política, referidos a los alcances de la reforma del Estado y a los posibles cercenamientos de derechos -como el acceso a la salud de quienes se concebían como destinatarios de los tratamientos del Cenareso: los adolescentes de sectores populares-.

Era precisamente la población adolescente la que estaba en la mira del tercer conjunto de proyectos presentados con más recurrencia en el trienio 1984-1986: la promoción de campañas de prevención del uso de drogas. La diputada justicialista salteña Onofre Briz de Sánchez, un mes después de la apertura de las sesiones ordinarias de 1984, presentó el primero de los proyectos de resolución, solicitando al Ministerio de Educación que instrumentara las medidas necesarias para lanzar una campaña permanente de prevención de la drogadicción en los dos últimos años de la escuela primaria y en la secundaria, incluyendo la capacitación docente al respecto. En su fundamentación comentaba las cifras que veía como «alarmantes» de uso de drogas en su provincia, y traía a colación un envejecido tópico de la emulación: «lo que puede ser explicable en otros países, por la alienación que sufren por el stress, no lo es en el nuestro» (DSCD, 25 de julio de 1984, p. 2604). Unos meses más tarde, sus pares Julio Corzo y Florencio Carranza insistían sobre la necesidad de ese programa, aunque fundamentaran con términos muy distintos. Los diputados planteaban que una herencia de los tiempos dictatoriales fue «el culto al éxito, la ambición desmedida y el consumismo» que, sostenían, no ofrecían un marco de acción «sano» para los jóvenes (DSCD, 28 y 29 de septiembre de 1984, p. 4897). Los legisladores se mostraban más interesados en hacer entrar preocupaciones conexas que en fundar sus propuestas en información o valerse de iniciativas existentes (aun para discutirlas). De hecho, a comienzos del ciclo lectivo 1984 las autoridades del Consejo Nacional de Educación Técnica firmaron un convenio con el FAT: sus profesionales iniciaron un proyecto de capacitación docente para prevención de adicciones y dado charlas en 130 colegios técnicos (El periodista de Buenos Aires, 17 de noviembre de 1984). Nada de esto se retomó en el Congreso, pero sí se aprobó un proyecto enviado por el Poder Ejecutivo en 1985, que estipulaba la obligatoriedad de incorporar al diseño curricular de los ciclos primario y secundario la prevención de «drogadependencias» e instruía a los gerentes de medios de comunicación a incluir en sus grillas de programación información discriminada por edades. El resultado de esas iniciativas fue la ley 23358, sancionada en septiembre de 1986 (Boletín Oficial de la República Argentina, 5 de diciembre de 1986). Como plantearon algunos diputados años después, la ley era muy vaga en torno a los contenidos, los instrumentos y las formas de asumir la prevención, lo cual la tornaba de difícil aplicabilidad (DSCD, 18 y 19 de mayo de 1988, p. 1047; DSCD, 20 de julio de 1988, p. 3072; DSCD, 17 de agosto de 1988, p. 3772). Mirando la coyuntura de 1986, sin embargo, es destacable que la primera «ley de la democracia» fuera de carácter preventivo. Durante el primer bienio de reapertura del Congreso tras la última dictadura militar, la preocupación por las drogas y sus usuarios se colocó como un tema de agenda significativo. Los legisladores hicieron uso de terminología que recorría otras zonas de la cultura y la política, en particular del término «flagelo», para indicar la peligrosidad del problema que ellos mismos estaban contribuyendo a posicionar en la arena pública. La interpretación de los alcances de ese «flagelo» se sostenía, sin mucha rigurosidad estadística o técnica, en la advertencia que sus víctimas eran jóvenes y adolescentes, en su mayoría de sectores populares, quienes habrían comenzado a hacer uso de sustancias nuevas y para quienes el Estado no disponía de programas adecuados, ni de «re-educación» ni de prevención. Entendiéndose como «correas de transmisión» de demandas que visualizaban como más extendidas, los legisladores participaron de la creación de marcos de percepción del «asunto» drogas en clave problemática, aunque haciéndose eco de una declinación particular que se ligaba un contexto político en el cual primaba un lenguaje de derechos: a la salud, a la educación, a la protección estatal. Ta l como lo ha analizado Jennifer Adair (2015), la cristalización de ese lenguaje de derechos atravesó a la esfera pública en la así llamada «transición democrática», permitiendo articular demandas e insinuando un nuevo tipo de relación entre la sociedad civil, el sistema de partidos y el Estado. Las disputas en torno a qué tipo de derechos habrían de privilegiarse fueron consustanciales a la construcción del problema de las drogas en la década de 1980, mostrando las posibilidades y los límites de esa «primavera alfonsinista» que eclosionó en 1986.

Si hubo un año decisivo para la problematización de las drogas en la cultura pública y en la esfera legislativa -y judicial- ése fue 1986. En la zaga más extendida de las políticas hacia las drogas, en 1986, por primera vez en seis décadas el paradigma prohibicionista fue testeado desde el lenguaje de los derechos individuales y sociales. La discusión de una nueva legislación sobre producción, comercialización y consumo de estupefacientes corrió en paralelo a la discusión legislativa de otros temas clave para la regulación de la vida privada, notablemente la ley de divorcio vincular (Pecheny, 2010). Ambos tratamientos hablan de un de clima de época, de esa «primavera» en la cual la apertura democrática permitiría, también, poner en sintonía la legislación con las experiencias de las personas, autorizando mayores libertades individuales para tomar decisiones y recortando las potencialidades de las esferas estatales. Sin embargo, las diferencias fueron notorias. En primer lugar, en lo referente al divorcio vincular, la Argentina estaba «atrás» respecto a sus pares latinoamericanos (México la había sancionado ya en 1928, Brasil en 1977 y sólo Chile lo haría con posterioridad, en 2004), mientras que respecto a una legislación no prohibicionista de drogas, nuestro país estaba a la vanguardia. En segundo lugar, y de manera obvia, mientras que la ley de divorcio se sancionó, la discusión de un marco no prohibicionista respecto a los estupefacientes quedó en una media sanción. El carácter de esos intentos de transformación legislativa se relacionaron con los modos de procesar y debatir ideas de derechos individuales y sociales en los cuales resonaban la voluntad política expresa de un núcleo pequeño del oficialismo y se filtraban interpretaciones del proceso democrático recostado sobre el pasado autoritario reciente. Una mirada atenta a los debates sobre drogas en la escena pública en 1986, entonces, permite explorar de cerca las posibilidades y los límites de ese momento «primaveral» en sus propios términos. Asimismo, desde la perspectiva de la teoría del enmarcamiento, un análisis de esos debates permite adentrarnos en la situación de «competencia en la cual [esos] marcos se produjeron» (Chong y Druckman, 2007b). Mientras que una mayoría de los legisladores pisaba un terreno común en el que destacaban la preeminencia del paradigma de la salud (en oposición al de la seguridad nacional) y el lenguaje de derechos, las diferencias se produjeron en torno a cuáles serían los derechos a ser salvaguardados y eclosionaron en las discusiones sobre la tenencia de estupefacientes para consumo personal.

Los legisladores que presentaron proyectos para modificar la ley 20771/ 74 lo hicieron en un marco de intensa preocupación pública. Como sugirieron los sociólogos Ana Lía Kornblit y Eliseo Verón (1989) en uno de los primeros estudios académicos sobre drogas desde las ciencias sociales, fue en 1986 cuando «la droga se convirtió en una moda», al punto que algunas encuestas colocaban a ese «problema» en el segundo lugar entre los temas que aquejaban a los habitantes del área metropolitana de Buenos Aires, siguiendo a las dificultades económicas. Analizando las variaciones en la percepción pública del tema, el artista y periodista Gumier Maier (1986) le apuntaba a los medios, sosteniendo que habían puesto en escena un «auténtico carnaval del flagelo». Más allá de la ironía, era evidente que, a mediados de 1986, la «droga» -en singular- ocupaba un lugar central en la construcción de noticias. El matutino Clarín, por ejemplo, dedicó 120 notas de diversa índole a «la droga» en julio y agosto de 1986, un salto cualitativo si se lo compara con las escasas 13 referencias para el mismo período en 1985, cuando el eje estuvo puesto en incautaciones en las fronteras y noticias internacionales. En julio de 1986, mientras tanto, el foco viró hacia las supuestas conexiones entre «vandalismo» juvenil y drogas. Así, en la cobertura de los festejos del Mundial de Fútbol, Clarín reporteaba al Ministro del Interior, Antonio Tróccoli, quien concluía que los 300 detenidos por actos de «vandalismo» en el centro porteño tenían dos denominadores comunes: «jóvenes y drogadictos» (Clarín, 8 de julio de 1986, p. 28). Asimismo, en la cobertura de una pelea entre estudiantes de las escuelas Sarmiento y Carlos Pellegrini -también en el marco de los festejos por el Mundial- la crónica no dudaba: «pese a haberse decretado el secreto de sumario, se sabe que los estudiantes estaban bajo los efectos de la droga», lo cual explicaría por sí solo la virulencia de las agresiones (Clarín, 1 de julio de 1986, p. 11; Clarín, 2 de julio de 1986, p. 14). La asociación entre juventud, drogas y vandalismo, sin ser por cierto novedosa, operaba como un modo de intervención específica en los debates sobre legislación de estupefacientes. Poco importaba que, al ser consultadas, autoridades médicas y policiales negaran una relación causal entre incremento de consumo de drogas (ilícitas) y «auge del delito»: al menos para un actor clave en la prensa, Clarín, la conexión era «un hecho de la crónica diaria» (Clarín, 17 de agosto de 1986, p. 38).

La tríada juventud, drogas y delito surcaba la construcción mediática del «problema de la droga» a mediados de 1986 pero su gravitación fue más tenue en la arena legislativa. En agosto de 1986 había cuatro iniciativas en danza para reformar la ley 20771: un proyecto con dictamen favorable de la Comisión de Legislación Penal del Senado (basado en proyectos de los radicales Adolfo Gass y Fernando Mauhum y los peronistas Alberto Rodríguez Saá y Vicente Saadi) y los proyectos presentados por los diputados Lorenzo Cortese (UCR), Néstor Perl (PJ) y Alberto Flores (PJ). Tratándose de un área que, en jerga parlamentaria, se denomina «de conciencia», el tratamiento de una ley de drogas -como ocurrió en paralelo con el divorcio vincular- atravesó, dividiéndolos, a los bloques parlamentarios. Si un tema hizo eclosionar la acción en bloque, ése fue el de la regulación de la tenencia de estupefacientes para consumo personal. En particular, el dictamen del Senado sentó las bases de la discusión y el debate en ese cuerpo marcó los tiempos. Otra vez en jerga parlamentaria, los senadores que avalaron el dictamen habrían «primereado» a sus pares de la Cámara Baja, llevándolos al terreno de la disputa ideológica en torno a la primacía de derechos «individuales» o «colectivos» (Clarín, 6 de agosto de 1986, p. 38).

El dictamen de la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Senadores postulaba la despenalización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal y la del cultivo para los mismos fines. Tal posición era el resultado de convergencias institucionales, de alcance nacional y transnacional, tanto como de la voluntad política del Poder Ejecutivo, o más precisamente de Alfonsín y de algunos colaboradores cercanos, como Jaime Malamud Goti, quien se definiera como un «liberal radical» en el sentido norteamericano (Ferrari y Heredia, 1987). En 1985, Alfonsín firmó el decreto 1383, que disolvía a la Comisión Nacional sobre Toxicomanías y Narcóticos (Conaton), creada durante el gobierno de facto de Alejandro Lanusse y foro del que surgieron las plumas que dieron forma al texto de la ley 20771, entre las que se destacaba la del Dr. Carlos Cagliotti, su presidente entre 1973 y 1986 y también, durante el mismo período, director del Cenareso. Para suplantarla, creaba la Comisión Nacional contra el Tráfico de Estupefacientes y el Uso Indebido de Drogas (Conad), presidida por el Ministro de Salud y Acción Social, Cornado Storani, e integrada por representantes de los ministerios, además de un consejo asesor en el cual se destacaba el director del FAT, Santiago Calabrese, a quien se encomendó realizar un informe de la labor del Conaton y Cenareso en el cual aconsejó la intervención de tal organismo, al que describía como inoperante y desbordado (Levin, 2012). En términos más generales, la Conad pretendía «coordinar la participación de organismos públicos y privados para la elaboración de políticas dirigidas a la prevención y represión del narcotráfico y al control del abuso de sustancias estupefacientes» (Boletín Oficial, 31 de julio de 1985, p. 7). Contando con la participación de Malamud Goti y de Silvia Alfonsín, la Conad se concentró inicialmente en intervenir sobre las instituciones existentes, en investigar legislación comparada, y en buscar esquemas preventivos integrales, ejes que -como lo analizó Guillermo Aureano (1997)- eran por entonces disonantes con los mandatos de la «guerra a las drogas» relanzada por Ronald Reagan, y más cercanos a esquemas europeos promovidos por ONG. En lo referente a la legislación y a la concepción en torno al estatus de los usuarios, los miembros más reconocidos de la Conad respaldaban sus ideas en las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que sostenía que los adictos a las drogas eran «enfermos», desaconsejando su criminalización (Clarín, 3 de julio de 1986, p. 38).

Durante tres largas sesiones, la Cámara de Senadores debatió el proyecto que contaba con dictamen favorable de la Comisión de Legislación Penal y las discusiones se centraron en el tema de la tenencia y en la obligatoriedad de desintoxicación. Una de las propuestas que estaba en la base del dictamen, presentada por Rodríguez Saá, llevaba la impronta del entonces camarista Raúl Zaffaroni, y de hecho devino la base que estructuró al texto final «bajado» al recinto para el debate. El texto presentaba notables modificaciones vis-a-vis la ley 20771. En principio, aumentaba significativamente las penas para los delitos de tráfico, llegando al punto que si se demostraba existencia de una asociación para tales fines, los responsables deberían cumplir penas de hasta 25 años -esto es, comparables a las del homicidio-. Asimismo, introducía gradaciones de penas en función del lugar (de subordinación o responsabilidad) dentro de las cadenas de producción y comercialización de estupefacientes (que definía de acuerdo a la OMS); diferenciaba las penas en la producción y comercialización según se tratara de estupefacientes que produjeran, o no, «dependencia rígida»; y expresamente se anotaba que no era punible «la siembra, cultivo o almacenamiento de estupefacientes para el consumo personal e inmediato.» Por último, se va de suyo que tampoco era punible «la adquisición y tenencia de estupefacientes para propio consumo inmediato, cuando por la cantidad y el modo no pongan en peligro la salud de terceros». En caso de ser aprehendida con dosis para uso personal, la persona sería llevada ante una «autoridad sanitaria» pero no podría quedar detenida por más de 24 horas, después de las cuales esa autoridad indicaría los pasos a seguir, que incluirían tratamiento ambulatorio u otra medida de «seguridad preventiva» (Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores [DSCS], 21 de agosto de 1986, pp. 1832-36). Con este último elemento, este proyecto contrastaba aún más con la ley vigente (y su mandato de rehabilitación obligatoria) y configuraba una aproximación en clave tripartita: intensificación de las penas para los «traficantes»; gradación de penas de acuerdo a sustancia y escala para los intermediarios y quienes se dedicaran al «menudeo» (a quienes, sin embargo, se entendía como adictos); y, lo más controvertido, despenalización de la tenencia y el cultivo para fines individuales. Quienes se dedicaran al «menudeo» (el último eslabón de la cadena) y quienes poseyeran estupefacientes para consumo personal (fuera de la cadena) pasaban a engrosar la categoría de enfermos a quienes habría que tratar como tales.

A pesar de enfatizar que el proyecto con dictamen favorable incluía la intensificación de las penas para tráfico (y adosaba otras relativas al lavado de dinero), tanto quienes lo defendieron como quienes lo cuestionaron en el recinto aludieron de modo primordial a la despenalización de la tenencia, poniendo en juego disimiles procesos de enmarcamiento del «problema», más cerca o más lejos de sus vínculos con la salud o con el delito. Los senadores que defendieron el proyecto avalado por la Comisión de Legislación Penal, Rodríguez Saá y Gass, pusieron el foco en la necesidad de «perseguir al traficante y descriminalizar al joven», entendiendo que los usuarios pertenecían a ese segmento etario y que eran «enfermos» (DSCS, 21 de agosto de 1986, p. 1851). Para fortalecer sus posiciones -y a diferencia de los fundamentos que, como se detalla abajo, sostuvo la mayoría de la Corte Suprema- los senadores que defendían el proyecto no consideraron que existiera un derecho individual a resguardarse en el acto de consumo personal, sino antes bien oscurecían la diferencia entre usuario y adicto, englobándolas en la categoría de «enfermo». En términos relacionales era un avance en relación a quienes, en ese mismo momento, los consideraban como criminales. El justicialista Humberto Martiarena y el radical Luis Brasesco insistieron en que el «drogadicto es el último eslabón de la cadena» y, por ende, su conducta debía ser punible. A la vez, seguían sosteniendo que la ampliación del consumo de drogas -no mencionaban al tráfico- era un tema de «seguridad nacional», argumento que también compartió la senadora radical Margarita Malharro de Torres (DSCS, 21 de agosto de 1986: pp. 1871, 1875, 1877). De modo menos extremo, Eduardo Menem y Fernando de la Rúa iban en el mismo sentido. Menem planteó que el proyecto de ley era «demasiado permisivo» y focalizó su atención en el cultivo: «nadie lo hace para consumo personal solamente,» sostenía, «sino para compartir, al menos con amigos». De la Rúa concentró su intervención en el consumidor, considerando que se trataba de una «conducta antisocial» que sí afectaba «el orden y la moral»: proponía una pena de prisión reducida a cuatro meses (la ley 20771 ponía un mínimo de seis meses) y someter al consumidor a «tratamientos de rehabilitación obligatorios». Más allá de su intervención concreta, lo central de la posición de De la Rúa fue su llamado a «enfriar el debate», algo que se concretó con la convocatoria a un cuarto intermedio (DSCS, 21 de agosto de 1986: p. 1881). La semana que medió fue clave para la introducción de modificaciones al texto de la ley, en medio de presiones que se hacían sentir desde la prensa diaria y discusiones en cada bancada (Clarín, 25 de agosto de 1986, p. 16; Clarín, 27 de agosto de 1986, p. 42). Retomado el debate, los senadores terminaron por acordar un nuevo articulado en el que se penaba el cultivo, aún para uso personal, y se condicionaba a la tenencia para los mismos fines. Si bien se mantenía el principio de la inimputabilidad, se adosaba la obligatoriedad de una «medida educativa» (si fuera la primera vez) o «curativa» (si hubieran antecedentes), y se estipulaba que, de no cumplirse con esas «medidas de seguridad», la persona tendría que cumplir una condena penal. Mauhum fue el único que señaló que esa modificación atentaba contra el artículo 19 de la Constitución, ya que reintroducía la punibilidad de un acto de consumo individual (DSCS, 27 y 28 de agosto de 1986, p. 2030). Fue una voz expresiva del núcleo ideologizado del oficialismo, pero que en el terreno legislativo se encontraba en minoría. El suelo común para acordar, al menos en lo concerniente a la tenencia para uso personal, fue la conceptualización del usuario (que siempre se presumía joven) en cuanto adicto, esto es, un enfermo y no un «delincuente», cuyos derechos a la salud debían ser resguardados.

Si el senador Mauhum -y un grupo relativamente chico de diputados- se esforzaban por encauzar al debate sobre drogas en una lectura liberal de la Constitución y focalizaban más en los derechos individuales que en la ecuación entre usuarios y adictos, fue en parte porque tuvieron el respaldo de un fallo de la Corte Suprema, dado a conocer el 29 de agosto de 1986 -dos días después que el Senado aprobara su proyecto de ley modificado-. Como lo sostenía el abogado y criminólogo Elías Neuman -un crítico acérrimo de la política de drogas- era evidente que, en la primera década de vigencia de la ley 20771, un sector de los jueces cuestionaba, en su práctica cotidiana, el artículo sexto, simplemente por no autorizar el arresto de personas detenidas con escasa cantidad de estupefacientes (El periodista de Buenos Aires, 18 de enero de 1985). A comienzos de 1985, en un publicitado fallo, el Doctor Carlos Oliveri declaró el sobreseimiento de Alfredo Sosa, un pintor de 20 años que había sido apresado en noviembre de 1984, cuando la policía lo encontró fumando marihuana en Parque Lezama. Oliveri sostenía que la tenencia de estupefacientes para consumo personal estaba amparada en el Artículo 19 de la Constitución y que «el problema de la droga no se solucionará autoritariamente, invadiendo la vida privada de los consumidores» (Clarín, 7 de febrero de 1985, p. 33). En los días que siguieron, la prensa consultó a diferentes especialistas, quienes se mostraron de acuerdo con el fallo y con otros que, en la misma línea, venían sosteniendo los jueces Raúl Muruba y Juan Cardinali (Clarín, 10 de febrero de 1985, pp. 34-35). Sin embargo, esas decisiones estaban sujetas a la contingencia del juez -sin estar amparadas en un marco legal específico o una decisión del tribunal más alto-. Esa decisión llegó con el fallo de la Corte Suprema en torno al famoso «Caso Bazterrica». Guillermo Bazterrica era el guitarrista de Los Abuelos de la Nada, y en 1985 fue condenado a un año de prisión por violar el artículo sexto de la ley 20771. Atento al nuevo contexto, su abogado procuró darle un perfil político al caso y solicitó declarar inconstitucional al artículo sexto. El caso llegó a la Corte Suprema, una que se había renovado recientemente con la incorporación de tres miembros de reconocida trayectoria académica y además dotados de una perspectiva liberal en lo concerniente a su lectura de la Constitución (Gargarella, 2010, pp. 30-1). Eso hicieron al declarar inconstitucional al artículo sexto de la ley 20771. En un fallo dividido, el Dr. Enrique Pettrachi, portavoz de la mayoría, sostuvo que

.en nuestra sociedad en la que, a consecuencia de los últimos años, los hábitos de conducta, modos de pensar y formas culturales autoritarios se han entronizado (...) no menos esencial que la lucha contra la proliferación de las drogas es la afirmación de la concepción, escrita en nuestra Constitución, por el cual el Estado no puede ni debe imponer ideales de vida a los individuos, sino ofrecer el marco de las libertades para que ellos elijan (Corte Suprema de Justicia de la Nación, Boletín de Fallos).

Enmarcada en una interpretación de la coyuntura en clave de la dicotomía entre democracia y autoritarismo, el fallo enfatizaba un rol para el Estado: ofrecer garantías para las libertades y los derechos individuales.

En lo concerniente a las políticas sobre estupefacientes, y a los términos para concebirlas, 1986 en efecto fue un año decisivo, en el que se pusieron en competencia diferentes procesos de enmarcamiento del «problema de la droga» en sintonía, también, con lecturas disímiles sobre qué se esperaba del proceso democrático. En primer lugar, luego de un trienio de creciente atención en los recintos legislativos, fue en ese año cuando se sancionó la primera ley vinculada a drogas desde la restauración de un orden democrático, ley que -como se analizó en el apartado anterior- se relacionaba con las campañas de prevención, antes que con la faceta más represiva. Se trató de una ley con origen en el Poder Ejecutivo, ilustrando un modo de involucramiento con el «problema de la droga» en el que, al menos retóricamente, se perseguía una estrategia integral y preventiva, antes que puramente penal. En segundo lugar, esa misma voluntad gravitaba en los acuerdos iniciales, interbloques, en el Senado. En relación al tema más debatido, el de la despenalización de la tenencia para consumo personal, esos acuerdos mostraban posibilidades y límites. Los senadores pusieron en juego dos aproximaciones generales: una, que proseguía con la criminalización del acto de tenencia (y consumo) y otra, que ubicó al tenedor (representado como joven y adicto) como enfermo, desplazando el eje de gravitación hacia la salud pública. Fue ese enmarcamiento centrado en la defensa del derecho a la salud el que, transitoriamente, pudo entroncar con una voluntad antipunitiva, que tuvo como corolario la media sanción del Senado a un proyecto que despenalizaba la tenencia de estupefacientes para consumo personal. Fue solo una minoría de legisladores, en este contexto, la que construyó y se aferró a otro marco, focalizado en la idea de salvaguardar un derecho individual amparado por la Constitución. Esa era la posición asumida por un conjunto de jueces y la Corte Suprema. En este arco anidaron las intervenciones principistas al «problema de la droga» desde un clivaje liberal y democratizante.

En lo referente a la política sobre drogas, el tipo de intervención liberal tenía ecos en algunos sectores de la sociedad civil, que desde comienzos de la década de 1980 exploraron y sostuvieron posturas antiprohibicionistas. Como parte de una apertura más amplia de la cultura argentina, de hecho, algunas voces pidieron abiertamente la legalización de la marihuana. En agosto de 1983, por ejemplo, la revista Cerdos & Peces, una de las iniciativas contraculturales más perdurables de la década de 1980, inició una campaña para legalizar el cultivo y la tenencia de marihuana, un emprendimiento para el cual contó con el apoyo de numerosos periodistas de la revista El porteño (Symns, 1983, p. 2). Asimismo, a diferencia de sus predecesores de la década de 1970, durante la de 1980 las ramas juveniles de varios partidos trotskistas también apoyaron la legalización del cultivo y la tenencia de marihuana para consumo personal (El porteño, mayo de 1988, pp. 14-5). Se trataba de grupos minoritarios, con escasa -o nula- capacidad de hacer lobby sobre el Poder Ejecutivo, los legisladores o la Corte Suprema. Sin embargo, su mera existencia pública atestigua un giro en la tramitación política y cultural de «la droga», una que compartía con una franja ideologizada del alfonsinismo una perspectiva liberal radicalizada en torno al rol del Estado vis-a-vis las libertades y derechos individuales.

En términos políticos, esa voluntad liberal marcó a la «primavera» pero se trató de una posición débil. De hecho, apenas el proyecto modificado salió de la Cámara de Senadores, debería haberse tratado en Diputados. En esa Cámara aguardaban otros tres proyectos. El radical Cortese, quien estaba deviniendo en la voz experta en el partido oficialista, había presentado uno confeccionado en colaboración con Lucio Hererra quien, como lo denunciara en su momento el periodista Horacio Verbitsky (1986, pp. 2-3), había sido un «camarista elegido por Videla». El proyecto de Cortese era claramente represivo: además de aumentar todas las penas (volviéndolas no excarcelables), no distinguía entre producción y comercialización, penalizaba la tenencia de estupefacientes para consumo personal, insistía con los tratamientos de rehabilitación obligatorios y hasta ilegalizaba el coqueo (la práctica de masticar hojas de coca, extendida en las provincias del noroeste). En una opinión que ganaría adeptos en los años siguientes, Cortese sostenía públicamente que la drogadicción afectaba a un porcentaje mínimo pero, en tanto «enfermedad social», tenía potencialidades de multiplicarse. La tarea del legislador, en su opinión, era cuidar por el «derecho a la salud» y ése sería su caballito en la batalla: el bien a protegerse era la salud pública (Clarín, 27 de agosto de 1986, p. 43). El justicialista Aníbal Flores compartía esas ideas y aquel afán represivo, llevándolo un paso más allá, ya que en su proyecto planteaba la pena de muerte para los traficantes (DSCD, 6 de agosto de 1986, p. 3114). Muy lejos de ambos estaba el tercer proyecto presentado en la Cámara de Diputados, del peronista renovador Néstor Perl. Similar al proyecto inicial de la Comisión de Legislación Penal del Senado -incluyendo la despenalización de la tenencia para uso personal- los fundamentos de Perl fueron los más sofisticados de todos los presentados en la década de 1980. En su conclusión, Perl le apuntaba al sensacionalismo de la prensa diaria («quieren hacer creer que la democracia trajo un aumento de la droga, para imponer esquemas más represivos») y a los otros proyectos de la Cámara, a los que juzgaba como «puramente punitivos» (DSCD, 6 de agosto de 1986, p. 3197). Los ecos de su propuesta se disiparon con rapidez. Antes que discutir los proyectos propios y asumir el debate del proyecto proveniente de Senadores, Diputados demoró casi tres años para dar su propio debate sobre drogas. Esa dilación fue a la vez una táctica y un resultado: esquivar los «condicionamientos» del proyecto del Senado y producir una nueva alianza político-cultural.

Legislar y prohibir

En los tres años que mediaron entre la aprobación del proyecto originado en el Senado y la sanción de la ley 23737, en septiembre de 1989, la problematización política de las drogas atravesó profundas transformaciones. En primer lugar, se multiplicaron los cuerpos dedicados a la misma. En segundo lugar, mediante su participación en tales cuerpos, la gravitación de ciertos diputados, como el radical Cortese y el peronista Alberto Lestelle, fue in crescendo al punto de convertirse en los expertos reconocidos. En tercer lugar, en esas transformaciones reverberaba un alineamiento con las políticas de las agencias norteamericanas de control de narcóticos. Esas transformaciones, asimismo, se recostaron sobre una cambiante escena política local. En las elecciones legislativas de 1987 el alfonsinismo sufrió un duro revés: no solo perdió la mayoría simple en la Cámara de Diputados sino que también perdió parte de su ímpetu renovador y su legitimidad originales. Las asonadas militares y la profundización de la crisis económica sentaron las coordenadas de un trienio sombrío, rematado con las dinámicas hiperinflacionarias, la victoria justicialista en las elecciones presidenciales, y la finalización anticipada del mandato de Alfonsín. En lo concerniente a la preocupación pública respecto a las drogas, mientras tanto, desde el verano de 1988 la atención había virado notablemente hacia el tráfico y consumo de cocaína, una atención que tuvo picos de resonancia mediática con el descubrimiento de la «Operación Langostinos» -el decomiso de 640 kilos de cocaína en tránsito hacia España- y, de modo más resonante, con las muertes de Alicia Muñiz y Alberto Olmedo en Mar del Plata, muy diversas entre sí pero presuntamente unidas por el consumo de cocaína (El porteño, abril de 1988, pp. 37-49). El debate legislativo sobre una nueva ley de estupefacientes se retomó un año después de aquel verano y la ley 23737 se sancionó por fin en septiembre de 1989, ya durante la presidencia de Carlos Menem, quien en su campaña electoral había prometido penar con muerte a quienes «trafican con la muerte» (Ruiz Nuñez, julio de 1988, p. 26). La exploración del último trienio de la década de 1980 en clave de las políticas de drogas es la de la consolidación de un arco político que se aproximó a ese problema desde un ángulo punitivo. A la hora del debate parlamentario en Diputados, ese arco combinó de modo eficaz un enmarcamiento centrado en la defensa del derecho a la salud colectiva con la criminalización de la tenencia, a lo cual se le opuso un núcleo cada vez más reducido de legisladores que retomaron el marco más ideologizado y liberal, centrado en las libertades individuales.

Tras haber sido «primereados» por la Cámara de Senadores, los diputados interesados en la transformación de la legislación sobre drogas dilataron el debate. Como parte de esa táctica dilatoria, crearon en el seno de la Cámara una Comisión de Drogadicción. Como lo ha analizado en detalle Florencia Corbelle (2011), la Comisión estaba presidida por el farmacéutico Lestelle (quien se había aliado con Eduardo Duhalde en las internas del PJ de 1988) y contaba con dos vicepresidentes: Cortese y Primo Constantini, un peronista renovador que actuaba en alianza con los diputados del PI que se oponían al modelo prohibicionista. Lestelle nombró como su asesor a Cagliotti, quien encontró en la Comisión un refugio desde el cual dar batalla tras haber perdido su posición como director del Cenareso. Allí, Cagliotti invitó a participar de las reuniones a representantes de la Gendarmería, de la Policía Federal, de la recientemente creada Comisión Interamericana de Control del Abuso de Drogas (que apuntalaba las políticas de Washington y en particular el enfoque «guerrero») y a otros expertos que clamaban por el endurecimiento de los marcos regulatorios para el control del tráfico y el uso de drogas. En definitiva, Cagliotti inclinaba la balanza en un sentido muy claro. Y a ese mismo sentido apuntaba la Conad desde que, en 1987, asumiera su presidencia Enrique de Vedia, promotor de modelos de comunidades terapéuticas como el Programa Andrés, que se postulaban abiertamente por el prohibicionismo (El Porteño, mayo de 1989, pp. 44-5). Desde las dos instancias más significativas, durante el último trienio de la década de 1980 se fortalecía el paradigma prohibicionista.

El paradigma prohibicionista y «guerrero» no era, por supuesto, privativo de la Argentina. De hecho, ese paradigma se intensificó durante la presidencia de Reagan, cuando las relaciones interhemisféricas se codificaron en función de la cooperación de los países latinoamericanos en la «guerra a las drogas», relanzada formalmente en 1986 (Davenport-Hines, 2002, pp. 230-5). Una de las primeras batallas de esa guerra fue el operativo Altos Hornos, en el cual el gobierno boliviano aceptó la intromisión del ejército norteamericano para fumigar plantaciones de coca en la región de Chapare. En el ámbito local, esa intromisión fue cuestionada por prácticamente todo el espectro de partidos, incluido el oficialismo (El periodista de Buenos Aires, 26 de agosto de 1986, pp. 19-20). Pero ese cuestionamiento no obturó que el gobierno argentino -como sus pares latinoamericanos- se alineara con una política de incremento del control del tráfico y la producción de estupefacientes. En 1987, el canciller Dante Caputo firmó un acuerdo de cooperación por el cual el Estado argentino se comprometía a enviar informes semestrales a su par norteamericano, que otorgaría certificados de confiabilidad. El Departamento de Estado, una vez producido el certificado, giraría fondos para apuntalar a las instituciones de control, en particular la Gendarmería y la división de toxicomanía de la Policía Federal. La confiabilidad de la Argentina, para el Departamento de Estado, no estaba garantizada. Por ejemplo, en la Reunión de Ejércitos Americanos que tuvo lugar en Mar del Plata en 1987, los representantes argentinos sostuvieron con cierta vehemencia la posición de que el ejército no debía intervenir en la lucha contra el narcotráfico, un reclamo de sus pares norteamericanos (Malamud Goti, 1994, p. 18). Un año más tarde, el secretario de Estado James Baker «sancionaba» a la Argentina, sindicándola -ahora- como país de producción, y no solo de tránsito, de cocaína, lo cual hacía trastabillar los acuerdos de fondos y la mentada confiabilidad (Ruiz Nuñez, julio de 1988, pp. 82-5), una decisión que fue traída a colación por los diputados que convocaron a debatir la nueva ley de drogas.

En febrero y marzo de 1989, en seis sesiones extraordinarias, la Cámara de Diputados debatió una nueva ley de drogas, y nuevamente la cuestión de la tenencia para consumo personal dividió aguas, evidenciando la movilización de diferentes procesos de enmarcamiento. Había dos proyectos en danza. El primero, con dictamen de mayoría de la Comisión de Drogadicción, era el de Cortese. El segundo, por la minoría, era el presentado por la diputada radical Lucía Alberti en 1988, que preveía la despenalización de la tenencia para consumo personal y -a diferencia del Senado- se oponía a la obligatoriedad de los tratamientos. En su fundamentación, Cortese y Florentina Gómez Miranda (UCR) abogaban por la punibilidad de la tenencia utilizando dos argumentos. En primer lugar, planteaban que el «adicto» constituía el último eslabón de una cadena ilícita y que el bien a protegerse, antes que la intimidad o el derecho individual, era la «salud pública». En segundo lugar, añadían una novedad contextual: la salud pública, estaba en riesgo porque, sostenían, «en los medios de uso se encuentra una de las causas de contagio de nuevas enfermedades», en una alusión a la utilización de las jeringas y la difusión del SIDA (DSCD, 22 de febrero de 1989, p. 7729). Mientras tanto, al fundamentar el dictamen de la minoría, los diputados Luis Giacosa (PJ), Matilde Fernández de Quarracino (UCR) y Osvaldo Pellin (MPN) aseguraron que hacían propio el proyecto de la diputada radical Lucía Alberti y que retomaban los mandatos de la Corte Suprema, a la vez que enfatizaban la inconstitucionalidad -y la escasa efectividad- de los tratamientos obligatorios (DSCD, 22 de febrero de 1989, p. 7737).

El debate que siguió recuperaba y actualizaba los ejes que habían recorrido al debate en el Senado en 1986, pero poniendo en evidencia la articulación de procesos de enmarcamiento más pronunciados, con la competencia entre uno que ponía énfasis en la salud pública y otro en los derechos individuales. Entre quienes defendían el dictamen en mayoría, los argumentos se centraban en la defensa del derecho a la salud, uno que -al decir de Gómez Miranda en su alocución- es un «derecho social al que ningún derecho individual puede oponérsele» (DSCD, 22 de febrero de 1989, p. 7746). Asimismo, varios diputados hicieron entrar al debate cifras de escasa confiabilidad en torno a la intensificación del uso de drogas ilícitas, incluyendo a José María Ibarbia (UCD), quien sentenciaba que «hay en el país 300000 usuarios de drogas duras, que se inician entre los 15 y 17 años, y un 20 por ciento tiene SIDA» (DSCD, 8 de marzo de 1989, p. 7767). También Cortese recurrió a las cifras, en su caso para sostener que «el 80 por ciento de quienes empiezan experimentando terminan en la adicción y se deslizan hacia el tráfico,» un motivo común entre quienes construían una representación que diluía las fronteras entre usuario, adicto y potencial criminal (DSCD, 29 de marzo de 1989, p. 7880). Mientras tanto, los argumentos del núcleo de diputados que se postuló a favor del dictamen de minoría eran más variados. Como sus pares en el Senado en 1986, sostuvieron que el adicto es un «enfermo» y no un criminal. Algunos diputados incluyeron también novedades contextuales, desplegando argumentos antiimperialistas para remarcar que el «modelo penal» era impuesto por Estados Unidos y sus políticas para la región (DSCD, 29 de marzo de 1989, p. 7889). Dentro de esas voces que se pronunciaron contra la criminalización de la tenencia para uso personal, sin embargo, fue solamente Lucía Alberti quien resaltó la «necesidad democrática» de salvaguardar el derecho a la intimidad. Más fundamentalmente, sostuvo que quienes veían una contradicción entre «lo exterior y lo interior» fomentaban la persistencia del autoritarismo y, con él, dejaban «un duro lastre para esta etapa fundacional de la democracia, que ha tenido como base la jerarquización de la autonomía de la conciencia y la libertad individual» (DSCD, 15 de marzo de 1989, p. 7839).

La labor de la alianza entre el radical Cortese y el peronista Lestelle rindió sus frutos. El 29 de marzo, al votar el artículo 14 del proyecto con dictamen de mayoría, que preveía la prisión de un mes a dos años para quienes tuvieran en su posesión estupefacientes, «así fuera en cantidades para consumo personal», 105 diputados lo hicieron por la afirmativa, contra 22 que se manifestaron por la negativa. Como corolario de la tarea política de tres años de aquella alianza, la Cámara de Diputados dio su media sanción a un proyecto que, en lo sustancial, recolocaba al «problema de la droga» en el ámbito penal, aunque lo hiciera bajo el paraguas del derecho a la salud. Refrendada en la Cámara de Senadores en septiembre de 1989, la ley 23737, en comparación con el esquema legal precedente, aumentaba significativamente las penas para todas las figuras relacionadas al cultivo, la producción, el almacenamiento, el comercio y la distribución de estupefacientes, penalizaba la tenencia para consumo personal, y reintroducía la noción de «medidas de seguridad» curativas o educativas para los «adictos» -una decisión que permitió el crecimiento exponencial de las múltiples iniciativas privadas de oferta de tratamientos, que oficiaron como agentes «terciarizados»-. Sobre todo, como lo remarcaba un periodista que supo tener varios «mano a mano» con Cortese, el proyecto, y la ley que resultó, hacían sonar la voz de alarma sobre «los contornos autoritarios que asumen las instituciones originariamente democráticas, y, por otro lado, la pasividad con que la sociedad argentina va asumiendo los designios de los que se erigen en garantes del bien común» (Ragendorfer, 1988, s/p).

Conclusiones

Como había sucedido en 1974, cuando se sancionó la ley 20771, en septiembre de 1989 solo unas pocas voces se manifestaron contra la ley 23737. El arco encabezado por Cortese y Lestelle había ganado no solamente una batalla parlamentaria sino también una batalla política y cultural más amplia, en la que se entretejían ideas de derechos y del rol del Estado, tanto como del orden social y de la juventud. La historia de las políticas de drogas, en el mediano plazo, es la historia de ese arco político y cultural de corte autoritario y punitivo, que construyó en «la droga» y en sus usuarios distintas versiones del enemigo público ante el cual pueden ser suspendidas las garantías y los derechos individuales en aras de preservar, de acuerdo al contexto, a la seguridad nacional o a la salud pública. Sin embargo, la mirada centrada en el mediano plazo también permite localizar las disonancias. Una de ellas se configuró, como posibilidad, en ese año bisagra que fue 1986. Fue en ese año cuando, por primera vez en décadas, el paradigma prohibicionista se puso en entredicho, despejando el camino para la articulación de otras opciones a tono con el clima de apertura democrática y de salvaguarda de los derechos individuales, de «primera generación». Una concepción liberal de la persona y de su autonomía, vis-a-vis el poder coactivo del Estado, estuvieron en el centro de la decisión de la Corte Suprema y, en menor medida, de los senadores que apoyaron la despenalización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal. Además de su efectividad concretas -un precedente judicial que, hasta hoy, sigue sosteniendo las decisiones de algunos jueces y, de modo más coyuntural, un proyecto que se perdió al pasar, dilatado el tiempo, a la otra Cámara- esa aproximación ilumina un momento de la así llamada «transición democrática», atravesado por las potencialidades y los límites de la corriente liberal que lo animaba. Esa corriente, expresión de ideas y de prácticas, fue minoritaria y débil, incluso en su momento de esplendor, en su «primavera». Mirando desde la perspectiva del «problema de la droga», mucho más versátiles fueron las posiciones que construyeron un proceso de enmarcamiento centrado en defensa de derechos colectivos, como el de la salud, por sobre aquellos individuales.

Ya desde su ingreso a la arena legislativa apenas reabierto el Congreso, el «problema de la droga» se configuró como uno ligado a problemas y even-tualmente derechos sociales a ser resguardados o defendidos. En el centro de la atención legislativa y también mediática, la figura del «joven adicto» galvanizó la atención pública, suscitando proyectos de prevención integral o alentando a intensificar (o, al menos, no desfinanciar) propuestas de rehabilitación. En el trienio inicial, entre 1984 y 1986, los legisladores interesados en el tema llevaban al recinto, de modo habitual, tanto información como términos tomados de la crónica periodística (incluyendo la noción de «flagelo») y fueron pocos quienes se hicieron eco de las opiniones y experiencias que contemporáneamente desplegaban los «expertos» en toxicología o criminología. Esas opiniones fueron retomadas en el modelado de un enmarcamiento que apuntó a la descriminalización de la tenencia de estupefacientes para uso personal, una posición clave en el año bisagra de 1986. Como intenté mostrar, esa posición se sostuvo a su vez en dos declinaciones, o dos «marcos». Uno de ellos, el más ideologizado o principista, fue el que buscó promover una lectura liberal de la Constitución y una defensa de los derechos individuales -sostenida por un conjunto pequeño de senadores y diputados, por algunos jueces y la Corte Suprema-. Otro de los marcos, más resiliente, fue el que se centró en la figura de la joven víctima, o el joven adicto -que, antes que como un sujeto delictivo, fue entendido como un enfermo-. El marco de la enfermedad y la salud, que transitoriamente había posibilitado la despenalización de la tenencia de estupefacientes -en la media sanción del Senado en 1986- fue lo suficientemente versátil como para que aquel arco político e ideológico crecientemente recostado en una perspectiva «guerrera» (a tono con las políticas emanadas desde Washington) se lo apropiara para avanzar en una perspectiva de tipo punitiva. Al cierre de la década de 1980, cuando el proyecto democratizador había perdido ya sus aires primaverales, el «derecho a la salud pública» devino el caballito de batalla de una posición que cercenaba derechos individuales.

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Fuentes oficiales

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Corte Suprema de Justicia de la Nación, «Bazterrica Gustavo Mario/Sobre tenencia de estupefacientes, 29 de agosto de 1986,» Boletín de Fallos Vol. 308, 1392. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, 1984-1989 Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores, 1984-1989

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