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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo vol.27  Mendoza ene./dic. 2010

 

ARTÍCULOS

Lenguaje y política en Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi y Francisco Bilbao1

Language and Politics in Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi and Francisco Bilbao

María Carla Galfione2
Universidad Nacional de Córdoba

Resumen

Echeverría, Alberdi y Bilbao pueden ser considerados tres de los pensadores más representativos de las lecturas que el siglo XIX hiciera sobre la Revolución independentista en América. Sus construcciones teóricas fueron elaboradas a la luz de las consecuencias políticas de la Revolución, pero también a partir de la lectura de una serie de teóricos políticos franceses que, de manera contemporánea, pensaban el proceso revolucionario francés. Situar a estos autores en el contexto de los debates intelectuales del momento es un modo de ampliar la lectura y de descubrir las principales particularidades de un pensamiento que se define ante las nuevas condiciones de la política moderna.

Palabras clave: Contexto; Revolución; Modernidad política; Pensamiento argentino; Humanitarismo francés.

Abstract

Echeverría, Alberdi and Bilbao may be considered to be three of the finest 19th Century's interpreters of the Latin American Revolution of the Independence. Their theories were developed in light of the political consequences of the Revolution, but also based on an assessment of a series of French political philosophers that, at the same time, were thinking the French revolutionary process. Placing these authors in the context of the theoretical discussions of their time is a way to extend the understanding and to identify the singularities of a view defined on the horizon of the new conditions of the modern politics.

Keywords: Context; Revolution; Political modernity; Argentine Thought; French humanitarism.

Muchos han sido, ya desde el siglo XIX, los debates e interpretaciones de la Revolución de 1810. Muchas han sido también las lecturas de esos debates y esas interpretaciones. Si en este texto nos proponemos regresar sobre algunos de ellos, en particular sobre las lecturas que Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi y Francisco Bilbao3 ensayaban sobre el acontecimiento, es con el fin particular de reconocer allí la posibilidad aún abierta de un debate, tanto acerca de las lecturas posibles de la historia del pensamiento argentino, cuanto del discurso de estos tres autores.

La lectura que ofrecen de la Revolución puede comprenderse deteniéndonos en las posibilidades de contextualizarla en el marco de algunas de las líneas filosófico-políticas francesas que les fueron contemporáneas. En lo que sigue nos ocuparemos, en primer lugar, de tematizar qué implica esa "contextualización", cuáles son sus potenciales y límites para la historia de nuestro pensamiento, para pasar luego a revisar algunos aspectos precisos de ese pensamiento, reconociendo allí los aportes que dicha reflexión metodológica nos sugiere.

I

Al hablar de "contextualización" nos remitimos en primera instancia a los aportes de Quentin Skinner (2000, 2007), para quien la posibilidad de comprender qué dice un autor o un texto está atada al reconocimiento del marco en el cual las palabras de las que se vale cobran un sentido particular. El "contexto" es el conjunto de significados disponibles que dan sentido al discurso. Tal como lo define Elías Palti: es "el conjunto dado de convenciones que delimitan el rango de las afirmaciones disponibles a un determinado autor" (1998, 30).

Por su parte, hablar de "contextualización" en el sentido skinneriano del término, como "contextualización lingüística", para autores de estas latitudes debe abarcar las posibilidades de relacionar sus planteos con algunas líneas de pensamiento europeo que son el efectivo contexto lingüístico-filosófico de las formulaciones argentinas. Sin lugar a dudas, los autores que aquí consideramos participan de los debates de su época, intercambian visiones y principalmente disponen de un lenguaje que comparten con sus contemporáneos coterráneos. No obstante, muchos de sus desarrollos adquieren un carácter especial si los reconocemos en diálogo con los desarrollos teóricos que se producen de manera contemporánea del otro lado del Océano. Nuestros autores cuentan también con un conjunto de significados que les llegan desde allí a través de libros, revistas, noticias o, incluso, contactos pasajeros. El contexto lingüístico visto de esta manera va más allá de la convivencia efectiva de los sujetos hablantes y atiende, más bien, a la circulación de los sentidos sin detenerse en considerar que esa circulación supone largos viajes a través del Atlántico.

Confiando en la posibilidad de seleccionar el contexto a trabajar, de limitar el objeto4, nos detenemos aquí en algunas expresiones de lo que constituía el "humanitarismo francés"5. En ese marco, la disputa que llevaban adelante aquellos jóvenes era, además de una contienda política, una batalla por la imposición de nuevas formas de comprender el espacio político y sus componentes, de otorgarles sentido y orientación. Una batalla por los significados. Y esa batalla se daba de la mano de los debates que se desarrollaban en la Francia de la Monarquía de Julio; debates de los que tenían sobradas noticias, principalmente a través de los libros y periódicos que llegaban a estas tierras6.

Bajo el reconocimiento de la importancia de este contexto, podemos reparar en el hecho de que aquello que más preocupaba a nuestros autores era la necesidad de conceptualización, o de reconceptualización, de ciertas categorías en el seno mismo de la disputa política. No sólo redefinían conceptos en el espacio reducido de un cenáculo de colegas, sino que para ellos la palabra era la principal herramienta de su intervención en la lucha política.

Tanto entre los argentinos como entre los franceses se pensaba la revolución, pero partiendo de la particularidad del momento que se estaba viviendo: el momento posrevolucionario, y al pensarlo se ponían sobre la mesa de discusión los términos políticos más caros a la modernidad. Se trataba, efectivamente, de una disputa por los sentidos, por los sentidos de "revolución", "ciudadanía", "democracia", "pueblo" y "república", entre otros. Una disputa por la configuración de un nuevo campo lingüístico. Pero la misma no era sólo entre "intelectuales", "filósofos" u "hombres de letras", era un debate que sobrepasaba las fronteras de la ciudad letrada, buscando algún efecto real, práctico y político. ¿Por qué esa insistencia en hablar de "revolución" y pretender decir algo nuevo acerca de lo que significaba esta palabra, atada como lo estaba a la experiencia de 1810? ¿Por qué esa insistente atención a los modos en que podía decirse la "república", sus límites y sus alcances? ¿Por qué esa necesidad de afirmar la "sociabilidad" y darle un sentido más o menos particular? ¿Por qué ese esfuerzo invertido en debatir qué se entendía por "filosofía", por "ciencia", por "religión"?

En estos aspectos es donde Skinner nos abandona. Si, tal como podríamos afirmar siguiendo a este autor en los argentinos y en los franceses, la crítica política estaba explícitamente atada a una controversia conceptual, que era la de la imposición de un nuevo horizonte simbólico, queda todavía por pensar cómo dar cuenta de esos nuevos sentidos que pugnaban por imponerse porque había algo que los excedía; porque tenían una finalidad que no se agotaba en el dominio del escenario lingüístico-intelectual.

Pierre Rosanvallon, con su insistencia en ligar lo conceptual con lo histórico-político, puede ser de gran utilidad en este punto, y su maestro, Claude Lefort, más aún. Aquellos nuevos sentidos para los conceptos políticos encontraban un escenario que los ligaba directamente con la política del momento, con las posibilidades de torcer el rumbo de esa política. Se habilitaba ahora una vía para pensar la relación del lenguaje con la historia; con una historia que ya no era sólo historia lingüística, sino y desde mucho antes, historia política7.

Lo que Lefort sugiere es la posibilidad de pensar ese debate por los significados en un contexto particular, como lo eran los años posteriores a las grandes revoluciones; allá 1789, acá 1810. No era, entonces, una disputa que se daba en cualquier contexto. Se trataba de una contienda inscripta en el corazón mismo de la "modernidad política" y, por eso, la disputa por los sentidos no podían quedar encerrados en el lenguaje. La palabra daba forma al mundo, a la historia, a sus sujetos y objetos y por eso era, antes que nada, una cuestión política.

En ese contexto, los desarrollos de nuestros pensadores pueden ser analizados no sólo en el marco de la lucha política concreta, sino también como expresiones de un contienda que se llevaba a cabo en el plano de los sentidos, de las definiciones, de los conceptos. De este modo, la vinculación de nuestros autores con los teóricos franceses nos permite reconocer algo en lo que podemos detenernos. El lenguaje adquiere un sentido novedoso: ya no se trataba de pensar sólo en las condiciones de la sociedad rioplatense, o en la legitimidad o ilegitimidad del "dictador", ya no se trata de valerse de una conceptualización ajena para pensar los problemas locales. Hacía falta, en cambio, reconocerse inmersos en una empresa que excedía lo regional. La cuestión principal era entonces el problema político por excelencia: el de reconocer que la acción política, en la modernidad, consistía en dar forma a una sociedad sin origen.

La "modernidad política" se presenta como ese tiempo en el que se hace visible la proliferación de formulaciones y definiciones novedosas en el campo del lenguaje político, que configuran el devenir de nuevas formas de lo social. Una proliferación que carece ya de un núcleo trascendente de sentido que determina de antemano su suceder. Bajo este prisma podemos reconocer un campo de experiencias que podrían ser agrupadas en torno a la denominación "modernidad política argentina". Esa modernidad se caracterizaría por los diferentes intentos de definir la forma que debía adoptar la sociedad y la vida política después de 18108.

De esa manera, en los desarrollos que los hombres del '37 ofrecen durante la "dictadura" rosista y en aquellos que ensayara Francisco Bilbao9 hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX, reconocemos un territorio decisivo para pensar esa modernidad. El paradójico legado de la Revolución, el fracaso de las formulaciones "ilustradas" de sus "padres" y la decepción ante la experiencia del rosismo y la lucha civil, son rasgos que hacen del panorama político de estos intelectuales un cuadro plagado de incertidumbres. Se trataba, sin embargo, de una incertidumbre que, lejos de paralizarlos, los hacía marchar en busca de respuestas. En la tensión entre la incertidumbre y la búsqueda de un orden se enfrentaban a los dilemas fundamentales de lo que podemos llamar la "modernidad política argentina". Pero en esto no estaban solos. Su búsqueda se alimentaba de los debates que se desarrollaban en la Francia posrevolucionaria, allí donde la "incertidumbre democrática" encontraba su formulación paradigmática. Pensar la revolución y la democracia en América significó, para aquellos, medirse con los debates franceses contemporáneos y apropiarse de sus modos más característicos de enfrentar la modernidad política.

Entre los intelectuales que estudiamos se observa entonces que la preocupación central, a la hora de pensar la revolución y la democracia, era la de dar forma. Reconocen entre las necesidades prioritarias del país y de América la de definir no una forma de gobierno sino una forma de sociedad, acorde con aquello que reclama tanto la vida moderna de las sociedades europeas y norteamericana, cuanto la apertura de horizontes que inauguraba la experiencia política de Mayo. De ese modo, no sólo podemos decir que estos jóvenes intentaban crear una nación, postulándose como sus fundadores, sino que podemos ir incluso más allá y advertir también que ellos, como los franceses, se sabían ante la experiencia de la modernidad, ante el cambio radical que se operaba en la lógica política, mediante el cual las posibilidades de la transformación se ataban a una creación simbólica, ficticia y efímera. Estos jóvenes descubren que se requiere de ciertas herramientas simbólicas para operar en el nivel político. Si de concluir la revolución se trataba, entonces la tarea requería de la palabra y esto no sólo (o principalmente) porque ese sería el artilugio del que disponían con mayor solvencia, sino porque en ella se cifran las posibilidades de la política moderna.

Se trataba, dijimos, de dar forma a la sociedad y, en pos de este objetivo se valían de múltiples instrumentos teóricos extranjeros, intentando vincularlos con su lectura de la realidad local. Podríamos decir que se valían de diferentes lecturas y conocimientos de los desarrollos teóricos contemporáneos para explicar, encauzar y hasta organizar el movimiento de la vida social y política del país, persiguiendo en esto formulaciones que, interiorizadas, darían como resultado, según lo entendían, un tipo "democrático" de sociedad y de política. Pero se valían fundamentalmente de un conjunto de aportes teóricos, los del "humanitarismo francés", cuyo principal elemento en común era el de denunciar entre los teóricos de la Monarquía de Julio, tales como Cousin o Jouffroy, el uso de la palabra especializada, capaz como herramienta de poder. La filosofía, tal como ellos denunciaban, se ponía al servicio de la monarquía, siendo la principal herramienta de su legitimación. En contra de esto reclamaban la necesidad de crear nuevas verdades, nuevos dogmas, como condición de la democracia. La palabra se revelaba, entonces, en uno y otro caso, como el instrumento político por excelencia, porque en ella recaía la posibilidad y la responsabilidad de instituir el orden social.

Desde nuestro punto de vista, es la consideración del vínculo del pensamiento humanitarista y sus reflexiones teóricas sobre la historia y la política con los desarrollos de nuestros autores, lo que nos permite reconocer en estos últimos aquello que Lefort entiende como característico de la modernidad política: el intento de definir y establecer un tipo de racionalidad que, reconociéndose como histórica, diera cuenta del carácter eminentemente simbólico de lo político y, desde allí, proponer un sentido para la democracia. Aclarando esta formulación, es importante sostener, en primer lugar, que la crítica al modelo revolucionario y al pensamiento político inmediatamente posterior a la Revolución de Mayo desarrollada por Echeverría, Alberdi y Bilbao muestra, entre sus elementos más característicos, la recuperación de la lectura que ofrecen de la filosofía y la experiencia modernas algunos de los principales críticos franceses de la monarquía constitucional. En segundo lugar, que dicha recuperación implicaba, tal como ellos mismos lo entienden, una novedad respecto de los desarrollos anteriores y contemporáneos en lo que hacía a la concepción de la historia y de la política, y que dicha novedad les permitía reconocer (entre otras cosas) el carácter productivo, en el sentido político, de su propio discurso. Y, finalmente, que pueden leerse sus desarrollos como manifestación de una racionalidad eminentemente moderna, en el sentido en que Lefort utiliza el término.

Como corolario de lo dicho hasta aquí es importante agregar que tanto esta contextualización histórico-conceptual, cuanto la posibilidad de ver en las definiciones de nuestros autores expresiones de una conciencia particular ante la "modernidad política", nos sugieren la posibilidad y productividad de cuestionar las más comunes clasificaciones del pensamiento argentino. Éstas, para el caso que estudiamos, ancladas todavía en modelos teóricos ya agotados, posicionan a nuestros autores en medio de la tensión entre iluminismo e historicismo o romanticismo, y se esmeraban por marcar contradicciones. Al contrario de ellas, estos elementos teórico-metodológicos nos permiten no sólo repensar este episodio en términos de una nueva lógica para comprender el poder y su vínculo con la sociedad, sino incluso extraer de allí algunas conclusiones epistemológicas referidas a la fragilidad e impropiedad de clasificaciones que paralicen el objeto y desconozcan su particularidad.

II.

Con relación a los autores franceses que agrupamos dentro del "humanitarismo de izquierda", nos referimos en particular a Pierre Leroux, Edgar Quinet y Félicité Lamennais, se puede destacar en primer lugar que todo su desarrollo se hace en abierta y frontal diferencia con las líneas eclécticas o "doctrinarias" de los filósofos de Julio. Si bien es cierto que antes de 1830 no se visualizan aquellas diferencias, luego de la revolución del '30 el quiebre entre estas líneas es evidente. Esa fractura es tanto política como conceptual. El eclecticismo se constituye como la "filosofía oficial" de la monarquía constitucional de Luis Felipe, elaborando una base teórica que permite justificar la situación política reinante. La distancia de los humanitaristas se comprende a partir de esto. Cuestionan, entre otras cosas y en términos generales, la ausencia de democracia en este nuevo régimen en donde el voto era privilegio de una minoría y, en el plano teórico, discutían la justificación histórico-filosófica de esa situación. El eclecticismo era, a sus ojos, una filosofía muerta, una filosofía del inmovilismo porque, al servicio del régimen, sus desarrollos eran garantía de la permanencia del statu quo.

Esta nueva filosofía, la del '30, para sus críticos, sólo sembraba incertidumbre, divide a los hombres y fragmentaba la sociedad bajo el dominio de la desigualdad. Era una filosofía que no se animaba (o no quería) responder a la necesidad de su época, de una sociedad diezmada en sus creencias luego de la filosofía moderna, luego de la experiencia de 1789, de una sociedad destruida. Leroux lo dice claramente: "[...] la duda insensata recorre y surca la tierra en todos los sentidos" (Leroux, 1994, 89). En contra de esto, la tarea de la filosofía, tal como la comprenden los humanitaristas, era postular un nuevo punto de partida que sirviera a la reconstrucción de la sociedad. Era ofrecer un sentido que destronara la incertidumbre reinante, que desalojara la esclavitud que esa incertidumbre generaba. La filosofía se autoconcebía al servicio de las necesidades de su época y la principal necesidad era la de una base firme, pero una base relativa a su época y que se reconociera, por tanto, histórica.

Algunos de los conceptos centrales desde donde los humanitaristas hicieron frente a la "filosofía oficial", y en los que nos interesa detenernos brevemente son los de "humanidad", "perfeccionamiento" y "democracia". El primero, el de "humanidad", les permitía hacer frente al reductivismo "naturalista", propio de los eclécticos, que pretendía concebir lo humano de acuerdo al modelo de las ciencias de los fenómenos físico-naturales. La "humanidad" era la posibilidad de reconocer lo común en las particularidades humanas. El hombre no era un trozo más de naturaleza, sino precisamente, un ser con una naturaleza genérica que compartía con otros. La vida del hombre debía ser comprendida en el marco de la vida de la humanidad, pues cada hombre era, a su modo, humanidad. Esa era la primera verdad para los humanitaristas, condición de posibilidad de la reunión de los hombres, de la sociedad y de la historia. Al ser parte de la humanidad, el hombre no se pensaba subsumido en un ser general, sino que cada particularidad subsistente se reconocía formando parte de un todo más general que le daba un sentido. La sociedad, así, podía ser comprendida como el producto de un yo que se reconocía en relación con otro. De ese modo, la sociedad se reconstituía en un ser colectivo que era la realización espacio-temporal de esa humanidad, que sin los particulares no podía pensarse.

Hay diferencias entre los humanitaristas que aquí consideramos. Para algunos la humanidad también se decía Dios, para otros no, pero lo que los tres compartían era que la humanidad era el centro desde el cual podía pensarse al hombre como algo más que un ser aislado y desde donde podía pensarse, también, la historia. La historia era entendida  como el camino de "perfeccionamiento" de la humanidad. El modo de existir específico de esta humanidad era perfeccionándose; un perfeccionamiento sin fin ("indefinido") que estaba sujeto a la complejidad de la vida del yo y que, por tanto, sólo podía ser pensado en relación con la vida colectiva. Lo que esta noción de "perfeccionamiento" permite pensar es que la historia no está sujeta a leyes fijas y necesarias, sino que se despliega en virtud de la vida efectiva de los seres humanos. Allí los humanitaristas reconocían uno de los rasgos distintivos que los distanciaba del eclecticismo. Habiendo postulado un ser general aunque no abstracto: la humanidad puede reconocer que sus componentes tienen un destino hacia el cual tienden, pero al haber reconocido que ese ser genérico y que los hombres o los pueblos no son figuras o expresiones de la abstracción, sino sus reales elementos constitutivos, esa humanidad caminaba asentada sobre el principio de la libertad. No había determinismo posible en la historia, no había necesidad y porque no había determinismo era preciso reconocer que la historia era obra de los hombres y que lo que era, no es necesariamente lo que debía ser.

En términos prácticos lo que debe ser se llama "democracia". La democracia es expresión de estos dos conceptos. La democracia supone el reconocimiento de los hombres como parte de un mismo ser genérico, y por ello, iguales, y la democracia supone que, al no estar determinada la historia, ella es obra de todos. La democracia tiene como condición que los hombres devengan ciudadanos, que se reconozcan constructores de la historia.

De este modo, aunque con matices y diferencias, Leroux, Quinet y Lamennais se animaban a hacer frente a aquella filosofía ecléctica y a postular una religión que no representaba el opio de los pueblos, sino su motor. Después de la destrucción que operó sobre la sociedad francesa la Revolución, como promesa abortada o revolución inconclusa, como una obra destructiva que no pudo construir, que dejó a la sociedad parada sobre las ruinas de una religión que sólo servía para contener nuevos impulsos revolucionarios, había que construir una nueva creencia acorde con los principios del '89 y condición de su realización. Para ellos, propagar la "religión de la humanidad" era condición de posibilidad de la construcción de la democracia en Francia.

Abocándonos ahora al pensamiento de los argentinos, es importante aclarar que podríamos detenernos aquí en la revisión de las confluencias explícitas, reparando en las referencias, citas o cruces biográficos que nos llevan desde los argentinos a los franceses, pero eso excede las pretensiones de este texto. Nos interesa, en cambio, reparar en algunos puntos en los que la vinculación conceptual de nuestros autores con los humanitaristas arroja luz sobre el discurso de aquéllos y sobre la inscripción histórico-intelectual de los mismos. Para ello nos detendremos en algunas cuestiones que son centrales para reconstruir rápidamente la posición de Echeverría, Alberdi y Bilbao y destacar los rasgos más sobresalientes de la lectura que ensayamos.

El primer lugar lo ocupa la noción de historia. Tanto en Echeverría como en Alberdi y en Bilbao se puede reconocer una concepción de la historia según la cual es necesario entenderla como un movimiento progresivo pero no determinado ni condicionado, sino particular y ligado a las condiciones precisas de cada pueblo. Ya desde aquella conocida frase de Echeverría, "determinar primero lo que somos, y aplicando los principios, buscar lo que debemos ser" (Echeverría, E. 1940, 84), se expresaba una diferencia importante entre el ser y el deber ser. El pueblo argentino era algo distinto de lo que debía ser. Había una realidad y una serie de principios; no podía justificar lo que era, porque lo que era, era diferente de esos principios pero no por ello dejaba de ser. La realización del deber ser estaba, a su vez, tan atada a esos principios como a las condiciones efectivas y actuales del pueblo. En virtud de esa diferencia entre ser y deber ser, una diferencia intrínseca a la historia misma, no circunstancial, se pensaba el progreso de la historia como el desarrollo de la propia naturaleza por parte de los pueblos o los individuos. "Así como el hombre –dice Echeverría– los seres orgánicos, la naturaleza; los pueblos también están en posesión de su vida propia cuyo desenvolvimiento continuo constituye su progreso" (Echeverría, E. 1940, 159). Los pueblos tenían una vida propia y era a partir de ésta que podía hablarse de "progreso". Del mismo modo ese movimiento de la historia estaba sujeto al "trabajo". Los pueblos que no trabajaban no se realizaban. Ahora bien, era condición de ese trabajo el conocer las "leyes naturales" de acuerdo con las cuales se desarrollaban los seres. La historia era la realización de esas leyes, la realización era particular, pero no había historia si no se reconocía que había leyes, que lo que era no era lo que debía ser, que había algo diverso a lo que se era.

Similar es el planteo de Alberdi en el Fragmento, pero asestando la crítica directamente sobre lo que considera la base filosófica del eclecticismo:

Hegel había profesado la identidad idealista de la razón abstracta que constituye a Dios, el mundo, la historia. Había concluido de ella que por todas partes está la razón [...]. Había legitimado todos los hechos: había elevado la historia al sagrado carácter de una pura manifestación de lo absoluto, y establecido este axioma: "todo lo que es racional es real y todo lo que es real es racional" (Alberdi, J. B. 1998, 170).

En contra de esto insistirá en la noción de "perfección indefinida", de "progreso continuo", de movimiento sin fin de la historia. A ese movimiento sin fin, que no hacía sino contradecir la necesidad y conclusión de la historia, se le sumaba otro componente para terminar de dejar en claro una concepción de la historia según la cual ésta era hecha por los hombres, por el trabajo de los hombres y en virtud de las condiciones en que se encontraban: la diferencia entre el "bien universal" y el "bien particular". Ambos constituían los extremos de lo humano. Ninguno de estos extremos podía negarse; afirmar sólo el bien universal era desconocer la individualidad de los seres humanos; afirmar sólo el bien particular era desconocer aquello que reunía esa individualidad. La historia era el juego entre ambos extremos: "Todos los pueblos se desarrollan necesariamente, pero cada uno se desarrolla a su modo", dice Alberdi (1940, 246). Y aquí también, como en Echeverría, la marcha de la historia estaba atada al conocimiento de la ley que la regía.

En el caso de Bilbao, su definición y su crítica son incluso más contundentes. Cuestionaba el fatalismo propio del doctrinarismo al que le contraponía la libertad misma. En La ley de la historia, de 1858, se ocupa particularmente de la cuestión y distingue entre la filosofía de la historia y la ley de la historia. La primera, en sus diversas formas, es rechazada por fatalista. Una de las formas de esta filosofía de la historia era sin duda el eclecticismo, y sobre éste afirmaba: "el eclecticismo, el doctrinarismo, la sanción de lo existente, forman el espíritu y consagran los hechos como ley" (Bilbao, F. 2007, 453). La ley de la historia, en cambio, no era la justificación de un presente, sino la explicación de la vida de los hombres. La ley de la historia se determinaba a partir del concepto de "humanidad"; la humanidad constituía la posibilidad de distinguir un fin para la historia. La historia era el desarrollo de la humanidad. Pero, nuevamente, ese fin no se realizaba de manera necesaria o por el movimiento natural de la historia, pues suponía la actividad de los pueblos y de los hombres, suponía un andar esforzado y consciente, que no puede hacerse real mientras los hombres desconocieran la ley, el deber de la humanidad, la naturaleza del ser que debía realizarse.

En los tres autores, dijimos, la historia y su movimiento están atados a la conciencia acerca de la necesidad de ese movimiento y su rumbo. Esto nos lleva a otro de los puntos que nos interesa resaltar. La insistencia en ese conocimiento es en ellos, al mismo tiempo, la denuncia de su carencia. Y esa denuncia está ligada al juicio que ensayan sobre la Revolución. La Revolución había dejado un vacío de certezas, una incertidumbre que no permitía divisar una dirección segura. La obra de los filósofos aquí no tenía parangón: era la posibilidad de poner en marcha la historia. Y con esto se afirmaba, no sólo que lo hecho no era aún suficiente y que, incluso, presentaba imperfecciones importantes –nuevamente, que el ser no coincidía con el deber ser– sino también que en la medida en que el movimiento de la historia era particular para cada pueblo, el filósofo debía determinar lo que debía ser, sin descuidar en ello el hecho de que la ley debía anclarse en la vida real de los pueblos. La filosofía no guiaba a las masas desconociendo lo particular, como abstracta conciencia de un pueblo que no se reconocía en ella, o reposando sobre las verdades de una religión caduca que le servía de consuelo y de herramienta para mantener el orden. La filosofía ya no se erigía en última palabra, en realización definitiva de la historia, como podían sostener los eclécticos. No, la filosofía, que entre nuestros autores a veces se dice "dogma", a veces "religión", tenía como último criterio el consentimiento, el juicio de un yo proclamado libre. Apelaba a la razón, trabajaba sobre la razón. Se postulaba como un dogma, como una verdad, pero una verdad que no era pensada como consuelo de nadie, ni determinación arbitraria que fijaba lo social, sino invitación a la libre reflexión. Del mismo modo, la filosofía se reconocía como "filosofía aplicada", como una palabra que se erigía atendiendo a las necesidades concretas, a lo particular. Aquello que puede verse en los debates de Alberdi con Ruano (Alberdi, J. B. 1900, 116), o en las reflexiones de Bilbao sobre el vínculo entre filosofía y ciencia (Bilbao, F. 2007, 659).

Filosofía e historia se cruzan entonces porque la marcha de la historia estaba sujeta a las verdades, a los dogmas: "la vida de los pueblos es la acción de sus dogmas" (Bilbao, F. 2007, 377). No habría historia, no habría movimiento mientras no hubiere principios rectores. Eso fue lo que detuvo el movimiento en los años posteriores a la independencia. No hubo dogma y si lo hubo se trataba de un dogma que antes que a la acción del pueblo, tendía a su inmovilidad, justificaba su inmovilidad. La perfectibilidad de la historia volvía a aparecer, entonces, de la mano de la filosofía, en la medida en que esta filosofía que nacía del pueblo, que trabajaba con lo real, ligaba la historia de este pueblo con un movimiento mayor e infinito. Se valoraban los momentos particulares en todo el desarrollo de la historia pero, al mismo tiempo, se advertía que esos desarrollos nada eran si no se observaba la permanente necesidad de cambio y ese cambio podía pensarse por la idea rectora de "humanidad".

El objetivo en todos los autores es la democracia. Y esa democracia se desprende de esta noción de historia y de filosofía. Era algo por construir y esa construcción, que es destino visualizable de la sociedad argentina, dependía del trabajo operado sobre la razón. Así lo dice Echeverría: "La razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. La voluntad es ciega, caprichosa, irracional: la voluntad quiere, la razón examina, pesa, se decide" (Echeverría, E. 1940, 201). Alberdi expresa: "La soberanía del pueblo no es pues la voluntad colectiva del pueblo; es la razón colectiva del pueblo, la razón que es superior a la voluntad, principio divino, origen único de todo poder sobre la tierra" (Alberdi, J. B. 1998, 110). Igualmente Bilbao dice: "La esencia radical de la soberanía y la base que constituye la soberanía es el pensamiento [...]. El pensamiento es la visión de la idea. La visión de la idea es la reguladora de la vida, es el gobierno de sí mismo, es la soberanía intransmisible" (Bilbao, F. 2007, 502). Sobre esa base, la filosofía, la ciencia y la religión eran las herramientas de construcción de la democracia porque eran las herramientas de construcción del legislador. El pueblo podría gobernarse sólo cuando se hubiere propagado la verdad, la ley; sólo cuando los hombres tomaran conciencia de la ley que regía su ser como parte de la humanidad. No había diferencias naturales entre los hombres, no había capacidades innatas e inmodificables; eso era parte del concepto de humanidad y el conocimiento de esa verdad era condición para que el pueblo se convirtiera en legislador.

III

A la luz de los aportes franceses se comprende con más detalle la utilización y el sentido de ciertos conceptos en nuestros autores. Historia, filosofía, religión, democracia, soberanía, razón, no eran parte de una lectura justificatoria del pasado, ni del presente, no eran parte de una visión fatalista que anulaba la particularidad, que se redujera a la abstracción, que no diera cuenta de la contingencia. Lo que los aportes franceses nos permiten pensar y reconocer en estos intelectuales, diferenciándolos de las líneas romántico–historicistas francesas, es la posibilidad de marcar la distancia entre el ser y el deber ser. La historia recorrería esta distancia. La historia ya no era sólo lo dado, sino el movimiento indefinido, un movimiento que tenía algún rumbo que sólo se reconocía si desde la filosofía o desde esta religión especial que reclamaban se lo podía descubrir y proclamar. Decir que la historia no era lo que debe ser era abrir la historia hacia el futuro; decir que la historia no tendía hacia algún lugar o momento preciso era rechazar el posible fin del movimiento y con él la desaparición de lo real. El destino era la democracia, la libertad, la igualdad, pero ese destino, siempre perfectible, estaba sujeto a aquella filosofía o religión. No había movimiento de la historia de los pueblos si el dogma no lo reclamaba. En ello puede divisarse una denuncia de la justificación de lo dado y puede verse, también, una fuerte confianza en el carácter productivo de las propias palabras. "La palabra no es para nosotros –decía Alberdi– más que un medio de acción" (Alberdi, J. B. 1960). Y la acción por excelencia que parecían reconocer nuestros autores era la transformación del pueblo en ciudadano. La palabra hacía al ciudadano, hacía falta nombrarlo, llamarlo ciudadano, algo que aún no se había hecho, algo en lo que falló la Revolución. Tal como lo dice François Furet, podemos pensar que estamos ante una operación que puede ser reconocida como "la invención sublime del ciudadano moderno" (Furet, F. 1986, 112), una intervención simbólica que se advierte como condición de la política misma.

En ese sentido podemos reconocer a los autores estudiados como representativos de un momento en el que se visualiza la contingencia misma de la historia y la necesidad de intervenir simbólicamente para darle sentido, esto es, hacerla real como dice Lefort. Reconocían el valor práctico de la palabra. La revolución, la realización de sus principios, dependía del modo en que se nombrara el sujeto político. Cambiando las palabras, dando nuevos sentidos, la historia podía recomenzar y ese nuevo inicio era la posibilidad misma de la revolución.

Notas

1- Este trabajo es una síntesis de la investigación doctoral de la autora, cuyo título es "Profetas de la Revolución. Echeverría, Alberdi y Bilbao y los aportes de la izquierda humanitarista francesa".

2- Docente de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. <carlagalfione@yahoo.com.ar>

3- Cabe aclarar que, tanto en el caso de Echeverría como en el de Bilbao, trabajamos el conjunto de su producción intelectual en la que no se observan importantes desplazamientos teóricos y políticos, mientras que para el caso de Alberdi nos limitamos a los trabajos escritos entre 1836 y 1842.

4- Tal como señala Alejandro Blanco de la mano de Peter Burke: "el contexto no es algo hallado, que se lo encuentra ya disponible, sino que es seleccionado (mediante abstracción) y construido como una función de la explicación que se trata precisamente de proporcionar [...], no hay, por consiguiente, uno sino múltiples contextos [...]" (Blanco, A. 2006, 48).

5- Tomamos la expresión "humanitarismo francés" de Paul Benichou, sin embargo, cabe aclarar que el concepto tiene plena vigencia ya en la primera mitad del siglo XIX. Tal como lo afirma el mismo Benichou: "en el siglo XIX es 'humanitario' todo lo que plantea como valor supremo la realización final del género humano" (Benichou, P. 1984, 354).

6- Dentro del nombre "humanitarismo francés", tal como lo desarrolla Paul Benichou, se agrupan diversos teóricos y políticos de mediados del siglo XIX. Tomando como guía los textos de los argentinos y el chileno, haremos una rápida referencia a sólo tres de ellos: Pierre Leroux, Edgar Quinet y Félicité Lamennais (Cf. Benichou, P. 1984, 19-20). Por otra parte, conviene recordar que estos autores franceses no agotan el campo de las lecturas de nuestros teóricos. Constituyen, tal como lo mostramos en el trabajo doctoral, cada uno a su manera y en mayor o menor medida, una de sus principales fuentes de inspiración.

7- Para revisar la posición de Lefort y Rosanvallon, así como sus aportes al debate sobre la historia del pensamiento, ver principalmente: Lefort, Claude. 1990. La invención democrática. Buenos Aires: Nueva Visión; ibid. 1978. Sur une colonne absente. Paris: Gallimard; ibid. 1986 Essais sur le politique. París: Du Seuil; Rosanvallon, Pierre. 2002. Por una historia conceptual de lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica; ibid. 2002. Para una historia conceptual de lo político (nota de trabajo). Prismas. Revista de historia intelectual (UNQ) 6: 123-133.

8- Sobre este punto es importante recordar los numerosos trabajos de historiadores contemporáneos, según los cuales la vida política e intelectual rioplatense posterior a 1810 podría definirse como una sucesión de intentos por fijar, teórica o prácticamente, el sentido y carácter de conceptos fundamentales, tales como "revolución" o "democracia". Ver: Sábato, Hilda. 2004. La política en las calles. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes; Goldman, Noemí (compiladora). 1998. Revolución, República, Confederación (1806–1852). Buenos Aires: Sudamericana. Ibid. (editora), 2008. Lenguaje y revolución. Conceptos políticos clave en el Río de la Plata, 1780-1850. Buenos Aires: Prometeo; Ternavasio, Marcela. 2003. La visibilidad del consenso. Representaciones en torno al sufragio en la primera mitad del siglo XIX. En La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas votos y voces, compilado por Sábato, Hilda y Alberto Lettieri. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

9- Si bien no es argentino, Bilbao está ligado a la Generación del 37 y a sus preocupaciones. Estuvo en contacto con ellos, durante el exilio de la intelectualidad argentina en Santiago y fue discípulo de Vicente Fidel López. Junto con esto, puede reconocerse en Bilbao un pensador fuertemente ligado al pensamiento argentino porque pasó los últimos años de su vida (1857-1865) en la Argentina, participando activamente de la prensa y el debate político. Sobre la vida y el pensamiento de Bilbao se recomienda la lectura de Jalif de Betranou, Clara Alicia. 2003. Francisco Bilbao y la experiencia libertaria en América. La propuesta de una Filosofía americana. Mendoza: EDIUNC.

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