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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo vol.29 no.1 Mendoza ene./jun. 2012

 

NOTAS Y COMENTARIOS

Historias, recepciones y tradiciones. Notas sobre Filosofía chilena. La tradición analítica1

Histories, Receptions and Traditions. Notes on Filosofía chilena. La tradición analítica

 

Alejandro Fielbaum2

Universidad de Chile

 


Resumen

El libro de Alex Ibarra, Filosofía chilena. La tradición analítica en el periodo de la institucionalización de la filosofía, plantea la discusión sobre las líneas filosóficas, demostrando la existencia de cierta tradición analítica en Chile. A partir de allí, reflexionamos en torno a los procesos de constitución del campo de la filosofía en Chile como una historia atravesada por la necesidad de préstamos y cruces que impiden una delimitación clara de sus límites, lo que tornaría necesaria la atención a ciertas políticas de la lectura que el libro soslaya. La productividad de la filosofía producida en Chile surgiría gracias -y no pese- a su inscripción en sus tiempos y espacios, a partir de recepciones cuya ausencia de retraso no impide el gesto de cierto re-trazo de lo leído.

Palabras clave: Historia de la Filosofía; filosofía en Chile; filosofía analítica.

Abstract

Alex Ibarra's exposition in his book Filosofía chilena. La tradición analítica en el periodo de la institucionalización de la filosofía, places the discussion on the philosophical traditions, showing the existence of a certain kind of analytical tradition in Chile. From there, we expose the processes of constitution of the field in Chile as a history crossed by the need of importations and intersections that contest the clear delimitation of its boundaries, what makes necessary the attention of the politics of readings that the book avoid. The productivity of the philosophic production in Chile, arises thanks to -but not in spite of- its inscription in its age/times and spaces, coming from its receptions and its differences.

Keywords: History of Philosophy; Philosophy in Chile; Analytical Philosophy.


 

Hace veinte años, Pablo Oyarzún cuestionaba el diagnóstico crítico sobre cierta distancia que habría trazado, en Chile, la filosofía con respecto a la realidad. Antes bien, allí indicaba que lo problemático sería una cercanía incapaz de trazar cierto pathos de la distancia que permitiese criticar a lo circundante. Parte de la precariedad de la supuesta lejanía filosófica sería lo vano de su diferencia con respecto a la facticidad. Tan poca sería la distancia de la filosofía que ni siquiera podría notar la ausencia de la autonomía de su propio espacio de enunciación:

Pensar que la Filosofía es autónoma cuando se define profesionalmente es haber supuesto, ante todo, una estructura de la Universidad como aparato de formación profesional, y subordinarse a esta determinación, en consecuencia. El autónomo y ‘libre' pensar de la Filosofía sólo empieza, entre nosotros, después de haber omitido pensar la Universidad (Oyarzún, P. 1996, 91).

Es probable que buena parte del análisis citado siga resultando certero, en términos gruesos. En particular, al considerar la persistencia de la falta de reflexividad del espacio filosófico hacia su propia historia. Sin embargo, existen ciertos gestos de interrupción de tal tendencia, acaso como un primer paso para constituir un espacio filosófico, por venir, en Chile. Así, en los últimos años, ha crecido el interés por los procesos que han recorrido la institucionalización de la filosofía en Chile durante el siglo XX. Inéditamente, el campo filosófico parece empezar a pensar en torno a sus historias -lo que no puede sino llevar, aunque sea de forma implícita, a la pregunta por sus espacios, posibilidades o necesidades.

Es en tal contexto que surge el libro Filosofía chilena. La tradición analítica en el periodo de la institucionalización de la filosofía, de Alex Ibarra, cuya reseña merece más que un resumen. Instalado en un emergente trabajo colectivo del que el autor forma parte, se suma a variadas tentativas por leer de forma exhaustiva -e inédita, valga decirlo- los textos filosóficos producidos en Chile. Desde allí han surgido, en un plazo muy reciente, instancias tales como los Seminarios sobre Filosofía en Chile, el Grupo de Estudios del Pensamiento Filosófico en Chile, La Revista La Cañada o el archivo de textos disponible en el Website del Centro de Estudios del Pensamiento Filosófico Chileno. El libro en cuestión busca abordar la pregunta por la filosofía de las ciencias en tal dirección, aportando información de gran valor bibliográfico y testimonial. Para ello, el autor se vale tanto de lecturas como de entrevistas a los autores estudiados y a quienes fueron sus estudiantes o discípulos, ampliando así el tradicional método de investigación en filosofía. Aquello le permite enriquecer la imagen sobre la gestación de discusiones filosóficas cuyo dinamismo no le habría sido exógeno. Las lecturas y escrituras allí descritas dan cuenta, en efecto, de múltiples reflexiones y figuras. Se deja entrever, por tanto, que la productividad de la filosofía analítica en Chile no surgiría a pesar de sus limitaciones territoriales. Por el contrario, sería precisamente por los diálogos posibilitados por tal espacio que surgiría la producción filosófica que Ibarra rescata.

De ahí su necesidad de anteceder la presentación de los autores con la reflexión acerca de los procesos de conformación de una tradición de filosofía analítica en Chile, ya que su existencia no parece, incluso ante quienes hoy la heredan, como una realidad indiscutible. El trabajo de Ibarra busca despejar las dudas al respecto. Uno de sus méritos es el de hacerlo al exponer, simultáneamente, la historia de tal tradición y la discusión sobre los procesos de institucionalización de la filosofía que la han posibilitado. Si la limitación a un enciclopedismo algo empirista no habría logrado enmarcar lo escrito en cierta tradición, la mera discusión sobre su existencia sin su demostración concreta habría carecido de la prueba capaz de superar el escepticismo que ya el arriesgado título del libro podría generar ante el lector.

En este breve comentario, nos interesa particularmente la discusión que legitima la selección de ciertos autores. Aquello se debe a que lo allí discutido trasciende la preocupación especializada por la filosofía de las ciencias, y bien puede extenderse a la larga discusión sobre las historias y posibilidades de la filosofía en Latinoamérica. Los trabajos que el libro rescata permiten repensar tales debates a partir de figuras concretas. En efecto, sus hipótesis son testeadas con la revisión concreta de tres autores cuyo lazo común se cifraría en cierto interés por temáticas referidas a la lógica, al neopositivismo y a la relación entre ciencia y metafísica, a partir de ciertas discusiones en torno a Russell y Ayer. Si bien quienes reciben en Chile el trabajo de tales autores no habrían contado con el espacio legitimado de la filosofía analítica desde el que hoy Ibarra escribe, sus obras permiten reconstruir cierto ámbito común que legaría discusiones que posteriormente se recogen e institucionalizan, siendo quizás esta narración sobre su tradición un gesto que consolida aquel espacio al vincularla con el ejercicio filosófico de décadas anteriores.

El libro demuestra, sin embargo, que los diálogos en torno a la filosofía analítica ya se presentan en la época de los autores estudiados Y es que podría sospecharse que la hipótesis que recorre el libro que comentamos es que la filosofía analítica jamás habría estado tan aislada como podría, en un principio, parecerlo. Los pensadores que habrían iniciado tales preguntas habrían podido leer y discutir más de su presente filosófico de lo que una rápida impresión podría suponer. Aquello le permite al autor discutir la tesis del retraso sostenida por Fernando Salmerón, la cual indicaría cierta tardanza en el ingreso de la discusión analítica en Chile. El aislamiento geográfico generaría tal distancia entre Chile y países que parecen haber estado al día, tales como Argentina, México o Perú. Ibarra parte demostrando, con amplia información, que un rastreo por el tema permite hallar antecedentes bibliográficos que exceden largamente la presentación de los autores que escoge. Cuantitativamente, en tal sentido, resultaría difícil sostener la tesis de retraso alguno.

El autor es consciente, sin embargo, de que la existencia de una filosofía analítica presente en la etapa que estudia no se juega tanto en la cantidad de obras o autores, sino en la capacidad de identificar, a partir de sus obras, cierta tradición. Este último vocablo se comprende como la existencia de una pluralidad de diálogos insertos en alguna trama institucional. Para ello resultaría necesario recabar en la dimensión normativa de toda tradición, pensada a partir de cierta autoconcepción filosófica que la posibilita, cierta institucionalidad que la reproduce y cierto componente político que administra sus jerarquías, órdenes y alianzas con otros saberes. Sin embargo, Ibarra reconoce que esta última dimensión no será analizada exhaustivamente en su investigación. Aquello, confiesa, requeriría estudiar más acabadamente tal cuestión, y exceder el marco temporal estudiado. Esta última declaración abre cierto susurro que se despliega en el texto sin un abordaje explícito. A saber, la del Golpe de Estado de 1973 como momento determinante para el campo filosófico chileno. De hecho, la investigación parece llegar hasta lo producido en aquellos años, preocupándose por la posteridad cuando los autores reaparecen fuera de Chile. En particular, cuando Ibarra refiere a la "permanencia" en Suecia del exiliado Juan Rivano (117). O, a la inversa, cuando debe indicarse lo frustrado en el país. Sobre Gerold Stahl, por ello, precisamente se indica que el Golpe anuló su posible relevancia en Chile. Quizás aun tendríamos a este último como maestro, según se indica, sin aquel suceso (103).

Pareciera tratarse, entonces, de una cuestión complicada. Iván Jaksic, en un libro que Ibarra declara soslayar por su escasa circulación actual en Chile (21), esboza cierta relación entre la filosofía de las ciencias y la izquierda política en Chile hasta antes del Golpe (1989). Tal maridaje se basaría en cierta crítica a la mistificación de la filosofía metafísica que emergería desde grupos conservadores. Después del Golpe, sin embargo, la posición política de la filosofía analítica parece haberse invertido. Exceptuando rescatables personajes, es difícil hoy ligarla a cierto ejercicio de crítica, salvo en los casos Heidegger, Derrida o alguno de sus anatemas. No deja de extrañarse en el libro cierta consideración al respecto. Dicho más directamente, si se trata de investigar la filosofía analítica durante la institucionalización de la filosofía (18), parece necesario preguntarse qué procesos han llevado a cierto cambio en su política una vez que ésta ya se ha profesionalizado (42).

Parece imposible pensar tal brecha sin cierta dimensión política como elemento constituyente de toda tradición. No sólo pensamos en las decisiones por cómo se narra lo pensado en el pasado por parte de quien escribe tal tradición, sino particularmente en las relativas a qué pensar en el presente por parte de quienes serán narrados. Ibarra parte indicando, antes bien, que le interesa rastrear la recepción que se realiza de cierta filosofía en lugar de la voluntad política o ideológica que subyacería a su recibimiento (17). En tal sentido, el rendimiento de su investigación se jugaría antes en rastrear tales procesos de lectura. La pregunta es si pueden leerse tales recepciones sin considerar ciertas decisiones relativas a qué, y cómo se recibe. Dicho más directamente, si puede pensar la recepción sin política y viceversa.

Es claro que aquello no requiere situar la mirada, exclusivamente, en el exterior de la Universidad. Sólo cuando el ejercicio del poder es tan descarnado como en las décadas posteriores al Golpe es que el Estado parece dictar, directamente, lo que acontece en el aula. En periodos como el estudiado, la mediación parece ser más incierta. Resulta imposible, por tanto, pensar en una traducción directa entre el ejercicio de la política y el del saber. Por ello, parece necesario pensar antes en cierta política del saber. En ese sentido, el considerar que se leerá la Filosofía desde la Universidad, porque es tal el lugar de la institucionalización filosófica (19), no impide pensar en cierto rendimiento político de lo allí discutido. Por el contrario, es precisamente por la pretensión de autonomía allí instalada que tales cuestiones deben pensarse en el ejercicio mismo de la filosofía.

Lo aquí discutido, por lo tanto, no se plantea contra la posibilidad de trazar cierta historia de la filosofía analítica para subsumirla en cierta filosofía política. Por el contrario, precisamente en función de la aspiración del autor de narrar la historia de la filosofía analítica es que parece necesaria tal consideración. De hecho, Ibarra aborda explícitamente la pregunta por las prácticas filosóficas, indicando que serán pensadas como modos de hacer, para así pensar en cierta inscripción del discurso filosófico en la tradición que forjaría. Tal figura es contrapuesta a las de estilo y escena, pensada por el ya mencionado Oyarzún y otros tantos autores. Mientras que la primera de ellas le parece prescindible por referir a una dimensión estética algo ausente en los autores, la falta de sobriedad de la segunda obliga a prescindir de éste por un criterio que pareciera ser, fundamentalmente, pragmático: "puedo decir que resulta seductor utilizar la imagen de escena para referirse a la práctica de los filósofos chilenos, aunque la academia seguramente no soporte tanta ironía"(50).

El argumento que se sostiene no deja de generar extrañeza. Quizás, podría argumentarse, es necesariamente tal ironía la que permite pensar la filosofía desde la historia concreta de la que suele renegar su institución. Uno de los méritos del libro es el de mostrar que en Chile han existido filósofos porque ha existido filosofía, parafraseando la conocida discusión entre Giannini y Barceló (cf. Friz, C. 2011), en la que tales términos parecían excluyentes para pensar el escaso desarrollo filosófico realizado en el país. El datar la existencia de cierta tradición filosófica en Chile no puede sino cuestionar tanto una imagen eurocéntrica de la institución filosófica, como una consideración del pensador nacional como genio aislado. Y ambos gestos acarrean cierta dimensión irreductiblemente irónica, en la medida en que destronan todo deseo de universalidad y autonomía por parte de lo estudiado.

En tal sentido, el libro no puede sino poseer cierta dimensión irónica, aún cuando ella no sea su intención. El narrar la historia que construye el propio espacio de enunciación no hace sino desnaturalizar la chance de un discurso que aparece, así, situado. La desechada noción de escena, en efecto, bien permite pensar aquello. Y así considerar, por una parte, los modos de hacer dentro de un campo que le precede, desde cierta constitución de sujetos y discursos irreductiblemente plural y desigual. Esto permite imaginar, por ejemplo, que la tradición analítica rastreada no sólo ha debido hilvanar ciertas temáticas, sino también disputar el espacio con respecto a otros modos de hacer filosofía que le fueron contemporáneos. La teatral jerga de la escena también autorizaría, por otra parte, a considerar la recepción de un saber ajeno como condición de posibilidad del discurso propio, y la necesidad de cierta decisión en tal reinterpretación. Pues precisamente cuando no está presente su autor es que el intérprete no puede sino tomar cierta posición en nombre de una fidelidad siempre incierta. Ibarra recuerda esta cuestión al indicar que comprende la recepción como un modo de hacer filosofía (37, las itálicas son nuestras). Pero quizás es necesario radicalizar esta última idea y pensar la imposibilidad, en Latinoamérica, de hacer filosofía sin recepción -e indagar, a partir de tal dimensión, la política cuya presencia extrañamos en el texto.

De hecho, el texto es rico al trazar las relaciones entre lo pensado por filósofos chilenos y los autores europeos que leen. Aquello aparece desde la presentación de la obra que el austro-húngaro Desiderio Papp realiza en Chile a partir de la década de los 60, tras su previo paso por otras instituciones sudamericanas. Ibarra intenta escindirse de la tradicional consideración de su obra como la de un historiador de las ciencias, para vislumbrar la orientación filosófica de su obra. Papp, en efecto, abordaría la discusión teórica sobre la física contemporánea desde fuentes filosóficas más bien clásicas, intentando conciliar cierta concepción determinista del tiempo y el espacio, heredada de Kant, con el indeterminismo de Heisenberg. Para ello, ligaría lo primero a lo cuantitativo y lo segundo a lo cualitativo. Allí se cifraría la doble faz propia de la presencia actual de lo primero y la potencial de lo segundo. En tal sentido, la epistemología allí trazada se afirmaría sobre nociones metafísicas, propias de cierta concepción rectora de la filosofía.

Esto aparece de forma más palmaria en las reflexiones en las que Papp aborda la discusión contemporánea en la filosofía de las ciencias, contraponiendo leyes constantes y necesarias para situar en las últimas la esencia de la ciencia. A partir de la centralidad de la geometría, Papp sostendría una filosofía realista cuya epistemología cuestiona la inducción. Esta última operación no permitiría alcanzar leyes necesarias, de forma tal que Papp la acepta sólo como un momento parcial que debe trascenderse. Resultaría una condición necesaria, pero no suficiente, para la consecución de leyes naturales cuya existencia no se jugaría en la capacidad humana de conocerlas. El conocimiento científico requiere, por tanto, de superar el momento inductivo para trazar construcciones mentales. La historia concreta de la ciencia comprobaría el valor de esta última operación. De ahí el carácter modélico del saber geométrico. La matematización de la ciencia que Papp trazaría lograría ciertas leyes que se corresponderían con la realidad natural sin dejar de asumir la irreductible brecha entre la legalidad científica y la realidad: "La característica científica de esta medición aceptaría la falibilidad, ya que habría distancia entre las leyes y lo real, la ley sólo puede acceder a una parte de lo real" (90).

El segundo autor comentado es el alemán Gerold Stahl, quien habría ocupado un importante lugar en la institucionalidad filosófica chilena desde los años 50. La presentación del autor resulta breve, centrándose particularmente en su fundamentación de la lógica simbólica, que sus textos y lecciones habrían introducido en Chile. Stahl comprendería la lógica como un ejercicio de formalización del dato físico percibido a través de convenciones basadas en sistemas que deben carecer de contradicciones e incompatibilidades con otros sistemas, entre los cuales se optará por el más simple. Siempre y cuando, claro está, este cumpla con criterios de completitud, consistencia e independencia de sus axiomas. Tras explicar aquellas cuestiones, Ibarra otorga un breve recuento de lo pensado por Stahl en torno a la cuestión del infinito. La larga historia filosófica allí heredada se prolongaría hacia la necesidad del presente de construir cierto diálogo entre matemáticas y filosofía, a partir de Cantor y su teoría de conjuntos.

El tercer autor abordado es Juan Rivano. A diferencia de los anteriores, nace y se forma en Chile, con cuya realidad política y filosófica el autor tendría el fuerte compromiso que lo habría llevado a la reflexión y militancia marxista durante los años ‘60. Sin desconocer aquello, Ibarra intenta rescatar cierta preocupación de Rivano por el neopositivismo, inserta precisamente en la crítica a la sociedad capitalista. Si bien tal cuestionamiento llevaría a Rivano a la crítica a una tecnificación antihumanista, no por ello desconocería cierto potencial crítico en la filosofía de las ciencias, la que formaría parte de cierto programa crítico de la filosofía, en la medida en que colabora con el cuestionamiento de toda mistificación metafísica -generalmente, religiosa- de la realidad. Lo que Rivano cuestiona, más bien, sería la primacía injustificada de la ciencia. Allí se olvidaría la experiencia humana desde y para la cual la ciencia tendría sentido. Su valor, por tanto, no sería autónomo. Desde un humanismo influenciado por Ortega y Gasset, cuestionaría la filosofía que, desde el empirismo moderno hasta el neopositivismo contemporáneo, fetichizaría el saber científico.

Décadas más adelante, Rivano retomaría la discusión a partir de la filosofía contemporánea de la biología. Si bien ya no se sitúa desde cierta herencia orteguiana, la tentativa de cohabitación entre filosofía analítica y fenomenología pareciera allí subsistir, pues se abordaría el problema del cerebro humano desde la pregunta por la conciencia. La necesidad de trascender los límites del pensar analítico, sin embargo, no sería una novedad en Rivano. La argumentación de Ibarra, en efecto, retorna al Rivano de los años 70 para exponer su cercanía con la filosofía dialéctica. La primacía de la síntesis allí existente lo llevaría a cuestionar el momento puramente analítico de la filosofía de la ciencia, pues esta analizaría al sujeto y al objeto sin pensar la relación que, históricamente, construirían: "el análisis del atomismo lógico será sólo una parte del pensamiento que requerirá de un movimiento más allá de lo que representa la experiencia aislada de sus relaciones, aquellas relaciones que son precisamente aquella parte del pensamiento que tendría que ver con el hombre" (122). Es por ello que Ibarra termina ratificando la imposibilidad de suscribir a Rivano en una línea filosófica estrictamente analítica. Antes bien, lo que rescata es su interés y discusión en torno a algunos autores y temáticas ligadas a aquella escuela filosófica.

El último punto permite destacar una cuestión recurrente en los distintos análisis. A saber, la dificultad de trazar límites totalmente definidos en la tradición estudiada. Ciertamente, aquello no se debe a una eventual ausencia de claridad del autor. Por el contrario, precisamente su exposición permite comprender la dificultad de la demarcación geográfica, disciplinaria o escolar de los autores en cuestión. La preocupación por el diálogo entre matemáticas y filosofía en Stahl, la formación de Papp en su Austria de los años 30 influenciada por el círculo de Viena o la connivencia entre fenomenología y filosofía analítica en Rivano, son ejemplos respectivos de tales cruces desde los cuales parece ir formándose la tradición que se intenta rastrear. Su delimitación unitaria, como la de toda tradición, sólo podría nacer de una narración retrospectiva que eliminase los quiasmos y tensiones que acompañan su historia. El mérito del relato de Ibarra, por el contrario, es insertar tales cruces en la supuesta interioridad de la tradición que describe.

Parte de la riqueza del análisis realizado se halla, en efecto, en su exposición de la pluralidad que constituye tal tradición como una característica que excede una dimensión puramente temática. Antes bien, pareciera tratarse de una condición necesaria para la difícil autonomía a la que aspiran los campos filosóficos que se desarrollan en el siglo XX latinoamericano, desde la precariedad de una débil institución universitaria, y una aún más lábil tradición filosófica. De ahí que los filósofos del Continente hayan debido experimentar modos de hacer cuyas escrituras, fuentes o temáticas rara vez pueden preciarse de ser estrictamente filosóficas, si es que se parte desde una definición canónica de la filosofía. O, dicho sin una retórica de la pérdida, que resultó necesario instituir cierta posibilidad distinta de la filosofía, incluyendo la que se precie de su cuño analítico. El trabajo de Ibarra demuestra que lo que las historias de la filosofía latinoamericana suelen denominar como normalización -o, en sus palabras, la institucionalización- difícilmente alcanzó cierta disciplina formada por autores, temáticas o lecturas auto-constituidas. Mucho menos, auto-constituyentes. Lo cual no puede sino llevar a la necesidad de insertarse desde tradiciones y disciplinas prestadas para instalar, desde allí, cierta invención de la propia tradición.

En tal sentido, el libro demuestra claramente que las discusiones realizadas en los tiempos y espacios analizados pueden ser simultáneas con los desarrollos filosóficos europeos. O, al menos, que su atraso no es tan considerable como se podría sostener desinformadamente. Pero también, lo que resulta más relevante, que aquello no implica que la discusión haya sido la misma. Antes bien, el lugar desde el cual se las lee parece imponer ciertas mediaciones que obligan a pensar en cierta diferencia producida por el espacio de recepción y reconfiguración de la filosofía analítica. La importación de uno u otro texto y concepto -si tuviésemos más espacio para fundamentarlo, diríamos, su traducción- se halla atravesado por distintos contextos de recepción que imponen una u otra necesidad que, consciente o inconscientemente, se imponen a quien piensa. Precisamente la inexistencia de cierto espacio autónomo ante la realidad, sugerido por Oyarzún, habría obligado a cierta necesidad del préstamo3 -partiendo por los sujetos y nombres propios. Este sólo podría emerger desde algunas decisiones, y otras ausencias, que exigirían creatividad para afirmar una recepción que se precie de su carácter filosófico. Podríamos decir, de forma quizás algo pomposa, que antes que cierto retraso se habría dado un re-trazo de la filosofía analítica en Chile.

El interés que genera el libro excede el que podría generar a los futuros estudiosos de la historia de la filosofía analítica en Chile, para quienes el trabajo de Ibarra habrá de constituirse como lectura obligatoria. Quizás su mayor mérito es abrir, a partir del ya destacable trabajo de rastrear una tradición olvidada desde una notable labor documental, discusiones relativas a la situación de la filosofía en Chile y Latinoamérica, cuyo común análisis Ibarra termina sugiriendo como necesario (130). Contra todo prejuicio, el libro parece confirmar la posibilidad de su título. Es decir, que sí habría habido filosofía chilena de carácter analítico. Pero que aquello, contra toda caricatura, no se jugaría en cierto criollismo de sus figuras o nacionalidad de sus temas. Sino más bien, a partir de las inscripciones en tiempos y espacios que trazan variadas estrategias de constitución de la filosofía en la propia textualidad estudiada, como necesaria condición de posibilidad -e imposibilidad- de cierta filosofía en Chile.

Notas

1. La obra aquí analizada es: Ibarra Peña, Alex. 2011. Filosofía chilena. La tradición analítica en el periodo de la institucionalización de la filosofía. Santiago: Bravo y Allende. Cuando no se indica lo contrario, las referencias dentro del texto remiten al libro mediante el número de página entre paréntesis.

2.  Magister© en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. <afielbaums@gmail.com>

3. Parece igualmente problemático, por cierto, contraponer los procesos aquí experimentados con los de la historia de la filosofía europea, como si esta se gestase sin préstamo alguno. Una conclusión coherente con lo aquí planteado debiera ser capaz de rastrear cómo tampoco el campo filosófico europeo posee la autonomía con que goza de pensarse. Esta cuestión excede el espacio de una nota, especialmente si remite a un libro sobre filosofía producida en Chile.

Referencias

1. Friz, Cristóbal, 2011. (Editor). Giannini / Barceló. El debate sobre la filosofía latinoamericana. En Revista La Cañada, n° 2, Santiago,221-267.www.revistalacañada.cl        [ Links ]

2. Jaksic, Iván, 1989. Academic Rebels in Chile: the Role of Philosophy in Higher Education and Politics. Nueva York: SUNY University Press.         [ Links ]

3. Oyarzún, Pablo, 1996. La filosofía como ficción. En Anales de la Universidad de Chile. Santiago. Sexta Serie, n° 3, 83-94.         [ Links ]

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