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Cuyo

versão On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.31 no.2 Mendoza dez. 2014

 

NOTAS Y COMENTARIOS

El comercio librario y la transmisión de la filosofía a Hispanoamérica (siglos XVI al XVIII)

Book trading and the Transmission of Philosophy to Hispanic Colonies (16th to 18th Centuries)

 

Abel Aravena Zamora1

Universidad de Barcelona, España

 


Resumen

La transmisión de la filosofía al continente americano puede rastrearse materialmente por medio del examen de las redes comerciales que procuraron la numerosa llegada de libros que alimentaron a las primeras bibliotecas coloniales. En ellas se resguardaron variadas obras filosóficas y humanísticas que fueron fundamentales en la promoción y el desarrollo de la cultura escrita y la educación. Al revisar algunos aspectos centrales del comercio, el control librario y la colección de obras afines en las primeras bibliotecas privadas y religiosas, se pretende reconstruir, al menos en sus rasgos característicos, el devenir de la filosofía en el Nuevo Mundo.

Palabras clave: Comercio librario; Bibliotecas coloniales; Transmisión de la filosofía; Historiografía filosófica hispanoamericana.

 Abstract

The transmission of philosophy to the Americas can be traced through the examination of the commercial networks that provided the first colonial libraries with books. These vast collections contained various philosophical and humanistic works that were a key factor in the promotion and the development of written culture and education. Reviewing some aspects on trading, book inventory and the collection of related works in the first private and religious libraries, the main goal is to reconstruct, at least in its characteristic features, the development of philosophy in the New World.

Keywords: Book Trading; Colonial Libraries; Transmission of Philosophy; Hispanic American Historiography.


 

Introducción

La transmisión de la filosofía al continente americano se relaciona íntimamente con la interacción paulatina de dos factores que fueron dando forma a las nacientes ciudades coloniales. Por un lado, encontramos las diferentes órdenes religiosas españolas y portuguesas, principalmente dominicos, franciscanos y jesuitas, que llegaron al Nuevo Mundo portando sus nutridos cuerpos doctrinario-filosóficos y sus respectivos aparatos normativos. Con ellas, se desarrollaron las tres corrientes principales de la filosofía escolástica: la tomista, la escotista y, a partir del siglo XVII, la suarista2. Por otro lado, deben considerarse las vastas redes comerciales que permitieron la numerosa llegada de libros y la formación de ricas bibliotecas que fueron fundamentales para la promoción y el desarrollo de la cultura escrita y la educación. Respecto a esto último, deben considerarse también las condiciones y las consecuencias originadas a partir de la instalación del Tribunal de la Inquisición en la capital del Virreinato peruano y, con él, la censura y el control ideológico.

Los libros eran un bien material extremadamente escaso en los primeros tiempos de dominación española en América, pues se obtenían a costos muy elevados y existía además una densa red de prohibiciones que limitaban su circulación. Sin embargo, hay que notar que a pesar de las regulaciones oficiales destinadas a censurar la importación y circulación de materiales impresos, existieron en el Virreinato ricas colecciones y un activo comercio librario. Los residentes en Lima y otros núcleos urbanos utilizaron, en general, el libro como un instrumento de comunicación directa con los círculos académicos de Europa, lo que les permitía relacionarse con las normas intelectuales, científicas y morales que predominaban en aquel entonces en España y en el resto del Viejo Continente.

En este sentido, el análisis del contenido de las bibliotecas revela a muchos de los funcionarios administrativos y de los colonizadores españoles como personas dotadas de una apertura ideológica e intelectual admirables3. Asimismo, la historia del libro en las colonias hispanas se relaciona estrechamente con el vínculo establecido entre la Iglesia y el Estado, pues los miembros del clero fueron los primeros pedagogos, académicos, escritores y coleccionistas de libros. Por medio de sus talleres de imprenta, sus instituciones de enseñanza y sus ricas bibliotecas, el clero promovió el desarrollo de la cultura, convirtiéndose en una potente influencia en la sociedad colonial.

En general, la historia del libro en Hispanoamérica puede abordarse desde al menos tres puntos de vistas diferentes. En primer lugar, una perspectiva es la que enfatiza los factores ideológicos y considera a los libros como un reflejo de la mentalidad colonial, centrando su análisis en la difusión de ideas y textos europeos, especialmente a través de inventarios de bibliotecas. Una segunda perspectiva complementaria es la mercantil, que se enfoca en aspectos de la producción y circulación de los libros, intentando trazar sus rutas desde los talleres de imprenta hasta llegar a las manos de los lectores. Un último punto de vista es el tecnológico, que se centra en el desarrollo de la tipografía, es decir, en el proceso de recepción de los modelos europeos y de creación de métodos originales por parte de los impresores criollos.

En las páginas que siguen presentaremos nuestro trabajo haciendo uso de las dos primeras perspectivas antes mencionadas, con la finalidad de esbozar el influjo del libro en la transmisión de la filosofía, especialmente dentro del virreinato peruano. No obstante, se debe enfatizar que dichos puntos de vistas pueden ser complementados con otras fuentes de archivo, como la revisión de los catálogos de las tiendas de libros y los inventarios de las bibliotecas académicas y de comunidades religiosas; las listas de propiedades confiscadas por la Inquisición; los programas de estudio de las universidades y los colegios; las actas de exámenes, grados y oposiciones a cátedra; las relaciones de méritos y servicios personales, entre otros elementos (Hampe Martínez, T. 1996, 18).

En primer lugar, y con el propósito de asegurar una buena comprensión de este complejo fenómeno, se analizarán los aspectos históricos que consideramos fundamentales.

El comercio y el control del tráfico librario

El desarrollo cultural en el continente americano no estuvo exclusivamente ligado a la actividad académica de los conventos, colegios y universidades, sino que también se relaciona con la formación de las primeras bibliotecas públicas y privadas por parte de religiosos y laicos, ya que fue en estos lugares donde los interesados cultivaban y enriquecían su cultura. Son numerosos los estudios de lo que se ha denominado la "carrera de Indias" que demuestran, desde perspectivas tanto materiales como ideológicas, que la cultura libresca americana fue muy rica y variada4. En ellos se constata precisamente que los habitantes del Nuevo Mundo recibían, a través de consolidadas redes comerciales, los libros impresos en Europa, muchas veces en el mismo año de su impresión o poco tiempo después, y por ello no se mantuvieron al margen de las corrientes intelectuales imperantes en el continente europeo (Del Vas Mingo, M. y Luque Talaván, M. 2006, 128)5.

Hay que considerar también que para los primeros inmigrantes europeos, el continente americano representaba un nuevo contexto al que debían adaptarse para desarrollar una nueva y peculiar formación histórica. En este sentido, la mayoría de ellos se abocó a un reducido comercio en los pueblos y en las ciudades de nativos, quedando el tráfico de mayor escala para quienes se encontraban cualificados profesionalmente. Abundaron comerciantes de todo tipo y de una amplia gama de productos, pues vendían lo que podían adquirir según su capacidad económica y de negocio. De ese modo, comerciaban con telas, quincallería, utillaje, menaje doméstico, productos de la tierra y libros, entre otras cosas. Sin embargo, el comercio librario parece que requirió una cierta especialización y experiencia (González Sánchez, C. 1997, 665).

Clara Palmiste señala al respecto que la mayoría de los impresores libreros exportaban sus mercancías hacia Nueva España, en cambio los mercaderes de libros elegían destinos más variados: Tierra Firme, es decir, Cartagena en Colombia, Porto Bello en Panamá, la provincia de Guatemala; y también Nueva España, Buenos Aires y La Habana. Los atractivos mercados de Veracruz, México y Porto Bello contaban sobre todo para la venta de las mercancías durante las ferias. Según las investigaciones de la autora, los impresores libreros exportaban en menor cantidad que los mercaderes de libros y su poca participación en el tráfico de libros entre Sevilla y América es muy patente cuando se comprueba que eran solamente tres las familias de impresores sevillanos: los Hermosilla, los López de Haro y la de Juan Francisco de Blas y Quesada. En cambio, algunos mercaderes de libros llegaron a solicitar la licencia de envío dos veces al año, lo que indicaría su papel como recaderos o, al menos, su interés en el mercado americano (Palmiste, C. 2005, 834).

Se debe añadir además que, dentro del marco temporal de estudio de la autora, entre los individuos que pidieron licencia al tribunal de la Inquisición de Sevilla para exportar libros a América hay un gran número de clérigos, negociantes y particulares que los mandaban. La mayoría de aquellas mercancías estaba destinada a abastecer las bibliotecas de las instituciones religiosas americanas y también a venderlos o consignarlos a familiares6. Esto último constituye una característica singular del comercio librario entre Sevilla y América, pues entre los solicitantes se encontraban individuos pertenecientes a distintas órdenes religiosas y militares, como los Caballeros de Santiago, de Alcántara y de Calatrava; presbíteros, canónigos, familiares del Santo Oficio, cargadores del Consulado y funcionarios americanos (ibid., 833).

Sin embargo, no se debe perder de vista que al analizar los inventarios de los mercaderes se está obteniendo solamente una imagen de un momento muy concreto, una instantánea de la que no deben extraerse afirmaciones tajantes ni conclusiones definitivas. De lo contrario, como apunta Carlos Alberto González Sánchez, se corre el riesgo de distorsionar la realidad, ya que la mercancía catalogada podría ser el resultado de una coyuntura particular, como por ejemplo los libros no vendidos hasta el momento de la muerte del titular o las existencias disponibles en los núcleos de abastecimiento (González Sánchez, C. 1997, 677).

Respecto a los inicios del control del tráfico librario entre la Península y los territorios americanos, hay que señalar que estaba encargado a la Casa de la Contratación establecida en Sevilla en 1503 y trasladada a la ciudad de Cádiz en 1717, donde permaneció hasta que fue suprimida definitivamente en 1790. Esta institución, supervisada por el Consejo de Indias, fue la responsable de controlar ese tráfico durante unos trescientos años, promoviendo el paso a América de los "libros de santa y buena doctrina e impidiendo la difusión de los libros de mentirosas historias" (Martínez, J. 1987, 24). Desde esta perspectiva, el control del tráfico de libros implicaba también el control de la difusión de la cultura y de las ideas plasmadas en sus páginas7.

La Corona española no estaba de acuerdo con que lecturas de materias profanas y fabulosas llegaran al Nuevo Continente, pues consideraba que podían llegar a manos de los nativos y distraerlos de su evangelización y de las lecturas devotas en que debían concentrarse. Por ello, prohibió repetidas veces a partir de 1531 que se llevaran a las Indias estos libros amenos e imaginativos, "como son libros de Amadís y otros de esta calidad de mentirosas historias", según señalaban las instrucciones de 1543 (ibid., 24)8. Por aquel tiempo, los cargamentos de libros que circulaban en la América española procedían tanto de las imprentas peninsulares y europeas, como de las ya establecidas en el mismo continente americano. Hay que recordar que la primera imprenta que se estableció en América fue la de México en 1535 y que, para el período que nos interesa, le siguieron las de Lima (1583), Puebla (1640), Guatemala (1641), Misiones (1700), La Habana (1707), Oaxaca (1720), Bogotá (1738), Ambato (1754), Quito (1760), Córdoba (1764), Cartagena de Indias (1776), Buenos Aires (1780), Santiago de Chile (1780), Guadalajara (1793) y Veracruz (1794)9. Globalmente, se estima que durante todo el período colonial se editaron en América alrededor de 17.000 títulos (Hampe Martínez, T. 1996, 17).

El Tribunal del Santo Oficio fue el encargado de regular la producción, la circulación y el comercio librario en los territorios americanos, estableciéndose formalmente en el virreinato peruano el 29 de enero de 1570, cuando ya llevaba casi un siglo de existencia en España.

Aquel día, los inquisidores, con el acompañamiento del nuevo virrey Francisco de Toledo y los miembros de la Real Audiencia, marcharon lentamente en cortejo por las calles de la ciudad, desde el local del Tribunal hasta la catedral, donde los esperaban autoridades civiles y eclesiásticas, miembros de las órdenes religiosas y multitud de vecinos. Un predicador de prestigio anunció un sermón alusivo a la ocasión. Luego, uno de los oficiales de la Inquisición tomó a los asistentes el juramento de obediencia al Tribunal y leyó el edicto de la fe (Medina, J. 1956, 23).

Este hecho resulta vital en la historia del virreinato, ya que antes de 1570 la represión de la heterodoxia había estado encomendada a los obispos. No obstante, esta suerte de Inquisición episcopal no resultó suficientemente efectiva para las autoridades metropolitanas y coloniales. Hacía falta una institución que pudiese a la vez implantar los decretos del Concilio de Trento (1545-1563) y llevar a cabo el nuevo proyecto de gobierno colonial diseñado por Felipe II. Por ello, el nuevo Tribunal se estableció en Lima dotado de gran autoridad de acuerdo con su condición de ser, por un lado, una institución eclesiástica y, por otro, una institución estatal. Así, a partir de 1570, el Tribunal comenzaba a influir fuertemente en la vida social, política y cultural del virreinato peruano (Guibovich, P. 2003, 13). Precisamente en este sentido Guibovich da cuenta detallada de cómo la Inquisición se transformó en un medio de movilidad social, volviéndose altamente atractivo para clérigos y seglares el pertenecer al Tribunal, ya que otorgaba beneficios simbólicos y materiales. De igual modo, podía significar a la larga una buena recomendación para futuras promociones en la jerarquía civil y religiosa (ibid., 20).

Resulta de suma importancia añadir sobre esto la visión de John Horace Parry (1970, 140) quien señala que, a diferencia del virreinato de México, en el que se autorizaron prontamente las impresiones de libros y la formación de bibliotecas académicas, el desarrollo intelectual en el Perú se vio obstaculizado por los desórdenes de las guerras civiles de los conquistadores y las campañas de represión originadas en el Concilio de Trento. Consecuentemente, el apoyo a las instituciones educativas solo llegó cuando se establecieron con firmeza las normas religiosas e ideológicas de la Contrarreforma10.

Durante el marco temporal que aquí nos interesa, es decir los siglos XVI al XVIII, hubo un importante desarrollo intelectual en la ciudad de Lima, pues en este período florecieron con abundancia las letras y las artes, siendo para esa fecha el centro cultural más importante del Nuevo Mundo. En ese entonces, la ciudad gozaba de una gran prosperidad económica y tenía una alta importancia política, pues en ella se situaron la sede del Virrey, el Arzobispo, la Real Audiencia, el Tribunal de Cuentas, el Tribunal del Consulado y las principales autoridades de las órdenes religiosas. Además, en el puerto de El Callao se desarrollaba a diario una intensísima actividad comercial con una amplia variedad de productos. Si sumamos a lo anterior la presencia de la Universidad de San Marcos y la existencia de la imprenta en la ciudad, puede comprenderse que Lima haya ejercido un poderoso atractivo para teólogos, escritores, poetas, dramaturgos, historiadores y artistas deseosos de promoción social y reconocimiento intelectual11. Y más aun si consideramos que la vida académica de la ciudad no solo giraba en torno a la universidad, sino también alrededor de los diversos colegios mayores fundados por las órdenes religiosas desde principios del siglo XVII (Guibovich, P. 2003, 15).

En este contexto floreciente, Lima contaba con un importante número de clérigos, funcionarios y profesionales que promocionaban el mercado de lecturas, el que de acuerdo con Leonard, era de mayores dimensiones que el existente en muchas medianas y pequeñas localidades españolas (Leonard, I. 1953, 185). Según el mismo autor, los habitantes de la metrópoli colonial tuvieron un amplio acceso a la literatura de ficción procedente de la Península y se mostraban ávidos consumidores del teatro, la novela y la poesía del Siglo de Oro. Incluso, algunos editores, ya desde la primera mitad del siglo XVI, fueron movidos por la apetencia de novedades literarias a orientar sus negocios hacia el lucrativo mercado americano y así, por ejemplo, encontramos luego que la mayor parte de la primera edición de El Quijote de Miguel de Cervantes fue destinada para su venta en el virreinato peruano (ibid., 215)12.

Del mismo modo, hay que resaltar el hecho que la casa de los impresores alemanes de Jacobo Cromberger, establecidos en Sevilla, había obtenido del emperador en 1525 la concesión en exclusiva del comercio de libros con la Nueva España. A pesar de que imprimían libros religiosos, gramáticas y diccionarios, el principal negocio de los Cromberger eran las numerosas novelas de caballerías, que vendían en grandes cantidades. Entre ellas, la preferida era el Amadís de Gaula, aunque es de destacar también la obra de amores infortunados La Celestina(Martínez, J. 1987, 25)13. Aparentemente el negociante pionero de este rubro en Lima fue Juan Antonio Musetti, originario de la ciudad de Medina del Campo, que llegó a América en 1544 como parte del séquito del contador general Zárate. No existe claridad respecto a las actividades mercantiles específicas que realizó en la capital peruana, pero puede suponerse que vendería las mismas obras que su hermano Juan Pedro, quien se desempeñaba como librero y editor en Castilla, que publicaba por aquel tiempo el Ordenamiento de Alfonso Díaz de Montalvo, las poesías de Boscán y Garcilaso, entre otros textos (Hampe Martínez, T. 1996, 37).

Guibovich resalta las evidencias que apuntan a que los comerciantes de libros acostumbraban encargar la adquisición de dichas mercancías en España y luego las distribuían por diferentes ciudades del Perú. En este contexto, destaca principalmente la actividad de Francisco Butrón, quien poseía una de las mayores tiendas de libros de Lima (Hampe Martínez, T. 1996, 37). Asimismo, de importancia capital resulta el trabajo del impresor turinés Antonio Ricardo, establecido en la capital del virreinato alrededor de 1580, y a quien se deben los primeros libros editados en América del Sur, entre los que destaca la obra de evangelización Doctrina christiana y catecismo para instrucción de los indios, publicada en 1584 (Medina, J. 1904-07, xxvi-xxx).

Por otro lado, entre los materiales revisados por González Sánchez respecto al comercio de libros en Lima a principios del siglo XVII, destacan numerosas obras de hazañas épicas, al estilo de novelas de aventuras, así como libros de entretenimiento y ficción. De acuerdo con sus investigaciones en los inventarios de dos mercaderes de libros españoles, algunos autores estuvieron ampliamente difundidos durante los siglos XVI y XVII, entre quienes destacan: Antonio Álvarez, Juan de Dueñas, Alberto Magno, Fray Luis de León, Pedro Calderón, Diego de Estella, Pedro de Oña e, incluso, Erasmo de Rotterdam. En cuanto a los títulos de historia representativos, por ejemplo, se encuentran copias de los Varones ilustres de Indias, Historias de señoría, Isabel reina de Inglaterra, Crónica del rey don Pedro, Campaña de Roma, Historia troyana, Carlos duque de Borgoña, Historia del Gran Capitán, la Historia de los jarifes, la Historia de España de Mariana, Las Navas de Tolosa, Historia de Etiopia, Historia de Francia, Historia de China, Historia de Cataluña, la Historia de la reina de Saba yla Historia eclesiástica de los cismas de Inglaterra, de Ribadeneyra (González Sánchez, C. 1997, 673 y ss.).

Entre los libros de literatura, las novelas de caballería prueban su popularidad aun a principios del siglo XVII, fecha en la que teóricamente habían sido sustituidas por la afición a otros géneros. Los libros de ficción están representados por algunas de las creaciones más difundidas, entre ellas: Florisel de Niquea, Floranís de Castilla, Palmerín de Oliva, Amadís de Gaula, Sergas de Esplandián, Selidón de Iberia, Lisuarte, Amadís de Grecia y el Caballero Asisio. Además del género caballeresco destacan títulos emblemáticos de la época renacentista, como son Orlando enamorado de Boiardo y Orlando furioso de Ariosto, La Araucana de Ercilla y Los Lusíadas de Camões. En otra faceta, se halla la Primera parte del honesto y agradable entretenimiento de damas y galanes de Juan Francisco Corbacho. En cuanto a la gramática, destacan ejemplares del Arte de la lengua castellana de Antonio de Nebrija, uno de los libros más difundidos en la América hispana. Dentro de la temática clásica, aparecen autores grecolatinos como Terencio, Plinio, Aristóteles, Lucano, Esopo, César, Séneca, Cicerón, Virgilio, Marco Aurelio, Horacio y Homero; entre los libros científicos, predominan los de medicina, como la Historia de la medicina de Sevilla, el Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales de Cristóbal de Acosta, la Cirugía de Juan Fragoso y la de Bartolomé Hidalgo de Agüero. Finalmente, la filosofía escolástica se encuentra representada por autores como Domingo de Soto, Tomás de Aquino y Francisco de Vitoria; y en los cánones, se halla el repertorio de Josephus Anglés (González Sánchez, C. 1997, 673 y ss.).

Como puede verse, en aquel tiempo la demanda americana de libros era cada vez mayor y, consecuentemente, lo fue la exportación desde la Península. Sin embargo, se debían superar una serie de obstáculos administrativos, económicos y humanos para enviar las mercancías hacia América, pues, en un principio, los libros fueron tratados como cualquier otra mercancía en cuanto a efectos de registro, de manera que solo se consignaban los bultos de libros que se cargaban en los barcos. No obstante, el Concilio de Trento determinó que la Corona se hiciese consciente de que podían estar pasando a territorios americanos libros religiosos que atentasen contra las nuevas directrices. Por ello se comenzaron a reglamentar cada vez de manera más minuciosa los impresos que se dirigían a América y continuamente la legislación insistió en que las relaciones de libros fuesen lo más detalladas posible, señalando la materia de la que trataban las obras que se incluían en los envíos.

En términos generales, el procedimiento para la exportación de libros a las colonias implicaba una serie de dificultades. Además de un cierto capital, se necesitaba, por un lado, de una red comercial y de conocimientos previos del mercado americano. En general, el negocio librario con el Nuevo Mundo se sustentaba en lazos familiares y de parentesco. Así, las redes familiares organizadas permitían obtener capital, información de importancia y establecer asociaciones solventes en distintas zonas geográficas. Asimismo el desarrollo de la red de venta suponía muchas veces la residencia de un hijo o pariente en América, minimizando de este modo las incertidumbres y los riesgos del despacho de los cargamentos de libros a tierras americanas (Palmiste, C. 2005, 838). Por otro lado, implicaba la petición de una licencia para enviar las mercancías y la posterior obtención del permiso oficial14. Luego se debía realizar una declaración obligatoria del contenido de los envíos de impresos ante los ministros del Santo Oficio. Antes de embarcar en Sevilla, los oficiales reales de la Casa de la Contratación revisaban las listas de los libros contenidos en los equipajes de particulares o en los envíos de los mercaderes de libros peninsulares. Una vez efectuada esta revisión, los oficiales reales pasaban las listas al Tribunal de la Inquisición sevillano, que nombraba un censor que emitía su veredicto. Luego de esto, los inquisidores evaluaban la entrega del visto bueno para la concesión de la licencia de embarque. No obstante, hay que señalar que este procedimiento ante la Inquisición sevillana no era necesario si previamente los interesados presentaban una licencia emitida por el inquisidor general o por su Consejo, establecidos ambos en Madrid.

Finalizadas estas diligencias, las listas de libros con sus respectivas licencias se entregaban una vez más a los oficiales reales de la Casa de la Contratación, quienes finalmente autorizaban la salida. Dichos listados se incluían en la relación de equipajes y mercancías que transportaba la nave. Una vez llegados al continente americano, los oficiales de la Real Hacienda revisaban los libros y no debían dejar pasar ningún ejemplar que no llevase su licencia respectiva. Si encontraban algún libro sospechoso, lo enviaban a los calificadores del Santo Oficio para ser examinado. Si se le consideraba inofensivo, el libro era devuelto a su propietario, de lo contrario la obra debía ser expurgada y era retenida hasta que fuese debidamente censurada por los calificadores. Esto se efectuaba tachando algún párrafo o pasaje del libro, para depurar los errores morales y dogmáticos contenidos15.

Todo este despliegue de control administrativo e inquisitorial buscaba que solo llegaran a las colonias americanas los libros permitidos, pues en un contexto donde la letra impresa comenzaba a empoderarse y difundirse ampliamente, la tarea de las autoridades civiles y de la Inquisición española de controlar el comercio librario se tornó bastante compleja. Y más aun si se considera como otro factor de importancia el agravamiento en Europa de las hostilidades mutuas que por entonces acarreaba el conflicto de la Reforma, dividiendo el campo religioso entre catolicismo y protestantismo. Esta división se reprodujo en el Nuevo Mundo y ni siquiera la migración transatlántica suprimió ni atenuó la tensión existente entre ambos bandos. Ello dio lugar a que las monarquías católicas y los Estados protestantes intentaran enfrentar la difusión de literatura contraria a sus intereses políticos y religiosos mediante la publicación de reglamentaciones sobre la producción, el comercio interno y externo, el uso y la posesión de libros. De este modo, la Reforma contribuyó a acelerar la institucionalización de la censura y se diferenció entonces, por un lado, la censura previa, esto es la concesión de licencias para los libros impresos en la Península, ya que era responsabilidad de las autoridades civiles del Consejo de Castilla; y, por otro, la censura posterior que abarcaba los ámbitos de la circulación, el consumo y la producción de libros, que era competencia de la Inquisición (Del Vas Mingo, M. y Luque Talaván, M. 2006, 133)16. Así, por ejemplo, los documentos revisados por Palmiste evidencian una mayor cantidad de información, pues especifican el nombre del remitente, su profesión y procedencia geográfica, el lugar de destino, una memoria de libros, y en pocos casos el número de ejemplares, el formato y el nombre del destinatario del cargamento. Sin embargo, al analizar con detalle dicha documentación la autora plantea el problema general de saber en qué medida las licencias correspondían a la circulación efectiva de libros entre España y América, pues existe evidencia de que "el contrabando, el fraude económico y la corrupción para escapar de las gestiones administrativas y del control de la Inquisición formaban parte de las vicisitudes del tráfico hacia América, y tanto negociantes como miembros de la administración sacaban beneficios de ello" (Palmiste, C. 2005, 832).

A la luz de estas evidencias y del análisis de escrituras notariales de la época, la investigadora concluye que el libro no era la única mercancía que los profesionales del libro exportaban a América, pues existía además un tráfico de libros extraoficial. En este sentido, agrega que factores como el ritmo de salidas y llegadas de las flotas, así como las difíciles coyunturas políticas y económicas, hacían del negocio de libros una actividad frágil, condicionada por plazos de pagos lentos y algunas veces inciertos. Esta fue la causa de que muchos comerciantes combinaran la venta de libros con otras mercancías (ibid., 842). Por ello, siguiendo a Irving A. Leonard, puede decirse que existió un divorcio entre la legislación y la realidad, una distancia entre lo que las leyes dictaban que se debía hacer y lo que realmente se hacía, pues es evidente que las leyes se acataron, pero no se cumplieron cabalmente17.

Por otra parte, de acuerdo con Pedro M. Guibovich, la censura de libros practicada por la Inquisición en Lima funcionó de manera intermitente y permeable, condicionada tanto por factores sociales como institucionales, lo que afectó de modo específico a la producción, circulación y consumo de libros (Guibovich, P. 2003, 19). Hay que agregar que en el funcionamiento de los tribunales inquisitoriales influyó no solo la acción de sus agentes sociales limeños, sino también las directrices procedentes de la metrópoli. Dentro del sistema inquisitorial español, las inquisiciones americanas eran tribunales de distrito, por lo que su gobierno y administración estaban regulados por el Consejo de la Suprema y General Inquisición, establecido en Madrid. Regularmente dicho Consejo dictaba normas mediante las cartas acordadas que debían ser acatadas por todos los tribunales bajo su autoridad. Las llamadas cartas acordadas por el Consejo, podían abordar diferentes asuntos, como salarios y nombramientos de oficiales, envío de capitales o reparaciones de edificios; aunque muchas de ellas trataban de las medidas a seguir para frenar o prevenir la difusión de los textos prohibidos (ibid., 20-21).

Paralelamente el sistema inquisitorial contaba con amplios y diferentes mecanismos para velar por el cumplimento de sus cada vez más numerosas normas. Entre estos encontramos la redacción de edictos especiales y la difusión de índices y catálogos de libros prohibidos; las visitas a librerías y bibliotecas públicas y privadas; el control en las fronteras e inspecciones a los navíos que llegaban a los puertos; el otorgamiento de licencias para transportar libros y para leerlos; y, evidentemente, la responsabilidad de notificar la posesión ilegal de estas obras (Del Vas Mingo, M. y Luque Talaván, M. 2006, 132)18. Aun así, la Inquisición otorgaba licencias para leer y mantener libros prohibidos en algunos casos a particulares o a conventos. Aunque había obras cuya lectura estaba terminantemente prohibida, incluso para quienes tenían licencia, tal y como se hacía constar en muchos edictos.

Estructuralmente, dentro de la orgánica de la Iglesia la encargada de desempeñar esta labor fue la Sagrada Congregación del Índice de los libros prohibidos, fundada en 1571 por el Papa Pío V. Entre los años 1585 y 1590 estuvo integrada por varios cardenales y un prefecto, quienes tenían como tareas atender a las denuncias sobre libros sospechosos, revisar las obras impresas a través de consultores cualificados -teólogos y profesores especialistas en las respectivas materias- y aprobar la circulación de las obras. Con anterioridad, se había controlado la edición de libros a través de los decretos emitidos con carácter de censura. Sin embargo, el Papa León X promulgó el 3 de mayo de 1515, durante el Concilio de Letrán, la primera prohibición general dada por la Iglesia, la bula Inter sollicitudines. Después de su pontificado se concretó la idea de elaborar un índice de libros prohibidos. Fue así como vieron la luz los índices de Venecia en 1543 y Lovaina, en 1546. Posteriormente se publicarían otros en España y también en las ciudades de Colonia, París y Florencia (ibid., 132). 

En relación a la temática que aquí nos interesa, hay que destacar que el Rey Católico había dictado ya en 1506 una norma para prohibir la venta de libros profanos, frívolos o inmorales entre la población indígena, pues al ser considerados menores de edad y mentalmente débiles, podían eventualmente sufrir daños o perjuicios morales. La Reina Doña Juana, el 4 de abril de 1531, instruyó además a la Casa de la Contratación para que impidiesen el paso a las colonias de aquellos libros de "historias y cosas profanas", según la convicción generalizada de que los nativos no serían capaces de distinguir entre lo real y lo fabulado. No obstante, esta disposición resultó ineficaz, pues posteriormente volvió a reiterarse su énfasis, primero en las instrucciones dadas a Don Antonio de Mendoza, primer Virrey de la Nueva España, el 14 de julio de 1536; y, luego, en la orden dada a la Casa de la Contratación el 13 de septiembre de 1543. Ambas normas insistían sobre los mismos puntos tratados en aquella ley de 1531 (ibid., 133)19. Con posterioridad, y siempre en la línea del control librario, Carlos I, por Real Cédula del 29 de septiembre de 1543 y por Real Cédula dada en Valladolid el 5 de septiembre de 1550; y luego Felipe II, a través de Reales Cédulas dadas en Valladolid el 9 de octubre de 1556 y en Madrid el 18 de enero de 1585, organizaron más rigurosamente aun el sistema de control.

Como producto de la masiva llegada a los territorios americanos de publicaciones sospechosas para las autoridades españolas, y del potencial peligro a ellas asociado, el control librario se aumentó a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Hay que destacar que ya desde la constitución Divini Gregis, promulgada por el papa Pío IV el 24 de marzo de 1564 -y que se extendió hasta 1929-, se habían fijado las normas sobre la prohibición de libros. Sin embargo, el Tribunal de la Inquisición de México, a instancias del Consejo de Castilla, ordenó en 1747 retirar todas las licencias para leer libros prohibidos que existían bajo su jurisdicción. Del mismo modo, el Tribunal de la Inquisición de Lima, en octubre de 1748, ejecutaba la misma ordenanza.

En este mismo sentido, entre 1746 y 1833 el Consejo Real de Castilla, encargado de conceder o denegar las licencias de impresión en la Península, solicitó a la Real Academia de la Historia que censurase las obras manuscritas antes de entregarse la licencia de impresión, pues hasta ese entonces muchas obras sobre América no habían cumplido las normas de censura que se explicitaban en la Recopilación de las leyes de los Reynos de las Indias. De este modo, fueron censuradas numerosas obras americanistas. Este dato es de importancia, pues esta última institución, desde el 18 de octubre de 1755, era la encargada de realizar las Crónicas de Indias y luego -a instancias del propio Consejo de Indias, que se había encargado a su vez de autorizar o denegar las licencias de impresión- se convirtió en vigilante de las publicaciones que pretendían imprimirse sobre América.

Sin embargo, aun así el control resultó ineficaz y por ello muchos libros prohibidos pasaron al Nuevo Mundo y figuraban en bibliotecas tanto públicas como privadas. Probablemente dichos libros ingresaron a través de contrabando, por lo que la Inquisición hubo de actuar enérgicamente en reiteradas ocasiones, incluso entre el estamento eclesiástico (ibid., 134-141)20. Así, el virrey Toledo fue el primer gobernante en poner en práctica la censura de libros en el virreinato peruano cuando en 1568, estando en Panamá, parada obligada en el camino al Perú, advirtió que, a pesar de la prohibición del Consejo de Indias, los libros profanos circulaban y eran negociados por libreros. Ordenó entonces que todos los ejemplares fuesen remitidos a la Audiencia y decretó la confiscación de aquellos textos en posesión de libreros y particulares (Guibovich, P. 2003, 60).

En resumen, entre los años de 1590 y 1948 aparecieron treinta índices que prohibían la circulación de determinadas obras: tres en el siglo XVI, tres en el siglo XVII, siete en el siglo XVIII, seis en el siglo XIX, y once en el siglo XX. Hay que agregar que además de los índices romanos, en los territorios españoles se publicaron seis índices propios entre los siglos XVI y XVIII21.

En torno a los libros existentes en las bibliotecas coloniales peruanas

Se presume que los primeros libros europeos llevados a las islas del Nuevo Mundo fueron los Libros de Horas. Bernal Díaz del Castillo, en su obra Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, narra que Hernán Cortés y sus soldados encontraron en 1519, cerca de Cozumel, a Jerónimo de Aguilar, quien había naufragado y había sido abandonado hacía ocho años junto con otros españoles, de los cuales sólo sobrevivieron él y Gonzalo Guerrero22. Este último prefirió no volver a España y quedarse con los nativos por amor a su mujer y a sus tres hijos, quienes fueron los primeros mestizos mexicanos. Las escasas pertenencias de Aguilar incluían un viejísimo ejemplar de dicho libro de devociones. Aquel gastado Libro de Horas era cuanto conservaba de su antigua vida.

Como más arriba hemos detallado, en la América hispánica se desarrolló muy pronto la afición por los libros y así lo corroboran, por una parte, las listas de libreros españoles que enviaban sus mercancías a la Nueva España, Perú y Filipinas, y, por otra parte, las listas de los libros que traían consigo las tripulaciones y los pasajeros que se dirigían al territorio americano. Ambos elementos muestran tanto la creciente necesidad de materiales impresos como la amplitud de los intereses de los lectores del Nuevo Mundo. Lo anterior se refleja en la gran cantidad de libros que no se declaraban en las listas, pero que aparecían luego en las indagaciones del Santo Oficio (Martínez, J. 1987, 49).

De acuerdo con las más antiguas referencias sobre material bibliográfico, las primeras colecciones de libros del Perú se formaron tempranamente, "casi al mismo tiempo que la expedición conquistadora de Pizarro" (Hampe Martínez, T. 1996, 15). De hecho, el único de sus integrantes que había cursado estudios superiores era el dominico Fray Vicente de Valverde, más tarde consagrado obispo del Cuzco, quien al morir dejó una apreciable colección de más de ciento setenta volúmenes. Fue él mismo quien expuso el requerimiento a Atahualpa y le entregó un libro -se dice que tal vez una biblia o un breviario- en la plaza de Cajamarca, antes de la captura del Inca. Existe también evidencia de que otros miembros del ejército pizarrista, como Diego de Narváez, Francisco de Isásaga y el tesorero Riquelme, poseían cuantiosas colecciones bibliográficas como fuente de entretenimiento y de estudio. En este contexto, Hampe Martínez rescata las palabras de su maestro Riva-Agüero y aclara que lo anterior demuestra que "todos los conquistadores no eran analfabetos, ni menos lo eran sus hijos ni los ayos de éstos" (ibid., 36).

No obstante, las colecciones peruanas de libros son en general bastante modestas si se las compara con las bibliotecas que se formaron durante la primera mitad del XVI en la Nueva España23. De acuerdo con las investigaciones de Hampe Martínez, ninguna colección peruana se asemeja a aquella reunida por el obispo Juan de Zumárraga en la ciudad de México, ni tampoco a la biblioteca académica del colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, fundada en 1536. De hecho, en los primeros siglos coloniales, la mayoría de los libros registrados en las bibliotecas peruanas provenían directamente del Viejo Mundo (ibid., 17).

Por otra parte, hay que señalar que ya en el siglo XVII la producción de libros aumenta considerablemente, sobre todo en México, donde además de obras de evangelización, vocabularios y artes de las lenguas indígenas, se imprimían obras de ciencia natural, astrología y ciencias. En el Perú se imprimieron en este siglo algunas "crónicas de convento", como las del agustino fray Antonio de la Calancha (1653) acerca de su provincia peruana, del franciscano fray Diego de Córdoba (1630 y 1631) acerca de la vida y milagros del venerable fray Francisco Solano, y la de fray Bernardo de Torres (1657) acerca de la provincia peruana de los Ermitaños de San Agustín. Se registra también una obra histórica, el Memorial de las historias del Perú de fray Buenaventura de Salinas (1630). Del mismo modo, comenzaban a imprimirse en el Perú obras literarias, como por ejemplo, la Panegírica declamación por la protección de las ciencias y estudios (Cuzco, 1664) y el Apologético en favor de don Luis de Góngora (Lima, 1662), ambas de Juan de Espinosa Medrano, a quien también se le conocía como El Lunarejo (Martínez, J., 1987, 39-40).

De acuerdo con Hampe Martínez, en cuanto a la distribución temática de los materiales traídos a América durante la Colonia, se debe considerar una serie de factores a la hora de interpretar la evidencia encontrada. Pues a diferencia de otros estudios, por ejemplo el de González Sánchez sobre los libros que se embarcaron en Sevilla en 1605 con destino a México y el Perú, en donde sobre una muestra de 2.098 volúmenes encuentra altos porcentajes de libros ascéticos y místicos (25.1%)24, en su investigación sobre las bibliotecas privadas del Perú, Hampe Martínez halla un alto predominio de las obras jurídicas. Aclara el investigador que ello se debe particularmente a que las colecciones revisadas pertenecieron a individuos implicados en el ejercicio del gobierno y de la judicatura. Tal preponderancia del derecho parecería ser un fenómeno único, acotado al Perú, y no aplicable al resto del continente americano (Hampe Martínez, T. 1996, 17).

Por otro lado, las tareas de evangelización de los misioneros, sobre todo en los primeros tiempos de la dominación española, requirieron que las limitadas posibilidades de los impresores se dedicaran casi exclusivamente a este primordial objetivo. Por esta razón, son los catecismos, doctrinas, cartillas, diccionarios y gramáticas de las lenguas indígenas, las obras que absorben casi en su totalidad la producción de libros impresos en América durante los siglos XVI y XVII (Martínez, J. 1987, 30). Todo ello puede confirmarse con una revisión detallada de documentos, focalizándose en los registros de embarque, los inventarios de tiendas de libros y de bibliotecas académicas y de comunidades religiosas. De esta manera podría identificarse la presencia mayoritaria de textos religiosos, destinados sobre todo a las ricas bibliotecas de los conventos (Hampe Martínez, T. 1996, 17).

Desde esta perspectiva, el conjunto de materiales bibliográficos que circularon durante la colonia, junto con los programas de cursos universitarios y los títulos específicos de obras impresas en América, representan los objetos de estudio más valiosos para aproximarse a la cultura de ese tiempo. En este sentido, las series de libros importados, vendidos o poseídos en el continente americano aportan riquísimos datos que, al ser cuantificados, permiten dimensionar el bagaje intelectual y las actitudes mentales de los colonizadores peninsulares y criollos (Solano, F. 1985, 70-72). Asimismo, revelan a los escritores, géneros literarios y tendencias ideológicas que causaban interés en una sociedad donde la posesión de ricas bibliotecas era un privilegio exclusivo de una minoría, la élite que ocupaba los más altos puestos. Pues, en efecto, la mayor parte de los inventarios de bienes disponibles corresponden a grupos socioprofesionales de cierta formación intelectual y solvencia económica, destacando claramente clérigos, funcionarios y profesionales liberales y, en menor medida, artesanos y mercaderes (ibid., 70). De esta suerte, queda manifiesto que el ejercicio profesional condicionaba en gran medida la estructura temática de las bibliotecas coloniales.

Consecuentemente, hay que resaltar que los inventarios de las bibliotecas particulares constituyen fuentes de extraordinario valor para analizar la cultura de la sociedad colonial. Estos solían ubicarse dentro de los protocolos notariales, como parte de las escrituras que se realizaban siguiendo las formalidades de rigor tras la muerte de alguna persona. Así, junto con los bienes raíces, el menaje doméstico, las alhajas o las cabezas de ganado y esclavos que tenía el difunto, es posible encontrar un listado exhaustivo de los volúmenes que poseía, libros destinados a su entrenamiento profesional, para su comunicación con Dios o para mero entretenimiento (Hampe Martínez, T. 1996, 29). En este mismo sentido, para esclarecer los distintos matices del desarrollo de las mentalidades en Hispanoamérica se hace necesario señalar que otras fuentes de similar valor informativo, además de los inventarios de bibliotecas, son las listas de embarque que registraba la Casa de la Contratación en Sevilla. Pues, como hemos visto, permiten examinar la divulgación de ideas políticas, conceptos estéticos, inquietudes filosóficas y avances científicos en las colonias25.

Por otra parte, junto a las bien nutridas bibliotecas privadas, destaca también la riqueza del patrimonio bibliográfico perteneciente a diferentes instituciones, fundamentalmente a las comunidades religiosas. Los dirigentes del clero acostumbraban encargar la adquisición de grandes cantidades de impresos en el Viejo Continente, reuniendo así valiosísimas bibliotecas en los conventos, en las que se procuraba seleccionar cuidadosamente los títulos y mantenerse al día con las novedades bibliográficas. Allí era posible tomar contacto con las corrientes de pensamiento más avanzadas del universo cristiano (ibid., 32). En este sentido, por ejemplo, es posible rastrear la influencia e implantación del humanismo de Erasmo de Rotterdam en las colonias americanas. Pues en estos territorios la labor evangelizadora de los frailes podría llevar a la práctica sus deseos de un cristianismo renovado. De hecho, entre los colonizadores que llegaron a América hubo muchos que eran aficionados al pensamiento erasmiano, quienes hallaban un alimento espiritual en las lecturas morales y devotas, que se comprometían con la esencia de la persona humana. Del mismo modo, existía simpatía hacia el predicador sevillano Constantino Ponce de la Fuente, que había sido tachado de hereje, y en quien bullía un evangelismo radical y con tintes utópicos (ibid., 34).

En cuanto a las áreas temáticas de los libros que figuraban en las listas de embarque y los inventarios de bibliotecas particulares peruanas del siglo XVI, Hampe Martínez presenta los resultados de su investigación distribuidos en diferentes temas. Aquí nos interesan, sobre todo, aquellos datos relacionados con la presencia de libros que abordan temas de filosofía, religión y humanidades. De acuerdo con esto, el autor señala que en general las obras más difundidas en el virreinato peruano durante el siglo XVI fueron los escritos religiosos, lo que se explicaría debido a que los dogmas de la Iglesia y las enseñanzas básicas de la moral cristiana estaban implícitos en el fondo de todos los aspectos de la vida intelectual.

De este modo, la Biblia es uno de los libros que aparece en mayor medida en los inventarios revisados, y también aparecen con frecuencia las concordantiae, que eran un instrumento ampliamente difundido para facilitar el uso de la Sagrada Escritura. Destacan además diferentes exégesis sobre partes específicas de ambos Testamentos, como la interpretación de los Salmos de San Agustín y la del capuchino flamenco Francisco Titelman, la lectura moral de San Gregorio Magno sobre el libro de Job y los comentarios del apologista germano Wild sobre la parábola del hijo pródigo.

Sin embargo, la figura de Santo Tomás de Aquino representa la fuente más fecunda del pensamiento religioso hispanoamericano de esta época. Se registran documentalmente numerosos ejemplares de la Suma teológica y de la Suma contra gentiles, que sirvieron como paradigma para abordar los problemas espirituales durante siglos y fueron imitadas por numerosos autores de la corriente escolástico-tomista, quienes, a su vez, publicaron sus respectivas "sumas". Entre ellas, las con mayor presencia -y por ello probablemente las más leídas- fueron la del beato franciscano Ángel de Clavasio, la del dominico piamontés Silvestre de Prierio, la del obispo gaetano Tomás de Vio y la del catedrático coimbricense Juan de Pedraza, que se encuentran en diferentes bibliotecas privadas del Perú. Destacan también numerosos ejemplares de los comentarios de fray Domingo de Soto al cuarto libro de las Sentencias del maestro Pedro Lombardo, quien indudablemente constituye una de las figuras de mayor influencia en el ambiente teológico de la Escolástica (ibid., 42-43).

En relación a los libros que abordaban temas de humanidades y otras materias afines, Hampe Martínez nos informa sobre la existencia de obras clásicas de la antigüedad griega y romana. Entre las primeras se hallan las obras filosóficas de Platón, la Biblioteca histórica de Diodoro Sículo, las célebres Vidas paralelas de Plutarco y la compilación de textos antiguos, el "tesauro de los griegos", realizada por Juan Estobeo. En cuanto a los autores de la cultura latina el listado es más rico. Hampe Martínez da cuenta de las Metamorfosis de Ovidio, los estudios lingüísticos y políticos de Cicerón, los poemas de Virgilio y las comedias de Terencio. Pero además se encontraban "el relato de las Noches áticas de Aulo Gelio, las décadas con la historia de Roma de Tito Livio, las historias de asuntos judaicos de Flavio Josefo y la historia de Macedonia trazada por Trogo Pompeyo [sic], de la que únicamente subsiste el extracto que hiciera Justino" (ibid., 44).

La copiosa presencia de autores clásicos demuestra, según el mismo autor, el vigor con que se desarrolló la tendencia renacentista en el Nuevo Continente. Esto explicaría el gran número de tratados y manuales humanísticos, frutos de lo más excelso de la intelectualidad europea del siglo XVI. Entre ellos destacan el vocabulario de "ambos Derechos", el Diccionario latino-español y el Arte o gramática de la lengua de Cicerón, del humanista español Antonio de Nebrija; el Enchiridion o manual del caballero cristiano, los adagios y otros libros menores del ya mencionado Erasmo de Rotterdam; la Suma de doctrina cristiana, obra de la misma corriente del humanismo reformista, del también ya nombrado predicador sevillano Constantino Ponce de la Fuente; el libro Monte Calvario, del prelado franciscano Antonio de Guevara; el Dictionarium, que constituye una enciclopedia en varios idiomas, del monje Ambrosio Calepino; y numerosas obras de Juan Luis Vives y del humanista siciliano Lucio Marineo (ibid., 44).

A la luz de los datos entregados por Teodoro Hampe Martínez, es posible formarse un panorama de las obras y textos que más circularon en el virreinato durante las primeras décadas de dominio español. En el balance general, sobresale la enorme preponderancia de diccionarios y enciclopedias provenientes de Europa. En una gran mayoría, dichas obras utilizaban lexicográficamente el latín como idioma nuclear, tanto en traducciones como en explicaciones de vocablos. Lo anterior hace que el investigador peruano llame la atención sobre "la escasez de crónicas o estudios concernientes a la realidad americana, a sus orígenes precolombinos, a sus pobladores, a sus lenguas y costumbres, a sus recursos naturales" (ibid., 45). Pues, en efecto, ninguna de las crónicas de la conquista, de las relaciones indígenas o de las obras etnohistóricas de los misioneros entonces escritas, se imprimieron en el siglo XVI en México o en el Perú. Una mayor cantidad de documentos históricos referentes a América se imprimieron durante el siglo XVI en España y en otros países europeos. Las obras de esta naturaleza que entonces circulaban en el virreinato provenían de las prensas españolas y de otros lugares de Europa (Martínez, J. 1987, 36).

Conclusiones

A partir de lo expuesto, se hace evidente que, primeramente, los colonos utilizaron los libros como un instrumento para mantenerse en contacto con los ambientes cultos de Europa. Sin embargo, se encontraron con las dificultades impuestas por el control librario que determinó tres clases de obras prohibidas de pasar hacia América. En primer lugar, los textos de pura imaginación literaria, como las novelas de caballería. En segundo lugar, los libros considerados heréticos y comprendidos en los Índices del Santo Oficio. Y, finalmente, las obras de carácter político opuestas al regalismo y contrarias a los intereses de la monarquía castellana. Del mismo modo, con posterioridad fueron censuradas las crónicas que abordaban problemas americanos como, por ejemplo, la licitud del dominio ibérico, con la finalidad de evitar críticas o discusiones que alteraran la tranquilidad de las colonias.

En términos generales, la legislación que regulaba el comercio y el tráfico librario se desarrolló fundamentalmente en dos direcciones: por un lado, en lo relacionado con la reglamentación del paso a las colonias (registros, permisos de distribución, cobro de derechos y precios de venta en América). Y, por otro lado, en los aspectos vinculados a la regulación de la difusión de las ideas: registros nominativos de los libros, licencias de impresión, prohibiciones de ventas, control de libros prohibidos, protección de los derechos de autor y distribución, y defensa del monopolio de los libros religiosos.

Se evidencia también una sintonía con las corrientes ideológicas que por el mismo tiempo se divulgaban en Europa. Lo anterior se expresó, a pesar de las trabas oficiales impuestas, en la amplia recepción que tuvieron en los círculos más elevados del virreinato los tratados religiosos escolástico-tomistas, así como las modernas tendencias del derecho común y las obras del humanismo renacentista.

En este sentido, abundaron, por un lado, los glosarios especializados en materias jurídicas y teológicas que permitieron profundizar los estudios cursados en las facultades de leyes, cánones y teología, así como los diccionarios multilingües o primitivas enciclopedias, por ejemplo los de Calepino, Hadrianus Junius y Charles Estienne. Y, por otro lado, fueron numerosos los vocabularios en lengua toscana, que reflejan la influencia de la cultura italiana del Renacimiento dentro del mundo hispánico. Esto último puede apreciarse fundamentalmente, en las áreas de la literatura petrarquista, la pintura manierista (Hampe Martínez, T. 1996, 61) y las corrientes filosóficas renovadoras de la escolástica más tradicional.

En suma, queda en evidencia que desde el siglo XVI y a lo largo de todo el período colonial existió entre los círculos eruditos americanos una profunda curiosidad intelectual y una considerable apertura ideológica en el manejo de los libros26. Lo anterior habría posibilitado, primero, el ingreso y la circulación de obras de distinta naturaleza y, luego, la formación de ricas bibliotecas, en las que la filosofía halló un verdadero puntal para su desarrollo en el continente americano. 

Notas

1. Master en Filosofía y Estudios Clásicos. Doctorando en la Universidad de Barcelona, España. <abelotl@hotmail.com>

2. Para profundizar en la transmisión y el desarrollo filosófico vinculado con las órdenes religiosas locales, puede consultarse: Barreda, F. (1964), Furlong, G. (1953), Hanisch, W. (1963) y Torchia Estrada, J. C. (1961) y (2007).

3. Por ejemplo el detallado análisis de los tres últimos capítulos de T. Hampe Martínez (1996).

4. Por ejemplo, González Sánchez, C. (1999), Rueda, P. (1999) y Palmiste, C. (2005).

5. Al respecto, véase también: Hampe Martínez, T. (1996, 32) y el capítulo 3 de Torre Revello, J. (1991).

6. González Sánchez, C. (1999, 74) indica que los principales cargadores de libros en los siglos XVI-XVII eran también mayormente clérigos.

7. Más aun si se consideran conclusiones como las de Del Vas Mingo y Luque Talaván (2006, 130), según las cuales se presentaban a la Inquisición numerosas relaciones de libros en las que se mencionan profusamente obras de muy variados géneros. Ello indicaría, por un lado, el alto nivel cultural americano y, por otro, la magnitud del floreciente comercio de importación de libros.

8. Cf. Especialmente los capítulos 2 y 3 de Torre Revello, J. (1991).

9. Ya en el siglo XIX se establecieron imprentas en las ciudades de Montevideo (1807), Caracas (1808), San Juan (1808), Guayaquil (1810), Cumaná (1811), Valencia (1812), Tunja (1814), Popayán (1816), Santa Marta (1816), Panamá (1820), Maracaibo (1822), Yucatán (1821) y Querétaro (1821). Para mayores detalles, véase Henríquez Ureña, P. (1955, 46 y ss.) y el capítulo 4 de Torre Revello, J. (1991).

10. Para mayores detalles de aspectos histórico-políticos, véanse especialmente los capítulos 3, 4 y 5 de Lorandi, A. (2002).

11. Se considera de suma importancia dentro de este período la administración de don Francisco de Toledo, el "supremo organizador" del Virreinato, responsable de la estructura definitiva que tomó la Universidad de San Marcos y la Inquisición en Lima. Cf. vol. 1 de Levillier, R. (1935-40, 107-128).

12. Al respecto es clarificador añadir la información que Del Vas Mingo, M. y Luque Talaván, M. (2006, 131) nos entregan sobre los libreros que operaban en la ciudad de Lima del siglo XVI: el contador Agustín de Zárate, Francisco Gómez, Juan Martín Durán y Diego Sánchez, Francisco Butrón, Juan Jiménez del Río, Francisco del Canto y Juan Pérez de las Cuentas.

13. Cf. También Leonard, I. (1953), especialmente el capítulo 8.

14. No obstante, los resultados de la investigación de Palmiste (2005, 833) arrojan que de los cuarenta y cinco comerciantes localizados que ejercían el oficio de librero y mercader de libros en Sevilla, a fines del siglo XVII y durante la primera mitad del siglo XVIII, solo catorce de ellos solicitaron dicha licencia para enviar libros a América.

15. Cf. Del Vas Mingo, M. y Luque Talaván, M. (2006, 137-138); también el capítulo 3 de Torre Revello, J. (1991).

16. Cf. Igualmente Guibovich, P. (2003, 38) y el capítulo 2 de Torre Revello, J. (1991).

17 Leonard (1953, 153) destaca algunos ingeniosos recursos de los que se valían de común acuerdo comerciantes, embarcadores y clientes: "Una carta fechada el 8 de octubre de 1581 en la ciudad de México manifiesta que los barcos que salían solos de España -que ordinariamente no llevaban registros- transportaban a menudo libros en barricas de vino y toneles de fruta seca. El 9 de mayo de 1608 los funcionarios reales de Buenos Aires dirigieron una carta al Santo Oficio de Lima, la capital del virreinato del Perú, que entonces abarcaba también la región rioplatense; en esa misiva hacían constar que los barcos procedentes de puertos extranjeros, como los de Flandes y Portugal, que llegaban a Buenos Aires, traían "libros y otras cosas prohibidas" disimulados en "pipas y otras cajas". La Inquisición limeña ordenó que se tomasen inmediatas y enérgicas medidas contra los delincuentes".

18. Para mayores detalles: capítulo 2 de Torre Revello, J. (1991).

19. Para mayores detalles: capítulo 2 de Torre Revello, J. (1991).

20. Cf. Capítulo 3 de Torre Revello, J. (1991)

21. El primero de ellos fue realizado en 1583 por el cardenal e Inquisidor General Gaspar de Quiroga y le siguieron el de 1612 del cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, el de 1632 de Zapata, el de 1640 de Sotomayor, el de 1707 de Vidal Martín, el de 1747 de Prado y Cuesta y el de 1790. Cf. Del Vas Mingo, M. y Luque Talaván, M. (2006, 138-139).

22. Cf. Díaz del Castillo (2011), especialmente el capítulo XXIX.

23. Al respecto: García Icazbalceta, J. (1954).

24. González Sánchez, C. (1989, 95). Completan sus resultados las obras teológicas varias (16.2%), los catecismos e instrumentos de adoctrinamiento (13.7%), poesía y prosa de ficción (11%), regulaciones eclesiásticas (10.8%), hagiografías (4.8%), materias profanas diversas (4.5%) y las disciplinas humanísticas (3.1%).

25. Cf. Solano, F. (1985, 72).

26. Cf. Hampe Martínez, T. (1996, 45-46, 61).

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