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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.32 no.1 Mendoza jun. 2015

 

DOSSIER

Celia Ortíz de Montoya: una militancia del ideal

Celia Ortíz de Montoya: an ideal militancy

 

María Marcela Aranda1

Universidad Nacional de Cuyo

 


Resumen

Las contribuciones filosóficas de Celia Ortíz de Montoya (Paraná, Entre Ríos, Argentina, 1895-1985) a la educación pública entrerriana desde los años 30 y hasta los "largos" 60 se propusieron superar prácticas discursivas reñidas con la noción de humanismo entendido como forma de vida e ideal formativo. Su entusiasmo por el escolanovismo (de origen europeo) se tradujo en la efímera experiencia de la Escuela Integral Activa (1931-32), donde la filosofía y la pedagogía asumían la corresponsabilidad generacional de la trascendencia de la cultura. El análisis de contenido propuesto por la Historia de las Ideas y la Teoría del Contexto permite observar en las ideas filosóficas de la pedagoga, la inspiración de su lucha democrática a favor de un pragmatismo educativo reflexivamente solidario dentro del ideario educativo regional. Este fue concebido como la proyección de nuevas demandas y capacidades impuestas históricamente, a las que ella definió como ético-estéticas, lingüísticas, históricas, políticas y sociales.

 Palabras clave: Celia Ortíz de Montoya; Humanismo; Idealismo de la libertad; Renovación pedagógica.

Abstract

Philosophical contributions of Celia Ortiz de Montoya (Paraná, Entre Ríos, Argentina, 1895-1985) to regional public education since the 30s and even the "long" 60s were proposed to overcome discursive practices faced the notion of humanism understood as a way of life and ideal training. Her enthusiasm for the escolanovismo (originally European) resulted in the ephemeral experience of the Escuela Integral Activa (1931-32), where philosophy and pedagogy assumed generational co-responsibility to the transcendence of culture. Content analysis proposed by the History of Ideas and Theory Context allow to observe in the philosophical ideas of the pedagogue, the inspiration for her democratic struggle in favor of a reflexively supportive educational pragmatism within the regional educational ideology. They were conceived as the projection of new demands and capabilities historically imposed, which she defined as ethical and aesthetic, linguistic, historical, political and social.

Keywords: Celia Ortíz de Montoya; Humanism; Idealism of Freedom; Pedagogical Renewal.


 

La razón viviente funciona en el ámbito de la vida cultural y la cultura vital,
porque el hombre es historia, cambio y vida, realizando valores.

Celia Ortíz de Montoya, 1959, 35.

Para Celia Ortiz de Montoya (Paraná, Entre Ríos, Argentina, 1895-1985) la educación pública es el escenario donde el hombre re-crea su personalidad como sujeto histórico individual y colectivo. Pensar el conocimiento implica hacer trascender el ámbito de lo educativo desde la escuela hacia la calle, el barrio y la ciudad, puesto que la pedagogía y la didáctica son vías de realización de la libertad humana. Las dificultades político-institucionales de la década del 30 y luego hasta los "largos" años 60 en la Argentina, y en la Escuela Normal de Paraná en particular (donde se desempeñaba como docente), no le impidieron trabajar por una noción superadora del normalismo positivista tradicional, mediante la aplicación del método de la Escuela Nueva en la breve experiencia paranaense denominada Educación Integral Activa (1931-1932).

A través del análisis de contenido propuesto por la Historia de las Ideas y su vinculación metodológica con la Teoría del Contexto, es posible desentrañar el peculiar posicionamiento filosófico y pedagógico de la educadora entrerriana en un escenario histórico-ideológico atravesado por prácticas discursivas que confrontaban con su noción de humanismo entendido como forma de vida e ideal formativo. Según Celia Ortiz de Montoya, la responsabilidad generacional del futuro de la cultura es una tarea espiritual que cada encrucijada histórica plantea, y está depositada en la actitud reflexivamente solidaria que mira desde su interior y se proyecta en nuevas demandas y capacidades que ella misma definió como ético-estéticas, lingüísticas, históricas, políticas y sociales.

En el mismo sentido, esta intervención pretende realizar un aporte al proyecto "Mujeres en la historia filosófica argentina. Siglo XX"2, que considera las circunstancias históricas dentro de las cuales se han inscripto las tareas de mujeres filósofas, que desde la pedagogía, la literatura y la política han contribuido mediante sus producciones discursivas a interactuar en perspectiva humanística con la sociedad circundante.

Los aportes filosófico-pedagógicos de Celia Ortíz de Montoya en la trama de la historia

Michel de Certeau (1996) afirma que al hombre le cabe intervenir, decidir y fabricar en cualquier espacio social que requiera su actuación. Esa circunstancia se aplica en la resistencia que encarna la idea de que a las estrategias de las instituciones, se oponen las tácticas de los individuos, sin importar que aquellas sean consideradas como una falla lógica de un sistema de dominación, o como un dispositivo consciente para la transformación de una forma de dominio. Este fue el modo que escogió Celia Ortíz de Montoya para transitar el campo educativo y cultural de Entre Ríos entre 1930 y 1960, abigarrado por diversos intereses políticos e ideológicos. Por eso, atender a la biografía intelectual de la pedagoga implica "leer las formas de circulación de las ideas, la transmisión y replicación de la experiencia local en otras experiencias y, por último, los efectos contaminantes, entre otros, las conexiones, los intercambios directos, la circulación de textos, las experiencias pedagógicas modélicas" (Carli, S. 2004, 369-370). 

Celia Ortíz de Montoya se formó como maestra en la Escuela Normal de Paraná (1915) y luego de recibirse de profesora de Pedagogía y Filosofía en la Universidad de La Plata (1918) se convirtió en la primera mujer doctora en Ciencias de la Educación de nuestro país (1921). Su intenso derrotero profesional combinó experiencias de la docencia e investigación universitarias con el trabajo áulico en la escuela primaria (Ortiz de Montoya, C. 1967). Entre 1922 y 1930 se desempeñó, primero interinamente y luego como titular, de las cátedras de Historia de la Educación, Didáctica General y Práctica de la Enseñanza en la recientemente creada Facultad de Ciencias Económicas y Educacionales, dependiente de la Universidad Nacional del Litoral (1920). Entre 1931 y 1934 asumió las cátedras de Didáctica General, Ética, y Seminario en la Escuela Normal Superior de Paraná. Entre 1934 y 1955 fue profesora titular de Didáctica General, Historia de la Educación, Práctica de la Enseñanza e Introducción a los Estudios Filosóficos en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario en Paraná; y fue interina entre 1938 y 1955 de Ética, Estética y Seminario. Se desempeñó en el Instituto hasta su retiro de la docencia activa, en 1971, a cargo de los espacios de Pedagogía, Didáctica, Ética y Seminario Filosófico-Pedagógico. Fue cesanteada desde marzo a septiembre de 1955; y a partir de 1956 y hasta 1962 concursó la titularidad de Pedagogía General y siguió a cargo de los Estudios Filosóficos en la Facultad de Ciencias de la Educación de Paraná. Finalmente, en 1968 un contrato de investigación sustituyó a ambas cátedras. 

Un hito decisivo en su recorrido personal y profesional fue el viaje que realizó a Europa entre diciembre de 1925 y abril de 1926. Allí se interiorizó sobre las propuestas de renovación pedagógica de Édouard Claparède (1873-1940), Josefina Pizzigoni, María Montessori (1870-1952) y Adolfo Ferrière (1879-1960), entre otros. Visitó la Exposición Didáctica de Florencia, conoció las prácticas educativas de los liceos y escuelas de reforma, diferenciales industriales, al aire libre, y de artes y oficios que se desarrollaban en Barcelona, Suiza, Italia, Francia y Alemania e hizo una estancia en el Instituto Jean-Jacques Rousseau de Ginebra. En esos momentos irrumpían diferentes propuestas pedagógicas renovadoras -algunas de ellas con influencias del pensamiento libertario de origen anarquista y del pragmatismo estadounidense-, aunadas por la búsqueda de nuevos vínculos democratizadores, horizontales y creadores entre alumnos y maestros dentro del aula, reconociendo siempre el protagonismo del niño en su propio proceso educativo y en sus intereses concretos; no a través de imposiciones programáticas abstractas.

La pretensión de llevar a la práctica un modelo pedagógico centrado en la autonomía del educando y el acompañamiento generoso del maestro, le exigió profundizar teóricamente en los paradigmas y metodologías educativas vigentes. Para completar su formación filosófica se adentró en autores como Wilhelm Dilthey (1833-1911), Edmund Husserl (1859-1938) y José Ortega y Gasset (1883-1955). Mientras que entre las influencias locales ella misma reconocía las de Alejandro Korn (1860-1936), Luis María Torres (1878-1937), Ricardo Levene (1885-1969), Víctor Mercante (1870-1934), Alfredo Calcagno (1891-1950), Alejandro Carbó (1862-1930), Ricardo Rojas (1882-1957) y Coriolano Alberini (1886-1960) (Pró, D. 1973, 286)3.

Como no le interesaban los significados únicos y lineales ni los trayectos socio-culturales cerrados, vio en la filosofía y la pedagogía herramientas para recuperar el humanismo que educa en valores para la libertad y que es capaz de confrontar y discutir los signos de la teoría y la praxis. Preguntarse por el humanismo era para ella una interpelación "cargada de sentido ontológico y axiológico" (Ortiz de Montoya, C.1965, 160), porque encerraba la totalidad de las preguntas filosóficas que se hunden en la vida individual e histórica: el arte, la religión, el lenguaje, la técnica, el Estado. El hombre, decía, es un "guión entre tiempo y eternidad, entre finito e infinito" (ibíd., 162) y las circunstancias históricas hacen de él un sujeto abierto a la propia determinación4.

Sus reflexiones reflejaban la renovación del pensamiento europeo-occidental, que asistía a la devastación provocada por las dos Guerras Mundiales. Adhirió a las ideas del filósofo alemán Eduard Spranger (1882-1963) -bien acogidas en el ambiente filosófico argentino, gracias a las ediciones de Francisco Romero-, quien rescataba el humanismo como espíritu histórico que dignificaba a la persona en su hondura individual, pero también lo recuperaba en la convivencia cordial con sus pares. La fortaleza del hombre, insistía Ortíz de Montoya, radicaba en la posibilidad de rectificar permanentemente el propio camino tanto personal como histórico, a través del ejercicio garantizado de sus derechos íntimos e inajenables en la integración entre corazón e intelecto. El camino para reconstruir la sociedad, alicaída entre las ruinas materiales y la distorsión de las ideas, consistía en dilucidar cuánto y de qué manera cabían sus riegos y posibilidades en las planificaciones futuras.

Si humanismo y hombre conformaban un mismo núcleo problemático, la resolución de los interrogantes exigía que se vincularan con el marco histórico-cultural de referencia anterior y presente. Este aseguraba un legado que estaba disponible para ser adoptado, adaptado o trastrocado en sus fundamentos. Según Ortíz de Montoya, el ensamble de las voluntades concretas y reales hacía emerger un sentido creador y trascendente, que se plasmaba en las obras duraderas de las diferentes culturas. Reflexionar sobre el humanismo era, entonces, una tarea auténticamente filosófica pues se llevaba a cabo en cada momento histórico en que los hombres experimentaban sentimientos encontrados: desorientación, felicidad, desolación, resistencia, aceptación y amenaza vital.

Humanismo era la subjetividad real y concreta que, en actitud solidariamente responsable, admitía las consecuencias de sus actos y estaba dispuesta a transformar sus "circunstancias", al decir de Ortega y Gasset. Cuando el pensamiento se disponía a volverse sobre sí mismo, a interrogarse por sus contenidos y sus fundamentos, llevaba a cabo el esfuerzo de quebrar la clausura en la que el hombre estaba atrapado como sujeto. Porque en la brecha que se producía entre lo hecho y lo por hacer, tanto el educando como el educador revelaban su capacidad cognoscitiva y creadora de nuevas posibilidades. Esta capacidad de acción deliberada, es decir autónoma, devendría gracias al trabajo de los seres humanos, como la educación y la política (Arpini, A. 2015).

El hombre-educador que conocía sus límites, según Ortíz de Montoya, tenía que adaptarse críticamente a las exigencias sociales, advirtiendo que lo histórico es un proceso susceptible de ser problematizado y transformado. Sin embargo, su inspiración creativa entraba en tensión constructiva cuando decidía "acatar la normatividad social y jurídica de respeto a los demás" (Ortiz de Montoya, C. 1965, 162); sobre todo porque la cuestión de qué posibilidades son realizables efectivamente, es un problema técnico y político. En el proceso de reconocimiento de lo otro valioso se producían tensiones y luchas, pues se podían apreciar posibilidades notables pero restringidas para llevarse a cabo debido a las condiciones socio-ambientales. Entonces, siguiendo a Jean Jacques Rousseau (1712-1778), confiaba en una educación por la libertad y en libertad, respetuosa de las normas que permitían su realización solidaria al interior de la vida colectiva. La autonomía intelectual, moral y social se alcanzaba a lo largo del trayecto educativo y era condición para llegar a ser uno mismo y no servil servidor de otros (Ortiz A. de Montoya, C. 1973); sin por ello frustrar las posibilidades de gratificación y satisfacción de numerosos grupos sociales. De allí la necesidad de problematizar los intereses y despejarlos mediante la invención, la creación, los proyectos, el examen, la observación, la crítica; sin perder de vista que la educación es guardiana y promotora del haber cultural conquistado.

Ortíz de Montoya actuó en una comunidad educativa que durante la primera década del siglo XX enfrentó las experiencias innovadoras surgidas en la vecina Santa Fe con las fronteras normalistas que persistían en Entre Ríos. En 1919 había sido creada la Facultad de Ciencias de la Educación de Paraná, que pasó a depender dos años después de la Universidad Nacional del Litoral, y a la cual se anexó la Escuela Normal de Paraná. El normalismo paranaense resistió la renovación pedagógica a través del director-interventor de la Escuela Normal, Maximio Victoria, quien concebía la nueva Facultad como un estadio de jerarquización en la evolución progresiva de las instituciones educativas locales, que no alteraba la naturaleza de la tradición pedagógica existente. La sociedad local vivió esta etapa como un signo de final de época y la política colaboró en este parte aguas porque la dirigencia entrerriana radical estaba enfrentada, en esos momentos, al gobierno yrigoyenista que auspiciaba la reforma universitaria del ‘18 (De Miguel, A. 1997).

No obstante estas luchas, la cultura pedagógica universitaria de esa época produjo expresiones originales durante la década siguiente; por ejemplo, la aparición del seminario: un nuevo vínculo pedagógico que priorizaba el método de la investigación científica como eje ordenador del proceso de enseñanza-aprendizaje y estimulador de hábitos de rigurosidad académica en alumnos y maestros. No obstante, la polémica mayor se refirió a la designación de profesores en la Facultad y en la Escuela Normal, pues prevalecieron extranjeros y jóvenes reformistas que no conciliaron con los principios de ordenamiento y legitimidad tradicionalmente construidos y aceptados por la comunidad normalista entrerriana.

En este contexto educativo fue posible la emergencia de espacios alternativos al orden establecido. Estos "modelos mentales" se construyeron a partir de la definición subjetiva realizada por los participantes de esas nuevas situaciones discursivas y prácticas y acabaron definiendo influencias mutuas entre la situación social "objetiva" y los discursos en línea (Van Dijk, T. 2000, 2001, 2012). Las experiencias singulares que pusieron en jaque al normalismo positivista manifestaron, dinámicamente, percepciones, conocimientos, perspectivas, opiniones y emociones de una comunidad que también desafiaba el ambiente cognitivo y sociocultural de la época. La demanda social impulsaba el salto hacia la jerarquización universitaria de las prácticas pedagógicas. Así, maestras como Olga y Leticia Cossettini, Clotilde Guillén de Rezzano, Celia Ortíz de Montoya y Luz Vieira Méndez, entre otras, defendían la idea de que el conocimiento compartido con otros se recuperaba con más facilidad que la mayor parte del conocimiento individual que cada persona pudiera obtener sobre su pasado.

Los sistemas de ideas, asegura Teun Van Dijk (2000), constituyen gramáticas de las prácticas sociales específicas de los grupos. Al representar sus intereses e inquietudes particulares dentro de una sociedad o cultura determinada, regulan -a través de la articulación entre el discurso, la cognición y la sociedad- el conocimiento y los sistemas de creencias evaluativas que los grupos comparten acerca de ciertas cuestiones sociales. De modo tal que en Entre Ríos el maestro normalista dio paso al pedagogo: una identidad desconocida dentro del sistema educativo que resumía el nuevo concepto integral del hombre. Ambas identidades no eran "necesariamente antagónicas pero sí constituidas en matrices culturales y políticas diferentes" (Carli, S.1995, 113). Las discusiones se dieron en relación con la competencia metodológico-didáctica como un saber específicamente pedagógico que otorgaba la habilitación necesaria para la tarea docente; pero también acerca de la definición sobre los herederos del capital cultural específico sedimentado en años de trabajo pedagógico y que había atravesado las historias familiares, las costumbres, la política y las identidades generacionales (De Miguel, A. 1997; Carli, S. 1995).

Ortíz de Montoya estaba convencida de poner en marcha la renovación pedagógica a nivel disciplinar (complementándola con los estudios filosóficos) y a nivel de las experiencias áulicas propiamente dichas. En este doble contexto, discursivo y circunstancial (Van Dijk, T. 2012), la pedagoga consiguió, primero, activar las acepciones posibles de los fragmentos del mensaje normalista positivista dispersos en el sistema educativo; y luego, observar y aprehender los elementos físicos y culturales que acompañaban la emisión y recepción del mensaje. Creó una situación comunicativa a partir de la cual pensó un discurso novedoso y realizó una serie de acciones para canalizar el momento de crisis y cambio que avizoraba en el horizonte educativo entrerriano. Por ejemplo, concursó, sin éxito, en la Facultad de Ciencias de la Educación y luego sucedió en 1929 a Hugo Calzetti en la dirección del Instituto de Pedagogía, reforzando la tendencia antipositivista de aquél. Más tarde, entre los años 1931 y 1932, produjo la mencionada experiencia democratizadora -y transgresora para su época- en la Escuela Normal de Paraná: la Escuela Integral Activa o Escuela Nueva (Román, S. 2001, 2011), que consistía en trabajar por centros de interés de los alumnos, generando espacios más distendidos y horizontales en una atmósfera alegre y creadora5. La importancia del método en relación con la enseñanza de la lectura y la escritura cambió la escena pedagógica, a la cual ella le imprimió un sello particular revisitando las nociones de liberación de la lectura y de revalorización de las prácticas de escritura6

Llevó al aula la noción de trascendencia responsable, por la cual la persona descubría y creaba sus propios saberes "que serán numéricamente menos, pero propios, autoelaborados" (Ortiz de Montoya, C. 1973, 59). Sin embargo, su experiencia fue clausurada por un conjunto de factores, entre ellos, el triunfo del normalismo manifestado en el disciplinamiento escolar y la subestimación del estudiante frente a la autoridad indiscutible del maestro; y también la intervención y supresión de la Facultad en 1932, como efecto del golpe de Estado. Un año después, la Escuela Normal Superior fue reemplazada por el Instituto Nacional del Profesorado Secundario de Paraná.

Luego de este quiebre normalista, en los años 30 y 40, irrumpieron los nacionalismos de inspiración nazi-fascista, cuya impronta pedagógica se definió en contra de la democracia, el liberalismo, el republicanismo y el laicismo. Los intelectuales del campo pedagógico se resistieron intentando acercamientos entre normalistas tradicionales y pedagogos renovadores. Ortiz de Montoya pertenecía a estos últimos, al tiempo que adhería públicamente a favor de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, se solidarizaba con los republicanos españoles e impugnaba el nacionalismo católico que atacaba el laicismo escolar. Avanzada la década del 40 el normalismo se recuperó, pero resignificado política y pedagógicamente. Para entonces, el nacionalismo estaba aliado al Partido Demócrata Nacional en Entre Ríos, mientras la oposición radical se fragmentaba. Adriana de Miguel señala que "la asimilación de los nacionalistas en tanto propagadores de ideologías nazifascistas, hechas por el radicalismo, así como la identificación que formula el conservadurismo del radicalismo como expresión política vinculada a la izquierda, marca la polarización política y el clima de ideas de la época" (De Miguel, A. 1997, 119).

Entre 1935 y 1943 se sucedieron gobiernos de fusión entre las dos líneas del radicalismo que se enfrentaron a los gobiernos nacionales. Finalmente, el Gral. Pedro P. Ramírez decretó la intervención de la provincia el 11 de junio de 1943 y desde las cátedras del Profesorado Secundario de Paraná, los centros nacionalistas (entre ellos, la Comisión Pro Ateneo General Ramírez, la Alianza Juvenil Nacionalista, el Ateneo de Estudios Humanistas, la Unión Nacionalista Entrerriana) y las uniones de colectividades extranjeras se difundieron expresiones de corte totalitario, en correspondencia con las teorías nazifascistas en boga (Bosch, 1991). En efecto, se destacaron los debates político-ideológicos entre liberales, conservadores y socialistas por el posicionamiento del país ante la Segunda Guerra Mundial, pero también repercutieron las discusiones entre los intelectuales y políticos que en América Latina defendían el indoamericanismo (Víctor Raúl Haya de la Torre) y la unidad continental (Manuel Ugarte), o que apoyaban la lucha antiimperialista de Augusto Sandino (Gabriela Mistral).

Es en este contexto de desafíos ideológicos que se comprende mejor la apuesta de Ortíz de Montoya en el valor de la educación y la técnica si estas se proponían "canalizar ríos y fuerzas humanas, ordenando la sociedad, difundiendo el saber por el libro, explorando campos nuevos en el laboratorio" (Ortiz de Montoya, C. 1965, 162). Entre 1943 y 1946 las intervenciones federales en la provincia de Entre Ríos atendieron problemáticas vinculadas con la niñez y la articulación entre educación y trabajo. La necesidad de planificar políticas específicas para la infancia pauperizada y analfabeta ya había sido advertida por la pedagoga en 1943, en particular la conveniencia de vincular saberes teóricos y prácticos para un aprendizaje eficiente7.

Entre 1946 y 1955 las políticas educativas provinciales siguieron fortaleciendo la vinculación entre educación y capacitación laboral, sobre todo por la peculiar realidad impuesta por las migraciones internas durante esos años. El discurso histórico y la propaganda política actuaron como dispositivos educativo-culturales específicos para la reconstitución del sujeto pedagógico. En correspondencia con los objetivos de la política nacional y provincial, la reforma educativa atendió las necesidades de infraestructura escolar, con parcelas e instalaciones adecuadas para desarrollar la enseñanza agrícola (granjas modelos, escuelas industriales, de artes y oficios). Se pretendía formar personal capacitado para atender la moderna explotación agrícola-ganadera y la industrialización de los productos primarios, al tiempo que se buscaba compensar el masivo desplazamiento de población rural hacia centros urbanos extraprovinciales. En esa atmósfera se superpusieron diferentes universos discursivos, pero el significante "armonización", como afirma Adriana de Miguel, pareció operar como principio articulador de las diferencias culturales y educativas regionales. En otras palabras, el imperativo era conseguir una nueva Argentina, una nueva y unificada identidad cultural, como "síntesis de esencias locales, regionales" (De Miguel, A. 1997,133).

Las consecuencias fueron importantes para el campo pedagógico entrerriano porque la puja se dio entre la identidad normalista revisada (desde las vertientes socialista, radical y comunista) y su oposición a la identidad política generada por el discurso político-pedagógico peronista. La construcción y transmisión del discurso histórico sirvió, entonces, para elaborar una concepción del terruño o espacio simbólico donde surgían la identidad regional y la identidad nacional. Esto se puso de manifiesto durante la celebración del Año Sanmartiniano en 1950, en el cual emergió el concepto de Entrerrianía o ser de Entre Ríos cuyo correlato a nivel nacional era el ser nacional. Pero ambas realidades discursivas estaban enfrentadas para el discurso político entrerriano, porque la identidad regional presuponía la adhesión al proyecto y la acción política de Urquiza, mientras la figura de Perón estaba asociada ideológica y discursivamente a la de Rosas, opositor histórico de aquél (De Miguel, A. 1997).

Por su parte, la Dirección de Cultura de la provincia generó un circuito de expresiones alternativas para romper la hegemonía del normalismo. Acogió demandas que la sociedad entrerriana venía reclamando con anterioridad pero le imprimió su sello. En los hechos fueron desplazados los maestros e intelectuales normalistas por figuras excluidas históricamente (por ejemplo, maestros sin títulos, intelectuales de origen nacionalista), se amplió la red de bibliotecas populares, se dio espacio a los artistas populares (en especial, los grupos teatrales independientes), se activó una política de publicaciones y difusión de la literatura entrerriana, se impulsó la producción cinematográfica nacional y su difusión. Estos nuevos espacios culturales y la emergencia de sujetos sociales con prácticas culturales diferentes produjeron ataques encontrados sobre la legitimidad de unos y otros y sumieron en un diálogo sordo y descalificador la discusión de ideas y tendencias.

Cuando la autodenominada Revolución Libertadora de 1955 fue receptada favorablemente en Paraná, la estrategia político-pedagógica implementada quiso desvirtuar la gestión peronista de la provincia. Aunque la restauración normalista volvió a los niveles de dirección, supervisión, asesoramiento y orientación del sistema educativo, no logró recuperar el terreno pedagógico y didáctico, donde la clausura fue definitiva. No obstante que Celia Ortíz de Montoya fue cesanteada al final del segundo gobierno peronista (de marzo a setiembre de 1955), esta circunstancia no afectó su vasta carrera docente, que se extendió entre 1922 y 1971 y por la cual fue distinguida en varias oportunidades8.

Se ha señalado que fue una de las impulsoras de la Escuela Nueva, que atacaba dos puntos centrales de las prácticas positivistas: el método y el disciplinamiento. La pedagoga insistía en la responsabilidad social de los educadores que no podían ser indiferentes al doble imperativo (orteguiano): vitalizar la cultura para dignificar la vida (Ortíz de Montoya, C. 1959). Pero el normalismo se resistió durante los años 30. La década del 60 permitió el retorno de "lo acallado, lo presupuesto, lo deseado" en nuevas formas discursivas, en prácticas institucionales y en subjetividades y generaciones atravesadas por las exigencias que habían planteado treinta años antes los pedagogos enrolados en oposición a aquél. La nueva escuela entrerriana restableció, entonces, a través de la didáctica, los vínculos en el campo profesional y una renovada cohesión discursiva que la sociedad entendió como modernizadora (De Miguel, A. 1997).

Filosofía y Pedagogía: caminos para la búsqueda de los valores

Las fuentes en que se referencia el humanismo de Ortiz de Montoya -principalmente René Descartes, José Ortega y Gasset y Julián Marías- se "leen" en su concepción de la realidad humana como radicada e intransferible, siendo la dimensión histórica el escenario para el ensayo y la certeza: "la vida le pertenece a cada cual íntegramente: no está hecha del todo y de una vez para siempre, sino que cada uno la va […] tejiendo de su propia sustancia espiritual y amojonando el camino de su vivir con sus creaciones" (Ortiz de Montoya, C. 1973, 11). El ser del hombre mismo, afirma, es-siendo en el encuentro inevitable con los coetáneos "copartícipes de su mundo, sociedad, humanidad y por tanto tampoco desvinculado del marco histórico-cultural" (Ortiz de Montoya, C. 1965, 163). Por eso el maestro no se extraña de su tiempo y se actualiza en la encrucijada entre pasado y futuro, que sustancia la trama de la historia. Insistía en que "es una vida con destino electivo, hasta cierto punto" (ibíd.), que se juega en cada bifurcación de la trayectoria educativa y que esta le da sentido a su existencia.

Antes de que el ser humano desarrolle su capacidad de reflexión, este se traza una imagen de qué es el mundo, adopta una posición y toma una actitud ante el mundo y la vida; es decir se sitúa dentro del "cuadro del mundo"; y aun cuando no lo exprese en conceptos, este sí lo acompaña en sus aspiraciones y deseos de ser y hacer. La construcción del yo afectivo y valorativo se jugaba en esos repliegues de las sociedades y las culturas, cada una con sus circunstancias histórico-culturales. Cualquier concepción del mundo, afirmaba Ortíz de Montoya, es "un todo-uno de aspiraciones, estimaciones, anhelos, ideales que señalan el sentido de la vida y determinan la actitud vital […] en razón de la coherencia interior de las partes con referencia al todo" (Ortiz de Montoya, C. 1973, 17, cursivas de la autora).

La concepción del mundo posee, por lo tanto, estructura y sentido. El primero descubre que aquella es una, indivisa y dominante, que invade al ser humano en todo su ser; mientras los acontecimientos inesperados activan las preguntas por el fin o sentido que otorga a su quehacer vital y la dirección que este transita. Las respuestas, advertía la pedagoga, podían ser optimistas o pesimistas, trascendentes o inmanentes, pero los enigmas de la vida adquirían, entonces, el valor diltheyano de ser "núcleos teleológicos-metafísicos esenciales" (ibíd., 19). Recurriendo a la clasificación  del filósofo alemán, se representó las implicancias antropológicas, gnoseológicas, históricas, éticas, filosóficas, pedagógicas y didácticas de los tres tipos de concepciones del mundo: el naturalismo determinista, el idealismo de la libertad y el idealismo objetivo.

No es motivo de este trabajo desarrollar los tres tipos; sí indicar la importancia que asignó a la segunda, por varios factores entre los que se destacan: a) el apego a las ciencias del espíritu (Dilthey) o culturales (Rickert); b) el respeto por la autonomía de las ciencias pedagógicas en el sentido de potenciar el devenir responsable y libre de las peculiaridades y las tendencias sociales del sujeto de la educación (paidocentrismo); c) la aspiración de que los fines y valores de la educación sean la cuestión pedagógica dominante (por ejemplo, que los niños aprecien el valor de las normas de juego y del deporte cuando tienen que ajustarse a las exigencias del grupo); d) la subjetivación de lo objetivo como signo de enriquecimiento cultural; y e) la definición de una pedagogía de la libertad como garantía filosófica y didáctica para los retos que afrontan las nuevas generaciones (Ortíz de Montoya, C. 1973).

"Hay que partir de problemas reales que embarguen de verdad al educando, para guiarlo a buscar por sí mismo soluciones positivas o probables, ejercitar su capacidad de juzgamiento a través de un proceso de auténtico descubrimiento", insistía la autora (ibíd., 78). Es decir que si la persona alcanzaba claridad reflexiva y práctica para observar la realidad desde y hacia su interior y el exterior, su yo total se comprometía en "saber lo que las cosas son" (Ortíz de Montoya, C. 1959, 5, cursivas de la autora). En esta tentación de recogerse, otear en las ideas, reconcentrarse y operar sobre el tesoro íntimo de cada uno, se manifiesta el aprendizaje orteguiano. Porque para explorar el universo es preciso "penetrar trasmundos ignotos, transformar la tierra incógnita en paisaje familiar aprehendido, en ese movimiento de garra mental del espíritu cazador de verdades" (ibíd., cursivas de la autora).

Los problemas de la vida, la educación, la sociedad y la historia no se aislaban. Así, entendía que la relación -y no la sustancialidad- era la categoría fundamental del conocimiento (ibíd.). El acto del filosofar reaseguraba el dinamismo cultural, evitaba el anquilosamiento de ideas y prácticas y respaldaba la renovación pedagógica que ella se encargó de impulsar en todos los ámbitos donde actuó. De allí la importancia de producir un conocimiento situado de las diferencias y semejanzas entre distintas experiencias educativas de su región, exigiendo el respeto y sinceramiento de las políticas educativas y de las prácticas docentes e investigativas individuales. Ortíz de Montoya rescató la alternativa orteguiana acerca de la vocación y la circunstancia para sacar a España de la crisis espiritual y material del siglo XIX. Aplicada a la educación entrerriana y argentina  -que, a su juicio, debían dar un salto cualitativo en las primeras décadas del siglo XX- confiaba en que si ambas se complementaban adecuadamente, se evitaría la esterilización de las prácticas áulicas y coincidía con el español en que: "Nuestra vocación oprime la circunstancia, como ensayando realizarse en ésta. Ésta responde poniendo condiciones a mi vocación" (ibíd., 8)9.

Ortíz de Montoya no imaginaba la educación como una construcción monádica de intereses, sino como la convergencia continua de la acción, contemplación, técnica y cultura en el yo concreto, en la circunstancia concreta, pues "todo se explica y confluye en mi vida" (ibíd., 10). Descubrirse a uno mismo, sumergido en un ambiente a veces favorable y otras adverso, incluía la convivencia con filosofías y "cosas" desconocidas; entendiendo que "cosas, en el decir más lato orteguiano, incluyen a otros hombres y todo lo que se adelanta hacia mí como avanzada, a la cual le doy toda clase de nombres redondos: mundo, orbe, universo" (ibíd., 11, cursivas de la autora). El hecho de descifrar esos enigmas colocaba al ser humano en actitud pensante, porque "el hombre necesita pensar para vivir, como respirar o alimentarse" (ibíd., cursivas de la autora).

Nuestra educadora revisó las categorías cartesianas relativas al significado del hombre en el entramado creador de la historia, no en términos revolucionarios para su época, sino desde los aportes filosófico-pedagógicos del francés. Afirmaba que dudar era preparar voluntariamente la crítica -es decir, el existir radicalizado y contextualizado, o saber íntimo- para que, desde la intuición liberadora de los prejuicios y opiniones acumulados en la propia experiencia, se acabara rebelando contra el saber exterior "realista" de fenómenos y cosas. La duda facilitaba la toma de conciencia de la íntima realidad humana o pensar. "Cada cual puede con la fuerza de su espíritu y mediante su propia fuerza aprender", afirmaba en el homenaje a Descartes en 1937, pues salir de la duda era pasar "desde el desgarramiento de la revisión crítica a la primera certidumbre" (Ortíz de Montoya, C., 1937, 230, 232, cursivas de la autora).

Esta posición epistemológica encuentra su correlato en la crítica (también cartesiana) al saber "ajeno" o hecho desde afuera (es decir, desde la autoridad de maestros o de textos), como denominaba al modo de conocer los procesos históricos que no distinguen el tránsito discontinuo, enfrentado y renovador de los agentes sobre las estructuras políticas y sociales. Si dudar es existir, la función mancomunada de la Filosofía, la Pedagogía y la Antropología es desarrollar el fin superior de la educación, que es "vivir descubriendo, no cristalizarse en un saber siempre igual, [porque esa] demanda de eterna progresión hacia un mejor saber, […] siempre en trance de conquista, es camino e invitación a la perfección" (ibíd., 233, cursivas de la autora).

Otro valor cartesiano que sustentó la propuesta filosófico-pedagógica de Ortíz de Montoya fue la capacidad de elección que el ser humano posee entre el mundo cuantitativo y el mundo cualitativo o espiritual. Las prácticas educativas se inscribían en la "particular disposición para cada acción particular, [es decir] vivir desde el espíritu, para no vivir sin espíritu" (ibíd., 214, cursivas de la autora). Sostenía con Descartes que la voluntad y la libertad facilitaban la educación del "pensar", ya que "el hombre limitado e imperfecto, puede llegar, si se decide a ser el piloto de su navío, a elevarse sobre la naturaleza animal, ajena a razón y voluntad, hasta el conocimiento y la conducta"; y con ello coincidía con la idea antropológica del francés, quien no renegaba de Dios ni del mundo trascendente, "ya que es el soporte metafísico del ser y el conocer del hombre".

El maestro no podía conformarse; al contrario, su estar en perpetua disensión interior significaba que "busca […] su verdad, porque la quiere suya y de objetiva validez, para caminar con ella y auxiliar a la humana estirpe en su paso por la vida" (ibíd., 220, cursivas de la autora). El hombre no está solo, aseguraba Ortíz de Montoya, y a través del método toma conciencia de que el saber es una inmensidad que puede ser atrapada y que requiere colaboración y verificación. En la contrastación de materiales, teorías, procedimientos y subjetividades, maestros y alumnos sintetizaban una "dirección del ingenio […] una personal vivencia del orden necesario para conocer" (ibíd., 221, cursivas de la autora). El proceso se iniciaba con la intuición o claridad, que eliminaba la posibilidad del error; continuaba con el análisis que reducía lo complejo a lo simple para llegar a ser intuido como evidente (por ejemplo, figura, extensión, movimiento, acto de querer, de dudar, de creer, de amar, etc.); en tercer lugar, la síntesis, que era un encadenamiento íntimo de intuiciones conectadas en el tiempo y, por último, la enumeración o verificación a partir de recuentos integrales para evitar omisiones. De allí que en el contexto educativo la duda sería solo el momento previo de desprejuiciamiento para preparar la llegada de la intuición, fundamento, a su vez, del "cogito" o pensar.

Los acontecimientos históricos desencadenados hacia la segunda década del siglo XX habían propiciado un profundo escepticismo, notablemente generalizado en las conciencias y culturas de las diferentes sociedades. Según Ortíz de Montoya, la duda cartesiana adquirió relevancia en esa época porque fue usada como método que permitía distinguir lo verdadero y lo falso: "la duda es propedéutica" y "la filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas" siempre que se recoja en la intimidad de la conciencia que piensa y existe. Y concluía que "Descartes ha realizado el milagro de atar los hilos de la historia, sin cortar los metafísicos que lo unen al creador. Descartes es el nuevo San Agustín, en la encrucijada cultural de los tiempos modernos" (ibíd., 227, 233).

La influencia hegeliana también se advierte en la producción filosófico-pedagógica de Ortíz de Montoya al sostener que elegir y elegir-se era el resultado de experiencias del pasado individual y colectivo que gravitaban sobre nuestro presente. Sin embargo, el desafío entre los años 30 y 60  tenía que ver con la recuperación del sentido humanista de coactuación cultural, en particular "cuando no colabora en la multiplicación de sus bienes útiles o los deteriora, maltratándolos, despilfarrándolos" (Ortiz de Montoya, C. 1965, 164). En efecto, en el idealismo de la libertad que ella practicaba se fundamenta la ética de la responsabilidad personal y la crítica sistemática y metódica sobre toda la realidad, tanto en extensión como en profundidad. Se trata de una Weltanschauung o saber peculiar que rige la vida entera del hombre y que lo atrapa y posee inconscientemente, pues "acusa nuestro modo de sentir el universo" (Ortiz de Montoya, C. 1973, 13, cursivas de la autora).  

Aprender a leer era, en este contexto, una actividad lúdica que requería la participación e inventiva del alumno, porque este no se limitaba a reconocer una verdad enunciada en el texto, sino que construía y producía la significación a medida que interpretaba. La pedagoga insistía en que el alumno aprendía cuando todo el universo dispuesto para él estaba unido a sus afanes vitales y la interpretación dejaba de estar en manos privativas del docente. Este ya no ejercía la función de contralor sobre lo dicho y escrito, sino que acompañaba, mediaba y promovía "la estructuración del YO personal culto y social" (cit. en Román, S. 2011, 69).

El Discurso del método se había publicado en francés en el año 1637, mientras la política y la religión se disputaban las herencias de la ruptura moderna. Ortiz de Montoya releyó a Descartes trescientos años después, al mismo tiempo que el escolanovismo y el normalismo de cuño positivista disputaban por dentro y por fuera de la política local y nacional, las coordenadas del discurso pedagógico y político. En un trabajo publicado en 1938, también en homenaje al filósofo francés, la pedagoga analizó su pensamiento adentrándose en el "combate" entre las ideas diferentes de Voltaire y Pascal. Su intención era afirmar la noción antropológica de que recogerse hacia la intimidad del espíritu -sostenida por Descartes pero refutada por los otros filósofos- no significaba, inexorablemente, perder el contacto con los bienes materiales, que también "ataban" a la vida. Si para Voltaire los sentidos constituían la vía de acceso al conocimiento tangible y real, para Pascal la razón era débil para adquirir nuevos conocimientos, pues anhelaba conocer (dar sentido al mundo) pero tenía limitaciones para alcanzar el saber deseado. Lo real era tan diverso, según Pascal, que huía de la sistematización de la filosofía y la ciencia. Voltaire, a diferencia de Descartes, insistía en que las ideas eran reflejos de los objetos que el hombre percibía; por lo tanto, no había sistema, nada por conocer fuera de lo palpable y visible. A su vez, la exigencia pascaliana "delimitaba" la doble evidencia cartesiana cuando diferenciaba dos tipos de pensar: el analítico y el intuitivo. Por eso concluía diciendo: "Chocan dos estructuras, dos modos de enfocar la filosofía y, en el fondo, destácase la figura de Descartes con sus proporciones personales" (Ortíz de Montoya, C. 1938, 164).

El efecto de estas reflexiones sobre la educación entrerriana fue decisivo, pues el aula se concibió como el escenario donde se jugaban las pasiones culturales e ideológicas de educadores y alumnos: los unos, en lo referente a la definición y puesta en práctica de legislaciones, planes de estudios, saberes y haceres concretos y prioritarios de la enseñanza; los otros, demandando escucha y atención ejecutiva a necesidades y desafíos personales, familiares y colectivos. Como se ha afirmado, Ortíz de Montoya defendía al estudiante como pivote de la transformación del proceso de enseñanza y aprendizaje, así como del diseño de políticas públicas educativas de su provincia y del país. Su capacitación lo llevaba a autorrealizarse y, sobre todo, a desarrollarse actuando a través del examen, la observación y la crítica, y "no por lecciones escuchadas y repetidas" (Ortíz de Montoya, C. 1973, 80).

De allí que el problema del ser estuviera atado al problema del conocimiento porque interpelaba sobre la pertinencia de sus vías de acceso, de su esencia, de los criterios de verdad y de su estimación axiológica. ¿Quién determinaba a quién: el sujeto o el objeto? ¿La verdad se alcanzaba por inmanencia o por trascendencia? ¿Qué valores se ponían en juego? En opinión de Ortíz de Montoya, ya en el último tercio del siglo XX el punto de inflexión educativa radicaba en el proceso de captación o reconocimiento de los valores. La complejidad del sujeto de la educación exigía "lograr una personalidad libre y capaz de autodeterminarse por sí misma", mientras atendía "sus tendencias sociales y culturales para actuar en el mundo próximo y futuro" (ibíd., 55, 57).

Sus estudios sobre los diversos modos del conocer se vinculan con los múltiples influjos que nuestra educadora recibió y con los cuales amalgamó intereses pedagógico-filosóficos y didáctico-filosóficos. Como se ha indicado, entendió que la filosofía era brújula necesaria para afrontar los problemas educativos y no la desvinculó de una concepción genetista de la historia, en la cual los lugares de enunciación de los agentes se reconocían de manera equivalente y no jerárquica. "Vivir en guardia", "despertar a los problemas, exhibirlos en sus entrañas mismas, buscar soluciones claras y distintas, metódicamente, gradualmente", insistía en 1961 (Ortiz de Montoya, C. 1961a, 140-141, cursivas de la autora).

No creía en el determinismo social; sí en las trayectorias vitales entramadas de azar y misterio, donde el pedagogo-filósofo preveía y dibujaba futuros posibles con actitud vitalista e inquisitiva. En efecto, el conocimiento filosófico avistaba nuevos horizontes al hacer histórico, la crítica literaria, el arte, la técnica, la lingüística, la estética, la psicología, la ética, la sociología, porque era un saber que nacía de la práctica y todos los agentes colaboraban en el diagrama social. Los "centros de interés" de la Escuela Integral Activa constituyeron ejemplos de este hacer formativo. Ortíz de Montoya los imaginó constituyendo parte del diálogo entre realidad-teoría-necesidad-internalización; es decir, un escenario donde las experiencias vitales y los enigmas a los cuales los hombres daban solución vivida, cristalizaban en objetivaciones culturales capaces de construir mejores educadores y estudiantes para la sociedad. 

Como se ha señalado, Rousseau, Dilthey, Benedetto Croce (1866-1952) y Henri Bergson (1859-1941) "hablan" también en la caracterización de la "función revisora y equilibradora" de la filosofía llevada a cabo por la pedagoga, pues planteaba la discusión sobre las posibilidades y límites de la libertad (Ortiz de Montoya, C. 1961a, 144). No habría -dice- tipos de conocimientos puros, menos en la filosofía y aun menos en la universidad, que es el lugar

[...] donde germinan y toman formas prolíferas sentimientos de solidaridad, entusiasmo por las investigaciones, y difusión de la cultura, elevando el medio social en que se desenvuelven por la colaboración que prestan en la solución de sus problemas, como que es una institución que se autoausculta y produce el propio diagnóstico de sus males [y] nos libera de detenernos en ellos (Ortíz de Montoya, C. 1961b, 48).

Una institución comprometida con el medio era el reclamo filosófico-pedagógico que Ortíz de Montoya hizo a su sociedad paranaense. En esta trama se instaló su valorización de la infancia como el intento de situar al individuo en el orden de la cultura, de incorporar en la racionalidad el problema de la vida desde la perspectiva orteguiana. En este sentido, la responsabilidad del maestro era crucial en la revisión del pasado educativo con miras a construir un futuro acorde con las transformaciones sociales; propósito que sintetizó en la expresión "militancia del ideal" (cit. en Carli, S. 1995, 120).

Ortíz de Montoya coincidía con Ortega y Gasset en que la ciencia pedagógica debía definir rigurosamente su ideal: los fines educativos. Uno de los principales era el de preparar para la vida creadora -o sea, no hecha- de constante autosuperación, porque vivir era encontrarse entre temas y asuntos que afectaban a ser humano directa o indirectamente y que le estimulaban a reconocer sus condiciones particulares como punto de partida para resolverse a ser, a determinarse en libertad. La tarea del educador era delicada, pero contundente: propiciar y guiar el reajuste íntimo entre vocación y realización de la forma de vida personal del alumno. "Formar es perfilar un hombre auténtico, pleno, sincero consigo mismo y eficiente", repetía en 1959 (Ortíz de Montoya, C. 1959, 22).

Sin embargo, la piedra basal de los procesos educativos eran los alumnos, cuyas diferencias y contrastes ampliaban las posibilidades de conocer la verdad. Junto al educador elegían, como parte de una negociación permanente entre el pensamiento y la acción. Luego, para alcanzar proyección y trascendencia era preciso vivir, es decir hacer esto o lo otro y ser las propias ideas (Ortíz de Montoya, C. 1959). Este compromiso educativo se practicaba en cada instante de la vida con sus propias coordenadas etarias porque se entendía como una readaptación íntima y continua, en la medida que "no hay vida auténtica sin vocación, pues no hay realmente proyecto propio, irrevocable sin impulsos profundos" (Ortíz de Montoya, C. 1959, 20, cursivas de la autora). Ortíz de Montoya desconfiaba de los puntos de vista absolutos, y por eso defendía el perspectivismo orteguiano, por el cual reclamaba "respeto a la peculiaridad de cada ser", que no estaba dado de una vez y para siempre, sino que era dinámico porque "el pensamiento no tiene realidad fuera de la vida" (ibíd., 20, 28, cursivas de la autora). Más aun, el saber filosófico implicaba adquirir la capacidad de adentrarnos en los problemas "para dar sentido y dirección a nuestra conducta" (Ortíz de Montoya, C. 1961a, 142).

Palabras finales

Este artículo propuso contextualizar a Celia Ortíz de Montoya y tratar de explicar e interpretar sus ideas en función de los momentos o circunstancias históricas que atravesó. Se movió en un campo educativo disputado entre el normalismo positivista, la prometedora Escuela Integral Activa y el normalismo revisitado de los años 40 y 50. Todo ello sobre un escenario cruzado por intereses ideológicos y político-partidarios que querían hacer prevalecer su discurso histórico-pedagógico para la elaboración de una identidad regional, a veces en consonancia con los dispositivos hegemónicos nacionalistas y otras veces en abierta contradicción. 

Se valió de la pedagogía para transmitir una filosofía convertida en hacer formativo, centrada en las luchas concretas y reales de hombres y mujeres que se interpelaban acerca de cómo y por qué medios era posible desenvolver el sentido humano e histórico, y de cómo organizarse para vivenciar solidaridades en la tarea cultural y creadora de nuevos bienes. No obstante, un dejo pesimista en su consideración de las crisis culturales como estados "patológicos" hizo que atribuyera a la toma de decisiones políticas individuales la mayor responsabilidad en superar la desorientación que acecha en los recodos traumáticos de la historia.

Entendía que sin observación y análisis de la materia humana en acción no era posible efectuar diagnósticos y pronósticos certeros del futuro próximo; y que su validación se certificaba en los roles escogidos por los agentes para librar esas batallas culturales. La cultura crecía cuando el humanismo y el tecnicismo se complementaban mutuamente. Ortiz de Montoya no fue ajena al vertiginoso crecimiento de las ciencias y las comunicaciones en su época y experimentó el dinamismo creador como una integración capaz de minimizar los riesgos y maximizar las posibilidades. Al fin de cuentas, la planificación también fue una bandera durante esos años.

Educación, humanización y culturalización fueron los tres peldaños escogidos por Celia Ortíz de Montoya para la construcción axiológica que enriquecería la trascendencia personal y empujaría el progreso nacional y universal. El educador, afirmaba, se volcaba al estudiante como guía comprensivo y facilitador de oportunidades, que sabía exigir lo debido a través de un diálogo crítico con el ambiente. Así, la educación aseguraba la plenitud de un proceso integral de desarrollo y cada agente educativo lograba ensayar su propio registro de autodeterminaciones conscientes y voluntarias.

Su experiencia de la Escuela Integral Activa no fue la traducción educativa de un ideario político particular; al contrario, su carácter ecléctico tuvo consecuencias importantes dentro del campo profesional. Así lo prueban la profesionalización del debate pedagógico y su diferenciación de la política, que Ortíz de Montoya impulsó desde la reflexión filosófica y en correspondencia con las corrientes políticas de su época. Motivada por la dinámica sociedad paranaense, heredó las críticas contra la dominación oligárquica en 1910, luego, se opuso al ascendente personalismo radical hacia 1920 y, finalmente, en los años 30, la divisoria de aguas entre los adherentes al régimen militar nacionalista con sus discursos moralizadores de las costumbres sociales y las voces alternativas de socialistas, comunistas y liberales democráticos, la encontró defendiendo a éstas últimas. Las experiencias pedagógicas de Celia Ortíz de Montoya fueron, entonces, protagonistas activas de las discusiones sobre el cambio cultural que se vislumbraba en el país puesto que, por una parte, reaccionaban contra los rasgos conservadores (y sus resabios normalistas) de las sociedades provinciales; y, por otra, fortalecían la novedosa idea de la vinculación necesaria del quehacer educativo con el medio social y cultural al que este estaba destinado.

Como se ha señalado, Celia Ortíz de Montoya asumió en sus escritos filosófico-pedagógicos e histórico-didácticos el propósito -vanguardista para su época- de quebrar la tradicional polaridad historiográfica entre el sujeto y el objeto de estudio. Escogió comprometerse con una interpretación significativa, que atendiera también a los modos de producción, reproducción y transmisión de sentidos en diferentes períodos históricos y contextos culturales. Es decir, una interpretación creativa de la experiencia que al mismo tiempo fuera capaz de modelarla.

Notas

1. Dra. en Historia. Docente e investigadora. Universidad Nacional de Cuyo, Facultad de Filosofía y Letras. <marcela.aranda06@gmail.com>

2. Proyecto 2013-2015, 06/G674, SeCTyP, UNCuyo. Directora: Dra. Clara A. Jalif de Bertranou.

3. Un rescate de la biografía intelectual de Celia Ortiz Arigós de Montoya en: Pró, D. 1973, 277-287 y 1987, 211-215. También, su propio Curriculum Vitae (Santa Fe: Colmegna, 1979).

4. Celia Ortíz de Montoya presentó su comunicación "Humanismo como forma de vida e ideal formativo" en representación del Instituto Nacional del Profesorado Secundario de Paraná. Véase: Actas de las Segundas Jornadas Universitarias de Humanidades. Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Filosofía, 1964.

5. Celia Ortíz de Montoya lo precisa con estas palabras: "[buscaba] la inspiración no sólo en los libros, sino en el medio ambiente que rodea al niño, a nuestro niño particular, concreto, nuestro centro de actividades fue El mercado central, como pudieron ser el río, las fábricas, los almacenes, los talleres […] lo que más me sedujo fue que él [el medio ambiente] restablecía el contacto vital del mundo de la escuela con el mundo real, no imaginario o ficticio, con el mundo que el niño vive, concreto y objetivo que lo rodea, aunque desde él podemos subir hasta el mundo irreal de la fábula y la leyenda, la poesía y el cuento" (cit. en Román, S. 2001, Online).

6. El método "global" propuesto por Ortíz de Montoya consistía en "crear necesidades de contar algo, gusto por contarnos sus deseos, sus proyectos, sus preocupaciones: acostumbrarlo a trasvasar al papel sus pensamientos en sus diarios infantiles, es la única y verdadera forma de cultivar el lenguaje, SU lenguaje, y el único camino de huir de un nuevo verbalismo […]" (cit. en Román, S. 2011, 64-65). Siguiendo la teoría de los actos de habla (John Austin, John Searle, etc.), se comprende la reflexión de Ortiz de Montoya acerca de la unidad del pensar, el hablar y el escribir, que conforman procesos teóricos y prácticos profundamente humanizadores de la condición educativa del niño.

7. "… según el censo escolar de 1943 en Entre Ríos, sólo asistía a la escuela el 61% de la población en edad de hacerlo. Hacia 1943, con una población escolar de 128.603, los inscriptos alcanzaban la suma de 116.642. A primer grado llegaban 65.420, y el desgranamiento seguía así: 21.895 en 2º grado, 19.032 en 3º grado, 7.611 en 4º, 4.908 en 5º, 2.442 al llegar a 6º. Estas cifras se agudizaban más en los departamentos más atrasados de la provincia". Datos extraídos de: Ortíz de Montoya, Celia y Mario Sena,  Estudio crítico de la educación en la provincia de Entre Ríos en su nivel primario. Paraná: Facultad de Ciencias de la Educación, 1963, 12 y ss. Citados en De Miguel, A. 1995, 122-123.

8. En 1965 la Asamblea Latinoamericana de Educación la distinguió con la orquídea de Homenaje a la Mujer Latinoamericana; en 1969 fue nombrada Profesora Emérita de la Universidad Nacional del Litoral y en 1977 fue homenajeada por el Congreso Internacional de las Naciones como Ilustre Parlamentaria. Entre 1962 y 1968 realizó sus investigaciones estadísticas sobre la educación en Entre Ríos y publicó los tres tomos de su Historia de la Educación y la Pedagogía. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral, Facultad de Ciencias de la Educación, 1962, 1968 y 1969, respectivamente.

9. Los trabajos pedagógicos de Ortíz de Montoya recogen la influencia del filósofo español en la Argentina a través de las conferencias que este dictó en Buenos Aires y otras ciudades de la región, y de las publicaciones en la Revista de Occidente y Sur.

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