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Cuyo

versão On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.33 no.1 Mendoza jun. 2016

 

DOSSIER

Sobre utopía y persona como elemento antropológico

About Utopia and Person as an Anthropological Element

 

Rodrigo Pulgar Castro

rpulgar@udec.cl
Universidad de Concepción (Chile), Facultad de Humanidades y Arte, Departamento de Filosofía

 


Resumen

La situación que configura el sentido de la obra Utopía se relaciona con un arquetipo de sociedad nacido de la imaginación de Tomas Moro, pero sostenido en una estructura matemática que la legitima como ejercicio de crítica socio política al tipo de gobierno existente en la Inglaterra del siglo XVI. Teniendo presente la diferencia cultural, política y social que existe entre el siglo de Tomás Moro y el actual, el objetivo de este artículo es mostrar su vigencia como foco de contraste crítico. Así, y a lo largo del artículo, se avanza en las causales de la obra utópica, del rol de la imaginación en su origen, se interroga sobre su actualidad, y además se indican factores de orden político, cultural y humano que caracterizan la realidad de este siglo como probable contenido de una narración utópica.

Palabras claves: Filosofía política; Modelo utópico; Significado crítico de la utopía; Actualidad de la utopía.

Abstract

The circumstances that give sense to Tomas Moro’s Utopia are related to an archetype of society born in Tomas Moro’s imagination, yet sustained in a mathematical structure that legitimizes it as a socio–political critique exercise of the government ruling in 16th century’s England. By having in mind the cultural, political and social differences that exist between Tomas Moro’s and the current century, the aim of this article is to show his validity as a lens of critical contrast. Thus, along this article, there is a progress in the knowledge of the causes of the utopian work, in the role of imagination in its creation; there are questions about its current importance, and, in addition, a pointing to political, cultural and human factors that characterize this century’s reality as a probable scenario for a utopic narrative.

Keywords: Political Philosophy; Utopian Model; Critical Meaning of Utopia; Current Importance of Utopia.


1. Panorama

En los inicios de su obra Historia de la teoría política, George Sabine dice que: “La teoría política es, simplemente, el intento del hombre por comprender conscientemente y resolver los problemas de su vida grupal y su organización. Así, la teoría política es una tradición intelectual cuya historia la constituye la evolución del pensamiento del hombre sobre problemas políticos a través del tiempo” (Sabine, G. 2010, 19). La afirmación de Sabine sirve para hacer notar que los sucesivos cambios en el escenario histórico–cultural van de la mano con la existencia de diferentes modelos de organización social correspondientes a la evolución del pensamiento. De esta forma, el afán por responder a la cuestión socio–política por parte de la filosofía es simplemente el resultado inevitable de todo suceso calificable de político. Problema que responde al hecho de que la acción filosófica consiste en una tarea comprensiva respecto de la sociabilidad humana como cuestión natural. Pero esto de por sí es contradictorio. En efecto, hay una mirada optimista sobre el tema al modo del postulado liberal de Locke, que encuentra en un estado de naturaleza las condiciones de paz, buena voluntad, asistencia mutua y conservación. Cuatro cuestiones inscritas en la estructura antropológica del ser humano y suficientes para que sirvan de base a un “sistema completo de derechos y deberes humanos” (Sabine, G. 2010, 404). Pero también hay una óptica mecanicista de ver al ser humano al modo de Hobbes. Este, imbuido de un talante pesimista, hace resaltar, como condición, tipos de sentimientos tales como la aversión, el deseo, el temor o el valor, la cólera o la benevolencia (Sabine, G. 2010, 357). Lo cierto es que, más allá de todas las interpretaciones, las miradas filosóficas sobre el orden social son un intento de tener una mejor inteligencia de la condición social y política de la persona.

En general, el modo filosófico–político consiste en la gestión, desde la fecundación hasta su desarrollo, de variadas formas arquetípicas y epistémicas que –de modo procedimental– no solamente han recolectado la materia que compone el acto político, sino también han dado origen a postulados en dicho orden. Todo bajo el entendido que en ellos se encierra una concepción doctrinal de la polis y de la persona; lo cual tiene como resultado una visión ideológica sostenible como propuesta de desarrollo humano1. El ejercicio propositivo en el orden indicado es propio de un pensador que califica de filósofo, por consecuencia, poseedor de una forma particular de entender la realidad socio–histórica con pretensiones de universalidad, en el presente y, por sobre todo, en el futuro.

Al momento que un pensador político consigue amalgamar el postulado como  modelo de orden social, se encuentra en posición de proponerlo al colectivo. Este, y en la medida de aceptarlo, se presta para su implementación. El resultado del proceso explica en parte lo que se entiende por una verdad histórica, cuya inteligencia cambia según avance en el tiempo. De esta forma resulta que la verdad sobre lo histórico es algo inconclusa a causa de que la mirada sobre la historia es “óptica”, vale decir, está sujeta a criterios y, por tanto, a referencias que la construyen.

Lo singular del sentido procedimental de la implementación de los modelos filosófico–políticos es la intencionalidad. Esta corre a la par de los cambios de perspectivas. Así, se enfrenta tanto a la modificación en los objetivos como a la intención misma que determinan el criterio con los cuales se recoge el material calificable de histórico y político. A ello se añaden las tablas de valores relacionadas con los cambios de perspectivas, pero también –y con mayor fuerza incluso que lo axiológico– las variaciones de las creencias, pues no siempre importan lo mismo o, lo mismo, no siempre importa igual, tanto para un sujeto como para el colectivo, pues las perspectivas no son fijas y se mueven según sean los avatares humanos –intenciones, cambios en las condiciones ambientales–, aunque terminan integrándose en un corpus de sentido. En caso contrario no habría integración ya que ello supondría confrontación (Ricoeur, P. 2006,279). No es menor, además, que lo propio de los cambios está en que en no pocas ocasiones resultan inmanejables e ininteligibles en lo inmediato, por ello es preferible entonces hablar de la emergencia de las formas de la verdad en el campo histórico en razón de reconocer como su componente de significación el estatuto de posibilidad de todo hecho (Simon, J. 1983, 258).

Es a propósito de esta prueba demostrativa del poder constituyente en los postulados políticos de las situaciones de contingencia, que aparece el escepticismo generado por la inexistencia de variables únicas de comprensión. Este fenómeno, que caracteriza el paso del medioevo a la modernidad, está presente en la redacción de la obra de Tomás Moro, Utopía.

2. La obra

Se comprende el tiempo de fines de la Edad Media e inicios de la modernidad como una suerte de espacio transitivo sostenido en un eje hermenéutico, que se comporta en forma de articulador de propuestas, cuyo contenido esencial es una mirada al pasado como línea de escape a la situación de agobio que trae la clausura de verdades mediatizadas por la fe.

Esta interpretación del espacio temporal post Edad Media como transitivo se descubre gracias a una mirada sobre la situación socio–política de aquel tiempo, cuyo signo renacentista da cuenta de un deseo de cambiar el arquetipo que subyace al orden socio–político y, por tanto, respecto del sujeto de este orden. Sin duda que este deseo se reproduce en nuestro tiempo de manera similar por la crisis de los paradigmas; pero es evidente que las vías de salida no son iguales, pues hoy no se elaboran utopías. Por el contrario, se acusan sus caídas (cuestión paradójicamente contradictoria, puesto que utopía es eso: lo imposible). Al igual que el tiempo transitivo post Edad Media, la actualidad se define por un querer huir de la incertidumbre que implica la carencia de paradigmas socio–políticos distintos al imperio casi absoluto del neoliberalismo. Sin embargo, y a pesar de toda crítica, aún está presente el pensamiento de Francis Fukuyama en las comprensiones políticas por el énfasis en lo económico: “Lo que aparece como victorioso, en otras palabras, no es tanto la práctica liberal, como la idea liberal” (Fukuyama, F. 1992, 82). Por tanto, sigue prevaleciendo una escalada secularizadora propia de la razón instrumental; de una razón que invade las esferas de lo público: “La razón instrumental toma cuerpo primariamente  en las instituciones de producción e intercambio, pero también informa muchas otras áreas de la actividad humana […]” (Poole, R. 1993, 70). Por tal motivo no se avistan ni perfilan en el horizonte propuestas similares en densidad a la Utopía. De hecho, hoy no se encuentran postulados modélicos como salidas a un mundo mejor al modo como sí lo produjo el Renacimiento. Tiempo y lugar propicios para dar nacimiento a un conjunto de propuestas con una estructura literaria que acusa altas cuotas de prolijidad, y en cuya argumentación se muestra activa la presencia de juegos de imaginación. El resultado de todo este juego se reconoce bajo el adjetivo postulado de utopías, las cuales, sin embargo, a diferencia de las ideologías, se construyen desde un tópico imaginativo diferente. Es cierto, la imaginación en la vida social funciona de dos maneras distintas:

Por un lado, la imaginación puede funcionar para preservar un orden. En ese caso, la función de la imaginación consiste en producir un proceso de identificación que refleja el orden. Aquí la imaginación tiene la apariencia de un cuadro. Pero, por otro lado, la imaginación puede tener una función destructora; puede obrar como agente demoledor. En esta caso, su imagen es productiva, una imagen de algo diferente, de otro lugar. En cada uno de sus tres papeles, la ideología representa la primera clase de imaginación que tiene la función de preservar, de conservar. La utopía en cambio, representa la segunda clase de imaginación que es siempre una mirada procedente de ninguna parte (Ricoeur, P. 2006, 295).

Aceptando la situación hermenéutica como es el hecho de la distancia entre una época y otra, situación que no tiene solamente relación con el tiempo transcurrido, sino con las circunstancias propias de cada época, en lo que sigue se dialoga con el significado de utopía. Pero con la advertencia siguiente: no hay aquí un trato a las formas que las utopías tienen y que corresponde a postulados específicos sobre el sentido plural de la(s) propuesta(s), tanto general(es) como sectorial(es) de la proposición utópica como indica Ricoeur a lo largo de su obra Ideología y utopía (2006), sino más bien se procura dar cuenta de algunos elementos antropológicos que subyacen al propósito utópico. Para lograr conseguir dar cuenta de este propósito, se intenta ir más allá de la mera estructura funcional, como también de los contenidos específicos que la narración utópica ofrece a la demanda de hombres y mujeres según lugares y épocas. Con estos antecedentes tenemos la siguiente hipótesis: la utopía nace como respuesta a la indigencia natural que obliga al hombre a perfilar la realidad como posibilidad de sentido en la medida que las formas de gobierno no dan respiro al sujeto.

El postulado se apoya en la idea zubiriana según la cual el hombre tiene distintos modos de aprehender la realidad: uno es sintiéndola, donde el sentir sensible es algo compartido con cualquier animal (Zubiri, X. 1962,391–392); el otro, el de la razón, por el cual se muestra como existencia original. Lo característico de esta forma es el descubrimiento de la fragilidad que lo caracteriza, y que se evalúa como una limitante para la supervivencia. Así, y en respuesta al deseo de sobrevivencia, el modo de razón avanza por causas de humanización en la construcción de la cultura como criterio de sentido de realidad que el ser humano se otorga. Este sentido se construye dinámicamente siguiendo consideraciones tiempo–espaciales, pues el significante cultural hace suyo tanto el tiempo histórico propio de la comunidad que acoge al sujeto como la variable geográfica en la cual éste vive. De esta forma resulta que es la cultura la responsable de entregar las modulaciones adecuadas a las necesidades humanas, puesto que tiene el privilegio de ser “el conjunto orgánico de todos los sistemas de referencia, codales y paradigmáticos, capaces de orientar y hacer eficaz la praxis en una sociedad” (Cencillo, L. 1998, 74).

Siguiendo en lo que cabe el postulado de Luis Cencillo, se sostiene la vigencia de la idea que la cultura tiene la particularidad de proporcionar a la sociedad normas, justificaciones y medios de acción. De esta manera, es la cultura la que tiene el rol de ofrecer el órgano de control que el complejo sistema social necesita para registrar sus desequilibrios y, precisamente, obtener las informaciones requeridas para el restablecimiento de los equilibrios socio–políticos. El modo como la cultura realiza esta función demanda del sujeto la tarea de dinamizar la realidad histórico–social misma. De esta suerte el sujeto se convierte en el medio por el cual la cultura se explica y cristaliza en hitos determinados. Claramente, entonces, la demanda es ética.

Desde estos antecedentes ético–antropológicos aparecen los elementos mínimos y previos a toda ulterior consideración sobre la figura humana. En ellos se resalta la situación estructural humana como causa primera de la utopía. Situación antropológica, por tanto, de definición estructural que permite comprender la utopía como una respuesta al interés natural de la persona por tener un fondo de tranquilidad, cuyo significado plantea una realidad lejos del agobio que produce el tener que habérsela con el presente cambiante, y, por ende, con una historia muy pocas veces amable con la persona. En perspectiva antropológica, y con el fin de encontrar una causal explicativa de la utopía, aparece en el horizonte hermenéutico respecto de la persona, la agresividad, entendida como criterio de pulsión en dinámica aproximativa del entorno. La agresividad como componente causal de la utopía aparece, por ejemplo, tras el velo del interrogante que Jean Delumeau plantea: “¿No sería mejor distinguir con A. Storry y E. Fromm, entre la agresión como ‘pulsión motriz’ hacia el dominio del entorno a la vez deseable y necesaria para la supervivencia, y ala agresión como ‘hostilidad destructora’?” (Delumeau, J. 2002, 36). Entonces, ¿significa esto que la utopía no es más que una respuesta de corrección a esta pulsión? Es válido  sostener que sí, puesto que la utopía canaliza el instinto agresivo, ordenando el modo de superar el instinto a la muerte que la agresividad trae consigo. De esta forma la utopía aparece como una arquitectura racional de respuesta. Siguiendo esta línea interpretativa, la utopía vendría a ser algo como una réplica a la objetivación del miedo.

3. El sentido de una discusión

            La afirmación de Ricoeur en uno de los capítulos dedicados a Mannheim en Ideología y utopía, tiene valor hermenéutico al momento de enfrentar la discusión: “Existe una enorme bibliografía sobre la ideología –quizás a causa del pensamiento marxista y posmarxista– y mucho menos sobre la utopía” (Ricoeur, P. 2006, 289). ¿Esto significa que no existe mucha discusión sobre la cuestión de la utopía? La ha habido y un dato puede ejemplificarlo: el “Seminario Internacional Utopía(s)” convocado por la División de Cultura del Ministerio de Educación de Chile, que se llevó a cabo en Santiago en 1993. En el Seminario, se trataron temas como: “Utopía e imagen”; “Sociedad. Orden civil y libertades individuales”; “Sujeto. Identidad. Comunicación y diversidad”; “Utopía. Cruces culturales, naturaleza y deseo”; “Técnica y dominio”, entre otros puntos.

Es cierto que hay más literatura sobre ideología que sobre utopía. ¿Será acaso que la utopía, como dice Ricoeur, es más “un género literario. Propio de la utopía es el hecho que desde el principio ella constituye un género literario?” (ibíd.). Con Ricoeur se reconoce que: “la utopía es un género declarado, y no solo declarado sino escrito” (ibíd.). Aceptado el significado de la utopía que la distingue de la cuestión ideológica, la pregunta entonces es, ¿de qué sirve discutir sobre la utopía, y, además, hacerlo desde la consideración de su origen como respuesta a la situación estructural indicada sobre la persona? La respuesta va en línea de comprender su sentido funcional, es decir, su función para confrontar los modelos y la realidad y, por tanto, la credibilidad de las distintas ideologías en boga (Ricoeur, P. 2006, 58 y ss.). En suma, la utopía permite tratarla realidad humana, su capacidad y talante en situaciones de relaciones de poder en donde se vincula con la autoridad, pues:

[...] ¿no intenta toda utopía afrontar el problema del poder mismo? Lo que en definitiva entra en juego en la utopía es no tanto el consumo, la familia o la religión como la utilización del poder en todas estas instituciones […]. En otras palabras, ¿no es función de la utopía exponer la brecha de credibilidad presente en todos los sistemas de autoridad que […] exceden nuestra confianza en ellos y nuestra creencia en su legitimidad? (Ricoeur, P. 2006, 59).

De esta forma, la utopía como juego de ficción es la figuración idealizada de una realidad que sirve para contrastar la distancia entre lo real pedido y lo real conseguido en el orden social, estableciéndose así como una crítica al poder y a los modos de organización social. Un ejemplo de esta situación lo constituye la Utopía de Tomás Moro. La obra es un discurso de crítica al orden social de su tiempo, que logra justificar por este simple hecho las razones del postulado utópico mismo, como se explica en el Libro I, vale decir, como modelo perfecto cuya pretensión, más allá del sarcasmo como recurso literario, es salvar al sujeto y su habitad mediante la crítica al sistema político.

Desde el pensamiento de Tomás Moro y su propuesta de Isla Utopía, lugar al que se llega mediante aventuras de distinto tipo, y cuyo premio es la felicidad, las utopías en general se revisten de promesas, las cuales tienen la particularidad de proponerse como una suerte de viaje al futuro, en perspectiva de recomponer un estado pasado idealizado que se mantiene en sueños. Debido a este sentido teleológico, se desnuda una paradoja: lo posible se hace imposible. Así, no es en modo alguno extravagante que una de las denominaciones de Isla Utopía corresponda al de Udetopía, es decir, la isla de nunca jamás; situación paradigmática, en el entendido de la imposibilidad histórica de los postulados utópicos.

El componente paradójico es consecuencia del hecho de que la utopía tiene su origen en la libertad, pero extrañamente deja fuera una de las acepciones del acto libre, pues no reúne la doble condición que lo define como acto, vale decir, como conciencia del poder de la voluntad que inclina al hombre a pensar las cosas en concordancia a su querer la vida buena; primer aspecto que se reconoce sin dificultad en la literatura utópica. Pero también está el aspecto de la libertad, como es el de decidir y ejecutar algo respecto de la vida buena, como enseña Max Scheler al hablar de “ser libre”, pues toda persona se constituye por un acto adecuado a la conciencia de poder en su doble acepción: la conciencia del poder de la voluntad y la capacidad de efectivamente decidir entre una y otra cosa (Scheler, M. 1960, 7).

Mencionar la limitación de la utopía en términos de realidad histórica, es producto de una consideración relativa al real valor de la posibilidad efectiva de la misma como propuesta. El juicio respecto del valor de implementación efectiva de la utopía, juicio de corte pesimista, se desprende de una mínima lectura de la propuesta. Es cosa de recorrer todo el Libro I de la obra de Moro. Su lectura conduce a comprender la imposibilidad de que la utopía sea algún día implementada en la realidad histórica a través de los medios políticos reales, pues, si bien se preocupa de sus detalles, no basta con seguirlos. El Libro II es abundante en aspectos geográficos, económicos, artísticos, comerciales, religiosos y militares, hasta lograr como resultado: “[...] una forma de Estado que desearía para la humanidad entera, [que] les haya cabido en suerte a los Utópicos, quienes regulando su vida por las instituciones que he dicho, echaron los sólidos cimientos de una república a la par felicísima y por siempre duradera, en cuanto humanamente es posible conjeturarlo” (Moro, T. 1956, 102). Sucede que al momento que Rafael Hitlodeu termina su relato, se revela la imposibilidad confesada entre líneas por el narrador, que retratan su escepticismo y a la vez su deseo: “[...] así como no me es posible asentir a todo lo dicho por un hombre ilustrado sobre toda ponderación y conocedor del alma humana, tampoco negaré la existencia en la república Utópica de muchas cosas que más deseo que espero ver implantadas en nuestras ciudades” (ibíd.).

Al momento de comprender la utopía como propuesta de organización socio–política, se asume que es el deseo de justicia lo esencial en la idea utópica. De hecho, es lo que le da su sentido, por tanto, es el factor articulador de la narración utópica, con lo cual prevalece una inteligencia sobre el estado de fragilidad humana. Frente a la fragilidad, la imaginación cumple una tarea principal en la construcción de los lineamientos narrativos y, por tanto, en el contenido para dar forma a un discurso de respuesta a la situación de carencia. Con lo cual, la forma narrativa no es solo estéticamente atractiva, es a la vez comprensivamente seductora al mostrarse como una cuestión viable de alcanzar en el tiempo. Súmese a lo indicado el factor motivacional que significa el conocimiento de una situación política que pide caminos de salidas capaces de llevar a buen puerto el deseo de bien humano. Ricoeur en su interpretación de este fenómeno no solamente menciona la función propia de la utopía, sino que, además, afirma –usando para tal propósito la interrogación como mecanismo didáctico para hacerse del sentido o teleología de la propuesta utópica– lo siguiente:

Este desarrollo de nuevas perspectivas posibles define la función más importante de la utopía. ¿No podemos decir entonces que la imaginación misma –por obra de su función utópica– tiene un papel constitutivo en cuanto a ayudarnos a repensar la naturaleza de nuestra vida social? ¿No es la utopía el modo como repensamos radicalmente lo que sea la familia, lo que sea el consumo, lo que sea la religión, etc.? ¿No representa la fantasía de otra sociedad posible exteriorizada en “ningún lugar” uno de los más formidables repudios de lo que es? (Ricoeur, P. 2006, 58).

Con Ricoeur se define que en la reflexión ético–política la utopía cumple una función determinada. La razón está en que al ser una propuesta de organización cuyo origen se ubica en la imaginación individual y colectiva, cada vez que las sociedades viven momentos difíciles la utopía sirve como punto de contraste con la situación vital–real. De esta forma, la utopía es instrumental a la hora del juicio sobre el estado de situación política. Esta función–espejo se comprende a la manera de reflejo crítico; de hecho, es lo que efectivamente permite una comparación directa entre dos realidades: una ficticia y otra real. Lo cual puede ser riesgoso si solo se considera la ficción como su sello de identidad. Empero, se supera tal riesgo si se estima que los elementos presentes en la génesis de caminos de solución política provienen de la realidad. Por cierto, no son otros los elementos que componen el discurso utópico, pero sí son elementos idealizados. Ahora, cuando ocurre la idealización de ciertas condiciones humanas y sociales, entonces aparece en plenitud la utopía como una narración con pretensión de globalidad e integralidad, vale decir, ofreciendo cierta comprensión holística de lo que el sujeto político desea como modelo único de organización comunitaria. No es menor, en este sentido, que la utopía responda a una exigencia de unidad nacida como propuesta a la crisis socio–cultural de un tiempo y de un lugar específico, en este caso, la Europa del Renacimiento (la Inglaterra de esos años). Así es como el creador del modelo, Tomás Moro en esta ocasión, ofrece un discurso a los sujetos individuales anhelantes de respuestas respecto del bien vivir. Para hacerlo legible, Moro elabora la utopía siguiendo patrones matemáticos, lo cual es muy propio de su tiempo. Esta sumisión de lo narrativo a lo matemático tiene por desenlace que los elementos que componen la promesa utópica encajen arquitectónicamente unos con otros. Traslape perfecto de sus texturas de modo de no dejar espacio para la intromisión de algún o algunos elementos dispersos que puedan afectar la uniformidad propuesta, es decir, lo global, integral, totalizador e integrador de la propuesta. En lo esencial, son esas las características con las cuales se ofrece la utopía. Y quizá sea esto mismo lo que justifique la Utopía como un constructo separado del Continente por el ancho mar, dado que la distancia impide acceder a la Isla. Se descubre en este hecho una de las características de la utopía: lo imposible. Y si se diese el caso hipotético de llegar a ella, lo inviable de escapar de ahí. Pero si llegase a ocurrir, otro hecho hipotético, resulta que las condiciones puestas al sujeto son de tal grado de exigencia que es imposible cumplirlas si no se está dispuesto a retornar, bajo ciertos presupuestos de censura impuestos o auto–impuestos. En este contexto se instala la imposibilidad de dejar la Isla para los arrepentidos, es decir, no hay fuga, pues no existe la posibilidad del arrepentimiento. Lo que hay es la clausura de cualquier vía para los arrepentidos que dejaron el paraíso inidentificado con un Estado que todo lo satisface, pero que al mismo tiempo todo lo controla. 

En la estructura cerrado–uniforme de su arquitectura, se encuentra la imposibilidad de la utopía, su efectiva instalación histórica, pues si algo define su sentido, es ser una representación idealizada en la que no funciona la crítica. Esta situación hace de la utopía un postulado lejano a la dinámica social que hace posible la existencia de los modelos de organización humana a nivel real. Por lo mismo, es la imposibilidad de la crítica entendida como ejercicio dinamizador del habitar humano, lo que convierte y de modo significativo a la utopía como muy poco representativa de la cuestión humana, pues por la crítica se gestionan normalmente los acontecimientos y los paradigmas de sentido, y se permite salir de ellos cuando estos ya no responden al tiempo y a otras novedades que piden nuevas respuestas. Así, al identificarse la falencia estructural de la utopía, cabe preguntar entonces ¿qué hay de aquello que pretende salvar la persona si lo que la caracteriza –su dinamismo– es negado? Es una paradoja que en la esencia de la utopía exista un atisbo favorable al propósito que inaugura la promesa. En efecto, siguiendo el principio de interpretación que da cuenta de que las utopías no pueden separar el mundo cósmico de la moral y viceversa, pues su intención de unidad así lo señala, ocurre que en virtud de esta unidad, es plausible la intencionalidad utópica como foco comprensivo–crítico de la conexión entre acto ético y acto político. Al respecto es conveniente hacer memoria de la idea de Jaspers que toma Ricoeur de El problema de la culpa: “[...] la ética política se funda en el principio de la vida del Estado en la que todos participan, por conciencia, su saber, sus opiniones y sus voluntades” (Ricoeur, P. 2010, 607). Pues bien, cuando el Estado traiciona su principio ético–político, entonces la utopía cumple la tarea de advertirlo críticamente.

Es posible entender que la utopía como crítica ofrece una señal sobre aquello que pretende salvar, mostrando otro mundo probable. Esto se vislumbra al momento de enfocar la interpretación de su origen. En efecto, ahí se observa y  se comprende la utopía como mecanismo de evaluación socio–cultural. Esto significa que la utopía efectivamente permite confrontar los sueños iniciales con la realidad, y todo gracias a la presencia de una multiplicidad de sentidos que, por ser partes constitutivas de la realidad, se encarga de desentrañar.

Una interpretación de la narración utópica convierte en certeza la intuición inicial que es propiamente hermenéutica, esto es: no es posible en modo ni tiempo alguno alcanzar la plenitud de la promesa utópica, pero sin embargo, hermenéuticamente entendido el proceso, la narración utópica sí logra mostrar algunas estructuras del orden socio–político real que son vistas como justas merced a su sintonía o cercanía con elementos del discurso utópico. Y basta con que el hombre elija una de estas situaciones como criterio de justificación de su propia existencia, para superar la contradicción vital entre realidad y sueño. Queda la sensación de que en este último punto estaría el real origen de las ideologías, que,en línea paralela a la cuestión utópica, se proponen como mecanismo de satisfacción de la demanda de los sujetos por justicia en el territorio de lo propiamente político, pero solo si se acepta “la ideología en un sentido más amplio, un sentido que asigna todo su peso a la estructura de la acción simbólica” (Ricoeur, P. 2006, 189). Esto es plausible desde el momento que “vemos que la ideología –una ideología primitiva, positiva– obra en el caso de grupos e individuos” (ibíd.). Con el filósofo francés se concluye que en el caso de la ideología, a diferencia de la utopía, no resulta de partida imposible reconocer su viabilidad bajo condiciones políticas y/o culturales propicias.

Existe otro asunto propio de la propuesta utópica, y es la relación con su particular origen: la utopía nace de una de las tantas formas de la libertad humana, específicamente la de crear, mediante el recurso de la imaginación, fórmulas, arquetipos idealizados, y también metáforas que son más que una simple ficción, pues constituyen “una construcción epistemológica que por ello, hace incluso real la comprensión de la existencia de pluralidades de formas del discurso, y en el caso que nos importa: filosóficos” (Pulgar, R. 2001,136). Es bajo el sentido epistemológico de la metáfora que se revela el hecho filosófico de la Utopía. En su cara filosófica, la Utopía aparece como un discurso de ficción pero con una organización simbólica. Así, y puesto en términos prácticos, la narración utópica descubre a pasos, y de manera literaria, elementos de composición de un modelo que se plantea como respuesta para el anhelo humano de felicidad, y esto ocurre más allá que en su conjunto como propuesta única de sentido sea un imposible.

En la lectura de la obra utópica llama la atención la revelación de un perfil metafísico. Este se observa tanto en la imagen utópica como en las condiciones puestas a los sujetos; condiciones que se identifican en el conjunto de obligaciones del sujeto, y que tienen su punto de origen en consideraciones que trascienden toda posibilidad real. Es parte del presupuesto utópico entender que son obligaciones que deben cumplir quienes depositan en ella su confianza. De hecho, tras la obligación se encuentra un pensamiento metafísico que, en tanto satisfecho en su componente de demanda de sentido vital, debería ser capaz de descubrir el ser propio de una existencia, que lograría por el hecho de cumplir esa demanda su plena justificación. Sin embargo, la justificación utópica respecto de la existencia, al arrancar de una interpretación sobre el significado de lo utópico, supone una posición personal o colectiva mediatizada para su ordenamiento por un sujeto que arquitectura un modelo político catalizador del anhelo de felicidad humana. Al tener claridad sobre su origen, entonces hay que hacerse cargo de al menos tres preguntas: 1. La utopía ¿adquiere por la narración realidad propia? 2. Lo utópico ¿es negación de realidad? 3. ¿Solamente vive en un pensador?

El primer interrogante implica aceptar la utopía como narración con visos de fantasía. Mas al momento de creer en ella, deja de ser simple fantasía y se convierte en meta, motivo de existencia, paradigma de elaboración de los usos y costumbres, justificación tanto del obrar personal como colectivo, entre otros asuntos. El segundo interrogante, la utopía como negación de realidad, es una especie derivada de la primera pregunta; no obstante al constituir un postulado integral sobre la vida humana, se supera el aspecto negativo. De hecho, la utopía tiene por fin procurar un sentido de realidad a propósito de la demanda por un mayor y mejor vivir. El tercer aspecto, vale decir la pregunta sobre el límite de la utopía fijada a un sujeto que la construye, revela el significado propiamente propositivo; situación que podría chocar con la advertencia de Ricoeur: “[...] a menudo una visión utópica se considera como una especie de actitud esquizofrénica frente a la sociedad, como una manera de escapar a la lógica de la acción mediante una construcción realizada por fuera de la historia y también como una forma de protección contra todo tipo de verificación por parte de la acción concreta” (Ricoeur, P. 2006, 45).

Sin embargo, sigue siendo sostenible, más allá de lo afirmado por Ricoeur, que en el caso de la Utopía de Tomás Moro lo comprobable no está en la acción concreta, sino en su sentido de obra abierta, vale decir, su significante polisémico, pues la Utopía, al igual que cualquier obra humana, se caracteriza por ser constitutivamente abierta a distintas lecturas e interpretaciones coincidentes con el dinamismo propio de cada sujeto, por tanto, ético. Al fin y al cabo, informa desde la contradicción relativa a ¿qué de justa es una sociedad humana real?, o simplemente pregunta ¿cuán lejos del ideal está esa realidad?

En síntesis, la serie de preguntas que proviene desde la narración utópica al momento que apunta a hechos, se vuelve parte de una historia que se realiza a caballo entre lo racional y lo irracional. Es en este espacio donde precisamente emerge el pensamiento utópico, el cual –por extraño que parezca– cubre con un manto de racionalidad la existencia irracional. Desde esta óptica interpretativa, conviene pensar que la utopía no es solamente la propuesta de un orden socio–político. Es cierto, la Utopía como obra es una metáfora que refiere al deseo humano de una vida feliz, pero por este mismo hecho, se convierte en un instrumento de revelación de algo más profundo que la narración misma, es decir, va más allá del relato en sentido hermenéutico, pues supera el simple ejercicio de la razón capaz de crear imaginativamente mundos posibles, mundos idealizados al extremo de lo imposible, para descubrir el sentido –por paradoja– de la existencia real.

4. Notas de cierre

Si la Utopía de Moro se comporta como una metáfora del deseo por una vida feliz, entonces inevitablemente también es una paradoja que permite acceder a la comprensión de las razones de la injusticia estructural que caracteriza nuestro mundo. De hecho, la utopía cumple el rol de deshacer la realidad dada para mostrar la nueva. Este deshacer es siempre a través de asociaciones o realidades antes no relacionadas, con lo cual la utopía resulta funcional al proceso de descubrimiento de lo que preocupa al ser humano. El perfil funcional de la utopía alcanza tanto a las utopías de evasión como de reconstrucción si se sigue el modelo de interpretación que Ricoeur asume desde Lewis Mundorf (Ricoeur, P. 2006, 290).

Ahora bien, si la utopía cumple la tarea de descubrir la situación deficitaria en un espacio y tiempo real, se debe tener en consideración que el fundamento de la utopía es lo intrahistórico. La razón es simple: los modelos utópicos se caracterizan por hablar de necesidades humanas que han permanecido inalterables en el tiempo. Pero, por otro lado, si la utopía es entendida como una promesa de solución o como una idea que refiere al deseo de recuperación de cierto paraíso anhelado –por muy paradójico que resulte–, al substrato intrahistórico de la utopía se suma lo suprahistórico. En el hecho de que la fundamentación del relato utópico tenga elementos intrahistóricos como suprahistóricos, está la exigencia de considerar que existe un principio de unidad en la misma propuesta utópica, es decir, un solo mundo, integrado, global y totalitario sostenido por la unidad de sentido en sus fundamentos supra e intrahistóricos. La misma idea de unidad está presente en la pregunta sobre si la utopía no es más que un proceso continuo de reposicionamiento del mito original de la autopoiesis humana, y que, en buenas cuentas, refiere a la capacidad de autodeterminación por parte del ser humano.

La pregunta es inevitable. Su explicación descansa en la condición “recreativa” de la utopía respecto de la idea del sujeto como ser que anhela un estado de situación que refleje efectivamente el bien ansiado. La pregunta, además, parte del logos mismo, esto es: la razón descubriendo el cómo y el porqué de los distintos eventos que afectan la existencia (tanto favorables, como desfavorables). El asunto es que frente a este inquietante hecho de realidad, es el logos mismo quien se enfrenta a la posibilidad de escape a lo ideal.

Es ineludible la sensación que este juego de fuga, mediante la narración utópica, sea un dato del poder imaginativo del logos, pues claramente el logos construye relatos; son estos el medio que certifica la potencia del pensar humano, de uno capaz deliberar al hombre de las limitaciones de su individualidad mediante el uso de la imaginación. No en vano, el cómo y el porqué abruman al ser humano por su sequedad racional que apuntan –extrañamente– a su fibra más íntima. Es precisamente esta sequedad la que pide una respuesta favorable cuando se descubre el anhelo por salir de ese estado. Quizá aquí esté perfilado el sentido por encontrar un lugar o, al menos, un momento en donde la sequedad de la propia razón se someta a la dinámica existencial y no al revés. Por cierto que en ese estado se halla el significado de la promesa utópica, pues por su intermedio el sujeto se apropia de la identidad entre verdad y ser. Lo que hasta aquí se ha dicho, y en particular lo último, da para pensar la validez de una hipótesis como la siguiente: para el que cree en la utopía, se trata de una armonía preestablecida, de la identidad última entre el pensar y el ser, entre lo ideal y lo real desde una visión pan–matemática del universo. Pensar la validez de aquello no es en absoluto baladí. Además, la imagen que Campanella regala en La ciudad del sol (Campanella, T. 1956, 143–231), ¿no consiste quizá en una descripción de los círculos que la arquitectura ofrece? Acaso ¿no es el texto suyo una muestra de la totalidad matemática –en su sentido arquetípico– que afecta al todo sin dejar de afectar nada? El drama de la utopía es que no reúne en sí las condiciones de la existencia real, es decir la presencia de lo histórico individual. Por ello la utopía no existe en la realidad socio–política concreta. Solo existe en la consideración conceptual imaginativa, vale decir, como su producto. Súmese a su imposibilidad el misterio de la existencia, que pide siempre romper la frontera de un espacio presentado como ideal, pero que no satisface el anhelo humano de bien. Al respecto, no es menor la presencia de la libertad que define al hombre como ser único, contradictorio y profundamente abierto a vivir la aventura de crear sobre un estado real.

Al final resulta que la utopía, por la situación de su imposibilidad, seguirá en los márgenes de la historia humana. Y mientras permanezca ahí, no será posible hablar de que las utopías caen. Pero, y reconocido el punto característico de lo utópico como tal, no se puede obviar su génesis: nace como respuesta crítica a una situación humana calificable de no justa.

Por cierto es imposible pensar la utopía a la manera de Tomás Moro. La explicación hay que buscarla en el tipo de ser humano que hoy prevalece: competitivo, individualista, y dentro de un entorno técnico–científico en progreso. Son estos elementos los que configuran potenciales pensamientos utópicos, y todo porque la utopía se justifica como ejercicio de crítica a una situación socio–cultural determinada, de una no identificada en el sueño del buen salvaje, sino en la del buen ciudadano definido como consumidor de bienes para el beneficio del comercio y su expansión.

En el fondo, si de reflexionar se trata, pasamos de aquellas formas cuyo eje es la integración del sujeto bajo la idea de una arquitectónica social siguiendo el modelo matemático, en donde la estabilidad exige el sacrificio de la crítica por el privilegio de lo macro (modelo socio–político), a un pensar utópico sostenido o fundamentado no en la búsqueda colectiva de la felicidad, sino en el afán personal de mayor bienestar, cuyo acento está en el privilegio de la subjetividad. Pero, si para el pensar utópico la subjetividad es lo medular de sus planteamientos, ¿en qué deposita el pensador utópico su fe? Curiosamente en el progreso, que aquí significaría más un retorno –por paradoja– al paraíso. Siendo así, se instala el inmediatismo como forma de lo cotidiano; signo efectivo de la nihilización; por tanto, síntoma de un proceso de enajenación de lo propio, señal de la anulación del sujeto por la técnica.

Notas

1.  Según Ricoeur: “Cuando se toma la ideología en un sentido más amplio, un sentido que asigna todo su peso a la estructura de la acción simbólica, vemos que la ideología –una ideología primitiva, positiva- obra en el caso de grupos y en el caso de individuos como el factor constituyente de la identidad de grupos e individuos” (2006, 189).

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