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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.33 no.2 Mendoza dic. 2016

 

ARTÍCULOS

La categoría de “normalidad filosófica” en Francisco Romero y su dimensión histórica

The Historical Dimension of Francisco Romero’s “Philosophical Normality”

 

Mauro Donnantuoni Moratto1

Universidad de Buenos Aires, Argentina

 


Resumen

El uso descriptivo que exhibe la categoría de “normalidad filosófica” en el discurso de Francisco Romero sintetiza las representaciones y expectativas que el campo filosófico argentino tenía del desarrollo de la disciplina en el medio local, mostrándose como un índice de su propia experiencia histórica en tanto colectivo social. Las tensiones de esa experiencia se expresan en una paradoja inscripta dentro de la categoría, según la cual la situación presente de la filosofía en Iberoamérica se concibe a la vez como una continuidad y como una novedad respecto del pasado filosófico. Esa paradoja acaba revelándose como un síntoma de las operaciones retóricas que están a la base del uso descriptivo de la categoría, y que apuntan a la fijación de una nueva identidad en la trama social del lenguaje, tal que aquel colectivo gane simbólicamente vida propia, legitimidad al interior de la cultura local y reconocimiento por parte del resto de las esferas sociales.

Palabras clave: Francisco Romero; Normalidad filosófica; Filosofía argentina y latinoamericana; Discurso y retórica.

Abstract

Francisco Romero’s descriptive use of the term “philosophical normality” synthesizes the representations and hopes that the Argentinean philosophical field had regarding its own development in the local arena. So this term is an expression of the historical experience of this academic community, and shows the paradoxical tensions between continuity and change regarding the philosophical past. This paradox was a symptom of the rhetorical operations which underlay the descriptive use of “philosophical normality” and tried to establish a new identity in the social language. Consequently that field could symbolically obtain its vital strength, legitimacy in the local culture and the recognition from the other social spheres.

Keywords: Francisco Romero; Philosophical Normality; Argentinean and Latin American Philosophy; Discourse and Rhetoric.


 

1. Introducción

El 15 de septiembre de 1934, en ocasión de la recepción que el PEN Club de Buenos Aires le ofreciera a Manuel García Morente, Francisco Romero pudo afirmar: “Existe hoy en Buenos Aires un interés muy real por la filosofía” (Romero, F. 1950, 129). Y en función de esa constatación, que sobrevive a las reticencias que lo prematuro de ese interés podía provocarle, la categoría de “normalidad filosófica” aparecía en su discurso como el índice de una alentadora e inminente expansión de la filosofía en el medio local: “Lo que faltaba hasta hace poco en España, lo que acaso falta todavía entre nosotros, es lo que llamaré la ‘normalidad filosófica’; quiero decir, la filosofía concebida como común función científica, como trabajo y no como lujo o fiesta” (Romero, F. 1950, 130).

Allí, más allá de los titubeos y las incertidumbres, más allá de las precauciones y la severidad, la categoría de “normalidad” mostró por vez primera su parentesco con una “realidad” (un “interés muy real”) a cuyo desarrollo específico referiría sintéticamente. Desde entonces, y por más de quince años, la categoría retendría, en el nivel de su mera literalidad2, una función eminentemente descriptiva, en la cual las percepciones y las representaciones de Romero sobre la situación concreta de la filosofía en el Continente -aquello que observaba- cristalizarían como un hecho”3. Los contenidos de ese “hecho” serán sin duda variables y hasta contradictorios a lo largo del tiempo. Lo que no sufriría alteraciones, la esencia pragmática de la categoría, fue que ella serviría desde entonces para aludir, en su superficie literal, a contenidos concretos que Romero creía poder verificar empíricamente, y que se revelaban, más allá de la valoración que pudiera hacer de ellos, como signos de una nueva situación factual realmente existente y contingente, a la que denominaba “normalidad”4. Es precisamente este uso nominativo de la categoría el que ha abierto en ella una dimensión profundamente histórica5, ya que exhibe el modo como ciertas representaciones, imaginarios y expectativas colectivos ingresan en la trama social del lenguaje, en una época dada, para fijar una nueva “entidad” social.

En mi opinión, este espesor histórico ha quedado mayormente ensombrecido en la comprensión que corrientemente se ha tenido de la normalidad filosófica, tanto en aquellas lecturas que estuvieron “a favor”, como en las que se colocaron “en contra”, si es posible hablar en estos términos; y ello se ha debido en gran parte a que su función descriptiva ha sido ignorada o subestimada. De manera muy esquemática, puede decirse que las interpretaciones de dicha categoría se han dividido en dos grandes posiciones: por una parte, la que se puede llamar proyectivista (dominante en los autores pronormalidad), según la cual, a través de su categoría, Romero establece, toma conciencia de, y proyecta las condiciones objetivas, transhistóricas e iterables para el desarrollo de una filosofía auténtica6; y por la otra parte, la prescriptivista (dominante en los antinormalidad), según la cual la categoría prescribe las reglas obligatorias de acuerdo a las cuales debe entenderse y hacerse la verdadera filosofía7. Ambos matices –sin duda presentes en cierta intencionalidad profunda de Romero, pero absolutamente ajenos al nivel literal de la categoría- sostienen, en esencia, lo mismo: que la idea de “normalidad” designa, ante todo, un télos axiológicamente articulado que determina una suerte de proyecto o modelo disciplinar deseable o impuesto, llamado a regir el desarrollo de la filosofía en los países del Continente. Esta imagen ha colonizado sin duda un cierto sentido común en torno de la noción de “normalidad”, favorecido, además, por una suplantación inadvertida del término original por el de “normalización”, con el que es frecuentísimo confundir la categoría romeriana, y que ha sido introducido por primera vez, según creo, por Arturo Andrés Roig en 19778. A diferencia de “normalidad”, que, como sustantivo abstracto, tiende a designar un estado de la filosofía (“ser normal”), “normalización” refiere más bien a un proceso, y, de tal modo, puede indicar los mecanismos por los que algo puede o debe transformarse (“se vuelve normal”). De esta manera, “normalización” conserva, más o menos larvadamente, una carga semántica cercana a la idea de “normativización”; esto es, a la idea de someter a normas, de regular y controlar aquello que se vuelve objeto de la “normalización”. Bajo estas condiciones, se ha difundido la interpretación prescriptivista, que ha permitido asociar a la categoría con la consagración más o menos reprochable de cualidades que deben caracterizar a la verdadera filosofía. De esta forma, Romero tiende a ser impugnado por ser el defensor de un concepto academicista, despolitizado, europeizante, descontextuado, elitista y liberaloide de su amada disciplina9.

En verdad, como decía más arriba, el contenido de “normalidad” es muy variable y ofrece tanto los elementos para afirmar esas notas, como también para negarlas. Sin duda, las expresiones valorativas de Romero referidas a la normalidad (regularmente celebratorias) refuerzan la credibilidad de la interpretación “prescriptivista” del asunto y acaso existiese una intención normativa en Romero. Sin embargo, la noción, tomada en sí misma, no dice normas, sino hechos10. Y de esos hechos, articulados categorialmente por ella, se colige un estrato de la experiencia histórica no solo atribuible al propio Romero, sino a toda una generación de filósofos reconocible por su compromiso con el legado del antipositivismo.

2. La paradoja de la “normalidad”: entre continuidad y novedad

Que la categoría de “normalidad filosófica” articule la descripción de un conjunto de hechos concretos que definen la situación de la filosofía en la América Latina, no debe inducir a la idea de que una realidad objetiva es reflejada de manera unívoca y transparente en la superficie literal de su semántica. Antes bien, ella puede leerse como un índice de las propias tensiones y ambigüedades históricas en que se debatía la formación filosófica argentina a partir de los años 30, y que se expresó, en el discurso de Romero, mediante una paradoja que aquella descripción no parecía poder disolver. En efecto, por un lado, Francisco Romero creía que “la historia de la filosofía atestigua en cada uno de sus instantes la continuidad y articulación del pensamiento filosófico, que hasta en sus grandes recodos e inflexiones cuenta con las adquisiciones sucesivas y en ellas se apoya para perfeccionarlas y aun para contradecirlas”. De allí que “la labor filosófica actual [en Iberoamérica, a la que refiere la categoría de “normalidad”] se considerará inserta en la línea del desarrollo multisecular del pensamiento; no como un salto, sino como un progreso, cuando en verdad lo sea” (Romero, F. 1944, 127-128). Sin embargo, por el otro lado, a pesar de este marco de inteligibilidad controlado por una concepción continuista de la evolución disciplinar, la situación presente descripta como normalidad parece transgredir a cada paso sus propias convicciones historiográficas, al verse desbordada por las marcas desconcertantes de la novedad: aun cuando Romero habría esperado una evolución gradual, una sucesión acumulativa, su percepción acaba siendo trastocada por una impresión disruptiva11.

Esta posición flotante de la normalidad entre continuidad y novedad (cantidad y cualidad, previsión y sorpresa, causalismo y contingencia) puede ser analizada a partir de ciertas relaciones que pueden establecerse entre la categoría de “normalidad” y la de “fundadores”. Como es bien sabido, este último término, también descriptivo, refiere al grupo de pensadores “insignes” que, inscriptos mayormente en el pasaje del positivismo al antipositivismo, representan “la aparición de la verdadera y activa conciencia filosófica” en nuestros países (1952, 14). En este sentido, al menos intuitivamente, es esta noción la que estaría llamada a mentar la novedad, la irrupción histórica que inaugura un nuevo régimen de continuidad (el progreso de la filosofía)12. Sin embargo, tampoco eso parece poder afirmarse en términos absolutos, ya que Romero la piensa como una segunda etapa en la que la “faena creadora”, la “reelaboración personal de las ideas” y la “consagración de marcado tinte vocacional” supera la práctica meramente escolar e imitativa de una primera etapa de la filosofía en Iberoamérica, que habría corrido desde las independencias nacionales hasta las postrimerías del siglo XIX13. Pero lo que sí Romero parece querer asentar de forma taxativa es que el momento de los “fundadores” fue una condición de posibilidad del momento siguiente, el de la “normalidad”, en la medida en que este no es, en principio, sino la consolidación y consagración de lo abierto en aquel. Desde este punto de vista, la normalidad no parece implicar novedad respecto de su pasado inmediato14.

Por su parte, si atendemos por un instante al contenido concreto, a los “hechos” que verifica la categoría de normalidad, comprobaremos que ninguno de ellos puede ser considerado una nota exclusiva del presente vivo percibido por Francisco Romero, salvo por su número y frecuencia. La creación de cátedras universitarias dedicadas a la filosofía, la publicación de libros y revistas especializados, la fundación de instituciones y sociedades filosóficas, el arraigo y difusión de las escuelas europeas, la presencia de un público interesado, la organización de conferencias y reuniones, la divulgación filosófica en la prensa periódica, la formación de especialistas en la disciplina y su asistencia a congresos académicos son algunos de los datos exteriores que validan la tesis de la normalidad filosófica15. Sin embargo, la mayoría de esos fenómenos, sino todos, tienen antecedentes más o menos remotos, y Romero es perfectamente consciente de ello, por lo que, en una primera instancia, la especificidad de la normalidad filosófica se postula en términos estrictamente cuantitativos, apelando a términos como “intensidad”, “ampliación” y “aumento” para referir a la mayor frecuencia y número de esos fenómenos en su actualidad16. El progreso de la filosofía detectado en la noción de normalidad no parece poder escapar, entonces, a una reproducción meramente acumulativa de sí misma.

Y sin embargo, por debajo de la simple diferencia cuantitativa entre la normalidad y la fundación, podemos encontrar en las caracterizaciones de Romero algunas pocas cualidades en relación a las cuales la normalidad se constituye como lo otro de los fundadores. Estos, en efecto, son objeto de una caracterización no solo especial, sino insistente, que desnuda precisamente su excepcionalidad: el aislamiento, la incomunicación, la soledad, el autodidactismo, la voluntad vocacional heroica, el compromiso social y la envergadura moral son rasgos que distinguen a la generación de los “insignes” y que, en conjunto, esbozan un cuadro respecto del cual la normalidad se piensa en oposición. Esta, antes bien, significa la apertura de un entramado de cooperación y comunicación en el que las figuras sobresalientes, los varones ilustres, tienden a diluirse en el trabajo conjunto, en el profesionalismo, la planificación, la consagración exclusiva y la formación sistemática17. Estos elementos, en suma, acaban por dar un aspecto diferencial, una calidad diferente a la normalidad, que se acaba expresando en nociones como “método”, “sistematicidad” u “organización”18.

Sin embargo, en última instancia, la novedad cualitativa de la normalidad no parece sobrepasar la dimensión de la cantidad, en la medida en que ella no es pensada sino como el pasaje de lo extraordinario (los fundadores) a lo ordinario (el trabajo, que no es “lujo o fiesta”); la simple regularización de lo excepcional. “Tampoco debe entenderse que la filosofía y la ciencia sean una novedad absoluta en nuestros países, pues han sido cultivadas, y en ocasiones con notable éxito, desde antiguo; lo que constituye una novedad es la atención amplia que suscitan y su incorporación como actividades ordinarias a la común vida del espíritu (Romero, F. 1952, 62).

Como se ve, la paradoja de la novedad parece resolverse al precio de escindir el contenido de la forma: lo nuevo no es la filosofía misma, sino su normalidad, ampliación y regularidad. Los hechos filosóficos que designa “normalidad” (el contenido de la categoría) son muy viejos y persisten en la escalada reproductiva de un progreso necesario, previsible, auto-regulado. La novedad radica en su actual articulación (“sistema”, “organización”); pero ella, en principio, consiste simplemente en la regularidad de lo excepcional. Esta licuación del asunto, sin embargo, no hace sino reconducirnos a un problema más fundamental. ¿Cuáles son las condiciones bajo las cuales una acumulación de hechos “filosóficos” arrojan una normalidad? ¿En qué punto del progreso, con qué cantidad tenemos “una actividad ordinaria”? ¿Cuándo la agregación filosófica realiza un salto de etapa, de modo que Romero crea poder percibirse inserto en una situación disciplinar diferente? ¿Cuántos hechos es necesario acumular para que una multiplicidad fenoménica se vuelva una novedad?

3. La “normalidad” como tropo

 

Para explicar cómo una diversidad de hechos viejos pueda ser articulada de modo de conformar una novedad histórica, es necesario dar cuenta de la manera como esos hechos dispersos integran una unidad inédita vinculada con el momento novedoso. En efecto, aun cuando se postule que esos hechos constituían, de algún modo, una unidad antes de la novedad, para que ellos puedan significar una novedad, está claro que su articulación unitaria debe ser modificada, ya que si no, su entidad seguiría siendo la misma de antes, y no habría novedad alguna. Por eso es que sería un error tomar el camino más sencillo de suponer que la unidad de los hechos que describe la categoría de “normalidad” está dada por la razón de ser todos ellos “filosóficos”. Precisamente, como aclaraba el propio Romero, no es la filosofía lo nuevo de la normalidad; y las obras y las publicaciones, los congresos y las cátedras, las asociaciones y colegios y los especialistas y autores son tan filosóficos ahora como antes. Por su parte, el adjetivo “filosófico” se aplica en cada caso en sentidos distintos (literario, académico, gremial y disciplinar, respectivamente) vinculados entre ellos por relaciones de mera analogía (al modo aristotélico). Entonces, siendo que no es la filosofía misma la que permite integrar esos fenómenos en una nueva unidad, ¿cómo pudo Romero percibirlos como novedad?

Ciertas expresiones que como espontáneamente se vienen al teclado de la máquina al escribir de este tema, dicen más en su concisión de fórmulas que largos y circunstanciados desarrollos; expresiones como clima filosófico, vida filosófica, conciencia filosófica, designan una disposición actual de nuestra cultura y nombran lo que acaso constituye en ella la dimensión más reciente, la novedad más fresca y prometedora (Romero, F. 1944, 129).

 

La apelación de Romero a esas expresiones y otras equivalentes no es nada excepcional, y su uso habitual no puede ser mejor definido que como en el pasaje recién citado: ellas “dicen más” que aquellos “largos y circunstanciados desarrollos” que resumen. Así, en el discurso de Romero, “vida filosófica”, “conciencia filosófica”, “preocupación filosófica”, “interés filosófico”, “vocación filosófica”, entre otros, funcionan como nombres que mientan de una sola vez, con la singularidad de una designación única y actual, aquella multiplicidad empírica constatada por “normalidad”19. Ellos nombran los hechos filosóficos, en tanto que nuevos, como una unidad. Pero si ese acto de nominación es en definitiva lo que permite que en esa unidad se descubra lo nuevo, podemos interpretar la operación discursiva de Romero como un giro retórico dominado por la figura crucial de la catacresis; es decir, por aquel desplazamiento tropológico que altera o amplía el significado de una palabra (“vida”, “conciencia”, “preocupación”) para designar una realidad que carece de nombre especial (la normalidad). Lo interesante en este caso es que esa misma realidad es constituida por el acto concreto de la nominación, ya que solo a través del nombre se torna referenciable un múltiple disperso como un hecho real nuevo. El acto de nominación exhibe, en el uso particular del nombre, un carácter performativo por el que algo es instituido en la trama social de la lengua. Por supuesto, este efecto performativo no puede ser confundido con ninguna carga prescriptiva en la categoría: él no dice que debe haber “vida filosófica”, sino que efectivamente hay tal cosa. Antes bien, el movimiento de poner nombre a lo descripto, lo instituye como realidad objetiva a la que se puede mentar y comunicar. El nombre hace perceptible a la cosa; la cosa aparece como un fenómeno nuevo a través de su nombre (“...expresiones… nombran lo que acaso constituye… la novedad...”).

En la catacresis existe una suerte de círculo solidario entre el acto de nominación y el carácter novedoso de la situación descripta. Efectivamente, es propio de lo nuevo carecer de nombre y, por lo tanto, su emergencia –que solamente es posible a través del nombre- requiere de un cierto vacío sémico que demande una vieja palabra para designarlo. Es decir que lo nuevo debe darse previamente bajo el modo de la ausencia (o de la espera), y ella, por supuesto, no puede aparecer positivamente, sino a través de un horizonte, una trama o un espacio en donde falta20 y donde ganaría un sentido vacante que solo se volverá pensable a través de la metáfora erigida por el nombre y su significado primitivo (es decir que el ser de lo nuevo mantendrá cierta analogía con respecto al sentido previo del término que lo designa).

Ese suelo común de articulación, ese espacio de significación dentro del cual una cierta unidad coherente puede ser prefigurada por analogía metafórica con el nombre –esa “disposición actual”- será, para el caso de nuestra filosofía, como dice el pasaje, “la cultura”. En ella la diversidad de hechos filosóficos puede ser integrada en una nueva coordinación, un nuevo sentido que espera ser nombrado para volverse real, para tener eficacia, para designar algo. Así, aquellos viejos hechos filosóficos se vuelven, antes que nada, súbitamente en su integración nominal, eventos culturales, y su carácter filosófico gana una renovada relevancia en tanto que inscriptos dentro de un horizonte que los excede y que los define en primer lugar como cultura. Antes de la normalidad, esos hechos eran “raros”, “pobres”, “inconscientes”, “escolares”; ahora, inscriptos dentro del organismo de la cultura, ganan “vida”, “conciencia”, “interés”, “esfuerzo”, “ambiente”. Por tanto, solo en tanto esos hechos se mancomunan dentro del orden de la cultura, pueden constituir una novedad; los viejos hechos filosóficos son un nuevo hecho cultural, y las fórmulas catacréticas nombran precisamente su unidad como novedad cultural21. Pero, ¿cuál sería el sentido preciso atribuido a los hechos filosóficos por su dimensión cultural, de modo tal que aparezcan como una novedad? ¿Cuál sería el significado cultural de la nueva situación?

Es en este punto donde la categoría de “normalidad” interviene para cumplir un rol discursivo especial, ya que ella, a diferencia del resto de los nombres, no designa meramente el carácter cultural de los hechos filosóficos, sino más específicamente la propia relación que la unidad de esos hechos guarda con la cultura, precisando el significado de esa novedad. “Veamos lo que entendemos por ‘normalidad filosófica’ en este caso. Ante todo, el ejercicio de la filosofía como función ordinaria de cultura, al lado de las otras ocupaciones de la inteligencia” (Romero, F. 1944, 126)22.

‘Normalidad’ es el único nombre dado a la nueva situación que pretende ostentar algún tipo de definición, lo que parecería acercarlo al nivel del concepto. Además, la palabra ‘normalidad’ –a diferencia de “vida”, “conciencia”, “interés”, y los demás- puede ser vista como una suerte de neologismo o al menos como un término de carácter formal que carece de un contenido propio, por lo que su función catacrética parece fallar, ya que no habría un sentido primitivo respecto del cual volver análogo al sentido derivado. Estas indicaciones sugieren que el efecto retórico de la catacresis operada por los anteriores nombres quedaría neutralizado por la racionalidad contenida en la categoría. De esa forma, la nueva situación descripta ya no dependería de la caprichosa articulación de una multiplicidad empírica a manos de una ampliación metafórica de significados como ‘vida’, ‘interés’ o ‘conciencia’, sino del control conceptual logrado con una definición consciente: la filosofía es -ahora- una función normal u ordinaria de la cultura, y a eso se lo llama ‘normalidad’. Sin embargo, ¿qué significa ello? ¿Qué define esta determinación conceptual de la filosofía como función? Analizaré tres contextos típicos en la obra de Romero vinculados a la idea de normalidad.

El primero se desarrolla como la primera capa semántica de la categoría; aquella en la que la filosofía se mide a sí misma:

[Entendemos a la normalidad filosófica] no ya como la meditación o creación de unos pocos entendimientos conscientes de la indiferencia circundante; tampoco, por lo mismo, como la actividad exclusiva de unos cuantos hombres dotados de una vocación capaz de mantenerse firme a pesar de todo. Como cualquier oficio teórico, la filosofía permite y aun requiere el aporte de mentes no extraordinarias: basta el indispensable sentido para estos problemas, la seriedad, la información, la disciplina (Romero, F. 1944, 126).

 

Así, en primera instancia, lo normal de la filosofía tiene que ver con la propia expansión  interna’ de la actividad, con el hecho de que es cada vez más frecuente encontrar personas aplicadas a su ejercicio, de acuerdo a una dinámica propia (el sentido para sus problemas, la información, la disciplina). Según este pasaje –y muchos otros que van en su misma dirección-, la filosofía es una función normal, porque aparece como una práctica cultural corriente, a diferencia de épocas pasadas, donde su ejercicio era excepcional. Como se ve, este primer nivel de la categoría no hace más que mentar la dimensión meramente cuantitativa de la evolución filosófica que trabajé en el anterior apartado. Lo importante ahora es retener que el punto de referencia a partir del cual se determina la nueva situación normal de la filosofía se da respecto de sí misma, en su propia “interioridad”: “normalidad filosófica” significa que en el espacio simbólico demarcado por la filosofía, ahora hay muchos más filósofos que antes.

En una segunda instancia, la categoría mide a la filosofía en relación con su “exterior”. Así, en un pasaje donde Romero intenta justificar su enfoque historiográfico volcado más a los hechos concretos que a los contenidos ideales del pensamiento, se dice:

No se trata de aislar un fragmento de historia filosófica y de analizarlo en su desenvolvimiento, en cuanto pura marcha de ideas, sino más bien de describir el proceso de la aparición o incorporación de la dimensión filosófica en la vida nacional. Antes del Positivismo no hubo filosofía entre nosotros, en cuanto función social, en cuanto preocupación intelectual generalizada. Me interesaba, por lo tanto, mostrar los pasos de la actividad filosófica desde su genuina aparición hasta su consolidación, y para hacerlo hubiera resultado inapropiado limitarme a los meros contenidos de pensamiento, porque, de atenerme a ellos, hubiera dibujado una imagen muy pobre y sobremanera falsa del esfuerzo realizado (Romero, F. 1952, 56).

 

Aquí, la filosofía ya no aparece referenciada a sí misma, sino a una totalidad mayor que la engloba y dentro de la cual  aparece o “se incorpora”. Dentro de esa totalidad, la filosofía no ocupa un lugar por su contenido ideal específico (el pensamiento, del que surgiría “una imagen muy pobre”), sino por aquello que comparte con el “afuera”: la dimensión fáctica (los hechos, que muestran “el esfuerzo realizado”), de modo que el anclaje concreto de la filosofía en el medio que le da sentido es más bien de orden material. La  vida nacional, el “nosotros” (los argentinos, los iberoamericanos), en última instancia, la cultura local como horizonte de integración de los hechos filosóficos en una unidad nueva, determinan, por el tipo de relación que mantienen con la filosofía, el tipo de función que ella cumple en su normalidad: una función social, mediante la cual ella se recorta en una totalidad también social. Así, lo normal de la filosofía radica en este contexto en la natural formación (“genuina aparición”) y la integración orgánica (“consolidación”) de un determinado colectivo de agentes sociales en un medio social previo, al interior del cual está llamado a cumplir un rol específico. Más allá de cuál pueda ser ese rol y su importancia, la normalidad define la legitimidad que la filosofía como práctica social y concreta adquiere en el contexto en el que se inserta. Y esa legitimidad brota, en primera instancia, de la naturaleza común que la filosofía normal comparte con su medio. Por eso, cuando en 1934 Romero tenía la expectativa de que la filosofía deviniera “trabajo, y no […] lujo o fiesta”, lo que esas palabras expresaban no era tanto –como ha sido la interpretación más habitual- un modelo disciplinar academicista, represivo y normativo (aunque algo de ello puede haber también), sino ante todo una justificación social para la filosofía dentro de una sociedad modernizada, esto es, instaurarla como un colectivo de actores civiles que produjera también, y no que solamente consumiese. De allí que un vocabulario “pragmático” (“ejercicio”, “actividad”, “práctica”, “esfuerzo”, “interés”, etc.) domine el discurso de Romero al momento de calificar a la filosofía normal, a pesar de todas las herencias espiritualistas de su pensamiento. Con este movimiento argumentativo, ya puede vislumbrarse el incipiente paso de la dimensión cuantitativa a la cualitativa, tal como fue estudiada en el anterior apartado: la “organización”, lo “metódico” de la filosofía normal radica en primer lugar en la coordinación de un grupo concreto cuya existencia como tal se debe a la misión social de hacer positivamente “filosofía”, sea lo que fuere que eso signifique ¿Pero qué hay de ese grupo así constituido? ¿Qué son esos actores sociales?

Veamos finalmente el tercer argumento típico en el que aparece la noción de normalidad, donde la filosofía ya no se mide por la “totalidad” en que se integra, sino por las otras “partes” a las que se acomoda para ingresar en esa totalidad:

Nuestra cultura había preferido hasta ahora los estudios de índole literaria e histórica; histórica y literaria parecía ser, conjuntamente, la vocación de la inteligencia iberoamericana. Pero hubiera significado error -ahora se ve bien claro- atribuir a esas preferencias alcance de cosa temperamental o vocacional. Eran etapas, no en el sentido de escalones que deben y pueden dejarse atrás, sino en el de actividades en sí importantísimas y permanentes, que temporalmente ocupan todo el horizonte del interés intelectual, pero que deben ceder, llegada la ocasión propicia, su carácter de modos exclusivos de indagación y creación, dejando que a su lado broten y proliferen otros intereses de incubación más lenta y tardía. Estos intereses, en primer lugar los científicos y filosóficos, aparecen en nuestros días, no ya como singular destino y ocupación de unos pocos, sino como amplia tarea común, como fines normales del trabajo intelectual […] (Romero, F. 1957, 9-10).

 

Enhorabuena, el marco de comprensión en el que se referencia lo normal de la filosofía ya no es lo “mismo” (la propia filosofía), ni el “afuera” (el medio social), sino lo “otro” (las demás funciones específicas que conforman la sociedad). Con este elemento, aparece la única condición que puede garantizar un salto de cualidad en la acumulación del progreso cuantitativo de la filosofía: su diferencia. Llegados a este punto, podemos advertir que lo normal de la filosofía consiste, en su instancia más radical, en poder articular los límites de una identidad que no halla su esencia en la interioridad de su propio ser (compuesto, como vimos, de una agregación fragmentaria de hechos viejos), sino en la distancia simbólica que pueda trazar en relación a aquello que no es. La filosofía no es literatura, no es historia, a pesar de ser, como ellas, cultura, sociedad. Es decir que, dentro de la propia materialidad social que permite su integración en la totalidad que la abarca, la filosofía normal debe poder obturar la tendencia a su disolución. Si la legitimidad de la filosofía no radicaba en su contenido específico, sino en lo que la hace igual a la totalidad (la dimensión social), ¿cómo puede evitar ser absorbida por lo que ya es esa totalidad? La filosofía normal, por tanto, es aquella que gana reconocimiento por parte de las otras esferas sociales, de modo que el colectivo humano que la encarna pueda distinguirse de los otros grupos con los que interactúa y compite. De tal modo, la verdadera novedad mentada por la categoría de “normalidad” reside en la inauguración absoluta de una identidad colectiva con la que ciertos actores sociales pueden definirse plenamente como “filósofos”, no solamente en la intimidad clausa de su conciencia vocacional, sino especialmente en la trama social del sentido que comparten con sus compatriotas, quienes pueden ahora reconocerlos como productores c(u)alificados. Mismidad y otredad, identidad y diferencia, continuidad y discontinuidad, legitimidad y reconocimiento son el anverso y reverso del acontecer por el que una nueva entidad surge como novedad histórica, impacta en la percepción de los involucrados y reclama su nombre.

Vemos entonces que la categoría de “normalidad” logra una articulación coherente de la cantidad, la unidad y la diferencia, en un ente colectivo que crece, se legitima en la cultura y alcanza reconocimiento. De esta forma, se comprueba que ella, lejos de anular el efecto catacrético de aquellos nombres de la filosofía, lo vuelve operativo, porque solamente con esas tres condiciones es posible nombrar la “novedad más fresca y prometedora”, que es precisamente lo que hacían “vida”, “interés”, “conciencia”, y los demás, al hacerse cargo, a través de una ampliación analógica del significado, de una falta en la cultura local. “Normalidad” resignifica ese hueco simbólico como una id-entidad social específica que, como tal, puede “vivir”, “interesarse” y “ser consciente”.

4. Conclusión

 

Sin dudas, las conclusiones que pueden extraerse de los análisis previos apuntan necesariamente a la dimensión semiológica del movimiento, estudiado repetidas veces, relativo a la diferenciación del campo intelectual a partir de comienzos del siglo XX, y la tendencia a la especialización a que el mismo dio lugar, como fenómenos integrados al proceso de modernización de las sociedades latinoamericanas23. Como ingrediente de ese movimiento, la intervención de Romero puede parecer un eco tardío y desfasado en un medio filosófico que ya para los años 40 trabajaba bajo formas y prácticas disciplinares bastante consolidadas. Sin embargo, el carácter descriptivo sobre el que he hecho hincapié sugiere que la categoría de “normalidad” funcionó como el signo en el que han sedimentado los imaginarios, representaciones y expectativas que precisamente se generaron en aquel proceso de diferenciación, tal como se dio para el caso de la filosofía durante el combate contra el positivismo, que ganó protagonismo con la Reforma Universitaria, y que determinaron la autocomprensión del campo filosófico argentino por más de treinta años24. Siguiendo esta línea de reflexión, creo que es posible, haciendo un uso un poco salvaje de la semántica de los tiempos históricos, tomar a “normalidad filosófica” como un concepto social, en el sentido en que lo entiende Reinhart Koselleck. Para este autor, una palabra alcanza un rango conceptual histórico cuando reúne, por un lado, “un nivel de generalidad concreta” en que una identidad colectiva particular (un “nosotros”) obtiene un uso generalizable (“nación”, “clase”, “iglesia”), y, por el otro, una polisemia irreductible que es puesta en juego toda entera con cada uso concreto del concepto (“Estado” significa siempre a la vez “territorio”, “poder”, “población”, “legislación”, etc.). Lo interesante es que ese conjunto de significaciones que actualiza el concepto –y por el que una realidad histórica compleja puede ser experimentada- ostenta una estructura temporal estratificada en que se ordenan los diversos elementos semánticos de acuerdo a las dimensiones de la permanencia, el cambio y la novedad, según el ritmo (diacronía) con que las distintas capas de sentido fueron sedimentando históricamente en el concepto. Esta estratificación temporal da lugar a lo que Koselleck llama “la contemporaneidad de lo incontemporáneo”, es decir, la superposición de significaciones inscriptas en distintas instancias de la diacronía, procedentes de diversas realidades estructurales y acontecimentales, y cuyo ensamblaje da lugar al espesor histórico de la experiencia designada por el concepto. Desde un punto de vista sincrónico –que es, en definitiva, el que hemos adoptado para estudiar la categoría de “normalidad”-, tal estructura temporal se da bajo la forma de una interdependencia compleja entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa, entendidos como la incrustación formal en el concepto de dos dimensiones antropológicas (la experiencia y la espera) que expresan la tensión interna entre el pasado y el futuro en toda vivencia de la dinámica histórica. El concepto retiene a su manera esa tensión y permite articular el modo como cada una reenvía a la otra25.

La trama histórica condensada por “normalidad” puede ser entendida como la intersección entre las herencias simbólicas recibidas de aquellos que “forjaron” la identidad filosófica que comparten Romero y sus colegas, y las “promesas” que ese legado permite diseñar al correr de la propia experiencia. Esa conexión entre pasado y futuro es tema de investigaciones más amplias que no cabe aquí exponer. Sin embargo, es objeto de una formulación sintética en la propia letra de Romero:

El tema del papel de Alejandro Korn [símbolo de la pasada “fundación” filosófica en la Argentina] en nuestra filosofía habrá que desdoblarlo en dos cuestiones separadas y de muy diferente planteo. Una de estas cuestiones tiene que ver con lo que en nuestro presente prolonga el pasado próximo, acaso con lo que en él es pasado ya; la otra, con nuestro futuro, y un poco también con nuestro presente visto al trasluz, como anticipación o prefiguración del porvenir (Romero, F. 1947, 236).

            Pasado y futuro se hacen presentes bajo la herencia de lo “in-signe”.

Notas

1 Licenciado en Filosofía y docente de Pensamiento Argentino y Latinoamericano en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Trabaja en su tesis de doctorado sobre “La formación discursiva del campo filosófico argentino (1910-1950)”. <maurodonnamora@hotmail.com>

2 No entenderé por literalidad al sentido “propio” que resulta de la coincidencia inmediata y transparente entre el contenido proposicional de un significado puro y el ámbito prístino y racional de la referencia (como cuando la palabra “perro” indica a la clase de los perros). En este trabajo, “literalidad” no se piensa por oposición a “sentido translaticio”. Antes bien, la “literalidad” es tomada solo como una primera capa de la dimensión retórica del lenguaje; aquella en que el enunciado particular constituye un referente determinado mediante la fijación de un primer sentido, designando –aunque de manera siempre parcial y precaria- un “objeto” en la trama social del lenguaje. Así, cuando hablamos de “la boca del Riachuelo”, el sentido literal de la palabra “boca” no refiere a una zona del cuerpo humano, ni tampoco a una abertura en sentido estricto, sino a un accidente geográfico. El sentido literal es lo que el enunciado particular dice ante todo en el uso concreto de la lengua y, por tanto, depende del contexto y la superficie discursiva en que se da la enunciación, y no de una red de significación a priori.

3 “Los estudios filosóficos crecen y prosperan en Iberoamérica; tal auge es uno de los hechos, hoy por hoy, más considerables y prometedores en el área de la cultura de estos países” (Romero, F. 1957, 9). Este y otros innúmeros pasajes dan cuenta de que, más allá de la valoración que hace Romero de la normalidad, la situación presente que describe ocupa el lugar de una constatación empírica actual (“...es uno de los hechos, hoy por hoy…”).

4 En verdad, este uso descriptivo se consolidaría a partir del año 1941, momento desde el cual “normalidad” comenzaría a ser utilizada con cierta regularidad. Su primera aparición de que tengo registro data de 1929 (Romero, F. 1947, 200). Allí, su uso tiene un carácter fuertemente prescriptivo (“Hay que dar a estos estudios la normalidad...”), que gana sentido en un contexto que denuncia con claridad una falta (“...nuestra necesidad más urgente sigue siendo la de la información”). Por eso, este pasaje significa la única excepción tajante a su postulada función descriptiva, que puede no obstante ser minimizada por su carácter temprano y por su poca centralidad dentro del argumento general en que opera. En 1934, su posición empieza a ser ambigua, ya que no hay certeza sobre la falta (“...lo que acaso falta todavía entre nosotros...”) y explícitamente se la vincula con un contenido de realidad (el “interés muy real”). Es necesario apuntar otra intervención más (CLES. 1953, 12-17), de 1940, en que, si bien la categoría no es utilizada, los contenidos que describirá posteriormente de modo más habitual son registrados aquí en parte como realidades (descripción) y en parte como condiciones, tareas y carencias que el Colegio Libre y la Cátedra Alejandro Korn deben atender para fomentar la filosofía en Argentina (prescripción, proposición). Desde entonces en adelante, por regla general, “normalidad” ostentará el uso descriptivo señalado.

5 Solamente sobre la base de la dimensión histórica que habilita el nombre, y como un segundo momento de racionalización, pudo la noción de “normalidad” adquirir, dentro del argumento romeriano, una función historiográfica, designando una tercera etapa en la evolución de la filosofía local. Véase: Romero, F. 1957, 13-15. Sin embargo, esta tercera etapa no fue comprendida por Romero, sino de modo muy derivado, como una instancia dialéctica inserta dentro de un proyecto teleológicamente determinado al interior del cual cumpliera una función específica, como lo sugirió Francisco Miró Quesada (1974, 121-127 y, especialmente, 141-144); ni tampoco como una “tipificación” del “nivel” que alcanza la filosofía en su actualidad y de su “característica más relevante” (Ossandon, C. 1982, especialmente 92-93 y 103-105), sino lisa y llanamente como una situación concreta, particular y contingente que el propio Romero creía estar viviendo.

6 Variantes de esta lectura puede verse en el ya mencionado Miró Quesada (1974, 45-53, 121-127 y 141-144) y en Leopoldo Zea (AAVV. 1983, 171-181, especialmente 176-181), quien concibe a la normalidad como la postulación de ciertas “exigencias” o “requisitos” de una profesionalidad en que ciertas condiciones técnicas (un “saber hacer”), replicables en todo tiempo y lugar, podrían generar una filosofía auténtica en el futuro.

7 Variantes de esta lectura pueden verse en: Horacio Cerutti Guldberg (1986, 86-99) y Raúl Fornet-Betancourt (2000).

8 Véase: Roig, A. 1993, 31, 32 y 34.Puede hallarse un antecedente en Augusto Salazar Bondy(1968, 26), pero allí “normalización” no parece tener un impacto inmediato en el significado de la categoría.

9 El carácter descriptivo ha sido explícitamente advertido por Dante Ramaglia (2007, 65-72), lo que no impidió que su interpretación acabara acomodándose en la línea prescriptivista. En efecto, por una parte, considera que las categorías de “fundadores” y de “normalización”, aun como criterios historiográficos de periodización, ostentan no solamente un carácter descriptivo, sino también evaluativo y normativo. Sin embargo, reconoce que “las pautas” fijadas por ellas permanecen “a veces implícitas”, y, por tanto, su propia “crítica” se dirige a los “presupuestos” en que se basa la normalidad. En suma, a pesar de los recaudos y la fidelidad a la letra romeriana (por la que excluye al elemento normativo de la literalidad de “normalidad”), la posición de Ramaglia necesita sobredimensionar esa capa larvada de la categoría a los efectos de poner en cuestión el modelo filosófico implícito en el discurso de Romero. Véase también: Ramaglia, D. 2010, 16.

10 Antes bien, mediante la idea de “normalidad”, Romero no prescribe normas, sino que, entre otros hechos, describe las condiciones a partir de las cuales cierta normatividad se establece efectivamente. Esas condiciones son las que él percibe como una realidad presente, y celebra: “[La normalidad va originando] lo que podríamos denominar el ‘clima filosófico’, una especie de opinión pública especializada que obra y obrará cada vez más, y según los casos, como estímulo y como represión, como impulso y como freno: esto es, como una vaga e indeterminada sanción continua que antes y después de los juicios expresos de la crítica, corrigiendo lo que hubiera en éstos de partidismo y apreciación individual, promoverá calladamente ciertas cosas, impedirá o dificultará otras, distinguirá planos y establecerá jerarquías” (Romero, F. 1944, 126-127).

11 Además de los pasajes donde Romero atribuye explícitamente un carácter novedoso a la normalidad –y que citaremos más adelante- debe tenerse en cuenta algunas expresiones en que cierta fuerza disruptiva ligada a la vivencia de la normalidad asoma en el discurso de Romero; por ejemplo, cuando la define como “una de las sorpresas de estos últimos años” (Romero, F. 1944, 123) o la califica como un hecho prometedor (Romero, F. 1944, 129; 1957, 9). Evidentemente, esas expresiones que confrontan expectativas con incertidumbres, denuncian la presencia de lo contingente y conservan una carga que solo trabajosamente se concilia con una experiencia gradualista del tiempo histórico.

12 "Con este grupo ilustre [el de los fundadores] ocurre un hecho importantísimo y decisivo: el verdadero ingreso de la filosofía en Iberoamérica y de Iberoamérica en la filosofía” (Romero, F. 1957, 13).

13 Véase: Romero (1957, 11-13). Como indica Arturo Ardao (1987, 89-93, especialmente 90), para Romero, los fundadores no lo eran en sentido radical, ya que “en el fondo, concebía a aquellos ‘patriarcas’ [...] sólo como los fundadores de la lograda normalidad, o, en otras palabras, de lo que era su personal presente filosófico”, pero no de la filosofía latinoamericana en cuanto tal.

14 "Si la filosofía es ahora tarea natural y aun habitual entre nosotros; […] si, en pocas palabras, ha comenzado nuestra colonización del territorio filosófico -es porque tenemos a nuestra espalda la generación insigne de los fundadores” (Romero, F. 1957, 14); “[...] ‘los fundadores’, esto es, los que fueron comienzo y raíz de los movimientos actuales en nuestros países [...]” (1952, 64); “Esta intensificación en nuestros días de la faena filosófica en el orbe iberoamericano debe mucho a una línea de admirables pensadores que han preparado el terreno, haciendo posibles las presentes cosechas iniciales” (Romero, F. 1952, 71).

15 Véase: Romero, F. 1952, 15-17 y 52-56; 1944, 123-134; 1947, 239-241.

16 “Ha de señalarse ante todo la distinta calidad de la actual proyección hacia la filosofía, comparada con la de otras épocas. En tiempos distantes se ha filosofado sin duda en la América de habla española y portuguesa, pero sin que ello atestiguase un interés notable por la intensidad ni por la extensión” (Romero, F. 1944, 124). Este pasaje es interesante en la medida en que Romero, al mismo tiempo que reconoce la condición filosófica de épocas pretéritas, atribuye al período de la normalidad una “distinta calidad” que, sin embargo, se resuelve en términos cuantitativos (“intensidad”, “extensión”). Además, “En casi todos los países de Iberoamérica, el movimiento filosófico durante los últimos cincuenta años ha sido considerable y va en visible aumento [...]” (1952, 68) “[...] en la tercera etapa, en la presente, el interés filosófico se amplía, se difunde y se organiza” (1957, 13). “Esta intensificación en nuestros días de la faena filosófica en el orbe iberoamericano” (1952, 71).

17 “Contra lo sucedido hasta hace poco, cuando toda formación seria debía buscarse fuera del aula, y el interesado corría todos los peligros que acechan al autodidacto, comienza a ser posible una adecuada formación escolar [...]. Y los que se dedican a estos estudios se conocen y buscan la relación, practican un intercambio cada vez más activo. De este modo se van dando las condiciones externas favorables para una producción intensa y continuada, con la conciencia de participar en un trabajo solidario y conexo; la filosofía deja de ser vista como propensión arbitraria, caprichosa, y se aprovechan vocaciones, puesto que para profesarla con asiduidad no es ya indispensable el temple excepcional de los varones de la tanda anterior” (Romero, F. 1944, 125-126).

18 Véase: Romero, F. 1952, 13-14, 63-64, 68-70; 1957, 12-15.

19 “Con todo esto nos aproximamos a la organización y coordinación de la vida filosófica en nuestro ámbito” (Romero, F. 1944,129). “En algunos, la preocupación filosófica encarna de momento en unos pocos estudiosos, aunque es presumible, por varios síntomas, un incremento a corto plazo” (1944, 123). “Tras esta reacción contra el Positivismo, el interés filosófico se amplía, gana en hondura y continuidad y, podría decirse, se normaliza [...]” (1952, 11). “El esfuerzo filosófico se ha normalizado [...]” (1957, 14). “Los restantes prohombres cuyo aporte es capital en la organización de nuestra presente conciencia filosófica [...]” (1952, 65). “La vena filosófica aflora por todas partes [...]” (1944, 130).

20 “[...] lo que acaso falta todavía entre nosotros [...]”, decía Romero respecto de la normalidad en 1934, según consta en el pasaje citado en primer turno.

21 "El momento presente marca el ingreso de la preocupación filosófica en el común cauce cultural” (Romero, F. 1944, 125).

22 También: “[...]lo que puede denominarse ‘la normalidad filosófica’, esto es, la incorporación de esta actividad a las demás que ejerce la comunidad, como función seguida y normal” (Romero, F. 1952, 52).

23 Algunos trabajos clásicos sobre el tema son Altamirano y Sarlo (1997, 161-200) y Ramos (1989). Para el caso especial de la filosofía, véase Rossi (1997) y Ramaglia (2010).

24 Sobre la formación de una identidad social vinculada con la filosofía en el discurso antipositivista, puede verse Donnantuoni Moratto(2014).

25 Véase: Koselleck, R. 1990, especialmente, 105-117 y 307-329.

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