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Cuyo

versão On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.37 no.2 Mendoza dez. 2020  Epub 24-Dez-2020

 

Artículos

Reforma universitaria y escolástica de laboratorio: José Gabriel y la eugenesia puesta en cuestión. Argentina, década de 19201

University Reform and scholastic of laboratory: José Gabriel and the eugenics in question. Argentina, in the decade of the1920s

Gustavo Vallejo1 

1CONICET / Instituto de Salud Colectiva, Universidad Nacional de Lanús. Contacto: 1208gvallejo@gmail.com

Resumen

La Reforma universitaria, en su poliédrica complejidad suscitó diversos abordajes y alimentó constantemente la posibilidad de explorar nuevas aristas. Siendo uno de sus rasgos constitutivos la presencia de una nueva generación conformada por jóvenes que abrazaron el idealismo filosófico, trayectorias individuales de ese preciso universo aun encierran varias cuestiones por develar. Aquí nos abocamos a analizar trabajos de José Gabriel situados en el eje del pensamiento reformista, donde un fuerte cuestionamiento al positivismo deviene en la crítica a la naciente eugenesia, entendida como el producto de una forma de hacer ciencia con altos signos de hipocresía.

Palabras clave: Reforma Universitaria; José Gabriel; Positivismo; Eugenesia; Argentina

Abstract

The University Reform, in its multifaceted complexity, raised several approaches which fuelled constantly the possibility of exploring new edges. Being one of its constitutive features the presence of a new generation conformed by young people who embraced the philosophical idealism, individual trajectories of this precise universe still contain questions to unveil. In this sense, we will analyse here pieces of works written by José Gabriel which were located in the axis of reformist thought, and, where a strong review of Positivism became critique of emerging Eugenics, understood as the product of a way of doing science with high signs of hypocrisy.

Keywords: University Reform; José Gabriel; Positivism; Eugenics; Argentina

El reformista y el positivismo

Dentro de la vasta constelación de problemas que confluyeron en la Reforma Universitaria, un lugar relevante lo ocupan las repercusiones de la crisis civilizatoria en que quedó sumida Europa tras el estallido de la Gran Guerra. Si de ese estado de cosas podía interpretarse que los tradicionales modelos culturales habían sucumbido, una paralela interpelación al rol de la ciencia fue ocupando el centro de la escena. El drama europeo fue así asociado a una forma de conocimiento que, en su exagerada especialización, perdía de vista toda concepción totalizadora y humana del mundo, algo que Ortega y Gasset (1965) sintetizó refiriéndose a la “agresiva estupidez con la que se comporta un individuo cuando sabe demasiado de una cosa e ignora de raíz todas las demás” (p. 34).

Participando de esta línea de pensamiento que alertaba sobre los riesgos de una visión parcelada del conocimiento, los reformistas argentinos pronto comprendieron que un blanco de sus principales cuestionamientos estaba en la exactitud específica exaltada por el positivismo. Por lo tanto, asumir el desafío de trascender esa forma de producir saberes, implicaba desligarse del corsé que impedía que una amplia variedad de problemas fuera discutida desde perspectivas filosóficas capaces de explicar problemas generales y universales. Esto era lo que sostenía el nuevo sujeto social que irrumpió con la Reforma, el hombre de la “nueva generación”, en tanto idealizada figura cultural del joven culto y valiente, que desafiaba las injusticias con acciones emprendidas sin temor a sus consecuencias (Vallejo, 2018a). Por su impulso, el imperialismo anglosajón, la reproducción acrítica de modelos culturales extranjeros y el positivismo en el que era vista la confluencia de buena parte de los demás factores cuestionados, fueron asociados a una vetusta Universidad y a la “vieja generación” que ella cobijaba.

Dentro de este marco, nos detendremos a analizar las impugnaciones al positivismo, como también a su prolongación en novedosos saberes biomédicos, formuladas por José Gabriel, un emergente de la “nueva generación” desde los inicios de la Reforma Universitaria.

José Gabriel nació en Madrid en 1896 y llegó a Buenos Aires en 1905, donde pronto abandonaría sus apellidos López Buisán. Un largo silencio historiográfico siguió a su muerte producida en 1957, hasta que en este siglo su figura motivó distintos abordajes (Galasso, 2005, pp. 279-290 ; Tarcus, 2007, pp. 229-231 y Vallejo, 2014; 2018b), la reedición de textos en una selección que tuvo el estudio preliminar de Guillermo Korn (2015) y la integración a una galería de intelectuales de izquierda que se sumaron al peronismo (Korn, 2017). Recientemente fue redescubierto en España por su rol de cronista en la Guerra Civil (Barreiro, 2018).

Entre las diversas facetas que presenta la trayectoria de José Gabriel, los primeros rasgos de singularidad atribuidos aparecen ligados a su protagonismo en el Colegio Novecentista, constituido en 1917 en el más directo antecedente filosófico de la Reforma Universitaria (Del Mazo, 1941). Aún existen allí importantes cuestiones inexploradas sobre las cuales este trabajo busca echar luz, sosteniendo que de ellas devienen valores e ideas que, con diversos matices, alimentarán al discurso antipositivista que en gran medida animó al movimiento reformista.

Cabe señalar que en el positivismo confluían distintas vertientes que, remitiendo a August Comte y más a menudo a Herbert Spencer, compartían la constante invocación al paradigma biológico del que emanaba una visión organicista del mundo social. A ello se añadía la pretensión de validar todo razonamiento por el amparo de mediciones estadísticas que operaban proveyendo del soporte científico y la clausura de todo tipo de saber que desestimara su utilización. Particularmente, el objeto de crítica de José Gabriel fue el positivismo que se valió de la antropología física para retroalimentar un determinismo biológico que impregnó los contenidos de la naciente psicología y alcanzó su máxima expresión en el campo educativo. Al decir de José Gabriel, no era su interés atacar a los “siempre respetables” Comte o Émile Littré, sino a un “positivismo inepto”, “de tercera mano, atrasado y estéril” que gobernaba las mentes de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, desde donde cerraba el camino de la filosofía, y al hacerlo, impedía el advenimiento de la auténtica Universidad. Por eso, combatir ese positivismo llegó entenderlo como un hecho consustancial al inicio de la Reforma Universitaria (José Gabriel, 1930).

Bajo ese encuadre, José Gabriel se constituyó en un fervoroso polemista que confrontó con el rostro muy preciso que el “positivismo inepto” exhibió a través de la psicología experimental y, avanzando más aun, le puso nombre propio a ese saber, al asociarlo a una de sus figuras más emblemáticas como era Horacio Piñero. Más tarde, aquellos males que denunció en el positivismo los vio prolongar en la naciente eugenesia que, como la Reforma, tuvo en 1918 tuvo su primera Sociedad en la Argentina.

José Gabriel y La educación filosófica

Desde 1914, cuando Alfredo Bianchi se jactó de haberlo descubierto, José Gabriel se integró a un activo campo intelectual interviniendo primero en la revista Nosotros para pasar luego a desempeñarse en periódicos y revistas como La Época, La Patria, El Hogar, La Prensa, Caras y Caretas y PBT, mientras a la vez desarrollaba sus estudios en Filosofía. En 1916 sus inquietudes filosóficas se vieron reforzadas por la visita de José Ortega y Gasset a la Argentina, que conmovió el eje de la cultura científica: el filósofo español se convertiría en la figura más influyente entre los intelectuales argentinos y bajo su advocación el positivismo pasaba a ser fuertemente interpelado por una nueva generación de jóvenes cultores del idealismo filosófico. Precisamente, en enero de 1917, José Gabriel publicó en PBT sus reflexiones sobre el Curso dictado por Ortega y Gasset en Buenos Aires y, dos meses más tarde, ese texto fue replicado por la Revista de Filosofía (José Gabriel, 1916a).

También en 1917, influenciado además por el pensamiento del catalán Eugenio D´Ors, José Gabriel impulsó la creación del Colegio Novecentista2, cuya relación con la Reforma Universitaria fue destacada por Del Mazo y Coriolano Alberini. Para este último, reunía un vago conjunto de afinidades idealistas y aun desde ese básico punto de confluencia constituyó “el mayor intento por dotar de contenidos culturales a la Universidad”, a través de un espacio singular en el que era José Gabriel “su figura más brillante” (Alberini, 1963, p. 162).

Al estallar la Reforma en Córdoba, el Colegio Novecentista a la vez de proveerla de fundamentos filosóficos recibió aquel acontecimiento de manera muy ambigua, al punto de provocar la fractura del grupo: mientras el propio José Gabriel lideró el posicionamiento en favor del movimiento estudiantil, otros integrantes se opusieron apelando a la interpretación espiritualista de una exaltada perspectiva neocatólica (José Gabriel, 1943, p. 313). Al prevalecer la segunda posición, José Gabriel abandonó la institución que había fundado y asumió un papel más activo en la Reforma Universitaria, colocándose al frente de la Casa del Estudiante en la Universidad Nacional de La Plata, creada por Saúl Taborda.

En 1921, ya radicado en La Plata, apareció La educación filosófica, obra publicada por el Centro de Estudiantes de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Sus páginas expresan con mucha claridad el carácter iconoclasta del autor, alimentado de descalificaciones hacia sus contendientes que se vuelven así objeto de una inmoderada beligerancia.

Su prologuista, Ernesto Laclau, destacaba como principal contribución esperada del texto, la de apuntalar los cambios impulsados en la humanización del conocimiento, “en la concepción integral de una cultura genérica” (Laclau, 1921, p. 7). Y, en ese sentido, recordaba que José Gabriel, con el Colegio Novecentista, “trajo un sentido filosófico a la vida intelectual argentina”.

Allí definió los caracteres salientes de su ideología como lógica reacción contra ese positivismo que cambió el renunciamiento de lo absoluto por la omnipotencia científica de la humanidad, y que debió buscar, más tarde, encerrado en su lógica de contradicciones, el refugio de los laboratorios (ibíd.).

El mérito de exponer la reacción contra ese positivismo, obedecía al hecho de que José Gabriel “tiene el pecado de la definición”, cuando justamente era “virtud de este siglo de bruscas mutaciones, cuando no de gentiles complacencias, la indefinición” (ibíd.). Aquello que Laclau destacaba, sería justamente el rasgo más distintivo e inalterable que puede señalarse en la labor intelectual desarrollada por José Gabriel, para quien la práctica de la escritura conllevaba la necesidad de polemizar a partir de una posición definida.

En La educación filosófica, un claro propósito confrontativo quedaba expuesto desde la misma organización de la obra, en la que al capítulo introductorio le sucede el trabajo antes realizado sobre “José Ortega y Gasset en Buenos Aires” y, luego, el dedicado a la “La Psicología experimental” precede al de “La renovación Novecentista”. De tal forma, a modo de colocar blanco sobre negro, “La Psicología experimental” aparecía como una suerte de resabio indeseable entre los germinales estímulos de Ortega y la concreción de un nuevo espacio para el desarrollo del pensamiento filosófico en Argentina.

Y en una exaltación impiadosa del paternalismo académico, el capítulo dedicado a “La Psicología experimental” se centró en Horacio Piñero, para destacar sus falencias científicas y éticas, en una suerte de denuncia ad perpetuam, escritas en 1919 (destaca ese hecho en el texto), a modo de contraobituario aparecido tras producirse en febrero de ese año la muerte del afamado profesor.

En su paso por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, José Gabriel fue alumno de Horacio Piñero cuando este ya era una encumbrada figura de esa Casa de Altos Estudios. Se desempeñaba allí desde que en 1901 retornara de una estancia formativa en el Instituto Pasteur de París, para inaugurar el primer Curso de Psicología Experimental y Clínica del país y el mayor laboratorio dedicado a esa materia. En esto último seguía especialmente los lineamientos de Wilhelm M. Wundt y el ejemplo del laboratorio inaugurado en 1878 en la ciudad alemana de Leipzig. También prestaba especial atención a los tres institutos del mismo tenor que en un breve lapso fueron abiertos en Alemania: el laboratorio de Carl Stumpf en Berlín, el de Emil Kroepelin en Heidelberg y el de Georg Müller en Gotinga.

Piñero traía todo este bagaje de teoría y experimentalismo à la page de Europa, a una Facultad nacida en 1896 “en un clima impregnado de un pragmático positivismo avalado por un paradigma científico-biologista que apenas si tenía detractores” (Funes, 2018, p. 185 ). Vale decir, por sus condiciones de origen, Filosofía y Letras ofrecía un lugar privilegiado al espacio académico de Piñero, ungido en ciencia merced a recreaciones del saber escolástico en una clave secularizadora impregnada de biologicismo: “la enseñanza de la Psicología, que ha cambiado hoy su traje aprismático de especulación escolástica debe comenzar como ciencias naturales” (Piñero citado en Funes, 2018, p. 192). Y en esa nueva escolástica, el laboratorio de Piñero, que ostentaba el retrato de Haeckel, “fungía como estandarte de la modernidad, dotando de un carácter inequívocamente científico a la Facultad” (ibíd.).

Piñero intervino en cambios curriculares en la educación llevados a cabo a instancias del ministro Joaquín V. González. También fue profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, donde dictó Fisiología y tuvo como discípulo a Bernardo Houssay. Además, presidió la Asociación Médica Argentina en 1908-1909, fue responsable de los Archivos de Psiquiatría y Criminología de Buenos Aires, Director de la Asistencia Pública de Buenos Aires y, junto a José Ingenieros y Francisco De Veyga, fundó la Sociedad de Psicología de Buenos Aires, de la cual fue también su primer presidente. Con esta última iniciativa participó protagónicamente en la gestación de aquello que, en torno a 1900, se conoció como la “nueva psicología”, cuyas incumbencias se extendieron por un vasto campo de investigaciones universitarias. Allí quedaron inscriptos problemas que iban desde la educación hasta la “cuestión social”, adscribiendo en su marco teórico a un naturalismo evolucionista y determinista que se articulaba con la ideología del progreso y confiaba en el valor de la ciencia positiva para asegurar el avance y la consolidación de la nación (Talak, 2014, p. 52 ).

La actividad de Piñero redundó en el importante reconocimiento académico que alcanzó en la Argentina la psicología experimental, sustentada en trabajos de laboratorio realizados con personal entrenado en el uso de aparatos sofisticados, en la certeza de que aquellas prácticas proveían de resultados irrefutables a las tareas de investigación. Ya en 1898 había creado un laboratorio en el Colegio Nacional de Buenos Aires, cuyo antecedente directo era el modesto establecimiento de ese tipo que Víctor Mercante montó en 1891 en San Juan. Precisamente, Mercante prolongaría luego en la Universidad de La Plata las mismas inquietudes acentuando su anclaje en la educación. De ese modo, desde su laboratorio de antropología creyó poder establecer, estadísticamente, paralelismos entre la talla, el cerebro, las variaciones del índice cefálico según sexo y edad, la supremacía étnica del caucásico y el impacto de los trasplantes de razas. Así, la psicología experimental había hecho de la Universidad lo que Alberini llamó “la catedral del método absoluto” (Alberini, 1963, p. 156 ), el ámbito por excelencia del culto a “la escolástica de laboratorio”3.

El “cienticismo” de la psicología experimental

Siguiendo a D´Ors, José Gabriel llamó “cienticismo” a una deformación de la ciencia que prolongaba sus alcances desde el siglo XIX, manifestándose en figuras como José María Ramos Mejía, Florentino Ameghino y Agustín Álvarez (José Gabriel, 1916b)4. Luego se concentró en analizar las peores consecuencias que esa expresión del saber tenía en Piñero, cuya muerte fue tematizada como un anhelado final para una forma de hacer ciencia. Eran algunos rasgos característicos de ese “cienticismo”, “palabrería, ignorancia, incomprensión”, nociones que en su conjunto habían modelado un “período aterrador de nuestra cultura representado cabalmente por el doctor Piñero” (José Gabriel, 1921a, p. 43).

Para explicar los motivos de esa descalificación inicial, pasaba a describir algunas características profesionales que le endilgaba. Era un alienista y psiquiatra que aborrecía la metafísica por ser una “divagación”, aunque su ciencia lo convertía en un “médico-metafísico”, y era el “argentino que más a pecho se había tomado la cuestión de la psicología experimental” cuando en Europa ya se combatía la pretensión científica de esa disciplina (ibíd., p. 44).

Piñero comenzó su actuación en el Colegio Nacional estableciendo un sistema de fichas personales para la observación psicofísica de los alumnos, consistente en que:

A cada alumno, al ingresar en el establecimiento, se le medía todo lo mensurable, desde la longura de los pies hasta las tres dimensiones del pensamiento; se le probaba la capacidad visual, la capacidad auditiva, la capacidad neumónica, la inteligencia, la memoria, los conocimientos. Al egresar, se repetía la operación: invariablemente, se encontraba que el alumno había crecido y aprendido algo (ibíd., pp. 44-45).

Cuando llegó a la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, ya existía el área de psicología experimental por impulso de Rodolfo Rivarola, aunque fue Piñero quien le dio a ese saber una expansión inusitada, introduciendo a su vez la psicología médica en el medio filosófico.

También de él es la culpa de haberla perpetuado allí con las formas rudimentarias que, si son aceptables para la iniciación, no pueden serlo para la prosecución, necesariamente evolutiva. El doctor Piñero, fundó, además, en la casa el laboratorio de la materia, que fue el primero formado en la América del centro y del sud y está todavía hoy magníficamente dotado. Por cierto que no sirve más que para rayar papeles ahumados y destripar ranas (ibíd., p. 45).

Durante diecisiete años, con un breve intervalo cubierto por José Ingenieros, Piñero dictó Psicología en el primer año de estudios5, donde toda relación con la filosofía era evitada por medio de una engañosa noción de psicología filosófica pretendidamente basada en Theodule Ribot.

El apogeo de la ciencia representada por Piñero, comenzó a resquebrajarse, según José Gabriel, tras la visita de Ortega y Gasset, que hizo ver que existían formas superadoras de construir conocimiento. Precisamente, recordaba que el curso del español se dictó en el mismo salón que utilizaba Piñero y, en su presencia, Ortega y Gasset señaló que “nadie en el mundo científico podía creer en la psicología experimental” (ibíd., p. 49).

José Gabriel identificaba en la ciencia de Piñero dos elementos centrales. Uno era la “aparatosidad”, por la que “problemas simplísimos, cuyo planteo y solución requieren un poco de sentido común” son complicados enormemente, merced a la intervención de sofisticadas máquinas de medición; y el otro era el uso y abuso de la metáfora. Ambas cuestiones constituían la forma de encubrir con aparatos o con ingenio, la falta de cientificidad que en esencia presentaba la psicología experimental.

La aparatosidad señalada por José Gabriel, incluía la puesta en escena del propio instrumental que utilizaba Piñero en cada clase para convertirla en un verdadero espectáculo.

Mientras se espera al profesor, el jefe del laboratorio anexo a la cátedra -un señor grave- y un ayudante, disponen sobre el mostrador del frente varios aparatos. Son, un kimógrafo Raltzer, una bobina Dubois-Raymond, una señal Desprez, un cronoscopio Hip, una llave Morse, un excitador, un acumulador eléctrico, pantallas, hilos, transmisores, lámparas, etc. Lentamente, severamente, como en manipuleo de cosas sagradas, el señor grave y su ayudante colocan en ringla los aparatos, los nivelan, los asientan, los vuelven a asentar y los comunican entre sí por medio de los hilos conductores de la corriente. Dos pasos en avanzada del mostrador, junto a un asiento público, instalan una mesita de cuatro patas, y encima, el manipulador Morse, comunicado también con los demás aparatos por el enredijo de cables (…). Por fin, aparece el profesor, como los concertistas de nota, un poco retrasado, para que el público esté más deseoso de verle. No hay peligro de que pase inadvertida su entrada (ibíd., pp. 54-56).

Por su parte, el abuso de las metáforas, que José Gabriel atribuía al deliberado encubrimiento con argumentos banales a una endeble cientificidad, era un recurso que podía advertirse también en textos de Piñero que prolongaban su tarea en la cátedra. Di Liscia se ha detenido en el ejemplo buscado en los fakires, sujetos que podían controlar a voluntad la ingesta de alimentos, y mortificaban su cuerpo con agujas, clavos y puñales. Para Piñero eran seres degenerados, débiles, neuropáticos o alienados, fisiológicamente incapaces, por herencia y ambiente. Estos individuos abyectos, míseros y macilentos, son también mendigos del espíritu, aunque los ignorantes creen que tienen la cualidad de poder con la mirada detener la sangre y curar enfermedades. A continuación se refería al que habitaba las calles de Buenos Aires, el cual era utilizado como una gran metáfora de la peligrosidad social de quienes sufrían analgesia, es decir insensibilidad al dolor, que según Lombroso constituía uno de los estigmas más comunes entre los criminales amorales o natos (Di Liscia, 2003, p. 318).

El libro de José Gabriel tuvo rápidas repercusiones. En Nosotros, Alfredo A. Castigliolo cuestionó su exagerada apelación al principio de autoridad que provenía de Eugenio D´Ors y al Novecentismo como sistema filosófico. Y en Nueva Era, motivó un fragoroso cruce que José Gabriel mantuvo con José Alberti. Este último, un discípulo de Piñero que en La Plata prolongó sus lineamientos trabajando con Víctor Mercante y Alfredo Calcagno, asumió la defensa del estatus científico de la psicología experimental y de la labor de su maestro. Efectivamente, preocupado como estaba por destacar las ventajas del pletismógrafo de Lehmann por sobre el hidro-esfigmógrafo de Mosso, el guante volumétrico de Patrizzi y los pletismógrafos de Halliot y Comte (Alberti, 1922), Alberti no podía sino señalar el profundo malestar que le causaba la arrogancia y pedantería de José Gabriel, a las que este efectivamente apelaba para situarse en un lugar de equivalencia con un contendiente de la talla de Piñero. Más adelante, la argumentación de Alberti hilvanará sucesivas respuestas a cada aseveración de José Gabriel, bajo una lógica que recreaba el sistema positivista en el que estaba inmerso. Así, por caso, aclarará que las ranas no eran destripadas en el laboratorio -como decía José Gabriel-, sino que se las decapitaban para mostrar la existencia de los reflejos sin la intervención del cerebro y muchos otros fenómenos podían verificarse cuando, por ejemplo, al cortar el segundo tercio superior del tórax, el corazón continuaba latiendo debido a la intervención gran simpática (Alberti, 1921, pp. 14-15).

José Gabriel respondió que esa discusión filosófica planteada no tenía nada de filosofía, desde el momento en que para refutar una tesis idealista se apelaba a un exacerbado realismo con pretensión de verdad absoluta (José Gabriel, 1921b, p. 13). La discusión no hizo sino reforzar en José Gabriel su propósito de fustigar al positivismo, y hacer lo propio con la trama de poder que dentro de la sociedad viabilizaba y entronizaba ese modo de operar. Quedaba aún pendiente algo que en La educación filosófica dejó planteado al finalizar sus diatribas contra Piñero con una severa advertencia: esperaba que “el tiempo y los quehaceres nos consientan realizar un trabajo más amplio, para ejemplo de todo lo que en cuestión de cultura no se debe hacer” (ibíd., p. 43).

Un objeto de crítica en evolución: del positivismo a la eugenesia

El trabajo más amplio que José Gabriel pretendía llevar a cabo sobre Piñero, efectivamente vio la luz en 1927, aunque con ribetes muy particulares, debido a que el “cienticismo” que era objeto de su crítica se desplazaba de la psicología experimental a la eugenesia.

Vale la pena recordar que la eugenesia fue definida en 1883 por su creador, Francis Galton, como “la ciencia del cultivo de raza”, basada en el estudio de los agentes que bajo control social pueden intervenir para mejorar las cualidades de las poblaciones. Para alcanzar ese propósito, impulsaba un sostenido proceso de selección artificial dirigido a la eliminación de individuos portadores de “diversas taras”. Con estos simples postulados, Galton en poco tiempo logró que su ciencia tuviera una inusitada difusión, favorecida por el importante anclaje institucional que le dio la creación de la Cátedra de Eugenic Statistical Studies en la Universidad de Londres y la inauguración de la Eugenics Educations Society. Todas las iniciativas de Galton estaban animadas por el mismo afán de identificar a los individuos por sus cualidades a partir de dos categorías básicas, fit (apto), unfit (inepto), para proponer luego mecanismos de reproducción diferencial que condujeran, en un estadio ideal, a una sociedad compuesta únicamente por seres aptos.

La eugenesia sobrevolaba en las ideas de Piñero, para quien “las clases pobres, en todos los países, son inferiores a las clases ricas, como la clase conquistadora es superior a la conquistada; y nuestro país no hace excepción a esto”. De hecho, favorecer “el tipo nacional” con ese componente superior, era la tarea encomendada a ramas de la ciencia que conducía, como la antropotecnia (Piñero, 1918, p. 40). Y de una manera por demás elocuente, el puente entre la psicología experimental y la eugenesia tendría mentores directos como Antonio Vidal, un discípulo de Piñero que participó protagónicamente en los inicios de la institucionalización de la ciencia de Galton en la Argentina que, como el “grito de Córdoba”, tuvo lugar a mediados de 1918. (Vallejo, 2018c). En medio de los sucesos universitarios Vidal también reaccionó contra los cambios impulsados, desde un positivismo elitista cargado de metáforas, desprecio social y misoginia. En efecto, el preponderante rol de la filosofía requerido en la Universidad, para Vidal, debía ser satisfecho a condición de asumir que canalizara “el modo activo, varonil, forzudo de mirar las cosas del mundo y de la vida”, para que surgieran los “verdaderos frutos de engendramiento” que acentuaran “la potestad viril, creadora”. La Universidad argentina necesitaba una filosofía “para las sociedades embrionarias”, que no era una alta filosofía. A diferencia de los reformistas que reclamaban la excelencia académica, Vidal pensaba que los cambios debían ir a tono con una sociedad poco valorable, comparable a un estadio infantil. A ello se sumaba que estaba “corroída en veces por tempranos vicios” y por “signos de precoz decadencia”, ante lo cual hacía falta “la filosofía de la virilidad sana y de la fuerza moral, a la que debía llenársela de atributos masculinos, asignándole expresamente la cualidad viril” (Vidal, 1918, p. 47). “La conocida potestad creadora de la filosofía en todos los órdenes sería, por tanto que engendrante, de calidad masculina”. Y desafiante terminaba preguntándose ante esta necesidad si con los cambios reformistas “¿la ciencia que la universidad nacional enseña y promueve, es la ciencia macho?”, o no es en cambio algo equivalente a lo que en el mundo de las abejas se aplica a la que entre todas lleva una vida regalada y fácil a la reina, y por tanto más que macho “¿no será ella más bien ciencia machiega?” (ibíd., p. 48).

Así, Vidal recurría a una gran metáfora consistente en dejar en claro la existencia de una inferioridad indeseada en aquello que omitía mencionar. Lo femenino, que, en su visión, había impregnado con su mal a pueblos infantiles e incultos como el argentino y a jóvenes que querían cambiar la Universidad, dejaba su impronta en un estado de cosas que solo podía corregirse inoculando virilidad.

Vale la pena tener presente que seguramente era Vidal, quien de manera más clara exponía el tránsito del positivismo a la eugenesia. Por un lado, a través de su propio rol institucional en la primera sociedad de eugenesia (Vallejo, 2018c), y por otro, impulsando en la educación cambios impregnados del interés con el que fue seguida en Argentina la Eugenics Education Society de Londres. Dentro de esa sintonía, Vidal presentó en 1913 el trabajo titulado “Education and Eugenics” en la National Association of Child Hygiene de los Estados Unidos. Pero, además, también desde el lenguaje figurado con el que atacó a la Reforma, podían buscarse puntos de articulación con la eugenesia que, desde fines del siglo XIX, irrumpió como una de las grandes metáforas construidas a partir del evolucionismo biológico (Palma, 2004).

De manera que, enfrentar al positivismo y las derivas de su fundamento elitista cuando no se expresaba en términos tan descriptivos como los que exponía Alberti, requería desarmar alambicadas metáforas que podían servir para sustentar la inferioridad, del pueblo, de la mujer y/o de los jóvenes reformistas. Si José Gabriel emprendió primero esa tarea con un despiadado ataque a la psicología experimental -al que una personalidad de la envergadura de Alejandro Korn se sumó añadiendo en 1925 una “ironía” consistente en bautizar con el nombre de “intelectómetro” a sus aparatos de medición de capacidades (cf. Korn, A., 1925)-, el paso siguiente lo daría a través de una más elaborada forma de expresión que acompañó a la Reforma desde sus inicios. En efecto, los reformistas pronto comprobaron la eficacia que podía tener un mensaje mediado por la fuerza propagadora del arte y, de hecho, José Gabriel fue uno de los que con más ahínco exploró el papel que podía cumplir el teatro en la formación cultural, y como instrumento de crítica social a la vez, desde el grupo Renovación de La Plata (José Gabriel, 1935).

Para José Gabriel, desarticular las vacuas metáforas positivistas equivalía a descubrir la sustancia que se oculta bajo las apariencias, exponiendo la hipocresía, noción con la que los griegos aludieron a la labor del actor y a la máscara utilizada para esconder el verdadero rostro. El teatro le daba la libertad para dirigir al arte escénico la función de criticar para llegar a la verdad que ocultaban las máscaras. Hacia estas coordenadas llevaría entonces su cuestionamiento a elitismos académicos y la moral burguesa que los originaban, por medio de la mordacidad y la ironía punzante de reflexiones netamente corrosivas (Vallejo, 2018 b, p. 60 ).

Todas estas inquietudes fueron volcadas en 1927 en Farsa Eugenesia, una obra de teatro donde quedaron expuestos los males del “cienticismo” y el statu quo de una alta cultura cargada de prejuicios que la ciencia legitimaba. El concepto de farsa como remisión a un tipo de obra breve, de carácter cómico y satírico que ridiculiza comportamientos humanos, funciona a la vez como adjetivación de la eugenesia y del mundo académico que le daba un reconocimiento particular (ibíd.). La famosa sentencia de Marx según la cual “la historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”, resuena aquí en los estadios atribuidos al positivismo y la eugenesia.

José Gabriel identificó así a los prejuicios y las miserias académicas que la eugenesia propiciaba, volviendo imaginariamente sobre Horacio Piñero. Es que, precisamente, Farsa Eugenesia tenía como protagonista al Dr. Pirulero, un médico ignorante, necio, vanidoso, que opera como alter ego de Piñero y aquí comienza a develarse la concreción de aquella promesa de 1921 de volver con “un trabajo más amplio” sobre aquella figura. El Dr. Pirulero es el Presidente de la Sociedad Eugenésica para la Regeneración Universal y exhibe constantemente su manía biologizadora que es sobrevalorada por una sociedad impregnada de altos signos de hipocresía. Desde ese cargo, promueve la sanción de la ley de matrimonio eugenésico, para que en adelante no se permita casar a nadie que presente la menor tara física, ya sea tísicos, sifilíticos, alcoholistas o enclenques que solo “darán al mundo seres inútiles” (José Gabriel, 1927, p. 65).

La trama central avanza así en paralelo con un metalenguaje que introduce las principales novedades acerca del desarrollo de la eugenesia en el orden nacional e internacional. De 1926 databa en la Argentina la instauración del primer impedimento matrimonial por razones eugénicas6 y la Ley de Defensa de la raza, mientras se intensificaban las campañas que desde 1921 venía impulsando la Liga de Profilaxis Social (Miranda, 2011). Pero también, cabe destacar, que la obra fue publicada en 1927, en coincidencia con un verdadero hito que favoreció la difusión de la eugenesia en los Estados Unidos, nación siempre presente en un decidido antiimperialista como lo era José Gabriel. Nos referimos al leading case Buck vs Bell, desatado cuando, tras la esterilización de la joven Carrie Buck, el Juez de Virginia, John Bell, aprobó plenamente lo actuado, y la Corte Suprema de los Estados Unidos sentó jurisprudencia destacando a la esterilización de “inferiores” como una práctica deseable por el bien de la sociedad. Carrie Buck, recluida por engendrar una niña tras una violación, junto a su madre que la había abandonado y también fue internada y la bebé en la que se vio “una extraña mirada”, constituían, para la Corte Suprema, tres generaciones de “débiles mentales” que ponían en riesgo el acervo biológico de la población nacional (Lombardo, 2008). Oliver Wendell Holmes redactó la sentencia que incluyó un lamentable apotegma: “tres generaciones de imbéciles son suficientes”.

Pirulero encarnaba la prolongación de estas ideas en la Argentina, como Presidente de la Sociedad Eugenésica para la Regeneración Universal y como forjador de una familia eugénica ideal, con tres hijos que le reportaron más de diez premios de belleza infantil en concursos internacionales que constituían una práctica muy difundida en Estados Unidos (Stern, 2002). Uno de ellos nació en Indiana, el Estado norteamericano que en 1907 sancionó la primera la Ley que instituyó las esterilizaciones compulsivas para proteger a la raza. Pirulero también poseía un hijastro, llamado Enzo, que era trabajador, amable, culto, y el único capaz de sacrificarse por los demás (Vallejo, 2018 b, p. 61 ). A pesar de ello las implacables leyes de la herencia lo condenan a una vida solitaria por el rechazo de los demás, especialmente de sus hermanastros, seres grotescos a los que la ciencia de su padre entronizó. En torno a esta oposición entre el poder detentado arbitrariamente por un mecanismo que opera a modo de falacia ad hominem para autorizar y calificar per se, y la víctima de ese poder que posee una verdad que no le es reconocida porque desde el vamos es desautorizado y descalificado, gira la trama de la obra.

En Enzo, José Gabriel depositaba un cúmulo de atributos heroicos que remiten al joven idealista, el hombre de la nueva generación que irrumpió con la Reforma Universitaria para enfrentar la deshumanización positivista (Vallejo, 2018 a ). Un alter ego de sí mismo y de quienes como él entendían la Reforma como un cambio generacional que traería transformaciones en los más diversos órdenes del mundo social.

El nudo de la obra develará un engaño tras otro en sucesivas secuencias que se precipitarán en la anagnórisis, aquel recurso retórico con el que Aristóteles interpretó en las tragedias el modo en que un personaje descubría la identidad que le había sido ocultada. Enzo, el hijastro despreciado, era un hijo biológico de Pirulero y de su esposa, aunque esa condición fue negada por carecer aquel de la perfección física de sus hermanos. El desenlace conduce a una situación aleccionadora: las máscaras se caen y la verdad premia al idealista, aquel que accede a una identidad que le había sido falseada y en el mismo momento recibe el reconocimiento por los valores que poseía (Vallejo, 2018 b, p. 61 ).

Así, como una muy diáfana expresión de la anagnórisis, el paso de la ignorancia al conocimiento se revela en el acceso a la identidad oculta dentro de una familia que de golpe abre una suerte de caja de Pandora para dejar emerger, tras su aparente normalidad, y más aún de su ejemplaridad, todas las miserias que encerraba. La familia, es, de este modo, un verdadero teatro de la sociedad, donde sus disputas asumen los rasgos de una gran contienda social. El acceso a la verdad desenmascara la ignorancia del personaje más despreciable, como lo era Pirulero que encubrió con la “farsa eugenesia” una vida miserable, forjando un destino que será el de terminar solo y buscando respuestas que la ciencia no podrá ofrecerle en el laboratorio, ese último reducto que tenía el positivismo, al decir de Laclau.

Cuestionar lo incuestionable

La obra de José Gabriel no pasó inadvertida. Fue considerada como una burla despiadada hacia los recursos utilizados por “la ciencia ante el misterio enorme de los problemas de la herencia”, reconociendo los méritos de configurar un “apasionante drama ibseniano” (Vaccaro, 1927, p. 222 ). Sin embargo, desde otra perspectiva, la crítica se esforzaba en explicar que “la eugenesia humana”, a diferencia de “la eugenesia ganadera”, carecía de entidad en Argentina.

De pedigree humano no hablemos, que la eugenesia aún no se ha convertido aquí en manía persecutoria y perseguidora. José Gabriel, elegante escritor (…), arremete contra el invisible enemigo eugenésico, es decir, contra un maniático falsario, el doctor Pirulero. La lucha saca de sus casillas al simpático crítico. Es el primer libro de José Gabriel que no nos gusta por entero. El autor estudia un ambiente de segunda mano. Pues por aquí lo repetimos, la eugenesia no existe como ciencia experimental (Osorio, 1927).

La crítica evidenciaba la incomodidad generada por una puesta en ridículo de la eugenesia, que termina siendo invalidada desde una certeza cuasi positivista de que semejante cosa no existía, pero tampoco podría existir dentro del campo médico: “si el doctor Pirulero fuera un naturalista, quizá José Gabriel habrá acertado a presentarnos un personaje verosímil” (ibíd.).

Aquí quedaba planteado un límite que había sido traspasado con algo injustificadamente irritante. Y a modo de cierre, se le recomienda a José Gabriel hacer como “Pirulero” y “volver a su juego”, que era dedicarse a la crítica literaria. Curiosamente, esta recomendación se daría de bruces con otras caracterizaciones acerca de su trabajo, como la de Enrique Méndez Calzada, para quien José Gabriel era una figura literaria situada entre las “10 o 12” mejores, que se convirtió en un gran “novelista malogrado” por haberse dedicado centralmente a la crítica (Méndez Calzada, 1929, p. 6). Incluso, Eugenio D´Ors reconocería su decepción por el hecho de que José Gabriel hubiera derivado “hacia la novela y hacia las aventuras literarias de más diversa índole” dejando vacante el lugar dejado por la muerte de Taborga “en la pureza de su fidelidad” hacia la filosofía novecentista (Fuentes Codera, 2014, p. 258 ).

De tal manera, sus desplazamientos entre la filosofía, la novela y la crítica, podían servir en algunos casos para que, con su señalamiento, fueran evadidos los temas incómodos que planteaba José Gabriel, mientras a la vez se volvía objeto de “persecuciones” y de una “atmósfera de oposición” instalada bajo “las múltiples formas con que se le ha combatido” (Rosso, 1928, p. 25 ).

Finalmente la obra de teatro no llegó a ser representada. El propio José Gabriel expresó que su intención había sido demostrar aquellos afanes sanitaristas que terminan olvidando la moral en un libro que sirviera para instalar el tema, como efectivamente ya había ocurrido.

Y llevando la valoración diferencial de los individuos por su origen a la otra cara de la misma moneda que radicaba en el control de la reproducción por razones ajenas a la voluntad de los individuos, formulará una “objeción a Malthus”, a través de un imaginario diálogo entablado con el pensador inglés sobre la puesta en práctica de su teoría en el caso de que existieran cuatro panes y ocho bocas que alimentar.

Me dirás al oído buen Malthus, que en tu secreto designio está el condenar a esas cuatro bocas baldías a que no sucedan; pero oh Malthus, ni aun teóricamente es moral resolver ningún problema de la vida negando a nadie el derecho a vivir. Matar a un semejante en ansias de arrebatarle su único pedazo de pan sería menos inmoral. Tanto valdría que para resolver el doloroso problema del pauperismo aconsejases dejar morir de hambre a los pobres. Y si por rehuir esa desoladora consecuencia me dices: abstengámonos todos de procrear durante una generación -te recordaré la advertencia de Schiller: el mundo no es como un reloj, que si marcha mal se puede detener para componerlo; el mundo hay que arreglarlo andando (José Gabriel, 1929).

Cuestionando la exactitud de un modelo social pensado desde la lógica del laboratorio, añadía así un elemento más a los planteados con Farsa Eugenesia, cuando completó la tarea que había quedado pendiente desde La educación filosófica. Si, mediada por la medicina, el viejo positivismo se ocultaba en la novedosa eugenesia o también en recreaciones de la exactitud malthusiana7, su función como hombre de la “nueva generación” era desmontar las falacias sobre las que aquella se sustentaba.

La filosofía debía humanizar la Universidad para que por su intermedio la sociedad se librara de la “escolástica de laboratorio”. Eso pensaba José Gabriel asumiendo, de ese modo, que la función de la Reforma, una década después del “grito de Córdoba”, seguía consistiendo en cuestionar hasta aquello que para otros era incuestionable, como pudo serlo la eugenesia en sus orígenes.

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1 Trabajo realizado en el marco del proyecto: “De la cultura letrada a la cultura política: intelectuales, científicos y voluntad de poder en tiempos de crisis” (PIP-CONICET 112-201501-00463CO). Un avance fue presentado en el VIII Taller de Historia Social de la Salud y la Enfermedad, celebrado en 2018 en Córdoba, donde recibió comentarios de Adrián Carbonetti que agradezco.

2Lo acompañaron: Benjamín Taborga, Roberto Gache, Santiago Baqué, B. Fernández Moreno, Carlos Malagarriga, Julio Noé, Alonso de Laferrere, Adolfo Korn Villafañe, Víctor Juan Guillot, Juan Rómulo Fernández, Vicente D. Sierra, Tomás D. Casares, Ventura Pessolano, Jorge M. Rohde, Carlos Bogliolo, Carmelo Bonet y José Cantarell Dart. Sobre el Colegio Novecentista véase: Biagini, 2012, pp. 202-206; Eujanian, 2001; Bustelo, 2012 y Fuentes Codera, 2014.

3José Gabriel utilizó ese concepto en su conferencia inaugural del Colegio Novecentista para denunciar los males del positivismo frente a los cuales reaccionaba un “nuevo Humanismo” (1917, p. 19). Biagini (2005) retomó esa noción para describir críticamente ideas y praxis de Mercante en la Universidad de La Plata.

4Más tarde volverá a ocuparse de Ameghino desde una perspectiva bien diferenciada: buscando con sus cualidades reforzar una identidad latinoamericana (cf. José Gabriel, 1940).

5La cátedra inaugurada por Piñero se desdobló en 1907 y el segundo curso estuvo en manos de Félix Krueger y de Ingenieros. Retirado por la enfermedad que derivó en su muerte, el lugar de Piñero fue ocupado por Enrique Mouchet y luego se incorporó además Juan R. Beltrán (Sánchez, 2007, p. 514).

6La ley que instituyó el primer impedimento matrimonial por razones eugénicas en la Argentina fue la de profilaxis de la lepra. La norma también expresó la hipocresía de la alta sociedad interesada en custodiar su preponderancia aun en el supuesto de que uno de sus miembros fuera alcanzado por esa enfermedad. Para ello se estableció la obligatoriedad en el aislamiento para leprosos pobres y la aceptación del tratamiento domiciliario cuando se tratara de leprosos ricos (Miranda y Vallejo, 2008).

7A diferencia del malthusianismo utilizado unívocamente por las élites como una teoría del control social, el llamado neomalthusianismo les permitió a los anarquistas gestar una reinterpretación dirigida a garantizar la “libertad de vientres”, a partir de una liberación sexual sustentada en la separación del placer y la reproducción.

Recibido: 18 de Noviembre de 2019; Aprobado: 27 de Abril de 2020

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