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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.40 no.1 Mendoza jun. 2023  Epub 11-Sep-2023

 

Dossier

Una imagen en torno al cimarronaje. La cuestión de la obligación política1

An image about the marronage. The question of political obligation

Julián Ramírez Beltrán1 
http://orcid.org/0000-0003-2954-889X

1Doctorando en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Magíster en Teoría Política y Social y especialista en Estudios Políticos por la misma casa de estudios. Investigador adscrito al Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Argentina. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Se especializa en la filosofía materialista del siglo XVII y en el pensamiento teórico-político de Thomas Hobbes. ramirez.julian@conicet.gov.ar.

Resumen

El periodo colonial no solo representa los lejanos sedimentos de violencia y sometimiento que sostuvieron al imperio español. En este horizonte histórico también encontraremos un conjunto de conceptos e ideas políticas de grupos subalternos que se vieron inmersos en prácticas de dominación. El propósito del artículo es analizar el problema de la obligación política entre los grupos cimarrones liderados por Don Alonso de Illescas y la autoridad colonial. Se concluirá que una comprensión abarcadora del sistema colonial implica dar cuenta de los momentos en que sujetos esclavizados entran a negociar, generar acuerdos y a buscar un vínculo de gobierno con las autoridades coloniales.

Palabras clave: consentimiento; raza; poder; historia

Abstract

The colonial period not only represents the distant sediments of violence and subjugation that sustained the Spanish empire. In this historical horizon, we will also find a set of concepts and political ideas of subaltern groups that were immersed in practices of domination. The purpose of the article is to analyze the problem of political authority between the maroon groups led by Don Alonso de Illescas and the colonial one. It will be concluded that an understanding of the colonial system implies accounting for the moments in which enslaved subjects enter to negotiate, generate agreements and seek a government link with the colonial authorities.

Keywords: consent; race; power; history

El periodo colonial no solo representa los lejanos sedimentos de violencia y sometimiento con los que fueron conducidos los territorios de ultramar pertenecientes al imperio español, portugués o inglés. En este periodo histórico encontraremos, en igual medida, un conjunto de prácticas sociales, conceptos e ideas políticas de grupos subalternos que se vieron inmersos en prácticas de dominación. En este sentido, en nuestra América se consolidaría un espacio en el que un conjunto de sujetos se ve compelido a pensar y actuar -justo en los albores de la modernidad- en la acción política colectiva y en la generación de las condiciones necesarias de supervivencia en vínculo con las formas de gobierno imperiales.

Un exemplum fundamental de ello son las prácticas cimarronas de negros y negras en la época colonial. Como veremos, estas prácticas son una constante geográfica con incidencia histórica, aunque con poco abordaje desde la teoría política. En primera medida, podemos definir el cimarronaje como una estrategia adoptada, entre los siglos XVI y XVIII, frente a la esclavitud. Es posible entenderla como la acción colectiva de ocultarse y atrincherarse en los territorios del imperio, armarse y enfrentar al colonizador (i.e. lógicas de resistencia colectiva con diversos efectos y resultados). En palabras de un gobernador inglés -una autoridad colonial, de los territorios ingleses del Caribe, quien se percata de esta estrategia-, el cimarronaje puede ser definido como “an imperium in imperio [un imperio al interior del imperio]” (Craton, 1982, p. 143).

La relevancia de esta práctica se revela en algunas de las siguientes características: 1) La duración temporal de una práctica colectiva -con discrepancia de las prácticas de manumisión (ya sea por la compra de la libertad o por el alistamiento en ejércitos independentistas; cf. Navarrete, 1995; Arrazola, 2003)-; el cimarronaje implica, por tanto, la creación de una comunidad política entre sujetos esclavizados. 2) En algunos casos, el cimarronaje logró un reconocimiento del territorio y libertad de la comunidad de insurrectos por vía de acuerdos con las autoridades imperiales (cf. Romero Jaramillo, 2019; Thompson, 2006, pp. 289-293; Navarrete, 2008, pp. 101-105). 3) Finalmente, desde una mirada europea, esta práctica fungió como una hidra que amenazó, en todo momento, a las sociedades esclavistas (cf.Navarrete, 2015, p. 52). A pesar de no lograr, en ningún caso, el exterminio de las formas de esclavitud, el cimarronaje se consolidó como una práctica de resistencia, y, de forma potencial, implicaba un gran riesgo para las autoridades coloniales. O bien, porque siempre era latente el riesgo de una violencia inminente en el territorio gobernado, o bien, en contraposición, porque podían verse en la necesidad de ofrecer tratados de paz y en el reconocimiento de libertad a los insurrectos. Sea cual fuese el caso, el cimarronaje es una experiencia política bajo la cual se consolidaban prácticas culturales y políticas propias de las comunidades negras durante el colonialismo (Ramírez Beltrán, 2022b).

El cimarronaje es, en consecuencia, un exemplum destacable de las prácticas políticas, ya que, establece -mediante la guerra y el acuerdo- un modelo de libertad que fue reconocido por la autoridad imperial. La paradoja no es menor. Estamos hablando de hombres y mujeres esclavizados que traban acuerdos con aquellos quienes los consideran nada más que una propiedad. El cimarronaje instituye una resistencia activa que, en no pocos momentos históricos, logra poner en jaque al poder colonial generando las condiciones necesarias para establecer vínculos políticos. De allí que se pueda hablar de la ubicuidad de la imagen de la resistencia cimarrona en el intrincado paisaje del periodo colonial.

Es claro que lo que sigue son atisbos y que amplias investigaciones con rigurosidad plena en el campo ya han sido propuestas (cf.Craton, 1982; Thompson, 2006; Navarrete, 1995, 2003 y 2008; Romero Jaramillo, 2019 y 2021; Helg, 2019). Ahora bien, el propósito del siguiente ensayo es exponer una experiencia concreta del cimarronaje a finales del siglo XVI y proponer una clave de lectura en torno al problema de la obligación política y sus repercusiones en el caso del grupo liderado por Don Alonso de Illescas. Para tal fin, acudo al análisis de dos misivas enviadas al rey de España entre 1578 y 1586: una escrita por Miguel Cabello Balboa y otra perteneciente al líder negro. Se procederá de la siguiente manera, primero se expone la ubicuidad de la imagen y el intrincado paisaje del cimarronaje: la consolidación de prácticas políticas colectivas que buscaban establecer la libertad de las y los esclavizados. El propósito será establecer que tales experiencias no fueron un fenómeno excepcional, sino un ejercicio colectivo y subalterno constante. En segundo lugar, se exponen algunas premisas metodológicas en términos de raza, poder e historia. Anotaciones que considero relevantes para un tratamiento interpretativo y teórico-político de la relación conflictiva entre el sistema colonial y el cimarronaje. Luego, se procederá a exponer las misivas con un énfasis en las tensiones dadas entre los interlocutores. Se busca concluir que la acción del cimarrón -acción que emerge entre actos de resistencia y prácticas de buen gobierno- ubica el consentimiento político en un caso límite: sujetos subalternos le demuestran a la autoridad colonial que la obligación política establece un ejercicio de libertad que implica el asentimiento y aprobación por parte de los gobernados. Como veremos, entre la obligación natural (i.e. la obediencia debida que Cabello Balboa le expresa al rey) y la obligación política (i.e. el reconocimiento del deseo de ser gobernado de cierta forma y no de otra, expresada por de Illescas y las comunidades cimarronas de Esmeraldas) surge un conflicto en torno a la obediencia, el sometimiento y las prácticas de libertad que evidencia la relevancia histórica de un acontecimiento que suele ser silenciado en la teoría política.

El paisaje cimarrón

Aquella imagen amenazante del cimarronaje, la misma que se cernía sobre las autoridades coloniales generando temores de alzamientos e insurrecciones, muta en una metáfora acallada en la teoría política. Quizás por ser considerada como una inane acción política de los grupos subalternos. Quizás porque no ha ofrecido el llamativo interés que ha provocado entre antropólogos o historiadores. O, quizás, con total sencillez, porque es algo que no importó demasiado para una visión de mundo parcial y racializada (Mills, 2002, pp. 225-227). No obstante, es latente la ubicuidad de esta práctica en todo el territorio de América y el Caribe, práctica que podría cimentar un sentido de universalidad en la conformación de instituciones. Es probable que el silencio en torno a los acuerdos cimarrones con las autoridades coloniales se produzca por dos razones.

Por un lado, actuando de manera escéptica, se señalaría que las prácticas de cimarronaje son clausuras o renuncias en el ejercicio de la libertad. Una de las consecuencias de los acuerdos no solo es el reconocimiento de un territorio libre, sino la obligación, para la comunidad política cimarrona de perseguir a todos aquellos que no pertenecieran a la comunidad y buscaran la libertad. De allí que surja el concepto de negro mogollón, aquel que persigue y captura al que ha huido. Asimismo, siguiendo a Alvin Thompson (2006), se diría que: “Los escritores blancos contemporáneos vieron los tratados con los cimarrones de diversas maneras como anatema, capitulación ante hordas bárbaras [o como] el resultado de una necesidad imperiosa; y era evidencia de que la hoja, alguna vez afilada del acero cimarrón, se había desafilado” (p. 295; énfasis propio). Al fin y al cabo, cuando los cimarrones reconocen a la autoridad imperial por medio del vasallaje estarían inmersos en una nueva forma de sometimiento: estaban obligados a obedecer. No obstante, una de las consecuencias de ver en los tratados de paz evidencias de renuncia al ejercicio de la libertad involucraría la manifestación o declaración de nulidad de la acción política en grupos subalternos.

Por otro lado, si se actúa de forma inflexible o teleológica se dirá que tan solo una rebelión de esclavos alcanzó el éxito de acabar con la institución colonial. Es decir, si se espera que toda acción colectiva devenga inevitablemente destruyendo toda forma de sometimiento es probable que estemos pensando de forma exotizante o incluso racial. Un ejemplo de ello sería establecer que la revolución haitiana (1791-1804) es la única experiencia política negra relevante. Una mirada parcial y racializada del mundo comprobaría, en efecto, que este es uno de los pocos casos reconocidos en la teoría política. Innegable logro político de los esclavos sublevados: “Rebautizada Haití, Saint-Domingue se convirtió en la segunda nación independiente del continente americano y la única en haber abolido la esclavitud irremediablemente” (Helg, 2019, p. 232; énfasis propio). Esta mirada inflexible no excluye el hecho de que la lucha haitiana es, por supuesto, un hito para la experiencia americana:

En agosto de 1791, por primera vez en las Américas, miles de esclavos, en gran parte africanos que habían sobrevivido a la trata, engendraron en unas cuantas semanas una parte del escenario al que tanto temían las élites desde el siglo XVI: destruyeron e incendiaron los lugares de trabajo y masacraron y violaron a los colonos en la Plaine du Nord, en Saint-Domingue. Trece años más tarde, este escenario había llegado a su conclusión: los antiguos esclavos y libres de color de Saint-Domingue habían expulsado o matado prácticamente a todos los blancos de la colonia y fundaron Haití, primer Estado negro y segunda nación independiente de las Américas, después de Estados Unidos, con lo cual confirmaron la abolición definitiva de la esclavitud (Helg, 2019, p. 202).

Ambas posiciones, declarar nulidad o enunciar excepcionali-dad de la acción política por parte de grupos subalternos, no brindan una respuesta clara a un hecho histórico: la esclavitud negra produce sublevaciones y búsquedas de libertad, individuales y grupales, en casi la totalidad de los dominios coloniales de las monarquías españolas, portuguesas e inglesas desde el comienzo mismo de la colonia. Es evidente que destacar la revolución haitiana no resta relevancia al cimarronaje, pero tampoco explica el fenómeno; experiencia colectiva que, bajo la sombra del vejamen de la esclavitud, pulula a lo largo de los siglos: una hidra que atemorizó en todo momento al colonizador. Así mismo, es necesario mencionar que la relevancia de un tratamiento teórico político de un asunto tan ampliamente tratado por la historiografía, la antropología, los estudios negros y los estudios esclavistas, radica en reconocer los aportes conceptuales de aquellas comunidades esclavizadas en tanto sujetos históricos dotados de capacidad para la acción política, la negociación y la conformación de un modelo de libertad.

La centralidad política de la imagen es, entonces, insistir que el cimarronaje o las prácticas palenqueras no son algo excepcional en la colonia. Por el contrario, como señala Nina de Friedemann (1993, p. 81) a lo largo del siglo XVII es posible contabilizar -para el caso de Nueva Granada, por ejemplo- por lo menos 19 grupos palenqueros. De la misma forma, Aline Helg (2019), quien lleva a cabo un estudio de amplio espectro, señala que en el siglo XVII el cimarronaje “se puede percibir a través de la multitud de términos inventados para referirse a él (…) [pues] Los múltiples nombres que existen para definir las sociedades cimarronas y a sus miembros demuestran [precisamente] su ubicuidad” (p. 66). Ya fuese que se llamara cimarrón o palenque, cumbe o mambise por la autoridad española; quilombos o mocambos, por las autoridades portuguesas; maroon sttlements, runaway, negroes of the mountains, por las inglesas; rebelles, nèg’mawon, “nègres marrons”, por las autoridades francesas; la omnipresencia y propagación del concepto hydrico declara la presencia innegable de una práctica colectiva subalterna entre siglos XVI y XVIII (cf.Price, 1996).

Si tal ubicuidad es latente, entonces la imagen produciría un paisaje que debe ser cartografiado desde múltiples perspectivas. Es claro que las y los esclavizados no asumen con pasividad o indiferencia las prácticas de sometimiento. Las tipologías de estrategias de resistencia pueden implicar formas “no-violentas” o acciones discretas e incluso formas “violentas” de corte individual y grupal (cf. Patterson, 1967, pp. 260-283), así como el conocido pettit marronage [el pequeño cimarronaje] y el grand marronage [gran cimarronaje] (cf. Thompson, 2006, pp. 53-58). Al interior de este paisaje esclavista, las comunidades fugitivas cimarronas se destacan por no asumir las condiciones de esclavitud impuestas haciendo uso de prácticas de guerra, mediante la conformación de un cuerpo colectivo y la búsqueda de acuerdos o tratados de paz con el colonizador.

Es posible encontrar un primer registro conceptual de esta práctica colectiva en el grabado de Theodor de Bry. La imagen está registrada en el libro V de Los viajes a las Indias Occidentales (Francfort del Meno, 1595) -obra basada en La historia del mondo nuouo de Girolamo Benzoni (Venecia, 1565)- y denominada: “Huyen los negros de la servidumbre por causa de la crueldad de los españoles y matan a varios déstos” (ver ilustración 1).

Ilustración 1 Libro V, titulada: Huyen los negros de la servidumbre por causa de la crueldad de los españoles y matan a varios déstos. Theodor de Bry, Fráncfort del Meno, (1595). 

De acuerdo a Bueno Jiménez (2011), la imagen cuenta “con un alto contenido histórico, [pues] nos relata la primera rebelión de cimarrones en las Antillas durante la Navidad de 1521 en el ingenio de Diego Colón (1473-1526), entonces virrey de Santo Domingo” (p. 108).

La relevancia histórica y conceptual de la imagen es que supone un antecedente sobre la primera rebelión de cimarrones en las Antillas. Además de sintetizar la tensión entre lucha y muerte en el ejercicio de la libertad. En la imagen de la sublevación del 25 de diciembre de 1521 es posible interpretar cuatro secciones. Allí veremos: el sometimiento, la lucha, la huida y la muerte. En la parte inferior encontramos, con toda probabilidad, al virrey Diego Colón sometiendo, junto a otros españoles, a un grupo de esclavizados. Por otra parte, hacia el medio de la imagen encontramos; a lado izquierdo la caballería con mosquetes apuntando hacia un grupo que, en simultáneo, lucha y huye; por último, a lado derecho tenemos a los hombres insurrectos ahorcados. En la parte superior de la imagen están los últimos esclavos no sometidos, quienes huyen hacia las montañas.

Como evidenciamos en la ilustración 2, el sentido de lucha se ha invertido: son los esclavizados jamaiquinos quienes tienden una emboscada a una tropa británica. Según Michael Craton (1982), los cimarrones más sobresalientes dentro de las Indias Occidentales Británicas fueron, sin duda alguna, los de Jamaica, quienes antecedieron a la conquista británica en el control de territorios y, quienes, además, sobrevivieron al período de la esclavitud y a la era del colonialismo británico entre 1655 y 1962. La imagen puede tener a bien representar el inicio de los incidentes cimarrones de 1795, aunque también puede simbolizar las tácticas de emboscada más comunes entre las insurrecciones negras.

Ilustración 2 The Maroons in ambush on the Dromilly Estate in the parish of Trelawny. National Library of Jamaica Digital Collection, accedido el 1 de marzo del 2023, [1810]. https://nljdigital.nlj.gov.jm/items/show/1320  

Tanto la ilustración 1 como la ilustración 2 demuestran el poder de articulación de realidad que contienen las imágenes: actos expresivos que sustentan la ubicuidad del fenómeno cimarrón. La primera evidencia la lucha que desde el principio llevaron a cabo los cuerpos esclavizados, la segunda declara un desplazamiento icónico del sentido de la imagen: en lucha y libertad, ya no hay hombres ahorcados, tan solo sujetos que tienden una emboscada al colonizador que va en contra de la insurrección. Este desplazamiento icónico de multitudes que no se disuelven, de cuerpos colectivos sublevados (cf.Ramírez Beltrán, 2022a), expresa un vínculo particular entre las acciones representadas en las imágenes, puesto que se demuestra que existe un movimiento constante desde la primera rebelión, donde se retrata el sometimiento y la muerte, hasta las sediciones jamaiquinas.

Ahora bien, no todas las prácticas colectivas de cimarronaje contaron con el éxito de perpetuarse a lo largo del tiempo. Era imperativo asentarse en un espacio para propiciar las circunstancias necesarias de libertad (i.e. contar con un territorio cuya defensa fue colectiva, asegurando las formas de cultivo o crianza de animales necesarias para el sostenimiento de la comunidad, para luego generar condiciones de negociación y acuerdo con autoridades imperiales). De lo contrario el palenque era arrasado. Los negros y negras, en su mayoría, asesinados; un escarmiento para próximos levantamientos. La búsqueda de una estrategia que asegurara la supervivencia de la comunidad era vital. Como veremos en la siguiente ilustración 3:

Archivo Fotográfico del Museo Nacional del Prado. Accedido el 15 de febrero del 2023. https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/los-tres-mulatos-de-esmeraldas/1224cef3-e625-4ea6-9c27-2ae81d789e14

Ilustración 3 “Los mulatos de Esmeraldas” de Andrés Sánchez Gallque. 1599. Museo de América MAM 00069 (depósito del Museo Nacional del Prado)  

Esta obra de Sánchez Guallque, pintor indígena, tiene una llamativa historia de titulación. A pesar de que nos refiramos a los protagonistas como mulatos, los tres hombres de la imagen son descendientes de un negro y una indígena. Sin contar que, a lo largo del siglo XVII, los diversos inventarios de la realeza se refieren a aquellos como los “tres negros con sus lancillas, tres negros indios, e incluso de tres indios bozales”, con lo cual, “en todo caso [se está] aludiendo y reconociendo la procedencia mixta, africana e indígena, de sus protagonistas” (Gutiérrez Usillos, 2012, p. 8). La pintura -remitida al monarca de español, Felipe III- es prueba del reconocimiento, por parte de la Corona española, de que los descendientes de esclavos alzados en armas (representados aquí por Don Francisco de Arobe, en el centro de la imagen; y sus hijos, Pedro y Domingo, a lado y lado de su padre) podían regentar y ser gobernantes del territorio. La pintura representa, un informe de pacificación y, en simultáneo, el reconocimiento de la libertad de un grupo subalterno. Como tal, “Juan del Barrio Sepúlveda, el oidor que consigue alcanzar el pacto con los mulatos y quien costea la realización del cuadro, [envía a la autoridad real la] demostración evidente de este logro” (Gutiérrez Usillos, 2012, p. 13).

El logro es pactar: dar paz y obediencia al rey. Pero, asimismo, en este logro se constituye una acción colectiva de los esclavizados, un grupo de sujetos sometidos consiguen ejercer una libertad reconocida y protegida por la corona. Libertad alcanzada por líderes como Don Francisco de Arobe o Don Alonso de Illescas. Cimarrones de la zona de Esmeraldas, actual Ecuador.

Aunque, es claro que, para la perspectiva del colonizador, la meta alcanzada por el oidor y por la corona es el sometimiento y conquista de los insurrectos:

La intención del retrato es presentar a estos nuevos súbditos ante el rey, por lo que la presencia de los sombreros en la mano de dos de los mulatos está señalando simbólicamente por un lado sumisión y respeto, pues no están colocados sobre la cabeza, y por otro al estar vueltos hacia el espectador, mostrando el interior del mismo, evidencia un gesto que sugiere que sus dueños no ocultan dobles intenciones (Gutiérrez Usillos, 2012, p. 23).

En carta del oidor Juan del Barrio de Sepúlveda se relata cómo -desde la perspectiva de la autoridad- se ha logrado una reducción y conversión de “mulatos e indios de la provincia de las Esmeraldas, con la ayuda del capitán [mulato] Francisco de Arobe y sus hijos, de quienes ha enviado retratos, y tienen iglesia y cura” (AGI, Quito, 9, R. 3, N. 25). Se menciona, en igual medida, otro líder cimarrón: Sebastián de Illescas, hijo de Don Alonso de Illescas. Este último -líder cimarrón, quien mantiene conflictos con Don Francisco de Arobe- recibe de parte de la corona española y en manos del misionero Miguel Cabello Balboa (1945 [1583]), un “documento singular por el cual el Rey perdonaba el alzamiento y nombraba gobernador de la Provincia de las Esmeraldas al negro ladino Alonso de Illescas si este aceptaba hacer las paces y reducirse con su gente al orden político virreinal” (Firbas, 2017, p. 143).

Comprobamos, entonces, que no es menor el movimiento que se puede rastrear a lo largo de las imágenes: desde el aniquilamiento de los negros insurrectos en Santo Domingo (1522), pasando por el reconocimiento de la corona española a Francisco de Arobe y Don Alonso de Illescas en La Nueva Granada (1599), hasta los alzamientos en Jamaica (1795). El movimiento establece un paisaje que determina y configura el orden político colonial, donde encontramos un caso límite del sistema esclavista, agentes carentes de capacidad para establecer un vínculo político con la autoridad generan pactos y acuerdos. En esta instancia, el problema de la comunidad política se establece entre las lógicas de guerra/conquista y de obediencia/gobierno cuyo sentido esencial se vincula con una obligación política que se busca establecer para conservar la libertad ganada por los sujetos subalternos (cf. AGI, Quito, 22, N. 1). Un exemplum destacable, la ubicuidad de la imagen y el intrincado paisaje del cimarronaje fueron expuestos con un sobrevuelo de intención veloz. A continuación, se proseguirá con algunas anotaciones metodológicas para una interpretación teórico-política del cimarronaje.

Los silencios en las fuentes: raza, poder e historia

El propósito de este apartado es establecer algunas premisas metodológicas al momento de comprender la experiencia cimarrona. En primer lugar, quienes fueron esclavizados no solo eran agentes del sistema colonial; sino que eran, de forma potencial, sujetos con la capacidad de actuar en la Historia. De hecho, en los casos en los que fueron sometidos a juicio, como indican McKnight y Garofalo (2009), los negros y negras eran reconocidos como sujetos durante los procesos jurídicos. En segundo lugar, los grupos cimarrones, en tanto sujetos de la Historia, actúan en la producción de narrativas cuyo silenciamiento debe ser estudiado. A partir de las prácticas de silenciamiento y de sometimiento no es posible derivar la pasividad de los sujetos subalternos en relación a la práctica política, ni se podría justificar su exclusión del movimiento de la producción de narrativa histórica, ni tampoco una esterilidad en la formulación de conceptos políticos. Tales son los propósitos que perseguiremos a continuación.

Para explicar mejor las repercusiones de esta posición hermenéutica considero necesario abordar las críticas a la colonialidad del poder que adelanta Santiago Castro-Gómez (2007). Hago uso heurístico del concepto de heterarquía, lo cual implica encontrar e interpretar las articulaciones de poder, donde podremos afrontar la capacidad de acción de sujetos subalternos. Luego, se expondrán las advertencias de Michel-Rolph Trouillot alrededor del silenciamiento y su relevancia al momento de interpretar acontecimientos que suelen ser ignorados. La finalidad metodológica en torno al silencio es insistir en la importancia retrospectiva de esta práctica de resistencia. Por lo que es ineludible recalcar que “El significado retrospectivo [significado alcanzado cuando se analiza el silencio que entra en la producción histórica] puede ser creado por los mismos actores, como un pasado dentro de su pasado, o como un futuro dentro de su presente” (Trouillot, 2017, p. 48; énfasis propio).

Santiago Castro-Gómez (2007), al momento de hacer un uso y recepción de la analítica de poder foucaultiana, especifica las dos precauciones de método que el autor francés propone en Defender la sociedad: “La primera es no considerar el poder como un fenómeno macizo y homogéneo, que opera en una sola dirección, sino como algo que circula en muchas direcciones y ‘funciona en cadena’” (pp. 161-162). De acuerdo al filósofo colombiano, en términos heurísticos, el funcionamiento del poder debe ser comprendido como una red: el poder es multidireccional. “La segunda precaución de método es que existen varios niveles en el ejercicio del poder”. Así, por ejemplo, entre una instancia microfísica y una macrofísica del poder hallaríamos una instancia mesofísica: siendo estas “tecnologías diferentes [aunque no debemos olvidar que] entre ellas no existe una relación inmediata de causa y efecto, [puesto que] se vinculan en red, hacen máquina la una con la otra y forman un nodo complejo de poder” (p. 162; énfasis propio).

La analítica del poder foucaultiana junto al abordaje del problema del colonialismo -sin olvidar las críticas que la teoría poscolonial lanza al pensador francés- permite a Castro-Gómez exponer lo siguiente: una teoría del poder propone abordar la presencia “de diferentes cadenas que operan en distintos niveles de generalidad. He llamado [señala el filósofo colombiano] heterárquica a esta teoría del poder, contraponiéndola a las teorías jerárquicas desde las cuales se ha pensado tradicionalmente el tema de la colonialidad” (p. 164). Lo que deseo resaltar de la crítica de Castro-Gómez a la colonialidad del poder y su propuesta metodológica en torno a una teoría heterárquica del poder es lo siguiente: las relaciones de poder que se logran articular entre los sujetos no se producen en un nivel macro, como si tomaran la pauta de una direccionalidad vertical que demanda formas de acción, sino, de forma por completo diferente, la articulación ocurriría en los niveles micros o medios. De allí que sea vital destacar que las prácticas de poder no mantienen una direccionalidad específica.

Esto es, en palabras de Castro-Gómez (2007), un principio metodológico clave. Puesto que en el “concepto de heterarquía: los regímenes más complejos emergen siempre de los menos complejos y funcionan como ‘aparatos de captura’, apropiándose de relaciones de poder ya constituidas previamente en los niveles microfísicos para incorporarlas a su propia lógica” (p. 168). Propongamos una explicación práctica de esta herramienta heurística. Si la colonialidad de poder comprende la lógica del racismo desde una mirada global y macro, se postularán las lógicas de exclusión y discriminación desde las relaciones globales de trabajo tal y como lo postularía Wallerstein (1991, pp. 169-194). La esclavitud, parte esencial del sistema colonial, desde esta óptica, es un nodo de producción de capital: las plantaciones, minas y demás labores esenciales a la explotación serán expuestas y los sujetos esclavizados solo serán agentes atrapados en esta estructura. El cimarronaje, en este caso, se expresaría como una práctica de resistencia, más no se profundizarán en sus efectos políticos y las consecuencias que conllevaría para las formas de gobierno colonial. Tampoco se analizarían las tensiones al interior de la producción de narrativas históricas que producen los grupos subalternos esclavizados para el sentido histórico y actual de nuestro propio contexto.

La colonialidad de poder, en efecto, permite diagnosticar, en términos históricos, y describir, en relación al sistema-mundo y el horizonte moderno/capitalista, patrones de dominación global propiciados por las prácticas europeas coloniales en el siglo XVI. Aunque desde esta perspectiva no evidenciaríamos prácticas de resistencia en términos subjetivos, ni menos aún, lógicas colectivas -caracterizadas en todo caso como grupos subalternos que se encuentran en grados mínimos de autonomía y libertad-, que revierten las lógicas macro y estructurales de poder y sometimiento. Desde una teoría heterárquica del poder, al abordar la investigación sobre el cimarronaje en la Nueva Granada, hallaremos casos en que las prácticas de colonización, sometimiento y conquista dependen de la interrelación entre diversos actores sociales (i.e. esclavos, indígenas, autoridades de la audiencia, la presencia simbólica de la corona, entre otros). Y, en consecuencia, hallaremos que una comprensión abarcadora del fenómeno de la esclavitud implica dar cuenta de los momentos en que sujetos esclavizados entran a negociar, generar acuerdos y que, por tanto, buscan constituir un vínculo de gobierno con las autoridades coloniales. Sin olvidar todo lo que esto puede implicar para los cimarrones: desde el reconocimiento de su libertad hasta el verse obligados, por cuenta de reconocerse como súbditos de la corona, a perseguir a otros sujetos esclavizados.

Por último, como indica Castro-Gómez (2007): no existe el racismo, como elemento esencial a las relaciones humanas; como tampoco existe la lógica del racismo. De forma diferente, la raza y el racismo, como prácticas sociales, tienen manifestaciones históricas y temporales propias. Al entrar en el problema de la raza, la racialización y el racismo lo que encontramos es que existen “diferentes lógicas de poder, que aparecen en diferentes coyunturas históricas y que en algún momento pueden llegar a ‘enredarse’ temporalmente, sin que ello signifique que haya una ‘subsunción real’ de unas en la lógica dominante de las otras” (p. 169). De esta forma, las consecuencias metodológicas que nos interesan destacar para el siguiente apartado son, en consecuencia, las siguientes. Primero, una teoría heterárquica del poder nos permite afrontar de una manera heurística diferente el fenómeno esclavista, pues allí se identifica que ningún ejercicio de poder es absoluto y que, por el contrario, el sistema colonial sería una red de jerarquías donde los niveles locales tienden a mantener cierta preponderancia (e.g. la relevancia de que Don Alonso de Illescas, a pesar de ser un negro ladino, establezca un liderazgo capaz de ejercer resistencia a la red colonial de poder). Segundo, la articulación entre diversos niveles de gobierno en el sistema colonial no implica una relación de causa y efecto en términos verticales en el ejercicio de poder. Por el contrario, es precisamente el problema de la articulación -descrita esta, de acuerdo con lógicas históricas y temporales- entre diversos niveles lo que permite entender cómo los colectivos cimarrones -agentes destinados, según la estructura esclavista, a ser sometidos-, resisten y revierten las prácticas de conquista, y en especial, cómo llegan a establecerse como sujetos históricos relevantes.

En cuanto a las advertencias metodológicas señaladas por Michel-Rolph Trouillot (2017), en su libro Silenciando el pasado. El poder y la producción de la Historia, tenemos que indicar, en primerísimo lugar, que: “La Historia, como proceso social, involucra a los pueblos en tres funciones diferentes: 1) como agentes, u ocupantes de lugares estructurales; 2) como actores en constante interrelación con el contexto; y 3) como sujetos, eso es, como voces conscientes de ella” (p. 20). Tal categorización permite resaltar que los grupos cimarrones, hombres y mujeres esclavizados, y todos aquellos que se vieron inmersos en las lógicas de dominación del sistema colonial, podrían ejercer estas tres funciones en la producción de la narrativa histórica. Como agentes se entiende la función de aquellos que ocupan cierto lugar al interior de una estructura, el esclavo cumplía con un conjunto de roles y funciones que la estructura colonial asignaba (e.g. el ordenamiento jurídico sobre la esclavitud negra -Leyes de Indias- decretan alrededor de lo que se toma como un bien mueble más, de allí la aporía política de generar un acuerdo con un objeto).

En tanto actores, los cimarrones reúnen un “conjunto de capacidades propias de un tiempo y un espacio de forma que tanto su existencia como su comprensión descansa fundamentalmente en datos históricos” (Trouillot, 2017, p. 20). En las narraciones históricas que producirían los cimarrones, estos participan, actúan y se ven involucrados en las condiciones sociales y culturales que afectan su existencia, lo mismo que su comprensión del mundo. En ese sentido, es necesario identificar la situación concreta en que los actores se constituyen como tal: afectando al mundo, de la misma manera en que el mundo los constituye. Ahora bien, para el historiador y antropólogo haitiano, quien teoriza en torno a una ambivalencia fundamental en la conceptualización de la historia, los seres humanos son actores inmersos en la Historia y, por esto mismo, son también sus narradores. Una ambigüedad fundamental. Los seres humanos están involucrados, de manera simultánea, en el proceso histórico, en acciones que consolidan un movimiento y en las determinaciones narrativas del proceso en sí (cf. Trouillot, 2017, p. 21).

Aun así, existen “desigualdades experimentadas por los actores que conducen un poder histórico desigual en la inscripción de las huellas históricas.” (Trouillot, 2017, p. 39). ¿Quiénes y de qué forma determinarían las huellas y silencios que consolidan un relato histórico? Para Trouillot es claro que los pueblos son sujetos de la Historia. Este aspecto metodológico significa que además de reconocer las condiciones dadas de la situación histórica del pueblo cimarrón como actor, es imprescindible incluirlos como sujetos decididos y conscientes de sus propias voces: “Su subjetividad es parte integral del acontecimiento en cualquier descripción satisfactoria de dicho acontecimiento” (Trouillot, 2017, p. 21). Como veremos más adelante, es en la consolidación del silencio y en el establecimiento del acontecimiento histórico donde se evidencia esta desigualdad histórica que experimentan los actores. En la superposición entre el hecho sucedido y aquello que se narra del hecho en cuestión hay un desequilibrio, mientras el pueblo cimarrón, en tanto actor, pretende establecer cierto hecho, la producción de una narrativa histórica, producida por las autoridades coloniales, puede privilegiar ciertos aspectos en detrimento de otros. Por ello es fácil constatar que “El poder no entra en la historia de una vez, sino en diferentes momentos y desde diferentes ángulos. Precede a la propia narración, contribuye a su creación y a su interpretación” (Trouillot, 2017, p. 24). Y, por todo lo anterior, es vital para Michel-Rolph Trouillot señalar que “en la Historia, el poder comienza con la fuente”.

Como tal, entre la lógica de actor y sujeto, los pueblos encaran dos dimensiones de la historicidad, dos rasgos que son intrínsecos del contexto y de cada circunstancia: la acción y la narración. Entre el hecho y su narración encontraremos pues una práctica diferencial de poder entre diversos actores en competencia: en ocasiones se posibilitan ciertas narraciones mientras se silencian otras. Similar práctica de poder se constituye en la academia y la reconstrucción de las fuentes en el ejercicio de investigación. Aquello que un sujeto deseó producir como narrativa histórica puede quedar sepultado en silencios, mientras la reconstrucción de las fuentes privilegiará otro tipo de acontecimientos y narrativas e interpretaciones. Antes nos preguntábamos lo siguiente ¿Quiénes y de qué forma se determinarían las huellas y silencios que consolidan un relato histórico? Ahora podemos ofrecer un esbozo como respuesta: en el momento en que diversos actores entran en conflicto, por el establecimiento de una narrativa, el poder y la producción de una narrativa histórica determinarán la negación de una forma de subjetividad. En la Historia se enlazan prácticas de poder y de silenciamiento. Por tanto, se crean ausencias y se obliteran acontecimientos fundamentales para grupos subalternos:

(…) las presencias y las ausencias incorporadas en las fuentes (artefactos y cuerpos que convierten un acontecimiento en un hecho) o en los archivos (los hechos recogidos, tematizados y procesados como documentos y monumentos) no son neutrales ni naturales. Son creados. Tales no son meras presencias y ausencias, sino menciones o silencios de varios tipos y grados. Por silencio, me refiero a un proceso activo y transitivo: uno «silencia» un hecho o un individuo como un silenciador silencia una pistola. Uno se compromete en la práctica del silencio. Las menciones y los silencios son por tanto activos, equivalentes dialécticos de los que la Historia es síntesis (Trouillot, 2017, p. 39; énfasis propio).

De esta manera, especificando la naturaleza activa del silencio en el proceso de producción histórica, el pensador haitiano especifica cuatro instancias neurálgicas que afectan a cualquier narración histórica. Sin olvidar que tal proceso es singular y que su debida deconstrucción variará de caso en caso (Trouillot, 2017, p. 23). Primero, el momento de elaboración de fuentes, equivalente a la determinación del hecho (notemos que la correspondencia entre fuente y hecho implica ya una distancia con la contingencia del acontecimiento, resultado de la acción que emprende un sujeto en la historia); segundo, el momento de ensamblaje de hechos, aspecto metodológico en que el cúmulo de fuentes pueden establecer un archivo; tercero, la instancia en que finalmente se logra recuperar un hecho, aspecto en el que, en efecto, se establecen narraciones; por último, el cuarto momento, vital por cierto, pues en esta instancia se daría el acceso al significado retrospectivo, momento en que surge la composición de la Historia en última instancia.

Hasta aquí hemos tratado de establecer un apartado metodológico e interpretativo que, sin abandonar la necesidad de pensar en conceptos y presupuestos políticos con vocación universal, no reproduzca los intereses privilegiados propios de una teoría idealizada. Tanto una teoría heterárquica del poder, como la comprensión de los procesos transitivos y activos del silencio en el establecimiento de las fuentes, nos permitirán abordar el concepto de obligación política. No como un concepto normativo idealizado: la justificación de la autoridad que legitima las acciones de gobierno (aunque tal gobierno solo se fundamente de forma ideal con un consentimiento tácito). Sino como una acción teórica en el que “reconceptualizar [sea] un componente necesario de la crítica porque permite desarmar las estructuras epistémicas que nos achican el panorama de los mundos posibles” (Marey, 2022, p. 240).

Tal y como indica el filósofo Charles Wright Mills (2022), en “Teoría ideal” como ideología, un aspecto central para la teoría política radica en preguntarnos lo siguiente: ¿Qué hacer cuando los grupos privilegiados son los que determinan los esquemas de pensamiento, la cognición moral y los conceptos con los que pensamos las prácticas políticas? Si, en efecto, la obligación política y el consentimiento mantienen una concepción unilateral que “tiene lugar en un ámbito intelectual dominado por conceptos presupuestos, normas, valores y perspectivas marco que reflejan la experiencia e intereses grupales del grupo privilegiado sea la burguesía, los varones o los blancos” (p. 225), debemos dar la vuelta a la hoja. Al abordar una práctica subalterna, junto a las subversiones allí propuestas, veremos que la obligación política propuesta por los cimarrones nos incitará a la tarea de entender que “los conceptos no son a priori sino que se cristalizan desde la experiencia y en la medida en que capturan la perspectiva de la subordinación requieren [un abordaje cuidadoso para] advertir su realidad” (p. 229).

Sobre dos misivas y la obligación política: Manuel Cabello Balboa (1578) y Don Alonso de Illescas (1586)

En la emboscada de la razón conquistadora, expuesta por Fernández Peychaux, se desarrolla una conceptualización sobre la obligación política en el caso de la captura de Atahualpa. Un ardid y artimaña del conquistador: la búsqueda de un consentimiento donde se excluye, desde el inicio, la posibilidad de su rechazo, y donde su aceptación implica la anulación de la cosmovisión propia. En palabras del teórico político: “(…) el dilema de la emboscada estriba en un convite cuyo rechazo o aceptación suponen ubicarse por fuera de lo humano” (Fernández Peychaux, 2022). Ahora bien, el sujeto esclavizado es, en su naturaleza, según la mirada imperial, un agente que para el sistema está por fuera de lo humano. Y, el cimarrón, una bestia que ha huido del poder del amo. No obstante, la emboscada de la razón conquistadora, en este caso, tiene que enfrentarse, con precisión, a un consentimiento que puede ser dado por alguien no previsto e incluso excluido. Y en virtud de ello, se configura un consentimiento que puede ser retirado ante circunstancias contingentes. Para el caso cimarrón el dilema es rechazado en su doble imposibilidad. Pues el sujeto en cuestión no solo está por fuera de lo humano antes del acuerdo, sino que obliga al colonizador a pactar con él. Una subordinación política que, además, no está asegurada de forma natural y exige el consentimiento de las acciones de gobierno por parte de los súbditos cimarrones.

En el caso cimarrón observaremos una forma de rechazar esta doble imposibilidad, sin que el rechazo desemboque ubicarse por fuera de lo humano. Puesto que el vínculo de la obligación política demanda, al interior de las instituciones del conquistador, reconocer a la comunidad política. El cimarronaje es en esta medida una salida a la emboscada de la razón conquistadora. Una forma de negar la doble imposibilidad. La demostración de estas afirmaciones será la finalidad que perseguimos a continuación.

En el primer apartado, ya hemos señalado que los cimarrones establecen un paisaje que determina y configura el orden político colonial. Es gracias a esto que encontramos un caso límite del sistema esclavista: agentes carentes de capacidad para establecer un vínculo político con la autoridad generan pactos y acuerdos como sujetos históricos que actúan y narran acontecimientos fundamentales para la teoría política. Frente a la relevancia del acontecimiento histórico, nos interesa visitar el caso de Don Alonso de Illescas en la zona de Esmeraldas. Territorio perteneciente a la Nueva Granada, correspondiente a la audiencia de Quito. Para brindar un contexto de la situación histórica del liderazgo cimarrón de Illescas, abordaremos una breve descripción histórica del vínculo entre Manuel Cabello Balboa y de Illescas (cf. Beatty Medina, 2002, 2010; Hernández Asensio, 2004).

A mediados del siglo XVI un negro esclavo y ladino, perteneciente a la familia de Illescas, una de las dinastías de comerciantes transatlánticos más importantes de la ciudad de Sevilla, naufragó junto a otros negros y españoles en las playas de Esmeraldas. Los primeros tomaron la decisión de internarse en la selva, los segundos buscaron llegar a Puerto Viejo, uno de los asentamientos más cercanos, buscando bordear las peligrosas playas. Cuando los unos y otros “desembarcaron en 1553, las comunidades costeras habían desaparecido y solo pequeñas jefaturas [indígenas] permanecían ocultas en las tierras del interior” (Beatty Medina, 2010, p. 13). Durante algunos años, aquellos que se internaron en la selva fueron liderados, de forma pasajera, por un negro denominado Antón. Ningún español llegó a Puerto Viejo.

Más adelante, Entre 1560 y 1570, se consolidaría el liderazgo de Alonso de Illescas, quien logró alianzas con las poblaciones indígenas del interior, sobrevivientes a los ataques españoles, llegando incluso a casarse con una indígena. Gracias a sus habilidades, de Illescas logra un “dominio estratégico en Esmeraldas en relación con las comunidades nativas circundantes y agradeciendo la gratitud de la gente [española] que [solía] periódicamente naufragar a lo largo de la costa” (Beatty Medina, 2010, p. 14). Es fundamental declarar que, en este periodo, la zona de Esmeraldas era vital para el comercio, aunque no había logrado ser pacificada en beneficio de los intereses de la corona.

Luego de varios intentos de asentamiento, los españoles habían renunciado a instalarse de forma permanente. Empero, la presencia y ayuda de un negro ladino, el cual podía relacionarse con la familia Illescas, pareció estimular a la audiencia de Quito a pretender un nuevo intento de tomar el territorio bajo su jurisdicción. Tal propósito no estaba libre de inconvenientes, de acuerdo con Hernández Asensio (2004): “Las fuentes inciden en la existencia de varios clanes dirigentes: los Arobe [ver ilustración 3] y Mangache al norte, y los Illescas al sur. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, los grupos indígenas que acompañan a estos caciques mulatos [junto a los caciques negros] no son muy numerosos” (pp. 12-13).

Ahora bien, entre 1577 y 1583, se podría hablar de un momento central para la relación entre los cimarrones del sur de Esmeraldas y la corona española. Los primeros han expresado, luego de múltiples vínculos de ayuda con los náufragos que encallaban en la zona, su deseo de ser súbditos del imperio. La corona le ha ofrecido a Alonso de Illescas el título de gobernador, con el propósito de generar un vínculo de gobierno con un territorio que no había logrado pacificar y conquistar. De Illescas, al parecer, recibió en principio con honor el decreto enviado, llegando incluso a jurar en nombre de Dios obedecer y servir con fidelidad a la corona (cf.AGI, Quito, 22, N. 1):

Una misión diplomática llegó a Esmeraldas bajo el mando de un clérigo llamado Miguel Cabello de Balboa. La audiencia le ofreció a Illescas el título de gobernador, lo que lo convertiría en gobernante de la provincia por decreto real. Fue un honor sin precedentes para un cimarrón africano. Aunque los españoles habían establecido tratados con africanos rebeldes en otras regiones, nunca antes les habían ofrecido el título de gobernador. (…) Según Cabello Balboa, el título de Illescas le dio el liderazgo de toda la provincia, no sólo sobre los pueblos indígenas y africanos de su comunidad. La audiencia incluso le otorgó a Illescas el título de Don, una forma de la dirección que denota el estatus de nobleza (Beatty Medina, 2010, p. 17; énfasis propio).

Es fundamental recalcar lo siguiente (sin olvidar otros rasgos característicos del vínculo político que evidenciaremos, más adelante, en las misivas de Cabello Balbo y de Illescas): son los cimarrones quienes proponen generar, en tanto sujetos históricos, un consentimiento para ser convertidos en súbditos y, con ello, lograr la estabilidad política de su comunidad. El ofrecimiento de títulos, es un acto lisonjero, por parte de la corona, pero también un regalo envenenado. Esto es claro al momento de analizar las posibles consecuencias que Don Alonso de Illescas comprendió que podrían surgir al generar un vínculo de subordinación.

Ser gobernador implicaba: aceptar en su territorio el asentamiento del ejército español (aspecto que podía socavar su autoridad al interior de la comunidad cimarrona), aceptar desplazarse de su palenque y exponerse en un territorio determinado por la corona (y con ello, desplegando las posibilidades de traiciones y pérdidas de poder). Por último, era imperativo para de Illescas cumplir con la demanda de la corona: reunir bajo su regencia a todas las múltiples comunidades, tanto cimarronas como indígenas, que no habían sido conquistadas por los españoles.

Es en esta instancia donde entra la figura de Manuel Cabello Balboa (1945) enviado por la audiencia de Quito. Este clérigo y cronista español llega a la Bahía de San Mateo, zona asignada a de Illescas como su asentamiento obligatorio, en 1577. Al año siguiente, el 1 de febrero de 1578, el clérigo envía las siguientes palabras al rey:

Sabiendo tenido noticia que este presente año de 1577 ciertos negros y mulatos (y entre ellos un portugués) de fuerza de envío real servicio están y residen en la provincia de las Esmeraldas, costa del mar del sur, trataron con un español que allí aportó permiso que como de parte de VMG [para que la] audiencia les enviase perdón general y provisión de liberad; se reducirían a envíos real servicio y darían la tierra llana, sin guerra ni conquista para que fuese poblada (AGI, Sevilla, Quito, 22, N. 1; énfasis propio).

Comprobamos, a partir de esta misiva, que la misión diplomática reconocía que los grupos insurrectos -los negros cimarrones, naturales y mulatos no controlados por la corona- buscaban establecer una relación de intercambio y negociación. Los cimarrones estarán dispuestos a: reducirse a la corona en condición de servidumbre y dar la tierra llana sin ofrecer resistencia para que el imperio pudiese poblarla. Como tal, no se opondrán ni a la guerra, ni a la conquista. Aunque, esto sería posible a cambio del perdón general y la provisión de libertad. Esta solicitud, por parte de un grupo subalterno, implica un desplazamiento en el paradigma de gobierno, de autoridad y obligación política. Salta a la vista la diferencia entre la solicitud de perdón, a cambio de reducirse a leal servicio, con la estructura social de servidumbre que representa Cabello. Tal y como puede inferirse de las primeras líneas de su escrito, donde el clérigo consigna: “Demos de la natural obligación que como vasallo leal y hijo de tales tengo al servicio de vuestra majestad: mi inclinación me adentro siempre desde la esas primera de mis tiernos años” (AGI, Quito, 22, N. 1). El vasallaje es una estructura natural de obligación y sometimiento. Movimiento contrario, y por tanto artificial, están proponiendo los cimarrones. Para el clérigo, ser un vasallo leal no está sujeto a los favores del rey (si este da o no perdón o provisión de libertad), puesto que la obediencia, propia del vasallaje leal, es un aspecto ínsito de la obligación natural: es nuestra obligación natural obedecer al rey, tal y como obedeceríamos a Dios.

En el proceso de pacificación, la real audiencia de Quito dio como instrucción a Cabello internarse en el territorio con cuatro compañeros. Su intención era evangelizar y poner en paz a los insurrectos por vías de la conversión. Por esta razón Cabello Balboa dice: “(…) en seguimiento de los susodichos partí de esta ciudad de Quito, llevando conmigo ornamentos y campanas e imágenes y aderezos de altar (…) y vestidos y presentes para dar a los negros y mulatos y naturales de la provincia” (AGI, Quito, 22, N. 1). Buscar un contacto, so pretexto de entregar obsequios, no solo era un medio para la catequización. Había una intención política: la formalización de un asentamiento español. Meta imposible de alcanzar por la corona sin el apoyo de Illescas. De allí que, al recibir los regalos, la misiva de Cabello indique: “(…) todo lo cual fuese [por] ellos bien recibido y con muestras y afectos de mucha alegría aceptaron y tratando que venimos del orden y manera que se había de tener en poblarnos juntos y por ellos aprobada se volvieron a ir” (AGI, Quito, 22, N. 1). No obstante, poblarnos juntos, no era algo que el grupo cimarrón buscara, la sociedad multiétnica (i.e. negros, naturales o indios y mestizos), si bien no excluía a europeos (es sabido que en el grupo de Illescas había un portugués llamado Gonzalo de Ávila, yerno del líder cimarrón), sí prescindía del sometimiento y servidumbre que los españoles buscaban. Por otro lado, más adelante será evidente que este “por ellos aprobada” en realidad era la visión colonial, puesto que, si bien los vestidos y presentes fueron recibidos, la propuesta de asentar un “poblamiento juntos” fue rechazada.

En la misiva de Don Alonso de Illescas es claro que los cimarrones buscaban defender su independencia de los invasores españoles, representada por la audiencia de Quito y el ejército español, mediante su servicio directo a la corona española y al rey como tal. Por ello, el riesgo de guerra siempre era latente. Como menciona el clérigo en la siguiente descripción de múltiples pueblos:

De aquella tierra guardan aquel rio teniendo en el gente de guarnición armados con petos y morriones de oro, Hay otra nación de gente belicosa aunque más noble en sus costumbres que se llaman Campases que tienen y poseen las ricas minas de las esmeraldas. Hay otra nación que se llaman Palie gran cantidad de gente y tierra rica y de Callanae y otras muchas naciones de infinitas gentes que están y han estado escondidas en este girón del mundo nuevo de muchos conquistadores pretendido y de ninguna sabia esto lo menos que VMG puedo decir del bien y riquezas de esta provincia (AGI, Quito, 22, N. 1).

En el encuentro que se da entre Manuel Cabello Balboa y Alonso de Illescas también está signado por el temor de la guerra. Pues los religiosos sienten sus vidas en riesgo en el momento en que los cimarrones llegan: “(…) los cuales vinieron a nosotros por un río abajo en una grande canoa y tres balsas llenas de muchos indios a punto de guerra y nosotros (que tan temeroso espectáculo mirábamos) reclamamos por el daño y riesgo en que estábamos” (AGI, Quito, 22, N. 1; énfasis propio). Luego de las instancias de miedo y temor se da, por fin, la llegada del líder cimarrón: “(…) y llegando cerca de nosotros el negro que era capitán de los demás llamado Alonso de Illescas, criado en Sevilla, nos comenzó a preguntar que qué queríamos o buscábamos por su tierra” (AGI, Quito, 22, N. 1; énfasis propio). La presencia de Illescas anima así a los religiosos insuflándoles la ilusión de alcanzar una pacificación de los negros insurrectos: a pesar de ver muchos indios a punto de guerra, no son asesinados, entregan los obsequios y oran en una pequeña capilla con Alonso de Illescas junto a otros cimarrones y naturales. Su campaña de evangelización culmina con la esperanza de volver a generar un encuentro:

Bajo el rio abajo Gonzalo de Ávila y Juan el Mulato en sendas balsas y habiéndonos saludado nos dijeron (de parte del Illescas) que el martes o miércoles siguiente, bajarían sin falta todos cuantos había en aquella tierra y que venían a percibirnos que no nos causase terror su muchedumbre y que no les culpásemos su tardanza hasta allí que no había sido mas en un mano y siendo por nosotros satisfechos se volvieron a ir quedando nosotros con esperanza de su presta venida (AGI, Quito, 22, N. 1).

No obstante, el grupo cimarrón liderado por Alonso de Illescas nunca volvería. Los religiosos esperarían algunos días para, finalmente, percatarse del desinterés -por parte de los negros, mulatos e indios- en la servidumbre debida a la autoridad. De esta misiva es posible resaltar tres aspectos de la cuestión de la obligación política. Primero, la natural obligación a prestar un vasallaje real. Segundo, las implicaciones de la propuesta de la audiencia de Quito, poblarnos juntos, las cuales indicaban una posible pérdida de liderazgo para de Illescas. Y, tercero, la artificialidad del acuerdo: todo consentimiento prestado se fundamentaba en la posibilidad de ser retirado.

Al estar basada en una negociación e intercambio sujeto al reconocimiento jurídico de la comunidad, la obligación política implica un consentimiento explícito por parte del grupo subalterno. Esto es evidente en el acto de reciprocidad y compensación: el real servicio al rey y el acceso a la tierra llana sin guerra y sin conquista serán alcanzados tan solo con el otorgamiento del perdón y libertad. Y, aun así, tal consentimiento no es irrestricto, ni absoluto. Luego de la visita de Cabello: “(…) no hace falta decir que Illescas no reasentó su comunidad, y Esmeraldas se mantuvo fuera del control del poder español. Seis años después, la audiencia de Quito intentó expulsar a los cimarrones por la fuerza una vez más” (Beatty Medina, 2010, p. 18), sin lograr ningún éxito bélico. Después de este fracaso en las negociaciones, un nuevo religioso entrará en escena: Alonso de Espinosa. Un joven fraile, sobre el cual se suscitan dudas al respecto de la escritura de la carta de Illescas e incluso de su influencia. Este aspecto rebasa las posibilidades del presente trabajo (cf.AGI, Quito, 22, N. 56), solo consignamos, de acuerdo al anterior apartado, la prevalencia de la voz de Don Alonso de Illescas como sujeto histórico en la misiva enviada al rey.

Así pues, luego de las visitas de Cabello y de Espinosa, Don Alonso de Illescas destaca, en una llamativa carta enviada al rey en 1586, los aspectos de un consentimiento y obligación política que no son irrestrictos. Estamos hablando, en este caso concreto, del envío de una carta, por parte de un negro ladino y cimarrón e insurrecto, directamente al rey. Allí indica, en primer lugar, que está dispuesto a ponerse “al servicio del nuestro señor, Dios, y (...) su alteza real” (AGI, Sección Escribanía, 922b, fols. 192v-93v). Aunque, acto seguido, y con no poca osadía, le indica al rey que el envío de soldados o de presencia española es redundante. De Illescas declara ser capaz de regentar el territorio y procede a señalar que el envío de tropas es contraproducente, pues: “lo que se puede conquistar con el adoctrinamiento del santo Evangelio sólo perjudicaría a Dios y a su majestad si es conquistado por la fuerza de las armas y a costa de muchas almas” (AGI, Sección Escribanía, 922b; énfasis propio).

Si el consentimiento es base fundamental de la obligación política -aspecto central para formular una explicación no naturalizada del surgimiento de una comunidad política, pues fundamenta la legitimidad de una autoridad-, en la carta de Don Alonso de Illescas estaríamos frente a un caso histórico en el que efectivamente el consentimiento no es un aspecto tácito ni implícito en la consolidación de una autoridad. La aprobación y beneplácito de ser gobernado implica, por tanto, un reconocimiento explícito de las partes: retirar el consentimiento o ponerse al servicio de la alteza real son posibilidades existentes. El reconocimiento de la autoridad es una emergencia que estriba en el asentimiento del gobernado. Que aquel que deba consentir sea un esclavo, que además sea un esclavo insurgente, y que, por lo demás, componga una comunidad política capaz de poner en riesgo la vida social y política de la colonia es un aspecto límite que considero debería ser abordado.

Si bien es cierto que Don Alonso de Illescas solicita la presencia religiosa para adoctrinar a mujeres y niños, también es cierto que declara que su capacidad de gobierno: “Haré todo lo que esté a mi alcance y trataré de pacificar a todos los naturales de esta provincia. Y habiendo Vuestra Majestad concedido lo que he pedido y suplicado, doy gracias a Dios Padre nuestro por [sus] muchas mercedes” (AGI, Sección Escribanía, 922b). Por otro lado, la misiva de Illescas resalta el problema de la obligación política al momento de especificar la tensión con la autoridad real:

Y así me trajo el Padre Espinosa noticia que Vuestra Alteza Real en España ha concedido el gobierno de esta tierra a Rodrigo de Ribadeneyra, el cual traerá mucha gente para pacificar y poblar esta tierra. Y entonces ordené que todos nos reuniéramos para discutir y comunicar [a Su Alteza Real] lo que mejor sirva a su interés real (AGI, Sección Escribanía, 922b; énfasis propio).

Es evidente, que esta práctica de buen gobierno y de preponderancia de los niveles locales en el régimen nos convoca a re-pensar en torno a las nociones de cimarronaje y sistema colonial. Pensar en el interés real, desde las lógicas de gobierno que se despliegan en la misiva de Don Alonso de Illescas (i.e. un negro ladino y cimarrón) implica, en todo caso, destacar la autorización de gobierno por parte de un grupo de súbditos. Negros cimarrones que se constituyen como sujetos históricos dictándole al rey: “Y si Vuestra Alteza Real concedió este gobierno a Rodrigo de Ribadeneyra, fue antes, sin que nuestro informe expresara nuestro deseo y voluntad de unirnos en unión con la Iglesia y Vuestra Real Corona” (AGI, Sección Escribanía, 922b; énfasis propio). Evidenciamos, en este último fragmento de la carta que un sujeto histórico (tomado por el sistema colonial como ubicado por fuera de lo humano) demanda y exige a la corona el deber de reconocer el deseo y voluntad de los gobernados. Don Alonso de Illescas le resalta al colonizador que entre este y su comunidad existe un vínculo entre autoridad legítima y obligación política. Y esta es la clave fundamental: tal subordinación política no está asegurada de forma natural y jerárquica como el sistema de esclavitud o la servidumbre y exige el consentimiento de las acciones de gobierno por parte de los súbditos cimarrones.

Esta misiva enfureció a la audiencia de Quito. Y, no era para menos. En la misma no solo se indicaba que si el rey gobernaba a los negros, mulatos y naturales era porque contaba con su consentimiento. Don Alonso de Illescas no solo exhortaba al rey a conquistar las almas por el evangelio y no por las armas. Sino que, además, el líder cimarrón sujetaba las decisiones reales (el nombramiento del comerciante Rodrigo de Ribadeneyra para la pacificación y poblamiento del territorio) al deseo y voluntad de la comunidad política. De allí, el aspecto problemático de la obligación política en este acontecimiento histórico: “Illescas no se sometería ni ayudaría a Ribadeneyra, tampoco confiaba en ningún otro español que entrara en la región. Sin embargo, se ofreció a convertirse en súbdito de la Corona y a someter a los amerindios más belicosos del mundo” (Beatty Medina, 2010, p. 19). La carta de de Illescas cierra el acontecimiento de un negro cimarrón dirigiéndose al rey, proponiendo una práctica de buen gobierno:

Con el tiempo pediré ayuda a vuestra Real Audiencia para formar dos pueblos en otra provincia para Vuestra Real Corona que estará al servicio de Nuestro Señor. Así ruego y suplico a Vuestra Alteza: no forméis otro gobierno de las regiones que ofrezco colonizar. Asimismo, pido a Vuestra Alteza que suspenda la expedición de soldados; sólo traerá caos a la paz que el padre de voto ha traído con el Santo Evangelio (AGI, Sección Escribanía, 922b; énfasis propio).

Don Alonso de Illescas jamás alcanzará la consolidación de paz entre la comunidad cimarrona y la autoridad española. Empero, su hijo Sebastián de Illescas llegará a presentarse a la audiencia de Quito, al igual que Don Francisco de Arobe (cf. ilustración 3), y le será concedida la regencia de los territorios. Acuerdo que garantizará la permanencia de la comunidad política en el trasegar del tiempo.

El segundo mulato más Principal de la [dicha] provincia y que ha sido muy más (sic) dificultoso, sin comparación de allanar y atraer y que siempre ha sido el más valeroso y belicoso y señor de aquella tierra [de Esmeraldas] que se llamaba Sebastián de Illescas. Salió con otro hermano suyo y once indios de su parcialidad [de su palenque] (...) Por la orden que yo les di en virtud de la virreinal comisión a mi dada (...) y su gente viniesen a esta ciudad como vinieron y se presentaron en vuestro real acuerdo, estando juntos vuestro presidente, oidores y fiscal (AGI, Quito, 9, R. 3, N. 25).

En una carta del 1600 el oidor de la audiencia de Quito, Juan del Barrio de Sepúlveda, describe al hijo de Don Alonso de Illescas: un mulato, señor de aquella tierra, a quien no han logrado someter por ser valeroso y belicoso. Así mismo, salta a la vista que el real acuerdo surge (desde la perspectiva del conquistador) de una relación vertical y una jerarquía naturalizada. No obstante, el oidor pide que se envíen células a los caciques agradeciéndoles su fidelidad. Momentos antes ha insistido en la entrega de regalos y en la constante búsqueda de comunicación con los grupos insurrectos. A pesar de que el oidor demande y ordene debe atender las lógicas de consentimiento y acuerdo con los líderes de la comunidad política cimarrona.

Conclusiones

Intentemos ubicarnos frente a una pregunta inquietante: ¿qué textos identifican la República en su nacimiento y jalonan la historia política de los Estados-nación modernos? (cf.Villavicencio et al., 2017). Ante esta irrupción teórica sería posible contestar que todo texto está correlacionado con un contexto: que toda idea política está inserta en una lucha y en una producción de poder en el campo cultural, social e histórico. Así pues, siguiendo a Michel-Rolph Trouillot, señalaremos que, en la Historia, el poder -y con ello las formas desiguales de acceso a la narrativa histórica por parte de grupos subalternos que hacen parte de la consolidación del Estado moderno- comienza con la fuente:

El juego del poder en la producción de narrativas alternativas comienza con la creación conjunta de hechos y fuentes por al menos dos razones. Primero, los hechos nunca carecen de significado: de hecho, se convierten en hechos sólo porque importan en algún sentido, aunque sea mínimamente. Segundo, los hechos no son creados iguales: la producción de huellas es también siempre la creación de silencios (Trouillot, 2017, p. 24; énfasis propio).

Tal ha sido el propósito del presente ensayo. Resaltar que las prácticas cimarronas no carecen de significado político, pues brindan una ampliación de horizonte para preguntarnos sobre las acciones de sujetos históricos que no suelen ser analizadas en la teoría política. También ha sido parte de nuestro propósito destacar que, en efecto, los hechos no son creados iguales. Que enfrentar la visión colonial basada en la emboscada de la razón conquistadora implica pensar en la construcción de instituciones y que la práctica cimarrona no implica una clausura al pensamiento emancipador. Don Alonso de Illescas o Don Francisco de Arobe son ejemplos históricos clave que demuestran las tensiones, conflictos y posibilidades de construcción con redes heterárquicas de poder. Ambos fueron sujetos históricos que actuaron y narraron el acontecimiento cimarrón.

Por lo tanto, al ubicarnos frente a la pregunta ¿qué textos identifican la República en su nacimiento y jalonan la historia política de los Estados-nación modernos? Debemos cuestionarnos ¿qué hacer con las prácticas que carecen de un concepto o teorización resultado de una visión racista y excluyente?; ¿de qué manera abordar los silenciamientos que consolidan la producción histórica? Es necesario, insisto, a partir del paisaje desplegado, indagar acerca de la noción de acción y libertad intrincadas con la generación de una obligación política frente a las prácticas cimarronas: ¿el modelo de libertad que se forja en condiciones de cimarronaje es similar o equivalente a que aquel concepto de la temprana modernidad que defiende la igualdad natural entre los hombres?; ¿sus propósitos son similares y sus conceptualizaciones cercanas?

Al momento de indagar y buscar identificar los textos-cúmulos que fijan determinada noción de República y que traccionan la historia política del Estado moderno, debemos también examinar la producción de narrativas alternativas de grupos subalternos: indagar en la potencia que tales los grupos mantienen como sujetos de la Historia. Potencia expresada mucho antes de la consolidación de los relatos decimonónicos del Estado-moderno y de la época de las luchas de independencia en el siglo XIX. Potencia que estimula el pensamiento político en Nuestra América, aunque haya sido silenciada.

Es innegable que las prácticas coloniales se extendieron y dilataron en nuestra América desde el sistema colonial. Puesto que estas “continuaron ordenando jerárquicamente el espacio social y político”, sin olvidarnos que entre el siglo XIX y XX “el ‘racismo de Estado’ impuso una nueva gubernamentalidad que no sólo obturó el reconocimiento de otros pueblos como entidades soberanas y autónomas, sino que justificó su exterminio.” (Villavicencio et al., 2017, p. 153). El olvido y silenciamiento de las ideas políticas de los grupos cimarrones hace parte de este exterminio: la creación de nuevos significados retrospectivos es parte de la lucha y de la resistencia a este ordenamiento jerárquico del espacio político. Más teniendo presente que aquello de lo que da testimonio Don Alonso Illescas es que la construcción de una comunidad política permite: resistir prácticas de exterminio, luchar por el reconocimiento y establecer, en términos colectivos, la legitimidad y alcance de la obligación política y de la autoridad legítima.

En conclusión, indagar por las lógicas de la obligación política y del consentimiento no irrestricto, ideas políticas formuladas en la práctica por los cimarrones de Esmeraldas, permitiría analizar desde una nueva perspectiva el modelo democrático contemporáneo. Lo escrito hasta aquí es tan sólo un esbozo cuya finalidad última es exhortarnos a desarrollar una producción de narrativas alternativas que permita reflexionar en torno a la construcción de formas institucionales y democráticas como formas de resistencia y de transformación de las lógicas de discriminación, exclusión e injusticia.

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Received: March 28, 2023; Accepted: May 15, 2023

Las ideas expuestas en el presente trabajo hacen parte de las discusiones adelantadas en el Seminario: “Democracia y resistencias en la temprana modernidad americana”, dirigido por Cecilia Abdo Férez y Diego Fernández Peychaux; a todos y todas las que integran este espacio un agradecimiento enorme por permitir la discusión de las ideas aquí expuestas. Esta propuesta se nutre, en igual medida, de las nociones de anacronismo y apertura epistémica expuestas por Fernández Peychaux (2022, pp. 14-15). Un agradecimiento especial a Heidy Acosta González por el apoyo y comentarios brindados.

Julián Ramírez Beltrán. Doctorando en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Es magíster en Teoría Política y Social, especialista en Estudios Políticos por la misma casa de estudios, así mismo, es licenciado en Humanidades y Lengua Castellana por la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Se especializa en la filosofía materialista del siglo XVII, en el pensamiento político de la temprana modernidad y el pensamiento de Thomas Hobbes.

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