Francisco Falcón (1521-1587) fue un abogado particular que durante 26 años llevó a cabo la representación de indígenas en el sistema jurídico español, incluso antes de que existiera el sistema público de representación de la población nativa instaurado por el Virrey Francisco de Toledo en 1574 (Honores, 2019, p. 136). La Representación de 1567, que aquí se publica, no fue enviada al rey ni presentada ante un tribunal sino en el segundo concilio limense que se inauguró en marzo de ese mismo año y concluyó en enero de 1568. La presencia de un jurista en ese ámbito eclesiástico se explica, como desarrollamos en el siguiente apartado, por el giro en la discusión de los justos títulos de los españoles sobre los Andes y la obligatoriedad de la restitución a los indígenas que produjo hacia fines de 1566 el licenciado Lope García de Castro, gobernador del Perú de 1565 a 1569. Hasta ese momento las discusiones giraban en torno a la cuestión de la legalidad y el derecho español al Perú. García de Castro dio vuelta la tortilla: cambió el debate del terreno de la adquisición al de la retención. Es decir, enfocó el debate en los problemas que la eventual ausencia de los españoles podría causar, independientemente de si la presencia española era justa o no. Tal vez porque los principales proponentes de la restitución de los reinos del Perú al inca Tito Cusi Yupanqui eran teólogos destacados de las órdenes de los franciscanos, dominicos y mercedarios, García de Castro le pidió al arzobispo Loaysa y a los principales de esas órdenes que consideraran el problema de la manera en que él lo planteaba. (Ilustración 1)
Ahora bien, en la medida en la que la inversión de García de Castro empleaba el fin evangélico como fundamento de la licitud de la compulsión de los “indios” a trabajar en la extracción de metales preciosos -que se debían enviar a la metrópoli-, la dimensión política y económica de los problemas que ello implicaba resultó evidente para los protagonistas del debate. En la Representación del licenciado Falcón de 1567 se advierte esta yuxtaposición de argumentos teológicos y políticos, aunque, no obstante, tiene una mayor centralidad el modo en el que emplea y transforma el léxico republicano para la defensa de los derechos de los naturales de la Indias. Otra expresión de este republicanismo indiano en el contexto andino es una de las fuentes doctrinales del propio Falcón: el Tratado de las doce dudas (ca. 1564) de Bartolomé de Las Casas1.
Como señala Lohmann-Villena (1971, p. 413), la tesis sobre la libertad de los “indios” y de la tiránica apropiación de su trabajo y de sus señoríos que Falcón presentó en el concilio no conforman una expresión solitaria, sino una “toma de posición perfectamente meditada ante un elemento provocador”, como lo era el contexto polémico de la década de 1560 en el Perú colonial. Vinculado con los círculos lascasianos, intervino en el debate con una perspectiva singular que se expresa en el análisis de la cuestión no tanto de la restitución, sino, como señalamos, de la retención justa de las tierras conquistadas (García-Huidobro y Poblete, 2021).
En esta tradición de republicanismo americano, al igual que la tradición del pensamiento político que puede remontarse hasta Aristóteles, el republicanismo no se recortaba en la opción por una forma específica de gobierno, sino en la distinción de los regímenes comprometidos con el bien común. En Política de Aristóteles la tiranía de quien mira solo por el provecho propio es el único régimen excluido de dicho empeño común. Según Aristóteles, incluso la combinación de la oligarquía con la democracia (n.b. ambas desviaciones de regímenes rectos) podrían dar lugar a un régimen recto. De ahí se sigue que, como sostiene Eduardo Rinesi (2021, p. 56) , la reflexión sobre la república se superponga, se confunda casi, con la reflexión en contra de la tiranía. Lo que intentaremos mostrar en este breve comentario preliminar es cómo en la Representación se despliega ese paralelo que vincula la defensa del bien común con la denuncia de la tiranía.
Con todo, hay que notar desde un principio la innovación que llevó a cabo Falcón, como otros pensadores del contexto (ver los diversos artículos que componen el dossier), respecto de esa tradición del republicanismo. En primer lugar, su republicanismo no era antimonárquico porque no identificaba a la tiranía con el gobierno despótico de Uno (criterio cuantitativo de la clasificación aristotélica) (Velasco Gómez, 2021, pp. 26-28). En segundo lugar, y más importante, tampoco la asociaba con la patrimonialización de los cargos públicos (criterio cuantitativo). Atribuía la tiranía, en cambio, al régimen colonial que esclavizaba a los naturales de las Indias bajo el pretexto de una diferencia con españoles que, aunque no estaba articulada aún en términos de racismo, bien podría denominarse proto-racial (cf. Lamana, 2023). La Representación rebate los fundamentos de esa ubicación de la población andina en una posición subalterna a través de la disputa sobre qué significa el “buen gobierno” y quiénes eran los que podrían participar de dicha determinación. Es decir, a quiénes se les atribuía racionalidad y agencia políticas.
En los dos apartados siguientes se describe brevemente el contexto de la Representación en los debates de la década de 1560 y la discusión sobre la mirada colonial del mundo según la cual hay un sujeto blanco, varón y peninsular que por su naturaleza superior y/o su conciencia del proceso histórico debe gobernar a la población andina incapaz de estar a la altura de los tiempos modernos.
Contexto histórico e intelectual
La Representación de Falcón en el segundo concilio eclesiástico limense debe ser entendida, tal como sostuvimos, dentro del contexto de los debates que caracterizaron la década de 1560 en los Andes (cf. Lohmann-Villena 1967; Assadourian, 1993). El manuscrito está compuesto de dos partes y un par de documentos anexos. En la primera se analizan los títulos que su “Majestad tiene a estas partes de Indias”. En la segunda parte se detallan los agravios que reciben los indios del régimen de administración colonial. En el primer anexo ofrece un escrito en el que “los curacas principales e indios de la provincia de los Yauyos” expresan en primera persona el rechazo a sostener económicamente la designación de un Corregidor. En el anexo final, responde a la cuestión de si era lícito compeler a los indios a que se alquilen como jornaleros. Anexo 1
Está claro que el texto dialogó directa o indirectamente con tres conjuntos de escritos políticos y/o teológicos que hacían a distintos problemas puntuales en discusión. El más claro de esos conjuntos fue el resultado del giro en la discusión que produjo García de Castro. Lo que sabemos al respecto proviene de la respuesta que los religiosos dieron el 8 de enero de 1567, antes del concilio, la cual incluyó un resumen de las preguntas del gobernador. Ambas son centrales para entender el texto de Falcón.
García de Castro planteó el problema de la siguiente manera a los religiosos. En primer lugar, si el rey estaba “obligado a sustentar esta tierra así en la doctrina como en la justicia y que pecaría mortalmente si la desamparase” (Lissón Chávez, 1943, vol. II, n. 7, p. 344).2 Segundo, si “para sustentar esta tierra es menester que se conserven en ellas los españoles, porque sin ellos los indios se alzarían [y] volverían a sus idolatrías antiguas” (loc. cit.). Tercero, si además de aquello que era imprescindible para la vida que podía producirse en Perú era necesario “el comercio y contratación con las otras provincias y reinos para que de ellos se traigan a estos lo que no hay y es menester en ellos, y esto postrero no se puede hacer sin el oro y plata que en ellos se saca”. Y que, porque para “lo que conviene a la república se compele a cualquiera oficial que use su oficio, si se compel[iera] al jornalero y a otras personas [a] que trabajen en la labranza y crianza y servicio de las ciudades, en sacar los metales que tengo dicho (…) pues conviene para sustentarse la república de estos reinos y cómo se podrá hacer esto a menos daño de los naturales” (loc. cit.).
En su respuesta, los religiosos aceptaron los dos primeros puntos, pero rechazaron el tercero. El lenguaje es importante. Respecto al primer punto, estaba claro que la obligación de SM era la conversión y el buen tratamiento de los “indios”, para lo cual SM ha “mandado proveer para la doctrina (…) y administración de los santos sacramentos obispos y religiosos y les manda dar el favor necesario para ellos” por parte de las autoridades seculares (ibid., p. 345) -lo que Falcon llamó “espaldas” (ver infra f. 221)-. El segundo punto lo consideraron también claro, “pues sin los españoles maestros y jueces (…) no pudieran los indios haber sido enseñados”, y que “es muy verosímil que si los españoles faltasen de esta tierra los indios bautizados apostatarían la fe” (loc. cit.). El rechazo al tercer punto lo fundamentaron de la manera siguiente.
En primer lugar, los “indios” eran libres, tanto “de su nacimiento y naturaleza” como “declarados por tales por su santidad y por la majestad del Rey”, que había mandado que como tales decían ser tratados (loc. cit.). Segundo, que cuando los reyes “adquieren algún reino las leyes que dieren para la gobernación del principalmente se han de ordenar para el bien del tal reino y no de los que vienen a poblar a él”, y lo mismo valía respecto a las rentas (ibid.). Tercero, que en el caso de las “tierras que de nuevo se ganan de infieles” donde no había habido predicación previa ni habían sido enemigos de la fe ni tenían tierra que habían sido de príncipes cristianos -como era el caso de los “indios”- “lo que principalmente se debe pretender (…) es quitarles las leyes y costumbres que no son conformes a buena razón y darles otras de buena policía y virtud y paz y ponerlos en justicia”, y otras cosas para que se conviertan a la fe y conservarlos en ella, como el rey “lo ha mandado siempre hacer” (ibid., p. 345). Por lo tanto, los “indios han de ser tratados como gente libre y que no deben ser compelidos” a ningún tipo de trabajos corporales, por ser contrario a derecho, a su salud, y a su conversión, más aún considerando que todos los trabajos serían “para provecho de los españoles y no suyo” (ibid., p. 346). Hacerlo sería “contra razón y leyes y contra la[s] costumbres de todas las otras naciones y especialmente de los reinos de España y de los demás reinos sujetos a la majestad del Rey nuestro señor”, donde todas las contrataciones son “sin perjuicio de los naturales del dicho reino y pueblos de él” (loc. cit.). Además, como todo “lo que ha procedido y procede de ellos y de sus tierras” era más que suficiente para pagar los gastos relacionados con su buen tratamiento temporal y su conversión no debían ser compelidos a dar más, “pues si las rentas que los vasallos y súbditos dan a los reyes y a sus señores siendo menester se han de gastar en el dicho reino y en lo que fuere menester para la buena gobernación y orden del, mayor obligación hay para en los reinos y tierras que de infieles de la calidad de esta gente se gana” (ibid., p. 347).
Por todo lo cual, y hasta que se diera orden “como los indios trabajen o se alquilen por su voluntad y como gente libre”, sin ser compelidos por nadie, y “como los españoles que en Castilla eran trabajadores y oficiales y los mestizos y mulatos que en esta tierra han nacido y otros muchos holgazanes que hay” trabajen como SM lo manda, “se podría proveer” que algunos “indios” viniesen a las ciudades para causas de “necesidad pública”, siendo pagados en dinero y por día. El parecer concluía señalando que, en general, se debía observar lo ya dictado en las provisiones y cédulas de SM sobre la libertad y el trabajo de los “indios” y su conversión “y no se debe hacer otra cosa” (ibid., p. 349).
El segundo conjunto de escritos políticos y/o teológicos con los que la Representación estuvo en diálogo fueron aquellos que, sin tratar del problema de los justos títulos o la retención, comparaban aquello a lo que los “indios” habían estado obligados bajo el dominio incaico con sus obligaciones bajo el dominio español. El objetivo central de los mismos no era muy distinto del que había tenido García de Castro: justificar el trabajo compulsivo, en especial el minero. Entre los más importantes de estos textos estuvieron el Informe del licenciado Juan Polo Ondegardo al licenciado Briviesca de Muñatones sobre la perpetuidad de las encomiendas en el Perú (1561), la Relación del origen, descendencia, política y gobierno de los Incas (1563), del licenciado Fernando de Santillán, y el Gobierno del Perú (1567) de Juan de Matienzo.
Resumir los argumentos de estos textos escapa al marco de estos comentarios preliminares. No obstante, en cuanto hace a lo que propone la Representación, está claro que está discutiendo lo que habían dicho todos estos autores en las páginas en que expone en detalle tanto los tributos que los “indios” había dado en tiempo de los Incas como los agravios que recibían de los españoles. Sus conclusiones al respecto -que trabajaban mucho más bajo el dominio español que bajo el incaico y que lo que se les exigía era contrario a sus usos y costumbres- contradecían o corroboraban las de los tres expertos mencionados. Y como ellos, Falcón también relacionó los tributos con la libertad. Según él y el parecer de los religiosos de 1567, los “indios” eran libres y debían ser tratados como tales.
Para Polo Ondegardo debían ser tratados solo con la libertad que les era conveniente -por ser incapaces de más sin incurrir en vicios-. Razón que explicaba, a su vez, que el trabajo forzado fuera bueno para ellos. Además, la carga de los trabajos que habían tenido bajo los incas había sido, sin comparación, mucho mayor a la que imponían los españoles. Santillán presentó ideas contradictorias en su Relación. Al describir el poder de los curacas sobre los “indios”, defendió que estos últimos no tuviesen mayor libertad, ya que eran naturalmente inclinados al ocio y al vicio, coincidiendo con Polo Ondegardo; pero al comparar la carga tributaria incaica con la colonial, y concluir que la primera había sido menos gravosa y perjudicial, concluyó que el estado de los “indios” era el resultado de la opresión colonial, no de su naturaleza, y que la mejora en las condiciones de trabajo y el dejarlos hacer según sus costumbres era mejor camino que compelerlos a trabajar más, contradiciendo en ambos casos las ideas de Polo. Ambos autores, sin embargo, alabaron el orden incaico de tributación y recomendaron su restauración como forma de eliminar agravios y mejorar la situación de la población indígena. Matienzo, finalmente, propuso que lo mejor para los “indios” era una libertad limitada, lo cual justificaba por ser por naturaleza e inclinación pusilánimes, flojos, enemigos del trabajo y amigos del ocio y nacidos para servir -ideas muy parecidas a las de Polo Ondegardo-. Por estas razones, compelerlos a trabajar era el camino correcto, con la esperanza (también mencionada por Polo) de que en algún momento adquiriesen el deseo de tener bienes y, como resultado, comenzasen a mostrar iniciativa. Matienzo no comparó la carga tributaria incaica y la colonial y, en general, denostó todo lo relacionado al orden precolonial y caracterizó tanto a los curacas como a los incas como tiranos -algo completamente opuesto a las ideas defendidas por Falcón-.
El tercer y último conjunto de textos con los que la Representación estuvo en diálogo, sobre todo en sus repetidas referencias a las ideas de “pecado” y “absolución”, fue el relacionado con la confesión de conquistadores y encomenderos (y sus mujeres y mercaderes), la cual estaba ligada a la restitución. Entre estos escritos destacan: los “Avisos breves para todos los confesores de estos reinos del Perú acerca de las cosas que en él suele haber más peligro y dificultad” (cf. Lopetegui, 1945, 2, pp. 571-584) -un documento producido en marzo de 1560 por el arzobispo de Los Reyes (el dominico Jerónimo de Loaysa) y un conjunto de teólogos de las cuatro órdenes presentes en Perú-, el texto original de las doce dudas escrito por religiosos peruanos y enviado a Las Casas a fines del mismo año; y, por supuesto, el Tratado de las doce dudas y el De thesauris (ca. 1563)3.
Los “Avisos breves”, claramente inspirados en el confesionario de Las Casas de 1552, establecían las reglas que los clérigos debían seguir al confesar (principalmente) conquistadores y encomenderos. El texto mandaba que a estos no les fuese dada la absolución por sus pecados si previamente no se habían arrepentido por los crímenes que habían cometido y males que habían causado a “indios” y habían mandado -ante escribano- las restituciones necesarias a los que habían sido afectados por sus acciones / pecados. Prácticamente al mismo tiempo que los “Avisos breves” fueron producidos otro grupo de religiosos escribía doce dudas concernientes a restitución, texto que daría lugar a los dos influyentes escritos de Las Casas antes mencionados. Las dudas sobre la necesidad de restitución tocaron varios de los objetos que Falcón menciona en la primera parte: los tesoros obtenidos (en Cajamarca, de tumbas y de guacas), los tributos que llevaban los encomenderos -en especial los que no proveían doctrina como estaban obligados a hacerlo-, lo sacado de minas de oro y plata y lo producido en tierras del Inca, y los solares y casas en áreas urbanas (el ejemplo era el Cuzco, pero la regla era general). La última duda presentó, específicamente, un problema conceptual que Falcón mencionó más de una vez: si el hecho de que algunos españoles alegasen haber actuado de buena fe, y por tanto no haber pensado que pecaban, era relevante o no a la hora de considerar si las restituciones eran o no debidas. Como señala Lohmann-Villena (1966), lejos de ser meras disposiciones o textos marginales por su radicalidad, los “Avisos breves” y los textos lascasianos tuvieron un fuerte impacto en el Perú, produciendo un gran número de restituciones por parte de conquistadores y encomenderos a lo largo de la década de 1560, e incluso más allá.
La disputa por el “buen gobierno”
En la primera parte de la Representación se analizan dos posibles títulos que los Reyes de Castilla hubieran podido alegar, según Falcón, sobre las Indias: el derecho de guerra justa que brindaría dominio sobre ellas y la donación del Papa Alejandro VI (pontífice Borgia al que Maquiavelo dedicó numerosas páginas en sus obras). Respecto al primero, Falcón lo niega aduciendo que la conquista de América no tuvo por causa ningún hecho que convierta en justa la guerra que implicó (f. 220). En su argumentación parece seguir el principio lascasiano según el cual las prácticas idolátricas de los indios no originaban una causa suficiente para la guerra justa (Las Casas, 1822a [1552], p. 57). Incluso cuando la idolatría pudiera haber brindado ese título, agrega Falcón, el hecho de que la entrada de los españoles en estos territorios haya sido “matando y robando y haciendo otros delitos” lo volvía inválido (f. 220v)4. En cuanto a la donación papal a los reyes de Castilla de las tierras occidentales que no perteneciesen a príncipes cristianos, Falcón no la negaba, pero limitó sus efectos prácticos a una autorización para la predicación de los Evangelios. Esto excluía de la intencionalidad del pontífice privar del señorío y de haciendas a los indios principales o comunes (f. 220v). Una vez más, siguió a Las Casas, quien, en el Tratado de las doce dudas de 1564, se había expresado de tal forma en sus principios cuarto y quinto (1822c [1564], p. 209-217).
Por lo tanto, ante la carencia de derecho sobre las Indias, su Majestad debía restituirlas a sus legítimos señores. A partir de aquí Falcón presentó y refutó el argumento de García de Castro sobre la legitimidad de la retención de lo adquirido ilegítimamente a través de un ejemplo de largo recorrido en la cultura jurídico-política en la que estaba formado. Según el ejemplo que propuso para caracterizar la posición de gobernador, los españoles se encontraban respecto de los indios como aquel que “hubiese tomado una espada [y] la quisiere restituir a [quien] era y le hallase loco y que no se podía aprovechar de ella, antes matarse, [luego] haría mal en restituírsela” (f. 221). En principio, pareciera que Falcón concordaba con los mencionados Polo Ondegardo o Juan de Matienzo (entre otros juristas y teólogos como Francisco Vitoria, Melchor Cano o Fray Alonso de Castro), sobre la necesidad de una potestad difusa de los españoles sobre los indios que facilitara la predicación evangélica (cf. Lohmann-Villena, 1970, p. 193). Es decir, que aun cuando la adquisición hubiese sido ilegal y debía operarse una restitución, las circunstancias singulares justificaban retener el gobierno de las Indias mientras sus habitantes no fueran aptos para gobernarse. Sin embargo, del resto de su Representación se sigue que no convalidaba el razonamiento del ejemplo de la retención de la espada dada en depósito. Más aún, tampoco ratificaba la atribución de roles que dicho ejemplo supone: la del indio loco y desarmado a quien conviene retener la espada que ha dado en depósito para que no se dañe. Según la Representación, ni los indígenas habían perdido la cordura ni se encontraban desarmados.
A fin de advertir estos desplazamientos en su argumento conviene restituir otros usos de dicho ejemplo. En principio, resulta interesante notar cómo Platón en República recurrió a este mismo ejemplo del loco al que conviene retenerle la espada entregada en depósito para que no se dañe. Con ese argumento el personaje Sócrates refuta la definición tradicional de la justicia que a tientas presenta Céfalo, según la cual esta consistiría en “devolver, dejar o dar a todos lo que les corresponde, lo que les pertenece” (Cf. Strauss, 2006, p. 104). En la respuesta de Sócrates a Céfalo, subraya Strauss, lo que se evidencia es que para Platón había en la polis dos saberes contrapuestos sobre qué es lo justo. Por un lado, la doxa del loco que exigía que se le devuelva la espada aun cuando resultara obvio que se haría daño. Por el otro, la episteme del depositario que advertido del daño inminente sabía que la justicia le demandaba retener la espada. En Platón tal contraposición se resuelve, mentira noble mediante, al afirmar que los artesanos y guardianes (los locos que no saben) debían ceder la potestad de determinar lo justo a los filósofos que sí conocían las cosas en su verdad y no se engañaban con sus apariencias. Ahora bien, hay que notar cómo Platón, en correlato, también señaló explícitamente la necesidad de encubrir la artificialidad de dicha atribución y de naturalizar la jerarquía social para borrar los rastros de la ausencia de fundamento de todo orden o “buen gobierno” (Nosetto, 2015, pp. 71-72).
Demos un paso hacia atrás y veamos cómo la escena del texto platónico aparece en la Representación. En el argumento de Falcón, dar a cada uno lo suyo, restituir la libertad, la honra, las haciendas y los señoríos a sus legítimos señores, suponía, como señalaba Sócrates en el diálogo platónico, que estos hagan un uso sensato de lo que les pertenece. Con todo, también es claro, sostuvo el licenciado frente al concilio, que si “los señores de estos Reinos o sus sucesores y los mismos reinos (…) podrían gobernar justa y cristianamente, se les han de restituir” (f. 220v). Pero, como intentaremos mostrar a continuación, al igual que Platón, la Representación da cuenta del carácter abierto de la disputa sobre qué significa el “buen gobierno”, es decir, sobre cuáles son los fundamentos que habilitan tanto la restitución como la retención.
Al respecto, conviene recordar que este mismo ejemplo de la retención de la espada sirvió como base de la argumentación aristotélico-tomista sobre la mudanza de lo justo natural en sus principios segundos -i.e. los que determinan la aplicación de los principios primeros a las circunstancias históricas particulares (García-Huidobro y Poblete 2021, p. 185)-. Tal concepción no absoluta de la justicia operaba en el contexto de los debates de la década de 1560 mencionados más arriba (por ejemplo, en los textos de Las Casas) para fundamentar la legitimidad del derecho de los nativos americanos a defender sus instituciones morales, religiosas, políticas y económicas (Fernández Peychaux 2022, p. 6; Quijano Velasco, 2017, p. 170).
Esa misma estrategia para disputar el sentido del buen gobierno se hace evidente en la Representación cuando Falcon, tras presentar el ejemplo de la retención de la espada, contrastó los agravios que produjeron los españoles con el provecho que los indios obtenían del régimen incaico. Es decir, cuando deliberadamente alteró los “efectos de verdad” que buscaba producir en el concilio la narración de los acontecimientos por parte de letrados y clérigos al señalar la inferioridad moral y política de los indígenas (Lamana, 2008, pp. 17-24, 213-218). La cuestión en disputa durante el concilio estribaba, según Falcón, en cómo disponer los personajes del ejemplo de la espada que, como vimos, de Platón a Las Casas, pasando por Aristóteles y Tomás de Aquino, suponía determinar quiénes (españoles o indígenas) ocupaban la posición del loco al que debía vedarse el acceso a la discusión pública sobre lo justo. Así, por un lado, Falcón dio lugar a pensar que, si los españoles no lograban ver los pecados en sus agravios y delitos contra los indios, ¿no serían estos los locos que no debería tener acceso a la espada y deberían retirarse? Por otro lado, su Representación también expresa las circunstancias históricas particulares en las cuales no cabía afirmar livianamente que los indígenas estuvieran desarmados ni que hubieran dado su soberanía en depósito a los españoles.
En ese sentido, cabe notar que si bien la Contradicción ―que integra la Representación― la presentó Falcón, estaba redactada de tal forma que eran los “curacas principales e indios de la provincia de los Yauyos” quienes hablaban (f. 234v, énfasis añadido). Así, los curacas principales e indios, y no el propio Falcón o solo los principales, señalaron que no necesitaban de ningún corregidor, menos aún si habían de pagar su salario. Al final del breve documento se “ofrecen” a “elegir entre nosotros jueces que nos mantengan en justicia” y consentían “que si pidiéramos corregidores o jueces españoles les pagaremos los salarios” (f. 235). Es decir, que solicitaban ser ellos quienes eligiesen sus jueces y, más importante aún, quienes determinasen la oportunidad de nombrar un juez español. Por lo tanto, incluso cuando Falcón presentaba a la restitución con un halo hipotético al sostener “que Su Majestad cumple con tener intención” (f. 221), el contenido del manuscrito daba cuenta de los usos reales y no hipotéticos que grupos subalternos hacían de una retórica trasatlántica para afirmar su libertad (Dueñas, 2008).
De lo cual se sigue que, si el ejemplo de la espada retrataba el argumento de García de Castro, Falcón lo desarmó, primero, haciendo una descripción del buen gobierno de los Incas, segundo, presentando la voz de curacas e indios, todo lo cual volvía infundada la retención e insistía en la restitución. Al respecto, identificamos cuatro aspectos de su estrategia en los que recurrió específicamente al léxico republicano para hacer este desmantelamiento del proto-racismo de quienes miraban el mundo como el gobernador: a) el modo de tributación; b) la distinción del señorío respecto del gobierno; c) las relaciones de poder entre los distintos estratos del gobierno andino e incaico; d) la centralidad del consentimiento para la legitimidad del gobierno. A continuación, realizamos su descripción.
a) La ventaja del pago de tributo en servicios personales de los incas era que no comprometía a la hacienda de la que se sustentaba el tributario (“En tiempo de los Incas ningún indio era compelido a dar al Inca ni a otro señor cosa alguna de su hacienda; solo les compelía a labrarle las tierras que estaban señaladas para él”, f. 223v). Esto también implicaba que los turnos de trabajo públicos fuesen moderados para no interferir en la producción doméstica (“Y en esto entendían todos los indios el tiempo que les cabía y era necesario para ello, el cual es cosa conocida que siendo como eran tantos les cabía muy poco a cada uno”, f. 223v). A su vez, no obligaba a pagar tributo cuando había esterilidad ―e. g. por una sequía estropea una cosecha (f. 231v)― o imposibilidad de trabajar ―e. g. de las personas con discapacidad (f. 229v)―. También consideraba tributo el trabajo realizado en obras públicas como caminos, puentes o construcción de templos (“los que entendían en esto en tiempo del Inca no pagaban otro tributo”, f. 230v). Falcón subrayó cómo esa forma de tributo articulaba un sistema de distribución de bienes y fuerza laboral entre distintos pueblos. Esta circulación vertical y horizontal que concertaban los Incas suponía que “todo lo que se sacaba de estos trabajos y tributos que los indios daban se gastaba y convertía en provecho de los mismos indios que lo trabajaban, en especial si tenían necesidad de ello” (f. 224 y 224v).
b) Un aspecto central de su refutación de los títulos de su majestad fue la distinción entre el señorío (dominio) y el gobierno (jurisdicción) de los gobernantes. En principio, era claro que el rey de Castilla no había conquistado ni recuperado las Indias de una invasión y, en consecuencia, las tierras no eran suyas. En esa discusión, Falcón aclaró que la posesión de la tierra se fundamenta en la ocupación y que los habitantes de los Andes la llevaron a cabo “cuando estaban sin señor”, i.e. cuando había pueblos y no un reino bajo la soberanía de los Incas (f. 221v). De ahí se seguía que la legalidad de los actos soberanos incaicos también había estado sometida a formas de consentimiento. En el pasado, solo con “causa muy grande” el Inca podía “quitar las de unos naturales de estos reinos para darlas a otros”, pero con dos reaseguros: que los que las recibían también eran naturales y que los desposeídos accedían a otras. Por ello, la alegada pretensión de continuidad de los actos soberanos en los reyes de Castilla no les brindaba el dominio, porque, de acuerdo con Falcón, “como está presupuesto [el rey de Castilla] no sucedió en el señorío sino en el gobierno en el entretanto que los naturales están capaces de él” (f. 220v).
Por lo tanto, disponer de las tierras de los vecinos y naturales como si se tratase de la propiedad privada del rey era un acto de tiranía. En clara alusión a los pleitos que habían enfrentado a las Cortes y ciudades con los reyes por la enajenación del patrimonio del reino, escribió Falcón: “aunque alguna vez ha dado algunas tierras que están en términos de algunos pueblos, en Cortes ha prometido Su Majestad de no hacerlo y menos lo han podido ni pueden hacer sus gobernadores” (f. 221v)5. Así, sea por la ley del Inca o del Reino de Castilla, “como quiera que las tierras se partan, son de los vecinos de aquel pueblo y decir que por esto se pueden dar a otros es sin fundamento” (f. 225v, énfasis añadido). Proceder contra ese derecho era, en consecuencia, un acto de tiranía (f. 221v) y carente del consentimiento de los naturales, fuesen estos indios o castellanos.
c) En este sentido, también cabe mencionar que Falcón no incurrió en la construcción del mito del buen salvaje o de un “orientalismo” que escondiera (pero justificase) a las relaciones de poder entre principales, caciques y las comunidades -como, por ejemplo, hiciera Polo Ondegardo (2012 [1561], f. 24v)-. La centralidad que atribuyó al tributo en el régimen incaico radica en que permitía reconocer, como señalamos, la participación en relaciones que anacrónicamente podríamos llamar de reciprocidad y, más importante en su argumento, de redistribución (Polanyi, 2007, pp. 91-104). Con todo, cuando Falcón describía el flujo de intercambios entre grupos simétricos (reciprocidad) y la concentración de bienes hacia un centro y su esparcimiento (redistribución), ello no remitía a la armonía sino a la articulación de los pleitos sobre la titularidad de las tierras y, en consecuencia, sobre la distribución de los servicios y la atribución de la posición de benefactores de los frutos. Al respecto, en su Representación se señalaba que “está claro que los indios [y no el Inca] eran señores de sus tierras porque si no lo fueran no había para qué traer pleitos ni diferencias sobre ellas” (f. 233v). Por lo tanto, las jerarquías y funcionarios descriptos cumplían una función de articulación constante del litigio: “y consta por muchos procesos que en tiempo de los Incas se trajeron [sic] muchos pleitos sobre ellas y sobre términos y pastos y salinas y que el Inca enviaba jueces a averiguarlos y a poner mojones” (f. 233v). Como veremos más adelante, Falcón no intentó, como sí hizo Inca Garcilaso, identificar una filosofía moral diversa que fundamentase una diferencia respecto al sistema legal español (Garcilaso de la Vega, 1995 [1609], 2.27; cf. Gómez-Muller, 2021, pp. 109 y ss. ).
En este mismo sentido, en la segunda parte de la Representación se presentaron y analizaron los diversos agravios que sufrían los indios. Aunque se insistía extensamente en la necesidad de evitar que los principales y caciques fuesen tenidos por tributarios, también se describía el carácter pautado de los servicios que recibían y cómo estos se sustentaban en la función pública que ocupaban (f. 229v). Así, al quitar los tributos que pagaban los indios a los caciques se producía un agravio doble: “los caciques reciben agravio [porque se los considera tributarios] y también la comunidad porque aquello que les daban lo gastaban los caciques con la gente común” (f. 233v). Pero, más importante aún, porque se rompía el equilibrio de poder entre el cacique y la comunidad. Al quitar los tributos que la comunidad daba, los caciques “lo tomarán por otra parte” y, a su vez, abusarían de su posición para obligar a la “gente común” a “alquilarse para las obras de los españoles”. Esto, concluía Falcón, “les da, sin comparación, mayor poder sobre ellos” (f. 233v).
d) En relación con la distinción entre señorío y gobierno, junto con la articulación de relaciones de poder, la Representación se detiene en la centralidad del consentimiento de la comunidad como fundamento de la legitimidad de los tributos. En el caso de las Indias, se destaca que más allá de las diferencias entre los regímenes pre y poshispánicos, resultaba central que “nunca ellos dieron consentimiento expreso ni tácitamente a tales tributos ni les fue pedido ni se ha tratado con ellos”; más adelante en el texto se agrega que “nunca se ha tratado esto con los indios tributarios ni se ha averiguado lo que pueden dar” (f. 232, énfasis añadido).
Aquí conviene subrayar distintos aspectos. El primero es que, según Falcón, los que habían de consentir eran los que efectivamente realizaban la tributación: los vecinos de un pueblo en la península Ibérica o en las Indias. Nótese que en los textos recién citados a quienes ha de consultarse era a los tributarios y no a los señores. En consecuencia, no se toma por válido el consentimiento de los gobiernos (los que ejercen jurisdicción) porque no pueden comprometer bienes comunes sobre los que no tienen dominio ni servicios personales en los que no participan. Falcón sostuvo sobre los presentes que recibían los encomenderos o clérigos: “aunque se los diesen de su voluntad no son de los caciques y principales que se los dan y todos saben que lo toman a la gente pobre para darlo” (f. 232v, énfasis añadido). Aquí parece seguir a Las Casas cuando, por ejemplo, en De regia potestate (ca. 1559) diferenció a los bienes patrimoniales de los señores sobre los que tenían dominio de los bienes fiscales o comunes sobre los que tenían jurisdicción. De ahí infería que cada nueva carga que debiese solventarse con bienes fiscales requiriese el consentimiento de los naturales interesados y que este no podía derivarse del pacto constitucional originario sino de nuevas consultas (Las Casas, 1822c [1559], pp. 62, 83). A su vez, en el principio sexto del citado Tratado de las doce dudas, sostuvo que como se trata de perjuicio de muchos, la constitución de la sede apostólica o la entrada de un nuevo rey requería que todos fuesen llamados y se obtuviese su libre consentimiento, de lo contrario la acción no tendrá efecto (Las Casas, 1822d [1564], p. 219).
El segundo aspecto que presentó Falcón en la Representación sobre el consentimiento estribaba en que este debía ser dado libremente y no obtenido mediante amenazas, porque “los hombres libres, aunque sean tributarios, no pueden ser compelidos a hacer obras algunas” (f. 236). Tal compulsión se producía mediante el miedo, pero también por la expropiación que operaba el régimen colonial al dejar sin sustento a los indios y forzarlos a alquilarse. Finalmente, señaló en tercer lugar, que también había obligación de pedir el consentimiento. Esto obligaba a reconocer al Otro y poner en entredicho la aparente preeminencia de las necesidades de unos sobre las de los demás. Crítica que Falcón desplegó específicamente en el segundo anexo que lleva por título: Parecer sobre el alquilarse los indios (f. 235 y ss.).
En ese anexo final se subraya que resulta imposible legitimar la compulsión al trabajo de los indios alegando las necesidades de los españoles. Más específicamente, el argumento de Falcón se acomoda para refutar el supuesto de García de Castro según el cual “no es lícito que Su Majestad deje estos reinos y que para sustentarlos son necesarios españoles y que para que estos se sustenten es necesario que haya quien les are las tierras” (f. 235v). Ese presupuesto carecía de fundamento porque, primero, hacía falta, según se señaló más arriba, que los indios consintiesen el ingreso de españoles en sus pueblos; segundo, porque no era plausible encontrar provecho en esa distribución colonial del trabajo. De la contratación con España decía que “convendría a este reino [i.e. las Indias] escusarlo en todo lo que fuese posible pues en él hay todas las cosas que son necesarias para la vida humana y si algunas faltan, son para regalo y estas se podrán excusar o hacer acá”. Menos aún se sostenía si la necesidad que se invocaba era la de los que quieren volver a España y extraer toda la riqueza (f. 237). Por lo tanto, era imposible identificar la redistribución del régimen incaico con el extractivismo que impulsaba la propuesta de García de Castro. Aunque los Incas redistribuyesen tierras y bienes de esas acciones los “indios” “sacaban provecho y de otras sacaban cumplir con el tributo sin otro daño y ahora ni sacan provecho ni cumplen con el tributo y de hacerlo les vienen muchos daños” (f. 223v).
Estos cuatro elementos (a, b, c y d) que recogemos de su Representación permitieron a Falcón concluir que el hecho de que los “indios” se hubiesen engañado sobre el verdadero dios no implicaba que estuvieran engañados sobre la justicia del buen gobierno.
No se hallará que ningún señor haya tratado a sus vasallos mejor ni más a gusto y provecho de ellos, fuera de algunas cosas tocantes a matrimonios y otras cosas de religión porque él y todos ellos estaban engañados en ella (f. 224, énfasis añadido).
Tal conclusión resulta importante a raíz de lo que Falcón infería de ella: quienes “se engañaron [y engañan] en lo que del hecho infieren cegados con el interés” (f. 224) son los españoles que, aunque se decían cristianos, tenían por lícito “tomar las haciendas de los indios” (f. 222), multiplicar el pago de tributos y servicios personales (f. 221), “no pagarles lo que está mandado” (f. 232v) o extraer tributos “para gastar en otros reinos” (f. 237), por nombrar solo algunos de los agravios presentados. Para Falcón, todos esos actos contrarios al derecho y a la razón no tenían justificación posible y, sin embargo, no los veían ni los confesaban como pecado (f. 229). Es decir, aunque los agravios estaban contemplados en la legislación que regulaba la relación con los indígenas, se requería adicionar una condena moral con el peso de la que podía brindar el concilio (Lohmann-Villena, 1971, p. 390). En efecto, el propósito de su Representación estribaba en que los teólogos allí reunidos declarasen formalmente las injusticias, daños y agravios que cometían los españoles en las Indias y pusiesen en evidencia las excusas o el autoengaño en el que vivían quienes pretendían disponer de la población y las tierras americanas de forma arbitraria, tiránica, ignorando la libertad de los indios y la legitimidad de sus señoríos.
Un rasgo singular de este modo en el que Falcón intervino en la disputa por el buen gobierno radica en que, a diferencia de la estrategia de otros defensores de los indios como Bartolomé de Las Casas, no construyó la igualdad jurídica al costo de confinar a los indios a un pasado incivilizado. En su Representación no subyace lo que Lohmann-Villena denomina la idea de un protectorado civilizatorio. Al contrario, según nuestra lectura, Falcón interrogó al concilio sobre la falta de fundamento de la diferencia entre lo tolerable en Castilla o Granada y en las Indias. Casi como si dijera: si hoy en la distribución de los pastos comunes en los pueblos ibéricos no se consiente que los ricos los empleen sin compensar al común por su mayor incidencia, ¿por qué cabría esperar una reacción diferente en el Perú? (f. 222v). Si hoy es una ofensa en Castilla nombrar a extranjeros en cargos públicos, ¿por qué los vecinos del Perú no habrían de ofenderse? (f. 221v).
La respuesta que ofreció su Representación es que no había razón alguna para esa diferencia, excepto la voluntad de dominio y explotación encubierta con falsos preceptos morales. Por ejemplo, según su reposición del régimen laboral vigente durante los Incas, la holgazanería se evitaba proveyendo tierras propias a los vecinos para que las trabajasen. En cambio, los españoles, decía Falcón en primera persona, buscamos remediarla compeliéndolos a trabajar sin paga en “las nuestras” (f. 236). En el mismo tono denunció el fundamento universal abstracto de los derechos tal como lo propuso, por ejemplo, Francisco Vitoria. Señala: “(…) es cosa muy desigual y contra razón que los pastos sean comunes entre los españoles e indios, pues los españoles quieren gozar de los pastos de todas las tierras de los indios y los indios no han de ir a Castilla a gozar de los pastos” [f. 222v]. Contradice así la proposición de Vitoria en sus Relecciones sobre los indios y derecho de guerra (1539) en la que sostuvo que “si hay entre los bárbaros cosas que sean comunes a los ciudadanos y a los extranjeros, no es lícito que los bárbaros prohíban a los españoles la comunicación y participación de las mismas” (Vitoria, 1973 [1539], III.4, p. 91). Para Falcón, argumentos como los de Vitoria no reparaban en que solo los españoles podían ejercer estos derechos naturales. O, peor aún, cuando osaban considerar la materialidad de las prácticas que involucraba el ejercicio de tales derechos universales evidenciaban lo que hoy llamamos eurocentrismo. Es sintomático, por ejemplo, que cuando Vitoria tuvo que imaginar la reciprocidad en un mercado mundial libre sólo introdujese el caso del comercio entre españoles y franceses (Vitoria, 1973 [1539], III.2, p. 88, III.3., p. 91).
En suma, al disputar lo que se sabía sobre las Indias y poner en evidencia la pluralidad de puntos de vista e intereses legítimos, Falcón desestabilizó la escena del ejemplo platónico que se analizó más arriba. Por un lado, invirtió los papeles entre españoles e indígenas. Al enumerar los agravios del régimen colonial mostró que eran los españoles quienes parecían haber perdido la cordura. Por el otro, también hizo evidente que los indígenas no habían dado nada en depósito y, en efecto, aún retenían la espada con la que defenderse. Un dato central para considerar ese viraje argumentativo es que, en 1567, y a diferencia de Nueva España, aún existía en los Andes una línea sucesoria clara de los Incas que resistía en Vilcabamba. De modo que la polémica por la restitución o retención trocaba en un argumento de autonomía política.
A modo de cierre
En estas consideraciones preliminares buscamos introducir la Representación de Francisco Falcón restituyendo el contexto en el que se inscribió y proponiendo un análisis posible del modo en el que esta intervino en el mismo. Así, por un lado, presentamos los tres conjuntos de textos teológicos y/o políticos con los que dialogaba directa o indirectamente (a. los debates que suscitó la posición de Lope García de Castro sobre la retención del dominio en los Andes; b. las relaciones e informes que comparaban el sistema de tributación castellano e incaico; c. los confesionarios de conquistadores y encomenderos). Por otro lado, identificamos que Falcón cuestionó la mirada colonial del mundo que justificaba con proyectos evangelizadores o civilizatorios la explotación de los pueblos indígenas y de los recursos naturales. Finalmente, buscamos mostrar cómo la Representación forma parte de estrategias de resistencia de los pueblos indígenas frente a la dominación colonial pues estos emplearon las sesiones del concilio para presentar sus puntos de vista y defender su autonomía política.
Esta crítica a la mirada colonial es el hilo conductor en esos diálogos y sirve para destacar la importancia de la Representación como exponente del uso del léxico republicano en el debate temprano sobre el colonialismo y el extractivismo. Aunque ambos términos resultan ajenos a la textualidad del documento no pareciera extravagante dirigir la posición de Falcón en ese sentido. Es él mismo quien afirmó que “todos pensamos irnos a España y querríamos llevar todo el oro y la plata que fuese posible” (f. 235v). Sin excluirse, identificaba así el eurocentrismo que conectaba los argumentos de encomenderos y teólogos como Vitoria. La incapacidad que se atribuía a los indígenas para gobernarse llevaba a excluirlos incluso de los ejemplos hipotéticos del ejercicio de los derechos universales. Falcón, en cambio, sostenía que los indios eran personas libres, tenían legítimo señorío sobre sus cosas, incluso antes de la conquista de los Incas y, en consecuencia, cada pueblo conformaba un cuerpo político de cuyo consentimiento dependía la legalidad de cualquier gobierno. En relación con la libertad de las personas, señaló que esta impedía que fuesen compelidas, excepto a trabajar sobre sus propias tierras para provecho de sus repúblicas. Esto competía tanto a indios como a españoles a quienes, recomendó Falcón, se debía obligar a “ocuparse en ejercicios en que ganasen lícitamente de comer o se volviesen [a España]” (f. 237). La falta de consentimiento volvía tiránica la acción de quienes se apropiaban del trabajo y los medios de sustentación de los pueblos.