SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue34Manifiesto de Niños, o la escenificación de la violenciaPrólogo author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

  • Have no cited articlesCited by SciELO

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

On-line version ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseño Comun., Ens.  no.34 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2010

 

LA UTILIZACIÓN DE CLÁSICOS EN LA PUESTA EN ESCENA

Pelayo y el gran teatro del canon: los condicionamientos críticos de Unamuno dramaturgo según su recepción en América Latina

 

Mariano Saba *

(*) Licenciado y profesor en Letras (UBA). Colaborador del Grupo de Estudios del Teatro Argentino y Latinoamericano (GETEA). Investigador en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas "Dr. Amado Alonso" (UBA). Actor y docente de actuación.

 


Resumen: Este trabajo posee un enfoque específico con respecto al teatro de Unamuno, el cual consiste justamente en considerarlo como uno de los resultados surgidos a partir de ciertos condicionamientos críticos canónicos que el flólogo Menéndez y Pelayo había prescripto y que gravitaban sobre algunos integrantes de la Generación del '98. En este sentido, las puestas latinoamericanas sirven para testimoniar la viabilidad o no del proyecto dramático unamuniano, sobre todo teniendo en cuenta que fue en este continente donde mayormente se recepcionó su obra, mientras que España significó siempre un terreno algo hostil para la aceptación de producciones teatrales basadas en los textos de don Miguel. La idea del presente artículo es, entonces, vincular la reflexión sobre el trabajo pionero de Menéndez y Pelayo con el concepto transformado de crítica que aparece en Unamuno, y destacar en ese pasaje la manipulación del teatro áureo como material fundacional de un canon no sólo literario sino político y social. Y en este contexto, cabe también proponer un análisis concreto de la propia dramática una-muniana como la utópica construcción de un teatro moderno y experimental que recogiera las bases populares del barroco y resignara la acción pantomímica sin renunciar a la palabra ni a la reflexión intelectual, y que a la vez lograra inscribirlo entre los autores canónicos de la escena española.

Palabras claves: Comedia del Siglo de Oro; Generación del 98; Marcelino Menéndez y Pelayo; Miguel de Unamuno; Puestas en escena latinoamericanas; Regeneracionismo.

Summary: This work presents a specific approach to Unamuno theatre plays, which consists in considering them as a result arisen from certain canonical critic conditioning prescribed by the philologist Menéndez y Pelayo and that weighed on some members of the '98 Generation. Latin American stagings attest the Unamuno's dramatic project viability, considering that was in this continent where its work was accepted, whereas Spain always meant a somewhat hostile land for the acceptance of theater productions based on Unamuno's texts. The article, proposes to tie the refection on the pioneering work of Menéndez y Pelayo with the transformed concept of critic that appears in Unamuno, and to emphasize in that passage the manipulation of the golden theater like original material of a literary canon not only politician but social. And against this background, it is also possible to propose a concrete analysis of the Unamuno's dramatics like the utopian construction of a modern and experimental theater that picked up the popular bases of the baroque and resigned the pantomime action without resigning to the word nor to the intellectual refection, and that simultaneously managed to register it among the canonical authors of the Spanish scene.

Key words: Gold Century Comedy; '98 Generation; Marcelino Menéndez y Pelayo; Miguel de Unamuno; Latin American staging; Regenerate.

Resumo: Este trabalho possui um enfoque específico com respeito ao teatro de Unamuno, o qual consiste justamente em considerá-lo como um dos resultados surgidos a partir de certos condicionamentos críticos canónicos que o flólogo Menéndez y Pelayo tinha prescripto e que gravitavam sobre alguns integrantes da Geração do '98. Neste sentido, as postas latinoamericanas servem para testemunhar a viabilidade ou não do projeto dramático unamuniano, sobretudo tendo em conta que foi neste continente onde sua obra se conheceu, enquanto Espanha significou sempre um território hostil para a aceitação de produções teatrais baseadas nos textos de dom Miguel.
A idéia do presente artigo é, então, vincular a reflexão sobre o trabalho pioneiro de Menéndez y Pelayo com o conceito transformado de crítica que aparece em Unamuno, e destacar nessa passagem a manipulação do teatro áureo como o princípio de um cânon não só literário senão político e social. E neste contexto, se propõe uma análise concreta da própria dramática unamuniana como a utópica construção de um teatro moderno e experimental que recolhesse as bases populares do barroco e resignasse a ação pantomímica sem renunciar à palavra nem à reflexão intelectual, e que ao mesmo tempo conseguisse inscrevê-lo entre os autores canónicos da cena espanhola.

Palavras chave: Comédia do Século de Ouro; Geração do 98; Marcelino Menéndez y Pelayo; Miguel de Unamuno; Postas em cena latinoamericanas; Regeneracionismo.


 

"Don PeDro:- ¡Pues lo dicho, no, nada de ilusiones!
Al pueblo debemos darle siempre la verdad,
toda la verdad, la pura verdad, y sea luego lo que fuere."

Miguel De unaMuno, La venda. Drama en un acto y dos cuadros.

"Eustaquia:- El sacrificio habría sido decir la verdad, toda la verdad."

Miguel De unaMuno, Fedra. Tragedia en tres actos.

El gran teatro del canon

El teatro unamuniano sigue exigiendo un análisis que lo sitúe no sólo en su funcionalidad orgánica dentro de la vasta obra de su autor sino también que lo destaque en su especificidad dramática y sopese tanto la efectividad de sus presupuestos teóricos como su relación con ciertos condicionamientos críticos que actuaron en la época de su gestación.

En este sentido, cabe hacer referencia a ciertas concepciones heredadas con respecto al canon dramático privilegiado por el contexto del escritor vasco. Con relación al privilegio del teatro de Lope por sobre el de Calderón, Banús y Galván destacan que tanto Unamuno como Azorín:

[..] aunque no están escribiendo obras estrictamente de Filología, tienen relevancia y también una cierta 'autoridad' que, en procesos de selección muy marcados, hacen de altavoz de determinadas opiniones de Menéndez Pelayo y, más en general, de una valoración negativa. Su mediación, por tanto, abunda en un estado de opinión anticalderoniano, no con nuevos elementos, pero sí con nuevas argumentaciones y nueva fuerza. (Banús y Galván, 2000: 214)

Es decir, inevitablemente y a pesar de que se ha conseguido relativizar la subestimación de la obra calderoniana por parte de Pelayo relacionándola con una reacción ante la atención desmedida que había demandado el conmemorativo año de 1881, la fijación del canon que organizaría jerárquicamente el conjunto de la literatura dramática del Siglo de Oro español estuvo signada por la severidad de los juicios de don Marcelino ante el calderonismo. Y fueron esas opiniones las que justamente recogieron escritores de la generación del '98 como Unamuno o Azorín para transformarse en verdaderos detractores de Calderón a la vez que en defensores de Lope. Hoy pueden relevarse criterios positivos que Pelayo observó en su lectura del teatro calderoniano y entender que la marginación temporaria del dramaturgo, en verdad, se debió mayormente a la recepción de su faceta crítica negativa:

En consecuencia, la recepción de Menéndez Pelayo -siempre importante por su gran autoridad- en un sentido anticalderoniano es posible, pero no necesaria, es decir, no es la única posible. Lo cierto es que los autores del '98, en cuyo esquema Calderón no podía encontrar un gran aprecio, utilizan con gusto una autoridad a la que someten a una 'lectura deterior', y configuran así una tradición que fltra el texto original reduciéndolo a su faceta negativa. Pero podría haber surgido una recepción que dejara de lado la crítica y se acogiera a las alabanzas [...]. (Banús y Galván, 2000: 215)

A esto podemos agregar la interesante observación que hace Mainer cuando declara que la constitución del canon literario español puede rastrearse y diferenciarse según las diversas estrategias generacionales que fueron superponiéndose en dicha tarea, y que en ese marco la generación del '98 heredó de Pelayo cierto matiz pedagógico y nacionalista del criterio de selección. Y a la vez, los integrantes de esa generación debieron autoafirmar su propia obra como continuadora del canon pretérito y así reafirmar su sentido identitario. Dirá Mainer que la maniobra de Azorín en 1913, al publicar Clásicos y modernos, es el de rematar una serie de libros que no sólo proponían un nuevo modo de crítica (impresionista, actualizadora y sensible) sino "un nuevo canon de clásicos en el que los lectores contemporáneos pueden (y quizá deben) insertar, por mor de un idéntico modo de lectura, a los clásicos vivos" (Mainer, 1998: 277). Es decir, explica que en ese surgimiento, la generación del '98 se autopromulga como la nueva camada de intelectuales a inscribirse dentro del canon y que esa operación está signada, sobre todo, por una especie de "modelo Miguel de Unamuno" que exigía un plus educacional a la literatura.

Ahora bien, ¿qué fue lo que determinó entonces, en el caso específico de Unamuno, la tendencia a optar por Lope como centro de un canon literario hegemónico que jerarquizaba la obra dramática del Fénix como representación trascendente del espíritu nacional? La respuesta a esta pregunta tal vez podría iluminar su propia producción dramática de acuerdo a los desperdigados fragmentos en que el escritor vasco desarrolló cierta preceptiva, reflejando el interés por el cual el teatro moderno (sin abandonar su experimentalismo) retornara a la raíz popular de la modélica comedia áurea, origen literario de una genealogía nacional incuestionable fundada por Menéndez y Pelayo.

En la lenta pero sostenida configuración de esa poética dramática, Unamuno resulta presa y creador, a la vez, de una trampa paradojal, de una contradicción que condenaría su propia producción teatral, motivada, tal vez, por ese derecho 'inalienable' que don Miguel se había reservado desde siempre: 'el derecho a contradecirse'. Ese motor productivo, entre otros factores, habría cultivado la paradoja subyacente a su obra dramática: la paradoja que consistió en orientar su intento por la constitución de un teatro de ideas al público identificado con 'el pueblo', es decir, a la franja 'popular' de espectadores, aunque la escasez de acción no atraería finalmente la convocatoria masiva de ese grupo, sino esencialmente al discreto sector del público 'profesional'. Esto puede rastrearse, especialmente, en las múltiples puestas argentinas. Es decir, al no conjugar acción e ideas, su propio teatro no obtuvo la recepción propia de las puestas de los clásicos áureos, que sí conjugaban ambos planos potenciando la palabra como elemento dinámico de la acción lírico-dramática. Unamuno despreciaba el concepto vano y pantomímico de 'acción' y esto lo limitó a la opción de un teatro donde predominara la 'palabra' o, más bien, la literatura por sobre la acción. La recepción convocante y abierta no se produjo, ya que el fenómeno arduo de 'educación' del público a la escucha del drama hubiera requerido tiempos considerables que todavía no habían cimentado dicho proceso y el cambio cultural que significaría posteriormente.

Por el contrario, entre las otras tantas alternativas de su producción, el teatro unamuniano aparece como un revés verboso del 'silencio' regeneracionista de su maestro Pelayo. Dice Santoveña con respecto a la postura pasiva que tomó Menéndez y Pelayo ante la crisis intelectual que ocasionó la pérdida de las últimas colonias españolas en 1898:

Menéndez Pelayo (1856-1912) fue uno de los pensadores que experimentaron una gran conmoción a raíz del desastre español de 1898. Ahora bien, este hecho, en vez de impulsarle a participar junto a otros intelectuales del debate general que por entonces se abrió acerca de nuestras deficiencias y limitaciones como nación, se iba a concretar en la adopción de una actitud de aislamiento. [.] En estas condiciones, el desastre finisecular pronto suscitó una profunda crisis de identidad colectiva en la sociedad española. Esta crisis propició, a su vez, diversas reflexiones sobre las causas y circunstancias que la habían hecho posible, así como la manera de subsanarla. Tal fue el caso de la aportación efectuada por (.) escritores jóvenes como José Martínez Ruiz ("Azorín"), Ramiro de Maeztu, Pío Baroja o Miguel de Unamuno (.) [Menéndez y Pelayo], que desde joven se había caracterizado por ser uno de los pensadores que más había insistido en el deterioro general y progresivo que, en su opinión, estaba experimentando el país, en un momento tan señalado como el que siguió a las derrotas de ultramar, guardó un silencio significativo. (Santoveña, 1998: 91, 94).

También lo destacará Unamuno, cuando diga: "Y yo, que fui su discípulo directo -y hasta oficial-, que le quería y le admiraba, tengo motivos para creer que la honda filosofía, la contemplación del misterio del destino humano, le amedrentó, y que buscó en la erudita investigación una especie de opio, un anestésico, un nepente, que le distrajera." (Unamuno, 1958, V: 403)

Es decir, pareciera que la opción práctica de Unamuno, en este caso dentro del género dramático, se volcó a una alternativa opuesta al silencio de su maestro, a la reivindicación de la 'palabra' teatral, provocando sin embargo el efecto contrario al que hubiera ansiado: no al reconocimiento del público 'vivo', sino al de ese mismo público al que había criticado por su 'selecta' frivolidad. Esa crítica es recurrente en algunos de sus ensayos sobre teatro: ".me interesaba tanto o más que el escenario, el público. Público en gran parte del que llamaría profesional, maleado por la frecuentación del teatro y que va más que a oír la obra a verla, y más que a verla a ver al actor, y más que ver a éste a compararle." (Unamuno, 1958, XI: 511). Asimismo, dirá: "Ese público de la llamada alta sociedad, que es el público que mejor paga, pero el más detestable, teniendo consideración al arte, ¿resistiría ese público una verdadera tragedia.?" (Unamuno, 1958, XI: 523). Y destaca que hay una gran parte del público, el más popular, que sí "se deja absorber por el drama", y postula incluso el retorno de la 'palabra' al sector trabajador: "Aún necesitamos de andadores para leer, y, sobre todo, una representación escénica es una lectura pública. Y hasta creemos que las sociedades obreras, verbigracia, deberían tener un lector que cada noche les diese cuenta de la prensa del día." (Unamuno, 1958, XI: 529).

Sin embargo, su teatro, como también ocurrió con su labor ensayística, funcionó al contrario de sus expectativas, como un refuerzo de la élite intelectual o pseudo-intelectual, o incluso 'políticamente' cultural. Y este legado, tal vez, lo debieron tangencialmente todos los noventayochistas a la influencia de Menéndez y Pelayo. Es acertado lo que indica Santoveña cuando menciona que el proyecto de Pelayo de una regeneración nacional puramente científica e intelectual potenció la cultura de élite. Lo curioso es que Unamuno también llega a ese objetivo pero por azar, por accidente, sin desearlo y hasta intentando evitarlo. Un destino trágico para el hombre que identificó en el centro de la vida la matriz productora del sentimiento trágico o agónico de buscar el ser a costa de desaparecer, de reforzar la conciencia de Spinoza de que el ser (cualquiera que fuera) persiste en su esencia sólo a costa de extinguirse. La empresa de Unamuno en el terreno de lo teatral, como tantos otros aspectos de su actividad, falló paradójicamente en su esencia, en la tragedia de haber persistido para finalizar logrando su expectativa opuesta.

Unamuno había escrito hacia 1898 una serie de pautas que, a su modo de entender, requería el teatro moderno español para su propia regeneración. Una de ellas era el retorno a lo popular, cuestión que difícilmente lograrían sus piezas dramáticas más reconocidas, como ser Fedra, El otro o Raquel encadenada. En su ensayo "La regeneración del teatro español", de 1896, que puede leerse como una preceptiva de su propia dramática antes incluso de que fuera producida, es recurrente la mención de Lope sobre todo porque en él "el drama era hijo del pueblo y productor de grandes ingenios": "Nuestra dramática llegó a su ápice con 'Lope de Vega todopoderoso, poeta del Cielo y de la Tierra', ídolo del pueblo, héroe verdadero, arte él mismo, que fue, como se ha dicho, una fuerza natural, en cuanto lo es un pueblo, porque fue todo un pueblo" (Unamuno, 1951, I: 169). Y, en este sentido, resulta destacable el remedio regeneracionista con el que especula el joven Unamuno:

Al teatro, que languidece por querer nutrirse de sustancia propia, no le queda otra salvación que bajar de las tablas y volver al pueblo. Conviene en ocasiones tales la irrupción en escena de algún bárbaro que ahuyente al público no pueblo, un azote de todo convencionalismo. No importa que fracase; ha abierto vereda por donde pueden pasar los dramas no teatrales. Sí, dramas no teatrales. (Unamuno, 1951, I: 171).

Parte importante del propio destino del teatro unamuniano parece resumirse en la aceptación literal de ese párrafo que exigía la llegada de un prometido dramaturgo bárbaro, con su anunciado fracaso aunque también con la vanguardista originalidad de ser un teatro alejado de los formalismos teatrales de su época. Pero es para reflexionar si ese fracaso de la poética teatral unamuniana no refleja además la ratificación misma de una clara influencia: la de Menéndez y Pelayo, que realmente había creído posible una regeneración sólo a partir de la actividad científica y cultural. O sea, ¿no existe también una 'traición' a la base popular, tan mencionada en los escritos noventayochistas, al creer que la evasión política podría saldarse solamente con una literatura expansiva, no sólo ensayística sino también dramática, en este caso? En Unamuno, a diferencia de Pelayo, esto hubiera significado una contradicción peligrosa. Es decir, la creencia de que las palabras 'curarían' la situación crítica del pueblo español, ¿no fue una reacción regresiva y conservadora del plano intelectual de la élite española de ese momento? El silencio de Menéndez y Pelayo es el reverso del discurso hipertrófico de los jóvenes escritores del '98 que lo sucedieron, y ambos agentes proyectaron la desesperación amortizada de una indecisión política general. El teatro de Unamuno es un caso relevante de esa indecisión, y un análisis microcrítico del mismo puede revelar parte importante de esa frustración propia del inviable proyecto regeneracionista que se planteaba como puramente cultural.

La verdadera contracara de ese proyecto fue, tal vez, la explosión de la militancia obrera que se iniciaba y que sobrevendría luego, y la más definida tendencia de colaboración intelectual republicana que presentarían los pragmáticos jóvenes del '27, entre los cuales surgirían figuras como García Lorca y su proyecto de teatro universitario ambulante con La Barraca, tan admirado por Unamuno. Por el contrario, muchos de los noventayochistas se involucraron en política pero estuvieron signados por la misma ambigüedad que su maestro Pelayo. Prueba de esa ambigüedad podría ser la actividad de Unamuno y, dentro de su producción, el teatro anuncia específicamente la contradicción social de cierta parte de su poética, destacable genéricamente en sus ensayos y su dramática, ya que en el género novelístico logró producir una revolución 'polisistémica', en términos de Even Zohar, un quiebre profundo que cuestionó el caos de la realidad en su propio estatuto ontológico, explotando el juego metaliterario radicalmente, sobre todo en Niebla. Es llamativo, sin embargo, pensar que nadie que haya criticado la falta de acción dinámica del teatro de Unamuno, haya objetado a su vez la potencia de ese juego metaliterario que existe en la escena de enfrentamiento que mantienen los personajes Augusto Pérez y su autor, hacia el final de Niebla. Es curioso que se haya desarrollado con tanta insistencia la semejanza entre la poética pirandelliana y la unamuniana y que, a pesar de ello, no se haya hecho un mayor énfasis en el asunto de que el escritor vasco halló el maravilloso diálogo metaficcional que resulta ápice de su acción 'nivolesca' y que sin embargo no supo capitalizar dicho juego para su potencial metateatralidad. Unamuno vio la posibilidad del juego narrativamente, pero el peso de su propia complejidad flosófica y el automandamiento de reflejar su propio ideario fielmente en el género teatral, redujo sus obras a dramas de conciencia que desarrollaban, más que nada, conflictos interiores de los personajes, impidiéndole extraer la riqueza metateatral de algunos de sus pasajes narrativos, hallazgo que le hubiera significado otro reconocimiento por su dramaturgia y que le hubiera permitido alinearse, dentro de lo teatral, con obras que implementaban mecanismos altamente novedosos y efectivos, como es el caso de Seis personajes en busca de un autor.

Es necesario detenerse, brevemente, en la mencionada teoría de los polisistemas, como la explica Even Zohar, ya que representa cierta utilidad para pensar la compleja relación que suele existir siempre entre la serie estética y la serie social, tal como los formalistas la identificaron con cierto exceso de generalidad. Esta teoría presenta una clave para comprender por qué, dentro del género teatral, la obra de Unamuno no impactó en su contexto tal como añoraban los postulados de su propia dramática. Even Zohar da forma a la teoría de los polisistemas como un desarrollo específico de ciertas ideas del formalismo ruso. Dicha teoría, que resulta utilizable para el análisis del fenómeno de constitución de un canon, introduce algunas ideas innovadoras junto a un despliegue detallado de lo que podría asociarse al concepto vago de 'serie social', explicando que los 'cambios dentro de un polisistema' o "conversions" (Even-Zohar, 1979: 293) se deben a relaciones dinámicas intra e intersistémicas, y determinando así en qué consiste la presión del factor social en los cambios producidos sobre la jerarquía de la canonicidad. Para esto lanza dos ideas muy acertadas: la primera en cuanto a la necesidad de que exista un estrato popular de producción para que el centro se vea obligado a fortalecerse, estabilizarse y luego marginalizarse (tras sus epígonos); y la segunda, con relación a la cuestión de que tanto en el centro como en el margen existan productos primarios y secundarios, siendo los primeros aquellos que producen los cambios innovadores (sin ocupar el centro) y señalando los segundos como elementos conservadores del sistema una vez establecido. Por esto, el aporte de Even Zohar resulta importante, dado que desmitifica la idea amplia de "sistema", la cual suele considerar únicamente al corpus central o, en su defecto, confundirlo todo como si se tratara de un solo sistema. Asimismo, es destacable la gran combinatoria que permite la relación entre polisistema y las correspondientes categorías de primario y secundario, reflejando con menos generalidad la dinámica interacción de los textos en la constitución de un canon literario. Y más allá de su relevancia teórica, nos permite aquí señalar claramente que en el 'polisistema teatral español' en que se originó la obra dramática unamuniana el sustrato popular adhería exactamente a la alternativa opuesta, fomentando la centralización de un género 'liviano' o del comercial espectáculo de toros. Sin embargo, no puede ignorarse que el teatro unamuniano actuó, más allá de su eficacia, como elemento primario innovador dentro de su época.

En este sentido, Aszyk acerca entre sí las teorías dramáticas de Unamuno, Valle Inclán y García Lorca explicando que, a pesar de no haber publicado ninguno de ellos un manifesto ni texto puramente teórico, sus opiniones sobre el teatro inscritas luego en sus propias obras determinaron una tradición de referencia para los hechos teatrales posteriores en España. Aszyk declara acertadamente que los tres conocían las exigencias con respecto al teatro de la época en que vivían y que, sin embargo, no siempre realizaron en la práctica dramática sus premisas teóricas. Conocían la Gran Reforma del Teatro europeo de principios de siglo XX, sedimentada en las teorías reformadoras de Gordon Craig o Meyerhold, pero resentían que sólo algunos teatros experimentales o el Teatro Español dirigido por Margarita Xirgu apostaran a la novedad. Aszyk se equivoca al pensar que Unamuno era un férreo partidario de las teorías modernas y que eso lo reñía con un teatro donde primara la literatura: basta con leer sus ensayos críticos sobre el género dramático para cerciorarse de que Unamuno creía que sólo la literatura salvaría al teatro. De hecho, Aszyk misma explicará:

El único dramaturgo español que se propuso llevar el drama español por el camino del teatro ibseniano de ideas fue sin duda alguna Miguel de Unamuno. Él, como posteriormente Pirandello, descubrió unas posibilidades de crear el drama que enseñase la lucha entre el individuo y su ambiente convertida en un conflicto interno de conciencia (.) Unamuno rechaza las comedias de costumbres (.) y aconseja estudiar tanto el teatro clásico español como el teatro contemporáneo de otros países. Para Unamuno el pueblo es depositario de la 'intrahistoria' y los dramaturgos deben buscar la inspiración en la tradición popular para crear el teatro popular - 'teatro para todos'". (Aszyk, 1989: 136)

Puede decirse, entonces, que la confianza desmedida en el cambio cultural puro como alternativa regeneracionista provocó aciertos y desaciertos que influyeron en el canon literario nacional, muchas veces por acordar (o no) con el modelo prescripto por el sostén de lo tradicional español. Ese sostén, que hasta los del '98 (y Unamuno especialmente) mantuvieron, no condijo con ciertas facetas rupturistas de sus integrantes y eso condenó, muchas veces, a las propias obras. No pudo centrarse la canonicidad en Lope y, a la vez, por ejemplo, elevar la centralidad de la producción dramática unamuniana, la cual, a pesar de que su autor supusiera lo contrario, se oponía a los clásicos por su predominancia de la palabra por sobre la acción. El teatro barroco había logrado apoyar la acción sobre la palabra y así intensificar su dinamismo dramático y su densidad lírica. La prosa dramática de Unamuno distaba mucho de conseguir ese dinamismo, resignándolo todo ante la necesidad de potenciar el protagonismo de 'la idea'.

El otro (teatro)

El otro, misterio en tres jornadas y un epílogo, fue escrita por Unamuno durante su destierro en Hen-daya, en 1926. La obra cuenta la historia de dos gemelos, uno de los cuales ha muerto a manos de su hermano y su cadáver yace en el sótano. El sobreviviente ha decidido no darse a conocer por su nombre, y tras haber matado a su rival, simplemente se hace llamar 'el Otro'. Las mujeres de ambos hermanos se disputan al sobreviviente sin darle importancia a la ratificación de su identidad. 'El otro' rechaza a ambas, porque ya no vive, el odio lo redujo finalmente a la inexistencia. No se sabe cuál de los dos gemelos ha sido el asesino y esta duda permanecerá más allá del final de la acción, en el cual el asesino decide poner fin a su vida, acuciado por la culpa y la desesperación que le causa la escisión de su personalidad. Reconocida como una de las obras más acabadas de la dramaturgia unamuniana, es factible hallar en ella y su recepción un símbolo de las características intrínsecas a su dramática en general. Allí dirá el personaje protagónico:

EL OTRO:- Nos hicimos malos los dos. Cuando uno no es siempre uno se hace malo. Para volverse malo no hay como tener de continuo un espejo delante y más un espejo vivo, que respira. (Unamuno, 1964: 78)

El otro ha sido percibida como la obra más emblemática de la preceptiva dramática unamuniana, dada la fortaleza con que se desarrolla el tema de la identidad y del doble, y el registro ascético con que se despliega el drama de conciencia. El Otro es un personaje-símbolo del sujeto unamuniano que fracasa, que podría encontrar en su conflicto interior el canal agónico de una supervivencia espiritual y que, sin embargo, opta por poner fin a la culpa existencial de su duda por medio del suicidio. Si bien se trata de una obra con mayor intensidad dramática que el resto de su producción, lo primordial sigue siendo la extracción de un símbolo: el del hombre incapaz de verse a sí mismo, un hombre que se desconoce incluso conociendo su imagen reflejada, su 'otro', y tal vez justamente por conocerlo. Ese 'espejo' existencial es el que termina con la identidad del personaje, y no en vano se ha enfatizado repetidas veces el impulso antinaturalista de Unamuno y su necesidad expresionista de que el drama produjera cierta reflexión en el espectador. Esa temática obsesiva por el 'drama de la personalidad' dio lugar a la novedosa versión venezolana que dirigió Javier Vidal en 1986 con el grupo Theja en el Ateneo de Caracas. Tal como lo registra Del Puerto Gómez Corredera.

El director propone un montaje muy cuidado, en el que pone todos los elementos escénicos al servicio del texto para destacar la temática de la dualidad. Por ejemplo, la escena es bifrontal con forma de un triángulo isósceles: el lado mayor constituye el fondo de la escena en el que hay un gran espejo y en los otros dos lados del triángulo se sienta el público de manera simétrica. De esta manera, el espectáculo es desdoblado por el espejo, en el que se reflejaba el público también. Esta escena múltiple respeta los deseos de desnudez de Unamuno, ya que tan sólo contiene algunas sillas cubiertas de una tela blanca, evitando así cualquier distracción (Del Puerto Gómez Corredera, 2007: 372).

La alusión a la 'desnudez' refiere al comentario de Unamuno sobre su apuesta estética deseada: "La tarea de educar al público es penosa y rarísima vez sirve para sustentar al educador. Y después de esas noches seguí soñando en un teatro sencillo, lo más sencillo posible, desnudo, sobrio, en que lo que se ve sirva y ayude a lo que se oye, pero no lo desfigure ni lo oscurezca." (Unamuno, 1958, XI: 515). Pero más allá del valioso aporte de datos sobre las puestas en escena latinoamericanas de obras de Unamuno, es cuestionable el patrón que elige Gómez Corredera para juzgar dichos trabajos en cuanto a la fidelidad que sostuvieron con relación a ese precepto dramático del autor, y es discutible además por la razón de que tal vez resignarse a la 'desnudez' propuesta por el dramaturgo para sus piezas contradecía el gusto 'popular' por el teatro 'espectáculo', y esa especie de traición ha convenido mucho más a los puestistas latinoamericanos, en reiteradas oportunidades, que renunciar al éxito (modesto siempre) de las obras unamunianas sólo por el hecho de respetar a toda costa el ascetismo aconsejado por el autor para su 'teatro de ideas', reivindicación de la palabra antes que de la acción dramática. Por otra parte, la 'educación' del público masivo en la aceptación de ese tipo de teatro, e incluso la construcción de un placer receptivo que abandonara su atracción por lo 'espectacular' o por el aspecto más 'teatral' de la obra, y que produjera un sentido reflexivo a partir de la 'palabra' dramática, de la 'idea' proyectada en su profunda e íntima confictividad, en cuanto a la identidad, a la verdad y duplicidad del ser, fueron dos objetivos que no existirían conjugados sino décadas después del contexto de escritura, e incluso entonces sólo en ciertos sistemas (o polisistemas teatrales) donde la vanguardia elaboró la mayor parte de los productos primarios o novedosos que coparían el centro de las opciones culturales. Éste, dado su contexto y la carencia de condiciones dadas, no fue el caso de la producción teatral de Unamuno, aunque sí sería rescatado desde el inicio del siglo XX por algunas compañías o instituciones interesadas específicamente en introducir obras cuya novedad y grado de experimentación se distanciara de lo esperable. Esto es fácil de visualizar en el caso de Latinoamérica y, sobre todo, teniendo en cuenta que fue en este continente donde mayormente se receptó su obra, con dificultades o no, mientras que España significó siempre un terreno algo hostil para la aceptación de producciones teatrales basadas en los textos de Don Miguel. Puede citarse a Gómez Corredera:

Si bien Unamuno representó todas sus obras teatrales en España, debió realizar innumerables esfuerzos para que sus piezas fuesen montadas en escena y cuando lo consiguió, tuvo que conformarse, en la mayoría de los casos, con escenas pequeñas o alternativas, como pasó por ejemplo con Fedra que tan sólo llegó a representarse once años después de su creación en el Círculo de Bellas Artes. En efecto, sus obras encontraban difícilmente teatros interesados en prestar sus escenas y menos aún elencos dispuestos a arriesgarse con ellas. (.) Diferente fue su caso en América Latina durante los primeros años del siglo XX, donde sus obras se representaron en los teatros argentinos, el Ateneo y el San Martín, ambos reconocidos por su prestigio. Además, sus piezas fueron puestas en escena por compañías de teatro que buscaban la renovación del teatro latinoamericano, como las de Enrique de Rosas (1926 y 1927) y Luis Arata (1934). (Del Puerto Gómez Corredera, 2007: 386)

Sin embargo, es necesario destacar que Unamuno no proyectaba que su teatro simplemente hallara un lugar dentro de los intentos de renovación, sino que deseaba que dicha renovación se promoviera por un cauce popular. Eso tampoco se lograría cabalmente en Latinoamérica aunque resulta paradójico que ese teatro, pensado en sus orígenes como fragmento de una empresa literaria cuya intención rectora era la regeneración del dolido pueblo español, haya terminado con el tiempo por encontrar un espacio tan privilegiado entre los teatristas experimentales de aquellos mismos países cuyas independencias habían erosionado por más de un siglo la poderosa configuración identitaria nacional que España había heredado de su propio pasado imperial.

Por otra parte, podría arriesgarse que un buen patrón para medir la fidelidad de los realizadores a la preceptiva dramática de Unamuno es la relación que suelen tener sus puestas con la llegada a ese público 'popular' que el joven escritor había aspirado a convocar. Es decir, podría medirse la efectividad de las diversas puestas latinoamericanas según la adhesión ya no a la 'desnudez' escénica y al consabido minimalismo escenográfico que exige dicha poética teatral, sino a la reposición técnica dentro del texto espectacular de mecanismos y estrategias que recuperen la meta que los propios textos dramáticos han dificultado: el alcance más amplio de una lejana apuesta dramatúrgica que supo plantearse, en su momento, como vanguardista y popular a la vez. Esto, que podría identificarse como una actualización performática de los presupuestos dramáticos originales de Unamuno, determina en Latinoamérica solamente un grupo reducido de experiencias que vale la pena destacar. Así, El otro fue estrenada en Argentina por la compañía de Luis Arata, dirigida por Lola Membrives, y realizó funciones desde el 27 de julio hasta el 17 de agosto de 1934 en el teatro San Martín. Y a pesar de considerarse como un montaje que gozó de gran éxito de público, realizó tan sólo cincuenta presentaciones (resultando paradójicamente la pieza más representada en vida del autor) y fue criticado por la actuación de su protagonista. Pero más allá de esto, la temprana recepción de la prensa da cuenta (además de los aciertos vanguardistas de una escenografía 'depurada', realizada por Felipe Guibourg) "de una cálida aceptación por parte únicamente de cierto público cuya competencia abarcaba la compleja constelación de ideas que representaban los textos de Unamuno" (Saba, 2007: 62). El caso inverso, es la puesta argentina (poco documentada) que realizó en 1950 la compañía libre de Florencio Sánchez en el Teatro del Pueblo, al que solía acudir gran parte de la población opositora a las políticas gubernamentales, atraída por la alternativa independiente y no comercial de dicho espacio de resistencia. Y un caso aparte es el de las seis puestas y tres versiones cinematográficas latinoamericanas de Todo un hombre, cuya efectividad merecería ser analizada extensamente en otra oportunidad, ya que en todos los casos se trató de adaptaciones no realizadas por su autor de la novela Nada menos que todo un hombre.

Junto a El otro, Fedra también halló su lugar en Latinoamérica. Declarado por el mismo autor, esta tragedia en tres actos no le fue aceptada para ser representada en un teatro de Madrid, al igual que muchos de sus otros dramas. Planteada como "una modernización de la de Eurípides", Fedra retoma los principios del 'desnudo trágico' y el placer por el decoro (Unamuno exige que la protagonista muera fuera de escena), para contar la decisión suicida del personaje tras fracasar en el intento por conseguir el amor de Hipólito, hijo de su marido Pedro. Para eso, el autor pide que no existan cambios escenográficos ni 'ropajes' que desfiguren la acción, limpia 'oratoria dramática' (Unamuno, 1958, XII: 403). A pesar de haberla estrenado el año anterior en el teatro Tívoli, fue el 10 de junio de 1927 cuando la compañía argentina de Matilde Rivera y Enrique de Rosas montó Fedra en el Ateneo de Buenos Aires. Como indica Gómez Corredera, el director intentaba introducir autores que eran conocidos por sus textos renovadores para nuevo impulso del teatro argentino. Sin embargo, la representación pasó bastante desapercibida y la crítica ubicó la responsabilidad del fracaso en el excesivo realismo del lenguaje de la pieza. Si bien pueden destacarse también como 'renovadoras' las puestas de Julio Piquer en el teatro argentino de la Recova, en 1964, y el semimontado del argentino Daniel Ruiz en 2001, la novedad siempre radicó en respetar los deseos unamunianos de esencialidad sin convencionalismos escenográficos ni actorales. Lo cierto es que ninguna de ambas puestas logró mayor repercusión y ambas develaron, una vez más, que el compromiso radical con los valores populares del joven Unamuno habría exigido a los teatristas una intervención escénica que revitalizara el dinamismo de su acción dramática para alejarse del hermetismo intelectual que la obra suele favorecer a través del respeto a su pura textualidad.

Unamuno, entonces, haciendo caso omiso a su propio 'dogma teatral', o respetando rigurosamente el principio creativo de 'contradecirse a sí mismo', puede decirse que fue el verdadero autor de su propia trampa. En la producción de un teatro que reflejara con la mayor fidelidad posible los postulados obsesivos sobre la cuestión de la identidad, el doble y la propia existencia, debió sacrificar las creencias dramatúrgicas que había generado al inicio de ese itinerario sinuoso que su poética dramática debió recorrer desde su génesis a su fugaz madurez. Esas preceptivas teatrales originarias, que había planteado con tanto énfasis y defendido con un fervor locuaz, se transmutarían dentro de la praxis en un teatro pródigo en intelectualidad y escaso en acción. Tal vez hubiera creído que la persistencia en su práctica experimental y rupturista acabaría por modificar el patrón de percepción teatral que valoraba, antes que nada, los argumentos plenos de acción. Su teatro, en el poderoso retorno de la palabra a un juego intelectual de claridades a medias y cuestionamientos incisivos y recurrentes, no pudo modificar el placer de la aceptación de obras cuyo dramatismo descansaba en la acción y no en la reflexión. Si Unamuno había soñado, incluso antes de transformarse en un autor dramático, con un teatro popular y transformador a la vez, su realidad le devolvería la imposibilidad irrefutable por lograr un vínculo entre ambos epítetos. Su teatro, en parte, resultó transformador, sólo si lo situamos al margen de los intentos dramáticos convencionales y si consideramos el aporte, a otro nivel, de cierto carácter revolucionario que intercambió con el resto de su obra literaria. Pero no logró concretar jamás el alcance social que se había propuesto.

Es decir, Unamuno habría pretendido que su producción dramática acompañara funcionalmente, en el terreno más difundido y abierto del teatro, su extensa obra ensayística, poética y narrativa. Pero para esto, por ejemplo, debió relegar la atracción masiva que probablemente reconocía como latente en el teatro áureo que, a diferencia de ciertos dramaturgos contemporáneos suyos, había sabido mantener por igual su variada complejidad y la llegada masiva al público. Por lo tanto, no es de escaso interés relacionar la obra dramática unamuniana con un intento fallido por indagar, respetando el imaginario y la poética total de su autor, en un género que podría haberle reportado una difusión veloz y masiva. En este sentido (y no a nivel formal), el modelo del teatro áureo y sobre todo de Lope (nombrado por Unamuno insistentemente en sus ensayos sobre teatro), y dicho modelo entendido especialmente a través de la lectura y valoración que Menéndez y Pelayo había difundido con sus prólogos, centralizándolo en el canon de la literatura española, ese modelo habría funcionado como alternativa para el teatro de Unamuno. Pero éste no pudo sacrificar la fidelidad a su ideario flosófico y se vio imposibilitado de transformarlo dramatúrgicamente en acción. Su teatro careció de popularidad y la necesidad, muchas veces frustrada, de conseguir que sus textos dramáticos fueran puestos en escena fue una empresa constante en su proyecto artístico. Creo que el analizar nuestra hipótesis a la luz de los estrenos españoles también sería útil, si se descontara que la convocatoria de público correspondería muchas veces a la firma autoral del gran don Miguel, admirado por muchos lectores que conocían su vida pública, su obra literaria o sus arriesgados comentarios periódicos. En América Latina, y especialmente en Argentina, que receptó de buen grado el teatro unamuniano, el caso de las múltiples puestas de estos textos permite revisar el acierto de que su teatro no consiguió, ni siquiera en la última modernidad teatral, sostenerse por el propio mérito de su riqueza agónica o por la trascendencia de sus estructuras dramáticas, sino acaso por la merecida valoración que su autor había cosechado como notable figura intelectual y narrador de primer orden.

Muy por el contrario de lo que ocupaba el centro canónico del teatro español según lo dispuesto por su maestro Menéndez y Pelayo, el teatro de Unamuno, replegado muchas veces al drama íntimo o incluso al específico 'teatro de conciencia', con su intenso desarrollo del conflicto identitario personal, debió sacrificar la estrategia dramática que le hubiera significado mayor difusión y, por lo tanto, acercado a la centralidad canónica del género: la acción apoyada en la claridad de un hilo argumental y la confictividad inherente a la estructura teatral clásica. América Latina (y especialmente Buenos Aires) reconocieron (a veces más que en España misma) la relevancia inagotable del imaginario unamuniano. Su teatro, sin embargo, poseyó siempre un hermetismo que lo hizo resistible al éxito masivo de público, antes y después incluso de que el nombre de Unamuno se centrara, junto a otros y por otros motivos, en cierto espacio jerarquizado del canon literario español.

Bibliografía

1. Aszyk, Urszula. (1989). "Los modelos del teatro en la teoría dramática de Unamuno, Valle-Inclán y García Lorca", en Actas del IX Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Berlín: Vol. II.         [ Links ]

2. Banús, Enrique y Galván, luis. (2000). "Entre Menéndez Pelayo y Ángel Valbuena: ¿Calderón denostado, olvidado y redescubierto?", Calderón 2000, I.         [ Links ]

3. Del Puerto Gómez Corredera, María. (2007). "El devenir del teatro de Unamuno en Latinoamérica", Revista Signa 16.         [ Links ]

4. Even-Zohar, Itamar. (1979). "Polysystem theory", Poetics Today, Vol. 1: 1 - 2.         [ Links ]

5. Mainer, José-Carlos. (1998). "Sobre el canon de la literatura española del siglo XX", en AA.VV., El canon literario, Enric Sullà (compilación de textos y bibliografía). Madrid: Arco Libros.         [ Links ]

6. Saba, Mariano. (2007). "Unamuno dramaturgo: El otro y su recepción temprana en Buenos Aires", Teatro XXI. Revista del GETEA, Año XIII, No. 24, Otoño 2007. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.         [ Links ]

7. Santoveña, Antonio. (1998). "Menéndez Pelayo y la crisis intelectual de 1898", Anuario flosófico. La Filosofía Española en la crisis de fin de siglo (1895-1905), Vol. 31, No. 60.         [ Links ]

8. Unamuno, Miguel de. (1964). El otro, misterio en tres jornadas y un epílogo, Barcelona: Aymá         [ Links ].

9. Unamuno, Miguel de. (1958). Obras completas, tomos V, XI y XII. Madrid: Afrodisio Aguado.         [ Links ]

10. Unamuno, Miguel de. (1951). Ensayos, tomos I y II. Madrid: Aguilar.         [ Links ]

Fecha de recepción: agosto 2008
Fecha de aceptación: marzo 2009
Versión final: diciembre 2010

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License