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Sociedad y religión

versión On-line ISSN 1853-7081

Soc. relig. vol.21 no.36 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul./dic. 2011

 

ARTÍCULO

Secularización y laicidad: entre las palabras, los contextos y las políticas

Secularization and laicity: among words, contexts and politics

 

Ana Teresa Martínez

 

Universidad Nacional de Santiago del Estero INDES.
atmartinez@conicet.gov.ar

Fecha de recepción:01/06/2011
Fecha de aceptación: 26/08/2011


Resumen

En América Latina, la hegemonía católica se fraguó históricamente en la forma jurídica del patronato, y los estados inicialmente coloniales se constituyen aún hoy trabajosamente en lucha con agentes y corporaciones económicas, militares y religiosas. Su modernidad, que ha sido sobre todo modernización compulsiva, profundiza la distancia entre las instituciones y las disposiciones de sus agentes, tanto en la constitución del estado democrático liberal, como en la racionalización de la iglesia católica, que nunca encuadró una diversidad religiosa condenada a la clandestinidad. Secularización cultural y laicidad institucional pueden ser analizados así como procesos diferenciables, con distintos ritmos de desarrollo y analizables en diversas escalas, según diversos regímenes epistemológicos. La lucha que se desarrolla hoy en el campo político, en que religiones y grupos minoritarios trabajan por reivindicar sus derechos y libertades, reactiva la dimensión utópica de la democracia y sugiere la necesidad de afinar instrumentos de análisis para procesos que se desarrollan en campos entrecruzados y superpuestos.   

Palabras clave:Secularización; Laicidad; América Latina; Modernidad religiosa

Abtract

Catholic hegemony has being built in Latin America historically by the way of patronato, and the states -colonials at the beginnings- build themselves stressed by economic, military and religious individual and corporative agents, even today. Modernity has had the shape of compulsive modernization. It has deepen the detachment among institutions and agents dispositions, at on one hand in the constitution of democratic and liberal states, and on the other hand in the catholic church rationalization, who has never really controlled a religious diversity, so destined to be clandestine. Thus, cultural secularism and institutional laicity may be studied as different processes, which moves at different rhythms, and which may be analyzed at different scales, in different epistemological registers. The current fight taking place in the politic field, where the minor religions and minorities work to reclaim their rights and liberties, release the utopian side of democracy and suggests the need of refining the instruments to study processes that happen in crossed an overlapped fields of society.

Keywords:Secularism; Laicity; Latin America; Religious Modernity


 

"los argentinos hemos aprendido mediante las duras lecciones del pasado inmediato, lo que en cierto registro teórico se llamó 'la eficacia de lo simbólico'.Esto es, que las ideas no son un conjunto de signos que sobrevuelan la ruda materialidad de la acción, sino que producen efectos de realidad al encarnarse en los cuerpos hasta hacerlos desplegarse en la dicha o aniquilarse en el dolor" Oscar Terán, 1986

La innegable evidencia no sólo de la presencia persistente de las religiones en el espacio público, sino de su creciente organización y participación como actores políticos en distintas modalidades (Casanova, 1994), concomitante a transformaciones profundas de la legitimidad social y cultural en las sociedades contemporáneas, ha reabierto y renovado en las ciencias sociales el debate en torno a los conceptos de secularización y laicidad y a los procesos sociales que se les vinculan. De las dimensiones de la vida humana confinadas por la modernidad burguesa al espacio privado, no sólo la religión, sino también la sexualidad han salido al espacio público, a partir de la aceptación de nuevos roles de género, la legitimación de diversos modelos de organización familiar, la mayor separación de la actividad sexual respecto de la reproducción biológica, la progresiva aceptación pública de la diversidad de sexualidades, las interrogaciones en torno a los inicios y el final de la vida humana, así como las preocupaciones por reglar las nuevas posibilidades técnicas para su manipulación. La sexualidad se ha convertido en un objeto de debate público en la mayoría de los países de América Latina, a partir de los mencionados cambios culturales y la necesidad de los estados de compatibilizar las legislaciones con el ejercicio pleno de los derechos de los ciudadanos (Vaggione, 2008) Con frecuencia, en este debate, reaparecen con una fuerza -que habría que explicar- los actores religiosos institucionales y frente a ellos, el Estado vuelve a trabajar los límites de sus incumbencias en términos de una mayor o menor laicidad. "Medir" el "grado" de secularización de la sociedad aparece entonces como una necesidad concomitante, tanto para los actores religiosos, como para los poderes públicos. El supuesto que por este camino se omite enunciar, es que sólo una sociedad mayoritariamente "secularizada" debería tener un estado laico, y el debate queda entonces confundido en la complejidad de un concepto multívoco y enredado entre las cuestiones culturales, jurídicas y políticas, deslizándose de unas a otras sin advertirlo. Sin pretender mayor originalidad, pero acentuando algunas distinciones que podrían contribuir a esclarecer el debate, en este trabajo retomaremos los conceptos teóricos de las ciencias sociales "secularización" y "laicidad" con el objetivo de comenzar a distinguir potencialidades significativas que aporten inteligibilidad a procesos contemporáneos, intentando ampliar el marco de lo pensable en este contexto de cambios. Sostendremos que la distinción entre "secularización" como proceso socio-cultural y "laicidad" como resultado jurídico de una tarea política colabora a encontrar instrumentos teóricos más adecuados para estudiar estos procesos, que deberán de todos modos ser abordados caso por caso, en términos empíricos.

Cambios de texto y contexto

Cuando la sociología acuñó desde diversas tradiciones teóricas y lingüísticas una trama conceptual de "sentido común sociológico" que se movía sin mayores distinciones deslizándose entre secularización, laicidad y desencantamiento del mundo, existía un discurso social dominante que daba por supuesto un autocercioramiento acerca de la modernidad como estado de adultez social e intelectual al que toda sociedad debía dirigirse, y una consiguiente filosofía de la historia que consideraba una única dirección legítima (e incluso posible) concebida como progreso. Esa trama nocional que incluía el implícito de la futura desaparición de las religiones, estaba hecha con retazos de ideas de los clásicos de la sociología, de deseos velados en torno a proyectos políticos de distintos signos y de experiencias históricas conflictivas en los procesos de construcción de los estados-nación. Retazos de ideas, experiencias y deseos, cosidos con la certeza de una superioridad moral y cultural que exhibía pocas de sus fisuras. En los últimos años del siglo XX y la primera década del XXI esta trama se ha ido desarmando y reconfigurado a partir de transformaciones sociales y culturales, desconciertos teóricos y cambios en el contexto político internacional, que impactaron en el sentido común sociológico. Postmodernidad o sobremodernidad para referirse a los procesos del norte, modernidades dependientes, periféricas o múltiples para hablar de procesos de modernización en los contextos de naciones excoloniales, son conceptualizaciones que evidencian esta necesidad de dar nuevos nombres al espacio en que se desarrollan conflictos difíciles de conceptualizar con los útiles que tenemos. Al mismo tiempo, las preguntas por el futuro de la humanidad se multiplican y se valoran puntos de llegada (y difícil retorno) imprevistos, que alientan la necesidad también de concebir nuevos proyectos políticos y culturales que canalicen demandas y consoliden procesos emancipatorios, más prometidos que cumplidos por los sueños de la razón moderna. Respecto de las religiones, estas transformaciones no tienen una sola dirección, sino que las involucran de modos nuevos y sobre todo parecen redefinirlas. El debate sobre la identidad y el buceo en los orígenes de la modernidad europea han llevado a descubrir sus raíces religiosas, al punto que es posible ver en ellas tanto el borrador de sus mejores promesas aún por cumplir (Habermas, 1989) como el inicio del fin de la religión como tal (Gauchet, 1985). Pero importa destacar que todo el tiempo lo que está en juego, estirando o adelgazando su significado, escapándose a la posibilidad de una conceptualización unívoca, es precisamente lo que entendemos por religión. No se trata de un problema teórico nuevo, pero su relevancia crece en la medida que el repertorio de modos socialmente legítimos de creer y hacer visible la creencia, se amplía y diversifica, generando un estado de dispersión, tanto en términos de comunalizaciones en muchos casos dotadas de identidades fuertes, como de creencias individuales e individualizadas por sujetos que definen identidades religiosas o no religiosas con autonomía y desafiliación de las instituciones que se suponían reguladoras, y al mismo tiempo multiplican las institucionalidades o trasladan prácticas, símbolos y creencias, antes religiosas, a espacios que no definen como religiosos. Un retorno más cuidadoso a los clásicos de la sociología, tanto como la introducción de miradas teóricas alternativas sobre los fenómenos religiosos (Dianteil y Löwy, 2009 entre otros) permitieron ver aristas que habían pasado desapercibidas al construir aquella trama que articulaba en un discurso que se había hecho sentido común sociológico, las nociones de secularización, laicidad y desencantamiento. Intentar precisar lo que Weber, Durkheim y Marx (pero también Troeltsch, Bloch, Goldmann o Bourdieu) habían dicho sobre la relación entre las religiones que habían estudiado y las transformaciones de las sociedades por efectos del capitalismo, el desarrollo científico tecnológico, la industrialización y la conformación de estados nacionales, permitió ver los problemas abiertos en la teoría y sus correlatos en una historia que permanecía de por sí incompleta en sus descripciones e incierta en los desarrollos futuros. Post-secularidad, o des-secularizaciónparecen referirse así sobre todo a nuevas maneras de mirar de las ciencias sociales, que se hacen conscientes de lo que siempre había continuado allí, aunque se haya redefinido su articulación política interna y se haya debido generar nuevos modos de vincularse con los poderes a partir de los nuevos contextos. Finalmente, las religiones -y especialmente el cristianismo- no habían desaparecido, sino que habían demostrado más bien una inesperada vitalidad al adaptarse y redefinirse institucional y políticamente. Y lo habían hecho no de un solo modo, sino según una multiplicidad de contextos y actores, analizables caso por caso. Por otra parte, los historiadores de América Latina también han ido revisando sus descripciones y mostrando pliegues y matices antes invisibles en historias en las que el desplazamiento fuera de la centralidad de las instituciones permitió ver no sólo los procesos complejos de utilización mutua, sino la trama cotidiana en que lo religioso y lo secular seguía mezclado aún en los momentos en que los proyectos liberales y las ideologías positivistas parecían más hegemónicos, a fines del siglo XIX (García Jordan, 1995, Di Stefano, 2011 entre otros). Después de todo, la historia seguía siendo historia y las cosas de la lógica no comandaban la lógica de las cosas. En síntesis, la trama conceptual se hizo pedazos y las palabras quedaron flotando, sin saber muy bien a qué nos referíamos con ellas. Palabras "zombies" diría Mallimaci retomando a Beck (Mallimaci, 2008a). Afinar significados en momentos así no es un ejercicio escolar, es afinar instrumentos y aprender de nuevo a nombrar el mundo, aunque sigamos utilizando los mismos términos. Quizás sea también comenzar la tarea de acuñar otros nuevos.

Secularización, laicidad, desencantamiento

Ya otros han hecho notar antes que nosotros (Mallimaci, 2008b, 128-129, siguiendo en este punto a De Launay, 2004) que secularización es un término altamente complejo, indígena a la tradición cristiana, con origen en el latín eclesiástico, y que refiere a la segregación social como técnica de racionalización religiosa (para decirlo en términos de Weber), es decir, refiere al "monacato" en tanto separación del mundo, la renuncia al saeculo, por oposición a los cristianos que siguen viviendo en él (incluidos los clérigos). El uso posterior remite al momento de la Reforma y a Alemania, para referirse a la apropiación de bienes eclesiásticos por parte de las iglesias protestantes. En el siglo XVI, en el Tratado de Westfalia, secularizar no sólo es apropiarse de los bienes de obispados o de órdenes religiosas para retenerlos la autoridad secular, sino también para entregarlos a un grupo religioso disidente reconocido también como Iglesia, situación novedosa en Europa por entonces. Nos interesa recordar este hecho porque produce a la vez una ambivalencia semántica  y una connotación negativa en la tradición católica que la llevará, aún en nuestros días, siguiendo al Concilio Vaticano II y su aceptación de la autonomía del " saeculo", a distinguir una "sana secularización" y a diferenciarla de una posición considerada extrema, que se denominaría "secularismo", sin que podamos saber muy bien dónde debería ubicarse la frontera. La tradición lingüística francesa, que habla desde una experiencia de catolicismo en situación monopólica y desde tentaciones galicanas, utiliza el verbo "secularizar" para mencionar la apropiación de los bienes eclesiásticos a manos de un estado centralizado que crece y se consolida desde el siglo XVII. Pero en la tradición política francesa se va a hablar sobre todo de laicidad. En la etimología, el término es homólogo a secularidad, ya que refiere al conjunto de los laicos (seglares) por oposición a los especialistas religiosos del cristianismo. Los matices potencialmente ricos en teoría deberíamos buscarlos del lado de las experiencias históricas en los que se acuñaron los términos. Según Baubérot, Ferdinand Buisson, ministro de Jules Ferry, habría sido el "primer teórico de la laicidad" (Baubérot, 2007, 4) para quien un Estado neutro surgiría en la medida que éste arranca a la tutela de la iglesia las diversas funciones de la vida pública. Se refiere evidentemente a la Iglesia Católica, que también aquí hablará de "sana laicidad" y de "laicismo" sin mayores distinciones respecto del par anterior. El Estado neutro sería el garante de los derechos civiles, previos y separados de toda convicción teológica. Se convertiría entonces en un componente clave de la idea misma de ciudadanía: reconocimiento de la igualdad de todos los ciudadanos ante una autoridad definida como "Estado de derecho", es decir, sometida a un sistema jurídico considerado neutro desde el punto de vista religioso. Esta idea de laicidad ha llevado a los teóricos posteriores a ponerse en guardia también contra toda sacralización del poder, incluso la del Estado. El laos, el pueblo, inicialmente diferenciado de los clérigos en tanto especialistas religiosos, mantendría así tensiones tanto respecto de los poderes eclesiásticos como de los de otros especialistas de lo simbólico que pudieran amenazar su libertad de conciencia y expresión desde el Estado. Esta idea de laicidad abre nuevas complejidades al debate, en tanto ya no sólo refiere a la gestión de la diversidad religiosa, sino también a la de la diversidad cultural en general, poniendo a la vez en el centro del debate la libertad de culto y de expresiones públicas de las religiones y el problema del reconocimiento de derechos colectivos al interior de estados democráticos fundados en la soberanía de los individuos. Como señala Jean Baubérot, los documentos internacionales actuales traducen " laicité" por " secularism" y consideran que un "estado secular" es aquel donde se reconoce libertad de religión, ciudadanía y separación de iglesias y estado. Si " laicity" aún no se legitima en la lengua inglesa, no se puede dejar de ver que "secularismo" engloba-y confunde- ambos sentidos: el proceso socio-cultural y la cuestión de la organización del Estado para el reconocimiento efectivo de derechos, incluidos los de minorías religiosas, sexuales o culturales (Baubérot, 2007,19). Desencantamiento, el tercer término de la tríada conceptual, traduce el alemán Entzauberung. Weber lo utiliza para hablar de "desmagización", es decir supresión progresiva de un tipo de técnica religiosa, que se produce al interior de las mismas tradiciones religiosas, como efecto de una racionalización específica. Una lectura posible del capítulo V de la versión Winckelmann de Economía y Sociedad(Weber, 1993, 328-347) consiste en generalizar este proceso, esencializando y despojando de su carácter ideal-típico, a las nociones de magia y religión, para otorgar un significado vagamente evolucionista al pasaje de una a otra. Esta lectura sin embargo no corresponde a la multiplicidad de matices que ya Weber pone en ese capítulo, ni a los que surgen de la complejidad de su obra y de sus reflexiones epistemológicas. Por otra parte, al traducirse a otras lenguas y al incorporarse al sentido común sociológico, el término se tiñó de connotaciones nostálgicas, en las que se pierde de vista el terror al poder del mago, y que le son ajenas en la lengua alemana, incluso al margen de las conceptualizaciones weberianas (Isambert, 1986). El "desencanto" que suele asociarse al desencantamiento en este sentido, no ayuda a comprender el problema que se intentaba conceptualizar. En otro registro, la noción de desencantamiento es "ampliada" con toda consciencia en la construcción de Marcel Gauchet como "agotamiento del reino de lo invisible" (Gauchet, 1985,10), suponiendo una vez más una específica manera de conceptualizar qué serían las religiones, en una noción que, intentando descentrarnos de la experiencia europea contemporánea, remite a lo que podríamos denominar simplemente "mito", y que Gauchet entiende como orientación cultural a la autodesposesión, para la posesión tranquila de una identidad unívoca y un saber totalizante sobre el sentido del mundo. Remontando a la constitución de los primeros Estados y a la era axial en el milenio anterior a la era cristiana, el proceso de despegue respecto de la religión así concebida, éste núcleo de la desposesión sería para él el punto de conflicto central de la religión con el mundo moderno: el desencantamiento es supresión de un reino invisible y trascendente a partir del desarrollo de una racionalidad autónoma para el dominio de la naturaleza y la sociedad, incompatibles con la idea tranquilizadora de un saber recibido acerca de un orden inmutable e inaccesible y que por tanto expulsa a la religión del centro articulador de las sociedades.

No nos detendremos aquí sobre estos usos del desencantamiento, que merece tratamientos más extensos, pero importa recordar este carácter filosófico en el discurso contemporáneo, que le resta operatividad y lo ubica en otro género de debates. Lo que intentamos sugerir ahora es que las dos nociones de secularización y laicidad, con sus tradiciones lingüísticas detrás, pueden ser retomadas desde la posición extracéntrica (también en términos lingüísticos) de la tradición de las ciencias sociales latinoamericanas para retrabajarlas aprovechando precisamente los matices diferenciales y desarrollarlos teóricamente de un modo que sea útil para decir nuestros contextos. De hecho, como vimos antes, ya otros se han detenido a hablar de secularización como proceso cultural, diferenciándolo de la laicización como proceso político de consecuencias jurídicas. Es esta idea la que querríamos aquí profundizar a fin de afinar instrumentos que nos permitan percibir ambos procesos a escalas diferentes, simultáneas o desacompasadas, para poder analizarlos según esquemas de duración diversa y en distintos regímenes epistemológicos.

Secularización como proceso cultural

No vamos a repetir una vez más los términos de un debate sobre el que existe una amplísima y conocida bibliografía (Berger, 1999, Pierucci, 1998, Hervieu-Legér, 2005 entre otros). Sólo retomaremos algunos aspectos que nos resultan significativos para plantear el tema de la secularización desde la experiencia extracéntrica que es la nuestra. Como vimos, la reflexión sobre la "secularización de la cultura" la presenta como un proceso relacionado a la "modernidad" y al judeo-cristianismo. Si, comprendida en los términos de sus discursos más refinados, modernidad es pasaje de una racionalidad objetiva a otra instrumental, pero también descubrimiento del carácter lingüístico de la racionalidad y del carácter social e histórico del lenguaje y especialmente del habla, la cultura moderna no puede sino ir descubriendo su propia diversidad y desembocando en racionalidades "regionales", fragmentarias, conscientes de sus límites y necesitadas de reconstrucción continua y de traducciones posibles, aunque conscientes de algún margen irreductible de inconmensurabilidad. Este proceso de sucesivas modificaciones discursivas, que puede leerse en la historia de la filosofía europea desde el siglo XVII a la actualidad, ha ido cambiando la autocomprensión occidental de lo específicamente humano que se aprende como un implícito a través del conjunto del sistema escolar y de los variados discursos de los medios de comunicación social. Como todo discurso social (social aunque se lo pueda seguir a través de nombres propios de filósofos y científicos), si logra sobrevolar las cabezas pero también encarnarse en cierta medida en los cuerpos, es porque se corresponde y correlaciona con series causales históricas,1cuya dimensión más visible es la del despliegue e interconexión global de los mercados de bienes y de trabajo, el desarrollo científico-tecnológico, la expansión de la fórmula organizativa de los estados nacionales, etc., todos productos de la sistematicidad y racionalización de la acumulación económica, del trabajo humano y la organización institucional, del conocimiento y el dominio de la materia y la vida, de la producción de bienes culturales y de saberes legítimos, de la organización política y el uso sistematizado de la violencia física y simbólica. Ya Horkheimer y Adorno presentían que el carácter omnívoro del mercado y la racionalización del poder político tenían la capacidad de aliarse para construir sin decirlo nuevas formas de dominio totalizador. Como fuere, las religiones por adecuación, por concomitancia, o incluso por estar en el origen de estos desarrollos, no quedan fuera del proceso. Si se proponen a sí mismas a la vez como explicación del sentido del mundo y la vida humana, así como propuestas de gestión del límite y de normativa pre-política para la sociedad, lo hacen en tanto también pasan por un proceso de sistematización y de trabajo de especialistas que, como mostraba Weber, las conduce de las propuestas asistemáticas de salvación y sanación a la construcción de una teología, una teodicea y una ética teológica. El catolicismo sería en este sentido un caso límite, en la medida que la racionalización alcanza a constituir una burocracia altamente organizada, transnacional y centralizada, un dogma sistematizado y un derecho escrito y codificado para regular la disciplina interna, sin dejar de producir un amplio -aunque subordinado- cuerpo discursivo teológico desarrollado por especialistas. Este proceso de racionalización moderno le presta eficacia y le confiere un espacio delimitado desde donde constituir un poder específico. Pero, aún cuando marquen sus espacios, y hablen desde un lugar particular de la cultura, las religiones racionalizadas y modernas no pueden pensarse a sí mismas como meramente autónomas ni tampoco como subordinadas a otras entidades sociales o políticas, sino que proponen un punto de vista y de acción totalizante en las orientaciones de valor y entran por eso en tensión -y negociación- con cualquier otro modo de racionalización que se oriente a valoraciones que le sean contrarias. Esta tensión puede resolverse de distintos modos, pero parece ser inevitable, como se desprende del trabajo comparativo de Weber, hablamos de la experiencia de Europa Occidental y del cristianismo, y en alguna medida de las otras dos grandes "religiones del libro" que confluyeron conflictivamente en la construcción de Europa. Por eso, en el debate sobre la modernidad desarrollado en las décadas de 1980 y 1990, remontarse a los orígenes de la cultura europea permitió a su vez conectar estos procesos con otras historias culturales que ataban las raíces de la modernidad europea a historias y culturas anteriores, hasta vincularla a la conformación de las primeras concentraciones de población, economía y poder político conocidas, fijando allí los inicios de la ruptura con la visión totalizadora del mundo que bajo el nombre general de mito se atribuye a las sociedades no estatales. La "Era axial", desde Jaspers a Gauchet o Taylor, se presenta así como el punto de partida de una historia que -no necesariamente pensada en términos evolucionistas- permitiría dar inteligibilidad a los grandes cambios interrelacionados que percibimos en la aceleración de los últimos tres siglos, cambios que no ocurren por una especie de determinismo histórico, pero si aparecen determinados por el desarrollo del capitalismo occidental en sus diversas etapas y dimensiones, con sus componentes de hibridaciones locales y de luchas por el dominio. La de la secularización sería así una hipótesis interpretativa de procesos de larguísima duración, que, como señala Pablo Semán (2007) podría tener muy poca utilidad para comprender la problemática cultural y religiosa de historias que se miden en años o en décadas. Sin embargo, como él mismo admite al recorrer las etapas de la reflexión sobre la secularización en América Latina, hasta hoy la problemática no se disuelve y más bien tiende a redefinirse re-historizándose. Comenzar por recordar, como también hace Mallimaci al hablar de modernidades múltiples, que la modernidad no es una esencia, sino que denomina procesos análogos en algunos aspectos generales, pero profundamente distintos en su historicidad, invita a analizar de cerca la particularidad de la historia de nuestros vínculos con las sociedades y las culturas europea y noratlántica en general. En la Argentina y -con sus modalidades propias- en toda América Latina, la modernidad ha sido sobre todo modernización, es decir, introducción acelerada y voluntarista por parte de una élite, de cambios económicos, sociales y políticos que no se vinculaban demasiado con las disposiciones de la base social que debía protagonizarlos o con más frecuencia sufrirlos. Es ya un lugar común recordar que mientras el proceso del capitalismo, el desarrollo científico-tecnológico, la formación de estados nacionales, etc., fueron en Europa procesos endógenos que tomaron siglos y concretaron por eso también allí modernidades acentuadamente diferentes, en los países latinoamericanos, desde el "descubrimiento/invasión/conquista" en adelante, las etapas de mercantilismo y capitalismo fueron primero de carácter colonial y luego se desarrollaron desde un lugar del sistema mundo periférico y dependiente. Las consecuencias de este carácter inicial se pueden leer con más o menos nitidez en muchos procesos posteriores; si nos centramos en los culturales, aludimos sobre todo a los sistemas simbólicos y a las disposiciones de los agentes. En estos procesos de larga duración, en el subcontinente aparece una cuestión no menor: la distancia que se instaura en el siglo XVI y se complejiza sin resolverse desde el XIX, entre las instituciones orientadas a normatizar y dar consistencia en el mediano plazo a la cotidianeidad social, económica, política y cultural de los sujetos instituyentes que deberían habitarlas y reproducirlas. La Corona española y la diversidad de instituciones religiosas cristianas que aquella regenteaba en distinto grado mediante el patronato, dieron desde la conquista una forma institucional heterónoma y un nombre común a una multiplicidad de religiosidades hispano-lucitanas, indígenas y de origen afro, poniendo las bases de lo que hoy llamamos "catolicismo popular". En el siglo XIX los estados nacionales intentaron homogeneizar nuevamente bajo las instituciones de la Ilustración, el producto diverso de aquel proceso de tres siglos de colonia. Como en la etapa de la colonia, esta modernización fue, con acentos según las regiones, inevitablemente, y a pesar de los actores más apegados a los patrones de la modernidad europea, un proceso de adaptación y negociación en planos diversos, pero especialmente en los simbólicos. Modernización "tradicionalista" dice con acierto Fernando de Trazeignies para el caso peruano, reiteradamente fue la articulación al mercado internacional en términos desventajosos (para la mayoría y para todos en el largo plazo, aunque no en lo inmediato para las élites) el centro de procesos en los que la ciudadanización compulsiva de la población no ha logrado constituir sociedades democráticas que habiten sus propias instituciones como naturalizadas, o lo ha hecho sólo parcialmente, mediante la importación de poblaciones que parecían más "ciudadanizables" y sobre todo la invisibilización de extensas áreas geográficas y de las poblaciones más alejadas de este ideal. La ajenidad reiterada entre las disposiciones de los sujetos y la letra de las instituciones políticas, económicas y jurídicas, no sólo generan un modo particular de modernidad, sino uno en que la inadecuación juega habitualmente a favor de los grupos de poder económico, social o cultural. En la medida que esta inadecuación abre un margen importante de incertidumbre respecto de la interpretación de la normativa o del curso de acción pertinente, el vacío tiende a llenarse con los contenidos que proponen los que tienen acceso a la interpretación y mayores posibilidades de imponer su perspectiva. Lo culturalmente diverso al modelo anhelado de la Argentina europea y la disidencia en términos religiosos respecto del catolicismo, han acabado así generalmente confinados a la clandestinidad. Especialmente a partir de la reconstrucción romanizada de la estructura eclesial a inicios del siglo XX, la jerarquía eclesiástica trabaja por regular el conjunto de prácticas y de creencias heterogéneas del catolicismo popular, oscilando entre la idealización romántica, la condescendencia resignada y la condena. Las creencias y prácticas heterodoxas no dejan por eso de existir, se hibridan y adaptan, pero casi siempre a precio de perder el nombre propio o recogerse al espacio amplio de los márgenes institucionales y sociales. Es decir, nuestra modernidad se caracteriza menos por la diferenciación de "esferas de valor" que por los efectos de esta fractura que marca cada "ola" de modernización, con mayor profundidad cuanto más ajenos a sus procesos y beneficios permanezca la mayoría de la población. En este sentido, la modernización de los años 1990, con su acento en la globalización de los mercados financieros, ahondó la distancia de modo extraordinario para una parte significativa de la sociedad, destinada a la desafiliación del mercado de trabajo, al deterioro de la escolaridad, la salud, la vivienda y confinada así incluso territorialmente a espacios de "tierra de nadie" para las instituciones, incluidas las religiosas. Estos procesos históricos de largo plazo son razones poderosas para que la desinstitucionalización y la individuación de las creencias y las prácticas, la religión "al propio modo", sean las características centrales de esta modernidad religiosa, en realidad como acentuación y legitimación de una religiosidad dispersa y nunca del todo "domesticada" por instituciones que no lograron encuadrarla sino superficialmente. Como señala Daniel Gutierrez Martinez (2008) los discursos sobre el multiculturalismo difícilmente sirvan para conceptualizar esta diversidad, al menos en su estado actual. Para ceñirnos al análisis de las creencias y religiosidades y al caso de Argentina, un reciente libro de Judith Farberman, por ejemplo, recupera procesos judiciales referidos a prácticas de magia y brujería en el tardío siglo XVIII en el actual territorio de Santiago del Estero, relacionadas con rituales indígenas y africanos, que eran reprimidas por instituciones seculares en nombre de un catolicismo que en ese punto confluía precisamente en la creencia en aquello de lo que necesitaba defenderse; pero además el libro logra trazar continuidades con testimonios recogidos en la Encuesta Nacional de Folklore, organizada más de un siglo después por el Estado nacional, donde maestras de mentalidad ilustrada que ofician de encuestadoras condenan como "superstición", prácticas muy similares que recogen porque permanecen vigentes. El rastro incluso puede seguirse al menos hasta el trabajo etnográfico realizado en la misma región por la antropóloga Hebe Vessuri durante la segunda mitad del siglo XX (Farberman, 2010). Producciones simbólicas y prácticas rituales de muy diferente origen, de larga continuidad en las formas, con significados móviles por analógicos y vinculados a necesidades materiales y simbólicas diversas, han escapado y escapan a las definiciones conceptuales y a las normativas dogmáticas, disciplinares e institucionales del catolicismo que pretende contenerlas, pero que, a pesar de los muchos esfuerzos por incluirlas dentro de su propia sacramentalidad, no consigue ni regularlas en sus sentidos o en sus funciones, ni suprimirlas suplantándolas completamente por otras más ortodoxas. El reciente trabajo de campo realizado por nuestro equipo en Santiago del Estero,2da indicios de que, del Gauchito Gil a Santa Rita, en muchos casos los sujetos no han sentido ni sienten necesidad de identificarse con religión alguna para rendirles culto y cuando lo hacen, allí está el catolicismo como principal tradición legítima reconocible; de la Virgen del Valle al Señor de Maillin, pasando por el Señorcito de los Milagros, el protagonismo laical de las religiosidades, aún cuando reconozca nominalmente la autoridad eclesiástica, desconoce en una enorme proporción la normativa y la disciplina que pretende desde la iglesia Católica regular tanto las creencias como la vida cotidiana. Cuando se la conoce, en una proporción muy elevada los sujetos no se someten a ella, planteando una disidencia que sin embargo no sienten necesidad de manifestar públicamente ni trasladar al abandono de prácticas muy arraigadas, como los ritos de iniciación y pasaje. Los resultados de la Primera Encuentra sobre Creencias y Actitudes religiosas en Argentina, realizada en 2008 muestran esta disidencia en su amplitud y multiplicidad (Mallimaci, Esquivel, Gimenez-Beliveau, 2009; para el NOA, Martinez, 2010)  La regulación de la sexualidad es precisamente uno de los temas donde este desplazamiento se hace más evidente. En suma, la religiosidad de una población que sólo declara asistir al culto oficial en un 23,8%, pero que se confiesa creyente en más del 90% y católica en las tres cuartas partes, corre por carriles que no corresponden a una institucionalidad que se pretende hegemónica, y se considera con derecho a marcar la legislación civil. Como sugiere Reginaldo Prandi (2008) la laicización ( secularization) del Estado es el camino para no reemplazar una institución religiosa hegemónica por otra, ni por un grupo de instituciones en disputa por recursos estatales, sino para hacer visible la diversidad que desde la sociedad existe y se multiplica en las últimas décadas, reconociendo sus derechos. En un contexto en que la pluralidad y la hibridación que siempre estuvieron en el espacio de la cotidianeidad instituyente, se hacen presentes cada vez más en el espacio público, pero no son reconocidas sino fragmentariamente en las instituciones que regulan la sociedad, la caracterización del proceso de secularización en curso -reiteramos, no parece pasar tanto por la diferenciación de esferas de valor en la cultura, sino sobre todo por la publicidad y la legitimidad de la disidencia, y pone en evidencia que la cuestión de la laicidad del Estado, si en algo se vincula a los procesos de secularización, es sobre todo porque señala un problema ya no tanto cultural sino sobre todo político, y no al modo de una posición ideológica particular, sino de un componente fundamental del sistema democrático. Ya lo muestra claramente el trabajo de Soledad Catoggio (2008) sobre el Registro Nacional de Cultos. Si las instituciones religiosas (en este caso el catolicismo) se declaran apolíticas pero pretenden decir desde la cultura lo que corresponde legislar al Estado en representación del conjunto de la sociedad, entonces, la disidencia en el plano cultural, transformada por las instituciones en heterodoxia, se ha vuelto objeto de lucha política, y en un sistema democrático no puede sino ser reivindicada en nombre de los derechos civiles. En los próximos párrafos señalaremos brevemente algunos instrumentos para el análisis de estos procesos.

Laicidad como cuestión jurídico-política

Si secularizaciónpuede reservarse para aludir a procesos culturales en los que las diversas versiones de modernidades se interrelacionan de distintas maneras con diferentes tradiciones religiosas para modificarlas de modos diversos, el término laicidadse refiere específicamente al modo como se gestionala diversidad religiosa garantizando el ejercicio de los derechos. Desde este punto de vista, nos ubicamos en una perspectiva que especifica la problemática cultural, y atravesando el trabajo jurídico de las instituciones, nos ubica en un plano fundamentalmente político, ya que las tensiones que se producen por efecto de los cambios culturales, la pluralización de creencias, los choques de racionalizaciones según fines diferentes, los puntos de conflicto que aparecen cuando las religiones proponen proyectos englobantes a sujetos que se mueven en espacios cuyas lógicas son divergentes, abren una dimensión política particular con retos nuevos para las religiones, para los individuos y para los estados en cualquier situación e historia de modernidad. Podríamos definir así la laicidad, siguiendo a los principales teóricos contemporáneos del tema, como el modo de gestión de la diversidad religiosa en orden a garantizar el ejercicio de derechos a todos los ciudadanos, sea cual sea su religión, creencia filosófica o rechazo de la religión (Milot, 2008, Baubérot, 2007, Blancarte, 2008). En nuestra particular modernidad, la laicidad implicaría entonces también el imperativo de readecuar las instituciones al reconocimiento de las diversidades (entre ellas la religiosa) desconocidas, hegemonizadas y soterradamente disidentes. Supone por eso el acento en la democratización del uso de la palabra y del acceso al espacio público en igualdad de condiciones, para instituciones, grupos y personas. Como veíamos páginas atrás, el término viene de la tradición francesa, de una experiencia por tanto proveniente de un espacio donde la construcción del estado nación supuso enfrentar diversos núcleos de poder para apropiarse de una parte de su capacidad e influencia. La historia de la laicidad, allí donde se acuñó el término o en cada caso en que se lo retomó, es inseparable de la historia de la formación de los estados. Refiere sobre todo a la historia de una lucha por definir espacios de incumbencia en los que se juega el poder simbólico formalizado a través de las instituciones que lo regulan, que consiste en reconocer existencias, administrar identidades, legitimar vínculos, clasificar nombrando las personas y sus propiedades socialmente reconocidas, definir lo que es lícito o no hacer y decir. La historia de la formación de cada estado nacional o plurinacional, supuso y supone la apropiación de la posibilidad de recaudar impuestos-negociando con los poderes económicos constituidos, sean señores feudales o grupos económicos concentrados-; de organizar el territorio -desplazando poderes territoriales anteriores, caudillos locales o enclaves transnacionales-; de concentrar la capacidad de ejercer la violencia física de modo legítimo -anulando a quienes pretendan ejercerla, sea el crimen organizado o ejércitos populares-, y gestionando el ejercicio del poder simbólico en sus dimensiones más definitorias, como los instrumentos de registro de ciudadanos, de reconocimiento de cualquier tipo de asociación y organización civil (incluidas las relaciones parentales), el control del reconocimiento y administración de saberes y símbolos identitarios en el espacio a organizar, así como la formulación e interpretación del sistema jurídico. Es precisamente este punto de la violencia simbólica legítima, donde se recortan las luchas por la incumbencia de las religiones en la dimensión pública del control de la vida cotidiana de los ciudadanos, el lugar en que en las sociedades modernas chocan con las pretensiones de los Estados democráticos, como espacios de definición y garantía del ejercicio de los derechos, en la medida que la legitimidad de esos estados se funda en el ciudadano sujeto de derecho y de derechos. Las configuraciones de la laicidad de las instituciones públicas son por lo tanto tan diversas y cambiantes como las historias de los procesos de lucha y de negociación entre los estados y los grupos religiosos con sus intereses y los de sus aliados económicos y sociales. Como en los otros aspectos, mucho depende del poder inicial de las fuerzas en pugna y del interjuego de factores en que se desarrolle. La opción de Baubérot por hablar de "umbrales" de laicidad y la de Milot de definir "tipos", da cuenta precisamente de esta diversidad posible y de este carácter de intereses en pugna y de negociaciones, oponiéndose a la descripción de una evolución necesaria hacia una versión de modernidad y laicidad específicas (Baubérot y Milot, 2002; Baubérot, 2007; Milot, 2008) En suma, la laicidad no puede ser pensada ni analizada sino en términos políticos, y en nuestro caso, donde como mencionábamos la modernidad tomó la forma de modernizaciones sucesivas en función de la articulación a mercados internacionales monopolizados o hegemonizados, se trató -y en buena medida aún se trata- de la trabajosa constitución y consolidación del Estado, diferenciándose con dificultad en nuestro caso, de una serie de corporaciones religiosas sobre las cuales la corona española tenía derecho de Patronato. Las dificultades del proceso en gran parte se vincularon a esa "herencia envenenada" (Blancarte, 2008, 148) que prolongó en todos los países de América Latina el juego de transacciones y distanciamientos en los que el estado nacional reiteradamente intentaba heredar el patronato y la Iglesia jugaba -y en muchos casos aún juega- entre reivindicar su autonomía y recordar un supuesto derecho histórico a ser religión de Estado. La diferenciación del espacio religioso tiene así dos dificultades: en primer lugar, la ambigüedad del interés estatal, que osciló y oscila entre la actitud de continuar tutelando a la iglesia para ponerla a su servicio, considerándola parte de su estructura y la de diferenciarse de ella para construir su propia autonomía; en segundo lugar, el monopolio religioso católico en términos institucionales, que subsume bajo su estructura una diversidad de religiosidades y religiones condenadas a la clandestinidad por absorbidas o por deslegitimadas. El juego de relaciones en el espacio social del poder, se complejiza en la medida en que también el Estado, por su parte, se constituye trabajosamente frente a corporaciones poderosas, especialmente económicas y militares, que buscarán aliados en el mundo religioso para consolidar o recuperar poder. Roberto Blancarte distingue laicidad y laicismo, no exactamente en el sentido católico, sino para delimitar precisamente el carácter específico en que el momento anticlerical y combativo se extiende en los países latinos para conquistar la laicidad frente a la intransigencia eclesial. Por eso afirma que si durante los regímenes oligárquicos del siglo XIX "el laicismo predominó", sin embargo, la laicidad en la mayoría de los países latinoamericanos "todavía estaba por construirse" y es sólo en los procesos de democratización de fines del siglo XX e inicios del XXI que comienza a consolidarse cierta laicidad (Blancarte, 2008).  Es en este punto donde el concepto de campo de Bourdieu puede ser útil para pensar el tema, en la medida en que nos provee de instrumento para analizar los casos, ya no en términos casi filosóficos de diferenciación de esferas de valor, sino de diversificación de espacios sociales relativamente autónomos, noción mucho más operativa sociológicamente y adaptable al análisis de dinámicas específicas de reproducción, de regulación interna y de interacción entre los espacios. Al mismo tiempo, al invitarnos a pensar no sólo en términos de topologías posicionales, sino también de disposiciones, nos permite movernos entre la diversidad de escalas y vincularlas teniendo en cuenta la complejidad de los diversos temposen que se mueven agentes e instituciones. Campo religioso, campo católico, campo de los obispos, campo evangélico, campo del Estado, campo político, en cada juego de relaciones definidas topológicamente por el peso de capitales específicos que detentan los agentes, es posible definir lugares sincrónicos y movimientos diacrónicos, a su vez condicionados por la porosidad de los espacios, los interjuegos estructurales, las superposiciones dinámicas (Algranti, 2010) y en esos distintos niveles de disputas, diferenciaciones y dominaciones, comprender la configuración de las disposiciones y las redefiniciones de las reglas de juego al deslizarse los agentes de un campo a otro y el analista de una escala de observación a otra (Martinez, 2007; 2009). Que en 2010, ante la posibilidad cierta de que se sancione en Argentina una ley que autorizaba el matrimonio de parejas del mismo sexo, los obispos católicos hayan propuesto apelar a un referéndum, cuando en su filosofía oficial la opinión de la mayoría nunca se ha aceptado como garantía de verdad, habla más del cálculo político que de la coherencia interna de sus ideas y revela la profundidad de disposiciones apegadas aún al mito de la nación católica e incapaces de pensar en términos de respeto a las minorías, no como mal menor, sino como derecho. Esta incapacidad responde sin embargo a una memoria construida y objetivada en relatos, en libros, en planes de estudio de los seminarios e incorporada en los agentes religiosos como un supuesto implícito de su sentido práctico clerical, que les marca un lugar en la sociedad, una misión que cumplir, una razón de ser en la historia nacional. El rechazo al mismo tiempo a toda historicidad, el temor a la desmitificadora sociología (y en general a la autonomía de las ciencias sociales) evidenciado en la idea de un discurso social entendido como una doctrina social, abona y fortalece la idea corporativa de un espacio institucional que tiende a anular las diferencias internas exhibiendo un "working consensus" (Goffman, 1959) producto de una negociación cuya principal fortaleza es el secreto. Analizar este desplazamiento pone en evidencia el modo cómo el capital religioso puede transustanciarse en político y hablar un lenguaje político diciendo al mismo tiempo que se trata de la defensa de una filosofía de vida, que aparecería contradicha precisamente por el método que se propone. Del mismo modo, las estrategias de las instituciones religiosas en que la jerarquía queda en la retaguardia para que sean laicos quienes hablen el lenguaje de una filosofía pretendidamente universal, para defender finalmente las posiciones definidas dogmáticamente por la jerarquía en nombre de una revelación divina, pueden describirse sistemáticamente en este juego de desplazamientos y escalas. Son estos movimientos bifrontes los que no pueden explicarse sólo por el interés económico ni por el del poder, sino que necesitan también inscribir en el objeto la creencia y un interés específicamente religioso vinculado a disposiciones específicas, donde las reglas de juego y lo que está en juego sólo valen para los jugadores del caso. Son además los que sólo se entienden cuando se incluye el interés económico e institucional, junto con la configuración y los movimientos que se producen en un momento dado, visibles sólo si prestamos atención a varios campos al mismo tiempo. Del mismo modo, asociaciones y distanciamientos de agentes religiosos entre sí o con agentes políticos o económicos, pueden ser reveladores de las características de las coyunturas, los alineamientos y las disposiciones puestas en juego por unos y otros en cada momento específico. Campo religioso y campo político se entrecruzan siempre en la medida en que en ambos lo que se juega es el capital simbólico legítimo. Como señala Dominique Schnapper (2005), existe en la dinámica misma de las sociedades democráticas una tendencia a ampliar el espacio político, a multiplicar los sujetos de derecho y a correr el límite de lo que se define como derechos. Si esto es así, es porque la democracia tiene un componente utópico constitutivo, que mueve el foco imaginario de la vida buena a medida que amplía el horizonte a partir de los espacios conquistados. La historicidad, y por lo tanto la finitud de la condición humana genera una tensión irresuelta e irresoluble en esto que Schnapper, sin ironía, llama "estado providencial". Visto desde aquí, para esta autora, la modernidad genera religión, no como una compensación a su falta de horizontes, sino como una necesidad de organizar en ese contexto de igualdad y libertad como utopía siempre activa, el juego de las diferencias, de las particularidades, de las minorías, de lo que en los individuos y en los grupos sigue siendo diferente porque es producto de la historia, y la historia siempre es particular. Aquí, el mismo proceso cultural de la modernidad secular se hace político, y cada historia particular de laicidad requiere de un esfuerzo suplementario desde el Estado para reconocer, organizar y asegurar el ejercicio de cada vez más derechos, en la medida en que la historia misma se encarga de producirlos y legitimarlos. Si, como señala Bourdieu (2009), el Estado no es un aparato sino un campo, y también la institución religiosa más racionalizada que conocemos, la Iglesia Católica, lo es, puede ser un camino de aproximación teórica y metodológicamente fecundo, el intentar comprender en términos de sociología política, el proceso de marchas y contramarchas de la laicidad en nuestros países de modernidad extracéntrica, y de tradición católica fraguada en el patronato y en el sometimiento y la negociación de diferentes sistemas simbólicos y religiosidades.


Notas

1. Compartimos en esto una idea sobre el discurso social muy próxima a la sistematizada por Marc Angenot (2010)

2. Se trata del grupo Cultura, sociedad y poder, que desde el Instituto de Estudios para el Desarrollo Social (INDES), ha constituido el Nodo-UNSE del proyecto en red Religión y Estructura Social en la Argentina del siglo XXI, dirigido por Fortunato Mallimaci, que articuló de 2007 a 2010 cuatro grupos de trabajo del Ceil-Piette-Conicet, la UNCu, la UNR y la UNSE.

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