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Sociedad y religión

versión On-line ISSN 1853-7081

Soc. relig. vol.23 no.40 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul./oct. 2013

 

DOSSIER

El papa Francisco frente a la crisis sistémica de la iglesia una, santa, católica y romana

Pope Francis facing the systematic crisis of the Church, One, Holy, Catholic and Roman

Enzo Pace

Dipartamento di sociologia.

Via Melchiorre Cesarotti, 12, 35123 Padova- Italia

direttore.sociologia@unipd.it

 

Fecha de recepción: 21/07/2013

Fecha de aceptación: 25/09/2013


Resumen: El Papa Francisco se enfrentará a una crisis estructural de la Iglesia Católica. El modelo de la Iglesia, una, santa, católica y romana ya no se sostiene. El pluralismo interno, la distancia entre Roma y las iglesias nacionales, la idea de una autoridad que sigue siendo considerada como la única depositaria de la verdad, los desafíos de la bioética, los problemas del celibato sacerdotal y la exclusión del sacerdocio femenino, son los temas más relevantes en la agenda del Papa. El modelo de la iglesia, tal como la definiera el Concilio de Trento, ligeramente reformado por el Concilio Vaticano II, parecía enfermo y frágil, pero ha salido con fuerza a la luz, con el gesto de renuncia del Papa Benedicto XVI. Bergoglio parece haber comprendido la importancia histórica de la tarea que le espera. Juzgando al menos por los signos externos e inmediatos, su voluntad de cambio parece orientarse a poner en el centro de la acción pastoral la compasión y la caridad y a proponer una concepción de fe, ya no como una verdad a defender, sino como una prometedora experiencia de vida.

Palabras clave:Papa Francisco; Iglesia católica; Pluralismo; Autoridad

Abstract: Pope Francis facing the systematic crisis of the Church, One, Holy, Catholic and Roman. Pope Francesco will face a systemic crisis of the Catholic Church. The model of the Church, one, holy, Catholic and Roman no longer holds. The internal pluralism, the distance between Rome and the national churches, the idea of ​​an authority that continues to be regarded as the sole custodian of truth, the challenges of bioethics and issues of clerical celibacy removed as modal and the exclusion of women from a priestly role, are the most relevant issues of the agenda of the Pope. The church-model, as it has been defined by the Council of Trent, slightly reformed by Vatican II, appeared ill and fragile, that the gesture of resignation by Pope Benedict XVI has visually revealed. Bergoglio seems to have understood the historic significance of the task that awaits him, since the outward signs of change, immediately comprehensible and visible, refer to the desire to put in the centre of the pastoral action themes of compassion and charity and don't intend the faith as a truth only to defend, but as a promising experience way of living.

Keywords: Pope Francis; Catholic Church; Pluralism; Authority


Introducción

La elección de Jorge Bergoglio como jefe de la Iglesia católica, producida en marzo del 2013, parece marcar un punto de inflexión en la larga y tormentosa historia de la relación entre catolicismo y modernidad. Una historia que transcurre entre fines del siglo XIX y la segunda mitad del siglo XX.

La confrontación de largo plazo, crítica con la modernidad, puede ser identificada como punto de partida convencionalmente con el surgimiento de un movimiento de intelectuales orgánicos de la Iglesia: en primer lugar, con la aparición del Reformkatholizismus en Alemania (gracias a los esfuerzos, entre otros, de Hernán Schell, Albert Ehrard y Josef Müller) y, sucesivamente, con el modernismo, que tuvo difusión entre Francia e Italia (desde Loisy a Murri y Bonaiuti, solo para mencionar los más notorios).

Los motivos ideales que, en distintos grados, mantienen juntos a los dos movimientos serán en gran parte retomados en la segunda posguerra, al interior de diferentes iglesias nacionales y, a veces, como en el caso holandés, relanzado y profundizado por los obispos de primera línea, como fue Edward Schillebeeckx, iniciador de la Nueva Teología y autor, junto con otros, del Nuevo Catequismo Holandés (AAVV, 1966).

Los puntos críticos - de reforma- eran sustancialmente dos: por un lado, cambiar la forma litúrgica romana, por otro, cuestionar la estructura jerárquica piramidal de la Iglesia, favoreciendo el nacimiento de un modelo federativo, de comunidades locales y nacionales dotadas de una autonomía relativa.

De ese modo, se pensaba poder dotar a la iglesia de Roma de una estructura más ligera, para dar más voz a las iglesias locales, abrirse al diálogo ecuménico, cristianizar valores seculares que hasta entonces se habían mantenido fuera de los márgenes o fuera del discurso oficial católico (por ejemplo los temas de la libertad religiosa en la iglesia y los derechos humanos como patrimonio también de la catolicidad).

El Concilio Vaticano II es, como está ampliamente documentado (Alberigo & Melloni, 1995), el intento de conservar la forma romana de la iglesia, aceptando al mismo tiempo, algunas presiones reformistas nacidas al interior: una reformulación del rito romano (más participativo pero, sin embargo, siempre centrado en el rol sagrado del ministro, del sacerdote oficiante); el rediseño de un modelo eclesial, elaborado por el Concilio de Trento, rediseño que, al tiempo que confirmaba el principio supremo de obediencia a la autoridad del Papa, garante de la unidad y de la catolicidad, aparecía más articulado a la colegialidad episcopal, por un lado, y al principio teológico del sacerdocio universal, cercano a muchas tradiciones protestantes, del otro lado.

Si quisiéramos aplicar la teoría de los sistemas a este proceso de modernización que el Concilio Vaticano II había comenzado, con una mezcla de coraje y temor, se puede afirmar que estamos frente a una doble contingencia que la Iglesia de Roma debe administrar: por una parte, combinar el principio organizativo de la autocracia con el moderno deseo de democracia interna, por otra parte, disminuir la separación funcional entre los detentores del saber y poder sagrado (el carisma de las funciones de los sacerdotes) y el laicado, dando más espacio a este último sujeto.

El legado dividido que el Concilio Vaticano II dejó no fue resuelto ni bajo el papado de Pablo VI, a través del intento de buscar un punto de equilibrio entre el deseo de modernidad religiosa y la resistencia de una parte de los ceñudos custodios de una tradición concebida como ultima trinchera detrás de la cual combatir los presuntos males de la modernidad tout court, ni por el ejercicio del carisma personal superpuesto a la vestimenta institucional de papa, por parte de Juan Pablo II.

En este último caso, el poder de comunicación que emanaba del carisma personal logró pasar a segundo orden los problemas irresueltos de la Iglesia post-Concilio. Todo esto ha estado lucidamente analizado por Yves Congar en su Diario del Concilio 1. Dominicano, teólogo y cardenal, Congar deja entender cuales fueron las esperanzas respuestas en el evento: la Iglesia se volvería a sus fuentes originales, "...al tener a Cristo como su punto central... bíblico, litúrgico, pascual, comunitario, ecuménico y misionero" (Congar, 2005: 111). Al mismo tiempo, en un registro del 24 de agosto de 1961, se entregaba desconsoladamente a la siguiente consideración a propósito de los textos preparatorios de la Comisión Teológica Conciliar: "...La fuente no es la Palabra de Dios: es la Iglesia misma, es más, la Iglesia reducida al papa: es muy grave..." (Congar, 2005: 111).

Al releer las páginas del Diario de Congar se pueden recavar útiles elementos para la reflexión, también para los sociólogos no involucrados con el oficio del teólogo, para comprender cómo el lúcido intelecto del dominicano francés había intuido, en el tiempo intenso que vivió, cuáles fueron los mayores problemas que una institución como la Iglesia católica enfrentaba, y que se arrastran desde el Concilio hasta hoy. Las palabras apenas citadas no deben sorprender de alguien como Congar, que había tenido el privilegio de conocer de cerca a ocho papas (desde Pío X hasta Juan Pablo II, que lo consagrará cardenal en 1994). Conocía muy bien la ley tendencial de la inercia de todas las grandes instituciones religiosas: el cambio es visto siempre como un desafío riesgoso, un camino que una vez tomado, no se sabe dónde conduce2. Se puede leer claramente en el pasaje siguiente: "...los personajes importantes de la Curia pronto se dieron cuenta que con Juan XXIII y su proyecto de Concilio era probable encontrarse ante una extraña aventura y que era necesario contenerla, retomar lo más posible el control y limitar los daños" (Congar, 2005: 69)

La apertura del dialogo ecuménico era vista por Congar como una de las pruebas de voluntad de innovación de una parte de la Iglesia. Sobre el ecumenismo, es bien conocida su tesis: Congar no aspiraba a la reunificación de la Iglesia como un simple retorno a la casa madre de todos los cristianos no católicos, sino como, al contrario, la inversión de un nuevo capital simbólico de la catolicidad por parte de la Iglesia misma. Tal inversión debía basarse en al menos tres fundamentales fuentes de sentido:

a) El reconocimiento de las diferencias. En primer lugar, con la apreciación y el realce de valores desarrollados y conservados, por las otras Iglesias cristianas y, en segundo lugar, por las otras grandes religiones mundiales (numéricamente tal vez no todas en el mismo plano), como el Judaísmo y el Islam.

b) Un proyecto, una suerte de condición sine qua non tanto del punto de vista teológico como eclesiológico, de reforma de la Iglesia católica, en la dirección del colegiado y de la apertura a la cultura moderna (por ejemplo, en el tema de la libertad religiosa);

c) La voluntad de renovar, y no solo actualizar, el sistema (como amaba decir Congar), la organización institucional, su lógica de funcionamiento, el modo en que, para decirlo en términos sociológicos, una gran organización religiosa se piensa a si misma3, de forma de colocar a la Iglesia en permanente estado misionero, un misión ya no de conquista, sino de diálogo con las otras culturas y con el mundo moderno: un sistema organizado con confines simbólicos no pensados como muros defensivos, sino más bien como mamparas móviles, como un sistema cerrado para ser abierto, firme en sus principios pero atento a las razones del espíritu y de la verdad presente en otras religiones.

No es que bajo los papados precedentes no se cumplieran pasos positivos y gestos significativos. A veces no se siguen los grandes gestos con buenas prácticas de diálogo y de reconciliación ecuménica. Las reuniones de Asís que Juan Pablo II tuvo el mérito de promover terminaban siendo grandes puestas en escena sin impacto teológico ni eclesiológico. Benedicto XVI tuvo, de hecho, un buen efecto al restablecer la primacía de la verdad: solo en la Iglesia católica resplandece en toda su integridad. Dar la idea que todas las religiones están en el mismo plano contradice el espíritu de la fórmula tradicional de la extra ecclesiam nulla salus4. Por eso el retiro del diálogo con las Iglesias reformistas y la postura crítica frente al Islam.

Del mismo modo, ningún papa logró hasta ahora recomponer la división interna en la Iglesia católica, superar la tendencia de los movimientos de renovación nacidos, sobre todo después del Concilio, a constituirse como vanguardia espiritual, puritana y profética, con características del tipo-secta5.

Los mayores desafíos que enfrenta al papa Francisco no son tanto las cuestiones internas, ligadas al peso de la Curia o a la transformación de una institución financiera desde hace tiempo fuera de control, como el IOR, en un banco con vocación ética, o la remoción desde raíz de los problemas que generaron el fenómeno de la pedofilia, sino los relacionados con la idea misma de iglesia, una, santa y, sobre todo, romana, ya que éstos aparecen siempre más lejos de la realidad. En Roma está la sede del papado, pero Roma ya no es más un modelo teológico, eclesiológico, litúrgico y moral compartido por las iglesias nacionales. No alcanza la diferenciación, no tan funcional y de estratificación, sino más bien sistémica, que desde el Concilio Vaticano II en adelante se llevó a cabo en la vida interna de las iglesias locales y entre las tantas personas que sienten ser católicos de otra manera6 no reconociéndose ya en muchos puntos de la doctrina de la Iglesia de Roma, que por lo tanto no es vista como la depositaria de la unidad y de la santidad. El proceso ha llegado tan lejos que ni siquiera el carisma personal de Karol Wojtyła logró contrarrestarlo ni superarlo.

En las páginas siguientes me detendré sistemáticamente en las principales fracturas, porque es de esto de lo que se trata, y no de simples desvíos de la doctrina y de la práctica imaginada de la Iglesia de Roma como universalmente válida, para mostrar cómo papa Francisco tiene a su favor haber venido de un rincón del mundo donde el catolicismo está hoy seriamente puesto en cuestión.

El neopentecostalismo7 en América Latina y América Central erosiona las bases de los consensos tradicionales. Ésto no se da solamente en Brasil, sino también en

países como Argentina, de donde Bergoglio proviene. De esta forma, la ética neopentecostal parece estar de acuerdo con el espíritu del neoliberalismo. Las heridas producto de la batalla teológica conducida por Roma contra el movimiento de la teología de la liberación y contra todas las experimentaciones litúrgicas y comunitarias inventadas por el movimiento de las comunidades de base, puestas al servicio de la lucha contra las injusticias sociales, se han curado sólo en apariencia.

En realidad, la condena al modelo de iglesia pobre, experimentada por las comunidades de base, ha terminado por abrir una falla muy grande, un vacío que a la larga se llenó con las nuevas iglesias, donde el carisma deviene una empresa y el acto carismático aparece más adecuado al espíritu de emancipación de las clases menos ricas8.

1. El pluralismo religioso

Catolicismos, católicos e iglesias católicas. El plural es más adecuado que el singular para describir, de manera estricta, la realidad del catolicismo contemporáneo. El deseo de catolicidad permanece, pero se confronta siempre con una amplia variedad de modos de sentirse y de ser católico en la sociedad contemporánea. En jerga sociológica, esto significa que la diferenciación interna del catolicismo contemporáneo, de las parroquias a los movimientos eclesiales, de los ambientes menos densos y silenciosos de la teología a las diversas sensibilidades críticas presentes en las filas del clero, del mundo monástico a las ordenes religiosas femeninas, ha alcanzado un nivel tal de complejidad que ninguna autoridad parece con capacidad de reducirla y reconducirla a la unidad. La forma romana de la unidad de la Iglesia que el Catolicismo conoció durante la historia del Cristianismo no parece garantizar una eficaz comunión teológica y un modo unitario de ser iglesia. Las diferentes iglesias católicas, fuera de Europa, se enfrentan con las específicas historias culturales y sociales de países de grandes continentes como África, Asia y América Latina. En esos países las diferentes comunidades católicas se miden con nuevas iglesias de matriz protestante que, con su impulso religioso y litúrgico, están escribiendo una última página de la historia poscolonial de pueblos enteros. Las comunidades católicas, también aquellas guiadas por pastores que reflejan la línea de restauración inaugurada por Juan Pablo II, destinadas al restablecimiento de la virtud de la obediencia del clero y de los obispos a la autoridad del Papa, buscan también un modo propio de ser iglesia: católica pero no romana, fiel a la autoridad de Pedro pero relativamente lejana de la teología europea, respetuosa formalmente de los cánones litúrgicos, como se fueron definiendo a partir del Concilio Vaticano II, pero con poca tolerancia a los límites impuestos a las formas de expresividad espiritual pre-cristiana que afloran vistosamente en las nuevas iglesias pentecostales o en los movimientos católicos de tendencia carismática.

La paradoja es que todo esto no aparece en la superficie; resplandece en la vida social, en las elecciones éticas, en las orientaciones políticas y en los diferentes modelos de iglesia que tácitamente los católicos tienen en su cabeza y en su corazón. Sin embargo, la reconquistada autoridad institucional de la Iglesia en el espacio público no debe engañarnos. Los obispos, o mejor dicho, los Presidentes de la Conferencias Episcopales, se convirtieron en interlocutores autorizados y escuchados sobre temas de interés colectivo en el espacio público, es decir, con un rol público reconocido por los otros habitantes del ágora: políticos (de derecha a izquierda, poco importa), formadores de opinión (periodistas de la prensa escrita, de los medios viejos y nuevos), economistas y científicos que trabajan sobre la frontera del vivir y del morir.

Todo esto parece ir en contra de algunas hipótesis de secularización de la sociedad contemporánea (Casanova, 1994). En realidad, la modernidad continúa produciendo sus efectos también en su fase tardía: las religiones no desaparecen de los horizontes de sentido de una gran multitud de sujetos, que se ajustan a los estilos de vida propios de esta era. Se sigue creyendo, pero el creer es objeto de una decisión individual (Hervieu-Léger, 1999, Michel, 1995, Capelle-Pogăcean, Michel & Pace, 2008). Pero no es suficiente: se continúa creyendo, pero sin un vínculo estable con el lugar, donde la religión de nacimiento (el catolicismo), en el largo plazo histórico, ofreció una referencia estable para experimentar la fe de los individuos. La civilización parroquial está en crisis en muchos países de tradición católica desde hace tiempo, y comienza a manifestarse de una forma dramática donde, en particular, el envejecimiento del clero avanza, sin que el recurso de las nuevas vocaciones que florecen en África y Asia puedan compensar la pérdida y tomar los votos. La deslocalización de la pertenencia religiosa, por lo tanto, aparece una tendencia que bien se concilia con el creer del mundo moderno: voy a rezar y me encuentro con los otros creyentes, donde me lleve mi corazón y la curiosidad por lo nuevo (Davie, 2002, Hervieu-Léger, 2003, Fath, 2008).

Sobre este fondo quiero mostrar porque tiene sentido hablar en plural del catolicismo, sobre todo cuando se observa a las actitudes y los comportamientos, muy diferenciados, que los católicos y las católicas de carne y hueso cultivan en su interioridad y, cuando son llamados a hacerlo, manifiestan exteriormente.

2. Cuatro desafíos para el papa Francisco

Me concentraré sobre cuatro desafíos que la sociedad contemporánea impone. Se trata de fronteras: dos externas al catolicismo y dos internas. Las primeras, externas, son por un lado, la justicia social y, por otro, la bioética. Las segundas, internas, relacionadas con la naturaleza del ser iglesia hoy: qué significa ser comunidad de creyentes en la cual las personas estén intensamente involucradas, sin asimetrías entre clero y laicos y, ¿hasta cuándo podrán quedar latentes los temas del celibato eclesiástico y el acceso al sacerdocio de las mujeres? Las dos cuestiones internas lo son sólo en apariencia; de hecho, son el reflejo de las diferentes maneras de pensarse y sentirse católico que en diferentes formas se manifiestan entre quienes tienen una creencia acérrima, militante y partícipe del destino de su iglesia y quienes, por otro lado, mantienen una reserva mental sobre muchas cuestiones doctrinales y éticas que la iglesia, como depositaria de una verdad revelada, mantiene indiscutibles y no negociables. Un tipo de católico, éste último, que cree sin un fuerte sentido de pertenencia.

Usaré una metáfora para hacerme comprender más claramente. Un domingo cualquiera en una misa, en el preciso momento en que el sacerdote desde el altar invita a los fieles a intercambiar un signo de paz, ¿hasta que punto la apretada de las manos y el recitar de la fórmula "la paz esté contigo" brinda paz a las personas que cumplen tal gesto, y que en verdad alimentan opiniones diversas en materia de decisiones éticas, sociales, políticas y de modelos de la iglesia?9

El primer desafío está ligado al tema de la justicia social: ¿qué tiene que decir el catolicismo sobre un modelo de desarrollo que parece sistemáticamente polarizar la disparidad de recursos económicos y sociales, destruyendo oportunidades de trabajo y dejando fuera de la "fiesta" a masas crecientes de personas?

La sociedad contemporánea vio aumentar en general, en el ciclo relativamente largo de la crisis de la economía de mercado y de los sistemas de bienestar, el divorcio entre ricos y pobres. Estamos convirtiéndonos cada vez más en una sociedad con forma de reloj de arena. Pocos ricos en el vértice y muchos que se deslizan hacia los lugares más bajos de la escala económica y social. En particular, la novedad de la crisis consiste, por un lado, en la siempre más desequilibrada distribución de la riqueza, y, por el otro, en la tendencia a la pérdida del valor del trabajo, sobre todo para las nuevas generaciones, las mujeres y las personas que pertenecen a los grupos sociales medios-bajos. Ellos ven achicarse las protecciones sociales mínimas, que los sistemas de bienestar había logrado garantizar hasta hace unas pocas décadas. La especulación financiera ha puesto en crisis interna a muchos sectores productivos: en vez de producir bienes y mercancías, se produce hoy desocupación.

Sin embargo, entre la crisis fiscal del Estado Social y el mercado siempre más dominado por el cálculo instrumental de los costos y beneficios financieros, resiste el área de la economía social, histórica y culturalmente atendida por movimientos y grupos de inspiración cristiana y católica. Las cooperativas sociales, las experiencias de Economía de Comunión10 , la red de varias sociedades de mayoría católica de Comunión y Liberación a través de la Compañía de la Obra11 , las formas de intervención social inventadas por las sedes de Caritas, más allá de los primeros auxilios para los necesitados y los inmigrantes irregulares, el compromiso internacional de la Comunidad de Sant'Egidio, el activismo de muchas órdenes religiosas en el campo social - y podríamos continuar la lista - constituyen diferentes respuestas que testimonian cómo la caridad, transformada modernamente en inteligente compromiso civil, no disminuyó en las acciones de los grupos católicos presentes en nuestras sociedades. Se trata, en cada caso, de experimentos que reflejan diversos modos de entender la relación entre religión y economía, entre la doctrina social de la Iglesia y el compromiso activo por cambiar las reglas del mercado, interviniendo sobre las causas últimas de la injusticia y de la marginación social. Van desde la utopía de ciudades autosuficientes desde el punto de vista económico, donde la producción de las utilidades y la búsqueda del beneficio no constituyen el motor de la empresa, a la adopción de modelos de inversión y de gestión que no están lejos de la lógica del mercado; se pasa desde los intentos para no hacer sólo asistencialismo a participar en batallas civiles por la defensa de los derechos fundamentales de la persona, inclusive de aquellos que representan en muchas sociedades contemporáneas, los nuevos condenados de la tierra, por ejemplo, los inmigrantes situados en el mercado negro y expulsados ni bien la crisis se hace sentir. En algunos casos las organizaciones católicas desarrollan un rol internacional, paralelo a los departamentos vaticanos, capaces de interponerse entre partes en guerra o en conflicto12, o hasta ser los abogados de intereses de enteras comunidades discriminadas y oprimidas por formas de neo-colonialismo, como hacen desde hace tiempo en África algunas ordenes religiosas misioneras.

Si todo esto es verdadero, la crisis está produciendo una polarización al interior del mundo católico. El símbolo que divide está representado por la figura del extranjero: el inmigrante que llega desde muy lejos y busca hacer una vida como nuestro vecino. La línea de fractura que actualmente pasa entre los católicos, sobre todo en Europa, es entre quienes opinan que el inmigrante es un invasor que amenaza la identidad nacional y religiosa y quien lo considera, en cambio, una persona con quien dialogar cultural y religiosamente. El nacimiento de nuevos partidos políticos que consiguen consenso porque se muestran más duros para contrarrestar al invasor extranjero, son una confirmación. Las iglesias católicas nacionales parecen en lucha: por un lado, las Caritas y los grupos de voluntariado católico se alinean en la defensa de los derechos sociales y civiles de los inmigrantes y, por otro lado, las autoridades eclesiásticas, si bien se muestran atentos a la protección de los derechos de los inmigrantes (también de aquellos en condición de irregularidad), inclusive los derechos a la libertad religiosa y de culto, parecen prudentes al fomentar formas de diálogo interreligioso, por miedo a que se dieran confusiones y el debilitamiento del sentido de pertenencia de la Iglesia católica.

De todos modos, actualmente los católicos se orientan políticamente en todas las direcciones: derecha, izquierda, centro y, en menor medida, también en los nuevos partidos xenofóbicos y nacionales-religiosos que surgen en Europa. Los católicos no parecen tener nostalgia de aquellos partidos que existían hace veinte años, ni atribuir un significado religioso particular a partidos de inspiración cristiana o católica. La política se secularizó, desde este punto de vista, de una forma irreversible. La aparición de partidos nacionales-religiosos que invocan las raíces identitarias cristianas o católicas de la nación contra el peligro del islam en el fondo no son más que el extremo rumbo de la secularización: la religión reducida a un puro instrumento ideológico de lucha política.

La bioética representa el segundo desafío.

Frente a las nuevas fronteras de la bioética, las divisiones del catolicismo emergen, no tanto en las posiciones que las autoridades eclesiásticas, sea en Roma o en las iglesias locales y nacionales, han asumido contra los temas éticos más controvertidos que la investigación científica conlleva, sino en los católicos de base, por así decirlo. Estos últimos, llamados a opinar públicamente sobre esas controversias, no siempre aparecen alineados y coherentes respecto a las tomas de posición oficial de la Iglesia. La biología moderna logró notables progresos infringiendo barreras que parecían hasta hace décadas inquebrantables. El inicio de la vida puede ser determinado con la ayuda de técnicas de fecundidad asistida, sin que sea necesario el apareamiento natural de un hombre y una mujer, unidos por un vínculo jurídicamente reconocido. Del mismo modo, el final de la vida puede ser alargado con una intervención médica. La biología parece capaz de alterar aquello que en la doctrina secular de la Iglesia católica se llama orden natural, establecido por Dios en el acto de la creación. Cuando las leyes de un Estado reconocen la posibilidad de la fertilización asistida o las formas de muerte asistida y voluntariamente pedida por persones en estadios terminales de una enfermedad, la Iglesia católica reacciona condenándolas, en nombre de la defensa de la naturaleza humana, espejo de las leyes de Dios. De ese modo, las diferentes iglesias nacionales, que dentro y fuera de Europa buscaron contrarrestar activamente las orientaciones políticas o los proyectos de ley a favor de la fecundación asistida (inclusive aquella heteróloga, utilizando la inseminación proveniente de un donante anónimo, externo a la pareja) o de formas de acompañamiento al final de la vida (formas activas de eutanasia), invocaran el derecho de la institución religiosa de intervenir en el campo político, ya que las cuestiones en el centro de las decisiones de los parlamentarios afectan cuestiones éticas fundamentales. Se asistió así, en algunos casos, a un retorno a la doctrina de las protestas indirectas, que en el siglo XVII fue elaborada por el cardenal jesuita Roberto Bellarmino, para recobrar para la Iglesia de la Reforma católica un poder espiritual en lo terrenal que estaba peligrando de perder. No es casual que esa doctrina haya tenido una primera consagración explícita en la controversia que vivió la Iglesia durante la revolución científica inaugurada por Galileo Galilei.

Si bien la Iglesia católica expresó muchas veces su oposición a todas las consecuencias en el plano ético de los nuevos descubrimientos de la genética y de la biología, no todos los fieles católicos siguieron coherentemente las indicaciones que provenían de sus Pastores: desde el campo estrictamente moral hasta las orientaciones políticas. Algunos ejemplos ayudan a comprender lo afirmado. En España, donde más del setenta por ciento de la población continúa declarándose católica, entre 1981 y el 2008 creció visiblemente el número de españoles favorables a la eutanasia (del 7 a 51%) (Perez-Agiote, 2009); en Bélgica, sobre el mismo tema la actitud netamente crítica resiste en parte entre los católicos practicantes, mientas disminuye sensiblemente entre quienes se declaran católicos pero con un grado de autonomía más o menos elevado, reduciéndose de esta forma la distancia que dividía hasta hace diez años la posición de los católicos de los no católicos declarados (Bain-Legros, Voyer, Dobbelaere & Echardes, 2001, Inghelbrecht, Bilzen, Martiner & Déliens, 2009); en Italia, donde se celebró en junio de 2005 un referéndum popular sobre la fertilización asistida médicamente, la Conferencia episcopal intervino en el debate político invitando a los italianos a abstenerse, contribuyendo de este modo a reducir el número de votantes mínimo necesario para hacerla válida: la abstención fue elevada y el referéndum no prosperó. El resultado fue visto como una victoria de la Iglesia católica; sin embargo, si miramos detenidamente, las actitudes de los italianos contra la intervención de los obispos sobre esta materia fue muy crítico: sólo un tercio de los católicos convencidos y practicantes consideró apropiada la invitación a la abstenerse, mientras el juicio del resto de la población oscilaba entre los que creen en la intervención legítima y quienes, por el contrario, lo estigmatizan como una injerencia. Existe un elemento más para la reflexión. La jerarquía católica se mostró, siempre, unánime y repetidamente contraria a la eutanasia y a las formas de manipulación genética fuera de la relación de pareja, pero fue más allá, manifestándose en contra también de otros temas éticamente sensibles: el reconocimiento de los derechos civiles de las parejas del mismo sexo y la supresión de la legislación sobre el aborto, en los lugares que esta haya sido introducida. Sobre este último tema, persiste una visible diferencia de orientación entre la opinión pública, que comprende una parte no menor de católicos creyentes y practicantes, y la posición oficial de la Iglesia institucional. Del mismo modo, cambió la actitud de condena o de incertidumbre o fastidio que también los católicos, hasta hace unas décadas, manifestaban en contra de los homosexuales, juzgados como depravados o, alternativamente, enfermos. De aquí la apertura de una parte de los católicos de varios países, en los cuales siguen siendo formalmente la mayoría, en relación con las leyes que reconocen las uniones civiles entre parejas del mismo sexo, leyes en contra de las cuales se levanta la voz de la autoridad eclesiástica. Finalmente, en algunos países, como en Bélgica, por ejemplo, las posiciones claras y diferentes de los obispos sobre temas recién tratados, se han adaptado y hecho menos duras. No tanto por razones prácticas, sino más bien porque la norma religiosa puede tener sentido solamente en la relación que concretamente se establece, por ejemplo en un hospital católico, entre médico y paciente que quiere terminar dignamente su vida dolorosa causada por una enfermedad incurable.

Restan, finalmente, los desafíos internos, tal vez los más complejos e insidiosos.

Los católicos son diferentes entre ellos no sólo porque piensen diferentemente en el campo social, político o respecto a algunos dilemas sobre la bioética, sino porque perdieron desde hace tiempo el sentimiento católico. El sentir ser de y de pertenecer a una comunidad de destino, de la cual recibir sentido para la vida cotidiana y sobre las elecciones fundamentales de la vida. Con una forma elíptica se puede afirmar que la libertad de creer puso en crisis la solidaridad del creer. A fuerza de revindicar la libertad de la conciencia individual en materia de fe, también los católicos se convirtieron más individualistas en el creer. Deciden por su propia cuenta. Ocho italianos sobre diez, por ejemplo, creen que si "se puede tener una vida espiritual sin ser parte de una religión organizada" y siete sobre diez declaran que "se puede ser un buen católico sin seguir las indicaciones de la iglesia en el campo de la moral sexual" (Garelli, 2011). Hay que tener en cuenta que en Italia, todavía hoy, más del ochenta por ciento de la población se declara católica y considera todavía la presencia del catolicismo parte de su propio horizonte de sentido. Situaciones análogas, aunque sobre escalas de tamaño diversas, se pueden observar en países de larga tradición católica como Irlanda y, aunque como menor intensidad, como Polonia. Si la confianza social hacia la Iglesia católica sigue siendo relativamente alta con respecto a otras instituciones públicas que parecen envueltas en un sentimiento de desconfianza (como los partidos políticos o los bancos), esto no quiere decir que todo vaya mejor en la vida interna de la Iglesia y, por consiguiente, entre los católicos que activamente adhieren a ella. Me gustaría, por tal motivo, centrarme en dos aspectos, que en mi parecer, parecen más críticos. Uno referido a la vida comunitaria, el otro a las cuestiones no resueltas en la vida de la Iglesia.

Para comenzar con el primer aspecto, el desafío principal que tienen los católicos es el modo diferente de vivir la experiencia de la comunidad. El nacimiento de movimientos de renovación en el campo católico, desde el Concilio Vaticano II en adelante, indicó fuertemente qué es lo que está en juego. Uno de los efectos inesperados de la reforma teológica introducida por el Concilio Vaticano II fue, en realidad, la superación del principio que regulaba la relación entre la institución-iglesia y las diversas formas de asociación y participación del laicado en la vida interna de la iglesia. El pasaje de una visión organicista a la coexistencia de modelos organizativos, a veces muy diferentes entre ellos, constituye el punto fundamental de la tesis que demostraremos. Para formular de otra forma lo ya dicho, aquello que muta es, en verdad, la forma organizativa misma, ya no dependiente del principio de división interna del trabajo religioso, fundado sobre las diferencias de género, de edad y profesión. Una forma que era pensada como reflejo fiel de las diferentes articulaciones de la sociedad civil y de las estructuraciones biosociales durante el transcurso de la vida del "buen cristiano".

La novedad que se afirma desde el Concilio Vaticano II en adelante es la progresiva aceptación, por parte de la jerarquía eclesiástica, de las diferenciaciones carismáticas y especializaciones funcionales que superan las divisiones tradicionales propias de un modelo organicista. En este último caso, la sociedad es mirada desde la Iglesia (en su doctrina y en su práctica eclesiástica) como un organismo viviente y ordenado naturalmente por Dios, compuesto por cuerpos intermedios (desde la familia hasta los entes de gobierno local, pasando por las asociaciones de emprendedores y de profesionales) y de las múltiples capas morfológicas de la sociedad (la diferencia de género y de generaciones, las diversas edades sociales que componen el ciclo vital, los distintos grados institucionales que los individuos alcanzan y, finalmente, la pertenencia a las diferentes clases sociales). Cada segmento de la sociedad, así representado, constituía una célula periférica que podía ser valorada para hacer vivir el corpus organizativo de la Iglesia católica. La pertenencia a la iglesia era determinada en base al doble criterio de la creencia en la fe, por un lado, y de los comunes lazos socio-económicos de orden natural (la edad, el sexo, la generación, etc.), por el otro lado. Todo esto no existe más. No solamente porque la teología del Vaticano II criticó hasta la raíz la concepción organicista de la relación iglesia-mundo, sino también y sobre todo, porque el modelo no podía soportar la comparación con un ambiente social que se transformaba profundamente, diferenciándose y sustrayendo esferas sociales de la influencia de las religiones. Por todo esto, hasta un cierto punto, se verificó una falla en la relación entre lo universal y lo particular: la capacidad del primero de darle forma al segundo, en los detalles y en las especificidades sociales que lo caracterizaban, se fue debilitando progresivamente.

¿Qué cosa tienen en común hoy Comunión y Liberación, la Acción Católica, la Renovación Carismática, las comunidades neocatecumenales, las comunidades de escucha de la Biblia y los Focolares? Aquellos que adhieren a estos grupos son creyentes que viven de formas diferentes la pertenencia a la Iglesia católica. Militar en un grupo o en otro no es la misma cosa. Por razones no puramente extrínsecas: porque, por ejemplo, en el ambiente social en el cual se vive se entrón en contacto con una asociación más que con otra, o porque una de las siglas apenas recordada está más presente en una parroquia y menos en otra13.

Los motivos de las diversas militancias son en realidad más serios: tienen que ver con una diferente concepción del ser cristiano y de sentirse parte de la Iglesia católica. Si ponemos en paréntesis la historia del reconocimiento, en algunos casos, cansadora y compleja, de estas nuevas asociaciones por parte de la autoridad eclesiástica, no es lo mismo adherir a Comunión y Liberación que recorrer el camino de reconversión propuesto por el movimiento neo-catecumenal. Los límites entre las diversas agrupaciones presentes hoy en el panorama eclesial son fácilmente reconocibles y marcan una distancia teológica y de forma de asociación socio-religiosa de gran importancia.

En el ejemplo apenas dado, el creyente que emprende el camino neo-catecumenal cumple una decisión de "volver a los orígenes de la comunidad cristiana", mientras que quien se reconoce en los ideales de Comunión y Liberación se esfuerza por reanimar esferas de la vida social, como la economía y la política, que perdieron la impronta católica. Del mismo modo, el seguidor de la Renovación Carismática es a veces percibido por el militante de la Acción Católica como una persona border-line, adherente a una suerte de iglesia libre al interior de la gran Iglesia católica.

Podríamos multiplicar los casos y los ejemplos, pero lo que se quiere enfatizar es el significado complejo del fenómeno. El hecho que todos los militantes de los variados grupos se sientan parte de la Iglesia no significa que todos experimenten en un modo homogéneo tal sentimiento: la diferente estructura organizativa refleja una diversa visión teológica de la relación iglesia-mundo, distintos estilos de vida litúrgica, formas no unívocas de legitimación del liderazgo, menor o mayor desclericalización del principio de autoridad y, finalmente, relativa independencia de la jerarquía eclesiástica, sea en el nivel periférico (los párrocos) que frente a la iglesia de Roma. En resumen, estamos en presencia de una elevada diferenciación interna en el sistema de creencias organizado por la Iglesia católica.

El crecimiento, además, de movimientos que son capaces de dar satisfacción y sentido a las elecciones que individualmente cada uno realiza cuando adhiere a uno o al otro, parece indicar que, también en el campo católico, no es suficiente nacer en la iglesia, sino que es necesario renacer en ella, por parte de personas adultas, libres, convencidas y alegres de participar en una experiencia de comunidad. Aparentemente, las parroquias no parecen estar en condiciones de ofrecerlo todo esto, conformándose más en estructuras de residencia que de elección. La figura del párroco continúa siendo apreciada en los países católicos, pero pierde el carisma que históricamente tenía como pastor espiritual de la comunidad y líder de la comunidad territorial.

Son otros los líderes que los católicos que buscan comunidad miran con confianza. Se trata de los numerosos dirigentes que dieron espontáneamente vida a los movimientos predominantemente laicos o, cuando no eran estrictamente laicos, gestionados por laicos. El nudo de la relación entre una iglesia clerical y el rol de los laicos no está ciertamente desatado. La idea del sacerdocio universal elaborada por el Concilio Vaticano II pronto se empobreció y el retorno al poder clerical terminó por relegar a los laicos al rol de auxiliares, si todo va bien, o de pasivos y dóciles ejecutores de ordenes, si no. Aquellos que, operando en el mundo, se atrevió a desenmarcarse de las opiniones de un obispo o de un prelado de la Santa Iglesia Romana, en el campo social, político o ético, en nombre de una conciencia adulta iluminada por la fe, fue llamado al orden o condenado al ostracismo en los medios de comunicación que la Iglesia posee o gestiona.

La reducción, realizada por la Iglesia oficial, del rol del laicado católico a auxiliares de la "viña del Señor", en verdad terminó bien. Son pocos los grupos de disidentes o movimientos alternativos nacidos al interior de la iglesia capaces de hacerse sentir e incidir sobre el equilibrio de poder14 .

El movimiento de las comunidades de base en ambientes católicos se hace intérprete de una visión de iglesia alternativa. Sin embargo, algunos puntos que puso en el centro la reforma de la iglesia son compartidos por la mayoría de la opinión pública católica, por ejemplo y en el siguiente orden: la optatividad del celibato eclesial, la ordenación de las mujeres y el nombramiento de los obispos por parte de las comunidades locales y no por la voluntad del Papa.

Conclusiones

Los desafíos internos y externos están, como vimos, conectados. Los católicos responden de forma diversa, pensando en modos diferentes su rol en la sociedad contemporánea. Una minoría continúa imaginándose como vanguardia crítica, profética respecto de las injusticias sociales y frente a los poderes que dominan el destino de multitudes de individuos en el mundo. Ellos sienten la necesidad de una iglesia más profética, capaz de ejercitar el poder inerme de la palabra evangélica; pero esa iglesia no está, o al menos le cuesta renovarse para así, a través e la renovación, estar a la altura de los tiempos.

La mayoría de los católicos se fragmenta, presa de la incertidumbre y dividida entre las opciones éticas, mientras da la impresión hacia afuera de ser una potente máquina que se quedó sin combustible, un potencial de vitalidad social y de imaginario colectivo por ahora no del todo explotada. Mientras estaba el gran comunicador que fue Karol Wojtyła (Zizola, 2005, 2009) a la cabeza de la Iglesia, la fuerza de la profecía parecía haber recuperado impulso; en realidad, como suele ocurrir con el ciclo del carisma, desaparecida la figura del jefe carismático, los problemas y los límites de la acción del catolicismo reaparecieron y están ahí para dividir e interrogar a los católicos empeñados sinceramente en la reforma de la Iglesia.

Todo esto constituye el escenario en el cual se moverá el nuevo papa, Jorge Bergoglio. Sus primeros pasos parecen prometedores y rápidamente reanimaron la esperanza que parecía apagada cuando en la silla de Pedro se sentaba el papa Ratzinger. Es temprano, todavía, para decir si las expectativas por la reforma de la Iglesia puedan encontrar respuesta por parte del papa argentino. Ciertamente, quien mejor que él, cultor de la obra de Borges, conoce del modo en el cual el gran escritor interpretó la famosa paradoja de Aquiles y la tortuga. Tal vez releyéndola, el papa Francisco tendrá la intuición que la Iglesia, mientras se siga imaginando como el invulnerable Aquiles, corre el riesgo de no ver que la tortuga, el movimiento lento de la secularización, a pesar de las reconquistas de lo religioso y de lo sagrado, avanza. Fuera de la metáfora, o cambia el ritmo e ingresa al camino de la modernidad o se arriesga a perder la partida externa y también la interna.

 

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Notas

1. El diario, por voluntad expresa del autor, escrito durante y después del Concilio, debería ser publicado después del año 2000, como libro póstumo. Y así fue. Fue editado por la editorial Cerf de París en 2002, con el título Mon journal du Concil y traducido al italiano en 2005 por el editor Cinisello Balsamo de la editorial San Pablo.

2. Sobre este concepto referirse al ensayo, por muchos motivos insuperado, del sociólogo J. Séguy (1973).

3. Sobre esta fórmula ver Pace (2008).

4. Que significa: fuera de la Iglesia no hay salvación.

5. Sobre los movimientos de renovación de la Iglesia católica ver Pace (1983), Diotallevi (2003) y Marzano (2012).

6. Parafraseando el feliz título de Bova (2013).

7. Sobre el fenómeno a nivel global cfr. el número compilado por P. Lucà-Trombetta di Religioni e Società, n. 74, 2012.

8. Bastian & Aubrée (2001), Cortain, Dozon & Oro (2003), Fernandes, Sanchiz, Velho, Carneiro, Mariz & Mafra (1988), Freston (2004), Garcia-Ruiz & Michel (2012), Mariano (1999).

9. Cfr. sobre estos temas el número de Concilium (n. 5, 2011), editado por Luis Carlos Susin y Erik Borgman, dedicado a "Economía y Religión".

10. Se trata de la fórmula lanzada por el movimiento de los Focolares y por su líder Chiara Lubich, con experimentos en varios países (desde Italia a España, de Argentina a Brasil), para profundizar remitirse a Bruni & Crivelli (2004).

11. La compañía de la Obra comprende 36000 empresas (muchas sin fines de lucro, otras con), sobre todo en Italia, pero no solamente (está presente en otros 16 países del mundo), que se desarrollan en el campo de la alimentación, en el socio-sanitario y asistencia, en el educativo (solo en Italia gestiona 520 instituciones escolares con 49000 alumnos y más de cincuentamil entre docentes y no docentes). Sobre Comunión y Liberación ver Abruzzese (1989a, 1989b).

12. Aludido a la Comunidad de Sant'Egidio, que nació como movimiento de laicos de ayuda a los pobres y se convirtió en un prestigioso sujeto de mediación en los conflictos internacionales. Presente en 52 países en el mundo (con cerca de 50000 adherentes). Sobre el movimiento referirse a Balas (2008).

13. Sobre el pluralismo interno de la Iglesia católica ver Diotallevi (2003), Lehmann (2003) y Pace (2003).

14. Uno de estos es el movimiento internacional We Are Church. Nace en 1996 como una red de articulación de comunidades de católicos de base, sobre todo repartidas entre Austria, Alemania e Italia. La ocasión que determina una primera agregación es la reunión de firnas para una llamada a una reforma de la Iglesia católica presentada luego al papa Juan Pablo II. Las firmas alcanzaron la cuota de dos millones y medio. Desde entonces, el movimiento trató varias veces de hacer sentir la propia voz. Solo recientemente tanto algunos episcopados (respectivamente el español, alemán e italiano) tomaron en consideración sus requerimientos, criticándolos más o menos claramente. En el 2005, también el papa Benedicto XVI tomó una posición crítica respecto del movimiento.

 

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