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Sociedad y religión

versión On-line ISSN 1853-7081

Soc. relig. vol.27 no.48 Ciudad Autónoma de Buenos Aires oct. 2017

 

ARTICULO

Mártires abandonados: militancia católica, memoria y olvido en México

Abandoned martyrs: Catholic militancy, memory and forgetfulness in Mexico

 

Marisol López Menéndez

Universidad Iberoamericana-Ciudad de México

Departamento de Ciencias Sociales y Políticas

marisol.lopez@ibero.mx

 

Recibido: 13.04.16

Aceptado: 12.07.17


Resumen

El artículo estudia las historias de tres personajes católicos mexicanos –Luis Segura Vilchis, José de León Toral y María de la Luz Camacho- que murieron en la Ciudad de México entre 1927 y 1934 y fueron venerados como mártires por católicos seglares. Sus muertes –todas violentas- ocurrieron en el contexto del sangriento episodio de enfrentamiento entre la Iglesia Católica y el Estado postrevolucionario conocido como Guerra Cristera (1926-1929). Se destaca la importancia del martirio como fenómeno social e históricamente contingente y aporta claves para comprender patrones de recuerdo y procesos de memorialización pública de figuras que se presume se han inmolado por su fe. Se utilizan métodos históricos de análisis para enfatizar la relación entre martirio, memoria y olvido en un contexto de cambio social acelerado.

Palabras clave: Martirio; Catolicismo; México; Siglo XX; Memoria.

 

Abstract

The paper studies the stories of three Mexican catholic characters –Luis Segura Vilchis, Jose de Leon Toral and Maria de la Luz Camacho-, These lay persons died in Mexico City in 1927, 1929 and 1934 respectively and were revered as martyrs by Catholics in the country. Their demises happened in the context of the bloody clash between Church and State known as Cristero War (1927-1929). The paper underlines martyrdom as a social and historically contingent phenomenon and aims at understanding remembrance patterns and public memorialization processes in their linkages to martyrial narratives. The paper uses historical methods to emphasize the links among martyrdom, memory and forgetfulness in a context of rapid social change.

Key words: Martyrdom; Catholicism; Mexico; Twentieth Century; Memory.


Introducción

El martirio es un dispositivo cultural que resalta la supervivencia de un grupo marginado al incorporar la espiritualidad como mecanismo que forma y consolida identidades sociales distintas, diversas y consistentemente separadas de otros modos de creer y de integrar identidades colectivas. Un mártir es siempre un personaje político tanto si elige morir como si su muerte es recuperada por formas asociativas que reivindican una causa relacionada con ese sacrifcio.

En la antigüedad clásica el martirio era entendido como una modalidad de muerte voluntaria, elegida como alternativa a una vida que no quería ser vivida porque la opción por vivir implicaba romper con elementos sustanciales de la propia fe. Los primeros cristianos optaban por enfrentar a los leones antes que saludar al Emperador como a un dios, lo cual los convertía en criminales a los ojos de los romanos1, y confería al mártir relevancia simbólica en el ámbito político por desconocer las cualidades divinas de la cabeza del Imperio cuestionando su legitimidad. El martirio clásico se convirtió de este modo en un potente dispositivo cohesionador que dio pie a la identidad cristiana; en este sentido, el cristianismo se transformó en una “religión de memoria” (Hervieu-Léger 2005, Urbaniak 2015).

El martirio, que el judaísmo rabínico y el cristianismo temprano habían asimilado a la idea de “muerte noble” (Van Henten y Avemarie, 2002), se convirtió en los primeros tres siglos de existencia de la fe cristiana en un poderoso mecanismo de cohesión y control de los propios fieles. La evangelización se efectuaba mediante modelos de martirio –mártires, protomártires, confesores, vírgenes, visionarios- que ponían a disposición de los recién conversos, patrones performativos que les ayudaban a actuar a tono con su fe y con las expectativas grupales creadas en torno a modos específicos de morir.

Además, el cristianismo temprano adaptó historias como la de Sócrates a la estructura narrativa del martirio cristiano para conferirle un linaje histórico de dudosa consistencia, pero sumamente efectivo en términos de su capacidad de lograr conversiones y de cohesionar la naciente identidad cristiana. La palabra mártir, del griego µαρτυς, tuvo inicialmente el significado de testigo en su doble acepción: quien presenciaba un evento y quien prestaba testimonio. Ello da fe del origen grecorromano del fenómeno tal como lo conocemos ahora, aunque una importante vertiente de estudios sobre el martirio continúa adscribiéndolo al mundo judío y a Palestina.

La paulatina institucionalización del cristianismo y, sobretodo, el cese de las persecuciones y su conversión en religión del estado trajo transformaciones en los modelos de santidad: el martirio dio paso a modelos como el ascetismo, la santidad guerrera (particularmente en Occidente) y más tarde el misticismo (Corbin, 2008).

Morir por Dios es, sin embargo, una de las características más importantes que ayudaron a configurar la cristiandad y a distinguirla del judaísmo que, como ha estudiado Daniel Boyarin (1999,93-95), se convirtieron en religiones rivales justamente en la pugna por adjudicarse mártires.La relevancia del martirio en Occidente regresó a partir de la Reforma protestante –si bien había persistido vigente como uno de los varios modelos de santidad disponibles-. Las guerras religiosas en el siglo XVI prestaron nueva relevancia a la disposición de morir por la “verdadera fe”. En el catolicismo, el mártir se acercaba a la santidad y, por tanto, poseía capacidades de intercesión que habían sido parte fundamental del culto a los mártires desde los inicios de su culto. Los “amigos especialísimos”2, personas cercanas tanto a Dios como a los mortales comunes, adquirieron de nueva cuenta preeminencia institucional y robustecieron su presencia devocional tras el Concilio de Trento (1545-1563).

En estas condiciones el martirio fue exportado como parte de los modelos evangelizadores a la recién conquistada América hispana, donde el ritualismo y la veneración a imágenes y reliquias fueron fomentadas como parte de una política central del papado, en que los mártires y la santidad operaban como un fuerte elemento cohesionador (Rubial, 1999: 35).

Pero el martirio como dispositivo cultural rebasó los confines de la religión institucionalizada y los de la religiosidad popular, si es que cabe hacer una distinción drástica entre ambas formaciones socio religiosas.

Más allá de la adscripción religiosa, la experiencia social del martirio (es decir, el convertirse en testigo de la muerte violenta de una persona como consecuencia de sus creencias), ha tendido a resaltar la espiritualidad como forma política de resistencia y como fuente de conformación de identidades políticas.

El martirio como dispositivo cultural abreva por supuesto en sus orígenes religiosos. Por ello continúa minimizando la autoridad política del adversario al minar su legitimidad y a cuenta de la pretendida superioridad moral de los partidarios del mártir, es decir, de la certidumbre de las creencias en que la causa del mártir se funda.

Por otra parte, el martirio ha sufrido transformaciones importantes en el contexto de la secularización moderna: los hechos de la vida del mártir –que eran irrelevantes y sumamente maleables durante los primeros tiempos cristianos- se han convertido en parte fundamental de las historias de martirio. El hecho histórico (y la verdad como evento único e históricamente contingente) han adquirido una relevancia poco habitual en el pasado: la afirmación del martirio de una persona conlleva la certeza de la autenticidad de los hechos narrados por parte de sus seguidores (López Menéndez, 2015), de modo que la pugna por la pertenencia del mártir se ha convertido en una pugna por la verdad histórica: el modo en que se presume realmente ocurrieron los eventos narrados y que culminaron con el fallecimiento de una o varias personas.

El martirio occidental moderno, además, escapa de las fronteras de lo meramente religioso para asociarse a causas políticas. La conversión de las convicciones y prácticas religiosas pre modernas en “religiones públicas” como les llamara José Casanova (1994: 6)3, ha configurado un papel distinto para el martirio y ha dado sentido a la noción de “martirio secular” que brinda legitimidad a la acción política y a la movilización social independientemente de las creencias específicas en la divinidad o en el carácter ultramontano de una causa.

El presente artículo aborda tres casos de “mártires olvidados” que fueron sumamente influyentes en el contexto del conflicto religioso en México que se inició en 1926 y terminó formalmente en 1929, aunque sus repercusiones inmediatas pueden rastrearse hasta el final de la década de los años treinta del siglo pasado. Se trata de las historias de tres personajes católicos asociados a la Liga Nacional por la Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR) y a la organización de los católicos seglares contra la llamada Ley Calles de 1926.La época fue prolífica en mártires y, es indispensable aclarar, éstos no emergieron exclusivamente del bando católico. El discurso martirial del Estado postrevolucionario dio cuenta de la demanda de mártires y de su capacidad de fungir como argamasa en la compleja construcción de la legitimidad gubernamental (López Menéndez, 2016a)4.

Los tres casos aquí estudiados, sin embargo, están asociados a la movilización católica. Han sido elegidos tanto por la importancia que revistieron sus muertes como por la ausencia casi total de expresiones de culto tras la veda institucional de la Iglesia. Ello es particularmente cierto en los primeros dos, José de León Toral y Luis Segura Vilchis, cuya acción directa contra la persona de Álvaro Obregón jamás fue puesta en duda por la jerarquía. La tercera es la de María de la Luz Camacho, muerta en 1934 y considerada la primera mártir de la Acción Católica mexicana.

Antes de estudiar los casos específicos resulta importante proporcionar algunas claves históricas para entender su situación específica. Tal como en el resto de la América hispánica, el catolicismo formó parte de la vida cotidiana durante los tres siglos subsecuentes a la conquista. La Iglesia Católica era responsable tanto de la educación como de buena parte de las obras de caridad, y tenía una enorme influencia en la vida económica del México colonial (Bailey, 1974: 4-5), así como en el funcionamiento de sus instituciones jurídicas y políticas.

El conflicto entre Iglesia y Estado en México tenía un antiguo linaje, aunque este se expresó con particular virulencia en la llamada Guerra Cristera (1926-1929). Pero el inicio del conflicto ha sido tradicionalmente vinculado con la creación del Patronato Real de Indias (1493), nombrado por la Corona española, que supervisaba las decisiones y peticiones de los obispos del reino al Vaticano. La Iglesia Católica concedió estos privilegios a los reyes de España y Portugal a cambio de su compromiso de evangelizar las almas recientemente “encontradas”, e incorporar los nuevos territorios a los ya controlados al amparo del credo católico romano. La guerra de Independencia (1810-1821) derivó en intentos por disminuir la sujeción de la Iglesia al estado, un asunto que concitó dificultades a lo largo de todo el siglo XIX, protagonizado por el conflicto entre liberales y conservadores. Finalmente, tras la promulgación de la Constitución de 1857 la Iglesia perdió la mayoría de sus privilegios, pero se le acordó alguna independencia frente a los poderes seculares.

Si bien la relación entre la Iglesia Católica y los sucesivos gobiernos liberales mexicanos había sido tensa desde tiempos de la Reforma liberal que dio origen a la mencionada Constitución, el conflicto de 1926-1929 se desató cuando el presidente Plutarco Elías Calles emitió un decreto que prohibía a las iglesias celebrar eventos religiosos en lugares distintos a los designados (templos); estableció el derecho del gobierno de designar el número de sacerdotes que realizarían funciones religiosas en cada estado de la República y estableció un proceso de registro obligatorio en una oficina de la secretaría de Gobernación, entre otras restricciones. La ley Calles entró en vigor el 31 de julio de 1926. Era una reforma del Código Penal que también sancionaba la existencia de organizaciones civiles cuyos nombres remitieran a cualquier filiación religiosa: cerraba conventos y órdenes monásticas por considerarlas contrarias a las libertades individuales, expulsaba del país a todos los sacerdotes extranjeros, prohibía los votos monásticos, la educación religiosa en escuelas públicas y privadas y establecía multas y prisión como castigo. Esta nueva ley tenía el propósito de hacer valer el artículo 130 de la nueva Constitución promulgada en 1917, que era fruto del movimiento revolucionario iniciado en 1910.

El movimiento armado de 1910 se caracterizó entre otras cosas por un anticlericalismo a menudo violento, cuya iconoclastia más los ataques a seminarios y conventos fueron frecuentes, y obligaron a su cierre parcial o total y al exilio de religiosas, sacerdotes, seminaristas, obispos y arzobispos. Todo esto se agudizó particularmente en la región occidental del país, cuna de la que después sería la Guerra Cristera.

El conflicto entre Iglesia y Estado en México no puede adjudicarse exclusivamente al anticlericalismo revolucionario. Sus raíces se encuentran en la disputa por el control territorial, económico y simbólico que los dos grandes poderes protagonizaron, de modo semejante a lo ocurrido en la Francia de fines del siglo XVIII o en la Rusia de los últimos zares. La Guerra Cristera, el más sangriento de los episodios de esta saga, se inició con la ley Calles y la posterior suspensión del culto público, que fue decretado por el comité episcopal católico como respuesta a las modificaciones del Código Penal impuestas por la administración de Elías Calles.

Un año antes se había formado la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR), compuesta por laicos católicos asesorados por sacerdotes jesuitas. La Liga jugaría un papel fundamental en el conflicto y apoyaría las acciones bélicas del Ejército Cristero (Bailey, 1974: 85-86), realizaría labores diplomáticas para generar presión sobre el gobierno de México y se ocuparía de labores de propaganda y boicot económico dentro del país.

Tras tres años de enfrentamientos en buena parte del occidente del país, el gobierno de México y el comité episcopal –con la mediación del embajador estadunidense Dwight Morrow- lograron una serie de acuerdos que terminaron formalmente con el conflicto y resultaron en la reanudación de culto público y el retorno al país de la mayoría de los jerarcas católicos. Tras la firma de los acuerdos de 1929 –que iba a realizarse en 1928 pero fue pospuesta por el asesinato del presidente electo Alvar Obregón- la relación entre Iglesia y Estado mejoró notoriamente. Por otra parte, la nueva realidad de la Iglesia tras la firma de los acuerdos de Letrán en ese mismo año dio origen a una política mucho menos beligerante hacia los estados nacionales, que se avino con la necesidad del gobierno mexicano de pacificar su territorio.

 

1. José de León Toral

Se trata del más conocido de los tres personajes aquí tratados dadas las implicaciones de sus actos. El asesinato del entonces presidente electo Álvaro Obregón en julio de 1928, su detención, interrogatorio, juicio público y ejecución marcaron al naciente estado institucional mexicano y le valieron una mención escueta en los libros de texto, en los cuales invariablemente se lo ha calificado como fanático católico. José de León Toral fue amigo cercano y compañero de equipo de fútbol de Humberto Pro, quien fuera ejecutado en noviembre de 1927 con su hermano, el sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro, Juan Tirado y Luis Segura Vilchis (ver abajo), Toral nació en San Luis Potosí en 1901 y era padre de dos niños pequeños.

El evento que catapultó a José de León a la historia y que culminó con su propia muerte parece haberse iniciado con la ejecución de los Pro, que según diversas fuentes detonó en el tímido militante de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana5 (ACJM, una de las organizaciones integrantes de la LNDLR) sentimientos de profundo rechazo al régimen postrevolucionario en general y al general Obregón en particular (Toral de León 1972).

Mal informado –como muchos en aquella época difícil- acerca de las verdaderas intenciones políticas de los protagonistas en los años veinte del siglo pasado, se propuso terminar de raíz con lo que él entendía como el problema de la persecución religiosa en México. Según su tesitura, éste sólo podría resolverse si Obregón era eliminado. Toral desconocía que Obregón y Calles trabajaban afanosamente con el embajador norteamericano Dwight Morrow y la comisión episcopal para encontrar una salida al conflicto armado.

Convencido por las máximas sobre el tiranicidio que eran lugar común en la propaganda de la Liga y armado con una pistola prestada que había aprendido a utilizar exprofeso, Toral siguió a Obregón el 18 de julio de 1928 hasta el restaurante La Bombilla, ubicado en las inmediaciones de San Ángel, en la Ciudad de México.

Ese día, el General era homenajeado por la bancada guanajuatense en la cámara de Diputados por su reciente triunfo electoral. Los detalles del homicidio son conocidos: Toral se hizo pasar por dibujante –dibujar era algo que hacía con cierta gracia- y una vez al lado del político sonorense le descerrajó dos balazos mientras alcanzaba a mostrarle el boceto que acababa de hacer de su rostro.

Obregón falleció poco después. Mientras tanto, los asistentes al banquete entraban en pánico por la pérdida de su líder y gritaban que la revolución se encontraba en peligro. Alguien tuvo la presencia de ánimo necesaria para detener a quienes ya golpeaban al asesino y lograron que se lo mantuviera ileso, porque hacía falta una investigación que descubriera a quienes habían maquinado el crimen. Aun hoy circulan versiones conspiracionistas que rechazan la oficial, de un solo asesino.  El haber preservado la vida de Toral, que según declaró después no esperaba salir vivo de La Bombilla, nos habla de una incipiente institucionalización que refrenó la violencia de los partidarios de Obregón. Ello no es poca cosa en un país recién salido de la lucha armada y donde portar pistolas era común entre hombres adultos, especialmente aquellos que se dedicaban a la acción política.Toral fue trasladado a la Inspección General de Policía, donde se lo interrogó extensamente y fue torturado para confesar la participación de otros en el asesinato.  Su confesión sólo involucró a Concepción Acevedo y de la Llata –la Madre Conchita-, y ello exclusivamente por decir que ambos compartían el deseo de ver muerto a Obregón. La tortura a que fue sometido se transformó en parte de su historia martirial gracias a los dibujos que él mismo hiciera, y que fueron reproducidos como tarjetas postales y difundidos entre católicos mexicanos y de otras nacionalidades, como fuera frecuente en la época con la llamada Galería de Mártires Mexicanos6.

En este contexto, la tortura sufrida por Toral lo acercó al modelo de mártir que preconizaba el catolicismo militante. José de León fue visto por un grupo importante de seglares como ejemplo de lucha contra los males que habían sido identificados por Pío IX en la encíclica Quanta Cura (1864), que denunciaba los “errores” de la época. Este grupo se manifestaba sobre todo en la ACJM y parte de la Liga. Tras los arreglos de 1929 ambas organizaciones fueron progresivamente marginadas y sometidas a los obispos por medio de la Acción Católica, que había comenzado a operar ese año.

La labor política de esas organizaciones fue suprimida por directivas papales y el martirio de sus militantes condenado al olvido, aunque, como se verá, un núcleo de católicos le acordará la categoría de mártir

 

Figura 1. Dibujos de José de León Toral. Tomado de M. Elena Sodi de Pallares, Los Cristeros y José de León Toral.  México, Editorial Cvltvra, 1936.

 

El juicio de Toral y de la Madre Conchita fue probablemente el más importante de los eventos judiciales del México del siglo XX. Se inició a principios de noviembre de 1928 y, en su primera declaración, el acusado afirmó haber matado al político siguiendo el ejemplo de la bíblica Judith. Demetrio Sodi, su abogado defensor, protestó por el maltrato a su defendido y por las irregularidades del juicio. Lo que Toral denominó como “su martirio” se transformaría después en prueba de su sufrimiento y de la calidad de mártir que muchos católicos le otorgaron inmediatamente después de su muerte.

Toral fue sometido a un riguroso escrutinio previamente al juicio. No se trató de un montaje, sino de pruebas periciales que recurrían a lo más avanzado en la época para intentar comprender las motivaciones del homicida. Una copia de los estudios psicológicos que se le practicaron permanece en el archivo Miguel Palomar y Vizcarra, bajo custodia de la Universidad Nacional Autónoma de México. Se destaca entre ellos la prueba de Jung-Rickling de asociación de palabras, algunos de cuyos resultados se consignan abajo.

Palabra

Asociación

Tiempo de respuesta

Muerte

Pasadera

3 ¼ segundos

Martirio

Bueno

3 segundos

Sangre

Pura

6 1/2 segundos

Leyes

Maldad

4 segundos

Cristeros

Combatientes libertad

5 segundos

Elaboración propia con información de la valoración psicológica de José de León Toral en Fondo Miguel Palomar y Vizcarra, Archivo Histórico de la UNAM.

Las asociaciones que Toral hizo de las palabras que se le presentaron son elocuentes y hablan no solo de un militante convencido, sino de una época en la cual la demanda martirial se encontraba en todas partes. Por eso, las palabras que se le presentaron para asociar resultan aún más interesantes, ya que nos muestran también la mentalidad de los evaluadores.

José de León comenzó a convertirse en mártir aún antes de su muerte. Existe constancia de que se repartieron manifiestos en favor del joven en la Ciudad de México7 que, sin condonar su crimen, elogiaban su valor e invitaban a constituir comités de defensa de Toral. Según la nota periodística, la Inspección General de Policía ordenó la aprehensión de quienes fueran encontrados repartiendo el panfleto. A partir de su confesión del asesinato, sólo un perdón del presidente Calles podría salvarle la vida.

El perdón no llegó nunca. Pero León Toral se había convertido en símbolo de resistencia, en “…bandera… que flameará más alta cuando el que la ha levantado muera”, como escribía Miguel Palomar y Vizcarra en una carta a su amigo José Serrano Orosco (alias D. Daniel) en noviembre de 19288.

Como vaticinara el intelectual católico y vicepresidente de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, la ejecución de José de León Toral en la Penitenciaría de Lecumberri de la Ciudad de México fue una apoteosis católica. Fusilado el 10 de febrero de 1929, se proclamó mártir de Cristo Rey y murió con ese grito en los labios, como había hecho dos años antes el sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro9. La muerte de José de León fue inicialmente representada como un martirio en la imaginación católica: uno más de los muertos por la causa de la iglesia militante contra el anticlericalismo gubernamental, según expresaron en la época diversas compilaciones. La condición martirial de Toral incorporó su muerte a la corriente narrativa que justificaba la beligerancia católica y cuestionaba la legitimidad de un gobierno que, como dijera Miguel Palomar, no se adaptaba al “alma” del pueblo mexicano.  Esta forma de memoria construida a partir del modelo de martirio clásico se expresó de diversas maneras en los primeros días después de su ejecución.

Tras su muerte, el cadáver fue trasladado a la residencia de sus padres en la calle de Sabino 214, en la populosa colonia Santa María la Ribera. La prensa secular de la época se refirió a la multitud que se agolpara a la entrada de la casa como “curiosos”. Medios católicos los calificaron de fieles que iban a presentar sus respetos al mártir. La segunda versión resulta mucho más creíble dado que el general Lucas González10 se presentó en persona en tres ocasiones y los bomberos desalojaron a la muchedumbre con agua. Los “curiosos” se refugiaron en el atrio del templo del Espíritu Santo11.

A propósito del velatorio de Toral, un reportero de La Prensa relató “…jamás había presenciado un espectáculo tan impresionante, pues en el interior de la casa […] volaba no el ambiente de tragedia sino un dolor místico tan especial que hacía contener la respiración”12. El asesino de Obregón comenzaba a asumir el carácter de mártir que había previsto durante su estancia en prisión: se consideraba un “atleta de Cristo” y muchos de los dibujos hechos en 1928 y enero de 1929 durante su estancia en la penitenciaría de Lecumberri hacen referencia a su particular relación con la divinidad y a la necesidad de mostrar paciencia ante un ansia de martirio no satisfecha.

 

Figura 2. Dibujos de José de León Toral en Lecumberri. Tomado de Felipe Islas De la pasión sectaria a la noción de las instituciones, 1932.

 

El New York Times reportó 100,000 asistentes al funeral y describió cómo las multitudes que se alineaban por las calles al paso del ataúd, y quienes presenciaban la escena desde los techos de las casas cubrieron el cofre de flores13.

El velatorio y la procesión fúnebre de José de León Toral terminaron trágicamente: varias personas resultaron heridas y algunas detenidas. Los “curiosos” se apiñaron alrededor del féretro y la policía que intentaba contenerlos fue atacada con ladrillos y piedras que caían de las azoteas. La policía montada cargó contra la multitud y los enfrentamientos se repitieron en el camino al Panteón español, donde fue inhumado.

El enfrentamiento entre los fieles y la policía dio origen incluso a declaraciones del presidente Emilio Portes Gil, refiriéndose a la necesidad de encarcelar a los manifestantes y a la existencia de instigadores ocultos. Para probarlo el presidente aludió a los asesinatos de campesinos agraristas -los mártires de la revolución- al amparo de la bandera de Cristo Rey14.

El Episcopado se había deslindado de José de León y de su suerte desde que fue aprehendido en La Bombilla. Si algunos de los obispos se regocijaron secretamente por la muerte e Obregón, la jerarquía eclesial condenó rápidamente el hecho. La Madre Conchita fue desvinculada de sus votos monásticos y su convento disuelto. Ello dio lugar a debates entre seglares católicos, sacerdotes y obispos sobre la calidad de mártir de Toral. Como ocurriría con otros muchos militantes de las organizaciones católicas, la jerarquía se opondría a cualquier forma de culto y se marginaría de cualquier signo de recuerdo de León Toral, que sin embargo perduró entre los fieles.

Ahora bien, existen diversas versiones a propósito de los vínculos que Toral tendría con la cúpula católica, con la U –organización católica secreta- e incluso con políticos del régimen como Luis N. Morones o el propio presidente Calles. La idea del complot contra Obregón ha sido explorada en muchas ocasiones para desacreditar la tesis del asesino solitario que el propio Toral sostuvo siempre15. La terminante negativa de la jerarquía de la Iglesia Católica a hacer cualquier gesto a favor de Toral parece obedecer más al hecho de que los obispos Pascual Díaz16 y Leopoldo Ruíz y Flores habían iniciado negociaciones de alto nivel para resolver el conflicto religioso, con la mediación del embajador norteamericano Dwight Morrow. La desvinculación entre la jerarquía y la memoria de Toral es, pues, fácilmente comprensible. Si bien la causa cristera no se resolvió y muchos sacerdotes, religiosos, obispos y seglares se sintieron traicionados por la decisión del Episcopado, éste había llegado a la conclusión de que la guerra no podía continuar y una nueva forma de relación con el gobierno debía procurarse, lo que convergía con la postura del propio Calles. En ese contexto, el asesinato de Obregón no resultó atinado para los fines del catolicismo institucional, si bien contaba con el beneplácito de muchos seglares, sacerdotes y obispos no enterados de las maniobras diplomáticas que se realizaban.

La memoria de Toral fue particularmente invocada entre los intelectuales católicos vinculados a la Liga y después a VITA México. Las cartas de Miguel Palomar y Vizcarra referidas al martirio de Toral y su sacrificio por el catolicismo mexicano, así como el texto de Fernando Robles sobre él, son algunos de los ejemplos de formas de recuerdo alejadas de los lineamientos del catolicismo institucional (Robles, 1936). En ambos casos-que no son exclusivos, aunque sí prominentes-, las narrativas apuntan hacia la consolidación del discurso martirial, tan socorrido en los años inmediatamente posteriores al conflicto armado y que se plasmaron como respuesta a una demanda martirial que atravesara tanto a los círculos de militancia católica como a los revolucionarios –quienes tendrían en los agraristas a sus propios mártires-.

Difícilmente puede decirse que José de León es un personaje “olvidado”. Sin embargo, su memoria se ha asociado más a la trágica muerte del general Obregón que al fusilamiento del católico. Dicho de otra manera, la jerarquía católica orientó sus esfuerzos a eliminar de la historia los vínculos entre el asesino y la propia Iglesia, apoyando la tesis del asesino solitario que también convenía al gobierno mexicano. De este modo el recuerdo de Toral ancló más en su carácter de asesino que en el del sacrificio de su propia vida. Toral perdió pronto el aura de mártir que en 1929 y 1930 aún se le concediera.

 

Figura 3. Fervor ante la tumba de José de León Toral, circa 1929. Fotografía proporcionada por el Centro Histórico y Cultural “José de León Toral”

 

2. Luis Segura Vilchis

Joven militante de la ACJM y líder del comité especial de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, el ingeniero Luis Segura Vilchis (n. 1901) asumió como proyecto propio la decisión que la Liga tomara en 1927 de eliminar al general Álvaro Obregón (Meyer, 1994: 59). Su participación en el atentado del 13 de noviembre de ese año fue reconocida gracias a que Segura mismo se presentó a declarar en la Inspección General de Policía de la ciudad de México, una vez que se enteró de la detención de los hermanos Miguel, Humberto y Roberto Pro Juárez. En aquella ocasión fue arrojada una bomba al automóvil en que Obregón circulaba, en las inmediaciones el castillo de Chapultepec.

Uno de los ocupantes del automóvil desde el cual se efectuó el ataque fue herido en la persecución subsiguiente, y dos más lograron huir. Después se estableció que el auto pertenecía a Humberto Pro, quien era también militante de la Liga y su jefe regional en Santa María la Ribera, en la ciudad de México, además de ser amigo cercano y compañero de equipo de fútbol de José de León Toral.

El ingeniero Segura Vilchis confesó ante el general Roberto Cruz haber sido el único autor intelectual del intento de asesinato contra Obregón y descartó cualquier participación de los Pro, lo cual le valió la ejecución el 23 de noviembre de 1927, al igual que los otros detenidos.

Segura Vilchis fue admirado por tirios y troyanos. El propio general Cruz, quien fuera inspector de policía en la ciudad de México y encargado directo por el presidente Calles de dar con los responsables del atentado contra Obregón, se refirió a Segura en términos bastante elogiosos17. Entrevistado por el periodista Julio Scherer (2005) el anciano político narró sus recuerdos de la experiencia alrededor de la detención, interrogatorio y ejecución de los Pro, Segura Vilchis y Juan Tirado18. Entonces dijo sin tapujos que “si algún santo había entre los fusilados, ése era Segura”. Cruz se refería a su valentía y al hecho, documentado exhaustivamente, de que éste contaba con una coartada bastante sólida y se encontraba fuera del radar de la policía, por lo que su aprehensión se debió a la declaración voluntaria que hizo para salvar a los Pro. En palabras de su biógrafo Andrés Barquín y Ruiz, su confesión ocurrió solamente porque consideró su deber asumir la responsabilidad del intento de homicidio de Obregón. En palabras del obispo de Huejutla José Manriquez y Zárate –acérrimo defensor de la causa cristera- Luis Segura fue “…el invicto campeón de la causa católica […] de una talla tan colosal que queda uno asombrado al considerar cómo en un alma pueden juntarse a la vez tan grande y refinado civismo, con un amor tan alto y sublime que emula al de los más grandes santos de la Iglesia” (citado en Reguer, 1997: 38).

A diferencia de sus compañeros de martirio-especialmente del Padre Pro- Luis Segura adoptó una postura corporal que semejaba su imagen a la de santidad guerrera y heroica que marcara a la Edad Media y que reivindicara la guerra santa (Rubial, 2011: 69-70). Con ello se alejaba del modelo alineado con la cristiandad temprana (con el que indudablemente se identificó Pro con su martirio) y que se inspiraba también en el devocionalismo decimonónico.Luis Segura mostró una serenidad poco común y un coraje que admiró tanto a sus compañeros de armas como a sus verdugos. Su memoria, algo opacada por el andamiaje institucional jesuita que llevó a Miguel Agustín Pro a los altares, pervivió en algunos grupos católicos marginales del catolicismo: en 2007, al cumplirse 80 años de su muerte, el Consejo Nacional Sinarquista realizó un “homenaje cívico” al “mártir de Cristo Rey”19. El evento se llevó a cabo en el cementerio del Tepeyac, junto a la tumba de Segura, y posteriormente se proyectó la recién estrenada película “Padre Pro. Miguel Agustín Pro, mártir del Señor) que la Compañía de Jesús había producido en ese año. Llama la atención el intento sinarquista por reconciliar la narrativa heroica de la muerte de Segura con la más convencional y aceptada del martirio de Pro. Vale la pena aclarar que la proyección de la película no implicó en absoluto el involucramiento jesuita en la conmemoración de Segura Vilchis, aunque los sinarquistas hacían guiños desesperados: “los sinarquistas manifestamos todo nuestro apoyo al verdadero cine mexicano de calidad, aquel que muestra la verdadera historia ocultada durante décadas por nuestros gobernantes y no se deja llevar por el afán de comercialización que llena las pantallas de sexo, violencia y drogas”, afirmaban en la reseña del homenaje, haciéndose eco de la fama del jesuita asesinado para resaltar la imagen del héroe que caía en el olvido20.

El caso de Segura resulta particularmente interesante para subrayar la memoria como eje que articula el dispositivo martirial.  Las apasionadas reacciones que el líder de la Liga provocara no correspondieron a la duración del recuerdo de su condición de mártir. Como he analizado en otra parte (López Menéndez, 2016b), la memoria de Segura y su martirio fueron contingentes para la firma de los acuerdos entre gobierno mexicano e Iglesia Católica en 1929. Tras ellos, la aparición de la Acción Católica, la reubicación institucional de las juventudes católicas y su supeditación a los obispos desarticularon la cohesión entre los jóvenes ligueros –los compañeros de armas de Segura-. La admiración por el héroe y mártir de la guerra se convirtió en un sentimiento privado, ya que las nuevas condiciones históricas del catolicismo mexicano dificultaban que se transformara en un signo de cohesión social entre los creyentes. 

 

Figura 4. Luis Segura Vilchis en camino al paredón de fusilamiento. Ciudad de México, 23 de noviembre de1927.Lo acompaña el General Roberto Cruz. Fotografía del Archivo del Centro de Estudios de Historia de México CARSO.

 

3. María de la Luz Camacho

Calificada como la primera militante de la Acción Católica en morir por Cristo Rey, la joven terciaria franciscana murió en la explanada de la parroquia de San Juan Bautista, en Coyoacán, el 30 de diciembre de 1934.

Es probablemente la más conocida de las mujeres involucradas en la confrontación entre la Iglesia y el Estado postrevolucionario mexicano y su muerte es tardía, si tomamos en cuenta que los acuerdos entre el Episcopado y el Gobierno Federal fueron firmados en 1929, poco después de la ejecución de León Toral.

De acuerdo con la historia presentada por la arquidiócesis de México en su página web21, Cirenia (su segundo nombre) nació en mayo de 1907. Habitante del barrio de Coyoacán, fundó un centro de catequesis que operaba en su domicilio y en febrero de 1930 tomó el hábito en la Orden Tercera Franciscana. Al año siguiente se inscribió en la recién creada Acción Católica, que había subordinado a las organizaciones seglares al Episcopado y, por tanto, contribuido al parcial olvido de los jóvenes de la ACJM muertos en el auge del conflicto religioso de 1926-1929, entre los que Segura Vilchis ocupa un lugar destacado (López Menéndez, 2016b).

María de la Luz fue víctima del ataque de una partida de “Camisas Rojas”, el malhadado grupo de choque que creara y dirigiera Tomás Garrido Canabal. En diciembre de 1934 éstos organizaron un mitin frente a la parroquia del centro de Coyoacán que derivó en un enfrentamiento con los fieles. María de la Luz fue alcanzada por las balas, aunque tuvo tiempo de recibir los sacramentos y dedicar su muerte a Cristo Rey. Actualmente goza del título de Sierva de Dios y se encuentra abierto un proceso canónico de martirio que lleva la Provincia Franciscana. Sus restos reposan en el templo de San Juan Bautista, en un austero cubo de cemento al lado de la puerta principal. Como es esperable en esta etapa del proceso, no hay evidencia en el templo de culto público. 

 

Figura 5. Los restos mortales de María de la Luz Camacho en Coyoacán. Fotografía tomada en 2015.

 

La historia de María de la Luz contrasta con los otros dos casos aquí tratados por varias razones. La más importante quizá es el destino de sus atacantes. Tomás Garrido Canabal fue gobernador del estado de Tabasco entre 1920-1924 y 1931-1934, cuando fue llamado por el flamante presidente Lázaro Cárdenas para que ocupara el cargo de secretario de la Reforma Agraria.

Garrido se distinguió por una ecléctica y virulenta forma de socialismo, fanatismo antirreligioso y capacidad de liderazgo que preocupaba al nuevo presidente.

Las políticas antirreligiosas de Garrido Canabal en Tabasco alcanzaron niveles delirantes y dieron pie a historias como la que Graham Greene narrara en El poder y la Gloria y en Caminos sin ley, ambas inspiradas en el ambiente anticatólico que el gobernador creara en el estado y mantuviera durante cerca de diez años. Muchos católicos de la época se alarmaron ante la desenfrenada voluntad del personaje en cuestión por distanciarse del cristianismo: se contaba que el gobernador había nombrado a uno de sus hijos Lenin y al otro Lucifer (Parsons, 1936: 237).

El enfrentamiento en el que perdió la vida María de la Luz Camacho ocurrió como parte de una serie de manifestaciones que buscaban provocar a los católicos, y que no eran bienvenidas para el gobierno de Cárdenas.

En aquella ocasión, los Camisas Rojas agredieron a quienes salían de misa. Cinco personas resultaron muertas y varias heridas. El funeral de los cinco asesinados se convirtió en una apoteosis. Fue presidido por el Arzobispo Pascual Díaz y según el jesuita Wilfrid Parsons, asistieron cerca de veinticinco mil fieles indignados (Parsons, 1936: 239).

Este evento marcó el principio del fin de la vida política de Garrido Canabal. A diferencia de los casos de José de León y Luis Segura, en este caso las condiciones creadas por el modus vivendi que se inaugurara tras la firma de los arreglos entre gobierno y Episcopado en 1929 produjeron resultados distintos.

Si bien los soldados cristeros que se negaron a deponer las armas tras los arreglos fueron en su mayor parte detenidos y ejecutados por las tropas federales, ello no ocurrió con aquellos católicos que se habían avenido a las condiciones pactadas.

El caso de María de la Luz Camacho se destaca justamente porque la Acción Católica había emergido de esas condiciones y, por tanto, el ataque y su muerte ponían en entredicho la voluntad gubernamental de respetar lo acordado. Eso encendió la chispa y el grito de “¡Viva Cristo Rey!” que había dado cohesión al beligerante catolicismo de los años veinte cobró nuevamente sentido y permitió a María de la Luz Camacho ser considerada mártir de Cristo de manera instantánea.  La Acción Católica Mexicana fue una institución importante en la reconstrucción de las relaciones entre clero, jerarquía y seglares y se convirtió en el instrumento más efectivo de la jerarquía católica para organizar a los seglares (Aspe Armella, 2008: 492).

Hay que recordar que, a diferencia de las organizaciones católicas seglares surgidas en México entre 1915 y 1925, la Acción Católica era declaradamente ajena a la política. Como ha mostrado Roberto Blancarte (1992), la decisión episcopal de adoptar una “estrategia centrada en la resistencia pacífica y en la transformación de las conciencias mediante la educación, el adoctrinamiento, la catequesis y el ejemplo” fue uno de los pilares que permitieron el modus vivendi y que facilitaron la lucha común contra el comunismo que acercaría a Iglesia y Estado a partir de 1938.

Por otra parte, 1934 había sido un año conflictivo en la relación Iglesia-Estado, si bien las rispideces entre ambos poderes no habían alcanzado los niveles de la década anterior. El proyecto de educación socialista de Lázaro Cárdenas -parte medular de su campaña presidencial- avivó las rencillas, como lo hizo la posición del presidente Abelardo Rodríguez en cuanto al cumplimiento estricto del artículo 3º constitucional en lo relativo a la laicidad en la enseñanza (Crespo, 2008, 519).

Esto iba en contra de las exhortaciones de Pío XI, quien un par de años antes se refiriera a la educación como “derecho de la Iglesia” en su Encíclica DiviniIllius Magistri del 31 de diciembre de 192922, y afirmó que tal derecho era del todo superior al interés de los estados nacionales y del mundo secular. Por supuesto, se reavivaron las tensiones: la Revolución y la Iglesia iniciaban una nueva fase de pugna por las consciencias ya que, en palabras del general Calles, la juventud y la niñez debían pertenecer a la Revolución (Crespo, 2008: 521). Pero volvamos a la muerte de María de la Luz Camacho. Si José de León Toral murió tras una sentencia judicial, y Luis Segura por una suerte de decreto ejecutivo, la muerte de la joven franciscana se debió a un grupo de exaltados que representaba los rescoldos del anti catolicismo pero quo no obedecía ya a una política estatal anticlerical. Prueba de ello es que las camisas rojas –también conocidos como “rojinegros”- no salieron indemnes de la agresión. Uno de ellos fue detenido por la turba furiosa y asesinado a golpes en la plaza. Los 65 agresores fueron enviados a la Penitenciaría del Distrito Federal, donde se les instruyó proceso23. Aparentemente nadie fue sentenciado por la muerte de los cinco católicos. Nadie lo fue tampoco por la de Ernesto Malda, el rojinegro linchado24.

El New York Times hizo una escueta descripción de los hechos en Coyoacán sin mencionar a Camacho: el 1 de enero de 1935 publicó una nota cuyo encabezado era “62 Reds are Held in Mexican Killling” donde ponía énfasis en la promesa del presidente Cárdenas de hacer justicia y en la condena que éste hacía de los actos de los Camisas Rojas. El periódico dijo además que los detenidos, de apariencia extremadamente joven (unos 14 o 15 años) afirmaban haber sido atacados y haber actuado en defensa propia, mientras describía el evento como una crisis del conflicto religioso en el país25.

El funeral de Camacho reprodujo, en algunos sentidos, el de León Toral: como se mencionó arriba, Wilfrid Parsons SJ calculaba 25,000 asistentes a la procesión fúnebre que trasladó su cuerpo de la casa de su familia al Panteón Municipal de Xoco, cerca del centro de Coyoacán. En el velorio, narra el también jesuita José Macías “…unas dos mil personas desfilaron aquella noche, que era la última de 1934. Muchos se arrodillaban para orar; otros tocaban objetos piadosos al cuerpo de la mártir. De manera especial acudieron Terciarios y Terciarios franciscanos, también sus antiguas compañeras de la Acción Católica. Pero la visita más delicada y conmovedora fue la de los niños. Muchos lloraban al contemplar muerta a su antigua y bondadosa catequista que les había enseñado los principios y verdades de nuestra santa Religión, amar a Dios y a la Virgen Santísima” (Macías, 1980).

El 7 de enero se realizó una manifestación en el zócalo de la ciudad de México en protesta por los eventos de Coyoacán. El presidente Cárdenas reaccionó de manera implacable e inmediata: al día siguiente emitió un decreto en el que indicaba que únicamente el Partido Nacional Revolucionario (PNR, antecesor inmediato del Partido Revolucionario Institucional) estaba facultado para realizar actividades político-sociales que afianzaran “…las ideas que sirven de bandera a la Revolución”.

También se decretó que las manifestaciones públicas que tuvieran como objetivo protestar contra grupos o personas deberían ser previamente autorizadas por el departamento central del Distrito Federal, lo que en la práctica anuló a los grupos de choque no amparados directamente por su gobierno e implicó un golpe al poder de Garrido Canabal, ya en declive. En junio de 1935 Lázaro Cárdenas le pidió su renuncia junto con las de otros miembros de su gabinete identificados con el ex presidente Plutarco Elías Calles.

 

Como modo de conclusión

Los tres casos aquí expuestos señalan diversas facetas del fenómeno del martirio asociado a formas específicas de entender y practicar el catolicismo, formas claramente previas al Concilio Vaticano II y que abrevaban en modelos de santidad que tendieron a caer en desuso a partir del mismo.

De los tres casos, el de mayor impacto en la cultura cívica nacional mexicana es quizá el de José de León Toral. Después de todo, asesinar a un presidente electo resultó un acto digno de inscribirse en la historia secular y no solo en los anales católicos.

La cantidad y la calidad de la información disponible sobre él es muy superior a la de los otros dos personajes aquí estudiados. Ello puede deberse a que el estado mental de Toral se constituyó en una verdadera obsesión en las etapas preliminares del juicio en su contra, y diversos documentos dan cuenta del trato al que fue sometido y de la minuciosidad con que las se estudiaron diversas influencias en su vida. Tales estudios tenían razones de orden político: la tesis del asesino solitario fue impugnada por muchos sectores y muchas voces manifestaron su incredulidad ante la posibilidad de que José de León hubiera actuado por su cuenta. Entonces se señaló tanto a la cúpula eclesial como a enemigos políticos de Obregón dentro del gobierno, por lo que proporcionar evidencia de cierta inestabilidad mental era relevante para acordar legitimidad al resultado mismo del juicio y a la sentencia que éste produjo.

La historia de Luis Segura es distinta. El enorme impacto mediático de su muerte hizo factible que se preservaran documentos y noticias que permiten entender las circunstancias que rodearon a sus seguidores y las dificultades que éstos tuvieron al oponerse a la subordinación de la ACJM al Episcopado tras la creación de la Acción Católica. Luis Segura representa al sector seglar urbano que resultó más desfavorecido por la firma de los Acuerdos de 1929 y la nueva relación que la jerarquía católica y el Estado iniciaran entonces. Por ello, su status de mártir ha tendido a diluirse o, mejor, a quedar confinado en pequeños núcleos cercanos al ultramontanismo y opuestos a la solución que el Episcopado había aceptado con los Acuerdos y al nuevo papel que la Iglesia jugaría a partir de ellos. Tal como ocurriría en la mayor parte del mundo católico, la nueva faz del catolicismo se alejó de la actividad propiamente política y se concentró en el activismo cívico. En México, este cambio resultó particularmente notorio al atemperarse los ánimos y producirse un acercamiento entre el presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) y el arzobispo Luis María Martínez (1937-1956).

Al respecto cabe mencionar dos causas que modificaron la relación Iglesia-Estado y que tuvieron impacto en el progresivo abandono del martirio como elemento propagandístico central y reorientaron la memoria oficial católica.

  1. La firma de los Acuerdos Lateranos y la nueva relación que la Iglesia Católica se vería obligada a asumir con el estado nacional italiano. Los Acuerdos fueron firmados en febrero de 1929 y en ellos la Santa Sede reconocía la existencia de Italia como un estado independiente a cambio de la completa independencia papal y la soberanía del Estado Vaticano. La solución a la “cuestión romana” representó también una nueva era en la política del papado que lo obligó a buscar relaciones más cercanas con los estados nacionales modernos que denunciara menos de un siglo antes. Esta nueva política dejaba poco espacio para el ánimo confrontativo que el martirio presupone.

  2. La Revolución Rusa y el ascenso del comunismo como fuerza política internacional significaron una recomposición en las relaciones Iglesia-Estado que ahora tenían un enemigo común (tal postura fue particularmente evidente en México a partir de 1946, en coincidencia con el inicio de la Guerra Fría). Ante ello, la memoria institucional de los mártires cristeros tenía poco sentido, por lo que su recuerdo fue restringiéndose a sus compañeros de armas.

El caso de María de la Luz Camacho es el más difícil de estudiar por la escasez de información sobre su vida y, sobre todo, por su parcialidad. Existen al menos tres biografías de tono hagiográfico escritas por católicos: la de Antonio Dragón SJ, que en 1937 publicara María de la Luz Camacho: primera mártir de la Acción Católica; la hagiografía Flor de Martirio: María de la Luz Camacho, primera mártir de la Acción Católica de Carlos Héctor de la Peña, publicada en 1940 por la casa editorial jesuita Buena Prensa y, por último, La mártir de Coyoacán de José Macías SJ citada arriba.

Como es posible ver, las tres obras presentan la visión jesuita del evento sin que existan relatos alternativos además de la prensa –como son las notas del New York Times mencionadas. El caso de Camacho llama la atención también en lo relativo al género de la víctima. Existen muchos relatos de mártires femeninas durante el conflicto religioso, pero ninguno de ellos está adecuadamente documentado. Llamadas con sobrenombres como “las rosas de Colima” u otros epítetos, las historias de mujeres que sacrificaron su vida carecen de especificidad y de profundidad histórica. Aparecen más bien como prototipos martiriales de cuya existencia puede dudarse, a contrapelo de lo que ocurre con los mártires masculinos. A destiempo y en un ambiente político poco propicio para el uso institucional del martirio por parte de la jerarquía católica, la historia de María de la Luz Camacho es la única cuya figura femenina aparece con nitidez suficiente como para gozar de fama de martirio entre los católicos de la época.

Como se ha mencionado, Camacho fue considerada “la primera mártir de la Acción Católica”. Ello es inexacto. Por las circunstancias que rodearon su muerte y los personajes involucrados –entre los que se destaca el feroz anticlerical tabasqueño Tomás Garrido Canabal- se trató más bien de la última muerte católica celebrada del periodo postrevolucionario. Su muerte puede adscribirse aún a la brutal confrontación entre Iglesia y Estado que caracteriza de un modo u otro a todas las revoluciones de la era moderna. El martirio es en este sentido un lenguaje revolucionario en tanto se adscribe a la política de lo extraordinario y reivindica el carisma personal como dispositivo movilizante y cohesionador.

 

Bibliografía

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Fuentes periodísticas

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Sitios web

1. Carta Encíclica DiviniIllius Magistri sobre la Educación Cristiana de la Juventud en https://w2.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_31121929_divini-illius-magistri.html

2. Página web de la Arquidiócesis de México http://www.arquidiocesismexico.org.mx/index.php/vicarias/vicarias-general/causas-de-los-santos/fase-romana/1089-seglar-maria-de-la-luz-cirenia-camacho-gonzalez

3. Página web Reseñas. 80 aniversario del martirio de Luis Segura Vilchis y Miguel Agustin Pro en http://www.sinarquismo.org.mx

 

Archivos

1. Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma de México. Fondo Miguel Palomar y Vizcarra.

 

Notas

1. El texto de Robert Wilken (2003) The Christians as the Romans saw them proporciona un amplio análisis sobre el choque cultural y político que el cristianismo temprano produjo en el mundo grecolatino.

2. Al respecto es pertinente el estudio de Peter Brown (1981) sobre el origen del martirio y el culto a los mártires como uno de los ejes del cristianismo en la cristiandad latina. El texto de Brown abunda en detalles sobre el desarrollo de la veneración a la tumba y el cuerpo del mártir y el desarrollo de jerarquías que se reflejaban en la posesión de reliquias.

3. Para Casanova, las diversas tradiciones religiosas modernas han transitado a la esfera pública y la arena política no solamente en defensa de sus nichos tradicionales de influencia, sino para participar en la definición misma de las fronteras entre lo público y lo privado, entre moralidad y legalidad, entre familia, sociedad civil y estado.

4. Una argumentación más elaborada al respecto puede encontrarse en Miguel Pro. Martyrdom, Politics and Society in Twentieth Century Mexico (2016).

5. La ACJM era una de las organizaciones integrantes de la LNDLR, la más prolífica.

6. La Galería fue un proyecto editorial publicado en 1927 donde se compilaban las “narraciones verídicas” de la muerte de católicos en el contexto del conflicto religioso. La Galería fue publicada en San Antonio, Texas, lugar de exilio de muchos de los obispos mexicanos. Fue una importante herramienta de propaganda transnacional cuya efectividad puede rastrearse incluso hasta la Guerra Civil española.

7. Archivo Histórico de la UNAM. Fondo Miguel Palomar y Vizcarra caja 81 exp. 620 f. 680.

8. Archivo Histórico de la UNAM. Fondo Miguel Palomar y Vizcarra caja 50 exp. 371 f. 10452.

9. The Chicago Tribune, 10 de febrero, 1929.

10. Entonces Inspector General de Policía, había sucedido al General Roberto Cruz tras el asesinato de Obregón.

11. El Universal, domingo 10 de febrero de 1929.

12. La Prensa, lunes 11 de febrero de 1929.

13. New York Times, 11 de febrero de 1929.

14. Basta ver las declaraciones del presidente Lic. Emilio Portes Gil con motivo del homenaje rendido por el pueblo de la Ciudad de México al cadáver de José de León Toral en la capilla ardiente y durante su apoteósico entierro. Que pueden consultarse en el Archivo Histórico de la UNAM. Fondo Miguel Palomar y Vizcarra caja 63 exp. 489 f. 2257 y ss.

15. Una de las más sofisticadas es la de Mario Ramírez Rancaño en El asesinato de Álvaro Obregón: la conspiración y la madre Conchita (2014).

16. Pascual Díaz era obispo de Tabasco y sería nombrado arzobispo de México unos cuantos días después de firmados los Acuerdos. 

17. El estudio de Mario Ramírez Rancaño (2014) sobre el asesinato de Álvaro Obregón constituye un intento serio de identificar la existencia de un dispositivo institucional armado para entrenar y apoyar a Toral en la consecución del crimen.

18. La entrevista integra se publicó en forma de libro en 2005 bajo el sugestivo título El indio que mató al Padre Pro, haciendo referencia al triste lugar que la memoria pública reservó para el general revolucionario. 

19. Reseñas. 80 aniversario del martirio de Luis Segura Vilchis y Miguel Agustin Pro en http://www.sinarquismo.org.mx,  consultada el 09/09/2015.

20. Ibid.

21. Recuperado de http://www.arquidiocesismexico.org.mx/index.php/vicarias/vicarias-general/causas-de-los-santos/fase-romana/1089-seglar-maria-de-la-luz-cirenia-camacho-gonzalez Consultado el 30/12/2015.

22. Carta Encíclica DiviniIllius Magistri sobre la Educación Cristiana de la Juventud. Recuperado de https://w2.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_31121929_divini-illius-magistri.html Consultado el 20/12/2015.

23. En otra nota folclórica, Parsons narra que Garrido Canabal les envió una caja de champaña a la cárcel.

24. De entre las diversas versiones católicas de los hechos, solo Mexican Martyrdom de Wilfrid Parsons menciona la muerte del joven Camisa Roja. El New York Times, sin embargo, brinda información interesante: durante su entierro en el Panteón Francés de la Ciudad de México, flores rojas fueron arrojadas a la fosa. New York Times, 2 de enero de 1935.

25. New York Times, 1 de enero de 1935.

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