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Sociedad y religión

versión On-line ISSN 1853-7081

Soc. relig. vol.27 no.48 Ciudad Autónoma de Buenos Aires oct. 2017

 

DOSSIER

 

Aportes epistemológicos para enmarcar el estudio de la religión en contextos de encierro

 

Mariano R. Gialdino

CEIL-CONICET

marianogialdino@gmail.com

 

En esta nota se intentará una aproximación a los distintos artículos que conforman el presente volumen, con el ánimo de elevarse por sobre las particularidades intrínsecas de cada uno de ellos, y otorgar a su lectura ciertas unidades conceptuales de distintos aportes para una reflexión general sobre la realidad religiosa en contextos de encierro.

No es habitual estar frente a un fenómeno tan paradojal y ambiguo como el abordado en esta publicación. El estudio de la religión en contextos de encierro termina por mostrar siempre, de alguna u otra manera, un aspecto de incertidumbre inexorable. Sucede, probablemente, que las prácticas sociales no penitenciarias presentes en contextos carcelarios no logran jamás constituirse como horizontes realmente autónomos. Ya para delegar el control, ya para disponer de beneficios de cualquier tipo, la práctica religiosa puede parecer una posibilidad entre tantas otras -estudio, deporte, cultura, trabajo (Guilbaud y Linhart, 2006)- de ofrecer a las administraciones penitenciarias y a las personas privadas de su libertad herramientas nuevas para articular sus intereses propios independientes (Clear, Hardyman, Stout, Lucker y Dammer, 2000). En las cárceles, desde esta perspectiva, no parecería existir un significado que pueda ordenarse más allá de los opuestos complementarios del control y la resistencia, y a todo lo que puedan acceder material, teórica, simbólica o socialmente sus habitantes(Goffman, 2001) –servicio penitenciario y personas institucionalizadas-, no pareciera poder ser nunca nada más que una variedad de herramientas y dispositivos utilizados ya para mantener el control y la disciplina(Rhazzali, Schiavinato 2016), ya para resistirse a ellos (Sarg y Lamine 2011).  

Pocas veces se nombrará tanto a Dios sin hablar de Él como en los estudios de la religión en prisión. Evidentemente, la pregunta sociológica no tiene ni remotamente un objeto teológico, sino uno orientado hacia las prácticas sociales que puedan derivarse de, y justificarse en, una narrativa de origen y realidad metafísica. La especificidad que el fenómeno religioso posee como fuente de prácticas sociales estriba en la existencia de una mediación entre una realidad superior trascendente y una dimensión ontológica mundana, material e inferior. Sin esta dualidad ontológica no estaríamos frente a una práctica genuinamente religiosa; precisamente, la particularidad de los líderes o especialistas religiosos no descansa en otra cosa que en el hacer de mediadores entre la “ley divina abstracta y eterna” y las vidas particulares y finitas de sus fieles o seguidores.

A esto debemos el carácter “insatisfactorio” que parece revestir el estudio de la religión en contextos carcelarios, aspecto que de alguna u otra manera se encargan siempre de hacer notar los trabajos al respecto (Artières, 2005), indicando la instrumentalización y los beneficios que, más allá de las adscripciones o el convencimiento, hacen las personas institucionalizadas no sólo de la religión (Dammer, 2002; Goffman 2001), sino de cualquier otro elemento que pueda permitirles evasiones físicas y/o tempo-espaciales mediante las cuales sustraerse de lo cotidiano del encierro. Mas lo mismo podría pensarse del mundo libre, en el que dudosamente es posible presenciar una adhesión pura en la que no quepan dudas sobre su autenticidad (Piette 2000, Veyne, 1983). Por ende, esa “insatisfacción” es la que acompaña en última instancia a todos los estudios sociales sobre las prácticas religiosas en cualquier contexto (Gotman, 2013) y, por el contrario, el horizonte del encierro puede mostrarse, según señalan varios artículos de esta publicación, como un escenario en el que el fenómeno religioso puede observarse de manera paroxística (Dammer, 2002; Rostaing, Galember y Béraud, 2014), participando de esa condensación que en las cárceles adquieren muchas prácticas sociales del mundo libre. De manera emblemática, podría decirse que en contextos carcelarios se puede asistir a las manifestaciones concentradas más destacables de la vida religiosa; observándose de forma casi estereotipada figuras como las de la conversión, el arrepentimiento, la fe, la reinterpretación autobiográfica, los trances colectivos, y la adopción estratégica de comportamientos píos.

Así las cosas, la pregunta sociológica que anima la investigación del fenómeno religioso en contextos de privación de la libertad debería esperar interesantes respuestas al interrogarse sobre si su práctica transforma a las personas y sus comportamientos por adscripción a un sistema sagrado y trascendente o de si –lo que no es a priori incompatible-, la práctica religiosa en prisión no es más que uno entre otros varios dispositivos que permiten, de manera solapada, alcanzar objetivos no sagrados y/o religiosos a personas privadas de su libertad, a ministros religiosos, a los servicios penitenciarios, a la estructura del aparato penal público, etc.

Anotaremos al pasar que la misma pregunta sigue siendo tan o más interesante si se la aplica a la religiosidad del mundo social extramuros, lo que puede autorizarnos a pensar que un estudio sociológico sobre las formas de religiosidad en cárceles estaría habilitado para generar saberes que alcancen e iluminen la sociedad que crea, mantiene y legitima esas instituciones de encierro (Rhazzali 2010; Fabretti, 2015).

Los artículos que dan cuerpo a este volumen se acercan al fenómeno desde realidades sociales, científicas y epistemológicas, muy diversas y heterogéneas. Esto no quita que, siguiendo el criterio que propusimos más arriba para orientar los estudios sociales de prácticas estrictamente religiosas, podamos encontrar diversos lineamientos teóricos desde los cuales abordar nuestro interrogante, uniendo la presente publicación de manera transversal. Para otorgar así a los diversos trabajos criterios capaces de ordenar la discusión sociológica en general, y la de esta obra en particular, partiremos del estudio comparativo de ciertos aspectos específicos presentes en los artículos que conforman este número y que posee la práctica religiosa en contextos de encierro; serán los siguientes: religión e identidad, evasión y religión y control.

 

1. Religión e Identidad

Uno de los aspectos más destacables de la vida religiosa en contextos carcelarios parte de comprobar que la mayoría de los participantes que en el encierro asiste a los cultos, o que pasa a formar parte de los pabellones destinados a los grupos religiosos, no poseía habitualmente, antes de su institucionalización, grandes vínculos con una comunidad o un ejercicio religiosos (Dammer, 2002; Spalek y ElHassan, 2007; Brardinelli, 2012; Chauvenet Rostaing y Orlic 2008). Esto nos habilita a considerar que muchas de las prácticas religiosas que vemos en el encierro se encuentran, por lo menos parcialmente, influenciadas por la realidad carcelaria.

En ese sentido, la pregunta que podríamos orientar al campo sería una que intente comprender los motivos que conducen a personas que muchas veces vivían sin respetar “ni dioses, ni leyes, ni autoridad” a hacerlo después de, siguiendo la jerga carcelaria, “haber perdido”. Desde nuestra perspectiva, el “haber perdido” constituye un elemento bisagra fundamental en la construcción de la identidad que se juega dentro de una unidad penitenciaria. Si uno “perdió” después de largos tiroteos contra la policía, y hasta resultó herido en el enfrentamiento, tiene teóricamente la esperanza de encontrar una acogida digna de un delincuente, lo que debería garantizar respeto y solidaridad entre internos. Lo interesante, es que esa misma escala de valores interpreta la cárcel como un lugar destinado exclusivamente al sufrimiento y al soportar, y por ende comenzar a estudiar, a participar de una iglesia, a trabajar, o aprender un oficio, representa denigrar y negar una identidad que se asume como delictiva, lo que termina por generar la falta de respeto que justificará ulteriormente todo tipo de abusos, tal como sucede con las personas que “perdieron” por causa de delitos sexuales o de similar estigmatización. Si uno, en la calle, andaba robando y tirando tiros, y ahora, después de perder, se dedica a ir a misa, a dar exámenes o a aprender a soldar, es porque uno, en verdad, nunca fue un verdadero delincuente, y por ende no merece ser respetado por ellos (Kessler, 2006; Isla 2002; Míguez 2002). Esto nos permite presenciar la tensión que se da entre dos procesos distintos y opuestos de construcción identitaria muy característicos del campo: por un lado, la identidad del “delincuente” que debe mantener su status dando muestras de valentía, de desprecio intransigente por la autoridad, las normas, la justicia y, por el otro, la identidad buscada por aquellos que mediante la universidad, el colegio, el taller, la iglesia, el deporte o una interesante mezcla de cada uno de ellos, intentan forjarse una existencia social alternativa a la que los condujo a perder la libertad. Más adelante veremos que, en una misma persona, puede coexistir la necesidad y la voluntad por sacar el máximo provecho de lo que cada una de esas identidades pueda aportarle según el contexto social en el que se encuentre, lo que terminaría pareciendo ser una característica común en los procesos de quienes intentan vivir y sobrevivir dentro de una institución penitenciaria (Goffman, 2001; Manchado,  2015).

Uno de los aspectos que da cuenta de este movimiento, tiene que ver con lo que podríamos llamar un “arreglo biográfico”. En efecto, si el encarcelamiento suele ser vivido como una “ruptura biográfica”, la práctica religiosa muchas veces permite, a pesar del trauma del encierro, otorgar a la historia propia una continuidad más profunda, incapaz de verse opacada o interrumpida por la realidad penitenciaria (Delarue, 2012). En los artículos que conforman esta publicación veremos, en relación con este punto, una diferencia importante entre los trabajos hechos a partir del análisis de realidades sociales europeas y latinoamericanas. Una de esas diferencias se puede apreciar en los textos de Khalid y de Béraud, Rostaing y Galembert, relativa al mundo musulmán que posee, en oposición al evangelismo, una matriz y una práctica marcadamente familiares, de origen muchas veces ancestral. Así, cuando un individuo institucionalizado se reencuentra con prácticas que asocia con sus padres, su familia, su pueblo, su etnia, o su historia (Sarg y Lamine, 2011), logra acceder a un “refugio identitario continuo” (Genik, Sant-Martin y Uhl, 2011),volviendo a hacer surgir un sentimiento de pertenencia a una comunidad que lo trasciende como individuo al mismo tiempo que lo hace ser aquello que él es (Hervieu-Léger, 1993), con independencia del accidental tránsito por la institución penitenciaria.

Esto no es del todo comparable con las realidades evangelistas que podemos encontrar en Latinoamérica, sobre todo porque son realmente pocos quienes participaban de este tipo de credo estando en libertad(Manchado 2105 ; Marín 2016 ; Brardineli 2012). Sin embargo, como señalan los artículos que se dedican a este tipo de prácticas religiosas –principalmente el de Alarcón y González-, el discurso evangélico tomado en general consigue que los individuos interpreten sus vidas atendiendo a una narrativa en la que Dios es el único Juez y la única fuente de esperanza (Poblete y Galilea, 1984). De esta manera, los individuos logran participar de una realidad que va mucho más allá de los muros de la prisión (Concha, 2009); que perdona allí donde los hombres castigan y da esperanzas, allí dónde el cotidiano encierra y desespera (Bahamondes, 2015), lo que termina por ser equivalente a ligar la propia vida con una narrativa trascendente en la que el encierro no altera en nada un vínculo arcaico, originario, superior, y reparador (Canales, Palma y Villela, 1991; Kornblit y Petracci, 2004).

Como punto en común, todos los artículos resaltan el hecho de que, durante las prácticas religiosas, los participantes son llamados por sus nombres y entran en contacto con visitantes del exterior que no se vinculan con ellos más que desde lo litúrgico, lo que hace posible a las personas privadas de su libertad, sean del credo que fueran, participar de una identidad comunitaria (Weber, 1996) libre de todo contenido carcelario (Chauvenet, Rostaing y Orlic, 2008).

A pesar de todo esto, no podemos decir que “lo religioso” sea esencial para la constitución de una identidad alternativa a la del “preso”, debido a que lo mismo podría suceder frente a individuos que retomen sus estudios, un oficio (Salane, 2010), o comiencen una actividad cultural o atlética (Gras, 2003). Si uno asociara cualquiera de estas ocupaciones con las prácticas de sus padres y/o comunidad que, en lugar de religión, transmitieron cultura, pasión deportiva, o un saber hacer, quizás se estaría frente a un fenómeno similar. Los profesores, los maestros de taller o los entrenadores que ejercen sus tareas en ámbitos de encierro, también generan vínculos personales que no atienden a los motivos y a la realidad penitenciaria, y por eso también estarían posibilitando un anclaje identitario “no-carcelario”.

En lo que sí parecería irremplazable el discurso y la práctica religiosa sería en su capacidad por establecer un vínculo entre lo más íntimo del sujeto y una realidad trascendente de comunidad y esperanzas frente a la cual todos los males “del siglo” se encuentran minimizados y todas las faltas perdonadas (Piette, 2011; Jodelet, 2000).

Otro punto en común presente en prácticamente todos los artículos de la publicación, relativo también a los aspectos identitarios y la práctica religiosa, es aquel que señala que, para el sub-mundo de la delincuencia profesional, pertenecer a un pabellón o a una comunidad religiosa estando en prisión es equivalente a un suicidio social (Kessler, 2006; Isla 2002; Míguez 2002). Esto es muy interesante de anotar para nuestro estudio debido a que se pueden dar casos de individuos que se definen creyentes e incluso practicantes, pero que en el contexto del encierro optaron por ocultar el ejercicio de su religión, por temor a que se los confunda o se dude de su “verdadera identidad”(Cooper, 1994). En el contexto carcelario europeo, tal como se aprecia en las descripciones de Khalid y de Béraud, Rostaing y Galembert, es muy común, en particular con las comunidades musulmanas e israelitas, el deseo de pasar inadvertidos en sus afinidades religiosas, sobre todo por temor a las violencias de las que, desde posiciones racistas y/o nacionalistas de extrema derecha que se yerguen en contra de supuestos fundamentalismos, pueden ser víctima por parte de otros internos. Estas anotaciones nos sirven para comprobar que, por un lado, tenemos una institución que en algunos casos no aislados hace que las personas que practicaban una religión en la sociedad libre dejen de hacerlo en el contexto del encierro y que, por el motivo que sea y al mismo tiempo, la cárcel sea probablemente uno de los terrenos donde nos encontramos frente a un número de “conversiones” (Khosrokhavar, 2006) que, en comparación con el mundo libre, es altamente sobrerrepresentativo (Dammer, 2002; Spalek y ElHassan, 2007; Brardinelli, 2012).

 

2. Evasión

El sueño de la evasión caracteriza, más allá de lo novelesco, a toda persona que se encuentre en situación de encierro. En este sentido, y en relación con las prácticas religiosas, podríamos anotar dos formas bien marcadas y diferentes de “evadirse”.

a) La evasión mediante la instrumentalización de la fe, o “por abajo”: participar de la vida religiosa en contextos de encierro puede poseer ventajas nada despreciables, comenzando por la preservación de la propia vida. Principalmente en los horizontes latinoamericanos –aunque lo mismo sucede en Europa-, las personas que son encarceladas por motivos de pedofilia, de infanticidio, de violación o de feminicidio saben que, de no estar integrados en un pabellón o comunidad religiosa, corren un riesgo altísimo de verse atacadas y/o asesinadas por parte de otros internos. Las culturas carcelarias muchas veces castigan algunas infracciones de manera más cruel que los tribunales públicos, y la única forma de lograr escapar de ese “submundo punitivo” es perteneciendo a estas comunidades religiosas en las que toda violencia suele estar prohibida, sobre todo si se relaciona con los motivos del encarcelamiento (Manchado, 2015, 2016; Míguez, 2002). Así se genera lo que en el contexto argentino se llaman los  “presos refugiados”, o en el chileno “hermanos encarpados”, que son aquellos que no pueden sobrevivir a la cárcel en un pabellón que no sea religioso, y cuyas reglas deben obedecer so pena de verse víctimas del “aparato punitivo carcelario informal”. Para estos individuos, el obedecer las normas y las prácticas del pabellón religioso (Marín, 2013) coincide prácticamente con un instinto de autoconservación, cuya no observancia acarrearía la expulsión de la comunidad religiosa hacia pabellones “comunes” en donde su integridad física se encontraría en un grado de exposición y fragilidad extremas (Marín, 2016).

A pesar de lo dicho, el mundo religioso también puede ser instrumentalizado para satisfacer las necesidades de los presos comunes en formas muy variadas. El culto permite, por ejemplo, socializarse con los visitantes del exterior relativos a la iglesia, de los que siempre cabe esperar presentes o elementos exóticos y hasta prohibidos en el mundo carcelario (Sánchez y Piñol, 2015), al mismo tiempo que, como señala particularmente Manchado en su artículo, habilita la adopción de un comportamiento disfrazado que, para el servicio penitenciario y para el poder judicial, implicaría “un cambio positivo” que podría permitir acceder a pequeños beneficios, salidas transitorias, y hasta reducciones de pena (Cabral, 2012). Se trata de una instrumentalización que el sujeto hace de la estructura penitenciaría en términos de ajustes secundarios orientados a satisfacer sus beneficios privados, y de ajustes primarios destinados a conformar la adopción de la identidad “esperada” por la institución (Goffman, 2001).

b) La evasión mediante la fe, o “por arriba”: Béraud, Rostaing y Galembert se ocupan largamente de explicar la manera en la cual las prácticas religiosas consiguen abrir una brecha de “no tiempo” (Beckford, 2001) y “no lugar”(Genyk, Sant-Martin y Uhl,  2010) en el seno de la detención: la sensación de “estar fuera estando dentro”. Se trata de un dato sólo perceptible para una mirada cualitativa, dispuesta a ver en lo vivencial y emotivo la manifestación de una faceta subjetiva cuya importancia dependerá del valor que el actor le atribuya, y que por ende resiste toda categorización o apriorismo (Willaime, 2012; Vasilachis, 2009). La repetición eterna de los movimientos litúrgicos que hacen coincidir el pasado más remoto con el presente, y que son idénticos en cualquier lugar de culto de una misma religión, generan la sensación de lo eterno (Becci, 2012), lo trascendente, aún –o sobre todo-, dentro de una unidad penitenciaria. La monotonía de la liturgia, imitada idealmente en todo tiempo y lugar, consigue por ese medio inscribirse en una realidad ajena a las particularidades físicas y cronológicas (Rostaing, Galembert, Béraud, 2014). Además, el lugar de oración escapa a las disposiciones de control y disciplina con las que se ordena la totalidad del universo carcelario, permitiendo de esta manera a sus asistentes el evadirse de su cotidiano (Lagroye, 2009). Dejarse transportar por los cantos, el silencio y el respeto, hacen posible, de esta manera, una evasión interior en la que la cárcel y su agobiante realidad pueden quedar, aunque más no sea por el momento, olvidadas.

Recordemos que parte de la evasión también depende del poder escapar a las categorías que socialmente son impuestas por el Estado al castigar mediante su aparato penal, y por la “sub”cultura carcelaria al juzgar la infracción. Durante el tiempo que dure el culto nadie se relaciona, por lo menos idealmente, desde las diferencias sino desde la identidad, no desde el individualismo que caracteriza la supervivencia carcelaria, sino desde, aunque sea efímera, una participación comunitaria (Chauvenet, Rostaing, Orlic, 2008; Lagroye, 2009).

En este sentido, y para matizar lo avanzado, es necesario aclarar que lugares como la enfermería, la universidad, el colegio, el taller o la sala deportiva, consiguen muchas veces algo similar, en tanto reproducen prácticas que son idénticas en el mundo libre (Bessin y Lechien, 2000). Por ende, la experiencia religiosa no sería esencial para generar la existencia de ese espacio-tiempo “fuera” que sin embargo se ejecuta desde un “adentro” (Genyk, Sant-Martin, Uhl,  2010). El cuerpo que observa la medicina, el intelecto que intenta formar la educación, la fuerza que alquila la empresa con sede intramuros, o el entrenamiento que ofrece el instructor, por lo menos en principio y en apariencia, se vinculan con individuos abstraídos del aparato penitenciario y de los estigmas que conllevan sus condenas, posibilitando de esta manera la participación, aunque sea durante el tiempo en el que duren dichas actividades, de una ciudadanía libre de todo contenido punitivo y carcelario.  

Huelga mencionar que el contexto descrito en los artículos europeos dista mucho de la realidad latinoamericana, sobre todo porque en el contexto austral los lugares de culto se encuentran por lo general en los mismos pabellones, no siendo tan frecuente encontrar “salas comunes” o “salas policultuales” a las que puedan asistir internos de distintos edificios. Esto supone repercusiones complejas, debido a que la identidad y la evasión que un interno puede conquistar durante la breve duración de un culto colectivo se esfuma ni bien es devuelto al pabellón. Así, cuando no estamos frente a los “pabellones iglesia” tan comunes en la Argentina, Chile, y otros países suramericanos, asistimos a casos de identidades fragmentadas que oscilan permanentemente entre ser “un hermano en Dios” y “un violador”, entre la evasión religiosa y la amenaza carcelaria. Por otro lado, esto también conlleva repercusiones en el nivel del disciplinamiento y el control, debido a que esa “vida monástica” a la que suelen estar obligadas las personas pertenecientes a pabellones dedicados integralmente a la religión, mal puede ser impuesta en poblaciones que se dispersan ni bien concluido el culto.

Será de provecho recordar estos avances cuando se considere el artículo de Vallejos, debido a que esa fragilidad en la que se encuentran los integrantes de los pabellones o grupos religiosos en los espacios comunes de la prisión, genera peligros para una parte de la población carcelaria que representa y pertenece a un sistema que parecería funcionar muy armoniosamente con los intereses de los servicios penitenciarios. Un resultado sociológica e históricamente espectacular de este fenómeno será precisamente la Unidad 25 de la Provincia de Buenos Aires estudiada por Vallejos, dedicada pura y exclusivamente para presos y profesionales de confesión religiosa pentecostal.

Tenemos, de esta manera, una evasión que busca caminos, o mejor dicho puentes, que la trasporten por sobre el muro, como es la fe y la explicación de la propia vida atendiendo a factores trascendentes; otra evasión que se encuentra fundamentada en la realidad carcelaria y que intenta sustraerse de su “sistema informal de justicia”; y una tercera forma de “escapar” a la realidad carcelaria que es aquella que utiliza estratégicamente los recursos institucionales que puede habilitar una supuesta “conversión”, con vistas a obtener pequeños beneficios e incluso a ganar la calle cuanto antes.

Es interesante anotar que, mientras los actores atraídos por la “evasión mediante la fe” no suelen estarlo particularmente por hacerse notar e integrarse a los esquemas propuestos por los ministros religiosos y el servicio penitenciario (prefiriendo muchas veces el anonimato e incluso la práctica clandestina), aquellos otros que buscan un refugio para la subcultura carcelaria, o una vía de acceso a beneficios, intentarán inscribirse dentro de los canales formales de las prácticas religiosas carcelarias, esto es, aquellos propuestos por los ministros religiosos y avalados por las administraciones penitenciarias (Manchado, 2015; 2016). Podríamos pensar que el reconocimiento por parte de una estructura religiosa, del servicio penitenciario, e incluso de los juzgados, es esencial para quienes buscan en la religión una forma de satisfacer requerimientos “no teológicos” (Marchetti, 2001). Como contraparte, se observa que quienes buscan la práctica religiosa como bien en sí misma pueden perfectamente –y hasta muchas veces prefieren-, desvincularse de toda relación con una estructura jerárquica-institucionalizada, ya religiosa, ya penitenciaria, ya judicial. Evidentemente, nada nos habilita a pensar que estas actitudes puedan llegar a ser sincrónica o diacrónicamente incompatibles (Piette, 2003; Tennekes, 1985; Goffman, 2001).

 

3. Religión y control

Más allá de la enorme diversidad que caracteriza las prácticas evangélicas en prisión (Algranti, 2011) y que imposibilita generalizaciones abstractas (Brardinelli y Algranti 2013), es necesario aclarar que, en principio, pertenecer a cualquier pabellón o comunidad evangélica, en el contexto latinoamericano, conlleva una verdadera transformación subjetiva en diversos niveles (Díaz y Rocco, 2007). Generalmente, en un pabellón evangélico -y en una comunidad evangélica tomada en general- (Wynarczyk, 2009), estará prohibido utilizar palabras del mundo delictivo o vulgares, consumir sustancias psicoactivas, cualquier tipo de manifestación homosexual; será obligatorio asistir a los cultos, a la palabra, tener una vestimenta y un cuerpo limpios y prolijos; estará prohibido escuchar música o interesarse por productos culturales “gentiles”, y todo un sinfín de prohibiciones y obligaciones (Bahamondes y Marín, 2013) que llevan a que en sus artículos Manchado, Vallejos, y Alarcón y González, sugieran que el mundo evangélico no sólo es comparable con el de la administración penitenciaria, sino que incluso consigue realizar sus tareas más ambiciosas de forma mucho más efectiva. El disciplinamiento y el control que suelen enmarcar las prácticas religiosas evangélicas son mucho más severos que en los espacios “comunes” de la prisión (Manchado, 2015, 2016; Mansilla 2009). Para la casi totalidad de los casos de personas privadas de su libertad que optan por purgar su pena en pabellones o en contextos evangélicos, se asiste a verdaderas “transformaciones subjetivas” -poco importa si auténticas o no- (Vallverdú, 2010) que se basan, como para todo el mundo militarizado, en la obediencia de sólidas e inamovibles estructuras de jerarquía, mando y reglamento (Cesaroni, 2013; Sozzo, 2009). Para “habitar” (Algranti, 2011) en un pabellón evangélico no sólo se debe obedecer al ministerio (so pena de castigo), sino que además es necesario transformar los comportamientos, el discurso, la imagen, el pensamiento, la espontaneidad: el deseo (Jiménez, 2008). Funciona como una suerte de microcosmos de obligaciones y castigos dentro de la propia cárcel (Brardinelli, 2012; Míguez 2007), y con normas mucho más estrictas que las impuestas por la administración penitenciaria, que por su parte poco se preocupa por la manera de hablar, los hábitos de consumo, las orientaciones sexuales, la forma de vestirse, estar afeitado, escuchar música popular, o las relaciones sociales que se generen o eviten (Sánchez y Piñol 2015), lo que no le impide sacar provecho de la disciplina impartida paralelamente por las estructuras religiosas (Andersen y Suárez, 2009). En los pabellones evangélicos se transforman los cuerpos, los hábitos, el uso del tiempo, las necesidades y las prioridades, obedeciendo a una estructura que no critica ni se opone al funcionamiento militarizado de los servicios penitenciarios (Miguez, 2007; Brardinelli, 2012), sino que incluso vuelve a sus internos más “dóciles” (Daroqui, 2009; Andersen, 2012), en tanto los inscribe en una verdadera estructura de control y disciplina, realizando, desde cierta interpretación foucaultiana, los objetivos no sólo de la cárcel, sino de la sociedad punitiva en general (Foucault,1978, 2013). Esta apreciación, que no escapará al análisis de Manchado ni al de Alarcón y González, será todavía más interesante de evaluar si tenemos en cuenta la crisis y la poca capacidad que los servicios penitenciarios latinoamericanos están demostrando poseer para “mantener la calma y reformar a los reclusos” en un contexto social en el que la reincidencia no hace más que crecer, y cuyo análisis se encuentra limitado por la imagen mediatizada de la inseguridad (Aedo, 2007; Gauchet, 1991; Sozzo, 2009).

Lectores y lectoras habrán notado la interdependencia que existe entre “la evasión”, la “construcción de la identidad”, y sus relaciones con el “control carcelario formal e informal”. Sucede que muy probablemente se trate de categorías de análisis cuya existencia y estudio aislados sólo posean un interés expositivo-teórico, pero que en el campo se ofrezcan indiscernibles, en perpetuo estado de simbiosis (Algranti, 2011; Brardinelli y Algranti 2013).  

La presencia de un ministro religioso es, para los “arqueólogos” de la forma prisión (Foucault, 1984, 2013), algo inherente a su invención –Erfindung- (Foucault, 1983), vinculado con la idea de reconversión, del purgar una pena mediante penitencia redentora. Hoy, lo que en varios países era una obligación-asistir al culto religioso-, es un derecho. Por las razones más diversas y persiguiendo los objetivos más disímiles, las personas privadas de su libertad intentan hacer uso de dicho derecho (Brardinelli, 2012) o bien, y atendiendo motivos que tienen más que ver con la cárcel que con la fe, intentan ocultar sus afinidades religiosas.

El mundo carcelario institucional, por su parte y observado desde su dinamismo y no desde su conceptualización, termina mostrando una plasticidad que le permite instrumentalizar las prácticas religiosas y sus motivaciones con el objetivo de reproducirse sin dejar de actualizarse (Algranti 2016). Con este objetivo, como en el caso latinoamericano, pueden hacer uso de las “adecuaciones activas” de los fieles pentecostales (Algranti 2010), que sin cuestionar ni contestar la lógica correccional, intentan acomodar y adaptar sus prácticas dentro de las posibilidades ofrecidas por la autoridad penitenciaria.

Parecería, después de lo dicho, que las prácticas religiosas abiertas en prisión estarían reservadas para los infractores que el mundo delictivo profesional desprecia y/o procura someter y violentar, o para aquellos que decidan buscar la explicación de su existencia e infortunio en dispositivos relacionados con fundamentaciones metafísicas; alentadas por los servicios penitenciarios que ven en su funcionamiento un aliado para imponer el control y la disciplina intramuros (Andersen y Suárez, 2009), y en armonía con una sociedad civil en la que el paradigma de la seguridad (Gauchet, 1991) ha desplazado ya casi del todo al de la “re”socialización (Khosrokahvar, 2014; Guolo, 2015, Stippel, 2006).

Esto resulta interesante debido a que muchas veces la ciudadanía se define por oposición a los comportamientos delictivos, en una lógica de guerra civil que, mediante el encierro, busca protegerse de sus enemigos internos (Foucault, 2013). Al respecto, Khalid insiste en el fiel reflejo que la prisión ofrece del trato general que la sociedad italiana reserva a los extranjeros de origen musulmán (Beckford, Joly y Khosrokhavar, 2005); otro tanto sucede con los pobladores de las cárceles latinoamericanas, que si bien no representan ni una etnia, ni un pueblo diferente, terminan de todas maneras por ser tratados con el mismo paradigma del “enemigo interno que es necesario neutralizar”, elemento del que se ocupa el aparato penal y su brazo penitenciario. Así las cosas, no parece sorprendente que en las cárceles los individuos requieran construirse una identidad ya alternativa a la que se identifica con su infracción, ya recrudecida de lo que la sociedad desprecia y considera “un enemigo” (Crewe, 2007; De Certeau, 1980).

Este “negativo de la ciudadanía” que se define mediante la tipificación de ciertos ilícitos (Foucault, 2013) no puede menos que seguir el curso dictado por las políticas económicas y jurídicas en las que, por ejemplo, prácticamente no se investigan los delitos económicos ni mucho menos se condena a prisión a personas que hayan cometido infracciones como el lavado de dinero, la evasión fiscal, la corrupción, etc. De esta manera, ese clima de guerra civil puede obtener muy rápidamente un perfil de enemigo bien definido, en el que los jóvenes de los suburbios en situación de pobreza (Tijoux, 2002) pasan a convertirse en la principal amenaza, en un sistema jurídico-económico y punitivo que pareciera ejecutarse sólo en contra de las personas en situación de vulnerabilidad (Castel, 2004; Wacquant, 2008, 2010; Puebla, 2008; Minujin y Kessler, 1995), lo que no puede más que aumentar su desocialización, muchas veces hasta lo irrecuperable (Castel y Laé, 1992; Birkbeck, 2009). Huelga mencionar que dichas observaciones pueden también encauzar un análisis del hecho religioso tomado en general y asociado específicamente a los sectores marginales y/o vulnerados de la sociedad (Orellana, 2008; Ossa 1991; Mansilla 2012).

Estos avances no quitan nada al hecho que, cualitativamente, se pueda considerar el fenómeno religioso desde la sensibilidad y lo emotivo, atendiendo a la enorme diversidad de recursos que son orquestados por los actores para transitar, sobrevivir y dar sentido a su condena (Vasilachis, 2009; Willaime, 2012). Estos recursos incluyen herramientas que participan de dimensiones ontológicas diversas y que son utilizadas para alcanzar una pluralidad de objetivos materiales e inmateriales. En la cárcel, como en la calle (aunque con menos posibilidades, más violencia y menor contención), es necesario pensar en qué hay para comer, en cómo aguantar el frío, en cómo cuidar de la familia, y en cómo salvar el alma (Mansilla, 2007). Pueden de esta manera convivir en un individuo la necesidad de paz, de comunidad y de recogimiento, al mismo tiempo que una voluntad por extraer de esa imagen que ofrece un recurso para escapar o sobrevivir, de la forma que sea, al encierro (Becci, 2010; Goffman, 2001). Habría que cuestionarse, quizás, sobre cuánto ha influenciado la religión a la cárcel, y de cuánto la cárcel ha logrado penetrar en las prácticas religiosas que alberga.

Los actores, obligados a sobrevivir en un contexto mundialmente violento y abandonado por los derechos humanos y la sensibilidad pública, mal pueden optar con total independencia por la identidad que deseen adoptar (De Certeau, 1980; Crewe, 2007), al mismo tiempo que deben atender las necesidades más elementales de cualquier persona humana, como son el reconocimiento y la paz.

 

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