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Sociedad y religión

versión On-line ISSN 1853-7081

Soc. relig. vol.28 no.50 Ciudad Autónoma de Buenos Aires oct. 2018

 

DOSSIER

 

Iglesia y orden político en el cercano oriente medieval (siglos VII-X)

Church and monarchy in medieval Near East (VII-X centuries)

 

Héctor R. Francisco

IMHICIHU-CONICET/UBA

hectorfrancisco@conicet.gov.ar


Resumen

A lo largo de la edad media, tanto la cristiandad latina como la bizantina asumieron Iglesia y monarquía como instituciones intrínsecamente vinculadas. Pero los cristianos de Siria, Iraq e Irán desarrollaron una relación con el califato islámico que distaba de la integración ideal dominante en occidente. El propósito de este trabajo será doble. Desde el punto de vista metodológico, abordaremos la noción de Iglesia dejando en un segundo plano la idea de institución para privilegiar la definición de Iglesia como una operación, es decir un conjunto de dispositivos que construyen el lazo social. Desde el punto de vista histórico analizaremos el caso particular de los cristianos bajo dominio islámico en el período abasida. Este caso nos permitirá poner a prueba nuestro abordaje a partir del análisis de la noción de Iglesia y su relación con el orden político.

Palabras clave: Eclesiología, Edad Media, Cercano Oriente, Cristianismo, Islam.

 

Abstract

Throughout the Middle Ages, both Latin and Byzantine Christianity assumed Church and monarchy as related institutions. However, the Christians of Syria, Iraq and Iran view the relation between the Church and the Islamic monarchy in different terms. This paper has a double purpose. From the Methodological viewpoint, we will set aside the institutional approach to the Church and we will defineitas an Operationthat createssocial links. From the historical point of view we will analyze the case of Christians under the Islamic Caliphate in the Abbasid Period. This case will allow us to test our methodological approach.

Key words: Ecclesiology, Middle ages, Islamic Near East, Syriac Christianity.


Introducción

El propósito de este trabajo es contribuir a la reflexión sobre la Iglesia como “Institución” y su relación con el “orden político” (o, podría decirse, el “Estado”) en la Edad Media. Vamos a analizar un caso considerado generalmente marginal dentro de los estudios relativos al cristianismo medieval, esto es, la integración de las comunidades cristianas del cercano y medio oriente al califato islámico. No es nuestra intención generar un modelo general ni agotar todos los aspectos relativos a la relación entre cristianos y musulmanes en la Edad media temprana1. En cambio, nos proponemos analizar dos aspectos concurrentes. Primero, abordaremos brevemente el vocabulario eclesiológico elaborado por los cristianos no calcedonianos2 de Siria, Iraq e Irán entre los siglos VIII y X. Este vocabulario conciliaba el principio providencialista que justificaba todo orden político (heredado del paulinismo político) con las realidades de la coexistencia con una monarquía no cristiana. Segundo, indagaremos acerca de un mecanismo en particular que operó en dicha definición: el “derecho civil”3 cristiano.

Esta reflexión tiene como punto de partida una revisión de la supuesta dicotomía que distingue entre “la modernidad” por un lado y las sociedades pre-modernas por el otro. Esta dicotomía podría definirse (muy esquemáticamente) a partir de la clásica distinción entre dos esferas distintas del mundo social (Habermas, 1981[1962]: 45-49). Por un lado, un “espacio público” (esfera de acción del Estado) y, por el otro, un “ámbito privado”, concerniente a los individuos, del que los poderes estatales quedan excluidos. La distinción entre los estados modernos y pre-modernos radica justamente en el lugar ocupado por la religión4. Para las sociedades medievales del contexto euroasiático, la religión sería parte constitutiva del espacio público y la adscripción de los individuos a una comunidad religiosa suponía una operación intermedia entre la disposición íntima y emocional con respecto a una realidad ultraterrena y salvífica, y su manifestación por medio de “prácticas” desplegadas en el “espacio público”.

Si tomamos en cuenta esta distinción, parecería una obviedad aclarar que la característica distintiva de los modernos sistemas políticos es la estricta separación entre religión y política. Por el contrario, en las formaciones políticas medievales (el occidente latino y el oriente bizantino e islámico) la legitimidad y la función de los poderes políticos se apoyaban en la religión (Black, 2008; Al-Azmeh, 1997: 3 y ss.). En ellas, la religión pertenecía a la esfera pública y la conformidad religiosa (expresada mediante la participación colectiva en los rituales de consenso social) suponía a la vez la sumisión al orden político imperante. Aún más, en la Edad Media todo aquello que incumbía a la comunidad religioso/política y su comunicación con el orden ultraterreno podría considerarse parte integral de “lo público”. Desde este punto de vista, todo aquello que cumplía una función dentro de esa comunidad adquiría un carácter público.

Aunque estas observaciones puedan ser obvias, necesitan por lo menos algunas aclaraciones. En efecto, la relación entre religión y orden político presenta, durante la Edad Media, escenarios mucho más complejos, en los que las tensiones y contradicciones son dominantes. Uno de los aspectos más discutibles es, precisamente, la correlación entre comunidad religiosa y orden político. En la Edad media, tanto la Ecclesia cristiana como la Ummah islámica eran concebidas como comunidades religiosas que abarcaban a todos los participantes de una misma fe y, al mismo tiempo, como comunidades políticas que, eventualmente, coexistían con sujetos ajenos a ellas. Por un lado, para los especialistas de la Edad Media occidental se ha convertido en lugar común afirmar que la Ecclesia fue estructurante tanto del imaginario social como del desarrollo de las relaciones sociales. Es precisamente de su condición de articulador de las relaciones feudales que deriva su definición como una “Institución”. Al respecto, hace más de treinta años Alain Guerreau (1984[1980]: 229-241) puso de relieve la dimensión de la Iglesia como la “institución total” de la Edad Media, en tanto fue la forjadora primaria del sistema feudal. Los estudios sobre la relación entre orden político y religión en Bizancio han recorrido un camino análogo, limitándose a señalar aquellos aspectos que lo distinguen de occidente. En este último punto, han primado la comparación de aspectos prácticos, en particular la relación entre el poder imperial y la Iglesia (Dvornik, 1966; Geanakoplos, 1965), o aspectos teóricos como las bases canónicas y teológicas de la autoridad imperial (Castellán, 1950; Lemerle, 1965; Dagron, 1996).

Por último, algo similar ha sucedido con la monarquía islámica. La mayoría de los estudios comprensivos al respecto (Al-Azmeh, 1997; Crone & Hinds, 2003; Crone, 2004) se han concentrado primariamente en la dimensión religiosa de la autoridad califal y las condiciones que habrían limitado una evolución paralela al Estado moderno europeo. Al respecto, el consenso académico sugiere que las tres sociedades transcurrieron por caminos análogos hasta por lo menos los siglos centrales de la Edad Media, momento en el que occidente comenzó un desarrollo institucional propio (Black, 2008: 133 y ss.; Blaydes & Chaney, 2013).

 

1. La noción de Ecclesia en la Edad Media entre Oriente y Occidente

Aunque la caracterización de la Iglesia como una institución co-extensiva en un orden político exclusivamente cristiano (en la Europa latina y en Bizancio) ha sido aceptada casi universalmente por los especialistas, puede (y debe) ser matizada desde por menos dos puntos de vista concurrentes. Primero, la idea de totalidad: desde la perspectiva de los juristas y teólogos cristianos, la Iglesia era la reguladora exclusiva de la sociedad, dejando en un segundo plano otras "instituciones" (la monarquía, la aristocracia laica, las corporaciones, las comunas urbanas) como meros ejecutores de su función salvífica. Sin embargo, no debemos sobreestimar lo que, en efecto, fue más un proyecto que una realidad. La excesiva atención en el discurso clerical tiende a oscurecer otras formas discursivas solo parcialmente coincidentes y que, a mendo, entraban en competencia con ella. En otras palabras, resulta absolutamente lícito preguntarse ¿Hasta qué punto podemos pensar a la Iglesia como la “Institución total” en una “larga Edad Media” que va desde el siglo V hasta el XVIII? La respuesta a este interrogante no es, por supuesto, sencilla.

En segundo lugar, es necesario revisar la idea misma de la Iglesia como “Institución”. Primeramente debemos convenir que, cuando hablamos de la Iglesia medieval, es insoslayable hacerlo teniendo en cuenta su dimensión institucional. Pero también debemos notar que esta noción sólo es operativa cuando concentramos nuestro análisis a casos específicos. Si tomamos la Edad Media como una larga duración, la categoría de “institución” nos presenta varios riesgos. La Iglesia podría ser definida como una parte que detentaba una relación privilegiada con Dios (el clero) dentro de la “Jerarquía” eclesiástica5 y, al mismo tiempo, como una comunidad cultual (Iogna-Prat, 2016:. 57-70) y un espacio y tiempo sacralizados por la presencia del sacramento (Iogna-Prat, 2016: 13-48). Desde el punto de vista político, tanto en la cristiandad latina como en la bizantina, la articulación entre Iglesia e Imperium (o Basilía) supuso una identidad entre ambas instituciones que, con sensibles diferencias, asumía la pretensión de totalidad6. Esta pretendida identidad era concomitante, como vimos, con una indistinción entre las nociones de “lo público” en contraposición a “lo privado” y de la separación de diversas esferas de la acción humana (religión/economía/política, teología/derecho) características de las formaciones políticas pre-modernas.

Pero la idea misma de Institución resulta equívoca ya que puede llevarnos al error de considerarla como algo monolítico, unívoco, homogéneo en el tiempo y el espacio o, peor aún, como un sujeto provisto de voluntad que actúa en prosecución de sus propios intereses. Vista de esta manera, la idea de “Institución” no nos permite dar cuenta de las tensiones y desarreglos que se enmascaran en los discursos formulados en torno a ella por aquellos que se instituyen como sus agentes.A partir de estas observaciones, nuestro grupo de investigación interdisciplinario sobre derecho y teología en la Edad Media (DyTEM) se ha propuesto abordar a la Ecclesia en la Edad Media no tanto como una “institución” sino también como una “operación”. De esta manera, nos hemos arriesgado a trabajar en diferentes escenarios que van desde el mundo nórdico hasta el cercano oriente, a partir de una misma hipótesis de trabajo: en las sociedades cristianas medievales, lo “público” no encarnaba una esfera (o espacio) reservado a la acción del poder civil (el Estado o la monarquía llegado el caso)7 en oposición a la esfera “privada” como espacio reservado a los individuos. En cambio, lo público puede ser entendido como aquello que atañe a la salvación8, salvación colectiva que implicaba a la comunidad entera. En tanto operación que define lo público, la Ecclesia puede ser entendida como un procedimiento trópico que creaba sentidos nuevos (es decir, tenía capacidad instituyente); generaba una ficción de identidad y por último apela a la creencia (en tanto acciones y discursos que exteriorizan la pertenencia de un sujeto auto-consciente a la comunidad) como forma necesaria de “creer” esa ficción. En efecto, ella constituyó un procedimiento de calificación, en tanto rubricaba cada elemento concediéndole un lugar en el orden trascendente y, por ende, le otorgaba reconocimiento social, aunque sea negativo. Los dispositivos involucrados en esta operación pueden ser muy variados. Desde las referencias bíblicas (estableciendo modelos de integración entre monarquía y sacerdocio, por ejemplo, en la figura de Cristo)9, como una sinécdoque que designe la parte por el todo (Iglesia como sinónimo de comunidad de creyentes, pero también como sinónimo del clero en contraposición a los laicos), por medio del derecho; etc. Pero, sobre todo, constituía un mecanismo trópico en tanto asignaba sentido al orden social. Esta forma de intervenir es mediadora, su puesta en funcionamiento siempre instala dos órdenes jerárquicamente dispuestos: un mundo espiritual y un mundo terrenal; los ordenados y los laicos; la verdad y su desvío. La Ecclesia sería, en definitiva, este trabajo trópico y a la vez su resultado. Su finalidad última era garantizar la salvación desde un punto de vista más colectivo que individual, discriminando aquello que participa de la salvación de lo que ha sido condenado (Grupo Dytem, 2016).

Por supuesto, la “salvación” implicaba trascendencia y, en tal sentido, podría distinguirse del “aquí y el ahora”, transitorio y subordinado. No obstante dicha distinción no supone necesariamente un antagonismo. Uno de los elementos más interesantes para analizar la Ecclesia como operación es el tipo de relación que establece con formas “laicas” de definir y legitimar el poder político. En efecto ni el occidente latino, ni el Islam, y mucho menos Bizancio desconocieron los principios básicos de un “buen gobierno laico: la primacía de la ley, el bien común, un principio ascendente del poder y la responsabilidad de los gobernantes ante los gobernados10. No obstante es imprescindible destacar que nunca fueron campos desarrollados plenamente ni autónomos con respecto a un principio providencialista del poder, que identificaba a la trascendencia como su principio y fin. En tal sentido, la naturaleza y función de todo orden político para los cristianismos medievales podía resumirse en la definición de la función imperial en el derecho romano: “velar por esa cosa esencial y necesaria entre otras, que es la salvación de sus [los súbditos] almas”11.

En suma, al definir la Ecclesia como un procedimiento, como un hacer, una operación que es funcional evitaría los riesgos que supone la sustancialización de un enfoque institucionalista. Repetimos, esto no supone negar la dimensión institucional de la Iglesia medieval. Por el contrario, ella resulta imprescindible para comprender la dinámica social del período. Pero es necesario pensar en otros términos si aspiramos a captar la complejidad de los fenómenos puestos en juego. En efecto, la Iglesia como institución no constituyó un agente per se de los dispositivos que instituían el lazo social. En dicha pretensión se ocultan diversos agentes que asumen su voz como propia. Así, la tarea del historiador es desentrañar las operaciones concretas que se ocultan detrás de la "Iglesia" y cuáles son (si es que existen) los agentes que actúan cuando la Iglesia actúa.

 

2. Iglesia y orden político en el Cercano Oriente. Los cristianos ante la monarquía islámica

Un campo de trabajo significativo para poner a prueba este modelo es el estudio de las tradiciones cristianas orientales. El interés de esta perspectiva radica en el hecho de que las cristiandades bajo dominio islámico desarrollaron un vocabulario eclesiológico propio que se distinguió de aquel de las cristiandades occidentales. La mayor parte de las historias del cristianismo han relegado a las cristiandades orientales a una nota marginal. Sin embargo, debemos recordar que la cristiandad medieval excedía ampliamente ese marco. En efecto, desde Damasco hasta Beijing –a lo largo de la ruta de la seda- existieron (e incluso prosperaron) numerosas comunidades cristianas que se desarrollaron en contextos político-religiosos muy distintos del de las cristiandades mediterráneas. Estas tradiciones fueron casos de desarrollo alternativo de identidades cristianas que respondían a situaciones diversas. En particular, estas tradiciones debieron adaptar sus eclesiologías a la coexistencia con poderes locales cuyos marcos normativos diferían (o incluso contradecían) las tradiciones normativas cristianas.Sin dudas, la más importante (aunque no la única) fue el califato islámico.

Ante la interpelación de un poder que no podía ser completamente calificado como demoníaco pero que, evidentemente, no podía asimilarse plenamente al plan divino, los cristianos orientales debieron repensar la metáfora sociológica subyacente a la noción de Iglesia.En otras palabras, debieron reformular la identidad cristiana reelaborando la relación entre economía divina y orden político para dar cuenta de su interacción con la monarquía califal.

Como dijimos, en las cristiandades mediterráneas (tanto la latina como la bizantina), la Iglesia aspiraba a abarcar la totalidad del lazo social (“la cristiandad”) en un ideal ecuménico cuya contraparte terrena era la monarquía. Así, tanto en el imperio bizantino como en las monarquías medievales occidentales, el reino se identificaba con una comunidad de culto de la que, además, recibía su legitimidad. Por supuesto, esta cuasi identificación entre orden político y orden religioso no estaba exenta de tensiones y contradicciones. Pero las distinciones entre el dualismo latino y el supuesto "cesaropapismo" bizantino no eran más que variantes de un mismo modelo, forjado en el siglo IV por el proyecto político/religioso de la monarquía constantiniana. La permanencia de ese proyecto permitió que la idea de una Christianitas asociada al Imperium dominó el imaginario político entre el siglo IV y el XVI12.

Por el contrario, las comunidades cristianas del cercano oriente -aunque no desconocieron el ideal constantiniano-desarrollaron eclesiologías que se acomodaron a formaciones políticas cuya naturaleza, legitimidad y funciones no respondían a dicho ideal. Ya en la antigüedad tardía, las comunidades cristianas establecidas fuera de los límites del imperio romano generaron estrategias discursivas para dar sentido a su inscripción en monarquías no cristianas13. La experiencia de las comunidades cristianas del cercano oriente cambió crucialmente en la segunda mitad del siglo VII. La emergencia del poder islámico trastocó las estructuras de poder que habían caracterizado a la región por cuatro siglos por lo menos. En primer lugar, el dualismo geopolítico definido por la coexistencia de dos grandes monarquías ecuménicas fue reemplazado por la monarquía islámica que heredó las mismas aspiraciones universales que sus antecesores. La monarquía pagana sasánida desapareció, aunque una parte significativa de sus rituales monárquicos y simbología se transmitieron en la corte califal (Shaked, 1984). Por su parte, el Imperio Bizantino se vio despojado de algunas de sus áreas centrales, como Egipto y Siria (Hoyland, 1997). En segundo lugar, el advenimiento del Islam profundizó la decadencia de las formas de identidad y lealtad social propias del mundo antiguo, progresivamente reemplazadas por nuevas formas basadas en la pertenencia a una comunidad cultual (Morony, 1974).

La evolución de la eclesiología de las comunidades cristianas bajo el dominio musulmán fue el efecto de su diálogo con la sociedad islámica. A lo largo de la segunda mitad del siglo VII, la baja densidad e inestabilidad del reciente dominio musulmán se manifestó en una estructura estatal subdesarrollada que dependía de las previas estructuras administrativas bizantinas y sasánidas. En esencia, la función del superficial aparato estatal se limitaba a asegurar el sustento material y la cohesión de los conquistadores. Pero, con el ascenso al poder de los marwánidas a finales del siglo VII y en especial después de la revolución abásida (750 AD/132 AH), la consolidación del califato islámico permitió la emergencia de un aparato (burocrático, fiscal, militar y judicial) sofisticado (Haldon, 2003).

Para los cristianos, la integración a las estables estructuras de poder islámicas los obligaba a conciliar el ideal paulino que afirmaba la providencialidad de todo orden político con la realidad de una monarquía no cristiana que aspiraba a una ecumenicidad análoga a la de la Iglesia. La idea de la opresión ejercida por una monarquía pagana como recurso pedagógico diseñado por Dios para un pueblo díscolo (modelo inspirado en el Antiguo Testamento) podía zanjar sólo en parte el dilema. La permanencia del dominio musulmán requería de otras operaciones que dieran un marco viable a la convivencia entre el Califa y la Iglesia.

Pero no sólo se trataba de crear condiciones que permitieran la convivencia en términos prácticos. Además exigía la formulación de herramientas teóricas que dotaran de sentido al papel de la Iglesia en un orden no cristiano. Como dijimos, en las décadas inmediatas a la invasión musulmana, las comunidades cristianas gozaron de un relativo margen de autonomía con respecto a los nuevos dominadores. En efecto, las estructuras de gobierno califal se desarrollaron a lo largo del siglo VII y no fue hasta los siglos VIII y IX de la era cristiana que cristalizaron tanto la teología como el derecho islámico (Haldon, 2003; Robinson, 2000). Durante ese período la sociedad islámica adquirió una forma más o menos definitiva. Su unidad se basaba en la institución de determinadas ideas y prácticas (variables en contextos diferentes) como marca de pertenencia a la comunidad de creyentes. De la misma manera que en el cristianismo medieval, derecho y teología encontraban un área de indefinición, ya que la fe se expresaba no por la adhesión íntima y emocional de una persona sino por su exteriorización mediante prácticas que materializaban la sumisión a un orden religioso político.

Dicho orden político no se definía (como en el orden cristiano) por su aspiración a la unanimidad. Si bien la comunidad de creyentes (Ummat al-Islamiyah) conformaba (por lo menos en teoría) una comunidad religioso-política, el orden político islámico incluía un abanico jerarquizado de identidades religiosas. Esta jerarquía se basaba en la distinción entre la idolatría (i.e. aquellas prácticas cultuales que debían ser combatidas y eliminadas) y las religiones del libro que participaban de manera imperfecta de la revelación y que, en consecuencia, podían ser parcialmente integradas al orden social dominante (Stroumsa, 2015). Salvo circunstancias excepcionales, la monarquía califal nunca esperó una completa uniformidad en las prácticas religiosas de sus súbditos. Por el contrario, la ecumenicidad islámica no se basaba en la imposición (siempre ideal) de una "religión universal" sino en su hegemonía en tanto consumación definitiva de la revelación divina. En tal sentido, tanto la persecución como la conversión forzadas, aunque indudablemente constituyeron experiencias traumáticas, nunca fueron fenómenos sistemáticos o generalizados.

La relación de los cristianos con el orden político musulmán estaba determinada por esta integración parcial. Muchos cristianos (clérigos y laicos) se incorporaron a la estructura estatal como funcionarios o miembros de la corte. Personajes célebres de la corte abasida (como el patriarca nestoriano Timoteo I, el médico y filósofo HunaynibnIṣḥaq, o la célebre familia de médicos persas, los Bōkhtīšōʿ) fueron algunos de los casos mejor conocidos. Pero esta integración suponía el riesgo de la asimilación, es decir, la islamización. En efecto, el proceso de conversión al Islam en las poblaciones del cercano oriente altomedieval fue gradual y generalmente estaba motivado por las perspectivas de ascenso social (Hermansen, 2014).

 

El vocabulario eclesiológico de la Iglesia de Oriente

El interrogante que estructura este apartado es ¿Cómo definían la Iglesia y su relación con el orden político los cristianos bajo dominio abásida? Para responderlo debemos atender al vocabulario desplegado en la literatura canónica del período (Selb, 1981: 165-228), producida en lengua siríaca y luego traducida al árabe. Vamos a circunscribir nuestro análisis al vocabulario desarrollado por la literatura canónica14 de la Iglesia de oriente15: en este punto caben dos observaciones. En primer lugar, el vocablo siríacoʿēdta, “iglesia”, no sólo designa a la comunidad de fieles sino también al edificio dedicado al culto y a una determinada “jurisdicción” episcopal. En tal sentido, este vocablo ofrece analogías con los usos del término latino Ecclesia analizados por Dominique Iogna-Prat (2006) para la Iglesia post-carolingia en occidente16. Así, el término ʿēdta -como Ecclesia- connota una relación metonímica entre el contenido, la comunidad de fieles, y el continente, un edificio o espacio litúrgico. Pero, a diferencia de los usos del occidente latino, ʿēdta se usa tanto en singular (la Iglesia universal) como en su forma plural (ʿēdtē), reflejando una tensión entre la universalidad de la comunidad de creyentes y su tendencia a estructurarse en un nivel primariamente local.

En segundo lugar, la idea de Iglesia se articulaba en torno a la polaridad entre dos conceptos. El primero esbaraya “externo” (equivalente al griego exô) y abarca el campo semántico de todo aquello que se considera ajeno a la comunidad, es decir, un extranjero. El uso eclesiológico de este término tiene un origen en las traducciones siriacas del Nuevo Testamento (1 Cor. 5: 11-13 y Mc. 4: 11) y de la literatura canónica. En la canónica siríaca se utiliza para designar a las autoridades “judiciales” no cristianas. En este punto, las redacciones de las Actas sinodales establecen una correlación entre no cristiano, secular (ʿalmanaya, es decir “mundano”) y la jurisdicción real. El segundo término, gawa “interno” o sustantivado “el interior” denota, en su forma más frecuente el interior del cuerpo (i.e. las entrañas). De allí deriva su uso eclesiológico como sinónimo de “comunidad” ya sea del clero o la comunidad de fieles. Pero este lenguaje designa no sólo a la comunidad de fieles como cuerpo sino que, sobre todo, alude al carácter sinodal del gobierno eclesiástico, en oposición al gobierno monárquico del episcopado (Chabot, 1902: 96-99; Selb, 1981: 127-136).

En suma, la noción de Iglesia en la tradición siríaca presenta rasgos propios que se expresan en un vocabulario que, aunque no puede decirse que fuera del todo original, alcanzó un grado de desarrollo mayor que en otros contextos. Primero, una tensión entre la universalidad de la Iglesia y su implantación primariamente local. Dicha tensión se complementa con otra tensión –concurrente- entre gobierno sinodal y monarquía episcopal. Segundo, en la Iglesia -en tanto comunidad de creyentes-se distinguían dos esferas antagónicas en las que los lazos sociales se construían en base a normativas diferentes.Como veremos a continuación, el vocabulario eclesiológico de la Iglesia del Iraq abasida formuló una representación del universo social en la que el derecho (en especial lo que llamamos “derecho civil”) promovía determinados lazos sociales mientras que desaprobaba otros. En efecto, el derecho distinguía dos esferas: una interna –teóricamente controlada por el clero- y otra “externa” a la que los miembros del cuerpo de creyentes no podían (ni debían) apelar. En otras palabras, el derecho fue el dispositivo que generó la ficción de la unidad de la Iglesia al mismo tiempo que excluía una realidad que la excedía. No debemos interpretar este proceso como la mera intervención de una institución en función de sus intereses sino como el resultado de las tensiones entre múltiples fuerzas contradictorias. Para comprender mejor nuestro punto debemos mirar de cerca el proceso por el cual la emergencia de un derecho civil específicamente cristiano contribuyó a crear un lazo social específico que no se percibía como exclusivo sino como uno más dentro de un orden jurídico que contemplaba múltiples lazos.

 

3. El derecho civil cristiano

A finales del siglo VIII el obispo de Rēw Ardašīr17, llamado Īšōʿbōkht18, emprendió la tarea de redactar un código de “derecho civil” que comprendiera los conflictoscotidianos (matrimonio, herencia, transacciones comerciales, etc.) de su comunidad. En la introducción a su obra, Īšōʿbōkht explicaba las razones que motivaron su empresa:

Pues he visto que hay muchas discrepancias entre los hombres en materia de derecho (dīna). No sólo de fe en fe, de lengua en lengua o de pueblo en pueblo, sino también dentro de cada fe, pueblo y lengua. Así es en la fe del cristianismo. Los judíos de todos los países tiene un mismo derecho, lo mismo la opinión (heresīs) de los magos [i.e. los zoroastrianos], y de la misma forma aquellos que hoy nos gobiernan [i.e. los musulmanes]. Entre los cristianos se distinguen los derechos de los del país de los romanos 19, de los del país de los persas20 y de aquellos del país de los arameos21. Y otro [derecho] de los de Juzistán22, y otro los de Mesene23 y en otros territorios. De aldea en aldea, de ciudad en ciudad hay discrepancias en materia de derecho. Y aunque es la misma creencia del cristianismo no es el mismo derecho (Sachau, 1914: 8).

La falta de unanimidad en materia de derecho civil dentro de la cristiandad–definida no como una Iglesia sino como una “fe” (haymanūtha)- parece ser la principal razón por la que el obispo decidió redactar un compendio de normas que les confiriera coherencia y unidad. No obstante, la lengua original de la obra (el persa) confinaba el proyecto a una escala meramente local, es decir, reforzaba aquello que el mismo obispo diagnosticaba como el problema de los cristianos.

Pero luego de su traducción al siríaco24 que encargara su contemporáneo el Patriarca Timoteo I (780-823 AD)25, el código se incorporó en un proyecto más amplio de constitución de un“derecho civil” cristiano universalizado para los cristianos nestorianos. Esa tarea será emprendida por el ya mencionado Timoteo, que no sólo se interesó por compilar diversas obras jurídicas -como la de Īšōʿbōkht y algunas secciones del derecho romano- sino que además realizó su propia compilación legal. En la introducción de su código26, Timoteo razonaba acerca de la necesidad de un derecho civil exclusivo para los cristianos en los siguientes términos:

Si los cristianos están místicamente en el reino de los cielos; y en el reino de los cielos no hay división o disputa, y si donde no hay división o disputa tampoco hay, por lo tanto, sentencias judiciales para los cristianos, los juicios seculares serían superfluos e inútiles […] Pero los cristianos están místicamente y tipológicamente -pero no efectivamente- en el reino de los cielos […].Y por esto [los cristianos] juzgan y son juzgados no ante los santos [es decir, el clero] sino ante los impíos [es decir, ante los jueces musulmanes], porque [los santos] no tienen ni juicios ni estatutos que se ajusten para este mundo y el modo de vida de los mortales(Sachau, 1908, págs. 54-56).

Unos párrafos más abajo (p. 57), Timoteo condenaba a aquellos fieles que –ante la falta de un derecho cristiano- recurrían a jueces “externos” (barayē). A diferencia de Īšōʿbōkht que veía en la variedad de derechos dentro del cristianismo, Timoteo afirmaba que el problema residía en la ausencia de tal marco normativo, lo que permitía la imposición del derecho musulmán sobre las comunidades cristianas. En otras palabras, los cristianos recurrían a jueces musulmanes ya que éstos aseguraban la solución de los conflictos. Como dijimos, los campos de acción de estas normativas comprendían aspectos cotidianos pero esenciales en el mantenimiento de la cohesión de la comunidad de fieles, como la circulación de bienes y las relaciones sociales construidas en torno a ellos. Problemas como las reglas del matrimonio legítimo o la transmisión de la herencia así como contratos de compra venta, usura y otros problemas entre particulares no constituían cuestiones privadas sino que afectaban todo el tejido de la comunidad. Sólo teniendo en cuenta las consecuencias sociales de estas esferas adquiere sentido la intervención de los obispos. Pero debemos notar que aquello que el Patriarca diagnosticaba como una carencia era, de hecho, la norma. En efecto, el tipo de temas sobre los que aspiraban a legislar Īšōʿbōkht y Timoteo nunca fueron competencia exclusiva del clero cristiano. De hecho, tanto en el período sasánida como en las primeras décadas del período islámico la competencia de jueces civiles (usualmente no cristianos) coexistía con el recurso al arbitraje episcopal27, y los marcos normativos variaban regionalmente. Así, la introducción a la compilación de leyes civiles aspiraba a encubrir una innovación (i.e. el monopolio eclesiástico sobre legislación civil).

Dicha innovación era la respuesta a una nueva situación, dominada por la primacía de un derecho islámico cristalizado y generalizado. Aunque el contexto jurídico del califato se definía por la pluralidad y la superposición de diversos marcos normativos, el derecho islámico (sustentado en la capacidad coercitiva del califato) ofrecía mejores perspectivas de resolver conflictos. En consecuencia, se volvió frecuente que los no musulmanes recurrieran a tribunales islámicos no sólo en aquellos casos en los que alguno de los litigantes involucrados fuera musulmán, sino también para la resolución de conflictos entre correligionarios. Este recurso a tribunales islámicos no suponía la mera apelación al arbitraje de autoridades “externas” sino que, sobre todo, promovía la aplicación de normas ajenas (y muchas veces contradictorias) a las promovidas por sus respectivas autoridades religiosas. Este significaba el primer paso hacia la integración a una comunidad religiosa que era más eficiente en la construcción del lazo social. En otras palabras, los tribunales islámicos promovían (probablemente sin buscarlo) el cambio en la identidad religiosa por medio del relegamiento de la Iglesia como creadora de lazo social.

Como respuesta a este escenario, las elites religiosas cristianas (y en cierta medida también las elites judías y zoroastrianas) encararon la tarea de redactar códigos de derecho civil que se adaptaban a sus propios principios religiosos. A partir del siglo VIII los obispos cristianos empezaron a reivindicar su función como árbitros, juristas y notarios dentro de las comunidades en temas como matrimonio, herencia, comercio y transmisión de propiedad. Uriel Simonsohn (2009; 2011) ha analizado en detalle este proceso tomando como punto de partida los intereses del clero cristiano por mantener la cohesión de sus respectivas comunidades ante fuerzas potencialmente desintegradoras. De acuerdo con el análisis de Simonsohn, los obispos participaban de una “cultura notarial” integrada por otros especialistas religiosos como los juristas musulmanes, rabinos y magos zoroastrianos. Estos obispos/juristas canonizaron su praxis arbitral en compilaciones de sentencias judiciales que buscaban dar soluciones generales a partir de casos particulares.

A menudo, se ha considerado que la principal consecuencia de la emergencia de este “derecho civil cristiano” fue la reafirmación de la “autonomía jurídica” de las Iglesias frente a la autoridad musulmana. Simonsohn ha demostrado que esta interpretación, distorsionada por el sesgo de las fuentes producidas por los mismos clérigos, es errónea. De hecho, la existencia de un derecho intracomunitario no supuso la autonomía jurídica de los cristianos. Por el contrario, el “derecho civil” cristiano reforzó su subordinación al dominio islámico, integrando y jerarquizando ambas instancias.

Aunque el derecho civil cristiano no impulsó la emergencia de una comunidad político/religiosa diferenciada de su entorno, es evidente que impactó en la forma en que la Iglesia era percibida. En efecto, el derecho civil fue el dispositivo por el cual se redefinieron los lazos dentro de la comunidad de creyentes. Desde una perspectiva institucionalista, el proceso descripto hasta el momento podría ser entendido como el avance de la Institución eclesiástica (el clero) sobre las comunidades laicas bajo su cuidado espiritual. Sin embargo, la situación parece ser mucho menos lineal. Por un lado, la separación estricta entre clero y laicado fue más una representación que una realidad. En efecto, la percepción del clero como un agente autónomo y desvinculado de otras formas de solidaridad (relaciones de parentesco, clientelismo político, vecindad) encubre la complejidad del entramado de relaciones sociales puesto en juego.Si tenemos en cuenta esta situación, podemos ver que “la Iglesia” fue tanto una Institución que actuó en defensa de sus intereses, sino la operación misma (vehiculizada en el derecho civil) que reconstituyó los lazos sociales en el marco de transformaciones de mayor escala. En tal sentido, el derecho civil cristiano reconstituyó los lazos intracomunitarios y reconfiguró la identidad cristiana en el marco de un orden político no cristiano.

En suma, al cristianizar esa “cultura notarial” compartida –entre otros- con sus vecinos musulmanes, se reconstituyeron los lazos que conformaban a la Iglesia como Institución y como comunidad de creyentes. Por un lado, este dispositivo aseguró la integración de las comunidades cristianas al Estado califal pero, al mismo tiempo, las aisló de comunidades religiosas antagónicas próximas en el espacio. Al mismo tiempo, el derecho reforzaba los vínculos con otras comunidades cristianas lejanas en el espacio. Esta red estructurabalas relaciones de poder dentro de las elites cristianas locales y reafirmaba el papel central del clero en la construcción de la identidad comunitaria.

 

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Notas

1. La bibliografía sobre la relación entre los cristianos y musulmanes es más que abundante y sería imposible hacer un relevamiento exhaustivo de ella. Recomendamos al lector las lectura iniciales de Michael Morony (1974) y (2005), Robert Hoyland(1997), David Thomas (2003), Sidney Griffith (2007), y Guy Stroumsa(2015).

2. Nos referimos a las comunidades que se separaron de la “ortodoxia” imperial bizantina (y latina) durante los siglos V y VI: las comunidades miafisitas (mal llamadas “jacobitas”) y nestorianas que vivieron en lo que hoy es el sudeste de Turquía Siria,  Iraq e Irán.

3. Expresión a todas luces anacrónica que intenta dar cuenta de un fenómeno complejo que incluye toda una normatividad eclesiástica relativa a contratos, herencia, matrimonio y otras formas de transferencia de bienes entre individuos.

4. Concepto también equívoco que requiere aclaración. Es universalmente conocido que las sociedades antiguas y medievales carecieron de un único concepto para definir la moderna categoría de “religión”.La ambigüedad misma del vocabulario sugiere que su emergencia como una categoría propia de la experiencia humana fue,  hasta cierto punto, limitada.

5. La noción de jerarquía está inspirada en las obras de Pseudo Dionisio el Areopagíta (siglo VI). Esta no sólo implicaba solamente al clero sino el mismo paradigma sociológico que abarcaba al clero y los laicos (Iogna-Prat, 2016: 49-87).

6. No es este el lugar para discutir las diferencias entre el modelo de “las dos espadas” del occidente latino y el tan debatido y ya abandonado “cesaropapismo” bizantino. Para una aproximación inicial al problema de la relación entre Iglesia e Imperio en Bizancio y el mundo latino ver los trabajos de IvesCongar(1968), Gilbert Dagron(1996) y el de Angelov y Herrin(2012).

7. En este punto, debemos tener en mente (aunque no necesariamente desarrollaremos) el debate en torno a la “Estatalidad” de las formaciones políticas medievales. Partiendo de la definición weberiana de “Estado” se ha convertido en un lugar común definir a las monarquías de Europa occidental de la Edad media central (siglos X-XIII) como “sociedades sin Estado” o con estructuras estatales pobremente desarrolladas o en estado embrionario. Por el contrario, el Imperio bizantino es considerado una sociedad plenamente Estatal.

8. Concepto esquivo que requiere numerosas aclaraciones de acuerdo al contexto en el que este se utilice. A los efectos prácticos de este trabajo nos limitamos a señalar que la “salvación” en tanto principio teológico de la tradición abrahámica no es unívoco.

9. Sobre el papel de la exégesis bíblica en la construcción de modelos monárquicos ver las obras de Henry de Lubac (1949); y Ernst Kantorwowicz (1985[1957]).

10. En Occidente, estas formas “laicas” del gobierno se desarrollaron especialmente en los círculos urbanos. Para el desarrollo del pensamiento político en oriente, recomendamos el trabajo de Anthony Kalldelis (2015) sobre la perdurabilidad de las tradiciones políticas romanas en Bizancio y, para el Islam, el trabajo de síntesis de Patricia Crone (2004, pág. 259 y ss.).

11. C.J. I, 5, 18.

12. Para una aproximación al modelo imperial constantiniano y su posteridad ver los trabajos de Walter Ullmann (2002[1976]), Timothy Barnes (1981), y Gilbert Dagron (1996, págs. 141-168).

13. El caso paradigmático fue el cristianismo en el imperio persa sasánida (226-651 AD) quienes desarrollaron una actitud pragmática que conciliaba el principio providencial de todo orden político y la realidad de una monarquía pagana. (McDonough, 2005; Payne, 2015).

14. Por supuesto, la literatura canónica fue solo una de las instancias en las que se desarrolló el vocabulario eclesiológico. El estudio de otros discursos (liturgia, historia, biografía, exégesis, teología; etc.) pueden confirmar o matizar nuestras conclusiones.

15. En este caso nos referimos a la mal llamada “Iglesia nestoriana” cuyo patriarca residía -desde el siglo VIII- en la capital abasida, Bagdad.

16. Recordemos que, en griego, el término Ekklesía raramente designa al edificio de culto, para el que se reserva otras formas como naos u oikos.

17. Sede metropolitana de la diócesis de Persia.

18. Para los pocos datos biográficos acerca de este obispo ver la síntesis de Marc Aoun (2005).

19. Es decir, de los bizantinos.

20. En este caso, Īšōʿbōkht se refiere a los cristianos que vivían en su propia diócesis de Fars.

21. Es decir, de Iraq.

22. Actualmente, Ahwaz, al suroeste de Irán.

23. La actual Basora en el sur de Iraq.

24. En efecto, el siríaco (un dialecto del arameo) fue la lingua franca de los cristianos del cercano oriente (además del árabe) hasta por lo menos el siglo XVI.

25. Sobre la figura intelectual de Timoteo ver los trabajos de Putman (1975) y Berti (2009).

26. Compuesto en siríaco alrededor del año 805 AD.

27. Algo que también estaba contemplado en el derecho civil romano bajo la forma de Episcopalis Audientia.

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