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Sociedad y religión

versión On-line ISSN 1853-7081

Soc. relig. vol.28 no.50 Ciudad Autónoma de Buenos Aires oct. 2018

 

DOSSIER

 

El pentecostalismo como religión de migrantes. Los recursos lingüísticos y simbólicos de la concepción agronáutica para enfrentar las crisis y discriminaciones sociales1

Pentecostalism as a religion of migrants.The linguistic and symbolic resources of the agronautic conception to face crises and social discriminations

 

Miguel Ángel Mansilla

Instituto de Estudios Internacionales (INTE)

Universidad Arturo Prat. Santiago, Chile

mansilla.miguel@gmail.com

 

Carlos Piñones Rivera

Instituto de Estudios Internacionales (INTE)

Universidad Arturo Prat. Iquique, Chile.

carlospinonesrivera@gmail.com

 

Sandra Leiva Gómez

Instituto de Estudios Internacionales (INTE)

Universidad Arturo Prat. Iquique, Chile.

sandleiva@gmail.com


Resumen

El objetivo de este artículo es analizar las contribuciones recíprocas que el pentecostalismo chileno hizo a los migrantes rurales y urbanos y que estos hicieron a la cultura pentecostal. Nuestra aproximación teórica nos llevó a relevar el discurso agronáutico del pentecostalismo, entendido como un conjunto de códigos lingüísticos rurales y marítimos para interpretar y ofrecer una solución simbólica a las crisis de la sociedad tradicional. De este modo la cultura pentecostal asentó el peregrinaje como principio de vida y los conversos migrantes rurales-urbanos colmaron el peregrinaje con sentimientos dramáticos, trágicos y pesimistas, concibiendo la vida como precaria, arbitraria y hostil. Esto permitió a los conversos resistir y resignificar las discriminaciones. Postulamos que, de este modo, el pentecostalismo se erigió en Chile como la religión de los migrantes y los despreciados.

Palabras claves: Pentecostalismo; Migrantes; Indígenas; Campesinos; Sociedad Tradicional.

 

Abstract

The objective of this article is to analyze the reciprocal contributions that Chilean Pentecostalism made to the rural and urban migrants and that these made to the Pentecostal culture. Our theoretical approach led us to emphasize the agronautic discourse of Pentecostalism, understood as a set of rural and maritime linguistic codes to interpret and offer a symbolic solution to the crises of traditional society. In this way the Pentecostal culture settled the pilgrimage as a principle of life and the rural-urban migrant converts filled the pilgrimage with dramatic, tragic and pessimistic feelings, conceiving life as precarious, arbitrary and hostile. This allowed the converts to resist and resignify the discriminations. We postulate that, in this way, Pentecostalism was erected in Chile as the religion of the migrants and the despised.

Keywords: Pentecostalism; Migrants; Indigenous People; Farmers; Traditional Society.


Introducción

El pentecostalismo comienza a crecer a partir de la década de 1930 entre las principales ciudades del centro (Valparaíso y Santiago) y del centro sur de Chile (Concepción y Temuco), justo en los momentos en que se da inicio al fuerte proceso de migración norte-centro y campo-ciudad. Mientras el primero se debió a las crisis mineras del norte, y el segundo a la crisis rural, ambos fueron empujados por el proceso de industrialización y urbanización liderado por el Estado desarrollista. En este contexto, el pentecostalismo crece entre los marginales: en la medida en que campesinos, indígenas, pescadores y sub-proletariado se convertían al mismo; sus dinámicas de movilidad lo constituyen en la religión de los migrantes rurales-urbanos. Así, la concepción pentecostal sobre la vida y la muerte, el individuo y la sociedad, el creyente y no creyente, del liderazgo religioso y de laicos, hombres y mujeres, fue sellada por códigos lingüísticos de los migrantes rurales-urbanos. El pentecostalismo los atrajo con una propuesta religiosa comunitaria, y una vez que los conversos comenzaron a trabajar como pastores, predicadores o misioneros, el discurso religioso se impregnó de un matiz rural en la ciudad. De esto dan prueba muchos rasgos consonantes con el imaginario rural y campesino extraído de la Biblia: el pastor como hermano mayor, padre u obrero; el creyente como árbol, planta, semilla, oveja o pez; el espíritu humano como tierra y la predicación como semilla; el imaginario del predicador como pescador, agricultor, ganadero, panadero y posteriormente como obrero, minero o soldado. Igualmente significativos son los medios de revelación y recepción de los mensajes sagrados, entre los cuales sobresalen los sueños. En este imaginario transportado del campo a la ciudad convive el mundo visible con el invisible. Por consiguiente, a la ciudad se la concibe, al igual que al campo, poblada de seres invisibles y malignos como demonios, diablos y brujos que producen enfermedades, accidentes, muertes y males de todo tipo, y que con el poder del Espíritu Santo se podían resistir y exorcizar. Ahí donde existe una condición de marginalidad, como dice Lonmitz (1987), el pentecostalismo logra arraigarse; pero para que ello suceda, debe darse también que el discurso agronáutico del pentecostalismo sea pertinente a las creencias y prácticas culturales de la población local.

En el caso chileno ya en 1911, antes de que los campesinos llegaran a las ciudades, los pentecostales tomaron contacto con mapuches y campesinos, según consta por las direcciones de templos, en la Revista Chile Pentecostal. Los símbolos religiosos que hicieron atractivo al pentecostalismo para indígenas y campesinos, alimentaban su encanto por la afinidad de creencias en ambos mundos, y en este sentido la religión no sólo fue un refugio, sino también un puente entre campo y ciudad, tradición y modernización. Pero lo más significativo fue la construcción de la vida como peregrinaje, dada su condición de fragilidad, fugacidad y precariedad, razón que permite comprender el desinterés pentecostal por la construcción de templos sólidos, escuelas, universidades o clínicas; así como el desinterés inicial por estudiar y construir viviendas o empresas.

El pentecostalismo contribuyó aportando códigos lingüísticos para interpretar y ofrecer una solución simbólica a las crisis indígena, rural y marginal-urbana y el flujo de conversos migrantes urbanos-rurales llenó esas formas con contenidos agrocampesinos. Mientras que el pentecostalismo asentó el peregrinaje como principio de vida, los conversos migrantes rurales-urbanos llenaron el peregrinaje con sentimientos dramáticos, trágicos y pesimistas, concibiendo la vida como precaria, arbitraria y hostil. De este modo la cultura pentecostal elaboró un discurso agronáutico, es decir, una interpretación de la vida, el espacio, el tiempo y de las personas, que se constituye en un marco epistémico de conceptos y preceptos codificadores y decodificadores de la realidad social. En él los textos sagrados son pretexto para concebir la vida social como texto, en el contexto de una sociedad tradicional, desarrollando una serie de ritos, mitos y utopías desde los cuales extraen los recursos simbólicos que les permitan resistir, protestar y proponer frente a los procesos de discriminación y de exclusión sociales. El discurso agronáutico permitió a los conversos comprender la crisis que vivían las personas de origen indígena, campesino, pescadores e isleños; y al hacerlo, les ofreció una propuesta comunitaria migrante a la vez que los dotó de los recursos que les permitirían resistir y resignificar las discriminaciones. De este modo el pentecostalismo se erigió como la religión de los migrantes y los despreciados.

Ambas dimensiones, la contribución de formas y contenidos de códigos lingüísticos y del peregrinar como principio de la vida, no han sido consideradas ni por los investigadores clásicos del pentecostalismo (D’Epinay, 1968; Willems, 1967) ni por los antropólogos (J. González, 1987; Y. González, 1980, 1981; Pérez, 1975; Foertster, 1989), debido a las limitaciones epistémico-teóricas asimilacionistas y primordialistas adoptadas al abordar la relación entre la migración interna y el pentecostalismo. El asimilacionismo supone que los grupos sociales que entran en contacto van adoptando las principales manifestaciones socioculturales de la cultura dominante, mientras van abandonando su cultura originaria, teniendo implícito un fuerte supuesto de uniformidad cultural (Malgesini & Giménez, 2000, p. 51). Esta aproximación se aprecia en las investigaciones sobre el vínculo entre los aymaras migrantes y los pentecostales del norte de Chile (J. González, 1987; Y. González, 1980, 1981; Pérez, 1975), las que presagiaban que tanto el pentecostalismo como el mundo urbano finalmente absorberían a la cultura aymara. Aquellos individuos que participaban en estas comunidades dominantes abjurarían o se retractarían de su identidad anterior, otorgándole un valor casi omnímodo a la acomodación o la igualación cultural (Malgesini & Giménez, 2000, p. 54). Encontramos aquí una sobre-determinación de parte de la estructura sociocultural pentecostal que evidencia el poder que se le otorga al plano macrosocial en la configuración del orden de la sociedad (Mansilla, et.al. 2014).

Por otro lado, el primordialismo suele asumir una primacía de las lealtades tradicionales frente a las lealtades de clase o estatales (consideradas más modernas que las primeras), sosteniendo que estas adhesiones primordiales estructuran y orientan de forma rígida las relaciones intra-grupales e intergrupales (Río, 2002, p. 85). Algunas investigaciones sobre el pentecostalismo en el mundo mapuche han seguido esta perspectiva (D’Epinay, 1968; Foerster G., 1989; Willems, 1967), defendiendo la idea de que la conversión de los mapuches al pentecostalismo se realizaría por la nostalgia de una comunidad perdida, que finaliza con la absorción por parte del pentecostalismo. Desde esta perspectiva se destacan normalmente estados de intensa y obligatoria solidaridad entre los miembros de un grupo, quienes atribuyen a determinados marcadores culturales un carácter sagrado e inviolable, menospreciando la multiplicidad de identidades y lealtades superpuestas en las que se ven inmersos los individuos. En consecuencia encontramos un implacable peso de las estructuras socioculturales hacia los actores.

Ambas perspectivas se enfocaron en la contribución que el pentecostalismo hizo a los migrantes conversos, inspirado en una postura epistémico-teórica estructuralista. Sin embargo presentaron tres limitaciones. En primer lugar, en una dimensión metodológica, desconocieron a dos grupos fundamentales para la cultura pentecostal chilena: los pescadores artesanales y los habitantes isleños. Los pescadores artesanales influirán profundamente en la concepción existencialista en su representación de la vida como periplo, al representársela con metáforas marítimas: el mundo como corriente, el individuo como barca, las almas como peces y el predicador como pescador. De los isleños proviene la representación de la religión isla-refugio y la pléyade de convivencia del mundo invisible con el visible. Esto subrayó la separación tajante entre iglesia (isla) y el mundo (mar). En segundo lugar, en una dimensión epistemológica, partieron del supuesto de que los individuos son poseedores de una necesidad ontológica de estructuras. Este tratamiento estructuralizante y unilateral, desatendió su dimensión básica: los aportes que los migrantes rurales-urbanos hicieron a la cultura pentecostal, quitando toda la acción creativa del sujeto y resaltando más bien su dimensión pasiva. En tercer lugar, en una dimensión ontológica, no desarrollaron la propia concepción que los pentecostales tuvieron sobre la realidad y la vida: a) la concepción de pueblo peregrino, una dimensión simbólica clave para comprender el vínculo entre el pentecostalismo y el migrante; b) el vínculo que siguen teniendo con los pobres, indígenas, migrantes y personas en situación precaria y miseria; c) su autoconcepción como religión de los despreciados.

Este artículo espera contribuir a superar estas limitaciones. Pero además se trata de una reflexión metateórica sobre las investigaciones del pentecostalismo chileno y la migración rural-urbana hasta ahora inexistente, ya que lo que existe está desarticulado. Su objetivo es analizar el aporte simbólico que hicieron los migrantes rurales/urbanos a la cultura pentecostal, evidenciado especialmente en la autoconcepción del pentecostalismo como pueblo peregrino. Así, podremos mostrar algunos de los elementos culturales y simbólicos con los cuales los sujetos conversos al pentecostalismo dieron forma y relieve a la cultura pentecostal. Nuestro presupuesto epistémico-teórico es que en los actores conversos siguen operando los procesos de socialización anterior a su conversión, por lo que no solo reciben la influencia del grupo pentecostal, sino que este mismo grupo se ve afectado por los conversos migrantes. En este escenario entendemos la conversión como un proceso inacabado en el cual la identidad y la comunidad se constituyen en relación con otros y en permanente transformación.

Metodológicamente seleccionamos los artículos y libros producidos sobre el pentecostalismo chileno durante el período 1967-1990, ya que el mismo es clave por ser cuando se inician las investigaciones que abordan al pentecostalismo desde las ciencias sociales, a la vez que se consolida el proceso de inmigración rural-urbana. Posteriormente, realizamos la revisión y clasificación de esta literatura según los distintos períodos históricos de producción científica. Para la clasificación y análisis de la información utilizamos como técnica el análisis de contenido, centrándonos específicamente en la influencia de los grupos migrantes sobre la cultura pentecostal.

Queremos sobrepasar una mera revisión bibliográfica, buscamos también ir más allá de un artículo de reflexión, esto es, presentar resultados de investigación desde una perspectiva analítica, interpretativa y crítica. El presente artículo tiene la pretensión de superar las teorías de la síntesis cultural del pentecostalismo (Willems, 1967; d´Epinay, 1968; Tennekes, 1985; Foerster, 1989, etc.) y plantear una ampliación de los presupuestos teóricos de los autores anteriores. A nuestra propuesta la concebimos teóricamente como una concepción agronáutica del pentecostalismo, apelando a una postura contingente y emergente del sujeto pentecostal, en el sentido de que serán los sujetos migrantes rurales-urbanos (campesinos, mapuches, pescadores artesanales e isleños) y posteriormente los sub-proletarios (artesanos y obreros, algo que no tratamos aquí) quienes contribuirán a la cultura religiosa del pentecostalismo.

 

1. El pentecostalismo como comunidades de migrantes

Los investigadores pioneros destacaron que el crecimiento pentecostal se debió a que este movimiento religioso funcionaba como una comunidad religiosa intermedia para los migrantes indígenas (mapuches y aymara) y campesinos. Hans Tennekes destaca “entre los pentecostales, los emigrantes alcanzan un porcentaje más elevado que en el resto de la clase popular y también es mayor la percepción de los que proceden de áreas rurales” (Tennekes, 1985, 33). En el centro y sur de Chile -el caso de los mapuches urbanos convertidos- consideraban a las iglesias pentecostales como refugio (d´Epinay, 1968), comunidad híbrida (Kessler, 1967), comunidad urbana (Willems, 1967) o comunidad sustituta (Foerster, 1989). En consecuencia, la comunidad pentecostal le permitiría al migrante rememorar un espacio-tiempo añorado. ¿Pero qué sucede con el sujeto creyente, converso y migrante que sólo es asistido y no contribuyente? De algún modo las investigaciones clásicas son unidimensionales, pues desde la visión asimilacionista se asignó un gran poder de atracción al grupo dominante y una postura pasiva al supuesto grupo dominado y desde el primordialismo, se concibió “a los grupos como islas que mantienen fronteras culturales precisas y estables” (Río, 1998, 88). Desde ambas posturas se asigna un peso determinista a las estructuras, limitando la actividad del sujeto.

En la relación del pentecostalismo con el mundo aymara, hubo una preocupación más por la relación que los pentecostales establecieron con los aymaras en el Altiplano y no cómo éstos fueron integrados por los pentecostales en los espacios urbanos. Sin embargo algunos destacan el rol de enlace que tuvieron los pentecostales cuando los jóvenes aymaras eran llamados a hacer el servicio militar en zonas urbanas (Pérez, 1975). Ese rol lo destaca el mismo pastor Braulio Mamani, quien llevó el pentecostalismo al Altiplano chileno en el año 1957, luego de convertirse a aquella religión mientras hacía el servicio militar (Mamani, 1980, 15). De igual manera otros autores, en relación con la migración urbana de los aymaras y el pentecostalismo, lo caracterizan por su ideología modernizante, que empuja a los aymaras conversos a la secularización étnica y a la migración a la ciudad en búsqueda del progreso (González, Y; 1980; González, J, 1987; 1988). Por consiguiente, estos trabajos se basaban en la “concepción de los grupos [religiosos] como entidades separadas, como realidades sui generis” (Ríos, 1998: 89). Sin embargo, pese a que los autores anteriores resaltan el quiebre y ruptura identitaria, otros destacan que no se produce una pérdida de la tradición ni de la cultura andina indígena (Foerster, 1988; González, S. 1990; Tudela, 1993). El mayor quiebre y ruptura que ven los investigadores, es el mismo mundo urbano, en el cual “la experiencia del aymara que migra a la ciudad y asimila una visión más occidental condiciona la vivencia religiosa del llamado y le dan un aspecto menos andino a la conversión” (Tudela, 1993, 29). Por lo tanto “la crisis resultante de la inmigración y confrontación con el mundo occidental juegan un rol especial” (Tudela, 1993:29).

En general se concibe que el “destino de los individuos está ligado a su grupo bajo el sentido de afinidad y antagonismo natural” (Ríos, 1998, 84), produciendo un imaginario limitante desde el cual se pensó la relación entre el migrante converso y el converso migrante al pentecostalismo. Identificamos dos razones para esto: a) en lo teórico se utilizaron definiciones de cultura y religión anacrónicas. Para la definición de religión se recurrió a una anticuada definición de Secta/ Iglesia; no se discutió teóricamente uno de los conceptos centrales de las investigaciones como es el de conversión. La dinámica cultural se entendió desde la visión durkheimiana de anomia. De esta manera el debate quedó atrapado epistemológicamente en una concepción del creyente como víctima de las fuerzas sociales y procesos históricos (Hernández, 1993), cuando en realidad el creyente indígena nunca ha sido un ser pasivo ante los mensajes religiosos (Garma y Embriz 1994). Más bien a los conversos hay que tomarlos como actores sociales que seleccionan creencias, prácticas y ofertas religiosas en función de sus estrategias y recursos culturales (Bastian 1997). Por lo tanto los conversos no reciben los proyectos religiosos como esquemas dados, sino que los adecuan e insertan en sus modelos culturales (Rivera 1998); b) en segundo lugar, encontramos una concepción de frontera rígida. No se percibió que entre fronteras culturales y simbólicas hubiese una mutua integración de valores, concepciones y lenguajes, con las cuales campesinos e indígenas, y también pescadores artesanales y luego obreros fabriles, pudiesen flexibilizar las fronteras simbólicas del pentecostalismo para ser sujetos, y no sólo objetos, de cambio. El pentecostalismo se entiende como una religión con “rasgos culturales únicos de grupo” (Ríos, 1998, 88), que contribuye al migrante, pero de igual modo éste contribuye al pentecostalismo.

Continuando con la pregunta sobre los aportes que los migrantes han realizado a la comunidad pentecostal, conviene interrogar: ¿cuáles son los aportes que la cultura mapuche brindó al pentecostalismo? Al respecto d´Epinay esboza que “el Pentecostalismo se inclina hacia el modelo presente en la sociedad tradicional, en la cual el jefe, en este caso el cacique, se halla rodeado de consejeros, pero detenta él solo el poder” (d´Epinay, 1968, 101). Una línea similar han alimentado otros investigadores (Palma, 1988; Osa, 1990; Guevara, 2001; Mansilla, 2010), sosteniendo que el pentecostalismo ha aportado el símbolo pastor y que los mapuches convertidos llenaron ese símbolo con los contenidos indígenas2. Cabe destacar que el símbolo pastor es flexible y fue habitado por distintos contenidos según el personaje que lo encarnaba (pescador, campesino, indígena, etc.). De esta forma, los mapuches encontraron la posibilidad de desarrollar un liderazgo que la sociedad chilena les había negado con el cacicazgo, aunque ese rol se encontraba estigmatizado. En cambio con el símbolo del pastor tuvieron la posibilidad de desarrollar su cacicazgo, tener trabajo, legitimidad y movilidad social. Luego con las convenciones regionales y nacionales de pastores, alcanzaban la práctica y el recuerdo de los parlamentos mapuches, que ahora como pastores podían decir; dirimir, elegir y ser legitimados no por su origen, epidermis o estatus, sino por la cantidad de conversos. Por ello el pastor mapuche llevó al pentecostalismo a un gran crecimiento desde Concepción a Osorno.

Por otro lado Bernardo Guerrero destaca al pastor pentecostal como la convergencia entre el cacique y el yatiri. El pastor, al igual que el cacique, vela por el mantenimiento de los ritos y del culto, los dirige y señala el principio y el final de los ritos. El pastor mantiene con la comunidad religiosa una relación de paternalismo y de autoritarismo. Tanto para el pastor como para el Yatiri la sanidad y la salud son expresiones materiales de la salvación, generalmente la enfermedad representa un llamado de atención de parte de Dios. El Pastor es el intermediario, mediante los ritos como la imposición de manos, para llegar al “Médico Celestial” (Guerrero, 1994). No obstante, Sergio González muestra que aunque el pastor (para el caso aymara) sea una autoridad, en el plano simbólico “aún prevalece la función ganadera-aymara por sobre la función religiosa-pentecostal” (González, 1990, 43), lo que significa que su autoridad era más social que familiar, más en el templo que en la cotidianeidad.

En general las investigaciones se caracterizan por un excesivo pastorcentrismo. El único sujeto-agente que aparece en estas investigaciones es el pastor, mientras que los laicos son sujetos-actores que sólo reproducen, recitan y obedecen libretos escritos por el pastor, obviando que el sujeto es un proceso, no un resultado. El pastor es el único sujeto que tiene voz, capacidad de decisión; pero además habla y decide por los demás. El pastor se confunde con la comunidad: no porque haya sido el creador de esa comunidad significa que la cree a su imagen y semejanza, porque en última instancia los sujetos siempre tienen capacidad de reflexión, decisión, resistencia, protesta y rebeldía. Eso lo demuestra, en el caso pentecostal, el sinnúmero de denominaciones inscritas en Chile. Otras investigaciones muestran que los creyentes pentecostales no obedecen ciegamente los libretos de los pastores, sino que toman sus propias decisiones políticas, sociales, económicas y familiares (Tennekes, 1985; Cox, 1996). El pastorcentrismo implicó en su extremo una divinización de la autoridad pastoral, enfatizando su doble autoridad cultural (étnica y religiosa): cacique y pastor en el caso mapuche (d´Epinay, 1968; Guevara, 2001) o yatiri y pastor en el caso aymara (Guerrero, 1984). Tratándose de la ciudad, el pastor podía ser padre o patrón, combinado con los roles religiosos (d´Epinay, 1968). Sin embargo hay que destacar que por el hecho de que el pentecostalismo permita a los indígenas nativos acceder al pastorado, el cacique “mapuchiza” y “aymariza” al pentecostalismo, allanando la creación de nuevos templos, así como la fundación de nuevas denominaciones evangélicas en territorios indígenas. El pentecostalismo no hubiese tenido arraigo en el altiplano sin el protagonismo del pastor aymara Braulio Mamani (Mansilla, et al., 2017). En consecuencia, aunque se trate de un intercambio entre comunidad e individuo, los pentecostales brindan plasticidad para llenar de contenido el modelo de liderazgo buscado por los indígenas convertidos.

No obstante, hay otro espacio de relación entre pentecostalismo y cultura indígena, en el cual la mujer indígena puede llenar con sus contenidos culturales el símbolo pentecostal de la profetiza: es la machi. Ella“encuentra su lugar en el pentecostalismo como profetiza y utiliza la glosolalia y la lengua en la cual habla la machi es la lengua india. Estas machis son también las curanderas de las tribus.” (d´Epinay, 1968, 241). Por lo tanto las mismas machis son las encargadas de llevar a los templos pentecostales los indígenas enfermos para que en comunidad sean sanados y después ellas los visitan o son visitadas. Esto demuestra cómo se dan “constantes manipulaciones de las fronteras simbólicas” (Ríos, 1998, 89) y no es algo estático y delimitado. También la mujer indígena y migrante llena los contenidos del rol de dorca; la mujer podía desarrollar su liderazgo: era el espacio femenino por antonomasia, algo que Zicri Orellana llamó al pentecostalismo como comunidad de mujeres (Orellana, 2010). En el caso aymara es la pastora, la esposa del pastor, conocida como La Mamá, aludiendo a la Pachamama (Madre Tierra). La pastora-madre es la autoridad femenina, la pastora de las mujeres, que las mujeres aymaras respetan y reverencian. A ella recurrían las mujeres en búsqueda de un consejo, dirección, confesión o sanación. Los símbolos de pastor, pastora, profetisa y dorca tuvieron mucha importancia en el mundo indígena, porque se trataba de símbolos coherentes con los que estaban en crisis. En cambio hoy por hoy esos símbolos pentecostales están en crisis porque se trata de códigos rurales, campesinos e indígenas que ya no tienen relevancia en la sociedad de la globalización.

En relación con los aportes que los migrantes campesinos brindaron al pentecostalismo, encontramos la concepción y práctica de la minga. Si bien esta experiencia de trabajo comunitario se extiende a lo largo de los Andes hasta tierras mapuches por influencia incaica, es entre los campesinos, y fundamentalmente entre los chilotes, isleños y campesinos en general, que alcanza su mayor desarrollo y práctica. Se trata de un trabajo colaborativo en el que todos participan: hombres, mujeres, niños y ancianos. Es algo que los pentecostales pusieron en auge, ya sea con la construcción y avance de los templos o bien de las viviendas de los creyentes, entendiendo que la religión es un proceso de construcción y reconstrucción social permanente “a través de contactos sociales con otros grupos que utilizan los marcadores culturales de manera estratégica y selectiva” (Ríos, 1998, 90). El pentecostalismo brindó, según Tennekes, ese “sentido y sentimiento de comunidad” (Tennekes, 1985, 69), por lo tanto se dan las posibilidades y condiciones para que los campesinos puedan desarrollar el trabajo comunitario campesino dentro del pentecostalismo, pero adquiriendo matices culturales propios. Por consiguiente el pentecostalismo creció no sólo por brindar recursos significativos y simbólicos al indígena, campesino y migrante, sino que estos vertieron sus contenidos en los símbolos pentecostales.

Otro grupo que hace un gran aporte a los pentecostales es el de las comunidades de pescadores artesanales. Generalmente son familias que viven en las caletas pesqueras, en las que las escuelas son precarias y, por lo tanto, los niños sólo alcanzan la alfabetización y después suelen ser incluidos en la pesca artesanal. Los niños se insertan tempranamente en el proceso de la pesca para “hacerse hombres”, comenzando con la limpieza de los peces capturados. De igual forma las mujeres cumplen un rol muy importante, a veces de acompañantes, cuando los hombres no tienen compañeros hombres. Pero su labor más importante está en la venta de los peces capturados. Pese a que esto último es quizás la actividad más importante, su trabajo es invisible y desvalorizado. No sólo los pescadores se convierten al pentecostalismo, sino que también pequeños y precarios templos se levantan en las caletas pesqueras. El pentecostalismo como “grupo social percibe y hasta produce sus igualdades y diferencias a través del contacto con otros grupos dentro de un orden de interacción intergrupal que desarrollan un repertorio flexible de estrategias identitarias para maximizar el valor político de ciertos indicadores culturales” (Ríos, 1998, 88). Entonces como grupo religioso se vale de los aportes comunitarios que les brindan los pescadores como la intensidad de los marcadores de masculinidad y feminidad, del adulto y los niños, pero también la integración de todo el grupo familiar al trabajo comunitario, ya sea en la construcción de los templos, en la predicación así como en las actividades cúlticas. Una de las peculiaridades de los pescadores es su carácter de movilidad geográfica, trasladándose de caleta en caleta buscando las temporadas de pesca de determinados peces, fortaleciendo, en los pentecostales, esa concepción conflictiva y precaria de la vida, así como su visión peregrina, destacando no sólo una movilidad de los creyentes, sino también de los templos: el templo (barca) migra ahí donde están las almas (peces).

 

2. El peregrinaje como principio de la vida

En una época de construcciones ideológicas dicotómicas, como lo tradicional y lo moderno, lo rural y lo urbano, la ciudad y el campo, el catolicismo y lo evangélico, etc., la opción por algunas mónadas implicaba la subordinación y negación de la otra. En el caso del aymara evangélico “busca crear una identidad social distinta, él quiere ser reconocido como evangélico” (Tudela, 1993:38). Los pentecostales exigían identidades determinantes (Ossa, 1996), relacionada con la conversión. Estas circunscripciones y demarcaciones se caracterizaban por ser “identidades imperativas y totalitarias” (Rachik, 2006, 19). Por ello la conversión se abordaba desde la ruptura, para entender la “adaptación-desintegración” (Foerster, 1989:15). En consecuencia lo que los autores destacaban en sus investigaciones, sobre los pentecostales, era una identidad exclusiva, comprendida desde lo dicho por los conversos y no desde lo vivido por ellos. Esto porque el asimilacionismo se centra en la pérdida de los signos de identidad, lo que se confunde con sus símbolos significativos que subyacen o se traslapan y que se puede comprender por el bagaje simbólico, y no por la incorporación de nuevos signos identitarios, lo cual finalmente termina confundiéndose con lo idéntico y uniforme y no con lo dinámico y diverso. Esto último ayuda a entender al sujeto, cómo construye y produce comunidades e identidades y no sólo las reproduce.

Las investigaciones clásicas trataban con individuos vinculados a identidades deterioradas y despreciadas ya sea como pobre, campesino o indio, y que frente al discurso pentecostal estaban, supuestamente, prestos a abandonar y deshacerse de ellas como de una indumentaria desarrapada. Asumían la identidad pentecostal, no sólo despreciando y negando la identidad anterior, sino también pretendiendo vaciarse de todo vestigio anterior. Ese era el discurso que escuchaban los investigadores, porque era lo que predicaban los pentecostales. Sin embargo, la transformación de la identidad es un proceso lento, de traslape, complejo y contradictorio. No obstante, para el migrante indígena la conversión religiosa era un rechazo a esa cultura y sociedad que los rechazaba y una resignificación simbólica de la discriminación. Para entender esto hay que evitar las metáforas epidérmicas y del ropaje porque “son formas básicas de asociación grupal que promueve pautas de identificación e interacción social en base al hecho objetivado por la creencia de que un grupo de individuos forma parte de un colectivo que reúne unos rasgos culturales, orígenes y una historia propia” (Ríos, 1998, 96). Es decir, la identidad no es tan encarnada como para ser una segunda piel, cuya conversión se entiende como un proceso de desollar, ni es tan superficial como desvestirse, sino que es un proceso relacional que deviene identidades en relación (pentecostales, indígenas, campesinos, etc.).

 El discurso pentecostal en general predisponía y preparaba a las personas a la discriminación, el odio, el rechazo y la violencia. Esto era porque ellos esperaban de la sociedad, y especialmente desde su familia, violencia y exclusión, porque “el rechazo comienza por casa” (decían los pentecostales). Por esto los conversos, especialmente los indígenas y campesinos, debían rechazar a su familia y tradiciones, antes que ellos los rechazaran, pero también debían rechazar a la sociedad rechazadora. Por tanto, “los contra-valores y contra-normas que el pentecostalismo proclama y hace que los fieles pasen de una posición de inferioridad a una de fortalecida superioridad” (Tennekes, 1985, 67). Esto los fortalecía para resistir la discriminación. Pero también se trataba de una superación simbólica que creaba una identidad de superioridad espiritual, poniendo los recursos simbólicos como superiores a los económicos, “el mensaje pentecostal hace concebir la esperanza de superar la situación de pobreza y de inferioridad social en que están sumida la mayor parte de los fieles” (Tennekes, 1985, 66). Así las personas predicaban “somos pobres pero ricos espirituales”, “somos lo peor, pero Dios nos escogió para avergonzar los que se creen mejores”. Esto se puede observar en un mensaje fundacional que hace una de sus fundadoras, Natalia de Arancibia (esposa del pastor Ceferino Arancibia), quien describe al pentecostalismo como una religión de los pobres: “Dios está obrando…en los viles y miserables, en aquellos de los cuales hablaba [el apóstol] Pablo, ser como basura, ser la hez del mundo, pero imitadores de Dios como hijos amados” Chile Pentecostal, 18 de diciembre 1910. Concepción, p. 3). Por lo tanto, frente a una sociedad discriminadora, estigmatizadora y excluyente, el viaje simbólico es una opción para los pobres.

Un aspecto relevante de la identidad y cultura pentecostal durante el siglo XX, fue su autoconcepción de pueblo peregrino (Palma 1988; Sepúlveda, 1999; Mansilla, 2009). Como destaca Maike Davis, “el pentecostalismo conserva una identidad fundamentalmente de exilio” (Davis, 2006, 14). La idea de peregrino implica “andar por tierras extrañas, como ocurre en la vida, de la cual todos somos peregrinos. Y la palabra peregrino viene del verbo latino peregre: de viaje. En nuestras vidas vamos por el mundo, atravesamos, somos caminantes, viajeros. Lo importante es que la manera de vivir no es nunca estática, sino un estar haciendo, estar haciéndome, estar viviendo” (González, 1999, 55). Sin embargo peregrinaje y rechazo están relacionados, dado que, en el caso del pentecostalismo, la migración interna estaba compuesta fundamentalmente de campesinos, indígenas, pescadores e isleños, a veces todos en una misma persona y se las consideraba personas ignorantes, atrasadas, pobres y de malos modales. Además muchas de estas personas, junto a su familia, migraban con sus animales domésticos para consumo familiar (gallina y cerdos) y los mantenían aledaños a sus precarias viviendas, cuya situación algunos llamaron marginalidad (Lomnitz, 1997) o cultura de la pobreza (Lewis, 1969). Esas condiciones de vida eran consideradas como una vida de atrasados. Ser campesino o indígena era sinónimo de atraso, superstición o brutalidad, también se asociaban otras expresiones como “huaso” o bien “chilote”3. De igual modo, a las representaciones sociales de estigma, prejucios y discriminaciones a los migrantes rurales, ahora se les sumaba las categorías de pobre, marginal o miserable. Es por ello que el aporte del migrante rural-urbano se descubre por el énfasis en la concepción peregrina de la vida.

El sentimiento peregrinal de la vida se puede asociar a otras metáforas como exilio, viaje, migrante o nomadismo. Si bien es cierto no se trata de metáforas sinónimas, todas se refieren a la magnitud y singularidad del viaje. La idea de peregrino alude a un viaje sagrado, y por lo tanto, le corresponde una sacralización del viajero. Mientras que en el catolicismo existen, en la práctica religiosa, peregrinaciones a santuarios, en el pentecostalismo la vida misma es un viaje al cielo como santuario, pasando antes por el arco de la muerte. Por ello, la vida-peregrinaje es un proceso y una serie de llegadas y salidas. Como destacaba Vallier, el pentecostalismo “condena las procesiones tradicionales los días de los santos, pero conserva la idea fundamental de que, en religión, es preciso desfilar. Pueden verse por las tardes esos grupos numerosos que forman un cortejo y desfilan desde la plaza hasta el templo, entonando cánticos que acompañan con guitarra” (Vallier, 1963. Citado en d´Epinay, 1968, 96). En los ritos de procesiones pentecostales también hay una connotación del peregrinaje como un viaje comunitario, de marcha y con alborozo.

Este principio peregrinal es la manifestación del estar en la condición de migrante. En primer lugar, se trata de viajar con un bagaje preciso para el migrante que en términos concretos significaba trabajar para comer, sin importar mucho la vivienda, la escolarización o la movilidad social. La premisa es estar contento con lo que se tiene. Cuanto menos se posee, mejor, más grato, más ligero y más consciente será el viaje. Si en el viaje faltan los bastimentos, está la comunidad para proveer, ya que se trata de “una vida sin fondo, sin amarras. O, por lo menos, una vida cuyas amarras son precarias, efímeras, y que puede en cualquier momento perderse en la nada” (Maffessoli, 2005, 100). Aquella necesidad de la reafirmación del abasto y la mutua provisión los hacía juntarse permanentemente, tanto en reuniones cúlticas como extra-cúlticas. Por esta vida comunitaria de des-afortunado, de vida ascética “siempre existen las sospechas de las peores barbaridades. De esta manera los ‘santos’ siempre son tachados, por el imaginario social, o simplemente por el rumor público, de los peores excesos, libertinajes o desórdenes de los sentidos” (Maffessoli, 2005,180) Otro personaje que aparece en el escenario del estigma es el migrante chilote o el isleño, a veces confundido con el campesino, pero aquél es más estigmatizado y menospreciado. Decir chilote implicaba un sinnúmero de expresiones negativas, y a veces peyorativas, como: “ajo chilote” o “papas chilotas”, refiriéndose a productos de baja calidad4. La representación social de campesino no era mejor. Así tanto el campesino como el chilote compartían la miseria y la pobreza, lo que se explica por “el menosprecio tradicional de las elites dominante de América del Sur, por aquellos que trabajan manualmente, el desinterés por los oficios y las habilidades técnicas, el mal pago por el trabajo físico, subyacen en la raíz del subdesarrollo” (Romiex, 1991, 43). Ya sean indios, campesinos o chilotes, estaban bajo la misma realidad: vivían en la miseria rural invisible y en la ciudad, con el estigma de brutos y atrasados. El chilote y el isleño aportaron al pentecostalismo la creencia en las dolencias y enfermedades como productos de la brujería. La idea permanente de los males es que están fuera, también en la comunidad, tales como la envidia, el robo, la avaricia y la flojera. Son males que hay que erradicar, porque han sido puestos por el diablo y la forma de expulsarlos es hacer un permanente exorcismo por medio de la imposición de manos, oración, ayunos o vigilias. Las enfermedades son consideradas “un trabajo del enemigo” que generalmente hacen los vecinos o familiares no evangélicos, usando la brujería. De hecho encontramos una relación inextricable entre chilote, migrantes y pentecostales en la Patagonia argentina (Baeza, 2012).

Mapuches, campesinos y chilotes comparten un mismo imaginario social: son admirados en el mito, pero despreciados como sujetos. La historia chilena, conservadora, resalta la sangre mapuche y el bravo araucano que resistió al español, pero una vez que los criollos se independizan y se constituyen en estado nacional, se da inicio a la construcción de un mapuche indio despreciable y despreciado. De igual modo ocurre con el campesino: se admira el campo pero se despreciada al campesino. El campo genera todo tipo de poesía, cántico y folclorización y se lo considera como paraíso divino, pero al campesino se lo desprecia, animaliza y demoniza. Lo mismo ocurre con Chiloé, hay toda una construcción mítica sobre la isla, pero al chilote históricamente se lo ha despreciado, es una permanente construcción bélica entre lo urbano y lo rural, la ciudad contra el campo, la civilización contra la barbarie. En síntesis, se ensalza la tierra y se desprecia a quienes la trabajan y a la vez se solemniza al terrateniente. No obstante estos tres personajes folclorizados y despreciados fueron los que más influyeron en el pentecostalismo. Es una religión despreciada: porque es la religión de los despreciados.

Otro personaje transeúnte, también estigmatizado, es el pescador artesanal, quien es considerado un hombre pobre, analfabeto, borracho y bruto. Aunque parezca una generalidad, ser pescador artesanal es estar condenado a la pobreza, a una economía de subsistencia y a ingresos inestables, que incluso a veces no se reciben por varias semanas, sobre todo en invierno. Es uno de los grupos más desconocidos e ignorados por los investigadores del pentecostalismo. Los pescadores artesanales conciben al mundo como el mar “hay que ir a pescar donde estén los potenciales bancos de peces”. Algo muy notorio entre los pentecostales es que levantan templos ahí donde vive y trabaja el “pescador de almas” (predicador) y consideran que el templo es un lugar donde abundan “los bancos de almas”. Por ello puede haber tantos botes como permita el banco de peces, es decir tantos templos como permita el “banco de almas”. Pero también está el imaginario del predicador itinerante y la iglesia itinerante, resignificado de la Biblia, como “entre pescadores de peces y pescadores de almas”. Incluso para los pescadores, el mar es femenino (la mar) al igual que la vida. Y las corrientes (ideas) del mundo son igual de perniciosas que las corrientes marinas. Se trata de una identidad que está siempre subyugada y sometida a los avatares que el ser humano no puede controlar. Como ser humano, pese a ser creyente, sobre todo el hombre, está controlado y sujeto a sus pasiones, pero también por las “corrientes del mundo” representado por el entorno social de las amistades y compañeros de trabajo. En los mares del sur de Chile, lo que más caracteriza la vida del pescador-creyente son las tempestades, las noches lluviosas y tormentosas y la precariedad de la vida frente al mar embravecido. De ahí que sean tan importantes en medio de esas tempestades los refugios o lugares de capeo (islas-ensenadas-templos). Es por ello que en muchos templos pentecostales, detrás del púlpito hay alguna pintura en la que aparece una pequeña barca en medio de un mar embravecido.

En relación con los campesinos, ellos incorporaron un sinfín de conceptos existenciales, culturales y simbólicos (Mansilla 2014). La misma expresión ‘ser pastor’, para un campesino es muy bien entendida: posee animales (bueyes, vacas, ovejas, llamas), les pone nombres y además les brinda su autosustento. Esa es la gran diferencia entre pastor-campesino y patrón-terrateniente: un pastor crea su propia manada: vive con ella, come con ella y duerme con ella y sufre las inclemencia climáticas al igual que su manada; en cambio el patrón tiene muchas manadas y no las cuida ni las conoce, porque para ello tiene a los peones, despreciados y mal pagados, que tampoco cuidan de la manada. Al respecto d´Epinay destaca:

“en una capillita de campo, la predicación versaba acerca del "buen Pastor", y el auditorio repetía la frase del predicador: "El Señor es un buen Pastor... yo soy su oveja... yo tengo un buen Pastor... él me acompaña a cualquier parte que yo vaya", A la salida, ¿cómo no sentirse impresionado al ver a esos campesinos que se iban, después de un abrazo de adiós con el pastor, hundiéndose en 'la noche, seguros de ir acompañados” (d´Epinay, 1968, 86).

Un elemento significativo es la concepción de la vida como tierra, percibiendo que la vida individual es un proceso de tener más o menos propiedad de tierras, pero no tiene que ver con la cantidad de tierra sino con su fertilidad, por lo tanto están las metáforas asociadas de: tierra-camino; tierra espinosa; tierra pedregosa y tierra fértil. Debido a que el campesino dispone de poca tierra debe cuidarla, fertilizarla artesanalmente (con el estiércol que produce su mismo ganado); simbólicamente aun lo que parece negativo es transformado en algo positivo. Para el campesino todo es un trabajo manual y directo: ama su tierra por necesidad, no por vanidad. De aquí se desprende la concepción de la vida como estación: verano, otoño, invierno y primavera. En este proceso es importante la tierra con el cielo (sol, estrella y luna), los campesinos trabajan su tierra mirando al cielo. La vida es concebida como un proceso, cuya naturaleza representa la sociedad. Se trata de un determinismo social, es la sociedad contra el individuo y la ciudad contra el inmigrante. Los pentecostales rechazan y desconfían de la sociedad, así como el campesino no debe confiar en el cambiante clima o el pescador no debe confiar en la cambiante corriente marítima.

No obstante, el gran estigma lo recibían los mapuches, reconocidos tanto por rasgos fenotípicos como por sus nombres y apellidos. Cantoni señalaba que “para el año 1974 había más o menos 100.000 (cien mil) mapuches en los centros urbanos y otros 400.000 (cuatrocientos mil) en zonas rurales. En Chile se manifiesta un claro rechazo de la raza y la cultura mapuche” (Cantoni, 1974, 2). Existe la creencia no mapuche que este es pobre como si fuera una característica exclusiva, “el aspecto físico define también la discriminación, cada vez que existen rasgos mapuches típicos surge como respuesta la imagen de discriminación en el no mapuche” (Quilaqueo, 2007, 100). A los indígenas, especialmente los mapuches, les ha tocado la peor parte en las discriminaciones, prejuicios y estigmas, tanto como sujeto como por su cultura. A pesar de ello, el mapuche encontró en el pentecostalismo un espacio donde utilizar su cultura como vehículo de la religión. Como destaca Nicolás Gissi, “los pentecostales son una vía hacia la revitalización cultural, esto es, orando en la lengua materna en la iglesia, y asistiendo y participando en nguillatun celebrados hoy en día en Santiago” (Gissi, 2004). Es así como “los cultos evangélicos contribuyen, aunque como un efecto no esperado, a la reconstrucción de la cultura mapuche en la capital”: “yo amo las dos cosas, yo amo el Evangelio, y como también si hay ceremonia mapuche, somos mapuche, yo amo la religión mapuche, porque nací en esto, yo lo llevo en mi corazón... me nace de ir y voy...” (Gissi, 2004). Por lo tanto se “recrea la cultura en tierras urbanas, pero no por ello se pierden los vínculos con el sur: se mantiene una comunicación fluida con los familiares de las comunidades, y se asiste a los nguillatun y palin también allá, sobre todo en tiempos de cosecha” (Gissi, 2004).

 

3. El mito de la pasividad y homogeneidad del sujeto pentecostal

Las investigaciones sólo hablan de pentecostales, aymaras, mapuches, convertidos o indígenas migrantes; sólo existen categorías generales, no sujetos de carne y hueso. Es la descripción de una comunidad pentecostal sin pentecostales, se trata de sujetos abstractos. Esto es característico del objetivismo estructuralista que “no puede producir sino un sujeto sustituto y retratar a los individuos o grupos como soportes pasivos de fuerzas que mecánicamente operan según su lógica independiente” (Bourdieu y Wacquant, 2008, 32). La comunidad, ya sea indígena, pentecostal o migrante, es trascendentalizada como “un ente que está por sobre el individuo; concebida como la creadora del individuo, con sus virtudes o perversidades” (Calvillo y Favela, 1996, 17). Esto conlleva concebir un sujeto dócil, pasivo o víctima. O bien, por otro lado, el sujeto es pervertidor, intolerante y maligno. Ya sea como sujeto virtuoso o vicioso, es un sujeto sin rostro, sin género y anónimo. Es un sujeto determinado por “la coacción externa que ejercen las instituciones y estructuras sociales sobre los individuos, a través de la socialización en pautas de autocoacción que abarca toda la existencia del individuo al convertirse en norma moral” (Calvillo y Favella, 1996, 20). Esto porque “el asimilacionismo es el prototipo de la identidad bloqueada” (Soussa, 2009, 323).

En “el asimilacionismo la identidad es construida sobre una doble desidentificación” (Soussa, 2009, 324), se cree que el sujeto está desvinculado de sus identidades anteriores pero aun no del todo vinculado a la nueva identidad. Esto se aprecia en las investigaciones clásicas cuando consideraban al individuo, más que un inmigrante, un peregrino puritano, alguien que viaja solo, abandonando su familia, su pasado y sus tradiciones. Esta visión del individuo tiene una doble dimensión. En primer lugar, los pentecostales enfatizaron un individuo pesimista, desencantado de la sociedad, de su familia, de sus tradiciones, de su pasado y de sí mismo. Por lo tanto la conversión era asumida como un peregrinaje que luchaba contra la sociedad y negaba la tradición y la cultura. En este sentido la antropología detentó una afinidad electiva con ese individualismo predicado por el pentecostalismo, destacando un individualismo aislado, sin rostro y sin familia. Sin embargo al igual que el peregrino de Buyán (2003), un migrante urbano-rural se convertía, primero él o ella y luego su familia. Se trata de una peregrinación individual, pero luego es familiar, para terminar en una peregrinación comunitaria.

El pastor fue la homologación de las diferentes concepciones de trabajador, según los espacios sociales y culturales adonde llevó la predicación. El pastor fue obrero, pescador, campesino, vendimiador, cacique, cocinero, panadero o soldado, con sus respectivos lenguajes y símbolos. De igual forma la iglesia se vinculó metafóricamente con el rol de taller o fábrica, mar, campo, viñedo, familia étnica, comedor, panadería o regimiento. Estas mismas metáforas pastorales también se aplicaron a las mujeres predicadoras y pastoras: obrera, pescadora, campesina, vendimiadora, sanadora, cocinera, panadera o soldado. El pastor se constituyó en modelo de masculinidad y símbolo del padre de familia. Por consiguiente la iglesia fue también una familia con las características distintivas de los roles asumidos. El pastor era el padre y el hermano mayor. La pastora, o esposa del pastor, era la madre y el modelo femenino. Los conversos eran los hijos espirituales que se sumaban a los hermanos, y el creyente que se iba de la iglesia era el hijo pródigo. De esta manera el pastor y la pastora se constituyeron en símbolos del ser pentecostal y encarnaban el sacrificio, el trabajo, la esperanza y la movilidad social. En consecuencia los migrantes rurales urbanos que se convertían al pentecostalismo encontraban una religión que los interpretaba, pero además les permitía el espacio para la incorporación de un lenguaje apropiado proporcionado por el mismo converso.

En las predicaciones se usaban distintas fábulas para describir el carácter del hombre y la mujer, con el fin de vincular el hombre con el animal, en la lucha con la vida por la supervivencia, caracterizando su egotismo y brutalidad en la escasez; la astucia y la artimaña para ganar; y la sobrevivencia del más fuerte o inteligente en la selva urbana. Por eso los caracteres del hombre y del animal se equiparan. El instinto de conservación domina sobre muchos sentimientos románticos. La fauna está muy presente en los discursos pentecostales como sentencia o metáfora, para representar la conducta humana, condicionada al contexto geográfico. Hay especímenes como las serpientes, que desde los relatos bíblicos están asociadas a lo pernicioso y maligno. Luego la serpiente, como símbolo, adquiere ribetes mágicos como dragón asociado generalmente al diablo y a los demonios. La presencia de los animales en el humor, fábulas o dichos populares, nos ayudan a entender al ser humano en su complejidad, ya sea por su innatismo social que interpretaba Aristóteles “el hombre como un animal político”; o Hobbes aludiendo a la malignidad del ser humano con su frase “el hombre es el lobo del hombre”. Pero el creyente pentecostal se representaba a sí mismo como la oveja y los sujetos no pentecostales como lobos. La autorepresentación de oveja ayuda a entender por qué los conversos pentecostales (indígenas, campesinos, isleños, chilotes, pescadores y pobres) son siempre sujetos de desprecios y de violencia. Permanentemente se les asigna adjetivos de estupidez, fanatismo, pasividad y fatalismo. En estas representaciones ovinas hay diferenciación entre ovejas y corderos. Los corderos son los jóvenes y niños, también siempre propensos a la violencia y a la discriminación verbal y física.

Los jóvenes, tanto hombres como mujeres, están presentes y diferenciados en el pentecostalismo desde el comienzo. Esto se puede apreciar en los relatos fundacionales, en los cuales una joven líder pentecostal llamada Laura Ester envía cartas dirigidas: “a los jóvenes evangélicos”, considerados por ella como “las primicias de esta tierra”, “vasos elegidos por el Altísimo”, “antorchas de la verdad”, “fundidos con el Espíritu” (CH-EV. 24-12-1910: 3); y en otra carta los incentiva a liderar el proceso de institucionalización del pentecostalismo y a constituir un nacionalismo religioso, pues la salud espiritual de Chile dependería de ellos: “Vosotros sois responsables de la vida espiritual de esta nación” (CH-EV. 26-11-1909: 3). De hecho las revistas denominacionales contaban con un apéndice dirigido hacia los jóvenes. Aunque los jóvenes, como sujetos, están ausentes de las investigaciones clásicas de sociólogos y antropólogos, no así los del pentecostalismo.

El carácter laico contribuyó a que la responsabilidad misionera, la oración, el canto, la predicación y la participación cúltica sean tareas de todos, especialmente de los jóvenes, considerados como los idóneos participantes en el destino del pentecostalismo. Uno de los pilares más distintivos de la cultura pentecostal fue la oferta de sanidad. Algo que también podían ejercitar los jóvenes, más aún, cuando los pobres y excluidos no tenían acceso al sistema formal de salud. Esta participación de los jóvenes no fue considerada desde el modelo asimilacionista de las investigaciones, porque veían en el pentecostalismo un modelo patriarcal, que conllevaba a negar la diversidad etaria del movimiento religioso; mientras que desde el constructivismo, puede haber negación pero nunca anulación.

Las representaciones de la juventud en el pentecostalismo chileno se vinculan a tres dimensiones. La primera se refiere a la construcción institucional de la juventud en la cual aparecen tres aspectos: la juventud como una etapa de belleza fugaz; el énfasis y recreación de espacios de participación para los jóvenes que implican ritualidades de esfuerzo y resistencia física como forma de preparación social; y una diferenciación sexual sobre la juventud en que las exigencias a los hombres se dirigen hacia el dominio de su carácter y en las mujeres al control de su cuerpo. En un segundo nivel encontramos una reinvención social de los jóvenes pentecostales. En esta dimensión los jóvenes pentecostales representan su juventud como tiempos simbólicos en los que aparecen dos temporalidades: tiempo áureo y tiempo contingente. Por último, tanto los modelos como las metas propuestas a la juventud de esta época, estaban referidos a tres tipos de trabajo religioso: pastor, predicador y profesor de enseñanza bíblica, al alcance de hombres y mujeres. Ésta es la Generación Propuestas como recursos de movilidad social que se les presentaban a estos jóvenes, que no encontraban en otra parte, generaron espacios de participación y la aparición de líderes que hicieron del pentecostalismo chileno uno de los más exitosos de América Latina. (Mansilla y Llanos, 2010; Mansilla, 2012).

El imaginario campesino, también se representa a los jóvenes como una planta, una flor pasajera, siempre expuesta al poder arbitrario del clima-sociedad. Pero también los jóvenes son semillas escogidas, que debían protegerse para el tiempo de la siembra. Con relación a las mujeres, quienes obviamente siempre son las más protegidas, controladas y vigiladas, fueron representadas con distintas metáforas florales que aluden a la idea de belleza pasiva. Su vida es aromática y embellecedora, pero resaltada como puramente contemplativa: es una ética estética, resaltada por su pasividad. La metáfora floral también se vincula a la función reproductiva de la mujer a través de las semillas en la reproducción de la palabra predicada. Las semillas contienen vida, germinan en sucesivas generaciones y sirven para la perpetuación y propagación de la especie. Así también, sólo por medio de la propagación del mensaje pentecostal es posible el nacimiento de una nueva generación de creyentes para el crecimiento y perpetuación de una comunidad religiosa. Por último, la metáfora floral referida a la mujer implica también su carácter social, puesto que, así como las flores crecen juntas, las mujeres son, no sólo las propagadoras, sino también las que construyen al carácter comunitario de la religión.

Finalmente, también los niños están presenten desde el mismo nacimiento del pentecostalismo. Los niños son parte de la recepción del bautismo del Espíritu Santo; ellos pueden predicar en la calle e incluso pueden imponer las manos sobre los adultos. De igual forma ellos participan de todos los tiempos cúlticos: cultos, vigilias y retiros espirituales. Los niños son concebidos como una metáfora ideal del ser creyente. Sobre todo, el cielo era concebido como un espacio infantocrático, para ir al cielo había que ser como un niño. En una época en que la muerte infantil era muy frecuente, estas creencias se constituyen en recursos simbólicos de consuelo y esperanza y “ejercen sobre los individuos una coerción inefable” (Río, 2002, 101), ya que el líder siempre era juzgado por su capacidad de adaptarse a las representaciones de la niñez.

En consecuencia en el peregrinaje viajan hombres y mujeres; adultos, jóvenes y niños. De este modo los códigos agronáuticos de la cultura pentecostal permitieron a los conversos comprender la crisis de la sociedad tradicional y su tránsito hacia una sociedad urbana y modernizada que también, dotó a los pentecostales de los códigos simbólicos pertinentes para comprender y resignificar la discriminación de los habitantes urbanos hacia los migrantes rurales-urbanos. Esto ayudó al pentecostalismo a constituirse en una religión de migrantes y de despreciados; generada por una sociedad que escinde entre el mito y la realidad, que por un lado, eleva al campo a un nivel paradisiaco y rebaja al campesino a un nivel infrahumano; resalta al araucano en el nivel del mito heroico, pero desprecia al mapuche; compone poesía al mar pero desdeña al pescador artesanal; elabora salmodias a Chiloé pero animaliza al chilote. En consecuencia la cultura pentecostal invierte los procesos sociales discriminatorios y deshumanizantes de la ciudad y la sociedad y en vez de en los objetos sublimados se centra en los sujetos despreciados para ofrecerles una comunidad de iguales, en el aquí, y y una comunidad metasocial en el más allá, mediado por el viaje simbólico.

 

Consideraciones finales

Desarrollamos tres apartados en los cuales destacamos al pentecostalismo como comunidad de migrantes, el peregrinaje como principio fundacional y el mito de la pasividad y homogeneidad del sujeto pentecostal. Resaltamos al pentecostalismo como una religión de migrantes y despreciados, cuyos sujetos fueron los indígenas, campesinos, isleños, pescadores y chilotes, quienes en el símbolo de pastor, encontraron la posibilidad de desarrollar un liderazgo que la sociedad chilena les había negado con el cacicazgo. Mostramos que, de igual modo, la mujer indígena llenó de sus contenidos culturales el símbolo pentecostal de profetiza, pastora y dorca. Y que los campesinos permitieron aplicar la concepción y práctica de la minga, trabajo colaborativo que incluye a hombres, mujeres, niños y ancianos.

El discurso pentecostal predisponía y preparaba a las personas para la discriminación, el odio, el rechazo y la violencia. Esto los fortalecía para resistir la discriminación y les permitía una superación simbólica al crear una identidad de superioridad espiritual, que pone los recursos simbólicos como superiores a los económicos. Esto fue clave para los sujetos campesinos, indígenas, pescadores e isleños, consideradas personas ignorantes, atrasadas, pobres y de malos modales.

Aquello permitió al creyente pentecostal representarse a sí mismo como la oveja/paloma y a los sujetos no pentecostales como lobos/serpientes, y de ese modo entender el proceso de discriminación y violencia. Los jóvenes fueron vinculados simbólicamente a dos dimensiones: las mujeres fueron representadas con distintas metáforas florales, como símbolo de belleza pasiva; la niñez deviene símbolo de la recta espiritualidad.

Subrayamos el carácter central que ha tenido este discurso agronáutico pues el pentecostalismo fue una comunidad de migrantes. Los predicadores asumieron un discurso nostálgico de una comunidad perdida en el tiempo, en un pasado lejano e idealizado, existente sólo en el imaginario de los migrantes según su origen comunitario. Cada converso concebía al pentecostalismo como una comunidad según su origen comunitario previo: de pescadores, de agro-ganaderos, de indígenas o de isleños, y el pentecostalismo como una isla de elegidos destinados a rescatar náufragos en medio de un mar-sociedad que arroja a los pobres. En esta isla, los “rescatados” se refugian, pero al mismo tiempo se lanzan a los mares a rescatar a nuevos náufragos que quieren o aceptan ser rescatados. El mar siempre está embravecido e impele turbiones contra la isla, alcanzando en ocasiones a los desprevenidos isleños, haciendo que algunos náufragos regresen al mar, habiendo sido ya rescatados y salvados.

En este sentido destacamos que el pentecostalismo clásico es de origen, conceptualización y mentalidad rural y urbana marginal de campesinos e indígenas que migraron del campo a la ciudad, desde el sur hasta el centro de Chile. Se arraigó y creció ahí hasta 1990, pero entró en crisis porque ni la sociedad de origen (tradicional) ni la sociedad que criticaban (modernizada) existen ya, siendo ahora una sociedad de la globalización. La crisis que hoy vive el pentecostalismo es una crisis discursiva; es una religión del sur de Chile, por ello no prospera en el norte, excepto entre los indígenas aymaras. Con el retorno de la democracia los aymara encontraron un discurso más pertinente y perdieron su interés por el discurso pentecostal. Por lo tanto la religión pentecostal no volverá a expandirse, excepto que haya una redefinición discursiva (lingüística y de mentalidad) acorde con la globalización.

 

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Revistas

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2. Chile Pentecostal, [Concepción], 18 de diciembre 1910.

3. Chile Evangélico. [Concepción], 24 de diciembre de 1910

 

Notas

1. Este artículo es el resultado de dos proyectos: a) En busca de un sueño: análisis de los vínculos comunitarios religiosos y étnicos que establecen los evangélicos indígenas migrantes (peruanos y bolivianos) en las regiones de Arica y Tarapacá (1990-2014). Proyecto FONDECYT de Iniciación N° 11140698, CONICYT. b) Migrantes (peruanos y bolivianos) evangélicos indígenas (quechuas y aymaras) en la ciudad de Arica, N° VRIIP0092-16, de la Vicerrectoría de Investigación, Innovación y Postgrado (VRIIP) de la Universidad Arturo Prat.

2. Al respecto encontramos algunos trabajos argentinos: Miller, Elmer. 1979. Los tobas argentinos. Armonía y disonancia en una sociedad. México: Siglo Veintiuno Editores; Ceriani, César y Citro, Silvia. 2005. “El movimiento del evangelio entre los Toba del Chaco Argentino. Una revisión Histórica y Etnográfica”. En De Indio a Hermano., Pentecostalismo indígena en América Latina. Ediciones CAMPVS. 2005. Iquique, Chile, pp. 111- 176; Radovich, Juan Carlos, 1983, El pentecostalismo entre los mapuches del Neuquén, en: Relaciones de la Sociedad Argentina de Antropología. Tomo XV: 121-131, Buenos Aires; Wright, Pablo. 1988. Tradición y aculturación en una organización socio-religiosa Toba contemporánea. Cristianismo y Sociedad, [México] 95: 71-87.

3. La expresión chilote traspasa la asociación geográfica de la Isla de Chiloé (Chile), es una estigmatización a todo campesino concebido como atrasado o ignorante.

4. Al respecto Urbina dice que en décadas anteriores, hablar de chilote “era un gentilicio desdeñoso con que se humillaba al isleño o lo favorecía poco, porque esta definición se pronunciaba con el fin de opacar”…el “chilote era sinónimo de ignorancia, rusticidad y mano de obra barata, llamar a alguien era, de verdad un insulto” (Urbina, 2002:26- 27).

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