Introducción
Durante la segunda mitad de la década de 1970 fue frecuente que sacerdotes adherentes a la Teología de la Liberación y miembros del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM) establecieran contactos con obispos o grupos de trabajo eclesiástico de zonas rurales para realizar misiones con campesinos, obreros e indígenas. En distintas zonas del Noreste Argentino (NEA) se produjeron intervenciones de pastoral rural bajo una lógica que Soledad Catoggio (2016) definió como inserción en los márgenes. Este artículo analiza la conformación de una red social de trabajo indigenista que, en el marco de este proceso, se gestó –específicamente– en la región del Chaco argentino[1] entre finales de los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado.
Dentro del conjunto de misiones indigenistas emergentes por entonces, ha tenido particular visibilidad la emprendida por la hermana Guillermina Hagen y un grupo de laicos y religiosos tercermundistas en Nueva Pompeya (provincia de Chaco). Fue una experiencia referida en libros testimoniales y textos académicos en los que se subraya el impulso dado a la organización y la acción política de los indígenas (Almirón, Artieda y Padawer, 2013; Iñigo Carrera, 1998; Lanusse, 2007; Lenton, 2009). También han sido señalados los conflictos existentes entre el grupo de trabajo pastoral de Nueva Pompeya y otros grupos misionales de la región chaqueña (Cid, 1992; Doyle, 1997; Zapata, 2016). En esta lectura de la historia, la de Nueva Pompeya habría sido una experiencia única y claramente distinta de otras iniciativas misionales de la zona. Este artículo propone revisar esas ideas a partir del espacio chaqueño como el lugar de articulación de una red social más amplia en la que la organización, la politización y la generación de lazos de solidaridad entre grupos indígenas fueron objetivos centrales de una particular forma de intervención pastoral nacida en aquellos años.
Misiones de pastoral aborigen en el Chaco argentino
Desde fines del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, la región del Gran Chaco argentino fue escenario de una variedad de misiones indigenistas (franciscanas, anglicanas, menonitas, entre otras).[2] Ello configuró un importante bagaje histórico en el campo de las relaciones entre iglesias, pueblos originarios, capital y dispositivos estatales. Desde las décadas de 1930 y 1940, por ejemplo, misioneros pentecostales facilitaron la “incorporación” –legal y cultural– de los indígenas a la sociedad nacional mediante gestiones para el otorgamiento de documentos de identidad y la enseñanza del castellano (Citro, 2009) y entre 1930 y 1960 las misiones protestantes intervinieron en el reacomodamiento territorial de los grupos indígenas de la región (Ceriani Cernadas y Lavazza, 2013). En este marco, la generación de nuevas iniciativas indigenistas de misionalización (Ceriani Cernadas y Lavazza, 2013) en los años sesentas y setentas no parece ser un fenómeno demasiado disonante con aquella historia. Pero tales misiones (que este artículo analiza y conceptualiza bajo la categoría nativa de pastoral aborigen) tuvieron particularidades que es preciso destacar, en primer lugar, atendiendo al sentido ecuménico que estas misiones imprimieron a sus prácticas. Atravesadas por los cambios que el Concilio Vaticano II trajo a este respecto, las misiones de pastoral aborigen mostraron una fuerte predisposición para emprender formas de trabajo mancomunado entre católicos, anglicanos, metodistas y pentecostales (Leone, 2016). Con ello mostraron además una particular apertura a conocer y comprender los cultos indígenas.
En segundo lugar, gracias a la interacción con los indígenas, los agentes de pastoral aborigen aprendieron nuevas claves de interpretación y planificación de su propia práctica de intervención. En Paraguay, René Harder Horst (2004) observó que, en esas décadas, los pueblos originarios modificaron la práctica del cristianismo. Algo homólogo ocurrió en el Chaco argentino. Los misioneros se mostraron predispuestos a reflexionar críticamente sobre el sentido asimilacionista que por momentos sus prácticas podían adoptar e intentaron respetar y promover lo que entendían como especificidad cultural de esos pueblos (comunicación personal, Ernesto Stechina, 7 de junio de 2013 Formosa).
En una época en que el desarrollo se configuraba como “un nuevo campo del pensamiento y de la experiencia” (Escobar, 2007: 24), las misiones de pastoral aborigen convirtieron su trabajo misional en un trabajo de “promoción” y “desarrollo de las comunidades”. Es por ello que se ocuparon especialmente de promover la alfabetización, crear centros de salud, formar “agentes sanitarios” y generar cooperativas de consumo y producción. Plantearon a su vez una particular idea de evangelización: la inculcación de principios religiosos se subordinó a la mejora de las condiciones de vida de los destinatarios de la misión. Precisamente, la noción de “evangelización integral”[3] hacía referencia a la necesidad de intervenir en el ámbito de la salud, el trabajo, la educación.
En la mayoría de los casos, las misiones de pastoral aborigen se generaron a partir de que misioneros y misioneras se asentaron allí donde los indígenas se encontraban viviendo. Habitualmente se trató de núcleos poblacionales de entre cincuenta y cien familias, con alto porcentaje de niños y jóvenes, y elevados índices de desnutrición, mortalidad infantil, tuberculosis y mal de Chagas.
Estos proyectos de “promoción del aborigen” constituyeron “unidades políticas de acción local de base interétnica” (Zapata, 2016: 166). Sus prácticas se inscribieron en lo que Michael Löwy (1999) denominó cristianismo liberacionista y fueron al mismo tiempo políticas y religiosas. Se basaron en ideas sobre la “liberación de los pueblos” así como en preceptos teológicos y morales emergentes de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Medellín, Colombia, 1968). Se concentraron fundamentalmente en la zona centro y oeste de la provincia de Formosa (Leone y Vázquez, 2016) y oeste de la provincia de Chaco (puntos colorados en el mapa).
Los obispos de Formosa, monseñor Marcelo Scozzina, y su par de Sáenz Peña (provincia del Chaco), monseñor Ítalo Di Stéfano, promovieron la instalación de misiones indigenistas como un modo eficaz de ganar alcance parroquial en los territorios de sus diócesis.
Hacia 1965 la orden Oblatos de María Inmaculada (OMI) se instaló en la localidad de Ingeniero Juárez (provincia de Formosa), creando cuatro misiones de pastoral aborigen, orientadas a la “integración y [el] desarrollo” de los indígenas en espacios rurales.[4] Pocos meses antes de ello, misioneros protestantes se instalaron en Juan José Castelli (provincia de Chaco) (comunicación personal, Néstor Míguez, 24 de agosto de 2015, Buenos Aires.)[5]. La iglesia Metodista y la iglesia Discípulos de Cristo articularon esta intervención de forma conjunta, creando un programa denominado Misión Evangélica Cristiana Unida (MECU) (Padawer, Artieda, Borton y Almirón, 2017). A fin de dar una coordinación más formal al trabajo conjunto de las iglesias, en 1966 fue creada la Junta Unida de Misiones (JUM). El Instituto del Aborigen del Chaco dio su apoyo a la instalación de la misión, la cual se orientó a “las áreas de atención médica[,] de la educación y de la promoción comunitaria, de los miembros de las comunidades aborígenes”[6] y buscó generar “un programa de servicio cristiano” que ofreciera respuestas a los altos índices de tuberculosis, desnutrición y falta de atención médica[7] de la población de la zona.[8]
Como había sucedido con las históricas misiones de principios de siglo XX, las misiones de pastoral aborigen se nutrieron de misioneros extranjeros (franceses, estadounidenses, suizos, entre otros). Como también había ocurrido entonces, resultó frecuente que fueran los propios indígenas quienes buscaran a los misioneros para que los ayudaran y –eventualmente– protegieran, instalándose en sus asentamientos. Sin embargo, una especificidad propia de estas últimas fue la elevada participación de laicos provenientes de grandes ciudades argentinas como Buenos Aires, La Plata o Córdoba. En su mayoría fueron personas de clase media, con orientaciones político-ideológicas progresistas, estudios universitarios y/o formación profesional: “agentes de salud”, educadores, trabajadores sociales, enfermeros, ingenieros y médicos. Algunas de las más habituales lógicas de reclutamiento fueron los vínculos familiares, de militancia política o las relaciones dentro del espacio de acción parroquial en el barrio de residencia.
Las misiones de pastoral aborigen mostraron una clara expansión hacia finales de la década de 1960. Entonces, el “compromiso cristiano” realzado en Medellín dio sentido a la decisión de muchos laicos de ofrecerse como voluntarios en este tipo de misiones y postergar sus carreras profesionales para “ayudar al aborigen”, contribuir a “desarrollar las comunidades” y acompañar sus procesos de “liberación”.
En 1968, con el aval del obispo de Formosa, la congregación de la Doctrina Cristiana instaló una misión junto a la población wichí de los alrededores en Ingeniero Juárez (provincia de Formosa), a la vera de la ruta nacional Nº 81[9]. Varios sacerdotes y laicos visitaron la misión (en enero de 1969 se registra la presencia de los padres José María Ferrari -miembro de Acción Misionera Argentina- y Eduardo Muré, junto a otros nueve laicos[10]).
En agosto de 1969, otro grupo misional conformado por siete voluntarios del obispado de Sáenz Peña se asentó en la localidad de Nueva Pompeya en la provincia del Chaco.[11] La Hermana Guillermina Hagen, miembro de la congregación de las Hermanas del Niño Jesús, asumió la dirección de un trabajo pastoral dedicado a trabajar con los grupos wichí de la zona (Iñigo Carrera, 1998). Hagen había hecho sus primeras experiencias pastorales en el norte de la provincia de Santa Fe muy cerca de Fortín Olmos –en una casa de misión que su congregación había abierto en Villa Ana–, mientras avanzaba sus estudios como ingeniera agrónoma. Allí había establecido contactos con los sacerdotes Arturo Paoli y Rafael Yacuzzi, entre otros referentes del progresismo católico de entonces.
La existencia de una movilizada militancia cristiana dispuesta a viajar y vivir en lugares inhóspitos fue vista por el indigenismo gubernamental como una alternativa nada despreciable para aplicar sus estrategias de política desarrollista e integracionista. Es por ello que el director del Instituto del Aborigen de la provincia de Chaco, Oscar Cervera, invitó a Hagen a iniciar un programa de Asistencia y Desarrollo de las Comunidades Indígenas del Chaco en Nueva Pompeya (Doyle, 1997; Lanusse, 2007; Almirón, et.al., 2013) nombrándola delegada oficial en la zona (Cid, 1992). Entonces, la instalación de la misión contó con el triple respaldo de la congregación, la diócesis y el gobierno provincial. Sin embargo, ello no significó que el grupo misional se adecuara por completo a los parámetros de la política indigenista estatal. Por el contrario, el grupo de voluntarios buscó combinar el trabajo de “promoción del desarrollo” con el apoyo a la organización política y concientización de las familias wichí. Los voluntarios impulsaron la organización de una cooperativa de producción y comercialización de trabajo agrícola, forestal y artesanal; y facilitaron la articulación de formas de comercialización autónomas con las que los wichí pudieran evitar los abusos del puesto de provisiones local.
La experiencia de Nueva Pompeya suele ser rememorada por el espíritu asambleario y la promoción de la organización y la movilización indígena. Los misioneros editaron el boletín informativo y de divulgación Entre amigos para difundir el trabajo realizado (Lanusse, 2007) y facilitar las comunicaciones entre los distintos grupos wichí de la zona.
El grupo misional, por su parte, guardaba una filiación peronista, lo cual fue una fuente adicional de articulaciones con los grupos indígenas. En efecto, desde los momentos fundacionales del peronismo, muchos grupos indígenas chaqueños habían construido lazos cercanos y dinámicas de identificación con ese movimiento político[12].
Lo hecho en Nueva Pompeya fue una referencia central para todos aquellos misioneros interesados en dedicar sus vidas a la “promoción del aborigen”. Fueron varios los sacerdotes, religiosas, seminaristas, laicas y laicos que realizaron estadías en ese paraje (Taurozzi, 2006) y que luego se trasladaron a emprender misiones de pastoral aborigen en otras zonas y localidades del oeste chaqueño, como Villa Berthet, El Sauzalito (ambas en la provincia de Chaco), Laguna Yema, El Potrillo o, también, Ingeniero Juárez (todas ellas en la provincia de Formosa).
La orden de la Pasión de Jesucristo, más conocida como “pasionistas”, cumplió un papel importante en el fortalecimiento del espacio de pastoral aborigen del oeste de Formosa y Chaco. Hacia finales de la década del sesenta, esa orden produjo un viraje en sus estrategias misionales. Por un lado, incitó la participación de jóvenes en sus misiones, como una manera de revitalizar su acción pastoral. Por otro lado, a fin de tener efectos más sólidos de inserción pastoral, intentó concentrar su acción en pocos lugares.
Aprovechando la experiencia de las Hermanas del Niño Jesús en Nueva Pompeya, la orden pasionista encomendó a los sacerdotes Basilio Howlin y Diego “el nene” Soneira (recientemente ordenado) iniciar una misión en ese mismo lugar. A mediados de 1971, se integraron a ese equipo el padre Francisco Nazar y los estudiantes pasionistas Virgilio Ilari –quien, según varios registros, estaba vinculado con la organización político-militar Montoneros– y Roberto Vizcaíno (Taurozzi, 2006). A continuación, Nazar, Vizcaíno y Soneira se trasladaron a Ingeniero Juárez (provincia de Formosa), en donde formaron “un equipo de trabajo para la promoción del aborigen” junto con las Hermanas de la Doctrina Cristiana previamente asentadas allí (Taurozzi, 2006: 285). Gracias a la participación de varios activistas laicos, este grupo pastoral alcazó a actuar en las localidades de Laguna Yema, Campo Bandera, el denominado Barrio Obrero y el “Barrio Viejo” de Ingeniero Juárez.
Otros importantes centros de trabajo pastoral indigenista fueron los emprendidos en Pozo del Tigre, en Formosa; y El Suzalito, en Chaco (noventa kilómetros al noreste de Nueva Pompeya). En el primer caso, la acción de pastoral aborigen se montó sobre el trabajo que desde años anteriores estaban realizando otros grupos católicos en el Barrio Quompi Julio Sosa, en las cercanías de Pozo del Tigre. En el segundo caso, estamos ante una trayectoria de misionalización en la cual fue una comitiva indígena la que buscó a actores eclesiásticos para que fundaran puestos misioneros en sus territorios: un grupo de wichi se acercó a la misión de Nueva Pompeya para pedir que en el espacio donde moraban (conocido como Sipohí; más tarde conformada como localidad de El Sauzalito) se articulara un proyecto de similares características (comunicación personal, Marta Tomé, 2 de enero de 2016, Buenos Aires). Así lo relata la activista laica Marta Tomé, quien fue protagonista central de ese movimiento junto a su compañero Carlos Cavalli. El Sauzalito/Sipohí fue otro de los casos en que grupos indígenas movilizaron estrategias y recursos para la construcción de espacios de misionalización caracterizados por la interacción y la negociación interétnica (Ceriani Cernadas y Lavazza, 2013).
Dado que este tipo de misiones también contó con el acompañamiento de organismos gubernamentales, los agentes de pastoral aborigen no sólo ocuparon una posición intersticial entre el “mundo de los blancos” y los indígenas (Zapata, 2016; Torres Fernández, 2008) (cuya indigenidad contribuían a producir), sino también entre éstos y los espacios estatales y gubernamentales (Leone, 2016).
Las misiones de pastoral aborigen también contaron con el apoyo financiero, logístico y de asesoría de instituciones laicas católicas de gran extensión en la región del NEA como el Instituto de Cultura Popular (INCUPO) y la Fundación para el Desarrollo y Paz (FUDAPAZ). Jean Charpentier, asesor en ambas instituciones y experto en programas de escuelas de la Familia Agrícola, fue frecuentemente recibido en los grupos de pastoral aborigen del Chaco con el fin de adaptar aquella modalidad a las necesidades de los grupos qom, wichi y pilagá. (comuniación personal, Patricio Doyle, 24 de febrero de 2015, Buenos Aires ) Por su parte, como director de INCUPO, Oscar Ortiz acompañó de cerca a estos grupos misionales.
Un elemento a destacar en la conformación de estos espacios de acción indigenista es la densidad de los lazos afectivos y a veces de parentesco dentro de los grupos. Con el paso del tiempo se fueron consolidando vínculos dentro de cada uno de los espacios de misión. Amistades, trayectorias de militancias políticas compartidas, relaciones de pareja y matrimonios contribuían a fortalecer los grupos y encuadrar las sociabilidades de sus miembros. Asimismo, los indígenas eran actores protagónicos en las misiones y los vínculos que éstos mantenían con distintos pueblos y comunidades facilitaron los flujos de información en el espacio chaqueño en su conjunto. En tal sentido, si bien los proyectos de “promoción del aborigen” se caracterizaron por la fragmentación (Zapata, 2016), es posible pensar que ellos conformaron un gran campo misional articulado en forma de red social (Ayala, 2014; Bidart, 2009) con vínculos de tipo “débil” (Granovetter, 1973). La experiencia de Nueva Pompeya funcionó, en un principio, como uno de los principales espacios de condensación de esa red.
Nueva Pompeya, entre organización indígena y represión gubernamental
Hacia finales de los años sesenta, comenzaron a emerger en el nivel nacional destacados referentes indígenas como Eulogio Frites, Elena Cayuqueo, Nimia Apaza y Luis Coliqueo[13]. Ellos eran individuos con fuerte capacidad y destreza para conducir procesos de construcción política, organización y, sobre todo, institucionalización de entidades representativas en los niveles nacional e internacional. El grupo de pastoral aborigen asentado en Nueva Pompeya buscó vincularse con algunos de ellos. Existían reuniones entre la abogada kolla Nimia Apaza, la hermana Hagen y referentes indígenas del Chaco como el líder qom de Pampa del Indio, Nieves Ramírez. La obra de Nueva Pompeya gozaba de miradas elogiosas por parte de estos dirigentes indígenas (Cid, 1992).
El grupo indigenista de Nueva Pompeya contribuyó a concretar, en enero de 1972,[14] el congreso Indígena Regional de Cabá Ñaró (Municipio de Tres Isletas, provincia del Chaco). Asistieron representantes wichí y qom con el objetivo de “unir en una sola organización”[15] a grupos pertenecientes a distintos pueblos originarios en la región chaqueña. Andrés Serbín observa que “el éxito de la cooperativa [de Nueva Pompeya] (…) repercutió en otras comunidades y etnias vecinas, generando una atmósfera de movilización indígena” (Serbín, 1995: 20).[16]
El encuentro interétnico en Cabá Ñaró dio paso a la realización del primer Parlamento Indígena del Chaco (agosto de 1973, Roque Sáenz Peña). El hecho representó “un acontecimiento inédito y, en muchos sentidos, inaugural del movimiento indígena regional”.[17] A instancias de ese parlamento se fundó la Federación Indígena del Chaco (Colombres, 1975; Serbín, 1995), organización que, en poco tiempo, generó vínculos con sectores sindicales y formas de organización campesina y que sostuvo importantes reivindicaciones como el nombramiento de delegados indígenas en la dirección Provincial del Aborigen y la utilización de “los idiomas maternos en las escuelas de las comunidades”.[18]
El acompañamiento que el grupo pastoral de Nueva Pompeya hizo de los procesos de organización indígena en la zona representaba un problema político en el nivel local. En 1972, el mismo fue acusado de tener ambiciones “guerrilleras”. El gobierno dictatorial de 1966-1973 enmarcaba esas acusaciones en el esquema ideológico de la doctrina de Seguridad Nacional, pero detrás de las acusaciones también asomaban razones políticas y económicas de otro tenor: el crecimiento de la cooperativa significó que muchos wichí pudieran trabajar allí de forma continua a lo largo del año. Consecuentemente, las chacras de los alrededores de Juan José Castelli vieron reducida la oferta de brazos indígenas disponibles para la cosecha del algodón (Iñigo Carrera, 1998). Las quejas de los productores rurales no tardaron en hacerse escuchar y la Federación Agraria local presentó reclamos ante los gobiernos provincial y nacional para que el grupo de voluntarios católicos fuera desalojado (Colombres, 1975).
Simultáneamente, comenzaron a cristalizarse diferencias entre el grupo de Nueva Pompeya y la Dirección del Aborigen del Chaco respecto de cómo abordar la acción indigenista. Desde cierta perspectiva, los conflictos fueron la manifestación de diferencias “entre una política paternalista del Estado provincial y las prácticas de organización y desarrollo autónomo que se habrían sostenido en Nueva Pompeya” (Almirón, et.al., 2013: 16). Pero, tal como fue planteado en su momento en las páginas de la revista El Descamisado,[19] las discrepancias entre la Cooperativa de Nueva Pompeya y la Dirección del Aborigen también merecen explicarse a partir del plan Agrex y las tensiones que el mismo representó en cuanto a la posesión y uso de la tierra. El plan Agrex intentaba crear en la zona un complejo agro-industrial en beneficio de varias empresas norteamericanas y la familia presidencial Lanusse (Ferrara, 2007).
Cuando en septiembre de 1973 la Federación Indígena del Chaco se movilizó a la plaza central de Resistencia (capital de la provincia de Chaco) reclamando la renuncia del director provincial del Aborigen, el grupo indigenista de Nueva Pompeya acompañó de cerca la acción y brindó a los manifestantes vehículos de INCUPO para facilitar el transporte y la logística.[20] La respuesta gubernamental fue una “política de asfixia a la cooperativa de trabajo de Nueva Pompeya”[21] que, entre otras cosas, redujo las autorizaciones de venta de sus productos (Lanusse, 2007). Acusaciones de dudosa veracidad (promover actos guerrilleros, falsificar firmas, vender postes sin autorización gubernamental, realizar actos de violencia contra otros grupos de “promoción aborigen” de la zona) fundamentaron el encarcelamiento de quince miembros de la cooperativa (entre ellos, su líder, Guillermina Hagen). Sectores del peronismo de izquierda se pronunciaron en defensa de los detenidos; la revista El Descamisado[22] denunció la situación[23] y diez diputados peronistas de la rama juvenil del Frente Justicialista para la Liberación (FREJULI) reclamaron por la libertad de estos presos políticos.[24] Las tensiones entre el grupo Nueva Pompeya y el gobierno provincial corrieron parejo con una creciente repercusión mediática del conflicto.[25] Finalmente, con el visto bueno del propio gobernador provincial, la cooperativa de Nueva Pompeya fue intervenida militarmente (Taurozzi, 2006). El grupo de trabajo se disolvió y Hagen se exilió en Perú en 1974.
La resonancia adquirida por el caso de Nueva Pompeya en los niveles local y nacional contribuyó a construir un relato de memoria de esa iniciativa pastoral como un fenómeno único y particular. En muchos aspectos, lo fue. Sin embargo, también es preciso observar que formó parte de un espacio social mucho más extenso en el que la politización y el impulso a la organización indígena fue una constante.
Una red pastoral para la “liberación del indígena”
Como dijimos, el espíritu de renovación conciliar afectaba al conjunto de las misiones que componían la red de pastoral aborigen de la región. Todas ellas se pronunciaban en favor de convertir al pobre en “agente de su propia liberación” y “sujeto de su propia historia”. Fueron misiones fuertemente interpeladas por la Declaración de Barbados[26], en la cual la “liberación del indígena” y el abandono de las prácticas misioneras “cómplices de la colonización de los Estados” se instalaron como consignas de primer orden.
Capacitar y formar “líderes comunitarios” fue un objetivo siempre presente entre estas misiones. Desde el inicio la JUM buscó trabajar “con los líderes naturales y los grupos directivos de las comunidades elegidas”[27]. El desafío radicaba en “encontrar” a aquellos individuos que –a juicio de los agentes de pastoral– tuvieran mayores y/o mejores aptitudes para transformarse en “líderes comunitarios”, e impulsar entre los indígenas la “toma de consciencia de su situación como sector marginado” y “la creación de un espíritu solidario y mancomunado[28]. La formación de “agentes sanitarios” indígenas era propuesta como un modo de empoderamiento de los sujetos y la alfabetización era pensada como una forma de concientización social, histórica y política.
Un espíritu semejante se observaba entre las misiones de pastoral aborigen católicas. En El Sauzalito, la incorporación de auxiliares wichí que colaboraban con los docentes no indígenas abrió caminos prontos para la conformación de modos de enseñanza bilingüe orientada a revalorizar la cultura y la identidad propias (Almirón, et.al., 2013). Relatos referidos a la experiencia de Ingeniero Juárez indican que se buscaba plantear un tipo de escuela que sirviera para concientizar a partir de la alfabetización en lengua materna (comunicación personal, Ernesto Stechina y Beatriz Cravero, 4 de julio de 2013, Buenos Aires).
La represión sobre Nueva Pompeya impactó en el desarrollo posterior de las misiones de pastoral aborigen de la región. Una vez exiliada Guillermina Hagen y terminada la experiencia de pastoral de Nueva Pompeya, esta localidad dejó de ser una referencia de aprendizaje y formación para los agentes indigenistas de la región. En su lugar, las iniciativas de “promoción aborigen” de Ingeniero Juárez y El Potrillo pasaron a cumplir un rol preponderante, sobre todo entre los grupos misionales católicos. Con ello, el espacio principal de condensación de la red se trasladó del sur al norte del río Bermejo; y del oeste de la provincia del Chaco al oeste de la provincia de Formosa. La figura de Francisco Nazar pasó a ocupar un lugar referencial.
Durante los años sucesivos, los agentes de pastoral aborigen de El Potrillo organizaron visitas de médicos desde Buenos Aires, consiguieron provisiones relativamente continuadas de medicamentos e impulsaron la construcción de una sala de primeros auxilios recurriendo al apoyo gubernamental. Este espacio de misionalización llegó a funcionar como Centro Intermedio de Supervisión Zonal de todos los agentes de salud del departamento de Ramón Lista[29]. Al mismo tiempo, se intentó articular la variedad de iniciativas del noroeste formoseño bajo la forma de un único programa de acción denominado Proyecto de Comunidades Aborígenes del Pilcomayo (PROCAPIL). Si bien no se consolidó, el proyecto sirvió para dar un marco formal a la incorporación de nuevos miembros a los equipos de pastoral de la zona. En agosto de 1973, unos catorce agentes sanitarios laicos se incorporaron a ese proyecto, asentándose en Ingeniero Juárez, El Potrillo y otros espacios aledaños de misión.[30]
Los años 1974 y 1975 mostraron una creciente represión política en el país que desembocaría, en 1976, en la dictadura más cruenta que conoció la sociedad argentina (24 de marzo de 1976 - 10 de diciembre de 1983). A pesar de ello, los grupos de pastoral aborigen de Chaco y Formosa ensayaron estrategias para dar continuidad a sus acciones. Así consiguieron que en 1976 se instalara un nuevo equipo pastoral en Laguna Yema para trabajar con un grupo de trescientas personas en la alfabetización, creación de huertas familiares, promoción de la salud y la documentación de los nativos[31]. En ese mismo momento, el equipo asentado en Ibarreta profundizó sus programas de alfabetización y “servicios al aborigen”; [32] los agentes de pastoral de El Potrillo impulsaron la realización de cursos de cooperativismo; y en Ingeniero Juárez cobró forma un programa orientado a generar “una capacitación humano-técnica, sentando las bases mínimas para caminar hacia la organización comunitaria”.[33]
El respaldo de los obispados y las iglesias se combinaba con diálogos y alianzas puntuales con organismos estatales que, en nombre de programas educativos o sanitarios, sustentaban la intervención pastoral. Entonces, los agentes de pastoral ensayaron estrategias que sintonizaran –o al menos no se presentaran como profundamente disruptivos– respecto del propósito indigenista imperante en el régimen militar. Enfocar las energías en el desarrollo agrario, la atención de la salud y la educación permitía trabajar en esa dirección. Asimismo, como señala Marta Tomé, los agentes de pastoral se vieron obligados a “disfrazar” la formación de cooperativas presentándolas como creación de asociaciones civiles, una figura mucho menos peligrosa en el aquel complejo escenario político del país (comunicación personal, Marta Tomé, 2 de enero de 2016, Buenos Aires).
Este tipo de desplazamientos y reacomodamientos ayudan a entender que, incluso en los años más duros de la dictadura, existiera una gran circulación de indígenas y agentes de pastoral entre los puntos de misión, realizando encuentros y capacitaciones, impulsando la organización comunitaria. Tal es el caso, por ejemplo, de la creación de la asociación civil “Comisión Vecinal Barrio Obrero” (conformada por 262 miembros) para distintos proyectos productivos de índole colectiva[34]. En ese tiempo, además de impulsar la organización comunitaria local, la tarea de los agentes de pastoral buscó formar referentes locales y promover articulaciones intra e inter pueblos. Los agentes de pastoral se ocupaban de que referentes indígenas de distintas comunidades de la zona viajaran a la sede central de INCUPO, en Reconquista (provincia de Santa Fe), para asistir a cursos en el Centro de Capacitación de Líderes (CECAL).
En 1978, surgió dentro de esta red de pastoral aborigen la voluntad de crear un centro semejante en la provincia de Formosa para así evitar costosos, largos y difíciles traslados hacia Reconquista. Con el asesoramiento del CECAL, fue organizado el Centro de Capacitación Zonal (CECAZO), que se ubicó en la localidad de Pozo del Tigre[35], a pocos metros de la Ruta Nacional 81, facilitando la accesibilidad desde los distintos puntos de misión. Fueron ideadas dos líneas de trabajo: la creación de comunidades eclesiales de base (CEBs), conformadas en su mayoría por “criollos”; y la formación de comunidades aborígenes (CABs). Sin embargo, a poco de andar, la línea de las CABs fue la que se afirmó.
El CECAZO contó con el apoyo de INCUPO. Miembros protagónicos de este instituto como Oscar Ortiz, Guillermo Starlinger y Jean Charpentier fueron enfáticos promotores de su creación y desarrollo. Contó también con financiamiento de la Obra de Beneficencia Episcopal Misereor[36] que le permitió funcionar como lugar de consulta y asesoría para la gestión de trámites de conformación de asociaciones civiles, organización cooperativa o registro de personerías jurídicas entre los distintos grupos de misión pastoral de la zona.
Recordando la manera en que el CECAZO contribuyó a fortalecer los vínculos dentro de la red de pastoral aborigen local, la activista laica Mabel Quinteros señala:
En esos pueblos había siempre alguien que era tu referencia: o unas monjitas, o un cura, o una misionera. Entonces, los que tenían camioneta, que casi siempre los curas y las monjas tenían una camioneta, se comprometían a traer a la gente a [Pozo del] Tigre. Nosotros, [los laicos,] con INCUPO y alguna otra [institución], poníamos la comida, por ejemplo. O pagábamos el colectivo de los que podían venir en colectivo; organizábamos el tema de dormir, de comer (comunicación personal, Mabel Quinteros, 27 de mayo de 2013, Buenos Aires).
Encuentros de Hermanos y organización indígena regional
Al iniciar la década de 1980, comenzaron a organizarse en el CECAZO reuniones continuadas entre indígenas y agentes de pastoral de la región chaqueña bajo el nombre de “Encuentros de Hermanos”. El primero de estos encuentros se concretó en noviembre de 1981; siguieron otros encuentros durante toda la década. Asistían a estas actividades referentes indígenas oriundos de El Potrillo, Campo Bandera, Ingeniero Juárez, Laguna Yema, Las Lomitas, El Porteñito, San Martín II, Qompí (Pozo del Tigre), Cacique Coquero, San Nicolás e Ibarreta, entre otros. En tales encuentros, además de discusiones, los asistentes compartían momentos de socialización de diverso tipo. Las comidas y los espacios de alojamiento incubaban lazos de solidaridad e incluso amistad.
Antes de cada encuentro un “equipo coordinador” definía las temáticas a ser abordadas y las dinámicas de trabajo. En general, un agente de promoción (laico/a o religioso/a) inauguraba el encuentro con una exposición que retomaba los temas abordados en la última reunión y, a continuación, los asistentes eran organizados en grupos según sus lugares de pertenencia para trabajar en torno de consignas asignadas. Luego las reflexiones alcanzadas en los grupos eran expuestas en un plenario de conjunto.[37] Los contenidos de los Encuentros de Hermanos eran plasmados en “cartillas” elaboradas siguiendo criterios pedagógicos y mimeografiadas. Con ellas se buscaba que los referentes asistentes al encuentro pudieran replicar en sus comunidades de origen las reflexiones alcanzadas. Así los encuentros facilitaban la articulación de un novedoso espacio de organización indígena regional. Rememorando el período, Mabel Quinteros relata:
Guillermo [Starlinger] (que ya falleció) nos decía `¡por favor! De Pozo del Tigre lleven noticias a [Las] Lomitas, de [Las] Lomitas lleven noticias a [Ingeniero] Juárez. ¡Esta gente no se está comunicando!´ (…), entonces nosotros íbamos llevando noticias de un lado para el otro, y así fuimos empezando a que se comunicaran y se reunieran (comunicación personal, Mabel Quinteros, 27 de mayo de 2013, Buenos Aires).
Con este tipo de intervenciones, los agentes de pastoral aborigen contribuyeron a afirmar entre los nativos sentidos de pertenencia grupal y consciencia histórica de diferenciación cultural y reflexión identitaria. Así eran fortalecidas categorías identitarias como “comunidad” y/o “pueblo” y se recreaban formas diversas de comunalización (Brow 1990). Como señaló Torres Fernández (2008: 175) para el caso de procesos de misionalización anglicanos, estas prácticas articularon mecanismos homogenizadores, tendientes a la “integración” de los indígenas a la comunidad nacional, pero también –al mismo tiempo– mecanismos diferenciadores orientados a producir un “nosotros aborigen”. Así era apelada la necesidad de crear lazos entre “comunidades” de la zona así como entre los distintos pueblos originarios de la provincia e inclusive del país.
La cartilla correspondiente al tercero de los Encuentros de Hermanos (1983) planteó:
Nosotros, los aborígenes, tenemos una sola raíz aunque hablemos idiomas diferentes (…) Tenemos que escribirnos cartas, animarnos entre nosotros, y mostrar la unidad entre los distintos grupos: wichi, pilagá, toba, y también las otras comunidades aborígenes que están en todo el país.[38]
También el lugar de la mujer fue temática frecuente en este espacio de acción pastoral. El Encuentro de Hermanos de 1981 incorporó la cuestión de la mujer como problematización, y en 1983 tuvo lugar la primera reunión de mujeres wichi y pilagá de Formosa[39].
Los agentes de pastoral aborigen promovieron entre los nativos procesos de agregación de demandas políticas; buscaron potenciar la adopción de planteos políticos por parte de los nativos y generar espacios de militancia política indígena. En palabras de los agentes de pastoral, se trataba de establecer “un diálogo” con “lo indígena” buscando
hacer tomar consciencia a la gente; consciencia de que son personas, que son razas, lo más lindo que tenemos en América (…) que ellos descubran la vuelta a su cultura, y (…) que sobrepasen su pequeño pueblo y [puedan] ver todos sus hermanos.[40]
En las cartillas surgidas de estos encuentros eran frecuentes las expresiones sobre la “necesidad de organizarse” y “la importancia de la organización”. Con reminiscencias de la idea cristiana de peregrinaje, aparece la expresión “caminar juntos”, aludiendo así a la urgencia de coordinar esfuerzos y avanzar colectivamente en las luchas políticas por la tierra o por los derechos. En el trabajo con las CABs, categorías identitarias como “comunidad” “pueblo indígena” y/o “pueblo indígena argentino” devenían categorías de reivindicación política.
No es fácil captar el impacto que estas iniciativas alcanzaron entre los indígenas “destinatarios” de la obra pastoral, pero permiten suponer algo de ello. En el Encuentro de 1981, pueden leerse reflexiones de gente wichí que señalan: “yo no soy cacique, ni representante, ni Comisión Vecinal. Falta organización en ese lugar [de] dónde venimos”.[41] O también: “hay hermanos que dicen que no hay Comisión donde él vive, entonces es difícil conseguir tierras”.[42] En la misma línea, una memoria del equipo pastoral asentado en Laguna Yema detalla que el grupo de indígenas que en 1981 asistió al Encuentro de Hermanos realizado en el CECAZO “descubr[ió] la necesidad de unirse a otros para la lucha ya que solos no pueden hacer nada”.[43] Precisamente allí, en Laguna Yema, ante la visita del gobernador (interventor) de la provincia, los agentes de pastoral buscaron “reflexionar con la gente qué necesidades le íbamos a plantear” e incluso se esforzaron en cristalizar esas reflexiones en demandas concretas. Al respecto, la referida memoria sostiene que los habitantes de este paraje
decidieron presentar una sola cosa: Necesitamos tierra, para vivir allí, para sembrar, para criar animales… Se solicitaron 2000 has. Entonces se forma un grupito con vistas a ser comisión. Muy inestable. Se sigue, a pesar de todo. Se va viendo la necesidad de organizarse para el bien de la comunidad.[44]
Considerando estos elementos es posible pensar que aquellas formas incipientes de organización local proveyeron un terreno fructífero para el crecimiento de la organización política indígena en la región chaqueña durante los años inmediatamente posteriores al final de la dictadura.
En Formosa, a principios de 1983, con la ayuda de algunos agentes de pastoral aborigen, los “tobas del oeste”[45] llevaron a cabo relevamientos territoriales que reconstruyeron la memoria histórica de las familias del lugar y las tradujeron en minuciosos mapeos de las áreas de caza, recolección y pesca. Estos grupos elevaron un reclamo al Estado formoseño por 90 mil hectáreas al tiempo que afirmaron su derecho sobre otras 120 mil ubicadas en territorio paraguayo (de la Cruz, 1995; Spadafora, Gómez y Matarrese, 2010). Los inminentes sufragios nacionales y provinciales hicieron que la atención parcial de este tipo de reclamos ingresara en la agenda de candidatos electorales y partidos políticos.[46]
El Partido Justicialista fue el que mayor cercanía mostró con las demandas indígenas, de allí la referida histórica afinidad que los indígenas chaqueños mantuvieron con el peronismo. El candidato peronista a gobernador provincial, Floro Bogado, entendió que, para fortalecer las fidelidades electorales de los indígenas debía vincularse con los indigenistas eclesiásticos de la zona del centro y del oeste provincial (comunicación personal, Ernesto Stechina, 4 de julio de 2013, Buenos Aires ). Durante la campaña electoral, él y su esposa Adriana Bertolotti (candidata a diputada por el mismo partido) visitaron distintas localidades de la provincia en las que la red de pastoral aborigen tenía arraigo territorial y establecieron diálogo con los grupos vinculados al CECAZO.
Tal como observaron Spadafora, Gómez y Matarrese (2010: 245)
los primeros años de la década de 1980 son recordados por los viejos dirigentes tobas [de Formosa] como un momento de protagonismo político para los indígenas y de emergencia de nuevas relaciones entre ellos y los “líderes blancos” –los políticos, los funcionarios, los militantes del partido radical y peronista.
Los agentes de pastoral de la zona tuvieron una injerencia significativa en ese proceso. En efecto, el Encuentro de Hermanos de julio de 1983 estuvo centrado fundamentalmente en la cuestión de la apertura democrática y las intercomunicaciones posibles entre los referentes indígenas y los partidos políticos. Un cuadernillo utilizado en ese encuentro estuvo específicamente dedicado a “la política”. En él se explicaba qué era un partido político, qué era el voto, cuáles eran los partidos políticos existentes en la provincia, cuáles los principales candidatos para las inminentes elecciones a gobernador, qué plataformas electorales contemplaban derechos indígenas y qué tipo de derechos planteaban.
En abril de 1984, el principal diario local, La Mañana, publicó una entrevista a Francisco Nazar. En ella el párroco pidió a los gobernadores “una legislación cada vez más adecuada” para “el normal desarrollo de las comunidades aborígenes”[47]. Ese mismo mes el gobierno impulsó la formación de una comisión en la que siete representantes indígenas de cada una de las tres etnias reconocidas en la provincia (wichí, qom y pilagá)[48] oficiaran de contralores y asesores del poder ejecutivo en la elaboración de un proyecto de “ley aborigen”.[49] En virtud de su número total de miembros, se la denominó “Comisión de los 21”. Acompañando las actividades de esta Comisión, los agentes de pastoral aborigen formoseños promovieron encuentros de referentes políticos indígenas destinados a debatir las reivindicaciones que debían ser incorporadas en la ley. El primero de ellos tuvo lugar en la ciudad de Formosa entre el 21 y el 24 de mayo. El segundo, en la localidad de Ingeniero Juárez entre el 14 y el 15 de julio, bajo el lema “Tierra y pensamiento aborigen”.
La acción mancomunada entre indigenistas eclesiásticos y referentes indígenas generó formas de organización política con cierta capacidad de presión sobre los poderes ejecutivo y legislativo de la provincia. Así, cuando el 11 de julio de 1984, el gobernador Bogado –en forma un algo precipitada– entregó a la legislatura provincial el proyecto de ley Integral del Aborigen, los agentes de pastoral se esforzaron en organizar un tercer encuentro –el cual se llevó a cabo en la ciudad de Formosa durante los días 25, 26 y 27 de julio– para que el proyecto de ley fuera analizado minuciosamente por los referentes indígenas de la provincia. Entonces, abogados convocados por los agentes de pastoral aborigen se ocuparon de explicar “punto por punto” los artículos del proyecto de ley y tomaron nota de las propuestas de modificación hechas por los líderes indígenas.[50]
El 31 de julio de 1984 estaba previsto el tratamiento legislativo del proyecto de “ley aborigen”. Unas dos mil personas se movilizaron por las calles de la capital provincial tras el lema “Pueblos aborígenes unidos y de pie” y se instaló a las puertas de la legislatura provincial. El presidente de la “Comisión de los 21”, Manuel Chascoso, cerró el acto con un discurso en nombre de los pueblos originarios de la provincia y entregó una lista de modificaciones del proyecto de ley que seguía las ideas debatidas en el encuentro de referentes indígenas realizado pocos días antes. Las modificaciones fueron incorporadas y la ley finalmente sancionada se convirtió en un antecedente de primer orden en el desarrollo posterior de la política indigenista del Estado argentino (GELIND, 2000). En gran medida la movilización estuvo nutrida por miembros de las comunidades wichí, qom y pilagá[51] de Pozo del Tigre, El Sauzalito, Laguna Yema, Ingeniero Juárez, Ibarreta, entre otras. Los agentes de pastoral aborigen de esos parajes se ocuparon de garantizar los recursos logísticos necesarios para que eso fuera posible. El lento proceso de organización comunitaria, “concientización” política, y fortalecimiento de lazos comunitarios impulsados por los agentes de pastoral aborigen durante más de una década mostró entonces un efecto concreto que sería injusto menospreciar.
A modo de cierre
El artículo describió y analizó la creación de una red de pastoral aborigen en la región del Chaco argentino desde finales de los años 1970 hasta principios de los ochenta y las relaciones que estos sectores del cristianismo liberacionista mantuvieron con grupos y referentes indígenas locales. Se intentó demostrar que tales relaciones no se restringieron al conocido grupo pastoral organizado por la Hermana Guillermina Hagen, sino a un fenómeno observable en un cúmulo bastante amplio de misiones de pastoral aborigen de la región.
En Nueva Pompeya, el trabajo de concientización y el apoyo a la organización indígena hecho por los voluntarios del Obispado había desembocado, como vimos, en la generación del Primer Parlamento Indígena del Chaco y luego en la de la Federación Indígena Chaqueña. Pero la existencia de una red social de trabajo pastoral en nombre de “la liberación del indígena” habría permitido que, a pesar de las represiones sufridas por el grupo de Nueva Pompeya y su definitiva desarticulación, los procesos de organización y politización indígenas continuaran a lo largo de toda la década de 1970. Así se comprende que, hacia 1983 y 1984, una red de militancia indígena pudiera intervenir con efectividad en los rumbos de la política indigenista del gobierno provincial. El trabajo de organización comunitaria en la provincia de Formosa por medio del CECAZO tuvo un efecto de politización indígena ciertamente distinto al observado en torno de Nueva Pompeya en la provincia de Chaco. Los contextos políticos de una y otra experiencia eran claramente diferentes. Sin embargo, el análisis histórico muestra importantes semejanzas entre ambos casos.
Quedan muchas otras aristas por profundizar. Por el momento baste decir que reconocer a la pastoral aborigen como sujeto colectivo –y particularmente la red social generada en la región chaqueña durante los años setenta– abre líneas de indagación sobre los procesos históricos de organización del movimiento indígena que merecen ser atendidas.