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Sociedad y religión

versão On-line ISSN 1853-7081

Soc. relig. vol.29 no.52 Ciudad Autónoma de Buenos Aires out. 2019

 

Dossier

La historia lacrimógena, la diáspora antes de la diáspora y los peligros de estudiar exclusivamente a los judíos

Lachrymose History, Diaspora before Diaspora and the dangers of studying exclusively the Jews

Rodrigo Laham Cohen1 

1IMHICIHU-CONICET, UBA, UNSAM

Resumen

En este trabajo se exploran las razones por las cuales la perspectiva lacrimógena de la historia judía no es productiva para las investigaciones históricas. Con tal fin se problematiza la noción de diáspora como situación contingente y forzada,poniendo de relieve comunidades que, al menos para los períodos antiguo y temprano medieval no dejaron testimonios de una percepción negativa de su situación diaspórica (o siquiera la percibieron como diaspórica). Por otro lado, en el artículo se alerta sobre los riesgos de investigar a los colectivos judíos como entidades aisladas, principalmente en relación a observar la historia judía como extraordinaria, sin tener en cuenta que, en las mismas espacialidades y temporalidades, otros grupos también padecieron penurias.

Palabras clave judaísmo; perspectiva lacrimógena; diáspora; interacción

Abstract

In this paper I analyze why the lachrymose perspective of Jewish history is not productive in the historical research. For that purpose, I problematize the notion of the diaspora as a contingent and forced situation, highlighting communities that, at least for late antiquity and the early Middle Ages, did not leave testimonies of a negative perception of their diasporic situation (or they did not even perceive their situation as diasporic). On the other hand, I remark the risks of studyingJewish groups as isolated entities, an approach that can lead to the notion that Jewish history is extraordinary, leaving aside that, in the same geographical and chronological coordinates, other groups also suffered hardships.

Keywords Judaism; Lachrymoseperspective; diaspora; interaction

Introducción

Muchas discusiones en las cuales se pone en tela de juicio la concepción lacrimógena de la historia judía terminan en enojadas y dolorosas enumeraciones que incluyen el exilio babilónico, la destrucción del Segundo Templo, las matanzas en las Cruzadas, la expulsión de España, la Inquisición, los pogromos y la Shoá, entre otros eventos dolorosos (y verificados). En rigor de verdad, Inquisición y Shoá son las dos más repetidas, al menos en las discusiones que he enfrentado en la Argentina del siglo XXI.

Ciertamente la mayor parte del mundo académico ya ha dejado atrás la perspectiva lacrimógena. Lo ha hecho en virtud del estudio concienzudo de fuentes pero, sobre todo, de la contextualización de la historia de los judíos, no solo en sus especificidades en el marco de un arco temporal inmenso y una dispersión geográfica amplísima, sino también en relación a los sufrimientos que otros colectivos (religiosos, sociales, políticos) han padecido en cada período. El peligro de la historia lacrimógena es que solo pone el foco en el conflicto y en el dolor y deja de lado otros aspectos de la historia de aquellas personas que se definieron como judíos y judías (o fueron definidos así por otros y otras) durante centurias.

No vengo a afirmar aquí que no ha existido sufrimiento. ¿Quién negaría que la brutal masacre de millones de judíos durante la Shoá no representa uno de los momentos más oscuros de la humanidad? No se trata de minimizar los períodos violentos y terribles de la historia judía sino de evitar que tales hitos tiñan toda nuestra perspectiva de la historia de los judíos. Busco poner de relieve que enfocar exclusivamente la marginación, la segregación y la violencia, implica dejar de lado cientos de experiencias vitales que involucraron a grupos judíos que se desarrollaron felizmente (tan “felizmente” como otros grupos contemporáneos) durante siglos. Me excuso por el uso laxo de términos como dolor, sufrimiento, felicidad y alegría, pero es precisamente en el campo semántico de tales palabras donde se juega el debate con la perspectiva lacrimógena, sobre todo en el ámbito comunitario.

Imaginemos que en 500 años un historiador dice que en aquel país que entre el siglo XIX y el XXI se llamó Argentina, los judíos vivieron discriminados y atormentados. Muestra hitos contundentes e innegables: La Bolsa de Julián Martel, la Semana Trágica, restricciones migratorias entre las décadas del ’30 y del ‘50[1], actos de vandalismo en cementerios judíos, desaparición de judíos durante la dictadura del ’76[2], atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA en los ’90[3] y diversas declaraciones antisemitas hasta bien entrado el siglo XXI. Todo ello, en un texto bien escrito, podría convencer al lector/ade que fue angustiante ser judío entre los siglos XIX y XXI. Ello ocultaría, no obstante, que en mis 35 años de vida solo fui una vez hostilizado por ser judío (por un borracho, cuando era un niño y salía de la sinagoga) y nunca un proyecto personal recibió un freno por el mero hecho de portar un apellido claramente judío. Compárese mi sufrimiento (en carácter del judío) con la cantidad de acosos, insultos y humillaciones que sufre una mujer promedio en 35 años. O con los rechazos y discriminaciones que padece una persona nacida y criada en la villa 1-11-14. No quiero extenderme demasiado aquí, pero solo intento demostrar que la historia lacrimógena del futuro que hemos imaginado, torna mi vida un calvario que no he vivido (al menos no por ser judío).

Este artículo tiene por objetivo, entonces, explicar por qué la perspectiva lacrimógena es riesgosa al momento de reconstruir la historia de los judíos. Para tal fin, en primer lugar pondré el foco en la construcción de la diáspora como un elemento siempre negativo, situación que contrasta con lo que la documentación de diversas diásporas nos indica. Por otra parte, y estrechamente asociado a lo anterior, consideraré que el estudio de los grupos judíos de modo aislado contribuyó fuertemente a la construcción de la imagen lacrimógena que ha llegado hasta nuestro presente. Dado que soy un historiador de la Antigüedad Tardía, la mayor parte de mis ejemplos se limitarán a los períodos antiguo, tardoantiguo y temprano medieval.

La historia lacrimógena dentro y fuera del ámbito académico

Mucho se ha escrito ya de lo que fue denominado por sus críticos la perspectiva lacrimógena de la historia judía. En la década del ’20 del siglo pasado, Salo Baron (1928: 526) se opuso a tal vertiente afirmando: “seguramente ya es tiempo de terminar con la teoría lacrimosa del dolor pre-revolucionario y adoptar una mirada más acorde a la verdad histórica” (traducción propia)[4]. Baron se oponía al tipo de relato que había constituido la historia judía moderna, la Wissenschaft des Judentums, movimiento nacido en el siglo XIX que impulsó el uso de herramientas críticas, tomadas de las cienciashumanas de su tiempo, al momento de estudiar la cultura y la historia judía[5]. Entre sus más prominentes miembros, resaltaba Leopold Zunz (1794-1886), quien tendía a ver a la historia de los judíos como una sucesión de hechos catastróficos. También Heinrich Graetz (1817-1891) enfatizaba, en sus textos, el sufrimiento judío como elemento omnipresente de su historia.

Existían antecedentes de tal perspectiva, por supuesto. Antecedentes que se basaban en eventos específicos y también en tradiciones que se repetían una y otra vez. Dentro del campo judío se hallaban relatosque narraban vivamente –desde la Primera Cruzada– matanzas, conversiones forzadas y expulsiones. Pero incluso antes, algunas líneas (no todas, como veremos) escritas por los rabinos que habían constituido los Talmudim, tanto el de Jerusalén (compilado en Galilea ca. V e.c.) como el de Babilonia(compilado en Mesopotamia ca. VI e.c), enfatizaban los sufrimientos de Israel y los padecimientos que implicaba vivir en la diáspora[6]. No olvidemos, sin embargo, que el relato rabínico fue escrito con el fin de presentar a estos como los únicos herederos del judaísmo y, en tal línea, su propio armado tendía a relegar el lugar de las comunidades judías diaspóricas (excepto la babilónica, uno de sus lugares de residencia). Si retrocedemos aún más, la Torá también refiere a eventos dolorosos y considera generalmente la vida fuera de la Tierra Prometida como algo negativo (si bien presenta a Abraham como un habitante de Ur y pone en tensión la idea de autoctonía)[7].

Es interesante señalar que también el discurso cristiano produjo la idea de los judíos como un pueblo destinado a padecer. Quienes habían rechazado a Jesús no podían tener otro destino que el de ser un pueblo sin tierra, seguridad ni tranquilidad. Un colectivo obligado a sufrir por haber osado asesinar a Dios[8].

No voy a profundizar más, por economía de espacio, en los orígenes de la mirada lacrimógena. Sí me parece necesario remarcar que ya era una perspectiva consolidada (e incipientemente criticada) a principios del siglo XX. Si bien la Shoá pudo haber potenciado –porque efectivamente fue un evento atroz– la mirada lacrimógena, esta fue lentamente desplazada del ámbito académico, al menos del especializado[9]. Ha sido rechazada para los períodos antiguo y tardoantiguo al punto que ya se habla de un paradigma excesivamente optimista que está presentando la vida de los judíos y judías del períodocon matices excesivamente positivos[10].

Ahora bien, en un gran número de personas –sobre todo en el ámbito de la comunidad judía– la noción lacrimógena continúa como una verdad inapelable. Es tal el impacto de esta idea que incluso se puede escuchar que los judíos que viven en Israel actualmente (con Estado, educación y ciertas dosis de seguridad social), continúan (como sus antepasados) sufriendo intensamente a causa del conflicto con los palestinos, olvidando que del otro lado de la Línea Verde la gente sufre bastante más.

Ahora bien, entre los aspectos más importantes de la mirada lacrimógena se encuentra la noción de diáspora como forzada. La propia Real Academia Española, en su primera acepción del término diáspora, muestra la carga que adquirió en el español actual (siempre según la RAE, claro): “Dispersión de los judíos exiliados de su país”. La definición implica un exilio y un país (¿Canaán? ¿Judea?¿Palestina?¿El Estado de Israel?) que siempre opera como punto de anclaje.Veamos, ahora, algunos ejemplos que muestran “exilios” voluntarios e, incluso, deseados.

Diásporas felices

Cuando el escritor Shmuel Agnon recibió el Premio Nobel de Literatura en 1966, sostuvo que: “como resultado de una catástrofe histórica en la cual Tito, rey de Roma, destruyó Jerusalén y exilió a Israel de su tierra, yo nací en una de las ciudades de la diáspora (golá)[11]. Pero siempre me he considerado como alguien que ha nacido en Jerusalén[12].”

Agnon (1888-1970), nacido en Buchach (actual Ucrania), era ya portador de la ciudadanía israelí. Sionista de primera hora y contemporáneo de la Shoá, expresa claramente la idea de lo contingente de su nacimiento en una ciudad externa a la Tierra Santa[13]. Ciertamente, desde la caída del Segundo Templo muchas voces judías –no todas, como veremos– establecieron una asociación entre diáspora, contingencia y sufrimiento. El lugar de los judíos era Israel; lo restante, fruto de la catástrofe. Insisto en que este relato coincide en varios puntos con el que construyó el cristianismo temprano en torno al castigo por no haber reconocido en Jesús a Cristo. La obra de Eusebio de Cesárea, en un tiempo tan temprano como el siglo IV, es muestra clara de ello[14].

Pero la cita de Agnon porta, también, otra idea común en el mundo historiográfico anterior al siglo XX, aún extendida entre muchos judíos (y no judíos): El nacimiento de la diáspora como producto exclusivo de la destrucción del Segundo Templo por Tito en el 70 e.c. Aquí vale la pena mencionar, entonces, algunos ejemplos que he seleccionado para poner de relieve dos cuestiones: 1) la “diáspora” empieza antes y no por un acto de expulsión; 2) hubo diásporas “felices”, al menos en ciertos períodos.

El caso que mejor documenta ambos aspectos es el del judaísmo alejandrino entre los siglos III a.e.c y II e.c. Como suele ocurrir para los períodos Antiguo y Medieval (aunque con diferencias, según el caso), no poseemos tantas fuentes como desearíamos. Para lo que se suele denominar judaísmo helenístico en Egipto, contamos con testimonios epigráficos, papirológicos y literarios, aunque no muchos de ellos nos hablan, en primera persona, sobre la percepción que los judíos poseían de la tierra en la que vivían y de los tiempos que corrían[15].

Existen, no obstante, algunos elementos que nos ayudan a comprender que los judíos que habitaban en el Egipto helenístico vivían su diáspora con alegría –por decirlo de algún modo– y un grupo importante de ellos no aspiraba a retornar a Palestina, incluso en un tiempo en el que en Jerusalén se encontraba en pie el Gran Templo donde residía, según la mayor parte de las miradas judías de aquella temporalidad, el espíritu divino.

Un primer aspecto a resaltar es el idioma. Los judíos de Egipto habían adoptado el griego como idioma. Ciertamente, en la Palestina helenística el griego también fue una lengua presente, pero no en la magnitud que podemos verificar en Egipto. A tal punto el griego penetró en la cultura judía local, que la mayor parte de los textos que poseemos, escritos por judíos egipcios, fue confeccionada en tal idioma. Lentamente el griego adquirió el carácter de lengua sagrada y la traducción de la biblia a tal idioma representó un hito para la comunidad local. Todos los años, según nos cuenta Filón de Alejandría, los judíos se reunían en la Isla de Faros para celebrar la milagrosa traducción de los Setenta[16]. ¿Cómo entender esta celebración sino una confirmación de la alegría que generaba a la comunidad judía de Alejandría poseer una versión bíblica traducida localmente? ¿Cómo entenderlo si no como el orgullo local por haber logrado, milagrosamente, un texto “idéntico” al original hebreo gracias a la intervención divina? Intervención divina que, indirectamente, convalidaba la existencia de judíos en Egipto habilitándoles una nueva versión del texto sagrado. Vale la pena mencionar que cuando ciertos pasajes rabínicos tardíos recordaron la constitución de la Septuaginta, lo hicieron de modo negativo, considerando que había sido un día tan ominoso como aquel en el que se había erigido el becerro de oro[17]. Claro que, para los rabinos, la Septuaginta era ya una obra apropiada y explotada por los cristianos y no el texto de una comunidad diaspórica segura de sí misma.

El mismo orgullo expresó Filón de Alejandría (ca. 20 a.e.C. – ca. 50 e.c.), quien adoptó los modos de pensar griegos de su época y los intentó vincular con los de su judaísmo[18]. Ciertamente, Filón no olvidó a Jerusalén e, incluso, peregrinó a tal ciudad en una ocasión[19]. Pero su deseo de conjugar su respeto por la Tierra Santa y, sobre todo, por Jerusalén, con la certeza de que Egipto era también su tierra se refleja en sus palabras:

Por esta causa [los judíos] emigran hacia la mayoría de las regiones más prósperas de Europa y Asia, en las islas y el continente y consideran su metrópolis[20] la Ciudad Santa, donde se encuentra el Templo sagrado del Altísimo Dios, pero tienen por patria[21] las regiones en las que les ha tocado en suerte habitar por sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus ancestros aún más antiguos, en las que han nacido y se han criado (Filón de Alejandría, Flac., 46)[22].

Pero más allá de lo que diga explícitamente Filón sobre Palestina y Egipto, su propia producción textual pone de relieve la certeza de que su lugar de residencia era su espacio deseado. Los otros textos producidos por los judíos de la región, todos en griego, no hacen más que confirmar la aceptación de la cultura griega y del espacio egipcio como el lugar elegido para vivir. Más aún, para Filón la diásporano era la consecuencia de un hecho violento sino el resultado esperable de la expansión demográfica judía[23].

Desde lo epigráfico, los restos hallados en Egipto desde el siglo III a.e.c. confirman la existencia de sinagogas (Levine, 2005: 21-173). Filón, obviamente, también refiere a sinagogas en Alejandría, incluso algunas imponentes. Tal tipo de edificio, cuya función específica antes de la caída del Templo es difícil de mensurar, vuelve a poner de relieve que la vida en Egipto no era percibida como contingente. Aunque sea una verdad de Perogrullo, es claro que la cercanía con Tierra Santa elimina la posibilidad de especular con la idea de que la distancia impedía el retorno. Obviamente no era fácil para los individuos moverse junto a sus familias hacia otras regiones, pero insisto en que lo que se observa en la literatura local no es un anhelo por el retorno sino una certeza de que el sitio donde se habitaba era el que les correspondía (y deseaban).

Se podrá argumentar que aunque la mayor parte de los judíos estadounidenses decidan en la actualidad permanecer en su país en lugar de hacer aliá (establecerse en Israel) siempre rezan (los que lo hacen) en dirección a Jerusalén y celebran cada año diciendo Le’ShanaHaba’ahB’Yerushalayim (לשנה הבאה בירושלים , el próximo año en Jerusalén). Entiendo, sin embargo, que ello no implica mecánicamente que vivan su presente norteamericano como una condena ni mucho menos[24]. Si bien este es un ejemplo del siglo XXI, considero que la documentación de los períodos antiguo y medieval nos habilita a afirmar que muchas de las diásporas judías fueron en general vividas como espacios permanentes hasta que la existencia, cuando sucedió, se hizo imposible.

Los judíos que habitaban en la ciudad de Roma en la Antigüedad Tardía tampoco parecen haber percibido su situación como una realidad terrible o temporal. Aunque hemos perdido sus voces en formato literario (Laham Cohen, 2018: 4-12), han llegado hasta nuestro presente más de 600 inscripciones provenientes de las seis catacumbas halladas en las afueras de Roma y datadas entre los siglos II y V e.c.[25] Si bien sabemos que la presencia judía es anterior a tal período –existen testimonios en Cicerón (106 a.e.c – 46 a.e.c), Horacio (65 a.e.c. – 8 a.e.c.), Ovidio (43 a.e.c – 18 e.c.)[26] y en el propio Filón, entre otros– lo único que podemos rescatar de sus voces en primera persona reside en las inscripciones funerarias mencionadas.

Precisamente en tales inscripciones no hallamos menciones a Palestina ni referencias al sufrimiento producto del exilio. Lacónicos en general, los epitafios están escritos en griego o latín, poseen nombres en su mayoría grecolatinos y algunos de ellos portan referencias a cargos sinagogales en la ciudad de Roma[27]. El hebreo está casi ausente (y cuando aparece solo lo hace como fórmula) y no hay mención alguna a Israel como tierra a la que se debe volver. Ciertamente la ausencia de evidencia sobre la “situación diaspórica” no es evidencia de ausencia de tal sentimiento, pero es significativo quelos parientes de más de 600 judíos y judías de Roma consideraran que no hacía falta hacer constar lo terrible que era vivir en la diáspora o el deseo de retornar (siquiera mencionar) a Palestina[28].

Algunos de los rabinos babilónicos también consideraban que el territorio en el que habitaban era más que el resultado de una catástrofe histórica. Enb (=Talmud de Babilonia) Kidushin 69b, en medio de una larga discusión entre rabinos, se afirma que, según la mirada de algunos, la genealogía judía de Babilonia, era, gracias a una decisión del escriba Esdrás, más pura que la de la Tierra de Israel[29]. Claro que, como ya advertimos, muchos rabinos seguían añorando el retorno a Israel. No obstante, en algunos grupos, vislumbrado en el mencionado pasaje, se observa la idea de que Babilonia portaba en sí un grupo con más credenciales que el que habitaba en la propia Tierra Prometida y que, en virtud de ello, la permanencia en tal región era deseada.

Las diásporas, al menos en la Antigüedad y parte del Medioevo, expresan, en general, la adaptación de cada grupo judío a su espacio. Todos los indicios muestran que si bien los judíos mantuvieron ciertas prácticas y representaciones particulares, cada grupo absorbió y reelaboró la cultura de su entorno. Así, la sinagoga de Ostia posee el mismo tipo de mosaicos que puede encontrarse en cualquier edificio público de la ciudad, mientras que la de Hammat Tiberias también cuenta con estilos similares a los hallados en iglesias y templos paganos del período. Ciertamente, tanto en Ostia como en Hammat Tiberías se detecta el repertorio artístico típico del judaísmo tardoantiguo (Menorá, Etrog,Shofar, Arón, etc.), pero tales símbolos conviven con el arte común de la región[30]. Para dar un ejemplo claro, si el mosaico de la sinagoga de Hammam Lif (antigua Naro, en la actual Túnez) no tuviera una inscripción que afirma “sancta sinagoga" y dos pequeñas menorot, jamás hubiésemos podido saber que estábamos ante los restos de una sinagoga del siglo V[31].

Estas cuestiones asociadas a la iconografía y a lo artístico no implican, obviamente, una aceptación total ni mecánica de la existencia fuera de Palestina. No implican tampoco una coexistencia pacífica con la población no judía ni la percepción de pertenecer plenamente a una sociedad. Pero sí indican –del mismo modo que los fenómenos lingüísticos y onomásticos– que los judíos de la Antigüedad y el Medioevo no vivieron aisladamente. Y dado que ellos no existieron en soledad y sus restos manifiestan claramente las influencias del entorno, estudiarlos aisladamente representa un gran error y potencia el peligro no solo de caer en la historia lacrimógena sino también de creer que estamos ante un colectivo extraordinario. Pero me extenderé sobre esto en el próximo apartado.

Volviendo al tema de la diáspora o, mejor, las diásporas, vale la pena recordar, como lo ha hecho Gilman (2003), el peligro del esquema centro-periferia[32]. La construcción de un modelo binario Israel(en tanto territorio)-diáspora, fue claramente potenciada por el sionismo y el posterior establecimiento del Estado de Israel y suele hacer que las explicaciones del comportamiento de los colectivos judíos fuera de la Tierra Santa siempre se busquen en fenómenos ocurridos precisamente en Palestina[33]. De hecho, podríamos cuestionarnos si el mero hecho de referir a diáspora es correcto ya que implica, tácitamente, que los habitantes de ciertas regiones se consideran periféricos a un espacio particular. Como hemos visto, no es del todo claro que los judíos alejandrinos o romanos se hayan percibido siempre como una periferia.

Un ejemplo del modelo que hace eje en la Tierra de Israel, se observa, para la historia tardoantigua, cuando muchos académicos intentan explicar el comportamiento de los judíos itálicos de la Antigüedad Tardía (al menos el discernible a través de las inscripciones de las catacumbas) tomando como referencia a la literatura rabínica producida en Babilonia e Israel cuando, para tal período, no hay rastro alguno de rabinización en Europa Occidental. O sea, en lugar de tratar de comprender a los judíos de la Italia tardoantigua en su entorno y en su contacto con otros colectivos más cercanos, se prioriza su análisis a través de textos producidos por otros grupos judíos con escasa influencia en la región. Por supuesto que tampoco considero pertinente dejar de lado los contactos con Palestina, pero sí se los debe poner en contexto.

A tal punto se piensa la diáspora como algo contingente y marginal para el caso de la Europa Occidental tardoantigua que los judíos de tal región han llegado a ser considerados “judíos bíblicos”, fosilizados en el tiempo (Edrei y Mandels, 2010). Ello se produce porque tales grupos, como anticipamos, no han dejado rastros literarios (excepto las lacónicas líneas epigráficas y tres textos anónimos cuya autoría judía es materia de debate) mientras que los judíos contemporáneos de Palestina y Babilonia constituyeron impresionantes corpora textuales. Entonces, ante la falta de evidencia directa y ante la dependencia de material arqueológico (escasísimo), epigráfico (escaso) y cristiano (obviamente, parcial y polémico) se recrea un colectivo desconectado del centro rabínico y, por ende, en un estado de agonía y languidez. Afortunadamente una parte importante de los estudiosos y estudiosas han intentado recuperar parcialmente la voz (o al menos el eco de ella) de los judíos y las judías de tal región, intentando prescindir de la tendencia a buscar respuestas sobre su existencia en grupos judíos distantes. De ese modo, se logra, por una parte, escapar al binarismo Israel-resto del mundo y, por la otra, huir parcialmente de la mirada lacrimógena que tiende a imaginar vidas estancadas y atribuladas por la imposibilidad de regresar a Tierra Santa.

Vuelvo a repetir que no busco, en este artículo, presentar un panorama de continua felicidad de los colectivos judíos. Confieso que el título de este apartado busca provocar y acepto que mis ejemplos podrán ser cuestionados porque las diásporas que he mencionado quedaron marcadas por eventos violentos. Los judíos de Alejandría sufrieron ataques masivos en el 38 e.c. por parte de la población pagana y fueron masacrados en 115-117 cuando se sublevaron contra Trajano. Ya en el siglo V, con Cirilo de Alejandría, tenemos una expulsión de los judíos de la ciudad. Los judíos de Roma sobre los que he hablado perviven en el tiempo, pero sufren, bajo gobierno pagano ciertos ataques y, bajo cristiano, la subordinación jurídica. En Babilonia la situación es mejor dado que hay pocos incidentes con el gobierno sasánida y, ya bajo dominio islámico, esporádicas situaciones de violencia, aunque, claro, un status jurídico inferior.

Volvemos, sin embargo, a caer en la enumeración de la que hablé al principio. Enumeración que, retornando al caso alejandrino, omite, como mínimo, tres siglos de expansión demográfica, social y cultural de los judíos; judíos que no solo decidieron no volver a Palestina sino que (muy posiblemente) crearon una liturgia propia y modos de pensar al judaísmo en su propio contexto. Lo mismo vale para los judíos de Roma y Babilonia y la mayoría de las regiones con asentamientos desde la Antigüedad hasta el Temprano Medioevo (insisto en que me freno allí por mis propias limitaciones).

La perspectiva lacrimógena, además de centrar la vista solo en la violencia y la marginación, posee un segundo sesgo: olvida que muchos otros colectivos contemporáneos sufrieron ataques y persecución. Siguiendo en el caso alejandrino, no debemos perder de vista que muchos de los judíos de tal ciudad –al menos durante ciertos períodos– poseían un status legal superior al de los egipcios que vivían en los campos circundantes ya que eran considerados, aunque no sin tensiones, como población “griega”. O sea, en el mismo tiempo en el que los judíos accedían a diversos privilegios en Alejandría, había campesinos egipcios en situación de clara inferioridad.

¿Por qué no construir una historia lacrimógena de los adoradores de Júpiter que vivían en Romasi el Código Teodosiano, ya bajo gobierno cristiano, prohibió todo culto pagano? Lo hizo, a la vez que habilitaba expresamente a los judíos a continuar con su religión. Claro que lo hacía con limitaciones, pero permitía la supervivencia (Nemo-Pekelman, 2010). Los “paganos”, en cambio, sucumbieron y no los vemos caminar hoy por las calles de Buenos Aires.

Paso a un último ejemplo. La sinagoga de Bova Marina (sur de Italia) fue destruida en el siglo VII. Lo sabemos porque los restos arqueológicos poseen marcas de fuego y el sitio claras señales de que fue abandonado. Una primera lectura puede llevarnos a pensar que la sinagoga fue blanco de un ataque específico contra los judíos por el mero hecho de ser judíos en un tiempo cristiano, situación documentada para otros casos. Pero si abrimos el foco, encontramos que los edificios de la zona fueron destruidos en el mismo período. Y encontramos una epístola de Gregorio Magno que nos cuenta que la zona fue atacada en diversas ocasiones por los longobardos y que, incluso, los monjes locales debieron buscar refugio en otras ciudades (Costamagna, 2003). Pasamos, entonces, de una agresión religiosa al siempre sufriente colectivo judío, a un ataque general en el que judíos, cristianos y paganos fueron barridos por la misma escoba. Este ejemplo me lleva al último punto que quiero desarrollar: el peligro de estudiar a los judíos de modo aislado.

Cuando el objeto de estudio elegido es el “pueblo elegido”

Voy a comenzar con un mea culpa y una publicidad (por la que debo pedir perdón también). Hace algunos meses salió publicado un libro mío, The Jews in Late Antiquity. Se trata de un muy resumido texto sobre la historia de los judíos en diversas regiones durante la Antigüedad Tardía. Básicamente tuve que, en 106 páginas (de tamaño pequeño), condensar la historia de aproximadamente 500 años en siete regiones muy disímiles. No solo eso: tuve que disputar con la editorial, en agrios mails, por la cantidad de citas, notas y referencias.

Entonces, en pocas páginas, el espacio era vital. Hice malabarismos para demostrar que los judíos de Hispania se parecían algo a los cristianos hispanos y no tanto a los judíos de Babilonia. Traté de poner de relieve que el arte sinagogal de Palestina estaba siempre en sintonía con el arte contemporáneo de paganos y cristianos. Claro que siempre rescaté los puntos en común entre colectivos judíos, pero no perdí de vista la pluralidad del judaísmo y las influencias de cada entorno. Sin embargo, más allá de mi esfuerzo, el libro habla casi exclusivamente de judíos. Traza puentes, muestra debates y visibiliza a otros colectivos, pero no los estudia específicamente. Mi coartada académica es válida (creo): poco espacio y subsecuente imposibilidad de referir a todos los grupos. Pero a fin de cuentas, es un libro sobre la historia de los judíos que habla más de los judíos que de otros. Es esperable pero, nuevamente, peligroso. Porque cierra el foco en el “pueblo elegido” y olvida que muchas de sus peripecias fueron vividas al compás de otros grupos.

Más allá de mi propio ejemplo, en el que atento (parcialmente, porque he hecho esfuerzos para evitarlo) contra mi propia prédica, creo que necesariamente quienes hacemos historia de los judíos debemos tener presente que para investigar el destino de cada grupo debemos tener control del contexto general en el que las vidas de los judíos y las judías se desarrollaron. Debemos ser cautelosos, incluso, con el uso de la categoría “historia de los judíos”, porque tácitamente se centra solo en un grupo. Vuelvo a mi libro (es la última vez que lo hago, lo prometo) y recuerdo con alegría que en el endorsement escrito por Paula Fredriksen se celebra al texto como una contribución a la historia romana tardía. En simples palabras, Fredriksen recuerda a lectores y lectoras que estudiar a los judíos de la Antigüedad Tardía equivale a estudiar a la historia romana tardía en general. Dice, indirectamente, que para comprender a los judíos de la Antigüedad Tardía hay que comprender el período en sí mismo, con todos los colectivos y movimientos que este incluyó.

Evitar limitarse al derrotero de los judíos implica ver, por ejemplo, que si bien la destrucción del Segundo Templo en el 70 e.c. fue un golpe certero al judaísmo palestinense, la destrucción de Corinto en 146 a.e.c. resultó en un fuerte impacto para la vida de la región y de una parte importante del acervo artístico griego. Que los romanos no destruyeron el Templo porque era judío ni Corinto porque era griega sino porque operaban así contra quienes ofrecían resistencia. Implica ver que el suicidio masivo de Masada en 73 e.c., –si le damos crédito a Josefo– fue un acto impresionante, pero que los habitantes de Numancia también habían cometido suicidio colectivo en 133 a.e.c., también ante tropas romanas[34]. Y que ambos grupos lo hicieron para evitar ser dominados por los romanos.

Ya en la Antigüedad Tardía, aquellos seguidores de cultos no cristianos (ni judíos) fueron reprimidos y sus celebraciones prohibidas y perseguidas por la Iglesia o el brazo secular, mientras los judíos, aunque en inferioridad jurídica y afectados por esporádicos ataques, pudieron continuar. A los samaritanos no les fue mejor y muchos de ellos fueron masacrados por las tropas del Imperio cristiano en el siglo VI.

Los judíos, a pesar de todo, persistieron. El problema, tal vez, es que nosotros trazamos una continuidad directa entre el Reino de Judá y el Estado de Israel. Como si el mismo grupo, estático, sin cambios e implantado en decenas de ciudades, hubiera surcado los siglos hasta el presente. Como si Julio César y Silvio Berlusconi representaran a los mismos romanos. ¿Acaso no se han visto batallas, guerras, muertes y persecuciones en Italia durante 2000 años? Ni siquiera me refiero al padecimiento multisecular de esclavos y campesinos, sino al sufrimiento de los pueblos que habitaron allí durante dos milenios. Pero no hablamos de la terrible historia de los “italianos”. Porque entendemos a cada grupo en su tiempo y en su lugar. Berlusconi no es un heredero de César.Netanyahu no lo es de Filón.

Es obvio que en 2000 años encontraremos asesinatos, matanzas e incluso aniquilaciones. Pero ello no implica que debamos ver todo desde el prisma que imponen tales traumas. Entiendo y comprendo que el Holocausto nos ha cambiado definitivamente la perspectiva y el dolor que aún genera nos hace ver todo desde tal prisma. Entiendo el dolor, pero creo que no es útil al momento de pensar la historia de los judíos. Porque, vuelvo a repetirlo, el dolor (perdóneseme otra vez la laxitud de los términos dolor y sufrimiento a lo largo del texto) se registra en todos los grupos y si construimos un colectivo durante más de 2000 años, podemos establecer una cantidad ingente de eventos terribles.

Existe un último peligro sobre el que considero pertinente hablar. La tendencia no solo a estudiar a los judíos como un colectivo único, extraordinario e inmutable en el tiempo, sino también a pensarlo como un grupo homogéneo siempre. Los nazis, ciertamente, homogenizaron porque metieron en la misma cámara de gas a artesanos y banqueros. Pero fuera de los períodos de aniquilación, cada sociedad judía de cada región estuvo estratificada. En la Antigüedad Tardía encontramos esclavos judíos. Esclavos que padecían al lado de esclavos paganos o cristianos. Esclavos cuyos dueños podían ser cristianos o judíos. La mirada lacrimógena, entonces, unifica donde hay disparidad. Porque cuando muchos judíos de Worms fueron asesinados durante la Primera Cruzada, las espadas mataron a todos por igual, pero años antes, en pleno auge económico y social, hubo, por un lado, judíos en situaciones de gran riqueza y poder y, por el otro, judíos padeciendo hambre; el mismo hambre que padecían muchos de sus congéneres cristianos.

Un objeto de estudio común y corriente

Se me podrá objetar que me he concentrado en la Historia Antigua y temprano Medieval, precisamente una temporalidad que deja afuera varios de los eventos que tornan fuerte a la mirada lacrimógena. Mi respuesta vuelve a moverse por dos carriles. En primer lugar, me limité a exponer sobre las temporalidades cuyos contextos y fuentes, con mayor o menor precisión según cada coordenada, conozco. Por otra parte, en el mundo antiguo y temprano medieval también encontramos eventos significativos de violencia. Nunca de la magnitud de la Shoá, pero podemos enlistar la destrucción del Templo, las masacres de diversas comunidades diaspóricas durante Trajano, la aniquilación de miles de judíos luego del alzamiento de Bar Kojba, la fallida revuelta contra Cestio Galo, la subordinación jurídica de los judíos en el Código Teodosiano, expulsiones a escala local, ocupaciones y quemas de sinagogas, etc. Pero esta lista solo marca puntos de contraste con desarrollos de diversas comunidades que, durante centurias, florecieron y, como otros grupos del período, albergaron en su seno a individuos de diversa posición y con variadas experiencias vitales.

Creo que para el segundo milenio la situación es similar. Digo creo porque, nuevamente, no es una temporalidad que domine. Pero es sabido que, más allá de ciertos debates, las comunidades judías, hasta la expulsión de España, no solo vivieron una fuertísima expansión cultural sino que algunos de los pensadores que nos legaron textos percibieron a Sefarad como una tierra de oportunidades; incluso una tierra propia. En tal sentido, la expulsión representó un duro golpe y fue, hasta que la Shoá agregó un eslabón incomparable a la cadena, sinónimo de una de las mayores catástrofes del judaísmo, precisamente porque la diáspora sefaradí no se concebía como penosa ni transitoria.

Hubo soldados alemanes, judíos, que combatieron orgullosamente por Alemania en la Primera Guerra Mundial. Nosotros conocemos el triste final de esa historia, pero muchos de los judíos que murieron antes de 1933 lo hicieron orgullosos de su ciudadanía alemana y de su tierra. Seguramente muchos miraban a Jerusalén con afecto, pero no dudaban de su pertenencia a la cultura germana. Muchos ni siquiera habrán concebido hacer aliá. Porque no percibían su situación diaspórica como negativa; algunos ni siquiera se pensaban en una diáspora. Que el nazismo haya convertido su tierra en una trampa mortal no nos debe hacer caer en la idea de que los propios judíos asesinados vieron a Alemania como un lugar de paso o sufrimiento. Las cámaras de gas no deben imponernos una mirada teleológica en la cual la diáspora europea estaba inexorablemente destinada a la aniquilación.

Me excuso otra vez por incurrir en la autoreferencia. Ayer (corre enero de 2019), en el descanso de fin de semana de mi estancia de trabajo en Heidelberg, fui de visita a la ciudad renana de Worms. Fui porque sabía que allí había existido una comunidad judía pujante y la ciudad misma había sido llamada por los judíos “la pequeña Jerusalén”. Pero cuando fui lo hice pensando en los asesinatos durante la Primera Cruzada y el nazismo. Las inscripciones del cementerio pusieron delante de mis ojos otras matanzas y agresiones que desconocía. Pero el cementerio seguía allí y contenía lápidas que comenzaban en el siglo XI y finalizaban en la década del ’30 del siglo XX. O sea, casi 900 años de continuidad ininterrumpida. Interrumpida, precisamente, por la barbarie nazi. Mi idea es que cuando estudiemos a un grupo judío no vayamos, como yo, pensando en los hitos negativos sino en los períodos en los cuales una comunidad vivió, existió y se expandió. En el caso de Worms, los judíos decidieron, durante 900 años, seguir viviendo allí y su asentamiento solo finalizó cuando los nazis irrumpieron. Hoy día algunos judíos volvieron a vivir en Worms, pero dependen de la vecina comunidad de Maguncia para los servicios religiosos (aunque la sinagoga local, destruida durante la Kristallnacht, fue reconstruida en 1961).

Este artículo, entonces, no busca presentar un panorama feliz de la vida judía desde la Antigüedad hasta el Estado de Israel. No, porque los diversos colectivos que se definieron a sí mismos como judíos padecieron situaciones violentas. Las padecieron del mismo modo que muchos otros grupos, en distintos períodos y lugares, fueron víctima de agresiones. Grupos religiosos y no religiosos. El problema con la Historia de los judíos es que abarca cientos de comunidades a lo largo de más de 2000 años. Insisto, ¿qué grupo no padeció violencia en un segmento temporal tan amplio? ¿Qué región de la tierra tuvo habitantes que, en 2000 años, no hayan sido violentados en más de una oportunidad? Ni siquiera los orgullosos habitantes de la imperial Ciudad Eterna se salvaron de asedios, saqueos y asesinatos. No en tiempos de Augusto, pero sí con la llegada de Alarico y Genserico.

Los judíos no deben ser estudiados de modo aislado ni tampoco pensados como un colectivo homogéneo. Deben ser tratados como cualquier objeto de estudio. Estudiamos la historia de los campesinos franceses en el siglo XIV. No la del campesinado a lo largo de toda la historia. Tampoco estudiamos la “Historia de los franceses” desde Vercingétorix hasta De Gaulle. Por supuesto que ciertos historiadores y sociólogos lo han hecho, pero no acuerdo con su perspectiva. No estoy bregando por limitarnos a la historia micro, pero sí por reconocer que los grupos humanos cambian y que no es lo mismo un judío alejandrino del I a.e.c. que uno romano del siglo VII e.c. Tienen cosas en común, sí. Pero viven en distintos contextos. Y considerar que lo único que los une es la segregación y el dolor dice muy poco de la vida de ambos y bastante más de nosotros.

Referencias

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[1]No entro aquí en el debate en torno a si hubo una política sistemática de restricción al ingreso de judíos a la Argentina durante tal período. Pero es cierto que se han hallado circulares internas donde diversos funcionarios argentinos bregan por impedir el ingreso de judíos.

[2]Existen debates en torno a la proporción de judíos secuestrados y torturados durante la dictadura en relación al porcentaje de población judía residente en el país. Ciertamente existen testimonios de victimas que, durante las torturas, fueron hostigadas por ser judías, pero ello no implica mecánicamente considerar que hubo una política antisemita durante la dictadura militar.

[3]Atentados que, ciertamente, se relacionaron ante todo con la situación del Estado de Israel y no con asuntos directamente vinculados a las comunidades judías argentinas.

[4]Véase, sobre los efectos de Baron en la historiografía judía, el análisis de Engel (2006).Engel, de hecho, habla de neobarionismal considerar que el tipo de miradas que yo impulso aquí va más allá de la propuesta de Baron, quien rechazaba la perspectiva lacrimógena para el mundo antiguo y medieval pero la trasladaba al período moderno. Véase también Schorsch (1994: 378-388) y a Skinner (2003).

[5]Sobre la historiografía judía moderna en general, véase, a modo de resumen, Yerushalmi (1982), Gotzmann y Wiese (2007) y Boyer y Hayoun (2008).

[6]Podemos hallar varios ejemplos de martirio y sufrimiento en la literatura rabínica, no solo en la diáspora sino, sobre todo, en la Tierra de Israel. De todos modos, es difícil hallar una línea única en la amplísima, variopinta y no sistemática producción textual de los rabinos entre los siglos III y el VII e.c. Para una introducción general a la literatura rabínica sigue siendo útil Strack y Stemberger (1996).

[7]No solo en el Pentateuco, sino también en algunos textos bíblicos entre los que resalta Lamentaciones.

[8]No solo se puede verificar esto en la profusa literatura adversus Iudaeos producida desde el siglo II e.c. en adelante, sino también en la formulación histórica constituida por Eusebio de Cesarea. Volveré sobre esto más adelante.

[9]Matizo aquí parcialmente lo afirmado. Si bien la Shoá no logró cambiar el rumbo de la historiografía profesional en el sentido de tornarla más lacrimógena, se tornó un horizonte inevitable (y peligrosamente teleológico) en el estudio de fenómenos tales como el antijudaísmo y el antisemitismo. Por otra parte, en el campo no profesional, no hizo más que revitalizar las nociones lacrimógenas otorgándoles un ejemplo tristemente difícil de superar para mostrar el padecimiento judío.

[10]Una buena crítica a tal mirada optimista –sin por ello llamar a un retorno de la perspectiva lacrimógena– en Rutgers (1998: 15-44). Entiendo que mi posición está cerca de esta línea optimista aunque intento presentar un panorama equilibrado.

[11]Como se verá luego, el término golá puede ser entendido como poseedor de una carga semántica diferente al de diáspora. La traducción como diáspora, no obstante, sigue siendo la más cercana. En términos de Gilman (2003: 4): “Los modelos contradictorios pero superpuestos de una diáspora opuesta a un galut han formado la comprensión judía de exilio. La dispersión voluntaria de los judíos (‘galut’ o ‘golá’) se articula como inherentemente diferente al exilio involuntario de los judíos (‘diáspora’). Estos dos modelos existen simultáneamente en la historia judía en, por una parte, la imagen de judíos débiles y desarraigados y, por la otra, en la de judíos arraigados y empoderados.” (Traducción propia)

[12]Traducción propia del texto hebreo tomado de https://www.nobelprize.org/prizes/literature/1966/agnon/25723-shmuel-agnon-banquet-speech-1966/ (acceso el 21 de enero de 2019).

[13]Voy a incurrir en el uso del término Tierra Santa sabiendo que es un sintagma sesgado por múltiples sentidos. La uso como sinónimo de la geografía que involucra a los actuales Estados de Israel y Palestina.

[14]Una buena mirada sobre como Eusebio construyó discursivamente la presencia judía posterior a la caída del Segundo Templo en Jacobs (2004)

[15]Si bien la bibliografía es ingente, recomiendo, para una aproximación inicial, a Gruen (2002) y a Kovelman (2005).

[16] Sobre la Septuaginta, véase Rajak (2009). La descripción filoniana de la celebración anual, en Vida de Moisés, 2, 4.

[17]El pasaje se halla en Soferim1, 7. Sobre este aspecto, reenvío nuevamente a Rajak (2009: 304)

[18]Para una introducción a Filón de Alejandría, véase Hadas-Lebel (2012) y Niehoff (2018). Agradezco a Paola Druille por los consejos en relación a la posición de Filón.

[19]Aspecto atestado en Sobre la providenciaII, 107. Vale la pena mencionar que la autoría filoniana del trabajo ha sido debatida.

[20]Μητρόπολις, ciudad-madre. Filón juega con la idea de Jerusalén como madre y las otras ciudades que acogen a los judíos como patrias (πᾰτρῐ́δες), término proveniente de padre.

[21]πᾰτρῐ́ς, tierra natal, tierra paterna.

[22]Texto tomado de la traducción de Martín (2009: 204). Este aspecto fue muy bien analizado por Hadas-Lebel (2012: 31-40).

[23] Contra Flaco, 45-46. Bien visto por Hadas-Lebel (2012: 32): “Lejos de ser una maldición, el exilio fue el resultado de una migración voluntaria. Dado que la minúscula Judea era tan pobre que difícilmente podía alimentar a sus habitantes, muchos judeos decidieron vivir en otro lado.”. Referencias similares pueden hallarse, como señala Martín (2009: 204), en Vida de Moisés2, 232 y Embajada a Gayo. 214.

[24]Leonard Rutgers (1998: 21), en contraposición, presentó una encuesta de 1977 donde el 60% de la elite judía alemana (sic) no percibía Alemania como su hogar. Lo hizo para demostrar que compartir residencia, idioma y ciertas prácticas no implica auto-percibirse como parte de una sociedad. Si bien no conozco la precisión de la encuesta, remarco que un 40% sí percibía Alemania como su hogar y que, más allá de la sensación reflejada en la encuesta, la población judía alemana no hizo más que aumentar desde tal encuesta (por supuesto que el aumento se potenció con la llegada de judíos provenientes de la ex Unión Soviética). Por otra parte, no es un dato menor haber hecho la encuesta en el país que propició la Shoá apenas 22 años después del final de la Segunda Guerra Mundial.

[25]Las inscripciones fueron compiladas por Noy (1995)

[26]Sobre estos autores aún es válida la compilación de Stern (1980)

[27]Como veremos más adelante, no hay referencia alguna a rabinos, hecho que contribuye a reforzar la idea de una lenta y tardía rabinización de la diáspora en el período tardoantiguo.

[28]Sobre la epigrafía judía de Roma y estos aspectos reenvío a Rutgers (1995) y a Laham Cohen (2018: 13-14).

[29]Sobre la imagen que constituyeron de sí mismos los rabinos de Mesopotamia en el período del Talmud, véase a Gafni(2015).

[30]Se ha cuestionado, de hecho, la propia noción de arte judío tardoantiguo.

[31]Por cierto, la fórmula “sancta sinagoga” es similar a los registros epigráficos (y literarios) que refieren a “santa ecclesia” o “santa basilica”. Sobre la sinagoga de Naro en particular y sobre las comunidades judías de la región en el período tardoantiguo, véase a Stern (2008).

[32]En sus palabras (2003: 3): “Las nociones en competencia de diáspora y galut que estructuran la historiografía judía presuponen un modelo de centro y periferia que condena a la periferia a permanecer marginal. Estos conceptos pueden ser entendidos tanto en clave cosmopolita (bueno) como en clave desarraigo (malo) en sus diversas expresiones. Los judíos son el pueblo ejemplar que tiene al mundo como su hogar o están aislados de cualquier tipo de apego al lugar por lo que devienen los consumados imitadores de cualquier otro en la frontera.”(Traducción propia)

[33]De hecho, diversos académicos entre los que resalta Stratton (1997) consideran que el uso del término diáspora por parte de los judíos sufrió un cambio radical con la formación del Estado de Israel. En sus palabras (p. 307): “Yo estoy sugiriendo aquí, sin embargo, que la comprensión judía actual de la diáspora difiere en varios aspectos cruciales de la comprensión previa. El cambio de aquello que podríamos llamar la comprensión judía moderna de la diáspora a la comprensión postmoderna ha tenido lugar en conexión con tres eventos cruciales en la experiencia judía occidental: la creación del Estado de Israel junto con su ideología de ser, en algún sentido –sea secular o religioso– un Estado judío; la experiencia del genocidio nazi y su “memorialización” como el único Holocausto; y el reconocimiento de la generación post-holocausto de judíos aparentemente asimilados de que la oferta moderna de asimilación ha dependido siempre, en definitiva, del capricho del Estado-nación anfitrión.” (Traducción propia).En la misma línea se había pronunciado Gilmanya en 1996; idea que cristalizó en su libro de 2003.

[34]No es este el espacio para debatirlo, pero diversos historiadores han puesto en tela de juicio la veracidad de ambos relatos.

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