Uno de los mayores desafíos que debió enfrentar la generación del 80 al comenzar su actuación pública fue la de administrar un país que, después de Caseros, se encontraba de alguna forma pacificado, unido y con una Constitución aceptada por todos, pero que necesitaba otras reformas para asegurar su progreso. Efectivamente, las Provincias Unidas; ahora llamadas República Argentina, debían aún adoptar una cultura de progreso, poblar los extensos territorios vacíos de sus pampas y cordilleras, mejorar las comunicaciones internas, alfabetizar a su pueblo e incorporarse al concierto de las naciones, en el cual Europa y el naciente Estados Unidos de América ocupaban el lugar central.
El Estado comenzó así a ejercer funciones como el registro civil de las personas, el control de los cementerios, los análisis prenupciales y la educación pública. Ante la falta de un Estado rector, gran parte de las tareas eran desempeñadas hasta entonces por la Iglesia Católica, cuya autoridad se vio disminuida por la minusvalía que esta pérdida le causaba.
A su vez, la enorme mayoría de los miembros del 80 eran positivistas y ateos o masones, por lo cual el choque entre católicos y liberales fue inevitable1.
Para solucionar la falta de población, se fomentó la inmigración europea. Entre 1870 y 1930 algo más de 6 millones de personas llegaron a Argentina; la mitad se radicó en este suelo, y el resto eran trabajadores golondrinas o personas que, al no adaptarse al medio, volvieron a sus países.
Los recién llegados provenían en su mayoría de los países latinos (como España e Italia, entre otros), mientras que los demás procedían de la Europa Oriental o del Medio Oriente. En general, los europeos se deshicieron de aquella mano de obra que no se adaptaba a la Revolución Industrial y, en algunos casos, de notorios agitadores políticos.
Al llegar a Argentina, la inmigración encontró la mayoría de la tierra de labranza repartida en grandes estancias, por lo cual tuvo que acomodarse en las urbes, especialmente en Buenos Aires y el Litoral. El crecimiento poblacional fue vertiginoso; las cifras periódicas desde el primer censo de 1869 en adelante así lo demuestran. Buenos Aires pasó de 177 787 almas en 1869 a 1 231 969 en 19092.
Surgieron así problemas de hacinamiento en los conventillos y crisis laborales, empeoró la higiene urbana y aparecieron más dificultades, vívida-mente descriptas por higienistas como Guillermo Rawson, Eduardo Wilde, Augusto Bunge, Emilio Coni o Juan Bialet Massé. A ello habría que agregar la propaganda que los países expulsores del exceso de población hacían entre sus compatriotas emigrados para que no olvidaran sus orígenes. Cabe pensar que en muchos casos la intención era depositar aquí a sus ciudadanos, pero manteniendo con ellos firmes lazos de nacionalidad3.
Al mismo tiempo, la macroecono-mía argentina se adaptaba exitosamente al papel de proveedora de materias primas que debía desempeñar en el orden internacional. La superficie sembrada de la pampa húmeda se multiplicó varias veces, y la invención del buque frigorífico en 1876 impulsó la prosperidad de los negocios de las clases dirigentes. Pese a la crisis de los años 90, el país rápidamente se recuperó y se presentaba como una nación sólida y prometedora hacia el centenario de la Revolución de Mayo.
La medicina nacional recibió con beneplácito la fuerte influencia que el positivismo había dado a los grandes logros de la ciencia. La teoría bacteriana, la anestesia, la antisepsia y los Rayos X, entre otras maravillas modernas, no fueron ajenos a los médicos argentinos.
Pese a todo, gobernar esta Babel que en tan pocos años había cambiado su composición demográfica (la mayoría de los habitantes eran extranjeros o argentinos de primera generación) resultó entonces un problema de primer orden. Una de las principales estrategias ensayadas fue la de la educación. Se trataba, como dijo José María Ramos Mejía (un ilustre médico que además actuó en el Consejo Nacional de Educación), de adaptar a los recién llegados por medio de sus hijos en la escuela4.
Se produjo así uno de los más conflictivos desencuentros entre el Gobierno y la Iglesia: el debate sobre la educación laica. En su obra, Néstor Tomás Auza1 hace notar que —propiciado por el Gobierno— se estableció el Consejo Nacional de Educación, y que las querellas estallaron fuertemente cuando se trató de nombrar a sus miembros.
El Consejo fue creado el 28 de enero de 1881 por decreto del presidente Roca y estaba integrado por un presidente y ocho vocales con amplias facultades para regimentar la enseñanza5. Presidido por Sarmiento e integrado por vocales de ambas tendencias, las disidencias provocaron la renuncia de sus miembros y del ministro de Educación, que fue reemplazado por Eduardo Wilde, conocido ateo y positivista. Wilde convocó un Congreso pedagógico, como consecuencia del cual se sancionó en 1884 la Ley 1420 de educación común, obligatoria, gratuita y laica.
El análisis de la Ley 1420 permite observar la importancia que propiciaban los legisladores a las condiciones de higiene y el cuidado de la salud.
En efecto, en ella se estipulaba que se debía crear un organismo capaz de: 1) vigilar el desarrollo moral, intelectual y físico de todos los niños en edad escolar (art. 1°); 2) asegurar que la instrucción fuese dada conforme a los preceptos de la higiene (art. 2°); 3) cuidar que esta estuviera presente en los edificios destinados a la enseñanza y en todo lo con ella relacionado; controlar la vacunación, la revacunación y la inspección médica e higiénica. (art. 13°); 4) constatar, por intermedio de un facultativo, que quien enseñe o dirija, tenga capacidad técnica, moral y física (art. 24°); 5) determinar la inhabilitación de los maestros (art. 30°), pero que a su vez estos sean acreedores a una pensión vitalicia (art.31°)5.
Durante el mandato del segundo presidente del Consejo Nacional de Educación, Benjamín Zorrilla (18821895), comenzaron a funcionar los primeros servicios médicos en las escuelas, mientras la población infantil crecía a un ritmo de 25 000 a 30 000 niños por año. Para ello, el Consejo Nacional de Educación creó el 6 de mayo de 1886 el Cuerpo Médico Escolar, cuyo reglamento y nombramiento de personal se completaron hacia 1888.
El primer director del Cuerpo Médico resultó el Dr. Carlos L. Villar, y lo acompañaron en la tarea los Dres. Diógenes de Urquiza y Carlos Valdés, a cargo de los siete distritos escolares del sur y los siete del norte, respectivamente. Actuaba como secretario el Sr. Pío Bustamante, que estaba cursando el 5° año de Medicina y era ayudado por dos alumnos de 2° año 6.
Desde un comienzo, la tarea de los médicos escolares no se limitó únicamente a la higiene en las instituciones educativas. Debían, además, supervisar las condiciones de las aulas, los libros de estudio, el mobiliario, la ventilación de los espacios, la iluminación, los ejercicios físicos, el agua potable y los horarios. A esto había que agregar las visitas a los domicilios de los alumnos enfermos y la confección de una ficha individual de cada ingresante.
Rápidamente la cantidad de trabajo desbordó las posibilidades de los primigenios médicos, por lo cual se fueron agregando otros colegas. Así, por ejemplo, en 1900 se incorporó un especialista destinado exclusivamente a los exámenes oftalmológicos, se iniciaron los primeros estudios de demografía estadística y se propició la vacunación de toda la población escolar.
En resumen, durante la presidencia de Zorrilla se cumplió lo que él mismo elevaba como conclusión al Ministro de Instrucción Pública en su informe de 1888, es decir, el año de su creación. Allí decía:
"Ninguna función más delicada que la del Cuerpo Médico Escolar, llamado a velar por la salud del niño... Se ha creído durante mucho tiempo que la misión del médico en la escuela se limitaba a visar el certificado de vacuna: hoy desgraciadamente no es así, tiene otros enemigos que combatir y no puede esperarlos en la escuela, debe salirle al encuentro, ir a la propia casa del niño o donde esté su germen. Es el caso de todos los días. La escuela con sus amplios salones, su gran luz, ventilación, moblaje perfecto, aseada como la cubierta de un barco de guerra, recibe a los niños. Llegan a sus clases frescos y lozanos; sin embargo uno, cuyos padres no han tenido la prudencia necesaria, llega de la casa en la que se ha desarrollado la enfermedad A o B, trae el germen del mal y puede convertirnos la bella y alegre morada en foco de contagio.
Afortunadamente nuestro cuerpo médico se ha dado bien cuenta de las grandes responsabilidades que pesan sobre él, y espero presentarlo el año entrante bien dotado y prestando los grandes beneficios a que está llamado"6