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Revista de la Facultad de Ciencias Agrarias. Universidad Nacional de Cuyo

versión impresa ISSN 1853-8665versión On-line ISSN 1853-8665

Rev. Fac. Cienc. Agrar., Univ. Nac. Cuyo vol.51 no.1 Mendoza jun. 2019

 

DOSSIER

La dimensión simbólica de la agroecología

Tomás León-Sicard 1

1Agrólogo, Dr. Profesor Titular Universidad Nacional de Colombia, Intituto de Estudios Ambientales (IDEA). teleons@unal.edu.com


La ética/estética en la dimensión ambiental

La perspectiva ambiental es una manera de interpretar la realidad, que pretende explicar las complejas relaciones que suceden entre los seres humanos y el resto de la naturaleza o, como lo propuso el maestro Augusto Ángel Maya, las relaciones ecosistema cultura (Angel, 1993; 1995; 1996). Esta última connotación, indica que la humanidad se apropia y transforma el resto del ordenamiento natural, a partir de las estructuras simbólicas del pensamiento, de sus distintas manifestaciones de organización (social, económica, política y militar) y de los instrumentos físicos que desarrolla a través de sus cambiantes plataformas tecnológicas.

Pero en esa red compleja de acciones y reacciones entre el mundo ecosistémico y las acciones humanas, que daría la impresión a primera vista de no tener soluciones fáciles o de esconder truculentos caminos muchos de ellos sin salida, subyace una especie de mejor ruta para resolver esas complejidades, una suerte de guía hacia procesos de armonía, de caminos donde las cosas encuentran su sitio en el mundo, su razón de ser, su correspondencia única. Y esa ruta, que devela el justo sentido de la dimensión ambiental, pertenece al mundo de los símbolos y es ética y estética. No corresponde a la razón económica y esquiva los caminos del poder, incluso los de las sectas y fanatismos. Esa ruta que encausa lo bello y lo sensible con lo justo y lo equitativo, no requiere modelos matemáticos sino una predisposición individual de origen desconocido, que no necesita explicaciones, porque se conoce de antemano. Unos le llaman conciencia moral, otros la denominan intuición, otros consideran que es el balance necesario surgido del mismo asombro del vivir, de la misma expectación de la vida.

Como quiera que sea, los requerimientos del deber (la ética) y de la vida sensible (la estética), se traducen en actos, gestos y aproximaciones de bondad y de gozo con las cosas suaves, con la simplicidad de lo complejo, con las maravillas de la vida diaria. Y en este escenario, vivido por millones de seres humanos a lo largo de la historia, aparece el llenar las aspiraciones y necesidades básicas de los demás, el preocuparse por el prójimo, por el próximo, por el hermano…e incluso y con mayor verdad, por el extraño, por el que acaba de llegar, por el forastero, por el desplazado, por el que nada tiene.

Y nada más ambiental y nada más retador para el que sienta ese impulso ético y estético por la armonía del mundo y por la convivencia de los seres humanos entre sí y con su entorno ecosistémico, que el alimento. Nadie sabe nada de exclusiones hasta que no ha tenido hambre de verdad y se ha visto relegado por la sociedad a mendigar un pan para su día. Y es por esta misma razón de la profunda necesidad de comer y beber a diario, que el alimento se convierte en la esencia de la vida, en el hilo conductor de las relaciones entre humanos y de ellos con su entorno.

Por supuesto que ese hilo conductor, el vital alimento para la existencia de todos los seres, tiene origen y ancla en las maneras en que se produce. El alimento no surge per se, sino que corresponde a una trama compleja de relaciones históricas en las que participan variados elementos del orden ecosistémico (suelos, relieves, climas, aguas, biodiversidad) y del orden cultural (visiones del mundo, aspiraciones individuales, políticas, relaciones sociales, intereses económicos, tecnologías).

Las acepciones corrientes de la agroecología

Y estas relaciones, complejas y profundas a la vez, es lo que ha venido comprendiendo cada vez con mayor fuerza la agroecología, entendida como ese conjunto de símbolos, relaciones sociales y plataformas tecnológicas con los que los humanos se relacionaron durante más de diez mil años con el arte de producir alimentos. Pero antes de abordar la dimensión simbólica de la agroecología, permítanseme unas pocas palabras aclaratorias sobre el uso corriente del término agroecología.

La palabra “agroecología” posee por lo menos tres significados ampliamente utilizados en la literatura: es al mismo tiempo una ciencia que estudia las relaciones ecosistémicas y culturales de los agroecosistemas, un movimiento social y político que busca reivindicaciones agrarias alrededor de la tenencia de la tierra y, finalmente, una forma de hacer agricultura, un sistema de producción que posee varios principios filosóficos de respeto a la vida y se expresa en formas de agricultura sin el uso de sustancias tóxicas, con exclusión de organismos genéticamente modificados y promoción del uso de la agrobiodiversidad, entre otros aspectos (Hecht, 1983; León, 2014; González de Molina, E. 2011).

En tanto que ciencia, la agroecología se centra en el estudio de las características de los agroecosistemas, aunque igualmente en la literatura aún no se diferencie con claridad a qué se refiere exactamente este objeto de estudio.

Muchas investigaciones giran en torno a un determinado tipo de cultivo, que bien puede ser considerado como un agroecosistema en sí mismo, pero otras toman como referencia principal o como agroecosistema, a los sistemas de propiedad agraria, englobados bajo los términos de finca, hacienda, predio, ejido o resguardo, palabras que difieren entre sí pero que al final se refieren al conjunto de elementos biofísicos de tipo agropecuario manejados de manera individual o colectiva por un propietario o por una asociación de propietarios.

Un poco para debatir estos conceptos, el autor propuso diferenciar los campos individuales de cultivo, las praderas y los sitios forestales que existen dentro de una determinada finca como “agroecosistemas menores” y reservar el término de “agroecosistemas mayores” a la finca o hacienda que engloba tales agroecosistemas menores. Los conjuntos más o menos homogéneos de fincas o agroecosistemas mayores en un determinado paisaje, vendrían a constituir “matrices de agroecosistemas” y serían los eslabones de unión entre la agroecología y la ecología del paisaje (León et al., 2018).

La agroecología se encarga, entonces, de estudiar la extensa gama de relaciones simbólicas, de organización (social, económica, política) que dirigen a las distintas alternativas tecnológicas creadas por los seres humanos para producir alimentos, fibras y otros materiales en sus distintos agroecosistemas (que pueden ser desde una chagra indígena amazónica hasta un sofisticado conglomerado de fincas que utilizan agricultura de precisión y plantas genéticamente modificadas). Todas ellas pueden ser estudiadas desde la perspectiva de la agroecología.

Como movimiento social y político, el término agroecología engloba aquellas posturas de crítica al modelo dominante de desarrollo agrario. Desde esta perspectiva, critica severamente la distribución injusta de la tierra (que se da principalmente en los países más pobres, el denominado Sur planetario), las asimetrías de poder entre estados nacionales y compañías transnacionales, los negocios monopólicos de semillas e insumos que poseen estas últimas y el reciente fenómeno del acaparamiento de tierras. También se opone a las modernas formas tecnológicas de producción agraria que terminan contaminando suelos y aguas, reduciendo la biodiversidad y afectando la salud de millones de personas alrededor del planeta. La agroecología política defiende la soberanía, la seguridad y la autonomía alimentarias, denuncia el robo de los derechos de los agricultores a intercambiar sus semillas y busca nuevos caminos para que se produzcan alimentos sanos para todas las poblaciones en condiciones de igualdad.

En consonancia con lo anterior y de manera particularmente notable a partir de la segunda mitad del siglo pasado, los agricultores del mundo que no aceptan el modelo convencional de agricultura moderna, han venido retomando tecnologías ancestrales y recuperando formas antiguas de producción agropecuaria que fueron probadas en el trascurso de más de diez mil años de historia y las han fundido con los aportes de las ciencias agrarias modernas. Como resultado han aparecido corrientes de agricultura ecológica, agricultura biológica, biodinámica, agricultura natural, permacultura, agricultura orgánica y otros sistemas de producción que, pese a sus distintas denominaciones y propósitos, se asemejan en que se han constituido en formas de agricultura alternativa ante el modelo convencional dominante.

De esta manera, la agroecología puede expresar cada uno de estos significados y en el momento actual es muy difícil realizar distinciones, dada la fortaleza de los significados que esconde el término, que es polisémico y universal.

Los símbolos en la agroecología

Existe, sin embargo, otro significado que se le puede endilgar al término agroecología. Otra dimensión que no se nombra explícitamente, pero que subyace a las tres anteriores: la dimensión simbólica, término un tanto ajeno a los profesionales agrarios, a los agrónomos, médicos veterinarios, ingenieros forestales y biólogos de campo pero que es ampliamente aceptado entre profesionales de las humanidades.

La cultura, en su aspecto más abarcante, se refiere al conjunto de las estructuras teóricas, las explicaciones, las formulaciones místicas o las concepciones individuales o colectivas emanadas del pensamiento humano (los símbolos), que se enlazan con sus formas de organización socioeconómica, política y militar y que se expresan en sus plataformas tecnológicas. Símbolo, organización e instrumentos, son los tres pilares de la cultura a través de la cual los seres humanos hemos transformado profundamente a los ecosistemas. Y ninguna otra trasformación humana ha sido más profunda y constante que la agricultura. Y no hay nada más que pese sobre la agricultura que los símbolos en los que ella misma se ha edificado. En última instancia, esta dimensión correspondería a lo que Lugo y Rodríguez (2018) denominaron como el “entramado de racionalidad en la que confluyen…estilos de vida, visiones de mundo, saberes, configuraciones de sentido, órdenes estéticos, historias, narrativas, rituales, y uso de tecnologías…” entendidos como símbolos del habitar la tierra.

El primer y tal vez más importante significado o status simbólico de la agricultura es su valor como medio para preservar la vida, a través del alimento. Esta concepción, comprendida y practicada por la agroecología, revela el carácter profundamente sagrado del arte de producir alimentos, porque incluye a los no humanos. Y entre los humanos, a todos. Al anciano y antiguo sacerdote y al viejo pensionado de la urbe moderna. Al que se marchó a la guerra o al obrero que trabaja en las fábricas de manufactura. Al navegante que retorna o al conserje, portero o celador de la empresa que no se mueve de su puesto. El alimento es un derecho humano fundamental y así lo comprenden quienes practican la agroecología en sus distintas expresiones. Esto implica, por lo tanto, el origen y la aceptación de vínculos espirituales que ligan la tierra a los huesos de los hombres y a sus sombras y a sus memorias y a sus hijos.

La sola manera de producir las habas, la leche, los maíces, las naranjas o las tortas, devela la trascendencia que cada agricultor le da a ese sagrado acto, le imprime un sello a los productos de su mano y le deja en el alma los réditos necesarios para continuar en el surco y en la fatiga de sus días. Y son estos agricultores, en la base de la pirámide de los alimentos, quienes dan el primer paso para otorgarle un sentido de ética a la agricultura, para incluir en ella desde el principio los valores de espiritualidad, solidaridad, respeto, generosidad y amor que pueden perderse luego en el camino mercantil, en el supermercado oligopólico, en la política rastrera.

Pero nada mejor que iniciar esta ruta deseada desde la agricultura ecológica, intercambiando semillas nativas sin restricciones, dando y recibiendo conocimientos, dialogando con el tiempo, con las flores, con los insectos (antes que matándolos), entendiendo las señales que vienen en las tormentas, en la floración temprana de las plantas indicadoras, en las primeras migraciones de los pájaros. Y luego, nada que alegre más el espíritu y que reconforte el alma y las finanzas, que encontrarse con amigos y desconocidos en los mercados ecológicos, lejos de la tiranía de las grandes superficies de alimentos, para vender a precios justos y para comprar lo que produjeron las manos de los hombres y mujeres que iniciaron la cadena ambiental del alimento sano.

Hay quienes creen que producir de esta manera agroecológica empobrece al campesino y le torna más dura su existencia o que su producción no le reportará los mismos dividendos que si se dedicara a cultivar armado con las ideas de eficiencia, uniformidad y precisión que le brinda la ciencia positiva, el modelo convencional y el mercado abierto.

Pero no. No existe incompatibilidad entre producir alimentos sanos, con tecnologías respetuosas del entorno biofísico, pensando en la justicia y la equidad ambiental, con la posibilidad, bien trabajada, de acumular capital. Es más. En la medida en que se avanza, la sociedad descubre que el agricultor ecológico añade con mayor facilidad valor económico a su actividad y en la misma proporción aumentan sus activos, porque en lugar de eliminar obstáculos (plantas arvenses, insectos que antes se consideraban dañinos, organismos emergentes), estos campesinos suman procesos y activos naturales, cosecha a cosecha, que los vuelve más fuertes, más resilientes, más capaces, con más colaboradores (ahora poseen lombrices que le aran la tierra gratis, plantas que le fijan nitrógeno igualmente gratis, microorganismos que le transforman, sin salario, la materia orgánica, predadores que le cuidan la espalda de posibles plagas, plantas que lo protegen de la erosión y no les cobran nada, animales que lo suplen de abonos sin tener que pagarle a ninguna empresa y sin ejecutar gastos de transporte). Sus finca crecen y sus Estructuras Agroecológicas Principales se desarrollan cada día más, hasta convertirse, al mismo tiempo, en refugios de biodiversidad y en altos productores de agrobiodiversidad. Resiliencia, productividad y estabilidad aseguradas.

El alimento que proviene de estas granjas o fincas ecológicas, ya viene con su carga de beneficios intangibles para la sociedad en general. Quienes los producen, con seguridad no se están auto-intoxicando con plaguicidas de síntesis química ni se están endeudando para comprar insumos. Quienes los compran, compran salud. Los alimentos ecológicos son sanos y vitales por naturaleza. Llevan una carga simbólica única de valores y actitudes hacia la vida. Son literalmente mensajeros de buena energía. Estas fincas ecológicas no contaminan suelos ni aguas. Al contrario: los conservan para las futuras generaciones. En sus predios aumenta el empleo rural, porque muchas de las prácticas para producir ecológicamente se realizan a mano, a pura fuerza, aunque ello no significa que la mecanización deba estar ausente.

Y aquí la agroecología le devuelve a la agricultura otro de sus símbolos perdidos: la solidaridad. La generosidad de la tierra, en la mano del agricultor ecológico, le da el alimento al que lo requiere. De ahí la aparición y auge de los mercados agroecológicos que se multiplican en las ciudades o en las mismas fincas para quitarle ese poder a la empresa transnacional.

El respeto, como símbolo escondido del oficio agrícola, es otro aporte de la agroecología. Se respeta la vida de los demás seres que intervienen en el campo de cultivo (plantas arvenses, microorganismos, artrópodos, mamíferos, aves), porque cada uno de ellos cumple un papel en el equilibrio global del agroecosistema. La premisa de no matar, se extiende no solo a los habitantes de los agroecosistemas (insectos, hongos o bacterias que ya no se consideran enemigos) sino a todos los seres humanos y no humanos que se colocan en contacto diariamente con la agricultura. Si en el mundo muere una sola persona envenenada con un producto utilizado en un sistema de agricultura, este sistema de agricultura no vale a la luz de la ética. Porque no respeta.

Pero la producción y distribución de alimentos también es motivo de alegría, de gozo. Y ello lo reconoce la agroecología cuando se coloca al lado y entre los agricultores para celebrar con ellos los días de las siembras, los días del trabajo duro y los días de las cosechas. Y estas fechas y momentos inspiran cantos y poemas, por su belleza intrínseca. Y entonces la agroecología también es poesía, poderoso símbolo del alma humana, porque ayuda a escribir en letras lo que otros hombres escriben en sudor y en sacrificio.

El alimento es pues, la base de la vida de los humanos y en esa base ocupa un lugar destacado el modo de producir, las técnicas empleadas y la ética implícita en el modelo propuesto. Sus repercusiones se expanden hasta la misma esencia de la organización social, puesto que si una sociedad acoge a profundidad este tipo de agricultura, deberá modificar sus escuelas de enseñanza, sus instituciones políticas, sus sistemas de acceso a la tierra, sus circuitos de mercado, las relaciones obrero-patronales, sus mismas prácticas de alimentación.

Aunque es posible producir alimentos ecológicos en tierras de otros, ello tiene connotaciones de poco valor social. La tierra genera afectos y raíces, sentido de pertenencia y sentimientos de apego que no pueden soslayarse. Es duro labrar el terruño de un desconocido. Al mismo tiempo el propietario que no conoce su tierra no la valora, justamente porque no la conoce. No sabe cuáles son sus partes más mullidas o más duras o más secas o cuál es la profundidad a la que puede introducir el arado. El agricultor que no conoce su tierra se puede hundir en terrenos pantanosos o toparse con arcillas expandibles cuando labore el surco. No conoce los propios caminos del agua en su predio ni la temperatura que la tierra puede guardar en su seno. Por eso, los agricultores ecológicos y en general todos los campesinos y campesinas, deben poseer la tierra que trabajan. Porque su conocimiento obliga y demanda su propiedad, desde la ética.

Al mismo tiempo se necesitan funcionarios estatales que comprendan la utilidad manifiesta del sistema ecológico, para promocionar su práctica y fomentarla a través de incentivos económicos y de otra naturaleza. Se requiere legislar en consonancia y establecer rutas pedagógicas para que se conozcan sus potencialidades y debilidades. Todas las escuelas, rurales y públicas, debieran tener conocimientos básicos de pensamiento ambiental y de las opciones agropecuarias derivadas del mismo y en las universidades debieran abrirse programas de pregrado y posgrado para albergar investigadores en ambiente y en agroecología. Urge la apertura de Facultades de Estudios Interdisciplinarios, que complementen la visión integral inherente a la complejidad del acto agrario y que se dediquen a pensar en los retos tecnológicos de una agricultura biodiversa, múltiple e independiente.

La apretada síntesis anterior sirve para dibujar un esbozo rápido de las complejas relaciones que se esconden en los productos alimenticios, a los cuales la actual sociedad de consumo les adjudica valores secundarios, un poco porque son superabundantes y otro poco porque son cotidianos y por ello mismo casi invisibles. Y estas mismas características de alta disponibilidad para algunos y de invisibilidad relativa para otros, hace que los alimentos hayan pasado de ser elementos esenciales para la vida, a artículos de consumo, commodities, que se tranzan en mercados de futuros y que generan especulación y riqueza para comerciantes carentes de la sabiduría que viene de la ética y cuya estética parece reducirse a satisfacer los placeres básicos de la vida fácil.

Finalmente, los científicos de la agroecología, saben que se está criticando uno de los símbolos más poderosos de la modernidad (la ciencia positiva) y que al mismo tiempo se está construyendo un nuevo paradigma con el conocimiento popular, donde se dialoga con las comunidades campesinas, indígenas y raizales. Y con estos nuevos símbolos se construye confianza y se solidifican las relaciones de intercambios de conocimientos.

La agricultura de corte agroecológica o ecológica, invita a los científicos de todas las disciplinas a pensar en maneras distintas de producir, conservar y mercadear productos ecológicos. Ya las preguntas no giran alrededor de tal o cual producto para controlar tal o cual plaga sino de la manera en que se debiera organizar el agroecosistema para dirigir su producción total de biomasa hacia tal o cual grado y para que, a través de su propia biodiversidad, se puedan regular tales poblaciones o curar tales enfermedades. Las preguntas se trasladan ahora de la parte al todo. Y el aparato científico sale ganando porque sus preguntas se diversifican y sus metodologías se vuelven más complejas, más creativas. La agricultura ecológica invita a pensar, más que a copiar.

Entonces, sí. La agroecología es baile, poesía, respeto, espiritualidad, solidaridad, comprensión, imaginación, conocimiento nuevo e integral, ética y valores. Esta es su cuarta dimensión, la dimensión simbólica, que está en la base de las otras tres dimensiones, aunque aún poco revelada.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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