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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.26 Rosario dic. 2013

 

ENTREVISTAS

Entrevista a Bernard Manin. Representación y deliberación en las democracias contemporáneas1

Interview with Bernard Manin. Representation and deliberation in contemporary democracies

 

Rocío Annunziata

Rocío Annunziata es Doctora en Estudios Políticos (École des Hautes Études en Sciences Sociales) y en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires), Argentina. E-mail: rocio.annunziata@gmail.com

En su trabajo célebre sobre la representación, Los principios del gobierno representativo, usted llama al formato contemporáneo de gobierno representativo “democracia de lo público” o “democracia de audiencia”, y afirma que se caracteriza por un retorno a la personalización de la política del modelo del “gobierno de notables”, acompañado por una centralidad de los medios de comunicación. Los líderes se transforman en los actores principales de la representación política en nuestros días: instituyen los clivajes, y los principios de diferenciación política frente a un electorado no encuadrado, mientras que los ciudadanos eligen entre las imágenes de los diversos candidatos en lugar de elegir entre partidos políticos. ¿Cuáles serían, en su opinión, las ventajas y los inconvenientes de esta forma contemporánea de personalización de la política?

Una de las ventajas de la personalización es que moviliza la atención, o la energía, o, en todo caso, la vivacidad de los electores. Y podemos verlo, por ejemplo, en el hecho de que en instituciones recientes como la Unión Europea algunos proponen realizar elecciones por sufragio directo en el conjunto de la Unión, para que exista una figura personal que suscite nuevamente el interés de los electores. Porque actualmente en la Unión Europea, uno de los problemas es que los electores no se interesan en la política europea, participan muy poco en las elecciones. Y podemos pensar que personalizar la participación política en la designación de líderes europeos provocará más participación y más interés. Entonces, la personalización es un factor de interés, es un factor que llama la atención, y, en este sentido, es un factor que contribuye a la democracia dado que genera el interés de los ciudadanos. Simétricamente, de forma inseparable, la personalización es también un elemento muy manipulable, porque los rasgos de una personalidad pueden ser fabricados, las personas pueden crearse personalidades, imágenes que pueden no tener relación, o tener una relación sesgada, con la realidad, y entonces la imagen se ofrece como materia de una gran manipulación. Podríamos decir que en un universo de personalización o de política personalizada, el contrapeso o el antídoto para la manipulabilidad de las imágenes o de las personalidades podrían ser medios de comunicación extremadamente activos, que hagan un seguimiento exhaustivo de estas personalidades. Es lo que hacen los medios norteamericanos de manera intensa a partir del momento en el que comienza el período de las primarias; desde el momento en que las personalidades aparecen, se vuelven inmediatamente objeto de una investigación que, hay que decirlo, puede ser virulenta, porque está a la búsqueda del error, del escándalo, de las cosas criticables en estas personalidades. Pero yo diría que en este punto la crítica y la investigación sin piedad de los medios es precisamente el antídoto para el primer elemento negativo de la personalización, es decir, su manipulabilidad y la posibilidad de fingir y traficar las imágenes. Por otra parte, una segunda debilidad de la personalización es que implica una infinidad de dimensiones: en una personalidad se pueden incluir un gran número de orientaciones políticas, de políticas particulares o de decisiones particulares, que se vuelven así confusas y difíciles de manejar. Y se podría decir también que la personalización tiene una propensión a favorecer el poder personal, puesto que si las fuerzas políticas son electas sobre la base de la personalidad de sus líderes, entonces, como la legitimidad proviene de la personalidad del líder, éste se vuelve menos proclive a dialogar con sus pares, con otras autoridades de su fuerza política; como el aporte de su personalidad al interior del campo, de la colación o del conjunto que él reúne, es tan fuerte, su poder dentro de dicho conjunto es mucho mayor que el de sus pares.

Y con respecto a la perdurabilidad de las fuerzas políticas, ¿cómo cree que se ve afectada por la personalización? La volatilidad de la oferta política, ¿no está relacionada también con la personalización, dado que no son tanto identidades, estructuras o colectivos estables los que organizan la vida política sino personalidades que cambian con mucha frecuencia?

Seguramente. Pero yo diría que la relación de causalidad funciona, en mi opinión, en un sentido diferente, es decir: es porque las afiliaciones partidarias estables y duraderas se encuentran erosionadas o disminuidas que vemos acrecentarse el rol de las personalidades. En términos generales, hay cada vez menos personas que votan por afiliación o compromiso con una causa, por una idea general de un partido, y es esta desaparición la que provoca, como medio de reemplazo, la imagen del líder en tanto que elemento movilizador. Entonces, diría que es un fenómeno circular: un fenómeno causado por otro refuerza la causa que lo ha producido. Pero me parece que el sentido determinante de la causalidad parte de la erosión de las fidelidades partidarias estables –cuando la gente votaba, sin importar los candidatos, o la personalidad de los candidatos, por el partido al que habían adherido siempre, al que habían adherido sus padres, y votaba por él cada elección–; esta estabilidad se ha erosionado, y, en su lugar, como elemento movilizador, han aparecido las personalidades. Es cierto que podemos admitir también que las personalidades cambiantes acentúan todavía más el fenómeno de cambio; se trata de un mecanismo espiral. Es, de hecho, lo que se puede observar: la erosión de las afiliaciones partidarias estables ha ocurrido primero, pero se acrecienta en el presente; las personalidades tomaron su lugar, y también se acrecienta su importancia hoy en día.

¿Pero, entonces, cuál es el rol de los partidos políticos en una configuración semejante de los lazos representativos? ¿Cree usted que es posible que veamos surgir partidos de nuevo tipo en un mundo que se ha caracterizado de manera insistente como “desideologizado”? ¿Piensa que la gestión o el gobierno pueden ser los puntos de partida de la construcción de nuevas fuerzas políticas, o que la separación entre la oposición y la gestión podría ser un nuevo eje –más bien pos-ideológico– de diferenciación política?

¿Su idea es que el gobierno y la oposición pueden reemplazar de manera funcional las afiliaciones ideológicas…? Estaría de acuerdo con esta idea, no la había encontrado nunca formulada, pero parece que se adecua a algunas cosas que pienso, de dos maneras. En primer lugar, el gobierno y la oposición es la estructura fundamental del funcionamiento de una democracia representativa; es necesario que haya un gobierno y una oposición. Si hay simplemente alianzas cambiantes, si no sabemos nunca quién decide y quién no decide, el conjunto del mecanismo de la democracia se disuelve, en particular, porque si no hay verdaderamente una oposición no sabemos nunca si la coalición anterior o el movimiento anterior ha ganado o ha perdido. Supongamos que en una primera elección hay un conjunto de grupos que forman parte de la mayoría, es el gobierno o la mayoría que sostiene el gobierno; luego hay una nueva elección, pero todas las cartas se dan de nuevo y un grupo que estaba en la primera mayoría ha cambiado de afiliación y se reagrupa con otro; la coalición no tiene la misma configuración que la primera, así, no podremos saber quién ha ganado y quién ha perdido. Si las cartas siempre son barajadas de nuevo, o las coaliciones son permanentemente cambiantes, es muy difícil e incluso imposible para los electores sancionar a los gobiernos. Entonces, es importante que exista una mayoría en el gobierno y una oposición y que permanezcan con cierta estabilidad. Pensemos un ejemplo extremo: una sola persona ejerce un mandato político y luego hay una segunda campaña, y la persona decide hacer campaña bajo una etiqueta completamente diferente, repudiando su trayectoria pasada, diciendo “me había equivocado por completo, ahora soy una persona nueva”. Es un ejemplo extremo, pero que muestra que si no hay una relativa estabilidad, de la mayoría y de la oposición, es decir, de las coaliciones que ejercen o no el poder, no hay más posibilidad de sanción. Por eso, soy muy favorable a esta idea. La estructura o la división entre mayoría y minoría en cada momento del tiempo es muy importante, y es importante que las mismas fuerzas permanezcan, en términos generales, en los mismos bandos; el grupo que está en la oposición en el momento A debe seguir siendo más o menos el mismo grupo en el momento B, para que este grupo pueda pasar de la oposición al gobierno. Si no, si todos los grupos cambian en todas las elecciones, nadie gana nunca…

Y así es difícil determinar las responsabilidades…

Exacto. Y esto no supone ideologías en el sentido de principios organizadores muy vastos, pero supone una cierta estabilidad en la constitución de los actores políticos; si no hay estabilidad, el mecanismo se ve fundamentalmente alterado. Claro que cuando se habla de fuerzas políticas estables a lo largo del tiempo, –y en este sentido no es un retorno a la democracia de partidos– no se está diciendo que la mayor parte de los electores permanece siempre fiel al mismo grupo, es decir, los electores sí pueden cambiar de grupo. Pero hace falta que haya un grupo estable para que pueda decirse “esta fuerza ha perdido la elección”, porque si el objeto desaparece una vez pasado el mandato, no hay posibilidad de perder las elecciones. La estabilidad es necesaria a nivel de los líderes, de los candidatos, de los gobernantes, mientras que no es necesaria a nivel de los electores. Los electores pueden cambiar, es decir, votar tanto por uno como por otro de los candidatos, pero es preciso que los candidatos sí permanezcan estables, si no, no sabemos nunca cuándo un candidato ha perdido. El vínculo entre la oposición y el gobierno favorece así, en primer lugar, el control de las acciones del gobierno, pues lo que hace sobre todo una oposición es controlar la acción de gobierno; no decide, pero está atenta a las faltas, a las decisiones precipitadas, a los escándalos, lo que se llama “criticar el gobierno”; la oposición tiene una función principal que no es gobernar, ni solamente esperar su turno para gobernar, sino también vigilar a los que están en cargos representativos. Y, además, la oposición tiene una segunda función, muy importante desde el punto de vista de la deliberación: es la oposición la que produce los argumentos contra tal o cual medida, contra las decisiones que se toman. Entonces, no solamente vigila la acción del gobierno sino que contribuye a la calidad del debate democrático al ofrecer los argumentos, al decir “es por esta razón que no se debe hacer esto o aquello”. Por todos estos motivos, podemos decir que la dualidad entre los dos roles, gobierno y oposición, es central en el funcionamiento del sistema democrático. Estaría de acuerdo con la idea de que la manera de configurarse de las divisiones políticas puede y debe hacer más lugar a la división entre gobierno y oposición del que se hacía en un universo de pertenencias políticas dadas, determinadas por la sociedad o la economía. Al subsistir los conflictos de clase, entre las clases superiores y agrarias y los obreros, por el conflicto entre gobierno y oposición, se desplaza la fuente de la oposición hacia la política. En el modelo en el que eran las clases económicas y sociales las que proporcionaban el sustrato determinante de los clivajes, entonces los clivajes eran el reflejo de la sociedad y de la economía. Si decimos que el clivaje central está en el gobierno y la oposición, entonces es porque ya no tenemos este fundamento de la economía, sino que los clivajes se fundan en la política autónoma.

Entiendo. Pero también pensaba en el rol del gobierno, de la gestión, en la creación de nuevas fuerzas políticas, de nuevos partidos, para los que la disposición de recursos estatales es muy importante. Si se dispone de los recursos es posible hacer obras…

Clientelismo…

También clientelismo... Pero sobre todo, desde el gobierno parece posible hacer durar una nueva etiqueta, un nuevo partido, durante años, y quizá durante dos o tres elecciones. En cambio, si se está siempre en la oposición, no es posible verdaderamente instalar nuevos partidos. Entonces, me preguntaba por los partidos políticos del futuro, ¿cree que están centrados en el Estado?

La idea de Peter Mair y Richard Katz, por ejemplo, con el concepto de “partido cartel”, es que los partidos utilizan los recursos del Estado para dar ventajas a los partidos existentes, es decir, bajo la forma de las subvenciones públicas a los partidos –que existen en varios países, en los que los partidos son financiados públicamente– y del acceso a los medios de comunicación. La cuestión central de la tesis de Mair y Katz es que en los partidos cartel los recursos del Estado son legalmente utilizados por los partidos; no creo que se trate del mismo fenómeno, por ejemplo, que el del clientelismo. En el modelo de Katz y Mair son todos los partidos, tanto de gobierno como de oposición, partidos muy opuestos entre sí –pero de ahí viene la idea de “cartel”– que, sin embargo, deciden que las subvenciones públicas serán dadas a todos los partidos. En el caso del clientelismo me parece que los fondos o los recursos que son utilizados para perpetuarse en el poder no son distribuidos también a los opositores, sólo son distribuidos a los miembros del mismo partido de gobierno.

La disposición de recursos estatales da la posibilidad de hacer políticas públicas, y justamente en un mundo “desideologizado” las acciones concretas pesan más. Entonces se puede decir, por ejemplo, “nosotros hicimos esto y aquello, hicimos todo esto, y es esto lo que conforma nuestra identidad”; a partir de gobernar durante años, es posible de algún modo tener una fuerza política que se estabiliza, que puede perdurar…

Entiendo, pero en ese caso no es lo mismo que el partido cartel, porque es únicamente el partido en el poder que aprovecha esta utilización de los fondos del Estado…mientras que en el modelo del partido cartel son todos los partidos existentes…Que se pueda llegar a constituir un partido por medio de la distribución de recursos estatales, sí, por supuesto, pero el gran tema es que los fondos tienen que venir de algún lado, para transferirse a otro, y entonces no veo cómo se pueden otorgar ventajas a un partido sin generar víctimas, perdedores. Los fondos que benefician a unos son financiados por otros. Entonces la cuestión en un sistema clientelista es cómo lograr que los perdedores acepten perder…

Pero es posible observar que muchos militantes de fuerzas políticas nuevas son, en primer lugar, empleados o funcionarios públicos. La fuerza política que está en el gobierno puede acrecentar el número de adherentes y de militantes porque, justamente, está el empleo público como recurso. Hay menos militancia de base, pero hay mucha nueva militancia que se crea a partir de recursos del Estado.

Pero es necesario que los recursos vengan de alguna parte, porque esto implica una transferencia de riquezas, y la cuestión es por qué los que pierden, aquellos cuyas riquezas son transferidas al gobierno central que luego redistribuye, lo aceptan. El mantener el poder ofreciendo contratos públicos, obras públicas, encuentra un límite en el hecho de que es necesario que el dinero venga de algún lugar, y que entonces haya gente que no tenga contratos, que no tenga empleo público, que no tenga obras, para que todo esto sea atribuido prioritariamente a algunos. Si se les distribuye a todos, no constituye entonces una ventaja electoral…

Me gustaría ahora pasar a una pregunta que concierne más a la especificidad latinoamericana y argentina. Considerando sus tipos ideales del gobierno representativo que se suceden históricamente –el gobierno de notables, la democracia de partidos, y la democracia de lo público–, ¿cómo deberíamos concebir los fenómenos políticos típicos del siglo XX en Argentina y en América Latina, que se han catalogado tradicionalmente como “populistas”? En la época de la construcción de los partidos de masas en Argentina y en América latina, hemos tenido partidos estructurados en torno a líderes fuertes y carismáticos…¿Se trataría para usted de una mezcla de modelos, combinando elementos de personalización de la política con el rasgo de las identidades políticas estables propias de la democracia de partidos? ¿O se trataría de un formato del gobierno representativo sui generis y diferente a todos los otros?

Soy muchas veces dubitativo con respecto a la pertinencia del concepto de “populismo”; sin embargo, me parece que en la estructura central del populismo se combina el líder fuerte, el líder carismático, con un apoyo directo de las masas, contra las élites y las intermediaciones. Una de las razones por las que soy dubitativo con el uso de este concepto es porque sirve mucho, en Europa en particular, como término de descrédito; en la prensa, en los discursos públicos, como en cierto tipo de discurso científico, la etiqueta “populismo” se distribuye para descalificar a las fuerzas políticas a las que se aplica. Ahora bien, no hay dudas de que existen fuerzas políticas que defienden programas completamente desastrosos, incluso moralmente escandalosos, pero para emplear un concepto de populismo tenemos que tener un concepto más neutro que el que circula. Está también el hecho de que todos los populismos no son igualmente malos o pervertidos. Por eso tengo mis reservas. Pero si hacemos de él un concepto relativamente neutro, caracterizado por un lazo de identificación fuerte entre la masa y el líder, la crítica de las élites y un tercer elemento –que está por otra parte ligado a la unidad del pueblo– que sería el rechazo de la oposición, entonces podríamos aceptarlo. Es decir, en el sistema populista la estructura es: el líder y las masas de un lado, y el mal del otro. Pero el mal no es la oposición que podría eventualmente volverse mayoritaria, es solamente el mal, el mal que se trata de extirpar, de erradicar, de suprimir, de disminuir, y no el oponente al que se le reconoce que mañana podría ocupar el mismo lugar en la expresión de la voluntad popular. Pero volviendo a su pregunta; yo no diría que es una combinación de elementos de mis modelos de gobierno representativo, porque el elemento absolutamente distintivo es la aceptación de la oposición. El populismo no trata a sus adversarios, incluso si es de manera fantástica o mitológica, más que como fuerzas a eliminar.

Entiendo, pero hay representación también en el fenómeno populista. Es un lazo representativo de otro género pero…

Estoy de acuerdo, pero ¿usted qué piensa, dado que tiene una experiencia más cercana?

Era justamente una pregunta que me hacía. El siglo XX era el siglo de los partidos políticos. Y en Argentina tuvimos los dos grandes partidos o tradiciones, el partido peronista y el partido radical. Pero estos partidos surgieron en el marco de fenómenos populistas, para decirlo de algún modo, es imposible pensarlos sin los líderes. Entonces, en nuestra historia, el único momento en el que hemos tenido partidos, fueron partidos impensables sin un líder fuerte que había creado justamente ese partido. Por eso me preguntaba si se trataba de una mezcla, porque existían identidades partidarias pero al mismo tiempo líderes personales.

Sí, lo comprendo y es muy interesante. Usted dice que es una mezcla porque en la tradición latinoamericana, y en Argentina en particular, la presencia de líderes personalizados carismáticos ha sido siempre una de las figuras de la democracia de partidos. Estoy totalmente de acuerdo con esto. Es una diferencia entre la situación latinoamericana y la democracia de partidos a la europea, en la cual la personalidad del líder del partido no tenía estrictamente importancia. Pero sigue siendo cierto que en la tradición de la democracia de partidos a la europea el rol de la oposición era diferente; el líder del partido socialdemócrata, por ejemplo, no negaba la legitimidad del líder del otro partido. En el populismo, lo que falta, o la diferencia crucial, es que el líder de la oposición no es reconocido. Pienso que ésta es la formulación más clara: no hemos visto nunca en un sistema populista un líder en el rol del líder de la oposición. Además de la personalización del poder y del lazo directo entre el líder y la masa, hay también en el populismo un rechazo de la división de la sociedad, de la división permanente de la sociedad, que implicaría el reconocimiento de la legitimidad de la otra parte.

Usted ha afirmado que lo que distingue específicamente a los gobiernos representativos es la opción por los representantes electos y el abandono del sorteo. Pero la elección combina siempre una dimensión democrática con un principio que usted llama “principio de distinción”, es decir, el hecho de que se elige a ciudadanos distinguidos, o que se supone que son “los mejores”. ¿No piensa que, aunque las instituciones de la democracia representativa subsisten y se adaptan hoy en día también a los cambios políticos y sociales, la crítica de la “clase política” por parte de los ciudadanos o la desconfianza frente a “los políticos” que aparecen como una casta separada y alejada de la sociedad, pone en cuestión este “principio de distinción” constitutivo de los lazos representativos modernos? ¿Cree que la tendencia contemporánea de los dirigentes políticos a mostrarse como cercanos y semejantes a los ciudadanos comunes –que se vio, por ejemplo, en la construcción de la figura de François Hollande como “presidente normal”– puede implicar, en este sentido, un nuevo estadio o una nueva etapa de los gobiernos representativos?

Pienso que hay una ideología de “lo común”, que reproduce formas de distinción. Es decir que hay personas que tienen un talento específico y particularmente agudo para presentarse como “hombres comunes”. Usted menciona el caso del presidente francés Hollande, es la ilustración de esto: es un hombre que ha elegido la imagen de lo ordinario, y que ha desplegado en la construcción de una imagen de lo ordinario, talentos completamente excepcionales. Presentarse como “cualquiera” es un talento que no está igualmente distribuido en la población. Pero es cierto que se trata de un cambio en las cualidades que son requeridas; la proximidad frente al electorado, la similitud frente al electorado, se han vuelto elementos de selección, pero siempre seleccionamos personas que presentan estas cualidades en un grado más elevado que todos los demás. Lo que observamos, en este sentido, es la selección de una elite de quienes tienen el talento para presentarse como “comunes” o para mostrarse cercanos a las preocupaciones de los electores.

¿Habría, entonces, una disimulación del principio de distinción? Porque, por supuesto que los gobernantes o incluso los candidatos, los políticos en general, forman parte de una elite. Pero el principio que opera es un principio de legitimidad; la idea del principio de distinción supone, si entiendo bien, que se elige a los mejores, y hoy en día hay como una suerte de disimulación de este principio, el principio subsiste porque se elige entre los miembros de una elite, pero la idea de que son “los mejores”, o, más bien, la idea de que son “diferentes”, de que no son “hombres comunes” debe ser disimulada, porque la crítica a la “clase política” es muy fuerte…

Sí, estoy de acuerdo con el hecho de que la crítica a la clase política es muy fuerte. Pero igualmente haría dos observaciones. La primera es que la crítica a la clase política no significa que todos los políticos sean sistemáticamente rechazados. Es cierto que hay un estereotipo del político que es rechazado, pero esto no impide que veamos, cada tanto, e incluso de manera recurrente en la democracia, grandes movimientos de entusiasmo por una personalidad política o por un líder político. Pensemos, por ejemplo, en la elección de Obama. Obama es un hombre de la clase política, viene de la clase política. Sin embargo, por una serie de razones comprensibles, como ser el primer candidato negro con chances de ganar la elección, ha suscitado una participación que no se había visto desde hacía décadas. Entonces, me parece que hay que prestar atención a no confundir dos cosas. Puede haber una mala imagen de la clase política en general pero que deja espacio a la emergencia de líderes particularmente populares, particularmente exitosos. Entonces, es simplemente que los líderes se mueven en un clima de malas expectativas, pero esto no impide que en esta imagen estereotípica esperada hay gente que saca provecho bastante bien. Y la segunda observación es que el hecho de desconfiar de los políticos o de las personas que pretenden tener la confianza pública no es en sí una idea destructiva. Desconfiar o ejercer un control y una desconfianza frente a aquellos que ejercen cargos públicos es también una de las formas de la salud y del vigor democráticos, porque es cierto que es una experiencia eterna, parafraseando a Montesquieu, que todos los hombres que ejercen el poder tienden a abusar de él. Entonces, esta desconfianza que implica que se otorga un poder, pero que no se lo otorga completamente, que se mantiene una atención en lo que ocurre después, no es el fin de la política, sino que es una condición de una política sana en cierta medida. Y la crítica de la clase política es también la marca de la elevación del grado de conciencia de los electores, de la elevación de su nivel de educación y del hecho de que es cada vez más difícil decirles cualquier cosa o amedrentarlos. Pienso que es importante tener estas cosas presentes; por supuesto que la desconfianza hacia los políticos tiene aspectos negativos, pero no hay que verla solamente de manera negativa.

Actualmente, podemos constatar que la “escucha” se ha transformado en un valor clave de la política contemporánea, una bandera de los más diversos discursos políticos así como una demanda constante de los ciudadanos. En el formato contemporáneo de la democracia de lo público, sin embargo, usted afirma que los líderes parecen tener la iniciativa en la institución de los clivajes políticos. Esto es cierto, especialmente si consideramos que ya no tenemos clivajes sociales claros y susceptibles de ser “traducidos” o “reflejados” en el ámbito político. Pero, ¿no es posible pensar que en nuestros días la “escucha” de los representantes tiende a devenir interior a los lazos representativos?¿Podemos pensar que habría –justamente acompañando el fenómeno que acabamos de mencionar sobre el debilitamiento del “principio de distinción”– un nuevo momento de la representación en el cual la escucha, la compasión, la empatía, la presencia en el territorio, vendrían a reemplazar las dimensiones cognitiva y volitiva del “mandato” representativo? Se supone que los representantes van a conocer la realidad y lo que los ciudadanos quieren. Pero hoy hay una tendencia a pensar, por ejemplo, que nadie conoce mejor los problemas que cada ciudadano que vive cotidianamente en su barrio, que es él el que mejor conoce su realidad, los problemas a resolver, y que los candidatos mismos deben recorrer los barrios para lograr tener este tipo de conocimiento que debe ser directo. Es decir, podría haber una suerte de remplazo de estas dos dimensiones fuertes de la representación.

¿Es que el representante no es el detentor del conocimiento sino que debe ir a buscarlo allí donde están los actores en el territorio?

Claro. La presencia física en el terreno da un contacto directo que aparece como fuente del conocimiento. Lo que me genera un interrogante es si no estamos en un momento, quizá dentro de la democracia de lo público o quizá post-democracia de lo público, en el que el lazo representativo ha incorporado también estos elementos de la importancia de la escucha, de la consulta, del conocimiento del territorio. En la democracia de lo público están los líderes, que son expertos en medios de comunicación y son ellos los que instituyen los diferentes clivajes…

Comprendo. El hecho de que la iniciativa provenga de los líderes parecería no dejar lugar para la escucha. Lo que se espera hoy de los candidatos y de los responsables políticos es una capacidad para estar en el territorio y para escuchar lo que se les dice. Sí. Pero pienso igualmente que estas cosas ocurren en niveles diferentes. Lo que vemos en la democracia de lo público es que los grandes principios de división son elaborados por los líderes, las elites, sus asesores en comunicación. No los elaboran en el vacío, los elaboran sobre la base de datos agregados. Pero una vez que se ha determinado, por ejemplo, que una fuerza política se va a movilizar sobre cuestiones de seguridad –y eso se hace sobre la base de estudios cuantitativos–, luego la manera de tomarlo en cuenta, de ponerlo en marcha, va a reflejar la capacidad de escuchar lo que las personas quieren decir. No pienso que las dos cosas sean contradictorias. El ejemplo de la seguridad es muy bueno, porque hay partidos de extrema derecha, partidos xenófobos en Europa, que ponen el acento en la seguridad, reivindican esta escucha absoluta y dicen “ustedes no van a los barrios a escuchar lo que la gente tiene para decir sobre la seguridad, sobre los inmigrantes” y a partir de eso construyen un camino de posicionamiento estratégico, que pone en el centro la seguridad, la ley y el orden. Pero las dos cosas no son contradictorias, me parece, intervienen en dos momentos diferentes de la construcción del proyecto político. Por un lado, hay una atención a lo que ocurre en las sociedades, a los temas importantes, y ahí emerge la seguridad, por ejemplo, de los sondeos, y una vez que el tema ha sido elegido, entonces, la puesta en marcha hace una fuerte apelación a la escucha. En mi opinión, los dos momentos no son contradictorios sino más bien complementarios.

Me gustaría que habláramos ahora de los cambios en la ciudadanía. En la caracterización de la democracia de lo público, usted afirma que la deliberación –que se desarrollaba anteriormente en el seno del parlamento y luego en el seno de los partidos políticos– se ha desplazado hacia el electorado. Y subraya, justamente, el rol de las encuestas y de los sondeos para la expresión, a la vez permanente, poco costosa y pacífica, de los ciudadanos. ¿Cree que los sondeos son un buen medio de expresión de los ciudadanos? ¿Cree que esta expresión permanente alcanza como participación ciudadana, o deberían buscarse formas de participación o de compromiso ciudadano más activos?

Sobre si esta expresión permanente alcanza como participación ciudadana mi respuesta es claramente que no. Cuando escribí la primera versión de Los principios del gobierno representativo, los sondeos eran un objeto central del debate público, en parte porque algunos consideraban que la nueva caracterización de la democracia residía en el rol de los sondeos. Yo no compartía esta opinión, pero sin embargo esto me llevó a consagrar bastante atención, y probablemente demasiada atención, a los sondeos, que no son más que un elemento entre otros. Luego de dieciocho años de la publicación de ese libro, es lo que corrijo en el postfacio reciente: veo ahora mucho mejor que los sondeos son un elemento del que no hay que negar su importancia, pero que las otras formas de expresión, las manifestaciones, las peticiones, los diferentes movimientos ciudadanos, son tan importantes como los sondeos, no sólo para la teoría de la representación sino también en los hechos; en los hechos, los movimientos de bloqueo o de veto, las luchas por distintos temas, las manifestaciones, las peticiones, son extremadamente importantes. De ahí que, con toda seguridad, no diría que los sondeos son la única forma, ni siquiera la forma predominante, de expresión de las preferencias políticas por fuera de las elecciones.

Usted señala que la libertad de opinión pública ha sido, desde el comienzo, uno de los principios constitutivos del gobierno representativo, porque funcionaba justamente como contrapeso de la independencia de los representantes con respecto a sus electores, recordando que, si bien los representantes no son delegados de los representados, no pueden reemplazar tampoco al pueblo de manera absoluta. ¿Cree que, en nuestras democracias contemporáneas, la expresión de los ciudadanos por fuera del acto electoral, por fuera del voto, tiene una significación mayor que en el pasado? ¿Y con respecto a qué pasado podríamos decirlo? ¿A la democracia de partidos o a un momento previo dentro de la propia democracia de lo público?

Sobre el crecimiento de este tipo de expresiones puedo decir que es un hecho cuantitativo innegable. Desde hace más o menos treinta años esta actividad no institucionalizada ha crecido. En esto tenemos un diagnóstico simple de crecimiento porque existen estadísticas relativamente bien hechas que lo informan, es decir, hay trabajos que lo documentan. Y aquí el período de referencia comienza, digamos, en los años ochenta. En estos treinta años no se puede negar un crecimiento de este tipo de manifestaciones. Y los años ochenta son, justamente, el comienzo del período en el que nos encontramos, la democracia de lo público.

¿La participación no institucionalizada más allá de las elecciones sería, entonces, parte constitutiva de la democracia de lo público?

Por supuesto. Y es justamente un sesgo que he querido corregir de mi primera edición: el haber consagrado demasiada relevancia a los sondeos, en detrimento de este tipo de manifestaciones, que no había visto entonces porque los trabajos fueron apareciendo un poco después, no había visto entonces estas pruebas masivas y muy fuertes del crecimiento de la actividad de manifestaciones y peticiones. Pero este fenómeno pertenece fundamentalmente a la constelación de la democracia de lo público. Para saber si cuando los partidos y los sindicatos eran actores más decisivos, las manifestaciones y las peticiones eran más o menos numerosas, creo que no tenemos por el momento medidas cuantitativas comparables. No es el mismo período y no tenemos los instrumentos.

Pero hay una multiplicación de formas, mientras que antes quizá había una forma típica de la expresión ciudadana…

Absolutamente. Y por supuesto que la diferencia fundamental es que en el esquema anterior estas formas de manifestación y de expresión que existían también, ciertamente, estaban controladas por los mismos órganos, los partidos, los sindicatos, que controlaban la expresión del campo político. Hoy en día los grupos que se movilizan cambian en cada ocasión, no son siempre “los trabajadores”, “la izquierda”, los que se movilizan, sino que puede ser también la derecha religiosa, por pensar en Estados Unidos o en Francia, o como en las recientes manifestaciones en Francia o en España contra el matrimonio gay, son la derecha católica y la Iglesia los que movilizaron a la gente a la calle, o como ocurrió también en Francia en el ’94 sobre la enseñanza privada…

Claro, a veces existe el rechazo de ciertas medidas, de ciertas políticas o decisiones. Los gobernantes toman decisiones y luego los ciudadanos rechazan estas decisiones, saliendo a la calle; quizá son un sector social en particular o quizá es “la ciudadanía” y no es tan fácil identificar un sector de la sociedad. Otras veces hay rechazos también de las situaciones, como la inseguridad, por ejemplo. La gente cercana a las víctimas que sale a la calle en el barrio, reclamando justicia. A veces es contra toda la clase política, o contra los privilegiados, como en España, o en el caso de Occupy Wall Street, o en Brasil actualmente, o en Argentina en 2001, cuando la consigna en las calles era “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Creo que puede decirse que esta multiplicación de manifestaciones ciudadanas contemporáneas tiene como rasgo común la negatividad. Pero estas formas no son necesariamente deliberativas, lo que me lleva a otro punto de su obra que quería tratar: ¿cómo cree usted que se podría fomentar la deliberación democrática en el presente? ¿Es posible pensar en una deliberación ampliada que implique tanto a los representantes como a los representados?

Sostengo la idea de que los dispositivos deliberativos son una mejora y un progreso en el funcionamiento de la democracia, y más particularmente, un avance de la democracia consiste actualmente en llevar la deliberación a espacios o a categorías amplias de la población, más que reservarla para pequeñas instancias, ya sea el parlamento, ya sean los jurados de ciudadanos, en los que se trata en el fondo de un pequeño número de personas que han sido formadas especialmente para el tema en cuestión y a las que se pone a discutir. Estas formas, o el sondeo deliberativo de James Fishkin, por ejemplo, tienen una contribución para aportar pero no hacen reflexionar ni deliberar al público de masas. Por eso estoy totalmente de acuerdo con algunos autores, que no son muy numerosos, pero entre los que se encuentra Simone Chambers, por ejemplo, que apelan a transferir o a desplazar el ideal deliberativo desde estas pequeñas instancias experimentales hacia las grandes masas. Entonces, si buscamos hacer esto, mi idea general es que la forma más prometedora es la de organizar debates contradictorios con grandes audiencias y sobre temas de interés público. La razón por la cual es importante es porque esto no surge espontáneamente, no se dan espontáneamente debates contradictorios sobre los grandes temas de interés en las masas o en los sectores amplios de la población, porque tenemos la tendencia a discutir y entrar en contacto con la gente que piensa como nosotros. La experiencia habitual de la comunicación y de la discusión en la vida social –y esto está confirmado por muchos trabajos– es que discutimos esencialmente, prioritariamente, con las personas que piensan como nosotros. Cuando nos encontramos en ambientes en lo que sabemos que hay personas que no piensan como nosotros, como por ejemplo, el ambiente laboral, ahí no discutimos y evitamos los temas difíciles, porque tenemos una aversión al conflicto cara a cara. Esto significa que en el curso habitual de la comunicación social los agentes van a entrar en contacto, sobre todo, con argumentos y formas de pensar que son semejantes a las suyas. Pero si consideramos que la confrontación de puntos de vista opuestos es esencial para la reflexión, que es lo que permite avanzar epistémicamente en el conocimiento de los temas de la política –y hay que agregar que otra de sus virtudes es que respeta los argumentos de los opositores, puesto que se escuchan los diferentes puntos de vista…–, si aceptamos que esta configuración contradictoria del debate es esencial para la deliberación, y, tenemos en cuenta también que no se produce espontáneamente en el curso de la comunicación social, es necesario institucionalizarla deliberadamente. Es preciso que hagamos lo posible para favorecer, no para hacer obligatoria, pero sí para alentar, la organización de debates contradictorios sobre temas de interés público. Se puede hacer por medio de subvenciones, por medio de fondos públicos, y dejar que las asociaciones lo organicen, dándoles simplemente facilidades o ayudas económicas a las organizaciones que lo hagan. Un debate contradictorio puede reunir una diversidad de personas con la condición de que las personas que argumenten a favor de una política o de otra, no tengan cuestiones de su carrera en juego ligadas al tema que se discute, que no se juegue su carrera con la victoria en el debate, sino que sean simplemente personas que defienden un punto de vista; no es un obstáculo que tenga intereses con respecto a este punto de vista si es reconocido, pero no deben buscar avanzar en su carrera por la presentación de este punto de vista. Lo segundo que me parece muy importante es que este debate no trate más que un tema puntual, no como los programas políticos que tratan una pluralidad de temas en los que hay una posición sobre el matrimonio gay, sobre la política económica, sobre la seguridad, hay 25 elecciones de dominios diferentes que necesariamente se implican mutuamente en un programa político. Yo no propongo debates contradictorios entre programas políticos sino debates contradictorios sobre una cuestión. Para que la estructura no se vuelva reticular y no consista en decir “usted debe votar por el alza de los impuestos porque usted está por el matrimonio gay, y como los que están por el matrimonio gay, están también por el alza de impuesto, entonces usted tiene que estar a favor de ambos”. Si uno busca conducir una reflexión sobre un problema y tener argumentos a favor y en contra un problema determinado, es esencial considerarlo aisladamente.

¿Y los debates presidenciales?

Sí, ahí hay varios problemas articulados. Pero creo, y volviendo al comienzo, que el mérito de los debates presidenciales es la personalización, eso atrae a mucha gente, son muy populares los debates presidenciales.

Pero justamente la personalización tiene un efecto de articulación fuerte y de simplificación de muchas cuestiones que quedan comprendidas en una imagen…

Estoy de acuerdo, por eso estos debates no pueden ser el único caso de deliberación, ni siquiera la forma dominante. Es preciso que se complete por medio de debates sobre puntos específicos y aislados. Pero la ventaja de los debates presidenciales es que, por el hecho de la personalización, llaman la atención de una audiencia considerable y esto no es algo menor, todo tiene un costo y un valor, por supuesto que hay un elemento de confusión, pero está también el elemento de la popularidad.

¿Entonces, en su opinión, la deliberación no supone una búsqueda de un ideal consensualista de la democracia, como sí parece desprenderse de las teorías de la democracia deliberativa que tienen un gran eco en la filosofía política reciente?

Mi respuesta sobre este punto no tiene matices: no, el objetivo de la deliberación no es el consenso. No solamente porque el consenso es inalcanzable, sino también porque, en la deliberación, de lo que se trata es de llegar a decisiones, y, como estamos hablando de política, hay que considerar los límites temporales, y por eso la deliberación debe terminar en algún momento. Entonces, el resultado de todo esto es que, en mi concepción de la deliberación, la misma no es un substituto de los procedimientos de decisión, sino que es uno de sus elementos, una de sus etapas, y luego el procedimiento de decisión es el voto mayoritario. Algunas personas piensan actualmente que la deliberación es un método de decisión, es decir que se utiliza la deliberación hasta llegar a un acuerdo, pero esta posición no me parece realista. La deliberación es más bien un método que permite que una decisión sea tomada de la forma más esclarecida posible, y en todo caso mejor que si no hubiera habido deliberación. Mi visión de la deliberación es una visión modesta, yo me limito a decir que una decisión que ha sido tomada luego de un intercambio de argumentos tiene más chances de ser mejor desde el punto de vista fáctico como desde el punto de vista moral que una decisión que no fue tomada a partir de un intercambio de argumentos. Si queremos decir que es más probable que una decisión sea moralmente correcta y factualmente más exacta si no la hemos debatido, pienso que estamos en una posición difícil e insostenible. Mi axioma es más bien el inverso; y a partir del momento en que decimos esto, el objetivo de la deliberación no es reemplazar a la decisión sino que es esclarecer a los individuos que van a utilizar un procedimiento de decisión, que es el mayoritario. Entonces, no se trata de llegar a un consenso, se trata sólo de que antes de aplicar la decisión mayoritaria se vean esclarecidas las voluntades que van a contar.

Es un elemento que las teorías más clásicas de la democracia deliberativa no toman en cuenta…

Absolutamente. Por eso es que le decía que en este punto tengo una posición clara, me distingo de esas teorías. Y, al mismo tiempo, las teorías que no ven a la democracia más que en su dimensión mayoritaria dejan de lado por completo el proceso de formación de las voluntades, y por lo tanto, la calidad de las voluntades que cuentan en la agregación mayoritaria. Si decimos que la democracia es sólo el principio mayoritario entonces no nos preocupamos de ninguna manera por la calidad de las voluntades que entran en la cuenta, que entran en los dispositivos de cálculo.

Claro, se considera a las voluntades como ya dadas.

Sí, es lo que decía en mi artículo de 1985, pero también es cierto que no se tiene en cuenta para nada su calidad; la calidad de los saberes, la calidad de la información. La diferencia con respecto a mi formulación de hace veintiocho años es que hoy pondría más el acento en el hecho de que la deliberación es, sobre todo, una forma de fomentar la razón y la educación entre los votantes, y entonces de volver sus voluntades o sus elecciones más razonables, más informadas, menos superficiales. En todo caso, la deliberación no reemplaza la decisión y, por eso, no descansa en el consenso, es simplemente previa a la decisión mayoritaria. Y por eso el desacuerdo subsiste. Y aquí debo volver a mi tesis sobre el debate contradictorio: si hemos escuchado los argumentos de las dos partes, si hemos escuchado los argumentos de la mayoría como los argumentos de la minoría, aunque la minoría no esté satisfecha y deba plegarse a la mayoría contra la que pierde, al menos ha escuchado las razones de la decisión que finalmente es tomada, y también esta minoría ha tenido la posibilidad de hacer escuchar sus razones, los argumentos a favor de la opción que no ha ganado han sido escuchados, mientras que en el simple voto, los que quedan del lado malo de la cuenta no tienen nada y deben aceptar una decisión que no querían sin haber tenido la chance de argumentar. Se les dice “lamentablemente ustedes han perdido” y eso es todo. En el otro caso, por un lado, se les dice por qué razones algunos piensan que hay que tomar la decisión que se toma, que hay que seguir determinada política, y entonces han tenido la posibilidad de escucharlo, incluso si no están de acuerdo no se les está diciendo “hacemos esto porque somos más fuertes, porque somos los más numerosos”; se les está diciendo “hacemos esto porque pensamos que es mejor para el interés público, para todos nosotros”. Y, por otro lado, han tenido la posibilidad de hacer escuchar sus propias razones.

Para terminar, me gustaría conocer su opinión sobre el problema de cómo pensar la igualdad en la deliberación. Los modelos deliberativos que se han llamado “conversacionales” se apoyan en la idea de una igualdad de los roles entre los oradores y la audiencia, todos los participantes de la deliberación pueden ser sucesivamente oradores y oyentes. Al contrario, los modelos más retóricos admiten la distinción entre los oradores y la audiencia. Pero, al mismo tiempo, mientras que los modelos conversacionales plantean altas exigencias a nivel del tipo de discursos que puede ser admitidos como “deliberativos” –proposiciones desapasionadas y desinteresadas y, sobre todo, impersonales–, los modelos retóricos se presentan como más inclusivos porque consideran otras formas de expresión menos exigentes, como el testimonio de la experiencia singular, por ejemplo. ¿Cuál es su idea sobre el vínculo entre deliberación e igualdad?

Estoy totalmente de acuerdo con su caracterización de estos dos tipos de vínculos con la igualdad. Agregaría que en el caso de la deliberación de masas, de todas formas, hay otro elemento que interviene y que de alguna manera pesa en la balanza y es que no es posible, simplemente, que todo el mundo hable y todo el mundo escuche. Excede la capacidad del tratamiento de la información y de la comunicación de los seres humanos; ésta es entonces una limitación suplementaria que implica que todas las personas que participan de una deliberación no puedan tomar la palabra. Ésta es la limitación insuperable si se quiere pensar una deliberación para el gran público. La manera de sortear esta limitación es lograr que todo el mundo encuentre, entre los puntos de vista expresados, un punto de vista en el cual se reconoce. Pienso que de algún modo es una forma de resolver el problema de la igualdad, porque si otro expresa en la escena pública un punto de vista en el cual me reconozco, es como si yo estuviera ahí. Se puede hablar, en este sentido, de “representación deliberativa”; hay alguien que representa mi punto de vista, no porque sea un delegado, sino porque, en el suyo, yo reconozco mi punto de vista. Entonces pienso que ahí habría una solución al problema de la igualdad, si de esta manera las personas no se encuentran “sin voz”. Los que no hablan no dejan por eso de tener voz, porque aunque un individuo dado no expresa él mismo su punto de vista, este individuo se reconoce en la posición tomada por uno de los oradores, de modo que su punto de vista es escuchado, incluso si sale de la boca de otro y no es en primera persona. Creo que ésta es una forma de pensar una cierta solución al problema de la igualdad en la deliberación.

Referencias

1 Esta entrevista fue realizada en el marco de la visita de Bernard Manin a Buenos Aires, como conferencista del Seminario Internacional “¿Hacia una mutación de la democracia?”, organizado por la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de Rosario, la Universidad Nacional de General Sarmiento y la Universidad Nacional de San Martín, entre los días 24 y 28 de junio de 2013. El seminario contó con el apoyo de la Embajada de Francia en Argentina, el Instituto Francés de Argentina, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, la Fundación OSDE y la Secretaría de Políticas Universitarias (Ministerio de Educación).

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