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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.32 Rosario dic. 2016

 

ARTÍCULOS

Elecciones y régimen político en los Estados Unidos

Elections and Political Regime in the United States

 

Martín Plot

Martín Plot es Investigador Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y Profesor Titular del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, Argentina. E-mail: plotm17@gmail.com


resumen

Las elecciones generales, y en particular las elecciones presidenciales en sistemas presidencialistas, son mucho más que instancias en las que se seleccionan representantes. Las elecciones generales son acontecimientos deliberativos que, como aquí se propone, podrían denominarse “escenas deliberativas institucionalizadas”. La elección presidencial de 2016 en los Estados Unidos fue una escena deliberativa institucionalizada particularmente relevante para el futuro del régimen político estadounidense. Inscripto en el marco conceptual elaborado por Claude Lefort, el artículo sugiere una rearticulación parcial de su tipología de regímenes políticos para, a partir de esa rearticulación –y en paralelo con la teorización de regímenes constitucionales de Bruce Ackerman– abocarse a la consideración de la incidencia de este proceso electoral en un Estados Unidos todavía dominado por las transformaciones culturales y políticas generadas por los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.

palabras clave: Escenas deliberativas; Regímenes de la política; Régimen constitucional; Elecciones presidenciales; Estados Unidos; Lefort; Ackerman.

summary

General elections, and particularly presidential elections in presidentialist systems, are much more than instances for the selection of representatives. Here it is suggested that general elections are deliberative events that could be called “institutionalized deliberative scenes”. The presidential election of 2016 in the United States was an institutionalized deliberative scene particularly relevant for the future of the American political regime. Inscribed in Claude Lefort’s conceptual framework, the article puts forward a partial re-articulation of his typology of political regimes in order to—and in parallel with Bruce Ackerman’s theorization of constitutional regimes—proceed to the analysis of this electoral process’ incidence on a United States still under the spell of the cultural and political transformations generated by the September 11th of 2001 terrorist attacks.

keywords: Deliberative scenes; Regimes of politics; Constitutional regimes; Presidential elections; United States; Lefort; Ackerman.


I

En la obra de los teóricos deliberativos de la democracia, el debate público suele ser imaginado como un proceso constante, omnipresente e idealmente ordenado por procedimientos basados en principios de justicia normativamente justificados, y es esta forma de concebir la deliberación la que lleva a la inevitable frustración motivada por el carácter inconsistente y errático de la deliberación-verdaderamente-existente. Ante esta perplejidad teórico-interpretativa, querría comenzar haciendo una sugerencia: la de tratar de capturar la lógica acontecimental que caracteriza, en mi opinión, a la deliberación pública, mediante el uso del concepto –acuñado hace ya unos años– de "escenas deliberativas institucionalizadas".1 ¿Qué quiero decir con "lógica acontecimental de la deliberación pública"? Lo que quiero decir con esta expresión es que la deliberación raramente, si es que alguna vez lo hace, tiene por foco central de atención los principios generales alrededor de los cuales debería organizarse la vida colectiva. Para decirlo parafraseando la lectura que del Kant del juicio estético hiciese Arendt (1989), la deliberación pública casi nunca va de lo general a lo particular sino que, a la inversa, suele ir de lo particular a lo general, y estos "particulares" que motivan la deliberación pública suelen ser acontecimientos, usualmente imprevistos o al menos contingentes en su aparición.
Tanto los atentados terroristas contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos como el estallido y la declaración del Estado de sitio en diciembre de ese mismo año aquí en la Argentina –o, para no irnos tan lejos en el tiempo y limitarnos, sólo a modo de ejemplo, a nuestro país, también "la 125", los sucesivos cacerolazos, las muertes tanto de Kirchner como de Nisman, etc.– fueron aquello que, precisamente para capturar el carácter acontecimental de la deliberación, propongo llamar "escenas deliberativas". Pero, ¿por qué llamar "escenas" a esas circunstancias de la vida pública? Porque la noción sugiere tanto un tiempo como un espacio, un lugar y un tiempo localizado en el que se da un acontecimiento que, por su impacto en la vida colectiva, por la atención generalizada que despierta, por el quiebre que parece introducir en el curso de la vida social y política, por el desplazamiento que produce en el modo de concebir el estado de las cosas, por todo eso hace que la sociedad, nuevamente como diría Arendt (1998), "pare y piense", es decir, debata lo ocurrido y delibere sobre lo que está en juego y su impacto sobre el porvenir. Deliberación que se hará poniendo en juego una pluralidad de horizontes que, ellos sí, ofrecerán un contorno de los principios mismos de organización –siempre múltiples– que rigen o debieran regir la vida colectiva.
¿Por qué horizontes? Porque un horizonte funciona, como lo sugiere la tradición fenomenológica, como trasfondo, como aquello con lo que hace contraste todo sobre lo que posamos la mirada. Pero no sólo eso, un horizonte también es un compás, una brújula que sugiere una direccionalidad. Un horizonte opera como un objetivo al que no se llega pero que organiza el viaje, que establece las coordenadas que guían el sentido –en su doble acepción de significación y direccionalidad– de aquello que se emprende. La "estructura de horizonte", como diría Merleau-Ponty (1957), no es en realidad una estructura sino más bien un principio de estructuración, un organizador de sentidos y sinsentidos, de visibilidades e invisibilidades, de lo pensable y lo impensable. Digamos, anticipando algo de lo que plantearé más adelante, una estructura de horizonte es un "régimen" que, por su carácter de organización de lo perceptual y lo sensible en general, podríamos llamar "estético".
Pero antes de pasar a la cuestión de los regímenes, permítanme seguir con la consideración de las escenas deliberativas: si éstas advienen en respuesta a un acontecimiento, y estos acontecimientos son, como es de esperarse, relativamente impredecibles y contingentes, ¿qué quiero subrayar yo con lo de "escenas deliberativas institucionalizadas"? Lo que quiero decir con esta noción es que los acontecimientos que disparan la deliberación pública, aquellos hechos que al simplemente acaecer instituyen una escena, un tiempo y un lugar, en el que –y luego, más adelante, acerca del que– se debaten y se evalúan aspectos relevantes de la vida colectiva, no tienen que necesariamente irrumpir de la nada, como un rayo en el desierto. Y lamento defraudar con esto a aquellos que esperan que las escenas deliberativas, por ser acontecimentales, apunten al real lacaniano o baduiano, al sublime irrepresentable del Kant de Lyotard, al ex-nihilo de diversos autores continentales o al milagro teológico-político de la excepción schmittiana. Lamentablemente, ni las escenas ni los acontecimientos son tan bíblicos como las entidades mencionadas –aunque sí podría decirse de ellos, tanto de las escenas deliberativas como de los acontecimientos que las disparan, que, en efecto, pueden ser "rayos en el desierto", ya que, salvo en la matriz de la imaginación milenarista, los rayos suelen siempre provenir, sin perder por ello su carácter contingente, de tormentas u otros fenómenos meteorológicos reconocibles... Lo que quiero sugerir con esto es que hasta las escenas deliberativas no-institucionalizadas pueden ser, una vez ocurridas, inscriptas en un contexto que las hizo posibles y que generó las condiciones de su aparición– sin por eso poder reducir estos contextos y condiciones a la categoría determinista de "causas".
¿Qué agrega entonces el mencionado carácter institucionalizado de las escenas deliberativas institucionalizadas a la ya presente dimensión situada y condicionada de toda escena deliberativa? Tocqueville –en una sección de su Democracia en América muy bien titulada "Crisis de la elección"– dijo lo siguiente de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos (y permítanme citarlo algo extendidamente, ya que será mi única cita en este texto):
Los americanos están acostumbrados a toda clase de elecciones. La experiencia les ha enseñado hasta qué grado de agitación pueden llegar y dónde deben detenerse (…). Así y todo, el momento de la elección del Presidente de los Estados Unidos puede considerarse como una época de crisis nacional.
La influencia que ejerce el Presidente sobre la marcha de los asuntos es, ciertamente, débil e indirecta, pero se extiende sobre toda la nación; la elección del presidente importa sólo moderadamente a cada ciudadano, pero importa a todos ellos. Y un interés, por pequeño que sea, adquiere gran relevancia desde el momento en que se convierte en interés general.
[Los] partidos, en los Estados Unidos lo mismo que en otros lugares, sienten la necesidad de agruparse alrededor de un hombre, para llegar más fácilmente a hacerse comprender por las multitudes. Así pues, en general se sirven del nombre del candidato a la presidencia como un símbolo, personificando en él sus teorías. De este modo, los partidos tienen gran interés en decidir la elección a su favor, no tanto para lograr el triunfo de sus doctrinas con ayuda del presidente elegido, como para demostrar, con su elección, que estas doctrinas han conquistado la mayoría.
(...) A medida que se aproxima la elección, las intrigas se hacen más activas, y la agitación más viva y extensa. Los ciudadanos se dividen en diversos campos, cada uno de los cuales toma el nombre de su candidato. La nación entera cae en un estado febril, la elección constituye el texto cotidiano de los periódicos, el tema de todas las conversaciones particulares, la finalidad de todas las gestiones, el objeto de todos los pensamientos y el único interés del momento presente.
Cierto que tan pronto como la fortuna se ha pronunciado este ardor se disipa, todo se calma y las aguas, [por] un momento desbordadas, vuelven tranquilamente a su cauce. Pero, ¿no es sorprendente que [esa] tormenta haya podido desencadenarse? (Tocqueville, 1984: 141-2).2
No creo estar en condiciones de describirlo mejor: las escenas deliberativas institucionalizadas son aquellos acontecimientos de la vida política que tienen lo que podríamos llamar "rango constitucional", pero en el sentido de Bruce Ackerman (1998) (volveré brevemente sobre esto al final): acontecimientos que están reglados y pautados de antemano con mayor o menor nivel de institucionalización; que son periódicos e ilimitados –"ilimitada y periódica" decía Borges (2009) que era la biblioteca de Babel, una de sus tantas figuras del universo, o de un cosmos dado en el pluriverso de su imaginación, para ser más precisos–. Estos acontecimientos son periódicos, porque está regulada su aparición temporal, y son ilimitados en un doble sentido: porque no se sabe cuáles serán sus consecuencias ni se estipula en qué momento dejarán de acaecer. Se los podría llamar también "sobrereflexivos" e "hiperdialécticos", en este caso utilizando nociones del Merleau-Ponty de Lo visible y lo invisible (2010).
Convenciones colectivas de trabajo, conmemoraciones nacionales, exposiciones, congresos, sesiones ordinarias, asambleas anuales de club, convenciones partidarias –y hasta convenciones constituyentes, si Thomas Jefferson hubiese tenido éxito al sugerir la inclusión de su convocatoria periódica (cada 19 años) en el texto de la constitución estadounidense– todos ellos son o podrían haberse convertido en escenas deliberativas institucionalizadas. Pero como bien lo indica la agitación descripta por el primer gran etnógrafo de la sociedad y la política norteamericanas que fue Tocqueville, las principales escenas deliberativas institucionalizadas de las democracias modernas son los procesos electorales y, en los regímenes presidencialistas, las elecciones presidenciales en particular.

II

La oposición entre ciencia y filosofía política –la una, usualmente interesada en el funcionamiento de las instituciones y, entre ellas, de los procesos electorales; la otra, usualmente enfocada en los principios generales que dan forma a la sociedad y, entre ellos, a la cuestión del régimen político– se ha convertido en un lugar común, funcionando para ambas perspectivas como uno de los mecanismos identificadores del otro negado que valida la posición propia. Para los cientistas políticos, en el mejor de los casos la filosofía política aporta, a la comprensión del ejercicio del poder y la vida pública en general, poco más que una multiplicidad de ideas abstractas a las que se puede citar, más o menos al azar, para ilustrar aspectos que surgen de la observación empírica. Para la filosofía política, en cambio, y también en el mejor de los casos, la ciencia política es ese modo de abordaje de los asuntos políticos que, surgiendo de un olvido deliberado –el de la cuestión de "lo político" como aquello que instituye un determinado régimen de instituciones, horizontes y prácticas políticas que dan forma a una sociedad dada– no puede aportar más que ciertas regularidades empíricas a las que sólo puede dárseles sentido en un plano completamente distinto de reflexión –por supuesto, el de la filosofía política misma–. Quisiera sugerir aquí una manifestación más, o quizá una forma particularmente ilustrativa y específica, de esta oposición: la de la relación que la filosofía y la ciencia política –sobre todo en Sudamérica y Europa– establecen con los Estados Unidos como entidad política; no tomándola suficientemente en serio la primera y tomándola demasiado en serio la segunda.
Para no perder demasiado tiempo en este punto, permítaseme rápidamente sugerir que una de las pocas excepciones a esta oposición, es decir, uno de los pocos filósofos políticos de los llamados continentales para los que los Estados Unidos fueron o son algo más que una vasta geografía habitada por consumistas despolitizados, organizados estatalmente como la vanguardia militar del imperio del capital global, fue el filósofo de la democracia moderna, Claude Lefort (2004). Efectivamente, Lefort, él mismo directamente, e indirectamente a través de su interés por la obra del citado Tocqueville, tomó bastante más en serio a la experiencia política norteamericana, y a su lugar en el advenimiento de la democracia moderna, de lo que nos tiene acostumbrados la filosofía política continental. Trataré así de aprovechar este ejemplo y de, a partir de él, construir un puente entre la teorización de la democracia y la observación e interpretación de los procesos electorales en tanto que escenas deliberativas institucionalizadas, prestando particular atención al proceso electoral de 2016.
Creo que es comprendiendo las transformaciones ocurridas luego y a propósito de la principal escena deliberativa no-institucionalizada de este siglo en Estados Unidos, es decir, del 11 de septiembre de 2001, que podríamos comenzar a dar con la clave para entender los principales lineamientos de lo que adviene en la escena deliberativa institucionalizada de hoy. Lo que provoca inmediatamente perplejidad al analizar las transformaciones, tanto institucionales como imaginarias, producidas durante y desde aquella escena deliberativa de septiembre de 2001, es la manera en la que los Estados Unidos pareciera estar distanciándose aceleradamente de las cuatro dimensiones centrales de la democracia moderna de acuerdo a Lefort. Para decirlo sintéticamente, hagamos las siguientes observaciones:
1) cada vez más frecuentemente, la sociedad norteamericana y sus principales actores políticos se muestran incapaces de tolerar con naturalidad una imagen de la sociedad como dividida; como ineludible y espontáneamente conflictiva, plural y en estado de permanente alteración. Esto lleva, a esta sociedad y a estos actores, a mostrar una creciente fascinación con la idea –fantástica como no puede serlo de otro modo; fantástica pero no por eso menos operante e instituyente– de un pueblo Uno e indivisible;
2) el lugar del poder, ese lugar simbólico de sutura estructural (como alguna vez, en épocas más de hegemonía que de populismo, lo llamara Ernesto Laclau), que según Lefort (por eso este último hubiese sido crítico de la deriva teórica del primero) en una democracia no puede ni debe ser ocupado permanentemente por actor alguno, parece estar siendo crecientemente reocupado, y peligrosamente encarnado, en un actor social determinado (el 1%, como lo denunció Occupy Wall Street), como consecuencia de la conquista plutocrática del proceso político y de sus mecanismos estatales, fenómeno que explica el inesperado papel cumplido por Bernie Sanders, y en gran medida y paradójicamente, dado su carácter de plutócrata él mismo, por Donald Trump, en las primarias presidenciales de 2016;
3) el hecho de que, como insistía el ex-vicepresidente Dick Cheney durante los orígenes de la guerra contra el terrorismo, "el 11 de septiembre lo ha cambiado todo", y esto significaba y significa que los Estados Unidos estaba y está atrapado por la obsesión, y una vez más la fantasía (una vez más: no por eso ni operante ni instituyente) de una seguridad total; por el anhelo de adquirir una certeza de seguridad que empujaba y ahora empuja más que nunca, como vimos con la candidatura de Trump, a la sociedad a un creciente rechazo a la incertidumbre democrática y en la dirección de una creciente legitimación de la fusión ad-hoc de las esferas del poder, el saber y la ley en todo lo concerniente a la guerra contra el terrorismo (guerra que, a diferencia de las anteriores, es de carácter ilimitado tanto temporal como espacialmente, es decir: no conoce un final empíricamente identificable ni acepta la intervención de la separación de poderes como limitación a su campo de acción); del secuestro y la desaparición o la detención por tiempo indeterminado de sospechosos de terrorismo; de la tortura como forma legítima de proceder en defensa de la seguridad nacional; y, más recientemente, del asesinato estatal global mediante el uso de drones;(y, en otro plano pero no de forma desvinculada) de la detención de decenas de miles de personas en campos de internación para inmigrantes, como políticas públicas instaladas como permanentes herramientas en manos del Estado;
4) que la ya mencionada atracción por la idea de un pueblo Uno e indivisible también se manifiesta –como también puede verse en la fascinación por la candidatura de Trump en la primaria Republicana y, parcialmente, en las elecciones generales– en la obsesión en torno a la necesidad de "purgar" de elementos extraños al cuerpo político; es decir, la necesidad de imaginar una sociedad instituida en oposición a –y purificada de– inmigrantes (fundamentalmente latinoamericanos) y de aquellos que profesan una religión distinta de la mayoritaria (fundamentalmente musulmanes).
Todo esto está, efectivamente, ocurriendo –es decir, la sociedad norteamericana parece hallarse crecientemente en tensión con la disolución de los referentes de certeza descriptos por Lefort– pero sin embargo nos es imposible usar la tipología de regímenes políticos tradicionalmente asociada con su obra. Esta tipología postulaba, para decirlo esquemáticamente, un pasado en el que el régimen de la monarquía teológico-política cristiana había sido reemplazado por la democracia moderna, como consecuencia de las revoluciones democráticas; lo que a su vez provocó la activación del principio generativo de la igualdad y, por lo tanto, la generalización de la disolución de las marcas de certeza estamentarias características del antiguo régimen. Ante esta generalización de la incertidumbre en cuanto al estatus tanto de la entidad política como de las relaciones entre sus miembros hizo que apareciese también el fantasma totalitario: la fantasía del restablecimiento de una unidad radical de lo social desde adentro mismo de la sociedad.
¿Pero, podría decirse acaso que los Estados Unidos de hoy coquetea con la restauración de un régimen teológico-político? Esta pregunta podría formularse teniendo en mente la fascinación mostrada por parte de la sociedad norteamericana por la candidatura de Trump, catalogada por muchos de "populista", pero que, en mi opinión, podríamos definir mejor como "voluntarista", es decir, como motorizada por el anhelo de restaurar, por un mero acto de fe (believe me) un orden jerárquico pre-democrático definido por una supremacía, tanto económica como cultural, de la ahora primera minoría blanca (Make America great again realmente significa, en gran medida, pero sin decirlo, Make America white again). ¿O, alternativamente, está hoy Estados Unidos convirtiéndose en un régimen totalitario? Esta pregunta podría formularse si reducimos la categoría de totalitarismo a una etiqueta multiuso, como suele hacerse con ella, capaz de ser aplicada a todo aquel que nos desagrade, o que nos desagrade en extremo.
Lo que resulta evidente, de todos modos, es que dar respuestas afirmativas a estas preguntas sería, cuanto menos, apresurado. Lo que debiera llevarnos a considerar la posibilidad de que sea necesario ofrecer una reelaboración de esta tipología de regímenes políticos, una reelaboración que nos permita darle sentido al doble fenómeno que se nos aparece: la distancia crecientemente establecida entre la sociedad estadounidense post-11 de septiembre de 2011 y la indeterminación democrática por un lado, y al hecho de que esta sociedad que se dibuja en el horizonte no pueda ser simplemente catalogada como totalitaria o teológico-política.

III

El elemento fundamental de esta reelaboración debiera constituirlo la postulación de que estos regímenes, más que formas alternativas y completas en sí mismas de institución de la sociedad, sean más bien entendidos como horizontes en el sentido antes mencionado del término, es decir, como indicando tanto direccionalidad como contraste, haciendo así posible sentidos e identificaciones diferentes, coexistentes y en conflicto los unos con los otros en un tiempo y lugar determinado. Más específicamente: si bien es cierto que la disolución igualitaria de las marcas de certeza y la incertidumbre democrática parecieran ser las características más salientes de las sociedades que más experimentaron la secularización de sus instituciones, sus prácticas y sus creencias, lo que parece problemático es concebir al horizonte teológico de la política como algo dejado definitivamente en el pasado, o al horizonte totalitario como una amenaza sólo potencialmente futura y no operante o instituyente en tiempos mayormente democráticos.
A partir de esta reelaboración, podríamos decir que el régimen teológico de la política –que desde esta perspectiva no desaparece una vez desplazado por la revolución democrática sino que es más bien relegado y temporalmente doblegado en su capacidad de incidir en la institución de las prioridades, visibilidades y autopercepción general de la sociedad– funda, sí, sus pretensiones de legitimidad en una fuente externa y constituyente de la unidad de lo social. Pero el horizonte teológico-político no necesita ser literalmente teológico; aunque, evidentemente, puede muy bien serlo, como lo atestigua tanto el presente global de fundamentalismos religiosos en general como el caso particular del cristianismo político en los Estados Unidos. El horizonte teológico de la política simplemente requiere de la fascinación con el gesto de la encarnación, es decir, necesita estar cautivado por la posibilidad de que el enigma de la exterioridad de la voluntad, ya sea divina o de una nación o un pueblo idealizados como Uno e indivisible, pueda de ser materializado y representado plenamente en el corazón de la sociedad.
Por otro lado, el régimen epistémico de la política –ese que en su forma radical del totalitarismo, pero también en sus manifestaciones menos puras, reivindica para sí el acceso a una verdad de la sociedad que debiera quedar a resguardo de la conflictividad propia de una sociedad dividida e incierta con respecto a su propio destino y configuración– niega la existencia de aquella fuente externa, teológico-política, de la sociedad. Este régimen epistémico, a la inversa, supone que la institución de aquélla es enteramente orgánica y potencialmente transparente y espontáneamente organizada: sobre todo si los procesos que son "sabidos" como centrales a dicho organismo social no son obstaculizados por elementos "externos" a su funcionamiento. Por supuesto, estos elementos externos pueden ser tanto la contingencia y la polifonía de la política democrática como la "irracionalidad" del horizonte teológico-político; polifonía o irracionalidad que bañan de opacidad a lo social, haciendo que éste deje de ser transparente al punto de vista epistémico.
Así, este régimen epistémico-político, entendido también como horizonte, tampoco es enteramente desactivado en los períodos en los que no hay un actor político capaz de reclamar efectivamente para sí un saber absoluto sobre el funcionamiento de la sociedad que deba ser sustraído a la indeterminación política. En definitiva, el horizonte epistémico de la política está también cautivado por la fantasía de la encarnación, sólo que éste no es voluntarista sino racionalista: no es la fe en la voluntad de la nación, del pueblo o de Dios lo que debe sustraerse a la contingencia de la democracia, sino el saber técnico o normativo (por lo general poco más que la ideología de una red plutocrática de ocupación del lugar del poder) sobre el funcionamiento del Estado o las leyes de la sociedad.
Finalmente, estos regímenes antagónicos de la política –el teológico y el epistémico– suelen cancelarse mutuamente o bien enfrentarse fuertemente. Pero esto no siempre ocurre, ya que tampoco es inusual para ellos encontrarse en un suelo común en su rechazo al tercer horizonte organizador de la vida colectiva, uno que es visto desde aquellas perspectivas como inaceptablemente ambivalente y desestabilizador pero que, en los Estados Unidos, ha sido hegemónico y creciente, pero no linealmente creciente (Ackerman, 1998), desde la revolución de 1776/89: el régimen estético de la política, aquel que asume el carácter irreductiblemente multiperspectivo de la sociedad.
El régimen estético (o democrático, para usar la acepción usual del término "democracia") de la política, entonces, es el horizonte cuyo gesto central es el de la institucionalización de la indeterminación –esto es, la institucionalización de la aceptación abierta y plural de que no hay decisión final ni solución definitiva al enigma de la institución de la sociedad; de que ésta es, como decíamos, ilimitada y periódica; y de que lo único que prima y debe primar (y esto crecientemente, salvo que el horizonte estético de la política sea exitosamente doblegado, en su carácter hegemónico, por alguno de los horizontes alternativos, ya sea el teológico o el epistémico) es el sentido igualitario de esta "multi-perspectividad"–.3
¿Qué es lo que esta complicación de la tipología lefortiana de regímenes teológico (voluntarista), totalitario (epistémico) y democrático (estético) de la política, haciéndolos coexistentes y en competencia los unos con los otros, habilita a hacer lo que su versión rígida impedía? Lo que esta complicación habilita es la identificación de incrementos relativos de la presencia, o de alianzas posibles, de horizontes organizadores de sentidos y de políticas, de visibilidades e invisibilidades. Así, cuando las sociedades contemporáneas experimentan, ante la perplejidad de muchos, la decisión de Gran Bretaña de abandonar la Unión Europea o la marcha indetenible de Trump en los Estados Unidos, estos acontecimientos deben ser vistos no como la irrupción, de la noche a la mañana, de una entidad política de nuevo tipo, sino como la emergencia de configuraciones que, en el mediano o largo plazo, sí pueden llegar a presentársenos bajo el aspecto de institución y horizontes de sentido que tengan implicancia en la consolidación de una forma de sociedad de nuevo tipo. Lamentablemente, de todos modos, estas mutaciones no se dan de un día para el otro, lo que nos permitiría reaccionar rápidamente si fuera que no nos agradan sus resultados.

IV

Permítanme cerrar con algunas referencias más concretas al proceso electoral de 2016, entrelazadas con uno de los modos, mencionado ya muy sintéticamente, en los que lo que yo llamo horizontes o regímenes de la política ha sido teorizado recientemente en los Estados Unidos.
El teórico en cuestión es Bruce Ackerman, constitucionalista heterodoxo para quien la cuestión constitucional no es la de un texto sagrado y originario, legado por sabios para la posteridad de una entidad política, sino más bien la de un "régimen" que se extiende en el tiempo como consecuencia de procesos instituyentes, por lo general prolongados por períodos no despreciables de tiempo en su capacidad precisamente instituyente (medidos en años o pocas décadas), pero que eventualmente se estabilizan, inaugurando un nuevo régimen de política "normal", en el que los tribunales y los abogados, los juicios y las leyes, se dedican mayormente a asegurar su durabilidad (medido en término de varias décadas pero hasta ahora no de siglos). Esta durabilidad, de todos modos, está ineludible y también eventualmente sujeta a transformación, pero esto ocurre sólo durante intensos y, como dije, no despreciables períodos de tiempo, en los que "We the People" logra consolidar, tanto en instituciones como en la imaginación colectiva, un nuevo régimen constitucional (Ackerman, 1998).
En esta (hiper)dialéctica de "momentos constitucionales" y "política normal" teorizada por Ackerman, las crisis políticas son aquellas que suelen convertirse en lo que propuse llamar escenas deliberativas; escenas que pueden dar lugar o no a un momento constitucional. Para Ackerman, los momentos constitucionales en la historia de los Estados Unidos han sido, fundamentalmente, tres: 1) la fundación propiamente dicha; 2) la guerra civil y la reconstrucción; y 3) el New Deal y la "revolución" de los derechos civiles. Digo "fundamentalmente" porque puede que haya un cuarto momento constitucional en germen, ya que todavía está por verse cuál será el estatus del momento actual –si será constitucional, es decir, instituyente, o normal, es decir, repelido por las cortes–.
Según Ackerman, el momento actual se anunció en tres administraciones republicanas distintas: la de Richard Nixon, en el episodio de criminalidad presidencial conocido como Watergate; la de Ronald Reagan, en el episodio de criminalidad presidencial conocido como Irán/Contras; y la de George W. Bush, en el episodio de criminalidad presidencial conocido como guerra contra el terrorismo. El problema radica en que, si bien los primeros dos episodios de criminalidad presidencial fueron seguidos de momentos de "política normal", en los que ciertos elementos de dicha criminalidad fueron repelidos por las cortes y el Congreso por anti-constitucionales (que, para ser claro, en Ackerman significan "anti-régimen constitucional" y no "anti-texto constitucional"), el último, en cambio, parece haber inaugurado un período que Ackerman (2010) no duda en denominar como "declive y caída de la república norteamericana".
En su conceptualización (y en la sugerida aquí con la ayuda de otras fuentes teóricas), el nuevo régimen constitucional, dominado por un hiperpresidencialismo de guerra ilimitada, no hace desaparecer los regímenes anteriores (y en tensión con éste), dominados por una expansiva noción de igualdad ante la ley y en el proceso político. Lo que todavía no está resuelto es cómo será estabilizada esta tensión. Mi hipótesis es pesimista: creo que el episodio fundamental de esta tensión se dirimió en las primarias de 2016 en ambos partidos, y que en ambos partidos triunfó el hiperpresidencialismo de guerra ilimitada, en uno de ellos, dominado por el horizonte teológico de la política (Trump) y, en el otro, por el epistémico (Clinton).
El hecho político central de 2016 lo fue Trump (mérito compartido en parte con Sanders). Lo fue Trump porque su discurso y sus prácticas, el horizonte que delinea sus políticas, es claramente uno de rechazo a la incertidumbre igualitaria y a la desimbricación del derecho, el saber y el poder, y porque lo hace deliberada y explícitamente. Asimismo, la campaña de Trump triunfó en la interna republicana y disputó palmo a palmo las elecciones presidenciales. Pero el otro hecho político del año, la campaña de Sanders –es decir, la articulación de un horizonte igualitarista, democrático y anti-neoconservador, crítico tanto de los republicanos en carácter de agentes de vanguardia de este hiperpresidencialismo de guerra ilimitada, así como de Obama y Clinton en tanto parcialmente co-responsables de la encarnación plutocrática del poder–, fue derrotado (por escaso margen, pero derrotado al fin).
Sin importar quién gane el 8 de noviembre, la pregunta entonces era y es: ¿nos encontramos ya viviendo en un nuevo régimen constitucional?  O, más aún, y dado que la dimensión clave de la guerra contra el terrorismo es su carácter ilimitado, ¿tiene este fenómeno la capacidad de convertirse en la piedra angular de un cambio en la forma de sociedad? El autor de este texto, por lo menos, no lo sabe aún. Pero permítanme solamente aludir a una particularidad de la situación discursiva en el "nuevo régimen". En estos años, la izquierda estadounidense, tanto liberal como radical, muchas veces se mostró incapaz de desarrollar una crítica eficaz de la guerra contra el terrorismo. Las múltiples circunstancias en las que la denuncia de esta guerra es inmediatamente trivializada como una versión más de "guerras" metafóricas como la guerra contra la pobreza, la guerra contra las drogas, etc., recuerda la interrogación lefortiana sobre la dificultad que la izquierda europea continental tuvo en su momento para desarrollar una crítica profunda y conceptual del totalitarismo. La respuesta de Lefort a ese enigma fue, como siempre, engañosamente simple: la izquierda no piensa en términos políticos, y el totalitarismo es un fenómeno político. Habiendo ya esgrimido suficientemente el argumento, líneas más arriba, de que no es posible caracterizar a la sociedad norteamericana como simplemente en tren de restituir formas de sociedad teológico-política o totalitaria, permítanme, para concluir, afirmar lo siguiente: la guerra contra el terrorismo y sus consecuencias en los Estados Unidos y su forma de sociedad (y, probablemente, en la sociedad de nuestro tiempo y en nuestras latitudes) es, fundamentalmente, un fenómeno político y, por lo tanto, debe ser pensado como tal.

Referencias

1 Para un desarrollo más extenso del concepto, ver Martín Plot (2008).

2 Traducción levemente modificada.

3 Para una elaboración más detallada de esta conceptualización, ver Plot (2014).

Bibliografía

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Recibido: 16/09/2016.
Aceptado: 17/10/2016.

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