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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.40 supl.1 Rosario dic. 2020

 

ARTÍCULOS

Aspectos políticos de la “nueva normalidad” en América Latina *

Manuel Alcántara

Manuel Alcántara es docente e investigador de la Universidad de Salamanca, España. E-mail: malcanta@usal.es

La política en América Latina cuenta con rasgos muy heterogéneos, asentados en las últimas décadas, que han contribuido a definir con bastante nitidez sus principales líneas maestras fijadas de manera dinámica. El resultado son países donde prima el presidencialismo, así como ciertas tensiones en los procesos descentralizadores con profundas diferencias en lo que atinente al grado de calidad de sus democracias (Alcántara, 2020). Sin embargo, en 2020 se da un contexto de gran homogeneidad, influido por la pandemia de la Covid-19, que llegó a la región de manera generalizada en los últimos días de febrero y los primeros de marzo. En agosto, no termina de alcanzar su mayor impacto, y da paso a un escenario denominado de “nueva normalidad”. Esta situación, a su vez, se superpone con otra de mayor densidad, configurada paulatinamente a lo largo del último cuarto de siglo, y que se define por la era exponencial1 que ha supuesto la irrupción irrestricta de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (TICs).
El presente texto2 se divide en dos partes, a las que se añaden unas consideraciones finales. En la primera, se aborda el escenario político existente a inicios de 2020, con el énfasis puesto en los legados del pasado reciente, mientras que en su segunda parte se enuncian seis aspectos que tendrán una relevancia notable en los tiempos venideros. Su carácter general es ensayístico y su finalidad principal estriba en abrir debates que son necesarios en el ámbito público y que no debieran quedar recluidos en la arena académica. Algunos de los puntos abordados requieren una validación empírica, tanto de su contenido como de su impacto.

I. Los legados del pasado reciente

Durante el segundo semestre de 2019, la vida política latinoamericana confirmaba la inercia que había venido configurándose en la región a lo largo de las tres décadas anteriores, integradas las peculiaridades de la coyuntura del momento. Las elecciones servían para brindar la alternancia en el gobierno (Argentina y Uruguay), pero también para mostrar que a veces el conflicto no se canaliza a través de ellas, ya que son manipuladas, de manera que terminan formando parte de él, y llegan incluso a incrementar la polarización (Bolivia). En la economía, los datos no habían resultado satisfactorios, con un crecimiento anual del 0,2%, aunque se vaticinaba que en 2020 sería del 1,8%. En el día a día, estallidos sociales de diferente naturaleza estaban presentes en una parte notable de las ciudades de la región. Las ciudades de San Juan de Puerto Rico, Santiago de Chile, Bogotá, Lima, Quito y La Paz eran testigos de movilizaciones que ponían de relieve un profundo malestar ciudadano. El hilo conductor no era único, pero recogía la crispación existente contra el poder, por la arrogancia en su conducción, la corrupción generalizada, las promesas incumplidas y la incertidumbre ante un futuro problemático.
Lo anterior acontecía en un medio dominado por el mantenimiento de pautas históricas de profunda desigualdad, precariedad e inseguridad, en los que las narrativas –no necesariamente políticas– dibujaban un panorama de polarización extrema. Del lado institucional, el panorama se delineaba sobre pautas asentadas con cierto arraigo histórico: el presidencialismo, la regularidad de los procesos electorales, la tibieza en los procesos descentralizadores, el sempiterno y omnipresente papel de la corporación militar –ahora menos expuesta en público–, la presencia de partidos políticos de naturaleza muy diferente, y la inevitable referencia a la presencia de Estados Unidos, que paulatinamente, desde el inicio del nuevo siglo, y al menos en el ámbito de la economía, venía siendo disputada por el creciente activismo de China. En paralelo, la región se encontraba en el cierre de un período de agotamiento de la marea integracionista que había vivido en el último cuarto de siglo, con el finiquito de Unasur, la grave crisis del Mercosur, el anquilosamiento de CELAC y la tibieza de la Alianza del Pacífico.
Al finalizar 2019, los países latinoamericanos, sin obviar las enormes diferencias que ameritan análisis individuales, como ya he defendido en un texto reciente donde se recogen análisis de las elecciones habidas entre 2017 y 2019, vivían en un escenario de democracia fatigada (Alcántara, 2020). Este escenario se proyectaba en el ya citado malestar imperante en unas sociedades líquidas, según la concepción de Bauman (2002), donde el imperio cultural del neoliberalismo había exacerbado el individualismo y el egotismo. La gente, desafecta con lo público, incrementaba sus niveles de desconfianza en las instituciones y subrayaba su insatisfacción con el funcionamiento de la democracia. Las formas tradicionales de acción colectiva y las lógicas de solidaridad se encontraban profundamente debilitadas por la presión de la competencia irrestricta, asumida como un patrón cultural de comportamiento fuertemente asentado, y solo había expresiones consistentes mediante la ocupación de las calles, que daban un alto sentido de pertenencia a las multitudes congregadas.
A su vez, la democracia estaba fatigada por el quebranto de la función tradicional de partidos políticos que soportaban un severo desgaste a la hora de articular identidades, ya que cada vez era menor la identificación de la gente con ellos, como de mantener la estabilidad en los lazos de pertenencia de la militancia, o de apego de sus simpatizantes. Por otra parte, los partidos, que siguieron teniendo una vívida presencia en el panorama político, como lo evidencia el hecho de que las presidencias estuvieran ocupadas por personas con adscripción –y pasado– partidista, fueron capturados en sistemas presidencialistas por individuos con aspiraciones particulares. Además, los sistemas de partidos mostraban de una elección a la siguiente que su número crecía, así como su volatilidad electoral. Este escenario suponía una manifiesta banalización de la democracia en los términos expresados por Mair (2015).
Otro aspecto peculiar muy generalizable a un buen número de países era la relevancia del Poder Judicial como actor político, al convertirse en el ejecutor de la responsabilidad política con clara capacidad sancionadora. La evidencia de esta afirmación se sostiene en el alto número de primeros mandatarios que han sido juzgados –y condenados– en la última década como consecuencia de denuncias de corrupción.3 Este factor constituía una práctica novedosa en la vida política de la región.
Un último elemento de estas democracias fatigadas lo constituían los Estados con capacidades mínimas en sociedades con altos índices de informalidad. Tras dos largas décadas de recetas neoliberales, el achicamiento estatal había llegado a un nivel en el que su posibilidad de intervención mediante políticas públicas era en extremo menguada. A ello se añadían dos factores que terminaron por ser rasgos característicos de la política latinoamericana: la incapacidad para establecer una función pública meritocrática, profesional e independiente del poder político (por lo que las pautas de reclutamiento eran, a las claras, discrecionales e inciertas), y la negligencia a la hora de llevar a cabo una política fiscal mínimamente progresiva, con lo cual la presión fiscal permaneció en valores promedio inferiores a diez puntos porcentuales de la media de la de los países de la OCDE.
Ahora bien, nada de lo que se señala a continuación es ajeno al escenario económico mundial asentado ya desde hace al menos tres lustros, y cuya configuración se ha visto fuertemente consolidada con la pandemia.4 Se trata de una arena dominada por conglomerados empresariales5 de insólito vigor, insertos en la nueva economía de la materia oscura, de lo intangible y de lo simbólico6, que ha potenciado una nueva forma de capitalismo denominada “capitalismo de vigilancia”, con efectos profundos en el juego de la política.7 Su actuación se yergue al amparo del cambio trascendental que ha venido acaeciendo a lo largo del último cuarto de siglo en el ámbito de las tecnologías de la información y de la comunicación (TICs), cuando fue una realidad determinante la capacidad de almacenar los datos generados y, posteriormente, poder convertirlos en patrones susceptibles de ser comercializados8, con lo cual adquieren una naturaleza de activos financieros.
La presente revolución tecnológica se inserta en la historia de la humanidad como una de las grandes transformaciones habidas en todos los tiempos. Su carácter complejo parece no tener fin; el hecho de estar al borde de la denominada “supremacía cuántica” y su inmediato impacto en el mundo de la computación es una de las últimas evidencias.9
Desde la perspectiva de la política, los nuevos soportes en las TICs tienen un impacto enorme que continúa la huella que dejó en nuestra civilización la expansión de la imprenta y el saber leer, potenciando el énfasis en la fe individual –Lutero– que tanto contribuyó a que la verdad fuera paulatinamente algo de raíz subjetiva, hasta llegar al momento actual, en el que se caracteriza por su gran plasticidad. Además, lo que viene a revalidarla es la aceptación social, ya que en la actualidad “la verdad, en lugar de ser el resultado de testimonios contrastados, se convierte en el veredicto de un refrendo constante de audiencias” (Blatt, 2018: 105).
Las TICs tienen siete características que configuran su frescura y su trascendencia.10 En primer lugar, son universales.11 En segundo término, son inmediatas, es decir, permiten la conectividad instantánea, en tiempo real. En tercer lugar, son portables y facilitan que la referida conectividad sea permanente, y los usuarios se conectan desde no importa dónde, se esté en virtud del acceso prácticamente irrestricto. En cuarto lugar, son reflexivas y posibilitan la respuesta y la interconexión. En quinto término, facilitan la hiperconectividad, por la que se puede estar a la vez en diferentes escenarios, y son multifuncionales.12 En sexto lugar, permiten agregar y almacenar técnicamente multitud –millones– de preferencias. Finalmente, su propagación ha sido vertiginosa, pues el escenario recién descrito se ha alzado en un cuarto de siglo.13
Este panorama se ha visto trastocado radicalmente cuando se inicia el segundo semestre de 2020, a causa de la pandemia de Covid-19. Si bien ha impactado en América Latina con un pequeño desfase con respecto a Europa, el furor de su presencia ha sido sobresaliente. Tuvo un alcance en términos nacionales también muy diferente. Mientras que Costa Rica, Paraguay y Uruguay han sufrido un nivel de infección y de fallecimientos muy limitado, Brasil ocupa el segundo lugar en el mundo por afectados y por muertes. México, Perú, Chile y Colombia tienen también altas tasas en relación con el número de sus habitantes; a mediados de agosto se sitúan entre los diez países más afectados por la pandemia. En cuanto a Nicaragua y Venezuela, se ignora realmente el nivel de la extensión e impacto del virus.

II. Seis aspectos clave en el marco de un escenario económico mundial radicalmente diferente

Sin embargo, y sin dejar de reconocer la importancia de la reflexión sobre la tragedia humana que supone la pandemia, el objeto de esta nota trasciende esta última para centrarse en sus efectos desde una perspectiva estrictamente política. Aunque tampoco sea su objetivo, no hay que dejar de lado dos cuestiones primordiales, como son la severa crisis económica, que ya afecta profundamente a los países latinoamericanos, y cuya salida es muy incierta, y el impacto a nivel individual de la experiencia personal vivida durante meses de confinamiento, congelamiento de las relaciones humanas, incremento de la marginalidad y de la precarización e incertidumbre generalizada. Los datos del incremento del número de suicidios y del aumento de las enfermedades mentales dibujan un panorama social y de sanidad pública preocupante. Aislar lo político de este escenario es un ejercicio banal, pero en términos intelectuales puede ejecutarse con la convicción de que se trata de un mero proceso retórico que, no obstante, puede dar luces para la discusión teórica y, quizá, normativa en lo atinente a la –probable– “nueva normalidad”.
Dentro del amplio temario que abarca la Ciencia Política y que, en torno al poder, viene referido a ámbitos perfectamente entrelazados como las instituciones, los procesos, los actores y el comportamiento, quiero abordar media docena de asuntos concernientes al ámbito latinoamericano que considero clave para avanzar en la discusión. Constituyen una agenda intelectual de indudable urgencia para su consideración, en un momento en el que la globalización alcanzada a lo largo de las últimas tres décadas se ha evidenciado, como se ha señalado más arriba, con una expansión a una velocidad vertiginosa, y ha llegado a afectar potencialmente a más de la mitad de la humanidad en un tiempo inverosímil. Se trata de la autoridad, el Estado, la nación, el liderazgo, la virtualidad institucionalizada y la ciudadanía líquida.

La autoridad, de su ejercicio, riesgos y limitaciones

Uno de los asuntos que han sido considerados por doquier estriba en el papel de la autoridad, en sus mecanismos que hacen legítimo su ejercicio, en el necesario acatamiento de sus decisiones –más relevante si cabe en un ámbito excepcional como el presente–, y en el ejercicio de los medios para controlarla. La pulsión hacia el autoritarismo por mor de satisfacer, a veces, ambiciones personales bajo el señuelo de querer obtener resultados positivos; la pérdida de credibilidad de los decisores; y el papel desempeñado por los técnicos han socavado las bases de la siempre frágil legitimidad. Ello contribuye a incrementar el escenario de fatiga descrito anteriormente.
La legitimidad democrática inyecta en el ejercicio de la autoridad una dosis de aceptabilidad por parte de la ciudadanía, que, además, confía en ella. El respeto a las formulaciones constitucionales, la validación de las instancias de poder de manera periódica mediante procesos electorales libres, iguales, competitivos y periódicos, ha venido configurando en la región pautas rutinarias de un comportamiento que ha generado hábitos por los que la vuelta atrás parecía que se hacía cada vez más costosa. La propia rutina de las elecciones, que otorga la posibilidad de la llegada de la oposición al poder, es un mecanismo de consolidación de ese estado de cosas. Por el contrario, en los casos con vocación hegemónica en los que el poder se perpetúa arrinconando o, en el peor de los casos, aniquilando a la oposición, la autoridad queda deslegitimada. Nicaragua y Venezuela se mueven en ese escenario, mientras que Honduras, Paraguay, El Salvador y Bolivia se aproximan.
De manera similar, escenarios de deslegitimación se dan en los casos de radical conflicto entre los poderes del Estado. Perú sería un buen ejemplo, habida cuenta de la confrontación entre el presidente Vizcarra y el Congreso, el cual disolvió, y que luego volvió a constituirse sin mejorar el escenario. Paralelamente, el incumplimiento de las promesas electorales, o la pertinaz ineficiencia a la hora de solucionar problemas que la gente valora como de primera necesidad, se constituyen en elementos tributarios de la desafección, antesala de las crisis políticas más serias que pueden tener lugar. El raquítico apoyo que la ciudadanía confiere a Piñera en términos de valoración de su gestión es asimismo un ejemplo de esta situación.
La pandemia ha exacerbado tres aspectos de la autoridad en América Latina. No se trata de asuntos nuevos, pero su legado debe tenerse en consideración. Se trata, en primer lugar, de la percepción por parte de una gran mayoría de que la autoridad ha actuado sin eficacia por su improvisación, falta de experiencia o de conocimiento, y por el mantenimiento de patrones de amiguismo que rozan la corrupción. En segundo lugar, por la equívoca comunicación a la hora de hacer llegar a la gente las decisiones tomadas, con ausencia, en muchas ocasiones, de un lenguaje claro y de una estrategia comunicacional pedagógica. Finalmente, por la deriva hacia actitudes poco dialogantes con visos casi autoritarios en las que las decisiones se imponían “porque sí”, ausente todo tipo de deliberación o de consenso.

El Estado ha vuelto

Sin dejar de estar presente una forma vicaria del Estado-red, según el término acuñado por Castells (1998), el Estado en América Latina, en un escenario previo de histórica debilidad incrementada por la ola neoliberal que irrumpió a finales de la década de 1980, ha recompuesto urgentemente viejas funciones. Algunas derivan de quehaceres tradicionales, como el control del territorio, tanto en lo relativo a las fronteras como en el ámbito interno, en lo referido a la limitación de la movilidad de las personas. La dimensión de la seguridad se ha adueñado de la gestión de la crisis de manera que las fuerzas armadas, así como las diferentes policías, han adquirido inmediatamente un protagonismo enorme que puede llegar a hipotecar el futuro. De hecho, ya es notable el número de militares que ocupan altos cargos en los diferentes gobiernos de la región (Brasil, México y Perú, fundamentalmente).
Del mismo modo, han cobrado vigencia otras funciones vinculadas con viejas y fundamentales políticas públicas, como la de salud. Impedir que no se produjera el colapso sanitario fue la primera de ellas. Luego se invirtieron recursos en la compra de material sanitario y en la construcción de unidades hospitalarias. Enseguida, han ganado espacio algunas nuevas políticas, como la propuesta del ingreso básico universal o la posibilidad de recuperar cierto porcentaje de lo invertido por parte de los asalariados en los fondos de pensiones, como aconteció en Chile. Sin embargo, la crónica fragilidad presupuestaria de ese Estado ha abierto una discusión inaplazable vinculada con su financiación.
En muchos países, en los que siempre ha estado presente algún tipo de tensión territorial, se han dado diferencias entre el poder central y los de los grandes municipios, Estados, provincias y departamentos. En algunos casos, esto venía derivado de confrontaciones de origen estrictamente político, al tratarse de entidades gobernadas por partidos opositores. La necesidad de algunos mandatarios regionales de crear un contrapeso a la fuerza política del presidente tiene mucho que ver con la búsqueda de mejorar sus opciones electorales próximas, así como la de los partidos políticos donde militan. La pugna entre el presidente colombiano y la alcaldesa de Bogotá es un ejemplo de ello, así como el enfrentamiento entre el presidente brasileño y el gobernador de São Paulo, o la actitud del presidente salvadoreño, sin apoyo en el Legislativo de su país, pero pendiente de elecciones legislativas en marzo de 2021. A finales de mayo de 2020, siete gobernadores mexicanos acordaron aplicar su propia estrategia para salir de la emergencia sanitaria, al margen de las medidas ordenadas por el gobierno federal; el enfrentamiento entre el presidente mexicano y el gobernador de Jalisco fue notorio.
No obstante, en otros casos, el peso de la delincuencia organizada en la gestión de la economía local ha sido el elemento decisivo del pulso. A ello debe sumarse la incapacidad del Estado a la hora del control de ciertos territorios dominados por variopintos actores informales que actúan en el ámbito de la minería ilegal, del narcotráfico o de la insurgencia. Ello explica las razones de que cierto tipo de violencia, como la ejercida contra líderes sociales en Colombia, no se haya reducido durante el confinamiento, como sí ha ocurrido con el crimen común.

La nación revalorizada

La débil configuración de esas comunidades imaginadas que son las naciones, y que había sido cuestionada en los últimos tiempos por razones identitarias basadas en lo étnico, fundamentalmente, pero también en lo religioso y en el género, cobró de pronto un insólito vigor. Si, en los primeros momentos del presente siglo, se popularizó el término “plurinacional”, ahora, arropados en la bandera nacional, se trataba de cerrar filas frente a un desconocido enemigo que venía de afuera y que trascendía las divisiones identitarias configuradas. La retórica patriótica llenó las locuciones públicas, con palabras como “defensa” y “solidaridad nacional”. Asimismo, se promocionaron programas basados en las proclamas de “juntos saldremos” y de “salimos más fuertes”. Del mismo modo, y en conjunción con el punto anterior, la lógica de la centralización se impuso bajo la idea de una sola nación como una estrategia racionalizadora y de planificadora maximización de recursos.
Es interesante resaltar en qué medida el tamaño poblacional tuvo una relevancia notable en este asunto. El Departamento de Antioquia en Colombia, cuya capital es Medellín, cuenta con una población en torno a 6,4 millones de habitantes. Hasta el inicio de junio de 2020, los datos de infecciones y de fallecimientos por Covid-19 son cifras menores a las registradas en Uruguay, con 3,4 millones de habitantes. Mientras que Uruguay reforzaba su imagen nacional por el éxito alcanzado frente a la pandemia, Antioquia pasaba desapercibida, y solo ciertos sectores que tenían un mayor sentido de pertenencia enarbolaban una suerte de orgullo pre-nacional. Algo similar ocurrió en países con confrontaciones regionales tradicionales, como fue inicialmente el caso de Guayaquil frente a la Sierra en Ecuador o del Oriente boliviano frente al conurbano paceño.

El liderazgo

En países en los que el presidencialismo es el régimen de gobierno imperante, el liderazgo viene condicionado al propio proceso de elección presidencial, así como las facultades y experiencia de quien alcanza la presidencia. El alejamiento del mundo partidista, la pugna con los otros poderes del Estado y, consecuentemente, el dominio de la escena política son rasgos habituales del presidencialismo en la vida política latinoamericana. Una crisis como la del Covid-19 proyecta una gama variopinta de respuestas presidenciales, en función de los diferentes contextos y, a su vez, una utilización política de la pandemia distinta.
La crisis ha permitido el ejercicio de formas de comunicación verticales, ajenas al debate o al cuestionamiento con interlocutores. La eliminación de ruedas de prensa con preguntas sin guión previo, el constante uso de exposiciones presidenciales directas a la nación sin margen para su cuestionamiento, y la búsqueda de la construcción de una imagen presidencial sólida y eficaz fueron instrumentos de uso permanente. Paralelamente, se construyó un discurso arropado con técnicos para avalar las decisiones. Se trataba de personal no independiente, sino próximo al oficialismo, con lo cual las dudas surgidas con relación a los diagnósticos y a las propuestas a seguir se incrementaban.
Hoy hay datos suficientes para saber que la opinión pública validó, sobre todo, las actuaciones en los primeros meses de Alberto Fernández, Nayib Bukele, Carlos Alvarado, Martín Vizcarra, Iván Duque e incluso Sebastián Piñera, cuyos índices de favorabilidad se incrementaron. A partir de junio de 2020, no obstante, estas cifras de apoyo descendieron en todos los casos, y Piñera llegó a tener una aceptación próxima a los diez puntos porcentuales, es decir, similar a la que tenía en plena crisis de las movilizaciones populares en Chile durante el último trimestre de 2019. Por otra parte, la opinión pública valora negativamente las actuaciones de Jair Bolsonaro, Lenin Moreno y Nicolás Maduro. Daniel Ortega permanece en un escenario intermedio. En cualquier caso, ningún presidente latinoamericano ha tenido capacidad de alzarse sobre sus pares para ejercer un liderazgo regional, en consonancia con lo que ocurre a nivel global.14

Las inercias institucionales desbordadas por lo virtual

La pandemia ha evidenciado en qué medida las transformaciones hacia lo virtual se han enseñoreado del quehacer cotidiano de algo más de la mitad de la sociedad, a través de las comunicaciones interpersonales, del trabajo en casa y del entretenimiento en los hogares. Ello es particularmente significativo en países con índices de informalidad que, en promedio, se sitúan en torno al 50%. Sin embargo, en el ámbito del juego político se registra una pereza notable a la hora de dar el salto digital. Tres son los niveles en los que esta situación se ha hecho patente. En primer lugar, la pandemia ha obligado a aplazar los comicios presidenciales y legislativos en República Dominicana –celebrados finalmente el 5 de julio– y en Bolivia –previsto para el 18 de octubre–, así como el plebiscito constitucional chilenohasta el 25 de octubre. Las instituciones electorales no han tenido capacidad para articular el ejercicio del voto seguro con mecanismos que reduzcan la presencialidad simultánea del electorado el único día señalado para la elección. Ni el voto por correo, ni el voto virtual, ni la ampliación de la jornada electoral a varias fechas parecen contemplarse como vías de actuación.
El segundo nivel se refiere a la operatividad de las instituciones. A lo largo de los últimos meses, la menor actividad del Poder Legislativo y la casi total inactividad del Poder Judicial ha sido la nota dominante para la mayoría de los países latinoamericanos. Dominados por una lógica de funcionamiento basada en la presencia física de los actores y atados por reglamentos muy rígidos, los Congresos han decaído en sus funciones, reforzando el papel de los gobiernos libres de todo tipo de control o de una contraparte que pudiera ofrecer alternativas a las políticas puestas en marcha.
En tercer lugar, se encuentra la participación de los individuos. El activismo de buena parte de la sociedad en las redes sociales apenas si tiene su correlato en instancias públicas, donde la participación ciudadana no está reglada.  El primer Índice GovTech de Iberoamérica15 establece una clasificación de los países latinoamericanos encabezada por Chile (5,3), Brasil (5,2), México (5,2), Uruguay (5,1) y Colombia (5) que lideran al menos un indicador. Los siguientes en la lista son Argentina (4,1), Costa Rica (4), Perú (4), Panamá (3,9), República Dominicana (3,7), Bolivia (3,6), Ecuador (3,6), Paraguay (3,4) y Venezuela (2,3). España obtiene una puntuación de 6,6 sobre 10, seguida de Portugal (6,2).
Estos ámbitos, que se vinculan con el de las capacidades estatales, también se conectan con la precariedad generalizada a la hora de la obtención de estadísticas públicas. La pandemia ha puesto de relieve severos déficits en el funcionamiento de registros civiles, la inexistencia de datos censales actualizados, así como de registros vinculados con prácticas existenciales y de convivencia. Las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación son grandes instrumentos de ayuda, pero el hecho de estar en manos de empresas privadas que, además –y como ya se hizo mención al inicio–, hoy dominan la economía mundial condiciona su uso por parte de los poderes públicos.

La ciudadanía líquida

Por último, parece evidente que los efectos del confinamiento en la población van a agregarse a alguno de los rasgos que se habían ido configurando en los últimos tiempos, vinculados fundamentalmente con los hábitos de vida creados en la era exponencial. Las nuevas TICs impactaron severamente en una sociedad líquida, de acuerdo con el término acuñado por Bauman (2002), surgida tras el éxito del neoliberalismo, al menos en el terreno cultural. Los valores del individualismo y de la competencia se encontraban asentados en amplios sectores de la población latinoamericana. El resultado, en términos de la nueva cultura política pergeñada, impactó sobre todo en dos ámbitos fundamentales de la política, como son la confianza y la identidad que, a su vez, están viéndose afectados durante la pandemia.
La construcción y la pérdida de la confianza están en tensión permanente, algo que se acrecienta en los últimos tiempos por la amenaza que supone el anonimato de los medios digitales y la agregación también anónima de las preferencias a través de mecanismos de aprobación o desaprobación muy populares en las redes sociales. El escenario de confinamiento y el imperio del miedo probablemente han socavado durante los últimos meses su ejercicio. Si se hablaba continuamente de la falta de confianza en las instituciones o en la clase política en relación con las consecuencias que ello conlleva con respecto a la legitimidad de la política, es posible que ahora este escenario se haya potenciado. Además, la labor de implementarla se vincula con el triunfo de un determinado proyecto político.
Por otro lado, se encuentra el asunto de la densidad del capital social ante la que Putnam (2000) brindaba una propuesta de definición, según la cual la confianza no era producto de una acción individualista, sino un activo social que construyen los individuos de manera colectiva en el marco de las comunidades. Sin embargo, complementariamente, y volviendo a las nuevas TICs, cada vez pareciera más factible usar mecanismos de blockchain para restablecer la confianza perdida, gracias al establecimiento de dispositivos que aseguran la integridad y la veracidad de la información. No obstante, este es un paso que todavía no se ha dado en el ámbito público.
En la generación de Facebook existe una creciente preocupación por el aprecio al ego y al narcisismo, los cuales se extienden en la sociedad. Paralelamente, el diálogo en su expresión clásica, entendido como deliberación, aparece como una antigualla, e incluso queda criminalizado en la medida en que, en las redes, en las que la gente se mueve por innumerables estímulos, se potencia el resentimiento identitario y se anula el pensamiento complejo. Se construyen identidades sobre la definición del yo que tienen dificultades de expresarse políticamente porque, además, la política no despierta simpatía. Son identidades que se basan en emociones que exigen no solo respeto sino garantía de que los sentimientos no sean ofendidos o que, como señala Lilla (2018), cuando se presenta un asunto exclusivamente en términos de identidad se invita a que el adversario haga lo mismo. Esto es, se produce la potenciación del yo mediante mecanismos de auto proyección basados en las nuevas tecnologías. El confinamiento a lo largo de tanto tiempo puede estar contribuyendo a incrementar esta situación.

III. Consideraciones finales

Hay dos aspectos más sobresalientes que desde la perspectiva de las ideas ha traído consigo la pandemia. El primero tiene que ver con el hecho de haber refrescado el pensamiento de Foucault para recordar que el cuerpo vivo es el objeto central de toda política. Los datos que se recogen del impacto del Covid-19 el 10 de agosto de 2020 señalan que el número de casos de contagio supera los 20 millones y el de fallecidos los 750.00016, todo ello en un lapso de siete meses. Todos esos seres humanos son el centro de atención de la política y, en su condición de “casos”, pueden explicar las políticas llevadas a cabo, pero también pueden ser considerados como efecto de las políticas emprendidas. El inmenso laboratorio en que se ha constituido el mundo permite especular sobre el impreciso mañana y la construcción de lo político sobre la base del dolor, el miedo, la frustración, la incompetencia, pero también sobre las nuevas oportunidades para la reconstrucción del orden político al amparo del desarrollo de las TICs, previa toma de conciencia del destino hacia el que se quieren encaminar los pasos.
Preciado (2020), en una relectura de Foucault, afirma que
la tarea misma de la acción política es fabricar un cuerpo, ponerlo a trabajar, definir sus modos de reproducción, prefigurar las modalidades del discurso a través de las que ese cuerpo se ficcionaliza hasta ser capaz de decir “yo” (...) [De esta manera] es posible elaborar una hipótesis que podría tomar la forma de una ecuación: dime cómo tu comunidad construye su soberanía política y te diré qué formas tomarán tus epidemias y cómo las afrontarás.

El segundo aspecto está relacionado con la cuestión de la vigilancia. Es un asunto que está también muy presente en la obra de Foucault, pero que ha cobrado una relevancia muy notable de la mano de las TICs. Hay dos obras recientes, de naturaleza muy diferente, que han puesto el acento en ello. Se trata de los trabajos de Snowden (2019) y de Zuboff (2019), ya abordados anteriormente. Mientras que Snowden inserta su reflexión –autobiográfica– en el poder concreto de las instancias de seguridad estadounidenses, que terminan siendo “menos potentes contra el terrorismo que contra la libertad misma” (2019: 277), Zuboff subraya cómo, en el nuevo capitalismo, “las experiencias de las personas son reclamadas de modo unilateral por empresas privadas y convertidas en flujos de datos patentados”.17 Hay una gran coincidencia en torno a la idea de que “la tecnología digital nos ha llevado a una era en la que, por primera vez en la historia desde que se tienen registros, los denunciantes más efectivos llevarán de abajo arriba” (Snowden, 2019: 322), junto con el hecho de que “la gente sencillamente no se daba cuenta de qué estaba pasando y cómo funcionaba en realidad la nueva lógica económica”.18 Este escenario se ve potenciado con el Covid-19 en dos niveles que se complementan: el miedo que invade a numerosos sectores de la sociedad, y la aceptación de las políticas de vigilancia para “evitar males mayores” que vienen de la mano de la aceptación de aplicaciones que permiten rastrear el virus.
Una reflexión de esta guisa sobre la base de los dos aspectos citados sirve para replantear la forma en la que se exprese la política de “la nueva normalidad”. Si cada sociedad va a poder definirse por la pandemia que la amenaza y por el modo de organizarse frente a ella, construyendo muros para proteger las fronteras, reforzando su identidad nacional, inoculando en su ciudadanía el virus del miedo y cayendo en la tentación de seguir a un líder, ¿cómo confrontar a lo ajeno cuando toma una forma infecciosa?
Por otro lado, ¿cuál viene a ser la nueva configuración del poder? El viejo acicate del control social que ejerce una parte de la ciudadanía, imbuida por el miedo y una exacerbación de la auto responsabilidad, frente al resto más relajado, desempeña una función primordial de sanción como complemento del ejercicio del poder. Paralelamente, gracias a las TICs, la soberanía es sobre todo “transparencia digital y gestión de big data” (Preciado, 2020). Se trata de instancias sobre las que los Estados tienen unas capacidades muy limitadas. Es soberano quien tiene los datos (Han, 2020). Solo en Estados Unidos o en China el poder político se puede permitir decidir cuáles son las empresas socias del emporio gubernamental y definir las condiciones de colaboración; el resto de los países es un observador silente de lo que, posiblemente, será una nueva guerra fría entre las dos potencias.
Finalmente, el Covid-19 ha potenciado los niveles de individualismo que se avizoraban en los últimos lustros. El virus nos aísla e individualiza (Han, 2020); es la mascarilla o la epidermis la nueva frontera (Preciado, 2020). Para otras instancias quedan las clásicas funciones de vigilar y castigar. Desarticuladas paulatinamente las viejas formas de intermediación política, pareciera que la ansiada democracia directa pudiera estar en puertas, pero posiblemente no sea sino una añagaza, pues las decisiones ya estarán tomadas.

Referencias

* Una versión previa de este artículo se publicó en Política Exterior, Nº 196 de julio-agosto de 2020, así como en Reflexión Política, N° 45.

1 Este término lo aplica Oszlak (2020) para analizar el impacto sobre el estado de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, que crecen a una velocidad mucho más rápida que la capacidad del ser humano de adaptarse a ese crecimiento.

2 Una versión inicial en la que se esbozaron algunos de los puntos aquí tratados puede encontrarse en https://www.politicaexterior.com/puntos-para-una-agenda-politica-en-america-latina/ (03/06/20).

3 Se trata de Argentina, Bolivia, Brasil, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Panamá, Perú, a los que se debe sumar Colombia, a partir de agosto de 2020.

4 “Resulta que cuando las economías de los países más industrializados se hunden, las compañías de los SeFTec se anotaron en un solo día (28 de Julio, día de la audiencia parlamentaria) unas plusvalías latentes de más de 16.000 millones de euros.” Ver Luis Moreno, “Señores feudales tecnológicos ante el Capitolio” Diario Público, 06/08/20. Disponible en: https://blogs.publico.es/otrasmiradas/35717/senores-feudales-tecnologicos-ante-el-capitolio/

5 Se trata de los gigantes del internet estadounidense –Google-Alphabet, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft -GAFAM–, o chino, como Baidu, Alibaba, Tencent, Xiaomi -BATX-. La más vieja de ellas, Microsoft, fue creada en 1975.

6 Ver Haskel & Westlake (2018).

7 El capitalismo de vigilancia fue creado por Google: capta la experiencia humana como materia prima gratuita y la traduce en patrones de comportamiento para explotarlos comercialmente. Aunque algunas de las empresas tecnológicas utilizan esta información principalmente para mejorar sus productos y servicios digitales –Apple o Amazon en menor medida–, la realidad es que la mayoría –Google, Facebook, Microsoft…– utilizan inteligencia artificial para convertirlos en “productos predictivos” que anticipen el comportamiento de cada individuo –no únicamente  en lo que a hábitos de compra se refiere–, y comercia con ellos en el nuevo mercado de “futuros de comportamiento” (Zuboff, 2019).

8 “Desde un punto de vista científico, la capacidad de recoger datos de todo es lo más importante que ha pasado desde el siglo XIX: más que los aviones, coches o internet. Tenemos datos milisengundo a milisegundo de casi cada humano en la tierra”, según Alex Pentland, cofundador del MIT Media Lab. Disponible en: https://elpais.com/tecnologia/2019/11/18/actualidad/1574108885_423569.html

9 Ver al respecto “Google explica por fin cómo ha logrado la supremacía cuántica”. El País (22/10/2019). Disponible en: https://elpais.com/tecnologia/2019/10/22/actualidad/1571772885_762624.html?rel=mas. Ver asimismo “Cuando el ordenador cuántico de Google mejore no habrá forma de ganarle”. El País (24/10/19). Disponible en:  https://elpais.com/tecnologia/2019/10/24/actualidad/1571917826_234639.html

10 “Un único Smartphone de los modelos actuales controla más potencia de computación que toda la maquinaria de guerra del Reich y de la Unión Soviética juntas” (Snowden, 2019: 253).

11 A comienzos de 2019, internet llegaba a 4.388 millones de personas, es decir, algo más de la mitad del planeta, y la tasa de penetración en 17 países es superior al 90%. Por otra parte, el uso de teléfonos celulares es potestad de dos tercios de la humanidad (el 52% de la población mundial accede a internet por medio de su celular) (Galeano, 31/01/2019).

12 Se posibilita al mismo tiempo el uso de la voz, el empleo de cámara de fotos, relojes, agenda personal, quioscos de prensa e instrumentos de pago en las cada vez más habituales operaciones de comercio electrónico.

13 Baste recordar que el teléfono fijo tardó 75 años para que su número de usuarios alcanzara a 100 millones de personas.

14 En este sentido, Harari (2020) ha manifestado que “el vacío dejado por Estados Unidos no lo ha llenado nadie. Todo lo contrario. La xenofobia, el aislacionismo y la desconfianza son hoy las principales características del sistema internacional. Sin confianza y solidaridad mundial no podremos detener la epidemia de coronavirus, y seguramente veremos más epidemias de este tipo en el futuro”.

15 Realizado por la Corporación Andina de Fomento (CAF) –Banco de Desarrollo de América Latina– analiza la integración de los ecosistemas emprendedores de base tecnológica vinculados con la gestión pública de los gobiernos y mide el grado de madurez de los ecosistemas GovTech, el dinamismo de los mercados de startups y mimypes digitales con vocación pública y el grado de innovación de las instituciones públicas.

16 Ver https://www.worldometers.info/coronavirus/

17 Ver https://www.politicaexterior.com/producto/capitalismo-de-la-vigilancia/

18 Ver https://www.politicaexterior.com/producto/capitalismo-de-la-vigilancia/

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