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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.40 supl.1 Rosario dic. 2020

 

ARTÍCULOS

Aislamiento, educación universitaria y escritura: un ensayo cronológico en un (nuevo) umbral

Isolation, University Education, and Writing: A Chronological Essay on a (New) Threshold

 

María Cecilia Reviglio

María Cecilia Reviglio es docente e investigadora de la Escuela de Comunicación Social, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario, Argentina. E-mail: maria.reviglio@fcpolit.unr.edu.ar


resumen

A partir de la experiencia docente en una cátedra universitaria del primer año de una carrera de ciencias sociales, en este ensayo se busca reflexionar respecto de los desafíos que se presentan en un contexto de aislamiento, primero, y distanciamiento, después, social, preventivo y obligatorio que compelió a mudar la totalidad de los entornos de aprendizaje a ambientes en línea. Así, el relato docente en primera persona respecto de los primeros meses de la experiencia se articula con algunas reflexiones suscitadas por la vivencia imbricada con algunos discursos pedagógicos puestos en circulación durante los primeros tiempos del ASPO.

palabras clave: Educación universitaria; Umbral; Educación a distancia; ASPO

summary

Based on the teaching experience in a university chair of the first year of a career in social sciences, this essay seeks to reflect on the challenges that arise in a context of social, preventive and obligatory isolation, first and distancing later, that compelled to change all from learning environments to online environments. Thus, the first months of the teaching experience story is articulated with some thoughts raised by the experience imbricated with several pedagogical discourses put into circulation during the early days of the social, preventive and obligatory isolation.

keywords: University education; Threshold; Distance education; Social, preventive, and obligatory isolation


Al principio, fue la sorpresa. El escenario: una mesa de examen el último día que la facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario estuvo abierta. Abierta, pero casi vacía. Los personajes: dos colegas de la cátedra de la que formo parte y yo. La circunstancia: examen final de Redacción 1, materia de primer año de la licenciatura y el profesorado en Comunicación Social. La pandemia era, todavía, casi un rumor, pero ya intuíamos que las clases no empezarían. El desconcierto y la incertidumbre no pasaban, al inicio, por cómo dictaríamos la materia, sino por cuestiones de orden más personal. Respecto del cursado, solo había que hacer algunos pocos y sólidos acuerdos que empezamos a resolver en ese mismo momento y terminamos a la tarde, con el resto de las colegas. Esa simplicidad no mitigaba lo complejo de la situación. Una vez más, estábamos parados sobre un umbral, “un tiempo-espacio de pasaje, un crono-topo de la crisis en la que un sujeto se encuentra comprometido en tanto enfrenta el límite de sus posibles desempeños semióticos, sean prácticas socioculturales en general, sean usos lingüísticos en particular” (Camblong, 2005: 33). A la estancia incierta en el umbral que supone el ingreso a la universidad para los estudiantes (Reviglio, 2013) –pasaje que acompañamos cada año desde ese primer año–, se le sumó en 2020 el umbral de la pandemia, el cual esta vez habitaríamos junto con ellos.
En este escrito, y a partir de la experiencia en el dictado del primer cuatrimestre de una materia correspondiente al primer año de la Escuela de Comunicación Social, me propongo compartir algunas reflexiones respecto de este tiempo otro de umbralidad que estamos transitando en espacios virtuales de aprendizaje. Me permito, también, poner en cuestión algunos supuestos que se han sostenido antes y durante este tiempo respecto de la educación universitaria en relación con las pantallas, la multitarea, los deseos de los estudiantes y las relaciones in praesentia, no mediatizadas. Es cierto que el umbral es un territorio de pasaje y, como tal, supone inestabilidades, incertidumbres y crisis semióticas, pero también es cierto que, en ese movimiento que supone transitar el cronotopo del umbral, es posible ir vislumbrando algunas ideas que, si bien no terminan de aclarar el horizonte, van haciendo el tránsito un poco menos a tientas.

En el umbral, la historia

Redacción 1 tiene una larga historia de investigación de cátedra. Más de veinte años atrás, sus entonces profesoras titular y adjunta se embarcaron en un proyecto que se proponía diseñar una currícula y una didáctica de la Redacción que se enseñara a distancia (Margarit y Sánchez, 2000). Yo era, por entonces, ayudante alumna. Acompañé el inicio de ese camino con avidez, curiosidad y muchas ganas de hacer. Desde ese proyecto –que terminó con el diseño y la realización de un CD-ROM que ofrecía desde la presentación de los temas, hasta las consignas de trabajos obligatorios y opcionales, pasando por la bibliografía y mapas que proponían recorridos diversos para navegarlo– hasta ahora, la incorporación de tecnologías variadas en el dictado de la materia no se ha detenido. Esa historia –que no es ni tan lineal, ni tan rosa, ni tan unívoca como puede parecer en el resumen apurado que acabo de realizar1– nos permitió conservar la calma en aquel momento. La cuestión no pasaría por cómo disponer los contenidos –para sumar complejidad al proceso, durante este año estamos poniendo en práctica un programa totalmente nuevo–, ni por cómo armar una clase a la distancia, sino por cómo establecer ese lazo con los estudiantes ingresantes que no habían elegido la modalidad a distancia, que seguramente estaban tan preocupados y consternados como nosotros por la irrupción de la pandemia y, con ella, el aislamiento, o, en términos técnicos, ASPO, Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio.
Mucho se ha hablado en estos meses de los desafíos de la educación en este tiempo, de que las instituciones educativas ya estalladas se vieron sin más remedio que repensarse en el marco de la pandemia. Se renovaron los argumentos respecto del anacronismo del aprendizaje analógico con jóvenes digitales –las figuras para referirse a los jóvenes de las últimas generaciones son variadas: desde el ya cuestionado nativo digital de Prensky (2001) hasta la Pulgarcita de Serres (2013), con todo lo que cabe en el medio–, se hicieron conferencias donde se intentaba reflexionar respecto de los desafíos de la educación en estos contextos. Se producía discurso mañana, tarde y noche respecto de cómo hacer de este tiempo un tiempo de aprendizaje.
Yo estaba pasmada. Leía y escuchaba muchas de esas conferencias y me preguntaba cómo podía haber personas pensando y diciendo públicamente –sobre todo diciendo, porque yo también pensaba, pero de una manera disruptiva, de a saltos, contradictoria– cosas sobre este tiempo que se presentaba día a día como cambiante, móvil, inesperado, inestable. En esas primeras semanas, lo único que podía hacer era ocuparme de mis clases –con el aliciente de contar con un ayudante alumno solícito y capaz– y de elaborar, torpemente, estrategias para acercarme a los estudiantes. En ese estupor, casi sin darme cuenta, fui haciendo.

Vicisitudes de los primeros pasos a umbral traviesa

Tal como ya dije, en la cátedra habíamos experimentado con diversas tecnologías y plataformas a lo largo de veinte años: el CD-ROM combinado con el teléfono fijo; luego combinado con el correo electrónico; más tarde se sumó un weblog (Arrabal et al., 2004; Margarit et al., 2005) y, luego, las redes sociales (ya en esta etapa, el CD-ROM había quedado caduco). A partir de todo eso –por épocas de modo más sistemático y por otras más artesanal, intuitivo– fuimos configurando un mapa de opciones que nos permitía experimentar en la enseñanza de la redacción, combinando siempre los ambientes digitales con el aula de clase.
Este año, de pronto, no había aula de clase. Al menos no la física, ya que, de algún modo, siempre entendimos que el blog –activo desde 2003– era una extensión del aula de clase (Arrabal et al., 2005). Sin embargo, este año no había muros, ni pizarras, ni bancos, ni pasillos en los que perderse, ni a los que extender. Los laberintos planos parecían más enrevesados, y quienes nos veíamos por primera vez a través de ciertas pantallas, nos encontrábamos más extraños de lo que nos hubiéramos sentido en el aula de la facultad por primera vez.
Aquellos acuerdos que habíamos resuelto entre examen y examen consistían en que cada comisión trabajaría con un grupo cerrado de Facebook, sumado al blog donde se publica la bibliografía y otros materiales de estudio y trabajo2 y al correo electrónico para la comunicación interpersonal.
Semana a semana fui adquiriendo una rutina de publicaciones diferente de la que tenía en los años anteriores. Planificaba los posteos por semana, los numeraba para que los estudiantes no se perdieran en el timeline del grupo: un anuncio respecto de los temas que se trabajarían durante esa semana con el detalle de la bibliografía correspondiente y los enlaces a los archivos; una consigna de escritura para ir entusiasmando la mano; un resumen de lo que, nostálgicamente, llamé “encuentro”; un posteo con un “video en vivo” donde, al modo de píldoras audiovisuales, intentaba resumir o condensar alguna cuestión conceptual especialmente compleja. Empecé a usar  la herramienta para otorgarle tema a los posteos, descubrí que, si copio y pego desde un documento de Word, se copia también el formato, me acostumbré a ver mi reflejo por mucho más tiempo del que estaba acostumbrada, aprendí o me acostumbré –no es necesariamente lo mismo– a hablarle a una cámara, a una pantalla que me devuelve mi propia imagen, a una serie de cuadraditos negros o, en el mejor de los casos, rostros inmovilizados en una foto.
Los estudiantes –ingresantes– sin esa posibilidad de hacer camaradería con el del banco de al lado, sin bares ni pasillos ni colas donde encontrarse –y con el plus nada despreciable de que muchos habían hecho el cursillo de ingreso y, entonces, algún contacto tenían–, empezaron a hacer consultas tímidamente en el espacio destinado para comentarios de los posteos, a conectarse al encuentro sincrónico que de a poco fuimos incorporando durante un tiempo de la clase con modalidades diversas: a veces, una presencia que se intuye detrás del cuadradito; a veces, una palabra que se escribe en el chat del espacio; a veces, una voz que empieza a configurar un cuerpo; a veces, un cuerpo –silencioso o sonoro– que se intuye en la bidimensión de la pantalla a la que tanto le hemos celebrado su condición de plana y hoy padecemos. Fuimos construyendo de a poco, y laboriosamente, un modo de encontrarnos e interactuar en el espacio del grupo.
Hasta entonces teníamos una estrategia que incluía varios soportes, varios lenguajes, varias posibilidades de interactuar en el horario de la clase –de modo sincrónico– o por fuera de ese horario, asincrónicamente. En ese tiempo llegaron los primeros textos. Esas voces apenas esbozadas se volvieron más corpóreas en la voz de la escritura. Mientras yo seguía escuchando a grandes referentes hablar de todo lo que podíamos aprovechar este tiempo para construir un dispositivo que sí se adapte al mundo de nuestros estudiantes –digitales, interactivos, multitareas, socializados a través de pantallas–, esos textos decían que no. Que esos jóvenes querían ir a clase, que les costaba leer en pantalla, que necesitaban la orientación del docente, que tenían problemas de conectividad, que les costaba estar en contacto. No eran solo las voces de quienes entregaron esos trabajos las que lo decían. En los mismos textos, ellos traían las voces de estudiantes de otras carreras, otras ciudades, otras universidades, tan en ASPO como ellos, con realidades diferentes y, sin embargo, con las mismas quejas, las mismas sensaciones, los mismos pesares: hacen falta los cuerpos para aprender, porque aprender es con otro, con otro cuerpo, con otros cuerpos.
Las semanas fueron pasando y la novedad se convirtió en rutina, una rutina que no se repite necesariamente igual, porque tampoco las reglas del aislamiento fueron siempre las mismas. Algunos estudiantes pudieron resolver problemas de conectividad, otros retomaron sus trabajos pero en horarios diferentes a los anteriores –en los horarios reducidos en los que estaba permitida tal o cual actividad– y ya no podían conectarse a la clase en los horarios pautados, varios –algunos más, pero no demasiados– decidieron dejar la carrera que casi no habían empezado con la idea de volver cuando las condiciones fueran otras, o reconocieron que la comunicación social no era lo suyo, como pasa cada año con un porcentaje importante de los ingresantes, aunque esta vez, anticipadamente. Muchos, en el inicio del segundo cuatrimestre, todavía resisten, algunos con más y otros con menos dificultades, pero todos impulsados por el deseo. Con ellos, y en un intento de articular las posibilidades y necesidades de todos –alumnos, ayudante alumno y docente–, fuimos estableciendo algunos cambios en esa rutina para optimizar los espacios de encuentro. Fueron pequeñas modificaciones en horarios y dinámicas de exposiciones e intercambios que, todavía, estamos probando.

Reflexiones desde el umbral

El estupor del inicio y la imposibilidad de encontrar un momento de sosiego para pensar sobre lo que (nos) estaba ocurriendo también fueron cediendo de a poco. Las lecturas y las conferencias que escuché se pudieron ir articulando con la práctica experimentada día a día, alimentada por el intercambio con mis colegas de cátedra, las conversaciones con los estudiantes y el ayudante alumno. Inesperadamente –como suceden las cosas en el umbral–, una colega de otra facultad me invitó a escribir un artículo conjunto sobre la educación en la universidad en estos tiempos (Reviglio y Blanc, en prensa) que funcionó, para mí, como cierre simbólico de aquel primer cuatrimestre aciago.
El texto que ahora escribo, una suerte de híbrido entre el ensayo y la crónica autoetnográfica, es posible por todo aquello. Algunas pocas y tibias certezas se fueron afianzando en este tiempo.
La más fuerte es que no hay nada para celebrar en educación durante este tiempo. Aun en los casos más airosos –me cuesta encontrar una palabra no exitista–, lo que docentes y estudiantes hacen, hacemos, es buscar a tientas recursos y estrategias para enfrentar la contingencia; avanzamos y retrocedemos a fuerza de prueba y error e inmersos en un clima de mayor o menor desasosiego, de incertidumbre, de precariedad en las convicciones –en mi caso, la única convicción que me acompaña desde el inicio sin matices significativos es la de que seguir ocupando los espacios educativos, aun virtuales, seguir educando, seguir estableciendo contacto con los estudiantes es un imperativo político; el cómo sigue siendo la gran pregunta–, de estrés laboral, familiar, social, sanitario.
Otra, tal vez intuida al inicio, que se fue afianzando con el correr de los días, y relacionada con la anterior, es que lo que estamos intentando no es educación a distancia. Escuchar a Marta Mena (2020) en un webinario organizado por RUEDA y CIN terminó de convencerme. La educación a distancia requiere de tres cuestiones básicas, dijo, y entonces recordé: 1) un plan a largo plazo; 2) estudiantes con un grado alto de autonomía; y 3) un cuerpo docente formado en educación a distancia. Creo que no es necesario explicar que ninguna de estas tres cuestiones está dada en las experiencias diversas que atravesamos en la universidad actualmente. En el mismo marco, Roberto Igarza (2020) señaló incluso que las experiencias que se están realizando en este marco –de transición lo llama él, de emergencia, también– no son más que eso, experiencias, y de ninguna manera estrategias de destino. Reconoce a las nuevas generaciones de docentes y alumnos como anfibias, es decir, como yendo y viniendo entre la presencialidad y la virtualidad. Si bien él señala que es probable que sea difícil volver a la exclusiva presencialidad, resulta interesante la noción de anfibia porque justamente lo que hace es colocar matices.
Una tercera certeza podría ubicarla en relación con la impertinencia del traslado de la educación desde el aula a los domicilios particulares de estudiantes y docentes. En otro de los conversatorios realizados durante este año, Jorge Larrosa (2020) recuerda que el valor de la escuela es, precisamente, ofrecer un espacio y un tiempo otros. Si la educación formal tiene sentido es porque los aprendizajes que allí se realizan son diferentes de los que se pueden realizar en otros entornos y que, por tanto, un entorno de aprendizaje puede llevarse a una casa, pero de ninguna manera se puede llevar a una casa el aula de clase, la escuela. Esas ideas de Larrosa me hicieron pensar en esa serie de cuadrados negros que veo en la pantalla en los encuentros sincrónicos con los estudiantes. Esos cuadrados a veces se aclaran para develar un entorno cotidiano, doméstico, algunas veces poblado, incluso. También me recordó cierta incomodidad vinculada, tal vez, al pudor frente a reconocer, justamente, que un espacio público como la universidad se mete, irrumpe en un espacio privado, personalísimo, como es la casa de cada uno –docentes incluidos– de quienes formamos la comunidad de la clase.
Por último, quisiera señalar algo que no podría ubicar como una certeza, pero sí como una idea en la que vengo pensando desde hace algunas semanas, y que tiene que ver con la mirada. Hace diez años, la artista Marina Abramović inauguraba una obra singular en el MoMA de Nueva York. La performance, titulada The Artist is Present consistía en un espacio blanco, en el que la artista estaba sentada a una mesa con los ojos cerrados. Cada visitante que lo deseara podía sentarse a la mesa, frente a ella, durante un minuto en el que la artista abría los ojos y, entonces, las miradas se encontraban, silenciosas, comunicantes, significativas. La artista estaba presente en cuerpo y en mirada.
Esas miradas son las que faltan hoy en los espacios educativos mediados por computadora. Hace ya varias décadas, Eliseo Verón (1983) postuló que un rasgo distintivo de los noticieros televisivos era la inauguración del “eje de la mirada”: los ojos en los ojos –basta recordar el célebre título de ese artículo originalmente publicado en francés: Il est là, je le vois, il me parle (Está ahí, lo veo, me habla)–, esa sensación que tenía el espectador de que el locutor lo miraba, de que le hablaba a él. Esta operación, esta suerte de espejismo, era posibilitada –pienso ahora– por la lógica de un dispositivo en el que, en realidad, uno mira y otro es mirado, pero esas miradas no se encuentran, no son recíprocas y, tal vez, ni siquiera buscan encontrarse. El eje de la mirada está totalmente quebrado en los encuentros sincrónicos que tratan de emular una clase. Si miro a la cámara, para tratar de que mi interlocutor se sienta mirado, no lo veo a él. Si miro a mis interlocutores, incluso si intento mirar sus ojos, no me encuentro con sus miradas porque no me miran, aun cuando estén mirando mi imagen. No hay eje de la mirada en esas plataformas. Algo de ese contacto falla, y esa falla se siente.  
Hace algunos meses, en un ciclo de conversaciones organizado por el Centro de Investigaciones en Mediatizaciones de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (UNR), y en relación con el espacio de la universidad en tiempos de cuarentena –entendiendo al espacio en tanto “no es un receptáculo, sino una dimensión constitutiva del individuo” (Tobi, 2020: 19)–, Ximena Tobi se hacía esta pregunta: “¿En qué medida la vida digital de la cuarentena sumada a la evidencia de la dimensión planetaria de nuestra vida actual puede llevarnos a resignificar nuestra relación con el espacio geográfico y el medio ambiente en que vivimos?” (2020: 24). Tomo su pregunta y la extiendo hacia las prácticas presenciales en la educación, esas que permiten habilitar ejes ojos-en-los-ojos no mediatizados, con cuerpos dotados de volumen y compartiendo un espacio otro en un aula que también y, sobre todo, debe ser física.
Mientras tanto, seguiremos habitando los otros espacios que nos permiten un tipo de contacto. Pero estoy convencida de que es nodal comprender que solo se trata de un mientras tanto.

Referencias

1 En una tesina defendida también en tiempo de pandemia, Delfina Eckart (2019) recupera y desarrolla la historia de la cátedra en relación con las tecnologías.

2 https://blogs-fcpolit.unr.edu.ar/redaccion1/

Bibliografía

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