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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.40 supl.1 Rosario dic. 2020

 

ARTÍCULOS

Desplazamientos del miedo y condición humana. Una lectura sobre las modalidades del castigo en tiempos de pandemia

Displacements of Fear and the Human Condition. A Reading About the Modalities of Punishment in Times of Pandemic

 

Mauricio Manchado

Mauricio Manchado es docente e investigador en la Escuela de Comunicación Social, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario, Argentina. E-mail: dr.mauriciomanchado@gmail.com


resumen

En este trabajo nos proponemos pensar cómo se configuraron, desde la disposición del Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) en Argentina, desplazamientos de sentidos en torno a los miedos provocados por dicha situación. Nuestra hipótesis es que el temor inicial al virus y su expansión –enemigo invisible– devino en un eterno retorno a los miedos y a los peligrosos de siempre: delincuentes y encarcelados. En ese sentido, y tomando como material de análisis los acontecimientos surgidos a partir de las demandas de personas privadas de su libertad en los primeros meses de la pandemia –y la subsiguiente campaña mediática sobre la “liberación masiva de presos”–, analizaremos cómo se tensionaron ciertos discursos sociales que, por un lado, buscaban restituir la condición humana de los/as detenidos/as, mientras que, por otro lado, intentaban reestablecer las cesuras suspendidas para definir y calificar qué vidas eran vivibles y cuáles no.

palabras clave: Miedo; Condición humana; Prisión; Poder; Pandemia

summary

In this work we propose to think about how, from the provision of the Preventive and Mandatory Social Isolation (ASPO) in Argentina, displacements of senses around the fears caused by this situation were configured. Our hypothesis is that the initial fear around the virus and its expansion –invisible enemy– became an eternal return to the usual fears and dangers: criminals and inmates. In this sense, and taking as material for analysis the events arising from the demands of inmates in the first months of the pandemic –and the subsequent media campaign on the "mass release of prisoners"–, we will analyze how it was they stressed social discourses that, on the one hand, sought to restore the human condition of the detainees, and others to reestablish the suspended delimitation to define and qualify which lives were livable and which were not.

keywords: Fear; Human condition; Prison; Power; Pandemic


El 20 de marzo de 2020, a través del Decreto Presidencial 297/2020, se dio inicio al Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) –más conocido como “cuarentena”–en todo el territorio argentino, lo cual generó una reducción drástica de la circulación de personas y actividades durante un período inicial de 15 días, que luego terminó por prolongarse varios meses. Asimismo, el ASPO implicó el despliegue de una serie discursiva sobre un virus convertido en pandemia del que existía poca información, sobre el que solo sabíamos su origen y posterior desplazamiento. La Organización Mundial de la Salud (OMS), que ocho días antes había calificado al Covid-19 (coronavirus) como pandemia, proporcionaba datos que eran permanentemente cambiantes. No existían –ni existen– certezas absolutas. Desde las primeras hipótesis sobre su falta de resistencia al calor o la transmisibilidad a los objetos, a la necesidad imperiosa de usar mascarillas para evitar contagios, existieron múltiples afirmaciones sobre las características de una novedad epidemiológica que nos ponía a transitar una experiencia vital inédita: permanecer encerrados en nuestros hogares, y salir solo para obtener alimentos o medicamentos indispensables para la subsistencia.
Lo inédito parecía ser entonces la experiencia del encierro o, al menos, la limitación de nuestras libertades ambulatorias. No podíamos movilizarnos más que a locales de cercanía; tampoco podíamos visitar a nuestros familiares, ni acceder a espacios públicos o a ciertos espacios de trabajo. A fin de cuentas, la limitación de la libertad ambulatoria circunscribía nuestros espacios de movimiento a lo doméstico, y al vínculo con un conjunto de dispositivos mediáticos y virtuales que, desde entonces, serían una de las pocas formas de encontrarnos con los/as otros/as. Así, las analogías sobre la experiencia del encarcelamiento no dejaron de emerger. Luego de una “romantización” inicial del ASPO por parte de algunos sectores sociales, sus posteriores extensiones hicieron diluir aquella mirada indulgente y valorizada del cuidado público sobre el privado. La visión sobre el ASPO derivó en un conjunto de apreciaciones negativas sobre las limitaciones, que fueron desde los desplazamientos del miedo hasta la conspiración comunista.
En este ensayo, nos interesa pensar la primera de esas expresiones. Veremos cómo se fue construyendo el eterno retorno a los miedos de siempre; a la configuración de alteridades radicales (Tonkonoff, 2019) que operaron sobre una mecánica ya conocida: la de establecer clasificaciones y delimitaciones sobre quién o quiénes eran poseedores del mal, de reponer en escena el ejercicio de un racismo que justificase el homicidio del otro, en un contexto donde la enfermedad y la muerte se habían tornado más cercanas, probables, inmediatas. En ese marco, además, la metáfora bélica del virus nos puso en alerta, en posición de defensa y ataque, en la necesidad constante de reconocer al enemigo. Surgió el primer problema de una estrategia comunicacional que nos ubicó –e igualó– a todos/as como posibles portadores de peligrosidad, y allí se fundó uno de los fenómenos más inéditos de nuestra experiencia vital. ¿Cómo acontece que aquello siempre ubicado en exterioridad –el portador del mal–, se convierta ahora en interioridad? ¿Cómo puede suceder que salir a la calle y encontrarme con el/la otro/a sea la expresión del doble riesgo, el de contagiar y contagiarme? O bien, extremando un poco más la afirmación, ¿de matar y ser matable? El primer mes de la cuarentena condensó el sentido de la peligrosidad en cada habitante como nunca antes lo había hecho un acontecimiento del siglo XXI. Correrse de veredas, desviar la mirada o situarla fijamente en caso de reconocer un gesto u objeto indebido –desde las manos en la cara hasta la falta o mala colocación de un barbijo– eran hasta entonces prácticas de las cuales un importante sector de la población no era objeto. Entonces, corrección a la primera afirmación: El primer mes de la cuarentena condensó expandió el sentido de la peligrosidad en cada habitante como nunca antes lo había hecho un acontecimiento del siglo XXI. Porque las rutinas descriptas son constitutivas de prácticas cotidianas estigmatizantes sobre ciertos sujetos señalados como portadores de peligrosidad y anormalidad, bajo preceptos biológicos, psicológicos o sociales. Sin embargo, aquella peligrosidad se había diseminado y el viejo –pero eterno– temor de la inseguridad civil (Castel, 2008) había sido reemplazado por uno nuevo que podríamos calificar como de inseguridad viral: un virus que no conocíamos, no veíamos, pero que todos/as podíamos portar y trasladar. Los términos “cuidado”, “bienestar”, “protección”, “salud individual y colectiva” parecían incorporarse entonces al inventario popular bajo el axioma “de esta nos salvamos entre todos”. Sin embargo, aquel “todos”, luego de las incertidumbres iniciales, empezó a resquebrajarse. Entonces, la preocupación sobre contener la curva de contagios para que los índices a nivel nacional permitiesen preparar un sistema de salud precario y deficiente empezó a constituirse en una suerte de curva diferenciada donde algunos merecían vivir y otros morir.
Sería entonces, otra vez, la cárcel y sus encerrados quienes pondrían en escena aquel racismo no solo justificador del homicidio en el siglo XX –y también en el XXI–, sino también la cesura sobre el continuum biológico de quiénes merecen vivir y quiénes morir (Foucault, 1996). Así, la prisión se volvía nuevamente cristal para comprender los procesos de segregación, estigmatización y condensación de los sentidos de la alteridad radical. De ese modo, la campaña iniciada en los grandes medios nacionales a finales del mes de abril, y coronada con “cacerolazos” desde los balcones el 30/04 y el 03/05/2020 contra la “liberación masiva de presos”, no fue más que la puesta en escena de la paradójica tranquilidad aterradora de volver a reconocer y situar al enemigo. Era efectivamente el eterno retorno del miedo que ya conocemos, o la transmutación de la angustia provocada por un virus (donde no se reconocía un objeto determinado, o era altamente difuso por su carácter abstracto y potenciado en todos/as), a un miedo que identifica su objeto, simbolizado y representado (Kessler, 2009) en los presos: hombres y mujeres que, por su carácter de peligrosidad –y potencial generación de daño–, deben permanecer en la cárcel, dejándolos morir o, efectivamente, haciéndolos morir. Si hasta ese momento imperaba la frase “de esta salimos entre todos”, reconocemos ahora una variante: “de esta algunos no merecen salir”. Tampoco existía allí una eximia novedad, porque aquellos peligrosos “nunca merecen salir”. Lo que la pandemia provocaba era la cristalización, con mayor intensidad, de los discursos sociales que circulan bajo formas más sutiles, indiscretas o menos evidentes.
La pandemia ponía en escena una suerte de tensión entre el ejercicio de la bio-política y la necro-política, aunque dicha tiesura no fuera tal, porque ambas son caras de una misma moneda, donde el desplazamiento termina siendo solo enunciativo. El racismo de Estado (Foucault, 1996), propio del ejercicio del biopoder, opera bajo una operación positiva: mientras más mates, más vivirás. Por tanto, la política sobre la vida –biopolítica– es imposible de no ser pensada bajo el prisma de la muerte, directa o indirectamente: hacer vivir, dejar morir. Lo que autores como Achille Mbembe dirán al respecto es que en nuestra contemporaneidad –y en algunas experiencias modernas– la política de la muerte se ha vuelto la regla (Mbembe, 2011), y ha extendido el ejercicio del necropoder de experiencias situadas en el colonialismo a las dinámicas de la sociedad contemporánea. Este argumento no contradice el foucaultiano, sino que instala la necesidad de emplazar la intensidad del argumento en lugares divergentes pero complementarios. Entonces, la vida y la muerte siguen estando en el centro y, por sobre todo, en la discusión sobre quiénes merecen una u otra. Los desplazamientos de sentido sobre la peligrosidad –y la configuración de miedos– que pretendemos recorrer aquí a partir de repasar algunos discursos sociales –tanto de los medios, actores políticos y los propios encarcelados– no son más que un análisis acerca de cómo se construyeron los sintagmas –y algunos sentidos– de “lo vivible” y “lo matable” en el transcurso de la pandemia por Covid-19.

De “hay que cuidar la curva” a las “patrullas” apropiadoras. El eterno retorno del peligroso

A pocas semanas de decretado el ASPO en Argentina, las deficiencias estructurales –históricas y coyunturales– de los servicios penitenciarios en lo referido al acceso integral a la salud –y al conjunto de Derechos Humanos básicos– comenzaron a emerger bajo expresiones heterogéneas y divergentes. Esas expresiones se manifestaron desde presentaciones judiciales colectivas, como habeas corpus, elaboradas por Defensorías Penales que instaban a las administraciones penitenciarias a “mejorar las condiciones de salud, higiene y alimentación a favor de presos”, hasta demandas de los detenidos –canalizadas en documentos, huelgas internas, etcétera– con escasa resonancia en la opinión pública, a excepción de dos noticias –y con ellas dos imágenes– retomadas de manera divergente por actores sociales diferentes. Una de ellas fue la producida el 23 de marzo de 2020, cuando en la Unidad Penitenciaria N° 1 de Coronda (Santa Fe) primero, y en la cárcel de Las Flores (UP N° 2, Santa Fe) después, las demandas de los detenidos por la necesaria atención a sus condiciones de extrema vulnerabilidad ante el potencial ingreso del Covid-19 a las prisiones –dada la sobrepoblación, hacinamiento y población de riesgo con enfermedades preexistentes y/o provocadas por el encarcelamiento– eran desoídas y desatendidas. En dicho contexto –y sin dejar de contemplar la necesidad de incorporar otras variables para comprender lo acontecido–, murieron cinco presos, uno en la UP N° 1 y cuatro en la UP N° 2. La secuencia de imágenes que mostraron los medios de comunicación fue la del techo de la UP N° 1 “ganado” –en términos de la cotidianeidad carcelaria– por los detenidos, a los fines de generar otro esquema de visibilidad a sus reclamos. En este sentido, al histórico ostracismo de las prisiones (Del Olmo, 2001) se le sumaba la dificultad generada por la prohibición de ingreso de actores externos y el repliegue de la atención integral –salud, trabajo, etcétera– de los organismos dedicados a ello en las estructuras de los SP. La imagen, ya parte del inventario visual de las protestas carcelarias, no provoca grandes interpelaciones, aunque sí lo hace en determinados actores, tales como organismos de Derechos Humanos, Universidades públicas, organizaciones sociales, entre otros. Estos actores, recuperando las recomendaciones que desde el inicio de la pandemia realizaban organismos internacionales –la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), la Organización Mundial de la Salud (OMS), el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/sida (ONUSIDA) y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH)–1 y nacionales, como el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) o la Comisión por la Memoria, elaboraron documentos en los que expresaban la preocupación por los potenciales efectos letales del virus. En ese conjunto de propuestas, se incluía la de contemplar alternativas a la prisión para descomprimir las condiciones de hacinamiento existentes, fundamentalmente a través de prisiones domiciliaras mientras durase la pandemia. En esta expresión, que recuperaba los planteos de los organismos internacionales mencionados,
debería figurar la posibilidad de poner en libertad a reclusos con un riesgo particular de COVID-19, como personas mayores y personas con afecciones preexistentes, así como a reclusos que no suponen un riesgo para la seguridad pública, como aquellos condenados por delitos menores y no violentos, en particular mujeres y niños (Declaración conjunta, 2020).

Sin embargo, esas demandas no tuvieron impactos significativos en ninguno de los campos a los que pretendían interpelar: en el político, solo se instó a fortalecer medidas de higiene y seguridad en las distintas prisiones –hecho que no se tradujo en prácticas concretas de inmediato–; en el judicial, se decidieron abordar casos particulares a partir de pedidos individuales; y en la opinión pública, la noticia pasó casi desapercibida. Mientras que el temor estuviese concentrado en la circulación del virus y la necesidad de extremar precauciones para evitar un contagio, la muerte de cinco personas prisionalizadas no parecía poner en alerta a una ciudadanía ocupada en administrar su propia vida.
A pesar de esto, exactamente un mes después, el 24 de abril, la imagen se repitió, pero ahora en la cárcel de Devoto y con dos diferencias significativas: el anclaje de la imagen (Barthes, 1974) y sus efectos. Junto a las chapas levantadas del techo que aquella vieja cárcel, veinte detenidos montaban dos banderas, una que decía “Covid-19 está en Devoto. Jueces genocidas. El silencio no es mi idioma”, y la otra que sostenía “Nos negamos a morir en la cárcel”. La operación de anclaje, a partir de la incorporación de dos textos –sobre los que no profundizaremos, pero que también poseen una riqueza semiótica significativa– que señalaban a los causantes de la demanda –y la centralidad de que la protesta fuese en una cárcel federal de la ciudad de Buenos Aires– provocó otras resonancias que aquella producida en Santa Fe, donde, inclusive, los resultados –en términos de pérdidas de vida– habían sido más dramáticos. Aunque el discurso mediático denominó con el término “motín” lo que era una demanda legítima (y no escuchada hasta entonces), tuvo como resultante la participación de los detenidos en mesas de diálogo con integrantes del servicio penitenciario y personal judicial.
Si nos detenemos un instante a pensar aquel acontecimiento de hombres subidos al techo con dos banderas desplegadas hacia el exterior, resulta necesario abordarlo con relación al contexto histórico y coyuntural en el que se inscribe. Por un lado se evidencia el contexto histórico, vinculado a la imposibilidad que las condiciones del castigo imponen para poner en la escena pública tanto los sufrimientos del encarcelamiento (Sykes, 2017) como otras discursividades que trasciendan los estereotipos construidos sobre el encerrado, ligados a la violencia y la animalidad (Burgat, 1996).2 Por otro lado, la coyuntura exigía la lectura de que sobre esos sujetos se ejercía una práctica de confinamiento en el confinamiento, de exacerbación del aislamiento, de intensificación de los dolores del encarcelamiento. Esto estaba provocado, fundamentalmente, por el cierre de las fronteras institucionales de la prisión y el impedimento de contacto directo con familiares, docentes, talleristas, entre otros. Así, al histórico olvido y ostracismo que propone la separación de los muros en términos físicos, a la que le se sumaba una coyuntura pretensiosa de desarmar la trama de relaciones existentes, se le oponía la escena de un grito que exigía restituir cierta condición de humanidad. “Nos negamos a morir en la cárcel” fue una interpelación para quienes asumen que la cárcel debe ser eso: no solo el espacio físico que nos separe y defienda de los peligrosos, sino también el despliegue de un adicional de sufrimiento que exceda el carácter retributivo de la pena.
Lo que nadie imaginó –porque allí opera el carácter impredecible de la acción– es que aquel primer efecto, resultante en la composición de una mesa de diálogo para resolver la urgente demanda, sería el punto de partida de una campaña nacional que hablaría de la “liberación masiva de presos”. Concentrada en los medios de comunicación hegemónicos a nivel nacional, dicha campaña operó sobre el desplazamiento del temor a un virus desconocido hacia la condensación en torno al miedo a la peligrosidad reconocida –casi en una suerte de inversión onírica freudiana–: la alteridad radical comenzó, otra vez, a ocupar su lugar. Ahora, la discusión se daba bajo la tensión de un argumento propio del contexto de pandemia (“nosotros estamos encerrados, y a ellos los liberan”, en clara referencia al cumplimiento de la cuarentena) y el inicio de algunas medidas de excarcelación con prisiones domiciliarias –provisorias– sobre la población de riesgo, cuyo foco inquisitivo estuvo puesto en las causas penales de los presos excarcelados.
Así, uno de los desplazamientos del sentido estuvo dado por un movimiento que fue desde una interrogación por los modos de castigar en las prisiones argentinas (al atender lo que organismos internacionales y nacionales señalaban sobre las condiciones de prisionalización como riesgo de muerte inminente y saturación del sistema sanitario), hasta la discusión sobre los delitos y sobre la singularidad de los casos excarcelados, particularmente aquellos ligados a delitos contra la integridad sexual, homicidios y delitos de lesa humanidad. Por otro lado, el segundo desplazamiento se produjo cuando la metáfora bélica sobre el “enemigo invisible”, que inicialmente recepcionó temores diluidos, dispersión de los peligros, despliegue de una batalla de cuerpos sin cuerpos, desplazamientos territoriales controlados y miradas punitivistas por doquier –en fin, toda una maquinaria discursiva de guerra que posicionaba al conjunto como “soldados” de ambos bandos– fue reubicando el peligro en quienes suelen ser sus tradicionales portadores: el delincuente o, en el caso particular que analizamos, los cautivos (Sykes, 2017). En ese sentido, el desplazamiento estuvo dado sobre el sujeto de la transgresión. Inicialmente, todos podíamos serlo si incumplíamos la cuarentena –por lo que ya no se trataba de castigar solo a los forasteros, sino también a los establecidos (Elias, 2003)– y luego, los “presos liberados” comenzaron a ubicar el “retorno de la peligrosidad” en los anormales conocidos y merecedores del castigo. Se trata de una metáfora y una metonimia identificables, pasibles de acciones concretas, contundentes, visibles, operacionalizables. Son características que no podían distinguirse con aquel enemigo invisible que nos ponía en condiciones de desventaja: el único ataque posible era la defensa del encierro. Entonces, aquel procedimiento de desplazamiento y condensación fue cristalización de un pasaje entre el temor y el miedo; entre el desconocido y el sujeto reconocido; entre la peligrosidad incorporada y la exteriorizada. Así, aquella desatención inicial de los cuerpos quemados en prisiones santafesinas se convertiría luego en campaña nacional contra la “liberación” de presos que, al haber “ganado” los techos de Devoto, solo exigían un trazo de biolegimitidad (Fassin, 2019), que se los considerara en su carácter de humanidad. Ya no se trataba entonces solo de cómo operaba el poder sobre la vida, sino de restituir algo del poder de la vida. Aquel acontecimiento puso en escena, otra vez, la necesidad de distinguirlas, de reconocer que no todas las vidas valen lo mismo, que hay cuerpos que importan y otros que no, que el duelo solo es posible cuando las vidas son vivibles (Butler, 2006) por una comunidad moral que las juzga desde una exterioridad. Aquellos colgados del techo no habían adquirido tal derecho de facto. Entonces, las cacerolas sonaron al atardecer desde los balcones en distintos puntos del país, aunque en ciertas jurisdicciones –como en la provincia de Santa Fe– los números de excarcelaciones no coincidían con ningún tipo de liberación masiva. A su vez, las declaraciones de actores políticos no tardaron en llegar, desde los arcos partidarios más dispares. Desde un diputado oficialista que anunció que los jueces que otorgasen libertades serían pasibles de juicios políticos, hasta la irrisoria declaración de una senadora opositora que sostenía que “los presos liberados son futuras patrullas que amenazan jueces y que los largan para tomar tu capital”.3 Esos discursos que “hacen reír y tienen el poder institucional de matar son, después de todo, en una sociedad como la nuestra, discursos que merecen un poco de atención”, como advertía Foucault (2000: 20), no solo por el daño generado sobre quienes son objeto de ellos, sino también por ser parte de una lógica del sentido que opera en el entramado social. Sin adentrarnos en esa discusión, que nos llevaría a ampliar los límites de este ensayo, pretendemos inscribir esas declaraciones en los mecanismos de desplazamiento y condensación que tuvieron como efectos concretos el parate sobre algunas medidas de excarcelaciones y, fundamentalmente, la vuelta al silencio de los problemas estructurales de la prisión, el castigo y las vidas. De ese modo, y una vez condensado el peligro, quedarían por fuera del debate la interrupción de las salidas transitorias de detenidos que legalmente estaban accediendo a ellas, la suspensión de las visitas familiares desde el inicio del ASPO a la actualidad –más de cinco meses–, la negación y/o dificultades para el acceso de actores externos –lo cual conllevó, en muchos casos, el repliegue de los dispositivos de salud, educación, trabajo, asistencia espiritual, etcétera–, por mencionar solo algunas. Por fuera del debate quedó, y quedará también, la pregunta por cuáles serán las estrategias necesarias para reconstruir los entramados socio-comunitarios en un escenario post-pandemia.
Los sentidos del encierro y, agregamos, de los miedos durante la pandemia, tal vez sean un cristal donde mirar cómo operan los mecanismos del temor, pero también las políticas de la vida y la muerte sobre determinados/as sujetos sociales. Allí nos quedará entonces el desafío de reactualizar un debate que permita trascender la discusión sobre si persistió aquí la bio o la necro política (Mbembe, 2011), para situarla en torno a la sacralidad de la vida, al “simple hecho de vivir” (Benjamin, 1999). Los sentidos sociales del encierro y sus miedos deberían entonces resignificarse en una discusión acerca de los sentidos sociales de la vida, y tal vez allí reconozcamos que la pandemia no fue más que un nuevo “aviso de incendio” al que no podemos dejar de prestar atención.

Referencias

1 Declaración conjunta de la UNODC, la OMS, el ONUSIDA y la ACNUDH sobre Covid-19 en prisiones y otros centros de detención. Disponible en https://www.who.int/es/news-room/detail/13-05-2020-unodc-who-unaids-and-ohchr-joint-statement-on-covid-19-in-prisons-and-other-closed-settings

2 Se trata de una construcción que, dada la porosidad de la prisión contemporánea argentina (Kalinsky, 2016), a partir del aumento de participación de actores externos en las últimas décadas –organizaciones sociales, Universidades, etcétera–, ha sido interpelada y terminó por provocar algunas grietas o disidencias sobre ese conjunto de representaciones.

3 Disponible en: https://www.infobae.com/politica/2020/04/28/senadora-de-juntos-por-el-cambio-alerto-que-el-gobierno-liberara-presos-para-formar-patrullas-que-amenacen-jueces-y-expropien-el-capital/

Bibliografía

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