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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.40 supl.1 Rosario dic. 2020

 

ARTÍCULOS

Los avatares de lo público y lo privado en pandemia

The Vicissitudes of the Public and the Private in Pandemic

 

Osvaldo Iazzetta

Osvaldo Iazzetta es docente e investigador de la Escuela de Ciencia Política, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario, Argentina. E-mail: osviaz@gmail.com


resumen

La humanidad conoció otras pandemias más graves que la actual. Sin embargo, no estamos ante una simple reiteración del pasado. Aquellas se dieron bajo otros contextos, sin la movilidad e interconexión a escala global que existe hoy. Este mundo se detuvo súbitamente y transformó tanto nuestros hábitos como la vida cotidiana de un modo hasta ahora desconocido. Formas inéditas de privatización, con distanciamiento físico forzado, pero sin distanciamiento social, gracias a las redes, vinieron acompañadas de un robustecimiento de lo público estatal que gobiernos de diferente signo político e ideológico debieron aceptar por razones prácticas antes que por convicciones. La pandemia actuó como un gran acelerador de procesos existentes. El artículo repasa de qué modo ello afectará la relación entre lo público y privado, como así también, sus fronteras y sus vínculos.

palabras clave: Público; Privado; Privatización; Público estatal

summary

Humanity has known other pandemics more serious than the current one; however, we are not facing a simple reiteration of the past. Those occurred under other contexts, without the mobility and interconnection on a global scale that exists today. This world came to a sudden stop and transformed our habits and daily life in ways previously unknown. Unprecedented forms of privatization, with forced physical distancing, but without social distancing, thanks to the networks, were accompanied by a strengthening of the state public. This was accepted -for practical reasons rather than for convictions- by governments of different political and ideological signs. The pandemic acted as a great accelerator of existing processes. The article reviews how this will affect the relationship between public and private, as well as their borders and their links.

keywords: Public; Private; Privatization; State public


De la movilidad sin barreras al resurgimiento de murallas

En 1986, poco después de la tragedia de Chernobil, Ulrich Beck publicó La sociedad del riesgo, un libro que anunciaba un mundo acosado por peligros que no respetan fronteras y dejan sin refugio a quienes intenten eludir su alcance. Beck se preguntaba: amenazas de este tipo, “¿se puede tener en cuarentena a grupos enteros de países?” (2006: 12). Este interrogante, que entonces sonaba desmesurado, pasó de profecía a realidad tres décadas después, y terminó por convertirse en una opción desesperada y extrema que se volvió natural para millones de personas.
Con la propagación del coronavirus, las calles se vaciaron y revivieron, con otros nombres (“distanciamiento social”, “aislamiento”, “confinamiento”), los mismos planes de emergencia que la humanidad empleara desde el medioevo, imponiendo, como entonces, la obligación de “quedarse en casa”.
Sin embargo, este resurgimiento de ciudades y países amurallados es un anacronismo en un mundo que basa su prosperidad y vitalidad en el comercio mundial y el movimiento de personas. Veníamos de un tiempo en el que el turismo internacional –para mencionar uno de los rubros más golpeados– había registrado un incremento de 800 a 1400 millones de visitas anuales entre 2010 y 2018 (Harvey, 2020: 90).
La circulación sin trabas es uno de los signos distintivos de la globalización. Es el mundo que anunció Bauman con el concepto de “modernidad líquida”, al describir un espacio basado en la “demolición de muros”, sin barreras, fronteras fortificadas ni controles (2003: 19). Sin embargo, ese flujo de bienes y personas, libre de restricciones, se interrumpió bruscamente al desatarse la pandemia.
Para una cultura basada en el movimiento, este pasaje sin escalas a un mundo dominado
por la inmovilidad masiva, con cientos de millones de personas confinadas y distanciadas, es una anomalía que produce perplejidad y desconcierto.  

El vaciamiento de la vida pública

Medidas excepcionales como la cuarentena suprimen abruptamente la vida pública y fuerzan a las personas a recluirse en sus hogares, despoblando ciudades que se volvieron irreconocibles y adquirieron un aspecto fantasmal. Paradójicamente, esto sobrevino tras un 2019 cuyo emblema fueron las imágenes de calles y plazas ocupadas, provenientes de Beirut, París, Barcelona, Quito, Santiago de Chile, Bogotá, Hong Kong, e instaló una agenda internacional dominada por la globalización de la ira y la protesta.1
Las razones que motivaron esos estallidos permanecen intactas; sin embargo, ese mundo de pronto se esfumó y vivimos un involuntario y repentino pasaje de lo público a lo privado que no responde a los periódicos ciclos pendulares retratados por Hirschman (1986 [1982]), ni puede atribuirse a la decepción que suelen experimentar los ciudadanos tras apostar a una vida pública activa. En condiciones normales, este cambio de las preferencias es decidido libremente por los individuos, pero no es lo que sucedió bajo la pandemia.
Esta situación tampoco se corresponde con la retirada de lo público –lenta y solapada– que desde hace cuatro décadas describe la sociología como parte del “privatismo” o “narcisismo contemporáneo” (Lasch, 1995; 1999 [1979]), sino que estamos ante una privatización fundada en el miedo a contagiarnos y morir, que lleva a aceptar una restricción provisoria de nuestras libertades.
En este caso, se trata de una privatización compulsiva que tiene una justificación sanitaria, y recuerda a otras situaciones de emergencia –desastres naturales, catástrofes, guerras, etcétera–, en las que algunas libertades –de circulación o de reunión, primordialmente– son suspendidas temporariamente por los poderes públicos. El temor genera una disposición a tolerar medidas de excepción que resultarían inaceptables en condiciones normales que, en este caso, ubican a la salud por encima de la libertad.
Tampoco es equiparable a la “privatización autoritaria” que conocimos en los años del Proceso (1976-1983), cuando la supresión de la escena pública respondía al propósito de anular toda expresión de vida asociativa, en una atomización de los individuos que destruía sus formas organizativas, y con un Estado que descargaba su poder de coerción contra los mismos ciudadanos que, por definición, debería proteger (Oszlak, 1983; O’Donnell, 1987). Ni el carácter del miedo ni el accionar del Estado resultan comparables. En una pandemia, la amenaza tiene un origen biológico y, aunque el contagio se realice a través de las personas, finalmente es un virus el que decide sobre nuestro presente y futuro. Mientras tanto, el Estado interviene para contener la incertidumbre, no para promoverla, como sucedió bajo aquel régimen autoritario que abusó de la violencia estatal para inmovilizar y aterrorizar a toda la sociedad.
Ambas situaciones comparten ese carácter forzado. Sin embargo, la privatización dispuesta bajo la pandemia fue decidida por gobiernos democráticos que apelan a medidas de excepción contempladas constitucionalmente. El repertorio empleado ha sido amplio y variado –según  la flexibilidad y restricciones aplicadas–, y abarca situaciones en las que se apeló al “toque de queda” con presencia militar (Chile); otras en las que se declaró el “estado de alarma” (España); de “emergencia” (Italia); o de “urgencia sanitaria” (Francia). También hubo países que no impusieron el estado de excepción ni recortes severos a las libertades (Alemania)2, o que descartaron lisa y llanamente la cuarentena, y se inclinaron por un distanciamiento social auto-administrado (Suecia).
En aquellos casos en los que las restricciones fueron mayores, trajeron aparejadas un vaciamiento de la esfera pública en su sentido más clásico: se clausuraron lugares de encuentro –laborales, educativos, recreativos, entre otros–, se suspendieron espectáculos artísticos y deportivos, se desactivaron ámbitos de deliberación institucionalizados (en algunos países, el Parlamento funcionó combinando la modalidad virtual y presencial, y en otros permaneció un tiempo inactivo), y se reprogramaron calendarios electorales.3
Sin embargo, esta privatización no implicó desconexión. Al contrario, vivimos una explosión de nuevas formas de interacción y expresión que no requieren co-presencia y desbordan el concepto de esfera pública, tal como la entendemos desde comienzos de la modernidad. Esta noción se ha vuelto estrecha y limitada para captar la vitalidad de un mundo asociativo que dispone de nuevas herramientas para conectarnos, trabajar, estudiar y expresarnos, algo que ya conocíamos, pero que adquirió nuevo significado bajo el aislamiento social obligatorio. Nos toca ser testigos de una experiencia singular y novedosa: esta no es la primera pandemia que enfrenta la humanidad, pero es la primera en la era digital. Esto desbarata cualquier intento por compararla con otras pandemias históricas que sirven de antecedente, como la vivida a comienzos del siglo pasado (1918 y 1920).
Las redes digitales crean una expectativa constante de conexión que atenúa el impacto del aislamiento social y permiten comunicarnos en tiempo real, para informarnos, para compartir nuestras emociones, y ofrecernos otras formas de cercanía. Al mismo tiempo que cerraban los ámbitos de encuentro que frecuentábamos, la conexión se multiplicó y expandió por otras vías. Nuevos hábitos laborales, recreativos y educativos fueron adoptados de manera forzada bajo el distanciamiento físico –clases y conferencias virtuales, espectáculos por streaming, trabajo remoto, etcétera–, acentuando el repliegue hacia lo privado que la literatura sociológica anuncia desde fines del siglo pasado, y anticipando la difusión de actividades virtuales con un alcance que no imaginábamos para este momento, sino para un futuro más o menos próximo.
Esto redefine los límites entre lo público y lo privado, disuelve las fronteras que los separan y vuelve más imprecisos sus contornos. Esta situación no es nueva, pero se aceleró y acentuó durante la pandemia sin que aún resulte posible evaluar sus alcances y efectos. Si bien teníamos evidencias con respecto a la capacidad de monitoreo que poseen estas herramientas tecnológicas –que ponen en riesgo la autonomía y privacidad de las personas–, eso se incrementó exponencialmente bajo la emergencia sanitaria, y forjó un Estado que alcanzó niveles de intervención y control que empalidecen la literatura distópica que lo anunciara.4 El empleo de cámaras y drones para patrullar calles, o el uso de aplicaciones con geolocalizadores y reconocimiento facial para facilitar el seguimiento de los contagios, representan un salto en términos de vigilancia masiva de la población5, que pone en manos de los Estados una enorme capacidad de escudriñar en la vida privada de los ciudadanos. Como ya ocurrió con otros episodios traumáticos en los que los procedimientos de seguridad y control subsistieron una vez disipado el temor –por ejemplo, las medidas de prevención en aeropuertos y aviones mantenidas luego de los atentados a las Torres Gemelas–, es posible que algunas modalidades de vigilancia subsistan una vez atenuada la pandemia, y no solo por exigencia de los gobiernos, sino también por iniciativa de los propios ciudadanos que conservarán actitudes y reflejos incorporados bajo los efectos del miedo a contagiarse.
Estos avances sobre la privacidad vienen acompañados de un proceso de exposición pública de lo privado que es parte de la búsqueda de visibilidad y reconocimiento a la que aspiran las personas –por ejemplo, cuando exhiben alguna habilidad o talento en las redes–, aun sabiendo que al hacerlo renuncian voluntariamente a su intimidad.6
Esto ya había simplificado la tarea de quienes “vigilan”, mucho antes de que los Estados contasen con la oportunidad que ahora les brinda la pandemia. Según Bauman y Donskis (2015: 77), vivimos en una sociedad confesional que fomenta la autoexposición a través de las redes, como un modo de probar nuestra existencia social. Ello nos convierte en la primera sociedad en la cual los vigilados cooperan voluntariamente con quienes los vigilan, al poner a su disposición aspectos íntimos de sus vidas que, de otro modo, resultarían inaccesibles. 
Este entrecruzamiento de lo público y lo privado ya estaba en marcha, pero se profundizó y aceleró bajo el experimento social inédito que instaló la pandemia. Resta saber qué perdurará de todo ello, y qué efectos proyectará sobre la sociedad que resulte de estos cambios. 
Sucede que la pandemia actuó como un gran acelerador de procesos existentes, que expuso, de un modo que ya no es posible ignorar, el cambio exponencial –y no simplemente gradual– que viven nuestras sociedades debido al carácter disruptivo del desarrollo científico y tecnológico. Esta nueva era exponencial (Oszlak, 2020) tiene un impacto que puede volver irreconocibles muchos de los rasgos que caracterizaron a nuestra vida social hasta el presente. Estos procesos no son atribuibles solo a la pandemia, pero apresuró su maduración y potenció sus efectos. 

La otra cara de lo público: el renovado protagonismo del Estado

El vaciamiento de la vida pública y el freno de la actividad económica tuvieron como contracara inseparable un reforzamiento del poder público que se refleja en el protagonismo del Estado como instancia de coordinación social en la emergencia. El Estado es, finalmente, una institución monopólica y, como tal, concentra recursos que le permiten aportar soluciones colectivas, cuando dichas soluciones no pueden quedar libradas a la voluntad e iniciativa de los particulares. Esta cara del Estado se manifiesta en la generación de bienes públicos que observamos en el despliegue de recursos logísticos para mejorar la infraestructura sanitaria –preparación de unidades especiales, o ampliación del número de camas y respiradores–, en las tareas de prevención –campañas de vacunación para la población de riesgo–, en la atención de las zonas más afectadas, en la realización de test, y en la centralización y procesamiento de la información pública necesaria para evaluar la evolución de la pandemia. Todas estas tareas aluden a responsabilidades de orden sanitario que, sin perjuicio del aporte del sector privado, le reservan al Estado un lugar decisivo, muy superior al que le cabe en tiempos normales.
No obstante, el Estado no solo elevó su perfil en esta materia, sino que también recobró protagonismo en el área económica y social, al brindar subsidios a los ciudadanos que tienen carencias, en el auxilio a los empleados formales que no pudieron cobrar sus salarios, en el apoyo a las empresas privadas que dejaron de percibir ingresos bajo la cuarentena, o mediante la disposición –en algunos países- del salvataje de aquellas que no lograron sostenerse durante la crisis. Esta respuesta estatal ha sido común a diferentes gobiernos –con prescindencia de sus preferencias ideológicas–, de modo que la comparten aquellos que poseen una orientación pro-mercado (Estados Unidos, Reino Unido, Brasil), y también los que le asignan mayor protagonismo al Estado (Alemania, España, Italia, Francia, Argentina, entre otros), aunque los márgenes de intervención varíen sensiblemente según los recursos fiscales y capacidades estatales disponibles en cada caso.
Así como el miedo genera mayor tolerancia para admitir restricciones a las libertades, la crisis creada por la pandemia también volvió aceptable –y en cierto modo inevitable– un aumento del gasto público que inyecte recursos y compense la parálisis y retracción del sector privado. La crisis derribó dogmatismos y suspendió temporariamente la ortodoxia fiscal, y terminó por volver keynesianos a gobiernos muy dispares.
Junto con ello, asistimos a una revalorización del Estado que es producto de algunas debilidades que puso al desnudo la pandemia, como resultado de políticas de austeridad aplicadas en los años previos. En algunos países desarrollados, la llegada del coronavirus dejó en evidencia la falta de previsión para afrontar una emergencia de esta envergadura, y lo poco que se invirtió para asegurar un bien esencial como la salud pública. Según Dani Rodrik (2020), esta crisis nos ha enseñado “…que nuestras prioridades estaban equivocadas”. Pese a que muchos informes internacionales venían anunciando el riesgo de un nuevo virus, extraño para el cuerpo humano, y que estaba en expansión por el mundo, se hizo muy poco para preparar una infraestructura sanitaria7 y apuntalar la investigación científica que pudiera prevenirla.8 La pandemia fue un “cisne negro” por su magnitud e impacto inesperado, pero no porque este riesgo no fuera anticipado.9
Los límites que expuso la crisis pusieron en agenda temas que tienden a devolverle un papel activo al Estado y, tal como se percibe en el debate de algunos países de la Unión Europea, aquella actualiza muchos de los tópicos que dieron origen al Estado de Bienestar tras la segunda posguerra. El reclamo de una nueva fiscalidad que garantice un mayor acceso a la salud y la educación (Piketty, 2020), o el llamado a reconstruir el Estado social (Pasquino, 2020; Urbinati, 2020), revelan la voluntad de convertir esta crisis en una oportunidad para devolverle centralidad a políticas que ofrezcan un mejor umbral de ciudadanía. Esta demanda ha ganado mayor espacio y consideración en aquellos lugares en los que se ha venido alertando sobre un proceso de desigualación (Urbinati, 2013) que desgarra la democracia, entre una ciudadanía política que progresa, al mismo tiempo que retrocede la ciudadanía social (Rosanvallon, 2012: 17). 
Esta agenda –al igual que sucedió antes con el coronavirus– también ha llegado a nuestras orillas. Aunque se vuelve más urgente en una región que posee los más altos niveles de desigualdad del mundo, ella se inscribe en otro contexto, con otros puntos de partida, trayectos históricos y posibilidades para traducir esa aspiración en políticas públicas sostenibles.
América Latina no ha tenido un Estado Social robusto como el que las democracias europeas recuerdan hoy con nostalgia. Tampoco dispone de los recursos fiscales que serán necesarios para asumir este desafío, pero este tema ya ha ingresado en la agenda pública de sus países, y puso en apuros a gobiernos que deberán lidiar con mayores índices de desempleo, pobreza e indigencia, cuando concluya la pandemia.

La humanidad conoció otras pandemias históricas más graves que la actual. Sin embargo, no estamos ante una simple reiteración del pasado. Aquellas se dieron bajo otras condiciones, sin la circulación global e interconexión en tiempo real que existe hoy.10 Esto define otra relación tiempo-espacio y otra sociabilidad que nos reclaman revisar muchas categorías clásicas de la modernidad, entre ellas, la idea de esfera pública, y la distinción entre lo público y lo privado que deriva de aquella.
Un hecho imprevisto y de alcance global como la pandemia detuvo súbitamente al mundo –su movilidad y su economía–, y transformó tanto nuestros hábitos como la vida cotidiana de un modo desconocido. Formas inéditas de privatización, con distanciamiento físico forzado, pero sin distanciamiento social, gracias a las redes (Padilla, 2020), vinieron acompañadas de un robustecimiento de lo público estatal que gobiernos de diferente signo político e ideológico debieron aceptar por razones prácticas, antes que por convicciones. Lo público y lo privado sufrieron cambios que aún no es posible evaluar en toda su magnitud: vivimos un cataclismo de proporciones gigantescas y nos encaminamos hacia un escenario ignoto que traerá, entre tantas otras novedades, una reconfiguración de estos ámbitos, como así también, una redefinición de sus fronteras y vínculos.      

Referencias

1  Véase Alcántara Sáez (2020) y el dossier sobre este tema en Nueva Sociedad (286), marzo-abril de 2020.

2 En este país, el Tribunal Constitucional se opuso a la prohibición de manifestaciones y defendió el derecho de reunión siempre que se respetara la distancia exigida.

3 En Bolivia, la elección presidencial prevista para el 3 de mayo se postergó para el 6 de septiembre, y el referéndum por la reforma constitucional en Chile se pasó del 26 de abril al 25 de octubre de 2020.

4 Svampa (2020) alude al “Leviatán sanitario” para describir esta nueva figura engendrada bajo el temor de la pandemia.

5 Se trata del “panóptico digital global” al que se refiere Han (2020).

6 La idea de “la intimidad como espectáculo” de Sibilia (2008), al igual que el “individualismo de singularidad” que describe Rosanvallon (2012), ayudan a comprender este comportamiento canalizado a través de las redes.

7 Mazzucato (2020), recuerda que “desde 2015, el Reino Unido redujo el presupuesto sanitario en mil millones de libras (1200 millones de dólares)”. Aumentó, así, la presión sobre los médicos en formación y redujo las inversiones a largo plazo para atender a los pacientes de manera segura. A su vez, en países con una pirámide demográfica envejecida, como la de Suecia, se asocia la elevada mortalidad al impacto negativo que tuvo el gerenciamiento privado de la atención de adultos mayores aplicado en los últimos 25 años, lo cual comprometió la disponibilidad de equipamientos y personal entrenado para enfrentar emergencias de este tipo (véase Therborn, 2020).

8 El gobierno de Trump redujo el presupuesto del Centro de Control de Enfermedades (Center for Disease Control-CDC) y disolvió el grupo de trabajo sobre pandemias del Consejo de Seguridad Nacional (National Security Council), mientras recortaba la financiación de toda la investigación, incluida la del cambio climático (véase Harvey, 2020: 87-88).

9 Véase Malamud (2020).

10 Como destaca Vallespín (2020), “nunca hemos estado todos tan pendientes de algo global”.

Bibliografía

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