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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.41 Rosario jun. 2021

 

ARTÍCULOS

El enfoque weberiano de la relación y la separación entre la Iglesia y el Estado

The Weberian Approach to the Relationship and Separation Between Church and State

 

Patricia Lambruschini

Patricia Lambruschini es docente e investigadora en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina. E-mail: plambrus84@gmail.com


resumen

En el marco de la lucha reciente por el derecho al aborto en Argentina, en un sector del movimiento de mujeres surgió con vigor la consigna de la “separación de la Iglesia y el Estado”. Esta reivindicación liberal elemental, formulada en el siglo XXI, estimula la reflexión sobre los alcances de la secularización en las sociedades modernas y sobre las relaciones entre las esferas política y religiosa. A raíz de esto, el presente artículo recupera el legado teórico de Max Weber, que no solo hizo del proceso universal de racionalización su problema de investigación privilegiado, sino que abordó con detenimiento las categorías de Estado e Iglesia y el vínculo recíproco que estas instituciones entablan históricamente. En ese sentido, el artículo se propone: 1) examinar el modo en que Weber construye sus definiciones de estos dos conceptos sociológicos y puntualiza sus afinidades; 2) identificar las relaciones típico-ideales más importantes que advierte entre ambas instituciones en el mundo pre-moderno; y 3) caracterizar la separación de la Iglesia y el Estado en la modernidad y las limitaciones que encuentra en este terreno.

palabras clave: Max Weber; Iglesia; Estado; Dominación

summary

In the context of the recent struggle for the right to abortion in Argentina, the slogan of “separation of Church and State” emerged strongly within a sector of the women’s movement. This elementary liberal demand, formulated in the twenty-first century, stimulates reflection on the scope of secularization in modern societies and on the relations between the political and religious spheres. As a result, this article recovers the theoretical legacy of Max Weber, who not only made the universal process of rationalization his privileged research problem, but also carefully approached the categories of State and Church and the link that these institutions stablished historically. In that sense, the paper aims to: 1) examine the way in which Weber constructs his definitions of these two sociological concepts, specifying their affinities; 2) identify the most important typical-ideal relationships that he sees between the two institutions in the pre-modern world; and 3) characterize the separation of Church and State in modernity and the limitations that he finds in this area.

keywords: Max Weber; Church; State; Domination


Introducción

El presente trabajo hunde sus raíces en un conjunto de inquietudes prácticas, aunque tiene un interés primordialmente teórico o conceptual. En el marco de la lucha reciente por el derecho al aborto en Argentina –un reclamo de larga data en el país, pero que adquirió características masivas con el tratamiento parlamentario de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en los años 2018 y 2020–, surgió con vigor en un amplio sector del movimiento de mujeres la consigna de la “separación de la Iglesia y el Estado”. Esta demanda liberal elemental apunta contra la injerencia que las instituciones eclesiásticas continúan ejerciendo en los asuntos públicos y que, en lo que respecta a la legalización del aborto, ha sido completamente ostensible. Las Iglesias Católica y Evangelista intentaron en primer término impedir por distintos medios la aprobación de la Ley, algo que efectivamente ocurrió en 2018 con el rechazo en la Cámara de Senadores. Luego, cuando se preveía que sería votada por mayoría en 2020, presionaron para limitar su alcance, y han puesto obstáculos para su aplicación en el sistema de salud desde que fue sancionada.
Ahora bien, el hecho de que, en el tardío siglo XXI, se plantee la necesidad de un Estado laico como una reivindicación todavía insatisfecha deja mucho que pensar sobre los alcances de la secularización en las sociedades modernas y estimula la reflexión sobre las relaciones que existen y han existido históricamente entre las esferas política y religiosa. Todo esto parece ser un buen motivo para revisitar la obra de Max Weber, que no solo hizo del proceso universal de racionalización su problema de investigación privilegiado, sino que abordó con detenimiento las categorías de Estado e Iglesia, así como el vínculo recíproco que estas instituciones entablan a lo largo de la historia. En ese sentido, el presente artículo se propone tres objetivos: 1) examinar el modo en que Weber construye sus definiciones de estos dos conceptos sociológicos y puntualiza sus afinidades; 2) identificar las relaciones típico-ideales más importantes que el autor advierte entre ambas instituciones en el mundo pre-moderno; y 3) caracterizar la separación de la Iglesia y el Estado en la modernidad y las limitaciones que Weber encuentra en este terreno.

Los conceptos weberianos de Estado e Iglesia

Para abordar cómo entiende Weber los aspectos distintivos del Estado y la Iglesia, se apelará a su última formulación en los “Conceptos sociológicos fundamentales” que aparecen en la primera parte de la compilación póstuma Economía y sociedad.1 La elección de este texto en particular responde a que, probablemente, condensa su visión más elaborada y tardía sobre ambas nociones. Sin embargo, hay que hacer notar que el autor ensayó otras definiciones anteriores de estos conceptos en distintas partes de su obra, que fue puliendo y retocando hasta arribar a la versión que aquí se analiza.2
Los “Conceptos sociológicos fundamentales” se caracterizan por el despliegue que Weber realiza allí de una enorme cantidad de categorías, a las que describe con una meticulosidad obsesiva. A su vez, avanza en su desarrollo desde la unidad más elemental para la sociología comprensiva, la acción social, hasta arribar a las relaciones más complejas y cristalizadas, como son el Estado y la Iglesia. Además, el texto tiene la particularidad de que está estructurado mediante un método de particiones sucesivas, con clasificaciones que luego son divididas en sub-clases a partir de ciertos rasgos dicotómicos, y cuyo resultado es una lista jerárquica que puede ser representada como un esquema de árbol (Breuer, 1996: 28-29).
Así, para arribar a los conceptos que interesan aquí, Weber parte de la categoría de relación social [soziale Beziehung], introducida en el parágrafo §3. La divide conforme a la dicotomía abierta o cerrada hacia el exterior, dependiendo de si permite o no la participación de terceros en la acción social recíproca basada en un determinado contenido de sentido. Luego, divide las relaciones sociales cerradas que limitan, condicionan o excluyen dicha participación, entre aquellas que poseen un carácter coactivo y las que no, independientemente de si constituyen vínculos de comunización o de socialización. A las relaciones cerradas coactivas las denomina asociación [Verband]. Se caracterizan por el hecho de que el sostenimiento de su orden está garantizado por la conducta de un dirigente y, eventualmente, de un cuadro administrativo. Abunda un poco más en este concepto y señala que las asociaciones pueden ser autónomas o heterónomas, en función de si sus reglamentos son impuestos por los propios miembros o por alguien ajeno a la asociación. Pueden ser autocéfalas o heterocéfalas, en función de si el dirigente es nombrado según el orden de la asociación o por alguien externo. En la medida en que las asociaciones siempre tienen una persona que manda con eficacia a otras que obedecen, y que también pueden contar con un cuadro administrativo para garantizar la vigencia del orden, Weber considera que todas ellas son en cierto modo asociaciones de dominación, aunque ese dominio tenga un carácter más o menos pronunciado en cada caso. Finalmente, el autor distingue dos clases de asociaciones de dominación, que se diferencian ante todo por el tipo de medio coactivo al que recurren para mantener el orden: mientras que las asociaciones políticas se basan primordialmente en la coacción física, las asociaciones hierocráticas privilegian la coacción psíquica; conceden o rehúsan bienes de salvación. Con esto se llega a la antesala de sus definiciones del Estado y la Iglesia.
Sin embargo, para comprenderlas con rigurosidad, todavía hay que contemplar otra dicotomización de las asociaciones, que se despliega en forma paralela y complementaria. En efecto, en el parágrafo §15, Weber llama asociación de empresa [Betriebverband] a las asociaciones que tienen un cuadro administrativo continuamente operante en la persecución de ciertos fines. Se refiere a dos tipos particulares, cuyas reglas están estatuidas de manera racional, y se diferencian así de otras sin estatutos racionales: la unión [Verein] y el instituto [Anstalt]. La primera descansa en el principio de pertenencia voluntaria, y sus estatutos solo pretenden validez sobre los miembros asociados por libre decisión. El instituto, en cambio, es una asociación de empresa cuyas reglas no derivan de un pacto entre sus miembros, sino que rigen de hecho y son impuestas a toda persona y toda acción que tenga lugar en el ámbito de su poder. Las sectas y los partidos constituyen uniones, mientras que la Iglesia y el Estado son institutos. Se advierte, entonces, que Weber desemboca en estas dos últimas nociones a través de distintos senderos conceptuales que se derivan de su categoría compleja de asociación, y que podrían esquematizarse de la siguiente manera:3

Con este trasfondo, en el parágrafo §17, Weber define el Estado como “un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la violencia para el mantenimiento del orden vigente” (2012: 43-44). Sin embargo, más adelante aclara que esta definición corresponde a su tipo específicamente moderno, ya que el Estado solo alcanza su pleno desarrollo en esta época, cuando llega a monopolizar el uso legítimo de la fuerza y se convierte en un instituto racional con reglas positivas y en una empresa de actividad continuada en pos de ciertos fines. Esto no implica, desde luego, que en el pasado no haya habido organización estatal, sino que la había, pero sin estatutos racionales y sin el acaparamiento completo de la violencia, bajo las asociaciones de dominación de tipo tradicional o carismático. En ese sentido, es posible sostener que a estas formas pre-modernas del Estado solo les cabe la definición más general de asociación política, donde la validez de sus normas en un espacio geográfico determinado, así como su propia existencia, están “garantizados de modo continuo por la amenaza y aplicación de la fuerza física por parte de su cuadro administrativo” (Weber, 2012: 43).
Asimismo, Weber define el concepto de Iglesia como “un instituto hierocrático de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantiene la pretensión al monopolio legítimo de la coacción hierocrática” (2012: 44). Aunque el autor no realiza aquí ninguna precisión temporal, en otras partes de su obra señala que la transformación de las asociaciones religiosas hasta asumir la forma de un instituto con reglas estatuidas, con un cuadro administrativo que actúa de modo permanente y que tiene la pretensión de un dominio monopólico sobre cierto territorio parroquial, también es el resultado de un proceso histórico de desarrollo que sienta sus pilares fundamentales en la Edad Media, pero alcanza su punto culminante en la modernidad (Weber, 1998c: 261-262; 2012: 873, 894-895).
La similitud entre estas dos definiciones salta rápidamente a la vista del lector y Weber se encarga de reafirmarlas con las precisiones que realiza. En este punto, parece necesario llamar la atención sobre algunas de esas semejanzas entre el Estado y la Iglesia que resultan iluminadoras a los fines de este trabajo. En primer lugar, tanto el uno como la otra constituyen asociaciones de dominación marcadas por la presencia de dirigentes y de un cuadro administrativo que garantizan el orden político o hierocrático sobre una masa dominada. A su vez, se caracterizan, en consecuencia, por una división entre “dos grupos claramente diferenciados: el de los que ordenan y el de los que obedecen” (Breuer, 2016: 234).
En segundo lugar, los dos son asociaciones de empresa con rango de instituto, que actúan de modo regular y continuado en vistas de ciertos fines, y cuyas normas racionalmente estatuidas pretenden validez dentro de un territorio estatal o parroquial determinado, aunque, en el caso de las asociaciones políticas, el dominio territorial es mucho más esencial que en las hierocráticas. Una parte fundamental de la actividad permanente de estas asociaciones radica en su sostenimiento económico, para lo cual desarrollan un sistema de tributos y un conjunto de propiedades estatales y eclesiásticas.
En tercer lugar, su carácter de relaciones sociales cerradas, coactivas e institucionales condiciona la participación en el actuar recíproco a la vigencia o acatamiento de sus reglas, las cuales son impuestas a todo aquel que nazca, se asiente o actúe transitoriamente en la órbita de su dominio. A diferencia de los partidos o las sectas, en las que los miembros se afilian por elección y obedecen sus normas voluntariamente, las personas pertenecen a un Estado o una Iglesia por nacimiento o naturalización. De este modo, sus reglas se les imponen de manera forzosa y aun en contra de su voluntad, por medio de la violencia. Se asume en este último caso la relación de dominio, la fisonomía de un puro vínculo de poder [Macht].
Por último, es interesante que Weber se resista a caracterizar el Estado y la Iglesia por los distintos fines que pueden llegar a tener, sino que se concentra en el examen de sus medios. Aquí pareciera dar ya por descontada la finalidad intrínseca a todo régimen de dominación, de conservar y reproducir el orden vigente. En cambio, su análisis destaca la coacción como el medio común que ambas instituciones utilizan para perpetuarse y que pretenden monopolizar de manera legítima. Sin embargo, el tipo de violencia a la recurre cada una es diferente: mientras que el Estado debe acaparar la coacción física para existir como tal, la Iglesia procura concentrar la coacción psíquica, el poder ideológico sobre las conciencias, para lo cual otorga o rehúsa bienes de salvación (Weber, 2012: 44; Bobbio, 1985: 262).
En efecto, aunque el uso de la fuerza física no es el medio habitual de la dominación política, que siempre aspira a obtener una obediencia en virtud de la creencia en su legitimidad, sí es el recurso específico al que apela en última instancia para mantener el orden. De hecho, lo que determina el carácter político de una asociación es precisamente la amenaza y el empleo de la coerción física. En este sentido, la peculiaridad del Estado racional moderno consiste en que ha monopolizado en sus manos con eficacia la posibilidad y la decisión sobre su aplicación, y en que ha legitimado la utilización del recurso primitivo e irracional de la violencia física, bajo la idea de su legalidad (Weber, 2012: 29-30, 45, 172-173). En cuanto a la Iglesia, Weber sostiene que lo decisivo no es el tipo de bienes de salvación que las asociaciones hierocráticas ofrecen, sino que “su administración pueda constituir el fundamento de su dominación espiritual sobre un conjunto de hombres” (2012: 45). Este señalamiento es primordial, porque resalta que el medio distintivo del dominio religioso es la violencia psicológica sobre las personas a fin de alcanzar su sometimiento subjetivo y un influjo determinante sobre su modo de vida. Las reglas éticas de las religiones y la administración de los bienes de salvación por parte de los curas o sacerdotes ejercen una influencia sobre la interioridad de los individuos que constriñe su conducta mediante la culpa, el remordimiento, la represión de los impulsos sensibles, la incertidumbre sobre el propio destino ultraterreno, etcétera. No obstante, es indudable que este tipo de coerción, que actúa directamente sobre la intimidad, es tanto o más poderoso que la represión física exterior que puede ejercer el Estado. En este punto, cabe recordar que, para Weber, la Reforma protestante rompió con la Iglesia Católica y reclamó un control todavía más riguroso sobre la conducta de vida de los fieles, que fuera más allá de la administración hierocrática de las indulgencias (Weber, 2012: 925; Bruhns, 2017).
Estos puntos de encuentro entre el Estado y la Iglesia resultan relevantes para reflexionar sobre los motivos por los cuales, en determinados momentos históricos, puede haber una acción mancomunada entre ellos para defender el orden social vigente cuando se encuentra amenazado por la acción de los dominados. A su vez, también es importante para comprender las múltiples tensiones y choques de intereses que pueden producirse entre ambos. Precisamente, Weber se ocupó de analizar los posibles entrelazamientos y colisiones entre las esferas política y religiosa, en general, y entre la dominación estatal y hierocrática, en particular. 

El vínculo entre el Estado y la Iglesia a nivel histórico

Antes de examinar las relaciones típico-ideales que se han producido históricamente entre el Estado y la Iglesia, resulta pertinente realizar algunos comentarios sobre la perspectiva weberiana de la historia. Como sostiene Guenther Roth, Weber rechazó las visiones evolucionistas que describían un progreso unilineal del desarrollo sociocultural. Sin embargo, también rechazó los enfoques de cuño romántico e idealista que contenían una teleología metafísica del devenir histórico-universal. Si bien trabajó dentro de los marcos de la llamada historia de desarrollo [Entwicklungsgeschichte], la modificó profundamente y propuso una alternativa distinta a las vigentes en su época. Según Roth, en lugar de sostener una concepción unitaria, desagregó la historia de desarrollo en cuatro dimensiones: 1) una evolución sociocultural en general con etapas teóricamente construidas, que encuentra en la racionalización su hilo conductor; 2) diversas historias de desarrollo específicas, abordadas como casos particulares de racionalización; 3) una explicación de la historia tanto europea como mediterránea, y de su singularidad; y 4) una sociología histórica con modelos socio-históricos y reglas de experiencia. Aunque estos cuatro aspectos son diferenciables analíticamente, muchas veces aparecen superpuestos en los escritos de Weber, como se advierte, sobre todo, en la parte antigua de Economía y sociedad (Roth, 2016: 155, 160).
Esto es justamente lo que ocurre en la sección titulada “Dominación política y hierocracia”, que trata la relación entre los poderes estatal y eclesiástico a lo largo de la historia. Allí, parecen conjugarse: 1) un proceso típico-ideal de desarrollo referido a la transformación del carisma, que abarca diferentes culturas y comprende diversos estadios; 2) un examen de racionalizaciones específicas de las asociaciones políticas y, sobre todo, de las asociaciones hierocráticas; 3) un abordaje particular sobre la singularidad occidental en este terreno; y 4) algunos esquemas conceptuales para dar cuenta de los tipos de vínculo que han existido entre dichos poderes. A su vez, dado que los conceptos de Estado e Iglesia solo alcanzan su pleno desenvolvimiento en la modernidad, el análisis histórico que Weber realiza en este texto adquiere la forma más general de una relación entre el dominio político y el dominio hierocrático, que solo en la época moderna asume la fisonomía de una vinculación entre el Estado y la Iglesia propiamente dichos.
Por otro lado, en el famoso “Excurso” que aparece en el primer tomo de sus Ensayos sobre sociología de la religión, Weber plantea un esquema típico-ideal sobre el proceso histórico-universal de racionalización en el que se distinguen tres estadios de desarrollo fundamentales, a saber: el mágico, el religioso y el moderno. En ese marco, analiza la relación entre los órdenes político y religioso, así como sus respectivas racionalizaciones específicas (Weber, 1998d: 536-544; Bellah, 2005: 129-130).
Los apartados que siguen no pretenden llevar adelante un análisis exhaustivo de lo que Weber afirma en su obra sobre el vínculo histórico entre los órdenes político y religioso, sino que apunta a destacar algunos aspectos de su enfoque que se consideran especialmente relevantes o tienen un potencial teórico para echar luz sobre el presente. En específico, se busca recuperar, por un lado, los entrelazamientos y oposiciones más importantes entre ellos, en el marco de las estructuras tradicionales o carismáticas pre-modernas y, por otro lado, su visión sobre la separación entre la Iglesia y el Estado en la modernidad y los alcances efectivos de ese proceso.

La relación entre el poder político y eclesiástico en el mundo pre-moderno

En el “Excurso”, Weber describe cómo lo que, en su origen, era una relación de estrecha afinidad entre los órdenes político y religioso, en el contexto de la religiosidad mágica y de los dioses funcionales, llegó a convertirse en un vínculo de tensión con el surgimiento de las religiones de salvación, que intentaron racionalizar el mundo conforme a sus ideales éticos. En efecto, el funcionamiento impersonal y desapasionado de la burocracia estatal, la conducta calculadora del homo politicus, el pragmatismo de la razón de Estado interesado por la distribución del poder, el recurso a la violencia física y a la guerra para garantizar el dominio tanto interna como externamente, todos los cuales alcanzan su apogeo en la modernidad, no solo carecen de sentido para la salvación del alma, sino que son por completo ajenos a la ética del amor acósmico y de la fraternidad universal que distingue a las religiones proféticas. De allí que, cuanto más se racionalizaron estos dos órdenes de acuerdo con su propia legalidad interna, entablaran un conflicto más aguzado el uno con el otro.
Sin embargo, si las religiones se enfrentaron fuertemente al mundo desde un punto de vista teórico, en el terreno práctico la tendencia fue bastante diferente. Esto vale en particular para su relación con la esfera política. Afirma Weber:
Las actitudes concretas absolutamente diversas de las religiones ante la actividad política, que la Historia nos muestra, han estado condicionadas por la propia implicación de las organizaciones religiosas en los intereses políticos y las luchas por el poder, por el colapso siempre inevitable incluso de los máximos estados de tensión con el mundo en compromisos y relativismos, por la apropiación y el uso de las organizaciones religiosas para la domesticación política de las masas y, en especial, por la necesidad de consagración religiosa de su legitimidad por parte de los poderes establecidos. Casi todas las actitudes han sido relativizaciones de los valores salvíficos religiosos y de su propia dinámica ético-religiosa (1998d: 541).

Para el autor, el tipo más relevante de entrelazamiento y compromiso en la práctica fue la llamada ética social orgánica, que se desarrolló en una variedad de formas en el pasado. A diferencia de la religiosidad ascética de virtuosos, que tenía un potencial transformador de la realidad, la ética social orgánica fue, en todas partes donde tuvo lugar, “un poder eminentemente conservador y antirrevolucionario”, que utilizaba la religión para consagrar y legitimar las relaciones de dominación social y las jerarquías estamentales establecidas (Weber, 1998d: 541, 543).
En “Dominación política y hierocracia”, Weber profundiza en esta vinculación práctica entre el poder político y el poder eclesiástico, los cuales aborda como dos asociaciones de dominación. Se refiere a tres tipos de relación entre ambos que fueron históricamente importantes en el mundo pre-moderno y se manifestaron en distintas civilizaciones. El primero tiene lugar cuando el soberano es legitimado por el sacerdocio, ya sea como una encarnación de Dios o como un ser querido por Dios. El segundo ocurre cuando el sacerdote deviene soberano, y desempeña en calidad de sacerdote las funciones reales, con lo que configura de esta manera un régimen teocrático. Por su parte, el tercero sucede cuando existe un soberano de naturaleza césaropapista, que posee por derecho propio el sumo poder en los asuntos religiosos, y subordina el poder sacerdotal al secular (Weber, 2012: 891-982).
Según Weber, en todos los lugares donde se desarrolló, la hierocracia tuvo consecuencias muy perdurables sobre la estructura de las formas de gobierno. En los dos primeros tipos, donde ejerce una supremacía o un influjo decisivo sobre el régimen político, la hierocracia se empeñó firmemente en la defensa de su poder. En el primer caso, impidió que el rey desenvolviera una autoridad personal independiente, o dificultó que conformara su propia fuerza militar. En el segundo caso, por otra parte, evitó la formación de poderes partidarios de la emancipación, en especial de una nobleza guerrera autónoma que pudiera rivalizar con su poder autocrático, favoreciendo con ello a la burguesía urbana. Para el autor, la lucha entre la nobleza guerrera y la sacerdotal dejó “siempre impreso su carácter en la formación de la sociedad y del Estado” (Weber, 2012: 892). En cambio, considera que, antes de la época moderna, siempre hubo una afinidad electiva entre los estratos burgueses y los hierocráticos. En caso del césaropapismo4, se produce la mayor oposición y el intento más radical de someter la hierocracia. Sin embargo, nunca se dio de manera completamente pura, debido a la resistencia de esta última. Este tipo de régimen considera los asuntos religiosos como un compartimento de la administración pública, en el que los dioses y santos son oficiales y el cumplimiento de los deberes para con ellos se halla en manos de un sacerdocio subordinado al poder político, carente de autonomía económica y de una burocracia independiente. El césaropapismo logró subordinar el poder sacerdotal cuando la calificación religiosa funcionó como un carisma mágico de sus portadores y no se racionalizó en un aparato burocrático y un sistema doctrinal propios. No obstante, allí donde la religión evolucionó hacia la religiosidad de salvación, y donde la hierocracia se desenvolvió hasta formar una Iglesia con un aparato administrativo independiente, un sistema de tributos, un orden institucional, un dogma y un culto racionalizados, su poder se volvió inquebrantable frente al secular y ambos poderes se vieron obligados a convivir (Weber, 2012: 892-895).
Sin embargo, por fuera de estos tres casos típicos en los que una asociación de dominación somete a la otra, Weber considera que la regla general no fue el enfrentamiento, sino más bien el compromiso entre el régimen político y el religioso, mediante un acuerdo tácito que “ha asegurado a ambos su esfera de poder y que ha proporcionado a cada uno cierta influencia sobre la esfera del otro (…) con el fin de evitar colisiones de intereses y obligarles a prestarse ayuda mutua” (2012: 892). Los motivos de fondo que empujaban a un acuerdo, desde luego no exento de tensiones y conflictos, son, por un lado, cierta afinidad en los intereses de cada uno y, por el otro, la conveniencia recíproca de entablar una colaboración para alcanzarlos. En efecto, el poder político puede poner a disposición de la hierocracia el brazo secular “en vistas a la extirpación de los herejes y a la recaudación de los impuestos” (Weber, 2012: 906). A su vez, el poder hierocrático posee dos cualidades cruciales para la dominación política: 1) se trata de un poder que legitima, algo de lo que difícilmente pueden prescindir el soberano césaropapista, el soberano carismático y todas las capas sociales privilegiadas cuya situación depende de la legitimidad de la dominación; y 2) es un medio de una potencia incomparable para la domesticación de los dominados, tanto en pequeña como en gran escala.
De este modo, se evidencia el potencial teórico y analítico que entraña el hecho de que Weber defina y examine las asociaciones políticas y eclesiásticas básicamente como asociaciones de dominación. Esto le permite advertir con bastante crudeza que aquello que estuvo verdaderamente en juego en las oposiciones y compromisos que existieron en términos históricos entre ambas asociaciones en el pasado no fueron tanto los intereses ideales –políticos o religiosos– de cada una, sino sobre todo sus prosaicos intereses materiales. En este sentido, tanto la asociación política como la religiosa buscaron perpetuar su propio ámbito de dominio, terreno en el cual pudieron llegar a un entendimiento y encontrarse como aliadas indispensables la una para la otra, en defensa del orden tradicional. Las formaciones estatales tradicionales podían beneficiarse del poder ideológico de la religión para legitimarse a sí mismas y para someter la conciencia de las masas mediante su coacción psicológica. La Iglesia, por su parte, podía gozar de una independencia económica y valerse de la fuerza estatal para enfrentar las distintas variantes de virtuosismo religioso que cuestionasen su hegemonía. De esta manera, existían fundamentos permanentes que presionaban en el sentido de un acuerdo entre ambos poderes. Sin embargo, con el advenimiento de la modernidad, el vínculo entre ellos se modificó profundamente.

La separación entre la Iglesia y el Estado en la modernidad 

El desarrollo del capitalismo y de la democracia modernos alteraron radicalmente las condiciones del dominio hierocrático y le implicaron un desplazamiento y un perjuicio decidido. Según Weber, el régimen capitalista llegó a imponerse en Occidente contra la oposición directa del clero, impulsado por una burguesía que se fue emancipando cada vez más de su vinculación histórica con los poderes hierocráticos –tanto de su reglamentación ética de la existencia, como de su rechazo de la ciencia y la economía racionales–, para inclinarse, en cambio, por el rigorismo de la religiosidad ascética.
Como se pone de manifiesto en su difundida tesis sobre “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” (1998a), el autor le atribuye un papel fundamental a la ética profesional del protestantismo ascético –con su idea del trabajo metódico como forma de honrar a Dios y su represión de todo goce o consumo inmoderados–, en el surgimiento no solamente de una cierta acumulación de capital, sino también, y principalmente, en la emergencia de la conducta de vida racional y del homo economicus adecuados para el desenvolvimiento del capitalismo moderno occidental. Como señala Wolfgang Mommsen, “el tipo del industrial moderno es un producto del puritanismo, del mismo modo que las bases espirituales del capitalismo moderno racional” (1971: 96).
Menos conocido es el rol que Weber le atribuye a las sectas puritanas en el surgimiento de las libertades liberales y los derechos humanos característicos de la democracia moderna. En efecto, en la medida en que constituyen asociaciones voluntarias de individuos cualificados en una determinada ética religiosa, las sectas son las más enérgicas defensoras de la “libertad de conciencia” y deben exigir la no intervención del poder político en la vida privada de las personas. En esto se diferencian rotundamente de las Iglesias que, como instituciones hierocráticas con pretensiones universalistas y monopólicas, pueden otorgar tanta menor libertad de conciencia para los fieles cuanto más se aproximan al tipo puro, y tampoco la reconocen para el resto de las personas y confesiones cuando ejercen el poder. Solamente la reclaman cuando se encuentran en minoría. Exigen para sí mismas un derecho que no conceden a los demás. Por el contrario, las sectas protestantes fueron para Weber el ámbito por excelencia que promovió la libertad de conciencia tanto propia como ajena. De este modo, abonaron el terreno para la emergencia de otras libertades (Weber, 2012: 936-937; 1998b: 207). En ese sentido, sostiene que

Brota del suelo de las sectas consecuentes un “derecho” de los dominados que es considerado como imprescriptible y, en realidad, un derecho de cada dominado contra el poder político, hierocrático, patriarcal o de cualquier otra especie. Ya sea o no la más antigua, (…) esta “libertad de conciencia” es la fundamental, en principio, pues se trata del más amplio “derecho del hombre”, el que abarca el conjunto de las acciones éticamente condicionadas y el que garantiza la libertad frente al poder, especialmente frente al poder del Estado (…). A él se incorporan [luego] los demás “derechos”: del “hombre”, del “ciudadano”, “de la propiedad” (Weber, 2012: 937).
 
Así pues, el autor considera que las sectas puritanas fueron precursoras de la tradición política liberal que enarboló la libertad de pensamiento y, junto con ella, la llamada “libertad negativa” que protege al individuo frente a los potenciales abusos del poder y, sobre todo, del poder del Estado. Weber revela aquí su faceta heredera del liberalismo, al considerar este principio como el derecho humano más relevante, en el que se apoyan todos los demás.5 Al defenderlo con tenacidad, las sectas también contribuyeron a sentar las bases del derecho natural creado y justificado filosóficamente por la Ilustración, de la que surgieron los Derechos del Hombre y del Ciudadano y el andamiaje jurídico formalista distintivos del Estado moderno e indispensables para el desarrollo del capitalismo. La reivindicación de la libertad y la igualdad jurídica formales, así como la exigencia de la libertad de movimientos económicos, prepararon la destrucción revolucionaria del orden tradicional en Occidente. Por un lado, arremetió contra las estructuras patrimoniales y feudales, con lo cual abrió paso al ascenso de la burguesía y del régimen capitalista. Por otro lado, la revolución horadó los cimientos del poder eclesiástico, al confiscar sus propiedades, eliminar su sistema tributario ­–diezmo–, suprimir los privilegios del clero, conmover su autoridad ideológica y, en los lugares donde fue más profunda, acabó por consumar la separación entre el Estado y la Iglesia con el establecimiento de un Estado laico.
En consecuencia, puede decirse que, así como Weber le reconoce un rol primordial al protestantismo ascético en el surgimiento del sujeto profesional moderno, también les atribuye un papel cardinal a sus asociaciones de tipo sectario en el surgimiento de los derechos democráticos de la modernidad y en el proceso histórico que desemboca en la separación de la Iglesia y el Estado. Sin embargo, Weber advierte lúcidamente que, una vez que el orden burgués se afianzó como dominante, dicha separación “sólo vale sobre el papel en muchos respectos” (1998b: 203), e incluso allí donde se desenvolvió ampliamente, la Iglesia se las arregla para seguir interviniendo en la esfera política. En efecto, según el autor, “la Iglesia se ha conformado con el capitalismo bien asentado” y “cuanto más patente se hace el carácter inquebrantable del orden capitalista, tanto más exigen los intereses hierocráticos un acuerdo con las autoridades nuevamente establecidas”. Al mismo tiempo, la burguesía tiende a volverse conservadora y se ampara nuevamente en la Iglesia desde “el momento en que su propia posición peligra por los embates de las clases obreras”; busca en ella un arma político-ideológica para contener y disciplinar al proletariado (Weber, 2012: 923).
Bajo las condiciones de la democracia moderna, el poder de la Iglesia frente a las fuerzas políticas enemigas “depende del número de diputados dispuestos a cumplir su voluntad”. De allí que busque influir sobre los legisladores, o que directamente conforme una organización partidaria para intervenir en la lucha política, con lo cual pone en marcha una demagogia, al igual que los otros partidos (Weber, 2012: 924). En ese sentido,

Junto con el empleo de los procedimientos de devoción específicamente emocionales (…) con vistas a la agitación de masas, los medios puestos en práctica son análogos a los de los demás partidos de masas: creación de corporaciones hierocráticamente dirigidas (…), de agrupaciones obreras, de ligas juveniles y, sobre todo, como es natural, el dominio de la escuela. Allí donde existe la escuela pública, se exige el control de la instrucción por la hierocracia o se le hace una encarnizada competencia por medio de escuelas dirigidas por frailes (ídem).

La Iglesia intenta mantener, en todos los lugares donde sea posible, el tradicional acuerdo con el poder político que le otorga privilegios penales y civiles, así como también un sustento económico. A su vez, en todas las esferas de la vida reglamentadas eclesiásticamente, la subordinación del poder público se considera como un decreto divino e irrevocable. Finalmente, Weber sostiene que la separación entre el Estado y la Iglesia puede interpretarse de diferentes maneras. De este modo, en algunos casos, “la libertad de movimientos y la ausencia de control pueden ofrecer a la hierocracia un poderío que compensa debidamente la pérdida de privilegios formales” (Weber, 2012: 924). Por ejemplo, en muchos Estados laicos, existe la subvención pública de las escuelas confesionales, o bien se le permite a la Iglesia la acumulación de tierras y riquezas.
Como corolario del planteo weberiano sobre la moderna separación entre la Iglesia y el Estado, pueden inferirse dos grandes conclusiones. Por un lado, aunque Weber se evaluaba como una persona “a-musical” desde el punto de vista religioso, es evidente que tenía una enorme simpatía por el protestantismo ascético, al que le atribuye algunos de los productos más relevantes y distintivos de la cultura moderna occidental. Como señala Sérgio da Mata, Weber provenía de una familia que profesaba un tipo de religiosidad que era propia de la burguesía intelectual, y que los alemanes llamaban Kulturprotestantismus, donde la relación con lo trascendente estaba mediada por la experiencia de la lectura y el estudio. Si bien no se consideraba un hombre religioso, su pensamiento estaba en cierta forma influenciado por esta herencia familiar. Al mismo tiempo, Weber fue un neo-kantiano y un representante tardío de la Kulturkampf, que rechazaba el catolicismo debido a que expresaba la negación del principio supremo del idealismo subjetivo, la autonomía individual, que era defendida, en cambio, por el puritanismo (Da Mata, 2013: 138-139; 152-154). De hecho, su mayor preocupación –que reaparece de manera continua en sus textos– radica en que la libertad individual, que constituyó un ideal tan importante en los orígenes del mundo moderno, se ve crecientemente avasallada y restringida con el avance del racionalismo formal propio de la burocracia y del capitalismo contemporáneos.
Por otro lado, Weber marca los límites insalvables de la separación entre la Iglesia y el Estado en el contexto de la modernidad, una vez que el régimen burgués se ha consolidado como hegemónico. En este punto, no se aleja demasiado del planteo de Karl Marx, en la medida en que señala el entrelazamiento entre estas dos instituciones a fin de perpetuar el orden existente y garantizar los intereses de dominación de cada una. Al mismo tiempo, constata cómo la burguesía se vuelve reaccionaria una vez que se ha afirmado en el poder y debe enfrentar las luchas de la clase trabajadora. Naturalmente, determinar los alcances efectivos de dicha separación en cada caso concreto debe ser materia de indagaciones empíricas. No obstante, lo que el autor parece enfatizar es que la inviabilidad de una completa división entre estas dos esferas está dada por su propio carácter de asociaciones de dominación igualmente interesadas en la perpetuación de relaciones de opresión. Weber remarca que, incluso bajo los Estados laicos, la Iglesia continúa conservando su propia esfera de poder, y se afana denodadamente por penetrar e incidir en asuntos públicos que, en principio, no le corresponden. En este punto, realiza una descripción sumamente aguda sobre los métodos a los que la Iglesia recurre para intervenir en términos políticos, tarea en la que no se diferencia de manera sustancial del resto de los partidos que participan en la lucha por el poder.

Conclusiones

En los países hispanoparlantes, la obra de Max Weber ha sido objeto de diversos malentendidos, de incomprensiones frecuentes e incluso de interpretaciones parciales y sesgadas, que han tenido consecuencias nocivas para una apropiación más fructífera de su legado (Morcillo Laiz y Weisz, 2016). Sin embargo, a la luz del examen realizado sobre su concepción de la Iglesia y el Estado y la relación que entablan en la historia, en especial en la época moderna, se advierte que ese bagaje teórico posee una vigencia notable para reflexionar e investigar sobre algunos fenómenos de la realidad argentina, incluida la disputa reciente por el derecho al aborto.
No es posible, ni es tampoco la intención de este trabajo, avanzar en una indagación empírica. No obstante, como conclusión del análisis llevado adelante, se pueden señalar algunos aspectos de la conceptualización weberiana que podrían ser útiles para dicho fin. En primer lugar, la caracterización que Weber realiza sobre la moderna separación entre la Iglesia y el Estado puede ser una buena herramienta para examinar los alcances efectivos de la secularización y del laicismo en Argentina. En ese sentido, habría que tener en cuenta, como punto de partida, que la Constitución Nacional reconoce el catolicismo como religión oficial y establece su sostenimiento económico por parte del gobierno federal. También sería importante analizar, a partir de ese enfoque weberiano, la injerencia de la Iglesia católica en el terreno de la enseñanza. En algunas provincias del país, todavía existe educación confesional en las escuelas públicas y, durante los últimos años, la Iglesia se ha opuesto fuertemente a que se imparta en ellas la asignatura Educación Sexual Integral desde una perspectiva laica y científica.
En segundo lugar, aunque el concepto weberiano de Estado ha sido abundantemente retomado en el ámbito de las ciencias sociales y de la filosofía política, no ha ocurrido lo mismo con su concepto de Iglesia, a pesar de la llamativa similitud en la definición de ambas categorías por parte del autor alemán. Sin embargo, el hecho de que Weber entienda la Iglesia como una asociación de dominación que persigue y defiende intereses de poder y se vale de la violencia psicológica para ello, en un intento de monopolizarla de manera legítima, también puede ser un muy buen recurso para la indagación empírica. Por ejemplo, en lo que refiere al conflicto reciente por el derecho al aborto, sería relevante investigar a partir de este enfoque cómo impacta subjetivamente –sobre los fieles en primer lugar, pero también sobre los laicos– el discurso ideológico de las Iglesias, que consideran el aborto como un asesinato y, en consecuencia, como criminales a las personas gestantes que lo ejecuten. Asimismo, la idea weberiana de que la Iglesia interviene y disputa en términos políticos con métodos similares a los que utilizan los partidos modernos puede ser sumamente fructífera para explicar y comprender la actuación que tuvieron las Iglesias Católica y Evangelista en 2018 y 2020, cuando impulsaron una campaña pública en defensa de “las dos vidas”. La interpelación abierta –e incluso la presión privada– a los legisladores que debían votar el Proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo; la organización de manifestaciones callejeras con el pañuelo celeste, antagónico al pañuelo verde; y la intervención de voceros religiosos en los medios de comunicación, en las redes sociales y en el espacio que cedieron oportunamente las comisiones del Congreso para que distintos referentes se expresaran en torno al aborto fueron algunos de los métodos a los que recurrieron las Iglesias para ganar la adhesión de las masas. Dichos métodos son semejantes, en definitiva, a los que utilizan los partidos políticos.
En tercer lugar, la perspectiva weberiana sobre los orígenes de la “libertad de conciencia” en el ámbito de las sectas protestantes podría ser útil para indagar el derrotero paradójico de este derecho en la Argentina actual. En efecto, a diferencia del Proyecto impulsado por la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito en 2018, la Ley de IVE enviada al Congreso por el Poder Ejecutivo, que fue votada en 2020, incluye la “objeción de conciencia” en su articulado. De este modo, introduce una limitación objetiva a la aplicación del derecho al aborto en el sistema de salud. Así, una libertad que surgió originalmente para proteger a los individuos de los abusos del poder estatal actúa, en este caso, como una restricción al ejercicio del derecho al aborto para muchas mujeres y personas gestantes. Asimismo, el planteo de Weber según el cual las Iglesias nunca fueron partidarias de la libertad de conciencia, salvo que estuviesen en minoría, podría colaborar a esclarecer por qué las Iglesias argentinas fueron sus principales impulsoras cuando se preveía que la Ley de IVE sería aprobada, y por qué han recurrido a ese argumento desde su promulgación en 2021.
Finalmente, el enfoque weberiano sobre el entrelazamiento histórico entre el Estado y la Iglesia con el propósito de mantener el orden social y “domesticar” a las masas puede ser una herramienta poderosa para examinar esa vinculación en Argentina. En particular, puede resultar útil en los momentos de profundas crisis económicas, políticas y sociales como las que se han dado en el pasado, y probablemente vuelvan a darse en el país. En este punto, sería pertinente explorar si el hecho de que el actual Papa sea argentino tiene alguna incidencia.
En resumen, transcurridos más de cien años de la muerte de Max Weber, su legado teórico todavía interpela, y demuestra un potencial analítico considerable para echar luz sobre las sociedades del presente. Es justamente esa actualidad, a pesar del paso del tiempo, lo que permite considerarlo con todo rigor como un pensador clásico.

Referencias

1 Actualmente se sabe que no es correcto referirse a Economía y sociedad como un “libro” o una “obra” de Max Weber. Los escritos reunidos bajo ese título fueron compilados y editados póstumamente por Marianne Weber y Johannes Winckelmann, lo cual dio lugar al abultado volumen que hoy se conoce como tal. Sin embargo, poco antes de morir en junio 1920, Weber envió a imprenta para su publicación tan solo la primera parte de ese texto –que incluye manuscritos redactados entre 1919 y 1920–, mientras el grueso de su contenido, que abarca trabajos más antiguos, fue incorporado luego por sus editores, con criterios que han sido muy cuestionados (Gil Villegas, 2014: 10-11).

2 Otras definiciones previas de los conceptos de Estado e Iglesia pueden encontrarse, por ejemplo, en el ensayo “Sobre algunas categorías de la sociología comprensiva”; en la parte antigua de Economía y sociedad referida a las comunidades políticas y a los tipos de dominación; en “La política como vocación”; o en el tomo I de los Ensayos sobre sociología de la religión.

3 Para este desarrollo, se ha seguido en general la traducción de Economía y sociedad realizada por José Medina Echavarría para Fondo de Cultura Económica, excepto para los conceptos weberianos de Vergemeinschaftung y Vergesellschaftung, expresados aquí con los vocablos comunización y socialización. No obstante, Álvaro Morcillo Laiz (2011) argumenta que sería más apropiado traducir las nociones de Betriebverband y Anstalt como asociación de actividad y establecimiento, respectivamente.

4 Weber plantea que el régimen césaropapista se ha dado con bastante pureza en los Estados de la antigüedad occidental y, con una intensidad variable, en el Imperio bizantino, en los Estados orientales y en el llamado despotismo ilustrado europeo.

5 El vínculo de Weber con el liberalismo ha sido largamente debatido ya que, además de ser un claro defensor de la libertad individual y otros principios asociados con esta tradición, fue un nacionalista convencido que bregaba por los intereses culturales, políticos y económicos de la nación alemana, como otros intelectuales de su época. Así, mientras autores como David Beetham (1979) o Anthony Giddens (2002) han realzado su faceta liberal, Wolfgang Mommsen (1981) ha remarcado las tensiones y conflictos entre valores que atraviesan su pensamiento político. No obstante, más allá de este debate, es evidente que en lo que refiere a la separación entre la Iglesia y el Estado y el papel de las sectas en el impulso a la libertad de conciencia que se abordan en este trabajo, Weber deja ver su deuda con liberalismo.

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Enviado: 13/02/2020.
Aceptado: 01/12/2020.

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