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Temas y Debates

versión On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.43 Rosario jun. 2022

 

DOSSIER

Pensar desde la tradición, pensar la tradición. Pensamiento y política en/desde América Latina

Think from Tradition, Think Tradition. Thought and Politics in Latin America

 

José Giavedoni

José Giavedoni es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y docente en la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. E-mail: josegiavedoni@hotmail.com


resumen

El presente trabajo tiene como objetivo discutir la noción de “tradición de discurso” del pensamiento político, noción que puede resultar útil para algunos objetivos, como modo de organizar y dar sentido al cúmulo de conocimientos que ha sido formulado a lo largo del tiempo, pero que es un obstáculo para otros. El problema se encuentra en que la noción de tradición de discurso va acompañada de la idea de continuidad y, con ella, el supuesto de cierta constancia y perennidad en las ideas políticas, incluso si se admiten todas las innovaciones que sobre esa tradición se realizan. Si bien podemos tener la impresión de que las ideas parecen similares y se reiteran a lo largo del tiempo, el marco conceptual que hace posible el pensamiento en los diferentes momentos históricos se modifica, y con ello el sentido del pensamiento. Por esta razón, el objetivo del presente trabajo es, en primer lugar, caracterizar esta noción de “tradición de discurso” con el fin de auscultar los elementos que le son propios. En segundo lugar, el trabajo se propone señalar las tensiones que producen dichos elementos frente a una lectura arqueológica del pensamiento político. Estas reflexiones serán atravesadas a lo largo del trabajo por la propuesta de problematizar los modos del pensar lo político en América Latina y reconocer sus condiciones de posibilidad.

palabras clave: Tradición de discurso; Pensamiento político; América Latina

summary

This paper aims to discuss the notion of "tradition of discourse" in political thought, a notion that may be useful for some purposes, as a way to organize and make sense of the body of knowledge that has been formulated over time, but which is an obstacle for others. The problem is that the notion of tradition of discourse is accompanied by the idea of continuity and, with it, the assumption of certain constancy and durability in political ideas, even admitting all the innovations that are made on that tradition. Although we may have the impression that the ideas seem similar and are repeated over time, the conceptual framework that makes thought possible in different historical moments is modified and with it the meaning of thought. For this reason, the objective of the present work is to characterize this notion of "tradition of discourse" in order to examine the elements that are its own. Second, to point out the tensions that these elements produce when faced with an archaeological reading of political thought. These reflections will be traversed throughout the work by the proposal to problematize the ways of thinking about politics in Latin America and to recognize their conditions of possibility.

keywords: Tradition of discourse; Political thought; Latin America


En memoria de Alcira Argumedo y Horacio González

…la noción de tradición, la cual trata de proveer de un estatuto temporal singular a un conjunto de fenómenos a la vez sucesivos e idénticos (o al menos análogos); permite repensar la dispersión de la historia en la forma de la misma; autoriza a reducir la diferencia propia de todo comienzo, para remontar sin interrupción en la asignación indefinida del origen; gracias a ella, se pueden aislar las novedades sobre un fondo de permanencia, y transferir su mérito a la originalidad, al genio, a la decisión propia de los iniduos.

Michel Foucault, Arqueología del saber

1. Introducción

El objetivo del presente artículo es participar en un debate que ya ha sido abierto hace un tiempo, que involucra a escuelas historiográficas reconocidas y sus diferentes enfoques sobre la historia del pensamiento político y social:1 la Escuela de Cambridge, de la Intellectual History,cuyos representantes más reconocidos son Quentin Skinner y John Pocock; la Escuela Alemana y su historia conceptual, Begriffsgeschichte, con Reinhart Koselleck; y, finalmente, la escuela francesa, desde la perspectiva arqueológica de Michel Foucault y los aportes de Pierre Rosanvallon. A partir de las preocupaciones sugeridas por estas corrientes, se pretende discutir una noción clave de un modo específico en cómo se piensa y se organiza el pensamiento y su historia. Esta noción es la de “tradiciones políticas”; más concretamente, la noción de tradición de discurso del pensamiento político.
Es importante, por un lado, reconocer que esta discusión cuenta con largo aliento, que participan en ella diferentes perspectivas, y que estas escuelas han realizado importantes aportes desde sus propios modos de abordaje de la historia del pensamiento. Por otro lado, es preciso admitir que la noción misma de “tradición” refiere a un campo de discusiones muy complejo. Esta noción ha sido un elemento central para dar forma a la existencia de los pueblos, los Estados, las naciones, sus valores, sus creencias, sus conocimientos, sus prácticas, su cultura. Por ello, nuestro objetivo se circunscribe a la noción de tradición de discurso y al modo en que opera como forma de organización del conocimiento en determinadas disciplinas sociales.
La pretensión de discutir esta noción se justifica por el peso que tiene en las diferentes disciplinas sociales la perspectiva de lo que podemos llamar, de un modo muy general, historia de las ideas. Castorina y Wieczorek (2021: 15) afirman esto mismo: la constancia en los estudios de grado de Ciencia Política, Derecho y Filosofía de esta perspectiva para el estudio del pensamiento político. Si bien esta constancia habla de la fortaleza de esta perspectiva y la claridad de su propuesta, no deja de resultar necesario señalar las inconsistencias que presenta y los caminos cuyo recorrido obtura. Este objetivo excede por mucho la propuesta del presente trabajo y ya ha sido abordado en parte por diferentes pensadores.2    
La necesidad de poner en discusión estas nociones tiene como punto de partida la constatación, una vez más, de que “lo político no se trata en verdad de una entidad natural, transhistórica” (Palti, 2018: 14), y, por muy banal que esto parezca, no está de más reiterarlo. Sin embargo, al mismo tiempo, también es necesario recordar –aunque este recordatorio sea tal vez menos banal que el anterior– que el pensamiento tampoco entraña una entidad natural y transhistórica. El pensamiento, la práctica del pensar, tiene su propia historia. En otras palabras, cada momento histórico ha definido sus modos específicos de pensar. De esta manera, hablar de “pensamiento político” es hablar, en primer lugar, sobre unos problemas delimitados como políticos que no son ni naturales, ni transhistóricos, ni universales. No se piensa simplemente algo que ya está ahí de antemano, una entidad que lo preexiste en el tiempo. También, en segundo lugar, hablar de “pensamiento político” es enunciar un problema, el de reconocer los modos en que históricamente se ha pensado. No se trata solo de conocer el qué se piensa, sino también el cómo se piensay por qué llega algo a ser pensado. Es en esta línea que nos proponemos poner bajo observación la noción de “tradición de discurso”, en tanto un modo de pensar históricamente, un modo de organizar el pensamiento que tiene su propia historia, un modo de comprender el pensamiento a lo largo de su historia.
En este sentido, la noción de “tradición de discurso”, que puede resultar útil para algunos objetivos, es un problema y un obstáculo para otros, como es el de preguntarse los modos en que históricamente se pensó lo político en América Latina, establecer sus discontinuidades, marcar sus especificidades y reconocer el marco conceptual que da sentido a cada momento.

2. La tradición de discurso

Esta noción es propuesta por Sheldon Wolin en su clásico texto publicado en 1960 Política y perspectiva (2001). Ante la dificultad que encuentra de definir la filosofía política3, alude a ella como una “tradición especial de discurso”. Aquí propone entender la filosofía política como una tradición especial de discurso que se caracteriza por la continuidad en el tiempo de las preocupaciones que se evidencia en la reiteración de las preguntas que los pensadores políticos se hacen a lo largo de más de dos mil años. Esas preocupaciones recurrentes son las del buen gobierno, la relación gobernantes y gobernados, el problema de la justicia, la virtud, la ley, la libertad, la relación entre razón y pasión, los problemas de legalidad y legitimidad, entre otros. Esta recurrencia es la que permite poner en diálogo a pensadores de diferentes momentos históricos y construir tradiciones: republicana, democrática, liberal, conservadora, enrtre otras, así como también establecer esa gran distinción ordenadora del pensamiento entre antigüedad y modernidad, que da lugar a distinciones como las de Benjamin Constant (libertad de los antiguos y libertad de los modernos) y las de Isaiah Berlin (libertad positiva y libertad negativa). De este modo, la historia del pensamiento político se puede reconstruir a partir de esas grillas, mediante la ubicación de las ideas en cada uno de esos casilleros.
A lo largo de los siglos, los pensadores políticos se han formulado los mismos interrogantes, pero las respuestas no han sido unánimes o, en palabras de Wolin, “lo que importa es la continuidad de las preocupaciones, no la unanimidad de las respuestas” (2000: 13). Esa recurrencia de las preguntas, pero no unanimidad de las respuestas, es lo que caracteriza a la tradición de discurso político. Esta tradición oscila, por un lado, entre el peso mismo de esta tradición, con sus preguntas constantes y sus modos de indagación; por otro, entre las innovaciones que en cada momento realiza el pensador, al enfocar el problema desde un ángulo distinto, al presentar de manera novedosa un viejo problema, etcétera.   
Si bien la noción de tradición de discurso es trabajada especialmente por Wolin en la obra mencionada, entiendo que se trata de un modo de comprensión histórica del pensamiento político que excede a dicho autor y se encuentra presente en diferentes obras. Pongamos por caso el clásico texto de Pierre Ansart, de 1997, Los clínicos de las pasiones políticas. En este trabajo, Ansart suscribe a este modo de comprensión cuando señala:
Puede sorprendernos la extraña repetición, la perennidad de las pasiones políticas a través de la historia que hace que esos autores sean tan cercanos a nosotros y nos da con frecuencia la sensación de que nos hablan del mundo que nos rodea (1997: 277).

Perennidad y repetición son las cartas de presentación: las ideas son perennes y gozan de cierta regularidad a lo largo del tiempo.4 Por ello, el blanco de crítica no es tanto un nombre propio, como el de Wolin, sino un modo de comprensión histórica del pensamiento político que se expresa en la noción de tradición de discurso y que se inscribe en una corriente más general, como la historia de las ideas.5  
Ahora bien, las preocupaciones, los problemas o las ideas pueden parecer los mismos, y podemos tener la impresión de que se reiteran a lo largo del tiempo. Sin embargo, el campo que hace posible el pensamiento en disímiles momentos históricos es completamente diferente; las epistemes en las que se inscriben esos pensamientos son distintas. El obstáculo se encuentra en que la noción de tradición va acompañada de la idea de continuidad y, con ella, el supuesto de cierta constancia y perennidad en las ideas políticas, incluso admitiendo las innovaciones que sobre esa tradición se puedan hacer. Por ello, el objetivo del presente trabajo es caracterizar esta noción de “tradición de discurso” con el fin de auscultar lo que considero que son sus elementos propios, que entran en tensión con una arqueología del pensamiento político.

3. Tradizione, traditore?

Conocemos esa expresión italiana que refiere a la dificultad de la traducción de una lengua a otra y de todo lo que se pierde, lo que queda en el camino en el ejercicio de traducción. No es algo que suceda por mala fe de quien traduce, sino por el componente propio de cada lengua, que provoca su intraducibilidad. Traduttore, traditore: toda traducción traiciona el pensamiento del autor de origen; o bien se es fiel al original a riesgo de no ser comprensible por la lengua de destino, o se es infiel al original, a riesgo de traicionar su sentido.6 La traducción literal corre el riesgo de ser incomprensible, la traducción que se esfuerce por lograr la comprensión en la lengua de destino corre con el riesgo de transformar el sentido de la obra.
En fin, se trata de una larga y rica polémica en torno a la traducción de una lengua a otra. Pero si nos tomamos de esto para plantear los inconvenientes en las traducciones ya no idiomáticas, sino temporales, es decir, los viajes en el tiempo que le proponemos al pensamiento, que obligamos al pensamiento a emprender, estaríamos frente a una suerte de refrán que versaría así: Tradizione, traditore. El intento por recrear una suerte de tradición continua –con algún que otro sobresalto, disrupción, interrupción, innovación– en torno a un problema o un fenómeno, sea la soberanía, la isión de poderes, la Justicia, el pueblo, la virtud, o algún otro, implica el de reducir el tiempo a una categoría secundaria y residual, en tanto no tendría más relevancia que la de señalar el paso del tiempo, el envejecimiento o la constancia y vitalidad de ciertas categorías.
Por lo tanto, no se trata tanto del problema de la traducción sino del problema del viaje en el tiempo; no es del orden de la lengua sino del campo semántico donde entra en juego el concepto en cuestión. Por ello,
el enfoque en las ‘ideas’ lleva, por definición, a ignorar los cambios subyacentes en los lenguajes sociales y políticos, los cuales solo pueden observarse si reconstruimos un entero campo semántico y penetramos el conjunto de supuestos implícitos sobre los que ese vocabulario descansa, su cosmología o visión del mundo subyacente (Palti, 2018: 24).

Emprender este viaje en el tiempo es, en parte, abonar al riesgo de las ideas fuera de lugar, como lo enunciara en la década de 1970 Roberto Schwarz, en su texto “As idéais fora do lugar”, que oficia como prólogo a su libro (2007). Este texto, luego, lo retomará críticamente Elías Palti (2014)7, aunque más bien lo hará en la clave de ideas fuera de su tiempo. Si las ideas fuera de lugar remiten más a lo que podríamos identificar como viajes en el espacio –trasplantar un conjunto de ideas surgidas en Europa hacia América Latina–, el problema que sugiero es el del viaje en el tiempo, por lo tanto, ya no serían ideas fuera de lugar sino fuera del tiempo.    
A partir de este reconocimiento, entiendo que es posible señalar tres dimensiones en la noción de “tradición de discurso” que resultan ser constitutivas: por un lado, la idea de continuidad; por otro, la idea de ruptura e innovación; y, finalmente, la idea de precursor. Entiendo que son estas tres dimensiones las que configurarían un modo de organizar y comprender el pensamiento en su historia.

3.1. Tradición, continuidad

Si entendemos la noción de “tradición” como un componente fundamental de la historia de las ideas, esta noción también se vincula con la de continuidad y, por lo tanto, con el supuesto de cierta atemporalidad. Por muy complejo y enmaraño que sea este viaje en el tiempo, por muchas innovaciones y rupturas existentes, esa tradición se compone de una filigrana de ideas que es posible y necesario recomponer. Hace un momento expresé que interesa no tanto la crítica sobre un nombre propio, sino sobre un modo de comprender la historia del pensamiento. Es por ello que la noción de tradición no solo se encuentra en dicho autor, sino que se reconoce en otros. George Sabine, en su clásico manual Historia de la Teoría Política,señalaba que: “la teoría política no es parte primordial de una tradición poética, musical o artística. Al contrario, en su mayor parte debe asociarse con una tradición y un estilo de disertación científico-filosófico” (1996: 22). La pregunta es: ¿se puede reconstruir una tradición de ideas políticas sin violentar el marco conceptual e histórico donde adquieren sentido? Este es el interrogante que organiza la polémica que menciono en la Introducción.   
Comienzo con la siguiente constatación: cuando se pretende responder a la pregunta sobre la utilidad o no de determinadas herramientas conceptuales para pensar los fenómenos políticos en América Latina, se elude un problema que está presente en ese mismo interrogante. No deja de ser necesaria y significativa la pregunta que interroga sobre la importancia o no de la noción de “tradición” para pensar, comprender o abordar lo político en América Latina, pero es tan importante como la pregunta sobre a qué ejercicio o modo de pensamiento se nos invita cuando se nos habla de “tradición”, y cuando se nos refiere a América Latina como algo dado y evidente. Si nos permitimos poner bajo observación esto, es porque sospechamos que la problematización de la “tradición” trae de suyo la crítica del pensamiento y la crítica de la noción misma de América Latina. Si problematizar es reconocer los procesos históricos que, en diferentes momentos, han configurado los modos de pensar, de hacer y de enunciar los problemas que estamos asumiendo como dados, América Latina ya no es la delimitación geográfica de un pensamiento, sino que es el nombre de un problema. Con ello quiero decir que no es solo un territorio, no es solo una idea, no es solo un sentido, sino que es un problema en los términos en que es pensado por Rosanvallon (2003), el nombre de algo que es en sí mismo indefinible y que indica una aporía.8 Por ello, América Latina no goza de una esencia que debe ser descubierta y finalmente restituida, sino que es el nombre de una disputa de sentido que nunca puede aspirar a una sutura completa. Volveremos en un momento sobre este problema, y me adelanto momentáneamente a otro.
Esta última noción, la de problematización, nos invita a
analizar, no los comportamientos ni las ideas, no las sociedades ni sus ‘ideologías’, sino las problematizaciones a través de las cuales el ser se da como poderse y deberse ser pensado y las prácticas a partir de las cuales se forman aquellas. La dimensión arqueológica del análisis permite analizar las formas mismas de la problematización; su dimensión genealógica, su formación a partir de las prácticas y de sus modificaciones (Foucault, 1999: 14, énfasis original).

Con ello, se admite que no existen objetos ex ante. Es decir, no se trata de descubrir los objetos preexistentes en su forma más pura, tal cual se encontrarían en el fondo del mundo, pero tampoco se trata de una mera invención lingüística que debe desenmascararse; no se trata de arrancarlos del fondo de las cosas ni de restituirles un estatus que les pertenece pero del que fueron arrebatados. Por ello,
problematización no quiere decir representación de un objeto preexistente, ni tampoco creación por medio del discurso de un objeto que no existe. Es el conjunto de prácticas discursivas y no discursivas que hace entrar a algo en el juego de lo verdadero y de lo falso y lo constituye como objeto de pensamiento (ya sea bajo la forma de reflexión moral, del conocimiento científico, del análisis político, etc.) (Foucault, 1991: 232).

Ese algo es un conjunto de formas de pensar, sentir, comportarse, modos de hacer un juicio sobre otros o de intervenir. Ese algo atravesado por una serie de procedimientos es lo constituido en problema;por ello, es necesario poder dar cuenta de estos problemas en el marco de los procedimientos de problematización,es decir, cómo han llegado a constituirse, en determinado momento histórico y en determinado lugar, cómo han llegado a constituirse en problemas y, de esta manera, ser abordados de tal o cual forma. En otras palabras, no se trata de recomponer una serie de problemas que han estado presentes a lo largo de la historia, que constituyen la dimensión estable de las preocupaciones de las sociedades. Se trata de inscribir esos problemas en los marcos conceptuales y juegos estratégicos en los que históricamente adquieren sentido. Por ello, problematizar es interrogarse sobre las condiciones de posibilidad del pensamiento y, por ello, desde esta perspectiva, la noción misma de “tradición de discurso” nos invita a su análisis no solo como un modo de organizar el pensamiento, sino como un problema que debe ser pensado.
En este sentido, volviendo a nuestra preocupación, la noción de tradición pareciera que pretende arrancar a las ideas y a los discursos de las condiciones que los han hecho posibles, e intenta inscribirlas en una línea atemporal de preocupaciones comunes a lo largo de siglos. Esto hace que ese conjunto de conceptos y de problemas que conforman el pensamiento político goce de una traducibilidad más allá del espacio y el tiempo. Cuando Nikolaus Werz nos dice que “en favor de un concepto más amplio de historia de las ideas, habla también el hecho de que las corrientes espirituales en América Latina, con frecuencia, son un reflejo o una reacción a las teorías originadas en Europa y Estados Unidos” (1995: 16), no hace otra cosa que suscribir a una noción de tradición de discurso en este continente que encuentra sus raíces en las discusiones inauguradas en la Grecia Clásica del siglo V a.C. En ese sentido, más adelante ratifica que “retrospectivamente se hace claro que en el pensamiento latinoamericano, desde el siglo XIX, existen continuidades” (Werz, 1995: 234), y establece ese término como elemento organizador de todo el pensamiento del continente.
Todo parece tornarse un poco más complicado aún si, además de su inscripción en esa línea atemporal, se dice que estas ideas políticas “no se interesa[n] tanto en las prácticas políticas o su funcionamiento como en sus significados” (Wolin, 2001: 15) y que “una importante función de la teoría política es no demostrar únicamente lo que es una práctica política, sino también lo que significa” (Sabine, 1996: 20, énfasis original). Si las ideas gozan de cierta estabilidad que les permite viajar en el tiempo y volverlas operativas, la operación que realizan es la de volver significativas las prácticas políticas, revestirlas de cierto sentido. Como el propio Wolin se encarga de aclarar, “la tradición del pensamiento político no es tanto una tradición de descubrimientos como de significados extendidos a lo largo del tiempo” (2001: 33). Por ello, en ese viaje en el tiempo que le hacemos emprender a las ideas, también son acompañadas por las significaciones con las que cargan en la medida en que esos significados se nos presentan como atemporales. A fin de cuentas, se trata de un equipaje bastante pesado de acarrear como para sostener el supuesto de la continuidad epistémica, y no modificarlo por la siguiente pregunta: ¿cómo es posible poner en diálogo preocupaciones y pensamientos producidos en campos semánticos y estratégicos tan ersos?  
Si bien Wolin concibe la filosofía política como una actividad compleja, siempre vital, sin esencias eternas ni naturalezas inmutables, no deja de llamar la atención el modo en que comprende la idea de tradición de discurso. Dice:
De todas las limitaciones a la libertad del filósofo para especular, ninguna ha sido tan vigorosa como la misma tradición de la filosofía política. En el acto de filosofar, el teórico interviene en un debate cuyos términos ya han sido establecidos, en gran medida de antemano (2001: 31).

Es decir, el pensamiento político se monta sobre la especulación que lo precede, utiliza sus conceptos, sus definiciones, las discute, las supera, regresa a ese ambiente que le resulta familiar y en el que encuentra comodidad de sentido. En otras palabras, es un límite a la libertad del pensamiento, porque todo pensamiento asume como punto de partida, como piso de flotación, la especulación precedente, la reconoce, le rinde tributo a través de una serie de ceremonias establecidas.9 Sobre ella puede innovar, es cierto, pero la innovación siempre se produce a partir de preocupaciones que les son comunes, problemas que, en mayor o menor medida, se comparten. Existen novedades, pero siempre sobre un fondo de permanencia. Participar en un debate cuyos términos han sido establecidos de antemano es admitir que el paso del tiempo poco o nada tiene que decir sobre los marcos conceptuales en donde se despliegan las prácticas del pensar, es decir, la episteme10, aquello que hace posible determinado modo de pensamiento. La tradición de discurso, de esta manera, invita a reconstruir una línea de pensamiento a lo largo de los siglos y el resultado de esta reconstrucción lo denomina “cuerpo de conocimiento heredado” (Wolin, 2001: 31).  
Con este ánimo de reconstruir una suerte de línea continua de preocupaciones, el monumental trabajo de Carlos Beorlegui (2010) puede resultar esclarecedor. Su objetivo es hacer una historia del pensamiento filosófico latinoamericano. Se trata de enunciación que parece ser toda una declaración de principios, la existencia de un pensamiento latinoamericano.11 Por otro lado, la pretensión de Beorlegui también instala una constancia en el pensamiento filosófico de América Latina que lo organizaría y lo inscribiría en un telos. El subtítulo de su libro es “Una búsqueda incesante de la identidad”. De este modo, constituye la identidad en el motor del pensamiento, en sus más de quinientos años de existencia. El autor entiende que es posible vincular la incesante búsqueda de la identidad con historia del pensamiento filosófico del continente, incluso remontándose al período precolombino. La pregunta obligada refiere a, por un lado, la noción misma de identidad que pone en juego, y que tiene su propia historia. En segundo lugar, al tener su propia historia, ¿es factible agrupar un cuerpo heterogéneo de pensamiento a partir de una noción que goza de un sentido preciso? Esta pregunta, por ejemplo, es la misma que se puede formular un Quentin Skinner con relación a la noción de Estado y su dificultad para pensar Atenas o Roma. Finalmente, ¿los más de quinientos años de pensamiento filosófico en América Latina han pensado siempre en línea con una misma preocupación? Así parece entenderlo Beorlegui: “Posiblemente sea el tema de la búsqueda de la identidad de lo latinoamericano el tema más recurrente y repetido en todos los escritos de los ersos autores latinoamericanos” (2010: 46, énfasis original).
Frente a la continuidad, la ruptura, “por debajo de las grandes continuidades del pensamiento, (…) por debajo de la persistencia de un género, de una forma, de una disciplina, de una actividad teórica, se trata ahora de detectar la incidencia de las interrupciones” (Foucault, 2005: 5), una interrupción en el camino ascendente del conocimiento, una ruptura que señala o advierte un nuevo tipo de racionalidad, una suspensión del cúmulo indefinido de conocimientos que se presentan desde un origen, desde ese acto fundacional. De este modo, la historia del pensamiento no está conformada por una constante y recurrente acumulación de preguntas e ideas perennes, sino por una ruptura de los regímenes de enunciación.12

3.2. Tradición, innovación

Sobre la segunda cuestión, la innovación, es necesario señalar que Wolin es muy conciente de que los límites de lo político son cambiantes históricamente, y abarcan a veces más y a veces menos de la vida y el pensamiento. Sin embargo, la condición cambiante de los límites de lo político no refiere a las discontinuidades de las epistemes y, por lo tanto, no resulta contradictoria con la noción central de “tradición de discurso” que organiza su trabajo, sino que es más bien operativa a esta noción. Por ello, si bien expresa Palti que “no podemos transponer ideas de un contexto conceptual a otro distinto sin violentar la lógica que ordena las redes significativas de las cuales los conceptos políticos toman su sentido determinado” (2018: 16), la presente propuesta compele a ello. Por lo tanto, la innovación que puede implicar –aunque no necesariamente– la ruptura es parte necesaria del funcionamiento de la tradición. No puede haber tradición sin innovación que la dinamice, que la extraiga del inmovilismo y de una total perspectiva conservadora. 
Esta innovación se encuentra atada al contexto social y político. Wolin reconoce en las prácticas de las sociedades existentes aquello que determina al objeto del pensamiento político. Las instituciones políticas, las prácticas políticas, son las que, en determinado momento histórico, ensanchan o disminuyen la esfera de lo político, hacen que determinados fenómenos sean considerados políticos y otros no. Sobre estos fenómenos concretos operan las prácticas de significación del pensamiento. Sin embargo, Skinner (2000) reconoce un problema respecto del camino adoptado por una gran parte de la corriente que estudia la historia de las ideas, que se recuesta sobre el estudio del contexto social y político. El problema es el de hacer de dicho contexto el determinante de las ideas, el pensamiento se explicaría por el contexto social y político en el que fueron desarrolladas. Varios puntos menciona Skinner con respecto a esto, sin embargo, el que nos interesa es el hecho de hacer recaer las causas explicativas de las innovaciones en el contexto y, más aún, reconocer en él la clave para captar el sentido de aquellas.
Es necesario reconocer el contexto político y social para la comprensión del pensamiento, pero no como un determinante, sino, en su defecto, como condicionante. En el caso de una región como América Latina, la pregunta por el contexto es apremiante. El propio Mairátegui se preguntaba a mediados de la década de 1920 sobre la posibilidad de un pensamiento propio de la región (2010: 213). Esta pregunta es señal de ese apremio, ya que se trata de una región identificada con una receptividad pasiva de lo producido fuera de ella. En este sentido, señalar el contexto político y social particular es admitir el carácter particular del pensamiento producido en la región. Sin embargo, esto no agota una tarea arqueológica. En su defecto, recién la inicia, si consideramos que lo que se debe reconstruir es no solo el contexto político y social, sino también el contexto intelectual, el marco conceptual, el campo semántico donde el pensamiento adquiere sentido. Esos contextos nos permiten arrancar al pensamiento de esa línea de continuidad que lo sedimenta, lo domestica, le pone sus límites, que son los mismos límites trazados a todo el pensamiento occidental, para ponerlo a jugar en unos marcos que también le ponen límites, pero que ya no son los de una tradición que echa raíces en 2.500 años de existencia, sino los de las condiciones que históricamente lo hacen posible de ser enunciado. 
La tradición parece ser un gran baúl donde se van guardando y apilando problemas, conceptos, argumentaciones, que los pensadores políticos posteriores pueden echar mano para pensar sus propios problemas, contribuir y, al mismo tiempo, ampliar ese baúl. Los límites de lo político pueden cambiar, las innovaciones se pueden producir, pero siempre dentro de una sedimentada tradición de pensamiento. Si puedo echar mano a ese baúl, si puedo reconocer preocupaciones más o menos comunes, si puedo ver que mis preguntas tienen cierta continuidad con las que fueron hechas en el pasado, será sobre el reconocimiento de una herencia con interrogantes propios del pasado, de esas preguntas intemporales, aunque las propias respuestas no sean unánimes, debido a que el contexto no es el mismo.13
Una vez más, el texto de Beorlegui ofrece algunas luces sobre este procedimiento de acumulación/innovación para el caso del pensamiento en América Latina cuando, recuperando a Fornet-Betancourt, traza un camino de diferentes momentos escalonados de reflexiones que se van sumando y superando, y encuentran como punto cúlmine la filosofía de la liberación: “el momento clave de búsqueda y de reflexión acerca de una auténtica filosofía latinoamericana se da a finales de la década de los sesenta, momento en que surge la llamada filosofía de la liberación” (2010: 42). Todos esos momentos se encuentran conducidos por el problema de la identidad, por el interrogante sobre la existencia de un pensamiento filosófico genuinamente latinoamericano, y la filosofía de la liberación es entendida por el autor como el punto más alto de maduración de un proceso reflexivo en torno a aquel tema. Si parafraseamos al propio Wolin, por muy radical que se presente, la filosofía de la liberación no ha podido romper la tradición sobre la que se asienta, sino solo ampliarla.  
De aquí que la filosofía política como una tradición especial de discurso esté constituida por continuidades y rupturas, como el propio texto de Wolin lo evidencia en el mismo subtítulo del libro: “Continuidades y cambios en el pensamiento político occidental”. No obstante, esta noción de cambio presente en la obra refiere a un movimiento menos del orden de la ruptura y la discontinuidad que a uno del orden de la ratificación y operatividad de la tradición. No se trata de una tradición inmóvil, un pensamiento estático, sino dinámico pero controlado. Por ello, la tradición de pensamiento está sostenida por preguntas perennes y, al mismo tiempo, por respuestas novedosas. Son las respuestas novedosas las que colaboran en ampliar esa tradición, pero nunca en destruirla. Aquí radica también la diferencia con una perspectiva como la aqueológica.

3.3. Tradición, precursor

Finalmente, en tercer lugar, la noción de tradición de discurso no puede pensar la innovación sino a través de la figura del precursor, del genio, de la mente que se encuentra por encima de su tiempo. Si nos inscribimos en una tradición que nos organiza y nos limita, el modo de engrandecer esa tradición es a través del azar, o bien por medio de la genialidad, como explicaciones en el origen de las nuevas ideas. La figura de los grandes pensadores es el modo que tiene Wolin de explicar las innovaciones que no rompen con las tradiciones, sino que las completan y las engrandecen, porque aun “rebeldes sumamente inidualistas como Hobbes, Bentham y Marx llegaron a aceptar la tradición a tal punto que no lograron destruirla ni colocarla sobre una base totalmente nueva”. Más adelante, remata:
en la historia de la teoría política el genio no siempre se ha presentado como originalidad sin precedentes. A veces ha consistido en un énfasis más sistemático y acentuado de una idea ya existente. En este sentido, el genio es recuperación imaginativa (2001: 32-33).

Por ello, si hay tradición, hay innovación y esta última no tiene otro modo de ser comprendida que no sea a través de la figura inidual. El pensamiento político no es otra cosa que una línea cronológica de preocupaciones constantes que se ve ampliada por las novedades planteadas por nombres propios que se inscriben en dicha línea.
Estos nombres propios son los que organizan la estructura de una obra clásica como Historia de la Teoría Política,de Geroge Sabine (1996), así como la del ya mencionado Política y perspectiva,de Wolin (2001). También Ansart (1997), como hemos visto, interroga el papel de las pasiones en la política, ratifica la perennidad de este problema y se cenetra en pensadores específicos.También Jean Touchard (1969) o Charles Vereker (1972), quienes, aun cuando parecen no centrarse en autores sino en problemas, en realidad reconstruyen una tradición, una escuela de pensamiento o una idea a partir de los nombres propios que la conforman. No dejan de ser estos últimos, los autores, los elementos gravitantes, lo que termina por hacer de la historia del pensamiento político una historia de los pensadores políticos.
Quentin Skinner no escapa a este procedimiento. Muchos de sus trabajos recorren el pensamiento político de algún autor determinado, y su intención es centrarse en ese determinado pensador. Tal es el caso de su libro Hobbes y la libertad republicana (2010). Sin embargo, lo que parece ser el mismo procedimiento se diferencia en que, mientras que la innovación en la tradición de discurso requiere del nombre propio para aportar novedad, al tiempo que fortalecer la tradición, el pensador de la historia intelectual es anclado en su tiempo, y las discusiones que despliega se encuentran sostenidas por sentidos de su propio tiempo. Por lo tanto, si bien hay autor, lo que no hay es tradición e innovación.  
Cuando Skinner dice que “el presupuesto que me sirve de directriz es que ni siquiera las obras más abstractas de teoría política sobrevuelan jamás el campo de batalla; siempre forman parte de la batalla misma” (2010: 14), invierte el principio conducente de la historia de las ideas de querer encontrar la permanencia, la perennidad más allá de las rencillas y las desavenencias específicas, de los desarreglos y los desacuerdos circunstanciales. Es reconocer que los desacuerdos y las batallas nunca son circunstanciales, y que los discursos no se encuentran por encima de, sino atravesados por ellos. No solo se trata de saber ver la guerra en la filigrana de la paz, sino de darle el espesor y el calibre que le corresponde como elemento explicativo.
Si admitimos este principio rector de la investigación, estamos también obligados a considerar de una manera particular el modo en que el pensador estudiado en cuestión (sea Hobbes, Sarmiento, Mariátegui o Guillermo O’Donnell) se inscribe a sí mismo en una determinada tradición y reconoce, al mismo tiempo, determinadas deudas intelectuales. En otras palabras, un pensador determinado puede admitir su inscripción en una tradición de pensamiento específica y puede reconocer una deuda con otros pensadores de siglos pasados; no obstante, ello no da por cierta la existencia ni de una tradición, ni de la constancia y estabilidad de las ideas, sino que empuja a la pregunta sobre por qué en unas condiciones históricas concretas se ponen en juego ciertas ideas formuladas en siglos anteriores.14 En este sentido, importa menos la pregunta sobre la fidelidad de la lectura que se hace del clásico, que la constancia de ideas que permitirían agruparlos en parecidos de familia. Para decirlo con otras palabras, importa menos el texto que la lectura que se hace de él en las condiciones en que se realiza.
El autor es el soporte de la materialidad con la que trabajamos. No es posible escapar, ni tampoco tiene sentido hacerlo. Por eso, el autor es el modo de entrar al trabajo de reconstrucción de unas coordenadas que lo exceden por mucho. Desde luego que el pensamiento no surge repentinamente de la nada, pero nos permitimos sospechar que sea resultado de una genialidad atemporal, del “precursor”, como diría Canguilhem.15 Si el pensamiento no se inscribe en una tradición atemporal de discurso, sino que tiene una historia, esta última no está conformada por los nombres propios y las biografías intelectuales.  
El paso del tiempo parece ser un elemento decorativo más que una dimensión central para reconocer modos diferentes del pensamiento, cortes, interrupciones, discontinuidades. Como el propio Koselleck, nos interpela, al decir que es una trivialidad afirmar que la historia tiene que ver con el tiempo, pero no es trivial la pregunta sobre si la historia tiene su propio tiempo que no es el cronológico del calendario. Si la historia tiene su propio tiempo, el pensamiento político debería problematizarlo, y no asumir la cronología como una metafísica política allí dada. La afirmación de Koselleck de que “las fuentes del pasado nos informan acerca de hechos y pensamientos, planes y resultados, pero no lo hacen de modo inmediato acerca del tiempo histórico” (1993: 13) permite aseverar la importancia de ese tiempo histórico16, sea que se lo entienda como episteme (Foucault, 1998), como estructura del nuevo terreno (Palti, 2018), o como campo semántico. De este modo, si en las disciplinas históricas la pregunta sobre el tiempo es una de las más complejas y difíciles, no hay razones para renunciar a pensar la dimensión histórica del pensamiento en el campo de la política.  
El intento por recrear una suerte de tradición continua en torno a un problema o un fenómeno (sea el Estado, la soberanía, la isión de poderes, la Justicia, el pueblo, u otro) implica reducir el tiempo a una categoría secundaria y residual, en tanto no tiene más relevancia que la de señalar su paso, el envejecimiento o la constancia y vitalidad de ciertas ideas. Por lo tanto, pensar lo político en América Latina no se trata de buscar solo en el pensamiento autóctono la marca de ese rasgo perenne. No basta con hacer un relevamiento y comenzar a reconstruir tradiciones, líneas de discusión, antecedentes, puntos de encuentro de diferentes ideas, con el fin de modelizarlos.

4. De la “tradición de discurso” a la problematización de los pensamientos

En un hermoso texto publicado a comienzo de los años noventa, Alcira Argumedo, en referencia a las diferentes ideas y propuestas políticas fraguadas en el continente, decía:
La reiteración de esas grandes propuestas enfrentadas a lo largo de la vida independiente, indican la fortaleza de las tradiciones socioculturales, de los espíritus que, más allá de sus modos respectivos de actualización, están en la base de cada una de ellas (2004: 11, énfasis nuestro).

Los resaltados en las palabras son míos, como modo de reconocer la fuerza que tienen aquellos enfoques para ordenar y formular una explicación de unos campos de pensamiento. La idea de reiteración, de repetición, de algo ya existente y que vuelve a emerger con modificaciones, desde luego, que ofrecen el elemento de la novedad en la tradición, sin embargo, es un resurgir de esa base perenne, estable. La noción de tradición es un pilar fundamental que sostiene ese nuevo emerger de lo ya existente, porque nos habla de un cimiento inalterable que sobrevive más allá de las circunstancias, más allá de los cambios, esa base que está presente más allá de las actualizaciones, espíritus que subsisten más allá de las actualizaciones.
De este trabajo de Argumedo se suele recuperar la noción de “matrices de pensamiento teórico-político” para dar cuenta de la existencia de un núcleo constitutivo de las principales herramientas ideológicas. “La articulación de un conjunto de categorías y valores constitutivos, que conforman la trama lógico-conceptual básica y establecen los fundamentos de una determinada corriente de pensamiento” (Argumedo, 2004: 79), los núcleos fundantes, el tronco común, la pregunta por la esencia de lo social o la naturaleza de la sociedad son recurrencias para dar forma a esta idea de matriz que propone la pensadora. Finalmente, desliza otra idea-fuerza que ya mencionamos:
La definición de las matrices de pensamiento nos permite detectar las líneas de continuidad o ruptura de los valores, conceptos, enunciados y propuestas pertenecientes a las principales corrientes ideológicas en las ciencias sociales y en el debate político de nuestro tiempo (Argumedo, 2004: 81, énfasis nuestro).
 
Continuidad y ruptura, como lo hemos visto hace un momento, son modos a través de los cuales se materializa la tradición.
Sin embargo, Argumedo realiza un movimiento al incorporar en el juego la noción de “episteme”. Menciona al propio Foucault y dice: “consideramos posible afirmar que, en el marco de una misma episteme, pueden convivir distintas concepciones o matrices de pensamiento” (2004: 88, énfasis original). Efectivamente, la episteme es la arena que organiza los modos del pensar y del enunciar, la condición de posibilidad de un discurso, aquello que habilita que algo sea enunciado y, por ello, comprende diferentes tipos de discursos. En los términos propuestos por Argumedo, el siglo XIX en América Latina puso en discusión diferentes matrices de pensamiento, desde una matriz liberal hasta una matriz emancipatoria nacional y popular, enfrentadas y distanciadas, pero, sin embargo, inscriptas en un mismo modo de pensar la historia, el devenir, el lugar de los sujetos. Si reconocemos en el plano de las ideas ersas opciones político-ideológicas disponibles, la episteme nos invita al análisis de cómo fue que se articuló históricamente el propio campo en el interior del cual aquellas diferentes opciones de ideas pudieron desplegarse. La existencia de ideas y posiciones diferentes no interrumpe la noción de episteme o la de campo (spielraum) de Koselleck, es decir, ese espacio común de sentidos donde se despliegan aquellas diferentes opciones, sino que más bien la habilita. Es, precisamente, esa oposición de posiciones, de ideas diferentes, e incluso antagónicas, la que nos permitir reconstruir el campo semántico, porque si esas diferentes ideas discuten entre sí es porque un campo semántico lo hace posible. Ello es lo que debemos problematizar, recrear las coordenadas, el diagrama que nos permita inscribir esas distintas matrices de pensamiento en una misma arena que les da sentido. El campo semántico articula un cierto conjunto de reglas discursivas dentro del cual es posible la confrontación de ideas o matrices en disputa. Como señala Palti, “un lenguaje no se confunde con las ideas sino que define las condiciones de posibilidad de articulación de las ideas” (citado en Echevarría Cázares y Guzmán Toro, 2019: 177).
La discontinuidad –en contraposición a la continuidad ininterrumpida– es uno de los rasgos centrales para el análisis de las epistemes. Por ello, si es posible reconocer un sentido que sea común entre diferentes discursos de una misma episteme, aun discursos contradictorios, aun matrices de pensamiento antagónicas, también es posible reconocer la discontinuidad entre enunciados de una misma matriz de pensamiento, pero anclados en epistemes ersas, en momentos históricos diferentes.17 De lo que se trata no es tanto de esa continuidad diacrónica entre, por ejemplo, liberalismo clásico y neoliberalismo, sino de una sincronía entre diferentes saberes de un mismo momento histórico. De esta manera, si la historia de las ideas inscribe en una misma tradición, por ejemplo, al pensamiento revolucionario independentista del siglo XIX con el pensamiento revolucionario del siglo XX18, la ruptura que media entre aquellas dos epistemes sugiere que la filiación entre uno y otro no es ni tan directa, ni tan evidente, ni tan inmediata. Por ello, de lo que se trata no es de reconocer el lazo común que permite reconstruir la historia de las ideas a lo largo de los siglos, sino de descomponer esa unidad en campos semánticos específicos de cada momento histórico, en donde esas ideas, el pensamiento, la totalidad del saber se hace posible al desplegarse y reconocerse.
Más que recomponer una tradición, se trata de hacer una historia de los modos del pensamiento. Entendemos con Rancière (1996) que el pensamiento es un espacio político, en tanto los modos del decir, modos del hacer y modos del pensar en un momento determinado son expresión del orden de lo sensible que establece lo que puede ser enunciado, lo que resulta visible, lo que puede ser pensado. Aun cuando las palabras sean las mismas, la matriz de sentido en donde se ponen en juego esos conceptos no lo son, ni tampoco lo son los regímenes de ejercicio del poder que los habilitan. Elías Palti expresa con claridad este punto:
De allí que un cambio en el plano de las ideas, no necesariamente suponga un cambio al nivel de los lenguajes, y viceversa: la recurrencia de ciertas ideas puede ocultar una transformación profunda en el plano de las estructuras discursivas subyacentes, y de las que las ideas toman su sentido concreto (2019: 179).

Por ello, aun cuando los términos del debate se reiteren, el campo semántico sobre el que ese vocabulario descansa, la visión del mundo en la que se inscribe, puede no ser igual.
Wolin entiende a la filosofía política como una tradición especial de discurso que se caracteriza como una continuidad en las preguntas, pero una no unanimidad en las respuestas. Sin embargo, en función de lo expuesto, entiendo que no solo las respuestas son disímiles, sino que también las preguntas se interrumpen. Las preguntas se formulan sobre una arcilla arqueológica, un campo semántico que organiza los enunciados y, por lo tanto, esas preguntas son posibles de formularse en un campo de sentidos específicos fuera del cual pierden su carácter histórico, su sentido.

5. Conclusión: una aproximación arqueológica a los modos del pensamiento

Como he mencionado, cuando se ausculta la noción de tradición aparecen tres dimensiones que, al tiempo que la hacen operativa, le proveen sus principales rasgos distintivos. En primer lugar, la idea de continuidad, en segundo lugar la forma de la innovación y, finalmente, la figura del precursor. Estos tres modos tornan operativa la noción de tradición de discurso, le dan carnadura y materialidad. No hay tradición sin perennidad de los elementos que la compongan. Por lo tanto, no hay tradición de pensamiento sin esa constancia y relativa estabilidad de las ideas. A esa perennidad se suma la innovación, aquello que permite desanclar la tradición de un pasado lejano que solo haga de las ideas expresiones de algo remoto e irreconocible y las reactive en el presente.
La tradición guarda consigo un elemento paradojal: remite a un pasado pero lo hace en nombre de un presente, echa mano al pasado pero para darle forma al presente, recupera esas ideas de antaño para ofrecer significado a las prácticas actuales. Por ello, es fundamental la innovación, en tanto permite seguir sosteniendo el vínculo entre pasado y presente, y hacer de las ideas algo más que un conjunto herrumbrado de viejas nociones. Si la continuidad presente en toda tradición tiene como correlato la admisión de la perennidad de las ideas, la innovación las transforma en actuales, les permite dejar de ser antiguas y pasar a ser clásicas, es decir, contemporáneas a todo momento. Eduardo Grüner decía:
un clásico no es sólo alguien que dijo cosas interesantes hace uno, cinco o veinte siglos: ese es apenas un antiguo. Un clásico es alguien que sigue hablando en nuestro desgarrado presente; que sigue hablando, es decir, formulando preguntas que únicamente nosotros, sus contemporáneos de hoy (un clásico tiene siempre contemporáneos) podemos responder (2000: 254).

El pensamiento político está formado por pensadores clásicos, aquellos arrancados de su tiempo y puestos a dialogar en todo momento y lugar. Esta es su tercera característica, la idea de precursor, es decir, aquel capaz de sintetizar en su pensamiento toda una época y, al mismo tiempo, producir interrogantes para la posteridad. Así, el pensamiento político se despliega a través de un recorrido emprendido por hombres y mujeres con nombre propio, casi que la historia del pensamiento no sería otra cosa que la historia de sus pensadores. En esta historia de pensadores, el marco semántico, el campo de posibilidades, la episteme, los conceptos y las redes conceptuales, así como el lenguaje con su trama y su historia, se asumen como algo dado. Es aquello que está ahí y que permite el despliegue y la discusión de los problemas, pero que no serían parte de su modo de configuración. La advertencia de Foucault aún resuena:
los hombres que creen, al expresar sus pensamientos en palabras de las que no son dueños, alojándolos en formas verbales cuyas dimensiones históricas se les escapan, que su propósito les obedece, no saben que se someten a sus exigencias. Las disposiciones gramaticales de una lengua son el apriori de lo que puede enunciarse en ella. La verdad del discurso está atrapada por la filología. De allí, esta necesidad de remontar las opiniones, las filosofías y, quizá, aun las ciencias, hasta las palabras que las han hecho posibles (1998: 291). 

La lectura propuesta en el presente trabajo tiene como antecedente las perspectivas mencionadas al comienzo del artículo. Se trata de una lectura crítica que tiene como objetivo cartografiar los modos de pensamiento históricamente producidos. Para ello, esta analítica reconoce cuatro dimensiones que organizan el modo de aproximación a los problemas del pensamiento, pero que solo son diferenciables analíticamente. Con ánimo de aproximar estas cuatro dimensiones, que serán objeto de análisis de futuros trabajos, podemos señalar que se son:
1. Textual: se trata de lo que el texto o un conjunto de textos dicen, pero no para hacerlo dialogar dentro de una tradición establecida, ni tampoco porque en su estructura lógica expresen el sentido de un pensamiento. El objetivo es reconocer qué dicen, qué conceptos ponen en juego y sobre qué argumentos se sostienen. Este paso, solo y en sí mismo, no dice nada, sino a partir de la reconstrucción de un marco conceptual donde se logre observar qué otros sujetos discuten, con quién lo hacen, a qué debates tributa este discurso. De alguna manera, se trata del punto de partida que Foucault también reconoce. “En una primera aproximación es necesario, por tanto, aceptar un recorte provisorio: una región inicial, que el análisis modificará y reorganizará cuando haya podido definir en ella un conjunto de relaciones”, afirma Foucault (2013: 239). Se trata de elegir inicialmente el texto como dominio y, al elegirlo, es preciso ser concientes de que esa elección está conducida por esa unidad representada en el texto, el libro, el autor. Esa unidad supuestamente monolítica, cerrada, coherente, es el punto de partida, la plataforma para el inicio del análisis transversal, a partir del reconocimiento de ese conjunto de relaciones que mantiene con otros enunciados, un diálogo, o esa especie de murmullo que los agrupa en un campo semántico aun en su aparente dispersión y heterogeneidad. Esta tarea se encuentra estrechamente vinculada al análisis conceptual.
2. Conceptual: consiste en el análisis de los conceptos en tanto portadores de los significados particulares que históricamente han tenido. Por lo tanto, portan la expresión de un momento, indican los sentidos de un tiempo histórico y, al mismo tiempo, son factores que contribuyen a producirlo. Según lo expresa Koselleck, los conceptos modelan un campo de experiencias y un horizonte de expectativas, en tanto categorías metahistóricas que permiten articular el pasado con el futuro (1993: 333). De esta manera, el análisis conceptual en el marco de aquellas categorías metahistóricas permite poner en evidencia que los conceptos que organizan la visión del mundo, con los que se construye nuestro presente, no son objetivos, sino que cargan con los sentidos en el que se van a desplegar los procesos históricos (Lesgart, 2001), y lejos están de ser evidentes y transparentes a nuestra concepción. Requieren ser auscultados en tanto no son herramientas objetivas que nos sirven para explicar nuestro mundo, sino que ellos mismos deben ser explicados.
3. Contextual: no se trata de reconstruir un conjunto de hechos políticos, económicos y sociales que enmarcarían la producción del discurso, dando por hecho la relación entre discurso y contexto. De lo que se trata es de reconstruir la participación del discurso en ese contexto, en acontecimientos concretos, en qué debates políticos interviene. Dar cuenta de los contextos de producción de los discursos es dar cuenta de una relación que no es inmediata, no es transparente, sino que debe ser reconstituida, y que nos redirecciona hacia la problemática relación entre discursos y realidad o, como lo expresara Koselleck, entre historia conceptual e historia social.  
4. Arqueológica: radica en la reconstrucción de un campo semántico, aquello que Foucault denomina episteme, un dispositivo discursivo, un conjunto de reglas que son históricas y que hacen inteligible un enunciado, que expresan la condición de posibilidad, de existencia e inteligibilidad de un discurso. Fuera de esas reglas, los discursos se vuelven inentendibles, ininteligibles, o bien causan gracia: la misma risa que le causó a Foucault la taxonomía de la enciclopedia china que encontró en “El idioma analítico de John Wilkins”, de Borges.
La reconstrucción del campo semántico obliga a exceder el campo del pensamiento social y político, y lleva a hurgar en otras discursividades, para reconocer en ellas esas mismas reglas de enunciación, esas mismas coordenadas que las hacen posibles en un mismo momento histórico. Se trata de otras discursividades como las artes, la fotografía, la literatura, la poesía, la música, la publicidad, entre otras. 
La pregunta arqueológica por excelencia es: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad que hacen que en un determinado momento de la historia algo tenga unos comienzos; por qué en esos instantes y no en otros momentos; con qué acontecimientos previos tiene relación ello; cómo eso que nació con ese nombre fue cambiando de nombre, se construyó en función de unas determinadas estrategias, sufrió una serie de rellenos estratégicos y mutaciones a lo largo del tiempo? El objeto de la arqueología es el enunciado en su emergencia, las transformaciones por las que atraviesa, los rediseños de los que es objeto con el paso del tiempo, su olvido también y su vuelta para ser retomado de una determinada manera, sus resignificaciones.
Estas cuatro dimensiones son la apuesta para seguir pensando en clave arqueológica, con el ánimo de reconstruir una historia del pensamiento, nutriéndome de diferentes perspectivas, buscando el objetivo de reconstruir las coordenadas históricas que, más allá de la estabilidad de superficie, ofrecen las condiciones de posibilidad de emergencia de los discursos históricos.

Referencias

1 El presente trabajo forma parte de mi proyecto de investigación de CONICET (“La razón neoliberal de gobierno y su emergencia en Argentina y Chile a mediados del siglo XX”) y de los encuentros y discusiones que venimos sosteniendo desde el Centro de Investigaciones sobre Gubernamentalidad y Estado (CIGE) que dirijo en el Instituto de Investigaciones de la Facultad de Ciencia Política y RR.II. de la UNR, así como también de los seminarios de discusión de la cátedra Pensamiento Social y Político Latinoamericano, en la que me desempeño como profesor titular.

2 Para ello, recomiendo el excelente artículo de Quentin Skinner (2000) donde trabaja muy pormenorizadamente esas inconsistencias a través de lo que denomina “mitología de las doctrinas”. También, sugiero ver los trabajos que desarrolla desde hace un tiempo Elías Palti, los cuales dan cuenta de estas discusiones. Ver especialmente Palti (2012), donde trabaja el escenario latinoamericano respecto de dicha discusión.

3 Es de señalar que en este texto Wolin utiliza de manera indistinta los términos filosofía política y teoría política. Es importante esta advertencia, en la medida en que otras corrientes sí diferencian con precisión estos términos, como es el caso de von Beyme (1994); Bobbio (2003a y 2003b); Bovero (2003), entre otros.

4 Como veremos más adelante, esta idea de perennidad está vinculada a la de continuidad como fundamento de posibilidad de una tradición de discurso. En oposición a la idea de continuidad, se presenta la de discontinuidad, con lo cual se reconcoe que ,en la historia del pensamiento, existen rupturas que dan cuenta de las diferentes condiciones de posibilidad de lo pensable en diferentes momentos históricos. Esto será abordado en el punto 3.1.

5 Como señalan Castorina y Wieczorek: “La historia de las ideas políticas reposa enteramente en la idea de que existe una tradición fundamental de pensamiento político” (2021: 17).

6 Para Walter Benjamin, “la mejor” traducción de un texto es aquella que más traiciona la lengua de origen, ya que fuerza los términos, las palabras y los sentidos del texto. Por ello, en su breve texto “La tarea del traductor” (1971), aconsejaba realizar traducciones literales, a riesgo de la ininteligibilidad.

7 Es necesaria y pertinente la polémica que este texto de Schwarz suscitó, aunque este no sea el lugar para dar cuenta de ella. Se trata de una polémica que involucra, por lo menos, dos cuestiones. La primera tiene que ver con América Latina como un territorio donde siempre las ideas estarían fuera de lugar, en la medida en que serían discusiones importadas, trasladadas, y que los procesos sociales e históricos propios del continente, su condición premoderna o tradicional, harían que estén siempre desencajadas. Sin embargo, por otro lado, también se trata de una polémica que sugiere que las ideas no están fuera de lugar, sino que son las interpretaciones las que suelen estarlo. Las interpretaciones desanclan las ideas de sus contextos semánticos y las inscriben en esta tradición de discurso ancestral. Para superar esto, basta con retomar el proyecto de Palti de hacer –enunciado de manera punzante– una historia de las ideas de las ideas fuera de lugar, lo que obligaría a preguntarse qué ideas se encuentran fuera de lugar, cuándo se dice y quién señala que las ideas están desencajadas, con qué sentido político carga esa enunciación. 

8 Cuando Rosanvallon dice que “se trata, por lo tanto, de una historia que tiene como función restituir problemas más que describir modelos” (2003: 29), nos sugiere que América Latina no debe ser pensada como un modelo más o menos estable habitado por determinados sujetos, determinados modos de pensar, un conjunto específico de prácticas en relación con el otro y en relación con la naturaleza. Se trata de un problema y, como tal, obliga a restituir el gesto de la interrogación sobre las condiciones de su enunciación en cada momento: quién la nombra, para qué se la enuncia y cómo se lo hace.

9 Me refiero a lo que Foucault denomina como procedimientos de control y delimitación de los discursos, que trabaja en su Arqueología del saber (2005)y retoma en su clase inaugural en el Colegio de Francia, El orden del discurso (1992): el “comentario” como principio de repetición y modelación del enunciado; el “autor” como principio de organización, coherencia y unidad.

10 Con la noción de episteme, Michel Foucault pretender dar cuenta del campo que hace posible que algo pueda ser pensado y formulado. Cada momento histórico posee sus propios modos de producción de conocimiento, por lo tanto, habilita a determinadas maneras de pensar y de enunciar los problemas. En Las palabras y las cosas,dice: “No se trata de conocimientos descritos en su progreso hacia una objetividad en la que, al fin, puede reconocerse nuestra ciencia actual; lo que se intentará sacar a luz es el campo epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad” (1998: 7).

11 Palti advierte sobre estas modalidades de esencializar el pensamiento, pero que tienen su propia historia. Si en la década de 1960 se tendió a unificar a América Latina, admitiendo la existencia de un pensamiento propio, la década siguiente se caracterizó por el ejercicio inverso, de localizar y fragmentar, en un péndulo entre universalismo y localismo. Lo interesante de la advertencia de Palti es señalar que no se trata de reconocer a cuál modelo –lo universal o lo local– se ajusta mejor, sino preguntarse sobre las condiciones que han hecho posible que en cada momento predominara una sobre otra (citado en Echevarría Cázares y Guzmán Toro, 2019: 185).

12 En un texto publicado en 1968, es decir, en plena escritura de su Arqueología del Saber,Foucault plantea que el cambio se produce en el estatuto que se le atribuye a la discontinuidad: “La discontinuidad era el estigma de la diseminación temporal cuya eliminación de la historia era tarea del historiador. Hoy se ha convertido en uno de los elementos fundamentales del análisis histórico” (2013: 226). La discontinuidad era aquello que debía ser conjurado, reducido, domesticado, eliminado.

13 Quentin Skinner (2000) menciona que, en el campo de la historia de las ideas, últimamente se apela al contexto, a los factores religiosos, políticos o económicos como elementos determinantes del sentido del texto. Sin embargo, esto sigue sin resolver el supuesto del sentido profundo y continuo que acepta al poner en diálogo ideas propias de momentos históricos diferentes. 

14 Para tomar un ejemplo entre los tantísimos posibles, el aterrizaje de Gramsci en América Latina constó de diferentes momentos. No es el mismo modo de apropiación, ni el uso, ni las estrategias que se impusieron con las traducciones de Héctor Agosti, con la experiencia de Pasado y Presente, con la recepción del peronismo y con las lecturas más tardías de sectores que se acercaron a la experiencia democrática alfonsinista. Sería infructuoso e inconducente pretender escudriñar cuál de todas esas experiencias de traducción resulta más fiel al original, o intentar homogeneizarlas en una misma tradición. De lo que se trata es de preguntar cuándo se lee el texto, y quién y cómo lo lee. El texto comienza a funcionar como un artefacto, e interesa menos saber cuánto se respeta el modelo, y más las razones estratégicas –políticas e intelectuales– por las que se pone en juego ese texto. A un ejercicio de este calibre se acercó José Aricó en su libro sobre Gramsci, La cola del diablo (2005).

15 “Un precursor sería un pensador de muchas épocas, de la suya y de las de quienes son considerados como sus continuadores, como los ejecutores de su empresa inconclusa. Por lo tanto, el precursor es un pensador a quien el historiador considera que puede extraer de su marco cultural para insertarlo en otro, lo que significa considerar que los conceptos, los discursos y los gestos especulativos o experimentales pueden ser desplazados o reubicados en un espacio intelectual en el que la reversibilidad de las relaciones se ha obtenido mediante el olvido del aspecto histórico del objeto de que se trata” (Canguilhem, 2015: XIII).

16 El tiempo histórico refiere a “unidades políticas y sociales de acción, a hombres concretos que actúan y sufren, a sus instituciones y organizaciones” (Koselleck, 1993: 14), por eso no hay un solo tiempo histórico, hay muchos. 

17 Podemos reconocer una continuidad sincrónica y una discontinuidad diacrónica. Foucault, en Las palabras y las cosas,dice: “Si la historia natural de Tournefort, de Linneo y de Buffon está relacionada con algo que no sea ella misma, no lo está con la biología, con la anatomía comparada de Cuvier o con el evolucionismo de Darwin, sino con la gramática general de Bauzée, con el análisis de la moneda y de la riqueza tal como se encuentra en Law, Véron de Fortbonnais o Turgot” (1998: 8). Cuando afirma esto, Foucault admite precisamente la necesidad de pensar el campo común en el que un enunciado propio de la historia natural se encuentra con enunciados de otras disciplinas, tales como el análisis de la monedas y también el de la gramática. Lo común se encuentra dentro de un mismo campo semántico capaz de poner en diálogo discursos heterogéneos y extraños en la superficie, pero unidos y contenidos por un mismo conjunto de reglas. Así como es posible reconocer una continuidad entre diferentes enunciados de un mismo campo semántico, también es necesario reconocer la ruptura y discontinuidad entre discursos de una misma disciplina, pero anclados en diferentes campos semánticos. No poner a dialogar Linneo con Darwin, sino con Turgot, se trata de una continuidad sincrónica, no diacrónica. Hay más parentesco entre diferentes saberes de una misma episteme que entre un mismo saber de diferentes momentos históricos, dirá Foucault.

18 Palti (2018), a partir de los cortes propuestos por Foucault en Las palabras y las cosas,sugiere que el siglo XX da lugar a un nuevo campo semántico que se diferencia de la era de la Historia propia del período moderno. El siglo XX posee un campo semántico propio que Palti denomina la Era de las Formas, que organiza el modo del pensamiento, sus coordenadas de enunciación, las preguntas que se formulan, los debates donde se inscriben.  

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Enviado: 20/05/2021.
Aceptado: 28/12/2021.

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