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Historia de la educación - anuario

versão On-line ISSN 2313-9277

Hist. educ. anu. vol.11  Ciudad autonoma de Buenos Aires. jan. 2010

 

DOSSIER: A 20 AÑOS DE "SUJETOS, DISCIPLINA Y CURRICULUM EN LOS ORÍGENES DEL SISTEMA EDUCATIVO ARGENTINO"

 

Teoría pedagógica, historia y política en la lectura del pasado: A 20 años de "Sujetos, disciplina y curriculum en los orígenes del sistema educativo argentino"

 

Por Inés Dussel
Flacso/ Argentina. Correo electrónico: idussel@flacso.org.ar

 

"Los historiadores empiezan estudiando la historia, y terminan siendo parte de ella" (Gunning, 2006:31)

 

Cuando apareció en 1990, el libro de Adriana Puiggrós nos impactó a quienes estábamos vinculados al campo de la investigación en historia de la educación, porque estuvo claro desde el comienzo que proponía una nueva lectura de la historia de la educación argentina. Después de la publicación de "Educación y sociedad en Argentina, 1880-1900" de Juan Carlos Tedesco, editado por primera vez en  1970, que destronó a la historiografía liberal y sentó las bases del análisis del proyecto educativo oligárquico de fines del siglo XIX, la obra de Puiggrós vino a plantear nuevas claves de interpretación que abrieron camino a otra agenda de investigación, como pudo verse en los tomos de la historia de la educación argentina que siguieron a este primer volumen y también en la cantidad de libros y tesis inspirados en su trabajo. Si Tedesco había abierto el camino para analizar la relación entre sistema educativo y clases sociales, con el trabajo de Adriana Puiggrós se dio otro paso fundamental para tratar de entender la especificidad de la producción político-pedagógica argentina, las tradiciones del campo educativo, y también las luchas y posiciones que no podían alinearse directamente con afiliaciones políticas o con inscripciones de clase pre-definidas por fuera de esa lucha.
Parafraseando el análisis de Joyce Goodman e Ian Grosvenor (2011) sobre la historia de la educación en el Reino Unido, podría decirse que a partir de este texto la historia de la educación argentina pasa de un momento de incertidumbre y de inorganicidad a otro de curiosidad, de apertura a intercambios intelectuales con otras disciplinas y a nuevas perspectivas, que promovieron un crecimiento orgánico del campo. Un signo de este crecimiento fue la formación de redes de investigadores que a su vez empezaron a formar otras fuera del campo, en diálogo con historiadores, sociólogos y educadores. La creación de la Sociedad Argentina de Historia de la Educación (SAHE) y del propio Anuario, son muestra de ello.
Habrá quien piense que es un poco exagerado otorgarle a un libro tal capacidad, y en un sentido lo es. La reflexión de Bruno Latour (1988), que estudia la historia de la difusión de las ideas de Louis Pasteur en la Francia de fines del siglo XIX, señala que, para que un cierto libro o teoría se imponga, hacen falta no sólo méritos propios sino también algunas condiciones para la recepción y diseminación de esas ideas. Para Latour, Pasteur se volvió popular porque hubo redes de lectores (investigadores, pero también periodistas, sociólogos, escritores y artistas) que organizaron programas de trabajo, publicaciones y discursos públicos que promovieron la "pasteurización" de Francia, con la guerra contra los microbios como organizador discursivo central en lo político, científico y educativo. Salvando las distancias, podría decirse algo similar del "éxito" del texto de Puiggrós en la historia de la educación argentina: el libro encontró en esas redes asociativas de investigadores un espacio de difusión y de consolidación como obra clave, a la par que sirvió de eje estructurante para ellas, dándoles hipótesis, problemas de investigación y abordajes teóricos que hasta ese entonces no estaban disponibles.
¿Cuáles fueron los aportes centrales de este trabajo, que tuvieron y tienen efectos tan fértiles en las miradas sobre la educación argentina? Escribí una reseña del libro al poco tiempo de publicarse para la revista Propuesta Educativa en el que destacaba tres grandes méritos: proponer una nueva interpretación historiográfica basada en un sólido trabajo de archivo, renovar las lecturas teóricas sobre la educación, y aportar a debates políticos presentes sobre la vigencia de algunas tradiciones pedagógicas. Señalé en ese entonces que "desenmascarar los mitos, "pasarle a la historia el cepillo a contrapelo", como decía Benjamín, son sin duda parte de una convicción, varias veces asumida por la autora, de que el progreso teórico y científico no es una línea evolutiva y acumulativa, sino un proceso discontinuo y de a saltos." (Dussel, 1992:89) Al menos en mi lectura, esos tres méritos siguen vigentes, como sigue vigente su condición de "texto-clave": no hubo en el ínterin otro trabajo que propusiera una hipótesis de interpretación tan lúcida y sugerente como la que sostuvo la autora en el primer tomo de la serie. La historiografía de la educación argentina ha producido textos muy importantes en los últimos años (muchos de ellos inspirados en el trabajo del grupo formado por Puiggrós), pero la mayoría han sido estudios acotados a ciertos períodos o espacios geográficos, y no provocaron la misma renovación historiográfica ni aportaron una lectura político-educativa sustancialmente distinta.
Esa combinación de historia, teoría educativa y debate político es muy peculiar del trabajo de Adriana Puiggrós, y es probablemente su mayor legado para las generaciones que siguieron. Uno hace historia desde el presente, lo cual no quiere decir que lo haga con pretensiones de intervención coyunturales o haciendo usos espurios de la historia; pero no puede dejar de plantearse preguntas desde su tiempo, y eso estaba claro en las preguntas que Puiggrós se hacía en 1990 sobre el tipo de autoridad pedagógica y de sujeto pedagógico del que todavía éramos herederos. Por otra parte, frente a cierta historiografía "empirista" que cree que las fuentes hablan por sí mismas independientemente de cómo se las lea, el trabajo de Puiggrós destaca el valor del diálogo con los problemas pedagógicos y los lenguajes pedagógicos que tenemos en la actualidad.
Hay dos elementos de su lectura historiográfica que me llamaron la atención en esos primeros años como lectora de su trabajo, y que quisiera revisitar nuevamente. El primero es la reorganización de las tradiciones pedagógicas argentinas. A diferencia de la lectura de Tedesco, que organizó el debate como una oposición entre directivismo y espontaneísmo, Puiggrós propuso una lectura "cruzada" de esa discusión, estructurada en torno a su relación con la propuesta de "normalización" de los sujetos educativos. Puiggrós configura el campo pedagógico de la época en dos grandes grupos, los "normalizadores" y los "democrático-radicalizados", aunque también rastrea algunos pedagogos con afiliaciones políticas más definidas, por ejemplo socialistas y anarquistas. Del lado de los normalizadores, encontramos a los personajes más conocidos de la historiografía liberal: José María Ramos Mejía, Juan P. Ramos, Andrés Ferreyra, Víctor Mercante, Rodolfo Senet.  Del lado de los democrático-radicalizados, Puiggrós recupera la obra del "loco" Vergara, Raúl Díaz, Saúl Taborda, Rosario Vera Peñaloza, Raquel Camaña, entre otros. Y lo hace de un modo que retoma su complejidad y sus contradicciones; no deja de observar que Vergara apoya la llegada de José María Ramos Mejía al Consejo Nacional de Educación, o que muchos pedagogos socialistas adhirieron a las propuestas de los pedagogos normalizadores, sosteniendo incluso posiciones eugenésicas.
No se trata, entonces, de demonizar a unos y glorificar a otros; más bien, su propuesta es entender cómo se organizan las posiciones político-pedagógicas, cuáles fueron los ejes del debate, y también los límites de las propuestas alternativas. Tampoco las analiza como posiciones cerradas y totalmente antagónicas; señala en el primer capítulo que "algunos enunciados jamás se coordinan entre sí, quedan deshilvanados, no integran discursos [...] No todo lo educativo se ordena en contradicciones." (Puiggrós, 1990:26). Por esa resistencia a ver el despliegue de una inmanencia coherente, su lectura contradice la historiografía liberal que sostuvo que la historia educativa argentina es la del avance del Estado laico y civilizador sobre las fuerzas conservadoras y clericales (una lectura que impregnó también el trabajo de Berta Perelstein, 1952, en otros aspectos opuesta al liberalismo).
Puiggrós, al inscribir a los democrático-radicalizados en las filosofías krausistas y espiritualistas, desanuda las articulaciones discursivas de la época, en las que era posible, por ejemplo, que el inspector Raúl B. Díaz, defensor en muchos casos del normalismo, se alejara del dogmatismo normalista que privilegiaba las credenciales y dijera que "maestro es aquél a quien su lengua interna le dice 'sé maestro'", y no un conjunto de reglas; el que es capaz de tener iniciativas, el que sabe qué y cómo va a enseñar, encontrando los métodos adecuados al niño y a las condiciones que lo rodean" (Puiggrós, 1990: 178). Desplegar el debate desde dentro del aparato de estado sobre la mecanización y la esterilidad del normalismo que ya está presente a fines del siglo XIX es uno de los aspectos más novedosos del trabajo, porque la historiografía había tendido a plantear una victoria en bloque de un cierto grupo al que se veía homogéneo y sin disidencias.
Dentro de esta reorganización de tradiciones, Adriana Puiggrós pone especial cuidado en discutir la categoría de "alternativas pedagógicas", y evitar construir otro panteón de héroes educativos del lado "popular-democrático". Ese gesto, inaugural en 1990 pero todavía más importante en un 2011 más polarizado que los primeros años del menemismo, busca reinsertar a los pedagogos democrático-radicalizados en la historia de la educación, con la convicción de que "la reinserción del fragmento en el relato modifica (...) a ese relato." Otra consideración historiográfica interesante es su señalamiento de que "[e]l tratamiento de las alternativas no nos interesa como "estudio de caso", sino de síntomas que denuncian procesos" (Puiggrós, 1990:23). La idea de trabajar la historia partiendo de la noción de síntoma es un elemento que abre opciones metodológicas muy ricas (cf. Didi-Huberman, 2010), aunque no siempre han sido seguidas por los historiadores de la educación que suelen buscar una epistemología de la transparencia y no un trabajo de lectura a partir de la opacidad de lo social.  La "alternativa", entonces, no se entiende solamente por cómo se auto-proclaman los pedagogos, sino por un análisis a contrapelo de sus enunciados, una ubicación relativa en un campo de lucha y un estudio de la articulación de sus posiciones.
El segundo elemento que me llamaba la atención en 1992 y que considero de plena actualidad es su lectura del curriculum y de la recontextualización pedagógica que se produjo entre 1885 y 1916. En estas reflexiones, encuentro un aporte a renovar la teoría pedagógica a la par que a construir de otra manera los problemas histórico-educativos. Además de las obras de Foucault y de Bourdieu que sobrevuelan todo el texto, Puiggrós toma dos grandes referencias teóricas del ámbito educativo. En primer lugar, el trabajo de Alicia de Alba, que define al curriculum como un espacio de lucha, como un proceso y no sólo como un cuadro, como la síntesis de elementos formal-estructurales y práctico-procesuales. Esa consideración le permite ir más allá del curriculum como "monumento" o como "cuadro", esto es, centrarse exclusivamente en el documento curricular o las leyes, y adentrarse en los debates sobre el qué, el cómo, el con quiénes y para quiénes que se expresan en multitud de detalles que estaban definiéndose en esa época. Por otro lado, pone en juego la categoría de "ritual" de McLaren, aunque resulte elusiva y ambigua, para pensar en la estructuración del cotidiano escolar y en la organización de una disposición y una disciplina de los cuerpos, y también para ayudar a pensar cómo la pedagogía normalizadora cristalizó en ciertas prácticas de obediencia y de teatralización de las jerarquías que la volvieron cada vez más mecánica y burocrática. En ésta, como en otras partes del libro, se percibe la mirada foucaultiana sobre la materialidad del poder y sobre su microfísica.
Esa lectura del curriculum y la pedagogía hace que el libro se detenga en lo que la autora llama los "caminos laterales": la implantación del lenguaje médico en la escuela, las asociaciones entre sexo, política y arquitectura, el mobiliario escolar y la salud, las formas disciplinarias. Puiggrós, a partir de un estudio de fuentes muy variadas (libros de pedagogía, artículos en El Monitor de la Educación, artículos en otras publicaciones periódicas, informes del Consejo Nacional de Educación o de los inspectores), analiza discusiones que tuvieron efectos concretos sobre las construcciones y la regulación de la vida cotidiana, en las que se definieron aspectos claves del sujeto pedagógico. Su análisis se parece al que realiza Ian Hunter (1998) sobre la organización de la escuela moderna, resultado, para él, del trabajo gris y de perfil bajo de una multitud de personajes intermedios del sistema escolar: inspectores, directores, autores de libros de texto, arquitectos, médicos, que fueron pensando las formas concretas en que debía estructurarse la vida escolar. Para Hunter, no son los grandes teóricos como Humboldt o Herbart en Prusia, o Matthew Arnold en Inglaterra -o Sarmiento o Mitre en nuestro caso-, los que determinaron el resultado de la combinación aleatoria de tecnologías disponibles que es la escuela, sino otros personajes menos conocidos que fueron muy eficaces a la hora de traducir una voluntad política en una organización concreta.
Un ejemplo interesante de este tipo de abordaje en el libro de Puiggrós es el debate sobre la inclusión de baños en las escuelas. Algunos se oponían por motivos de ahorro económico; otros creían que eso educaba en el lujo a los niños pobres y los acostumbraba a mejores condiciones de vida, generando mayores demandas en el futuro; otros más decían que a la escuela se iba "para aprender y no para bañarse". Leopoldo Lugones, por ese entonces inspector de escuela secundaria pero además ya escritor-faro de su tiempo, señalaba que el baño, sobre todo en invierno, "es cuestión de civilización" (Puiggrós, 1990:307). Por eso, "en la escuela donde existan instalaciones, será obligatorio que los niños se bañen dos veces por semana" (idem). En su análisis, Puiggrós deja en claro que la escuela tenía que enseñar "tanto el aseo como la aritmética": creer que lo instruccional era más importante que las disciplinas del cuerpo y la formación moral es entender poco de esa construcción pedagógica. El punto es no perder de vista que había disidencias, y que hubo decisiones político-pedagógicas en la organización de una táctica escolar determinado: "el discurso pedagógico estaba en ese período aún en proceso de constitución y [...] el curriculum se abría como un claro campo de lucha" (Puiggrós, 1990: 343).
Pese a este señalamiento reiterado de las disidencias, cuando se lee la táctica escolar de los normalizadores, tan obsesionada por gobernar hasta el mínimo detalle y tan organizada en torno al disciplinamiento y a la defensa de una cierta autoridad cultural, parece haber mucha, quizás demasiada, coherencia con el proyecto oligárquico más general. La respuesta de Puiggrós a esta posible objeción sigue pareciéndome muy lúcida y valiosa: para ella, en esa época "las mediaciones entre las ideologías y las prácticas educacionales de la clase dirigente argentina carecían de espesor (...) La tarea de construcción de una cultura integradora de las culturas inmigradas era sustituida en cada clase escolar por una pedagogía ortopédica, que imponía formas predeterminadas al cuerpo y al espíritu" (Puiggrós, 1990:314). La noción de "falta de espesor" es una hipótesis sugerente para pensar en la historicidad de las formas e ideas pedagógicas, y también en su articulación con proyectos culturales y discursos políticos más amplios. Esa oligarquía que buscaba en Europa, y también minoritariamente en Estados Unidos, modelos para organizar la educación argentina, no contaba todavía con una capacidad o una voluntad de traducción más autónoma que pusiera en juego otras tradiciones, como sí sucedía en México y Brasil para la misma época (Tenorio Trillo, 1996; Andermann, 2007).
En este aspecto, la lectura que hago hoy sobre estas hipótesis es un poco diferente a la que tenía en 1992. Aunque Puiggrós refiere a las fuentes pedagógicas en que se basaron los normalizadores y los democrático-radicalizados, la historia de las luchas pedagógicas que ella propone es todavía una historia escrita desde adentro de la Argentina, con pocas referencias a los múltiples préstamos y cruces con otras experiencias educativas que también influyeron en las propuestas político-pedagógicas. La dimensión global de las tecnologías escolares (presente, por ejemplo, en la "importación" de maestros norteamericanos por Sarmiento y de intelectuales varios como Amadeo Jacques u Otto Krause entre muchos otros, pero también de bancos de escuela, libros de texto, ilustraciones, museos escolares, disposición arquitectónica, organización horaria, etc.) es algo que no puede soslayarse, y que amerita una discusión profunda sobre la internacionalización de la forma o la gramática escolar y sobre las pautas de transferencia y circulación de saberes y prácticas educativas (cf. Tyack y Cuban, 1994; Caruso, 2008). Así, la "táctica escolar", con su falta de espesor, me parece hoy no tanto el reflejo directo de una producción pedagógica vinculada a un proyecto político de la oligarquía local (ella también un actor más complejo de lo que sospechábamos), como el resultado de complejos procesos de negociación entre lo local y lo global, donde lo que importa es qué tecnología o idea se cita (o "se importa"), en qué contexto, en el medio de qué juego, antes que quién lo enunció en primer lugar (Jaume, 2004).
En esa misma línea, una segunda lectura con un matiz ligeramente distinto al que propuso el libro en 1990 es el peso dado a la historia de las ideas por sobre la historia de la cultura material de la escuela. El trabajo de Puiggrós abrió las puertas para una consideración del cotidiano y de las tecnologías escolares, pero se restringió al debate en las páginas del Monitor o en los libros, e indagó poco en los efectos de esas discusiones en la vida concreta de las escuelas. El ejemplo antes mencionado de los debates en la revista ministerial en torno a los baños en la escuela no nos ayuda a entender qué tipo de baños se construyeron, cuántos, con qué modelos, en qué tipos de escuela. Ese tipo de indagación sería muy útil para entender qué caminos tomaron muchas de estas discusiones. Investigaciones posteriores sobre la historia de los rituales escolares en el siglo XIX (Amuchástegui, 2002), sobre el banco escolar (Trentín, 2003), sobre los cuadernos de clase (Gvirtz, 1997) o sobre los guardapolvos (Dussel, 2001), aportan otras perspectivas sobre la configuración del curriculum y del sujeto pedagógico que no habría que subestimar. No se trata de oponer las ideas a las prácticas: ésta es una discusión bastante estéril, que desconoce que hay prácticas en la producción de ideas e ideas en la producción de prácticas. Pero la cultura material proporciona otras claves de lectura sobre los efectos de las ideas: la forma definida que toman los debates y los diseños pedagógicos termina siendo una parte importante de cómo se configura el sujeto pedagógico, que no puede abordarse solamente desde el debate de ideas.
Por último, quisiera hacer explícito que muchos -si no todos- mis comentarios están mediados por experiencias y sentimientos muy personales. En mi trabajo como investigadora en historia de la educación, la obra de Adriana Puiggrós me marcó profundamente, sobre todo en su búsqueda de perspectivas originales y en diálogo con las tradiciones latinoamericanas; estructuró claves de lectura que desplegué en la historia del curriculum de la escuela secundaria y en la historia de las regulaciones sobre el cuerpo en la escuela, y me ayudó a considerar fuentes distintas y a hacerme otras preguntas. Y creo no equivocarme si digo que esa experiencia también marcó a una parte importante de mi generación en la historia educativa, que nos formamos con esas hipótesis y bajo el impulso de un programa de investigación muy sugerente.
Como señalaba la cita del comienzo de este artículo, hay lecturas que se convierten en paradigmas y terminan siendo parte de la historia, porque transforman lo que pensamos y empiezan a ser actores de los debates políticos e historiográficos, y además porque, en el caso de la autora, se vinculan de cerca de la producción de políticas educativas en el presente. Valgan estos comentarios que buscan reconocer la generosidad y audacia intelectual de Adriana, su lugar como impulsora de ideas y de proyectos colectivos y personales, su capacidad organizativa de un campo que no hubiera sido el mismo si ella no hubiera escrito este trabajo, como forma de expresarle mi gratitud por lo que transmitió, por las ideas y pasiones compartidas. Y estoy segura que el mejor tributo que ella espera es que otros recojan su antorcha y se animen a proponer nuevas lecturas, que enriquezcan y revolucionen, como esos procesos discontinuos y de a saltos de los que hablaba Benjamin, la producción de saberes y de políticas sobre la educación argentina.

Bibliografía:

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