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Historia de la educación - anuario

versão On-line ISSN 2313-9277

Hist. educ. anu. vol.15 no.1 Ciudad autonoma de Buenos Aires. jun. 2014

 

ARTÍCULOS

"Instruir a las niñas para salvarlas de la indigencia que aflige su cuerpo y la ignorancia que llena su espíritu". La experiencia de la Casa de Niñas Huérfanas Nobles. Córdoba en el siglo XVIII

 

Lucía Lionetti1

1 Doctora en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid. Directora de la Maestría en Ciencias Sociales. FCH.UNICEN. Instituto de Estudios Histórico Sociales. Instituto de Georafía e Historia y Ciencias Socilaes CONICET Cátedra Historia General V e Historia Social General. Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional del Centro. Tandil, Argentina.
Universidad Nacional del Centro. IGHCS-CONICET
lionettilucia@gmail.com


Resumen

En el marco de la sociedad colonial, la Iglesia se encargó del asistencialismo social. En el nuevo modelo de sociedad que se pretendía construir, bajo el imperio de la filosofía ilustrada, la formación religiosa y cívica de los pobres y desamparados devino en uno de los instrumentos más eficaces para dirigir y sistematizar el disciplinamiento social con vistas al orden y progreso que se pretendía alcanzar. Bajo este propósito, se incluyó a las mujeres en ese nuevo ideal educativo que perseguían la Iglesia y el Estado. En ese marco, la obra del obispo San Alberto, portavoz de las ideas ilustradas católicas alcanzaron singular relevancia. Bajo su iniciativa se creó la Casa de Niñas Huérfanas Nobles de la ciudad de Córdoba - sede del Obispado de Tucumán- con el propósito de rescatarlas de la ignorancia y la perdición a las que se las estimaba expuestas por su condición de niñas huérfanas pobres.

Palabras Clave: Niñas huérfanas; Instrucción; Catolicismo ilustrado; Sociedad Colonial.

Abstract

The eclesiastic institution was in charge of doing the social assistance. In the new model of society that pretended to be built on the illustrate philosophy, the civic and religious education of the poor and homeless were efficient tools to direct and systematize the social discipline needed to achieve the order and progress wanted. Women were not included in the new educational ideal, whose instruction, "according to her gender" looked for the education in ideals that were useful to Religion and State. In this context, the work of Bishop St. Albert, spokesman for the Catholic Enlightenment ideas reach singular importance. Under his initiative was created Orphan Girls' House Nobles of the city of Cordoba-see of the bishop of Tucuman in order to rescue them from ignorance and destruction to which the estimated exposed for being a poor orphan girls.

Key words: Orphans girls; Instruccion; Illustrated Catholicism; Colonial society.


 

Introducción

La presente contribución busca analizar la instrucción de las mujeres en el período anterior al proceso revolucionario que llevara al quiebre del orden colonial. Con ello se procura comenzar a explorar una temática poco abordada por nuestra historiografía. Asumiendo el presupuesto que la educación fue para las mujeres el recurso más importante al que pudo accederse, en este trabajo se dará cuenta de los pormenores que llevaron a implementar un tipo de instrucción pública elemental en el territorio del Virreinato del Río de la Plata y más específicamente en la ciudad de Córdoba -por entonces sede del Obispado de Tucumán-. Como consecuencia de un clima de ideas que en términos amplios se podría considerar propio de la ilustración europea, fue posible que se fundara esta casa de estudios por iniciativa del Obispo San Alberto cuya obra contemplaba la instrucción de las niñas nobles huérfanas. Tal como muestran los reservorios documentales que aquí se estudian, se trató de un modelo instrucción de estricto corte de género y clase, tímidos inicios de ese largo camino secular por el cual las mujeres consiguieron acceder a la coeducación. Un largo -y nunca lineal- recorrido que llevó a estas mujeres educadas a promover su participación en la plaza pública y la conquista de la ciudadanía activa.
Tal como se advertirá, el ideal educativo de este primer tramo de la instrucción de las mujeres persiguió un propósito de utilidad en función de los intereses de la Iglesia y del Estado, preparándolas para el gobierno de su casa. La obra del obispo San Alberto, convertido en el portavoz de las ideas ilustradas católicas, deviene en una particular relevancia. La historia de la Casa de huérfanas fue una claro exponente de la acción social de ayuda a pobres y necesitados administrada por la Iglesia ante la lábil presencia estatal, tal como lo presentó el minucioso y valioso trabajo de Ghirardi, Celton y Colantonio (2008). Lo que aquí interesa mostrar es de qué modo las fuentes documentales de esta institución iluminan -entre otras cuestiones- el régimen disciplinario que reglamentó, el repertorio de prácticas que se pautaron dentro del internado, así como también el tipo de instrucción que se diseñó atendiendo la rigurosa distribución del tiempo. Tal como es dable suponer, el registro de esas normativas permiten tener una aproximación al tipo de valores, comportamientos y acciones que se pretendían inculcar esperando fuera factible salvar de la ignorancia y la perdición a quienes se suponía como débiles en tanto reunían la peligrosa condición de ser niñas, pobres y huérfanas.

Consideraciones en torno a la instrucción de las mujeres durante el siglo XVIII

La utopía que promovió el proyecto educador del siglo XVIII tuvo diferentes sentidos para el Estado, para la Iglesia, para los maestros y para los padres de familia. No obstante, había cierta coincidencia en los grandes propósitos: la función primordial de la escuela era salvar del error, encauzar la conducta y promover los beneficios del orden y el progreso. Sin lugar a dudas fueron los referentes del movimiento ilustrado, con sus variantes regionales, los que dieron impulso e inspiraron el modelo de instrucción pública capaz de acompañar las transformaciones políticas, económicas y sociales que promovieron el advenimiento de la modernización. En ese sentido, la postura de Condorcet respecto a la instrucción pública gratuita en tiempos de la Revolución Francesa significó un punto de inflexión en favor de extender los beneficios de la alfabetización. Tal como prometían, los hombres del ochenta y nueve -que se proclamaban hijos de la Ilustración- había que disipar la ignorancia y combatir los prejuicios que envilecían al pueblo. Así, la Revolución tenía el deber de ofrecer a los franceses la instrucción al tiempo que las nuevas instituciones tenían la necesidad de contar con ciudadanos instruidos. La nueva ciudad no podía existir sin la regeneración de la nación, sin la formación de los ciudadanos. Aquella era la utopía pedagógica que pretendió la transformación de los hombres convirtiéndolos en ciudadanos que estuvieran a la altura de las nuevas leyes e instituciones (Furet-Ozouf, 1988).
Sin embargo, más allá de la presentación utópica y rupturista que implicó ese gesto pedagógico de los hombres de la revolución francesa, desde tiempo atrás pueden relevarse algunas voces que se ocuparon de la instrucción pública a lo largo del siglo y que consideraron de un modo particular la instrucción de la mujer. Para la mayoría de aquellas opiniones, formación tenía que fortalecer el rol social definido y delimitado adjudicado a la mujer: ser madre, esposa y ama de casa. Por esa razón, más allá que algunos ilustrados plantearon la necesidad de mejorar la educación de las mujeres, era frecuente encontrar oposición social a tal propósito. Diche educación llegó a considerarse un desperdicio dado el hecho que en definitiva la mujer debía subordinarse al varón.
Pese a las críticas que recibió en su momento, el Emile (1762) de Juan Jacobo Rousseau se convirtió en el modelo de tratado pedagógico durante mucho tiempo, estableciendo las líneas maestras de la pedagogía moderna-burguesa, naturalista y laica, y fue contundente acerca del tipo de instrucción que debían recibir las niñas. Para Sophie proyectó un tipo de instrucción elemental que la capacitara para ser la compañera ideal de Emilio. Esta obra llegó a España a través de un estudio presentado por el jesuita Jean Baptiste Blanchard, quien también escribió sobre educación siguiendo en parte los principios de Fenelón. Si bien, la presentación de Rousseau1 fue una referencia recurrente habrá que destacar que en materia de instrucción de la mujer y en el caso español fue el pronunciamiento del padre benedictino Benito Jerónimo Feijoo el que se anticipó con su escrito a los autores de la Ilustración. Como bien sostuvo, asumir la defensa de las mujeres significaba ofender a casi todos los hombres. Como parte de su obra "Teatro Crítico Universal" -publicada entre 1726 y 1740 conformada por ocho volúmenes-, escribió el Discurso en Defensa de la mujer (número XVI, volumen I). Buscando provocar a la sociedad de su tiempo escribió:

[...] estáse (sic) una mujer de bellísimo entendimiento dentro de la casa, ocupado el pensamiento todo el día en el manejo doméstico, sin oír u oyendo con descuido [...] de materias de superior esfera. Su marido, aunque de inferior talento [...] cuya comunicación adquiere varias noticias. [...] Lo que pasa con esta mujer, pasa con infinitas, que siendo de muy superior capacidad respecto de los hombres concurrentes, son condenadas por incapaces de discurrir en algunas materias; siendo así que el no discurrir o discurrir mal depende, no de la falta de talento sino de la falta de noticias. [...] Los hombres entre tanto, aunque de inferior capacidad, triunfan y lucen como superiores a ellas porque están prevenidos de noticias. (Feijoo: 1997: 42-43)

Aquellas voces que se expresaron a favor de habilitar la instrucción pública para las niñas tuvieron sus efectos a lo largo del siglo XVIII. En España surgieron nuevos espacios educativos para la mujer, escuelas de jóvenes a cargo de los ayuntamientos, de las parroquias o de algunos conventos de religiosas. Por su parte, las mujeres de cierta posición acomodada recibían educación en sus propias casas o en las llamadas "amigas", que eran casas donde se atendía a las niñas por una cuota bajo un 'programa' muy limitado que consistía en enseñarles el catecismo, las primeras letras y algunas normas morales y de comportamiento. Por su parte, los políticos más progresistas tenían como meta preparar a la mujer para educar a sus hijos, siempre y cuando comprendiera, en primer lugar, que por muy racional o inteligente que fuera su talento siempre sería menor por definición que el de los hombres. Debido a esta innata inferioridad de las mujeres, "los hombres nunca tendrían que temer su competencia" (Staples, 1985).
Durante el reinado de Carlos III, figuras como las de Campomanes y Jovellanos plantearon la necesidad de fomentar la instrucción pública con el propósito de sacar a gran parte de la población del atraso y la miseria, buscando capacitar a la mano de obra en el trabajo en las manufacturas urbanas. En 1768 por la Real Cédula se dictaron normas básicas para la creación y organización de escuelas gratuitas de niñas. En 1771 se sancionó la Real Provisión (Luzuriaga, 1918 cit. por Cruz Rodríguez, 2007) que reglamentó una reforma general de estudios. Entre ellas, se estipuló que los maestros debían conocer la doctrina, acreditar buena vida y costumbre, limpieza de sangre, ser examinados en lo relativo al arte de leer, escribir y contar, y haber conseguido la autorización de la Hermandad de San Casiano.2 Se pautaba también que,

A las maestras de niñas, para permitirles la enseñanza deberá preceder el informe de vida y costumbres, examen de Doctrina por persona que depute el Ordinario, solo se les exigía conocimiento de la doctrina cristiana, y la licencia de la justicia [...] Ni los Maestros ni las Maestras podrán enseñar a Niños de ambos sexos, de modo que las Maestras admitan solo a Niñas" (Cruz Rodríguez, 2007, p.10)

Con la creación de las Sociedades Económicas de Amigos del País se generó un valioso recurso para hacer posible los proyectos ilustrados sobre la educación femenina. De hecho, Campomanes en su Discurso sobre la Educación Popular señaló como tarea urgente de las Sociedades Económicas la búsqueda de fórmulas que propicien la mejora del sistema de enseñanza. Como balance general podría decirse que a diferencia del agnosticismo o relativismo religioso que caracterizaba a las ideas ilustradas en el caso francés, en España continuaría manteniendo una fuerte tradición religiosa en el Siglo de las luces, conservando un papel defensor de la doctrina católica, aunque la Iglesia estuviera subordinada al poder civil por el derecho del real patronato, lo cual reforzaba la autoridad de la Monarquía (Tanck Estrada 2005: 6-9). Así las cosas, serían los obispos quienes se transformarían en portavoces de las políticas de la filosofía ilustrada (Paz Sánchez y Hernández González 2000: 30). De allí que el caso que interesa estudiar se muestra como un claro ejemplo de esa iniciativa.

Las acciones del Obispo San Alberto en favor "del destierro de la ignorancia de las niñas huérfanas"

Como en España y el resto de la América española, en el Virreinato del Río de la Plata la enseñanza primaria elemental había comenzado impartiéndose en casas particulares -entre aquellos más adinerados que podían costear un maestro, clérigo o secular-, como así también en iglesias y conventos. La familia era la encargada de la función educadora. En las iglesias la tarea de instruir era función de los sacristanes, y en los conventos de los religiosos. En el caso de las escuelas públicas tenían un costo para el pago del estipendio de los maestros seglares. Según las referencias documentales, es posible encontrar una escuela elemental en la ciudad Córdoba que data del siglo XVI, bajo la dirección del maestro Andrés Pajón. En 1623, a diez años de la fundación de la Universidad, la Compañía de Jesús creó una escuela elemental que funcionaba anexa a la misma. En el período previo a la independencia, y aún hasta muchos años después de que ésta se consumó, la visión sobre la educación3 no tiene grandes progresos. En particular la educación dispensada a las mujeres seguía siendo una formación adecuada para agradar y preservar su dependencia del hombre. Comprendía básicamente las primeras letras, el catecismo y algunos conocimientos de baile, música, pintura, piano o canto. La educación otorgada a las niñas y mujeres se justificaba bajo el argumento que contribuía a fortalecer su rol reproductivo. Una madre tenía que ser instruida para que educara bien a sus hijos.
En efecto, la situación cultural del conjunto de los habitantes como del resto de los territorios hispanoamericanos e incluso de la Metrópoli, distaba mucho de ser halagüeña. Ello no pasaría desapercibido al ojo sagaz del obispo fray José Antonio de San Alberto, quien a cargo de la función episcopal del Tucumán realizó un largo viaje de catorce meses recorriendo los territorios que integraban la diócesis. La impresión de ese recorrido se materializó en sus cartas pastorales dirigidas a la autoridad del Rey Carlos III. Tal como sostuvo, el compromiso de difundir la enseñanza del catecismo de Fleuri se hacía más dificultoso en estas tierras:

En España donde hay gentes que viven reducidas a pueblos y los pueblos gobernados por un Párroco y asistidos de algunos otros sacerdotes será tolerable la ignorancia de todo esto entre la gente común pero en la América, en el Perú, en esta Provincia del Tucumán, donde apenas hay pueblo formado, y donde la gente vive desparramadas en casas separadas y distantes de la del Cura y de la de los convecinos quatro, seis, diez y veinte leguas y que consecuencias lastimosas no pueden seguirse de la ignorancia en un punto tan capital y necesario para la salvación como es el Bautismo [...] La miseria, la escasez, la soledad, y la rusticidad con que se vive en ellos hace mirar como indiferentes como lícita como necesaria en medio de esa desnudez que se advierte en las personas grandes y de todo el cuerpo en los niños de ambos sexos [...] Por eso nada se cuidaría más en esas casas que la instrucción de niños y niñas en todas las leyes del recato, de la modestia y de la honestidad para que aprendiéndolas y practicándolas en la niñez la conserven inevitablemente toda la vida". (Archivo Arzobispado de Córdoba Legajo Nº 8 Colegio de Huérfanas. Libro de diligencias que se siguieron para la fundación del Colegio de Niñas nobles y huérfanas con el título de Sta. Theresa de Jesús. Año de 1793, f.21. En adelante: AAC).4

Según sus palabras, con la escuela pública se conseguiría desterrar la ignorancia. En ese tipo de escuelas las niñas serían instruidas en "las verdades de la religión, en las obligaciones del vasallaje, en los deberes de la sociedad, y en todo lo que el hombre debe a Dios, al Rey, a la Patria y a su Estado y a sí mismo" (AAC, Libro de diligencias..., f.92). Las niñas nobles podrían ser educadas para que tuvieran las condiciones propicias para luego proporcionar los auxilios a las personas más expuestas a la miseria. Entendía que esa era la mejor edad para desterrar "el desorden de las pasiones en el sexo mas (sic) expuesto a la seducción". Según estimaba, una niña noble que habían quedado sin sus padres,

Entre los muchos males, á que está expuesta [...] dos son los capitales, á que pueden reducirse todos los demás, la indigencia que aflige su cuerpo, y la ignorancia, que llena de tinieblas su espíritu. Pues, contra estos dos poderosos enemigos se erige, como un muro inexpugnable, ésta santa Casa de educación, que a beneficios de las huérfanas se aúnan la misericordia, y la verdad. (AAC, Libro de diligencias..., f.104)

Esas niñas que habían contado con los cuidados y esmeros de sus padres se veían expuestas al yugo de la escasez y la necesidad. Como decía, estaban desposeídas "por la tirania (sic) de un hermano desnaturalizado, de un Tutor iniquo (sic), o de una Albacea infiel, del justo patrimonio" (AAC, Libro de diligencias..., f.105). Para el religioso, estas niñas, débiles por su sexo, agravaban su debilidad por las necesidades a las que se veían expuestas. Con el objetivo de salvarlas promovía una casa de estudios con régimen de internado. En un extenso alegato el obispo dio cuenta de una opinión extendida entre la intelectualidad de la época. Fue una voz más que avaló el modelo de instrucción sustentada en el dogma religioso promoviendo la extensión de la alfabetización como una de las prácticas de ese moderno "arte de gobernar" (Foucault: 2007, pp. 43 a 69). Sus palabras estaban a tono con aquel movimiento que promovía una nueva forma de gestionar las políticas de Estado. Si por un lado se procuraba limitar la intervención en la vida de los individuos -inspirada en la escuela del liberalismo que promovía la ausencia de coerción-, por otro lado se buscaba gestionar una nueva forma de regulación del orden moral y social, la cual entendía que la instrucción era una cuestión pública y no una tarea privativa de la familia.5 Las palabras de Joseph de San Alberto fueron contundentes al respecto:

¡Quanto más felices serán en ésta parte las Niñas, que se educan en este Colegio, que aquellas que crecen al abrigo de sus Padres! Porque vosotros no ignoráis, Señores qual es la educación, se dá a las hijas en el mundo. ¿Quántas madres hay, que no tienen ocupación alguna séria, que enseñar á sus hijas? Criadas en la inacción y en la pereza son un modelo perfecto de la ociosidad para sus hijas. Estas, observan en ellas que después de un sueño prologado, hasta muy entrado el día, después de una mañana entera sacrificada al tocador, el resto del día lo emplean en visitas inútiles, en concurrencias peligrosas, en la ociosidad, en la vagatela. Y teniendo este ejemplo en el corazón de sus hijas la fuerza que es regular en nuestra miseria, ellas también solo aman el ocio, y la vanidad, ellas nada saben útil, nada aprenden, porque nada les enseñan. ¿Pero que he dicho? Yo me engaño, Señores, Las niñas en el mundo aprehenden mucho; sus Madres las instruyen. ¿Pero en que las instruyen? ¡Ah! En la vanidad; en el aprecio de sí mismas, en el arte de agradar al mundo; Deseosas, al parecer, (dice un sabio Prelado de la Francia) de que sus hijas comiencen á disfrutar los inciensos, que ven les escasean en el mundo á ellas, las instruyen en todos los mysterios de la inequidad, las adornan, como el paganismo a sus víctimas, [...] semejantes a aquellas Madres inhumanas, de que nos habla el Profeta, entran a sus hijas en todas las modas criminales, las presentan a todas las concurrencias peligrosas, para sacrificarlas a la vanidad, al mundo y al Demonio [...] No será así, Señores, en esta santa Casa. Ella cuidando en la christiana educación de sus hijas, las aplicará a una labor honesta, y moderada [...]. (AAC, Libro de diligencias..., f.140)

La organización, la disciplina y la instrucción en la Casa de Niñas Huérfanas Nobles

Finalmente, el prelado Carmelito consiguió plasmar su proyecto al fundar en la ciudad de Córdoba del Tucumán el 21 de abril de 1782 la Casa de Huérfanas Nobles o Colegio de Niñas, en el antiguo convictorio, el solar que había sido residencia de los estudiantes del Monserrat (una vez reacondicionado el Colegio Máximo de los ex -jesuitas).6 Se recibieron a una mayoría de niñas huérfanas y unas tres porcionistas. Había niñas de las seis ciudades de la provincia y las demás de Córdoba y su jurisdicción. La primera condición para recibirlas era que fueran huérfanas de padre y madre, que lo fueran de madre, de padre, o que aún teniendo a sus progenitores vivos, éstos no pudieran solventar sus cuidados y educación. La segunda condición, que fueran pobres y si no lo eran, que los parientes o tutores optaran por poner algunas en esa Casa para su mejor crianza, pagando los alimentos. Tercera, que fueran hijas de padres conocidos y honrados7, y solo se permitían seis u ocho niñas mulatas para el servicio de las demás niñas, a las cuales se sustentaba, criaba y educaba del mismo modo que a las niñas "decentes". Como última condición, se pautó que esas niñas no superaran los quince años de edad, ni tuvieran menos de cinco y que no presentaran un "enorme defecto natural, accidente habitual o contagioso" (AAC, Libro de diligencias..., f. 66). Debían presentar, siempre que fuera posible, una certificación del cura quien testificaba que reunían esos requisitos además de informar que estuvieran bautizadas y confirmadas. El régimen de funcionamiento concebía dos modalidades, internado y clase externa. Producida la Revolución de mayo se incorporaría una clase externa también para niñas pardas pero manteniéndose la separación de las de sangre española.
Con respecto al requisito de legitimidad que se exigía para el ingreso al internado, se puede reconocer que se lo asociaba a la sangre libre de mezclas (de allí la denominación de Casa de niñas nobles huérfanas). La limpieza de sangre era propia de un concepto de honor estamental en esta sociedad estratificada, basado fundamentalmente en la reputación de una persona en tanto miembro de un determinado grupo social o estamento más que en las virtudes individuales (Twinam 1988: 9-32; 1999; Büschges 1997:55-83; Socolow 1990; Fernández 1999: 9). Si bien la idea de una educación que comprendiese a las mujeres correspondía al horizonte ilustrado en la medida que promovía la igualdad jurídica de los individuos (Di Stéfano 2000: 146), al reducirse el proyecto de fundación del Colegio al sector social "noble" y excluyendo al elemento de sangre mezclada, se recaía en una concepción clasista de tinte tradicional (Ghirardi, Celton, Colantonio: 2008, p.148). Las constituciones o reglamentos fundacionales para la Casa de niñas del obispo fray José Antonio de San Alberto fueron firmadas y fechadas el 30 de abril de 1782, y aprobadas el 15 de marzo de 1785 por el rey previo examen del Consejo de Indias con algunas pequeñas variantes. Una de las características sobresaliente de las pautas de organización de la vida cotidiana y la enseñanza previstas en el internado constituía la observación de estrictas rutinas, comportamientos repetitivos, ceremoniales, de tinte ritual. Los reglamentos que regían la vida cotidiana en la clausura de la Casa de Córdoba guardan gran semejanza con los que regían en la de Buenos Aires (Gallo, 2002: 73), y fueron calcados de los correspondientes a instituciones españolas en los cuales, al menos en teoría, el rigor y la severidad constituían la tónica característica. (Foucault: 1997: 144-165).
Para ese primer colegio se designaron cuatro maestras laicas y cuatro beatas. La Rectora y Vice Rectora eran laicas, y según el reglamento, el Obispo debía nombrar para el cargo de Rectora a una mujer "cabal viuda o doncella, de edad, de prudencia, de valor, de gobierno y de mucha virtud y honestidad que pueda criar, enseñar y educar a las niñas no solo con las palabras sino también con el ejemplo" (AAC, Libro diligencias..., f. 67). A las niñas se las debía tratar con el amor de una verdadera madre y con aquella igualdad en todo lo que pide la verdadera caridad. Si tuvieran que corregir, reprender o castigar a alguna se debía siempre mezclar "la misericordia con la justicia y después de haber experimentado inútiles todos los medios del agrado y del apercibimiento, cuando hubiese alguna terca, escandalosa o incorregible avisará al Señor Obispo" (AAC, Libro diligencias..., f. 68). A la Maestra General le tocaría suplir las ausencias y enfermedades de la Rectora y debía asistir todos los días, mañana y tarde, a la clase o pieza destinada para la enseñanza y educación de las niñas de la ciudad. No podía recibir de ellas o de sus padres estipendio alguno ni regalo por su trabajo. Ella se debía ocupar de señalar a cada Maestra el número y calidad de niñas huérfanas que estarían a su cuidado, distribuir las labores, registrarlas todos los días, y dos veces al año examinar a las niñas junto con la Rectora y las Maestras para que, según su mérito, pasen las mínimas a las clases de menores y las medianas a la clase de mayores donde se formarían como Maestras. Las que eran nombradas para ejercer esa función, además de dar cuenta de una virtud probada y honestidad conocida, han de saber:

[...] leer, escribir, coser, hilar, bordar, hacer cacetas, botones, cordones, cofas, borlas, ponchos, alfombras, para que de este modo puedan enseñar a las niñas estas labores y juntamente todo lo perteneciente a piedad y cristiandad, lo que mal podrán enseñarles si ellas no lo saben o no lo practican" (AAC, Libro diligencias..., f. 77).

La Rectora, con aprobación del Prelado, debía nombrar para el torno o la Portería a "una de las Maestras o niña de la más edad, juicio, agrado, modestia y virtud, quien oirá y recibirá todos los recados, dándolos siempre y primero a la Rectora que a las particulares, aun cuando vengan dirigidos a ellas". No debía permitir que ninguna niña se acercara al torno, hablara por él y menos que entregara o recibiera papel o carta alguna. Jamás abriría la puerta, ni permitiría la entrada de ninguna persona, sin previa licencia y la asistencia de la Rectora y, en su defecto, sin la de la Vice-Rectora. Las mismas calidades que la Tornera debía tener la Sacristana, a cuyo cuidado estarían todas las alhajas, ornamentos y ropas pertenecientes a la Iglesia, administrando por el torno todo lo necesario para las Misas, esmerándose en la limpieza y aseo. Ella era la encargada de tocar la campana a la hora de la Misa, al toque del Ave María y la Confesión para que acudan con puntualidad.
En el Colegio habría una pieza destinada para enfermería, por lo cual se nombraría a una de las Maestras o "niña de fuerza, de inteligencia y de mucha caridad para que cuide y asista a las enfermas". También se estipulaba cómo deberían vestir las niñas. Al respecto se pautó que:

Todas las niñas han de vestir uniformemente tanto dentro como fuera del Colegio. Esto es, dentro del Colegio llevarán todas: zapato negro llano, media blanca del país, camisita de lienzo, enaguas de lo mismo, pollera de picote o bayeta de la tierra, ajustador de lo mismo, en invierno, y de algodón, en verano, pañuelo blanco al cuello con su cinta negra y su trenza al pelo. Si fueran de doce años le llevarán a más de esto su capotillo de color blanco a la manera que se usa en España; traje más honesto y más desembarazado para el trabajo de manos que no el rebozo, de que nunca usarán las niñas. Para fuera de la Casa, si saliesen alguna vez para su procesión, rogativa o entierro, usarán el vestido formal que ha de ser el Hábito de las Carmelitas, toca blanca, escapulario, en los días de fiesta para oír la Misa, para Comulgar, para acompañar al Señor por Viático, si se diese a alguna enferma, y para el entierro si muriese alguna (AAC, Libro diligencias..., f.71).

En cuanto a las dependencias, todas las niñas tendrían su dormitorio en una pieza, con sus camas separadas y cubiertas de modo que no pudieran verse unas a otras al acostarse o levantarse. Si no hubiese pieza capaz para todas, se pautaba, que durmieran seis u ocho en cada aposento, con una de las Maestras, sin permitir que duerman dos juntas. Solo si hubiera una niña muy pequeña se permitiría que duerma con alguna de las Maestras. Se hacía un particular señalamiento a la Rectora y la Maestras, que atendiendo al recato y la honestidad debían poner "un continuo cuidado y castigar severamente a la que tuviese el atrevimiento de acercarse o entrarse en la cama de otra, ni hablar palabra o hacer acción que sea menos casta y decente" (AAC, Libro de diligencias..., f. 69).
Para el dictado de las clases se contaría con una pieza general donde hubiera mesas, asientos correspondientes, tinteros, plumas y todo lo necesario para la enseñanza y labores de las niñas. El reglamento preveía una rutinaria tarea a cumplir atendiendo una rigurosa división del tiempo, acorde la linealidad configurada en el proceso de modernización. Las niñas debían levantarse a las cinco, en tiempo de verano, y a la seis, en el invierno. Luego de que cada una pronunciara en voz alta la lacónica frase "Alabada y bendecida sea la Santísima Trinidad..." debía comenzar a vestirse con mucho recato y puntualidad, en un cuarto de hora de tiempo. Inmediatamente se tañería la Campana y debían ir a la Capilla donde puestas de rodillas y en dos coros rezarían la Corona dolorosa de Nuestra Señora con la Letanía, después leerían un punto de la Vida, Pasión o Muerte de Cristo, para lo cual se debía emplear un cuarto de hora. El ejercicio debía cerrar con un Padre Nuestro y un Ave María que rezarían por "la salud y vida del Rey nuestro señor y otro por el Prelado". De la Capilla volverían todas al dormitorio a componer y levantar las camas, a lavarse y a peinarse, para lo que ayudarían las grandes a las muy niñas. Luego del desayuno debían ir a Misa. Concluida la Misa, comenzaban las clases. Se tañería la campana para la clase, a las siete en verano, y a las ocho en invierno. Con la Maestra y su compañera, debían de rodillas, repetir la Letanía de Nuestra Señora para comenzar la tarea que duraría hasta las diez en verano, y en inviernos hasta las once. El tiempo de clase se dedicaría para enseñar a leer, escribir y la práctica de las labores de mano dejando, la última media hora de la mañana y de la tarde, para cantar a coros el Catecismo. Cuando fuera oportuno, la Maestra durante la labor aprovecharía para dictar la lección espiritual buscando enseñar

el amor y la fidelidad que deben a su Rey, el respeto y la obediencia con que deben tratar a sus padres, la caridad con que deben mirar a sus prójimos, la devoción con la que han de estar en el Templo, oír la Misa y rezar el Rosario, la preparación con la que han de recibir los Santos Evangelios, el horror que han de tener al pecado" (AAC, Libro de diligencias..., f.56)

Desde las once hasta las doce tendrían descanso, salvo que la Rectora las ocupase en las cosas del Colegio. A esa hora recibirían el Refitorio a cuya entrada acudirán todas con puntualidad llevando cada una su servilleta, cuchara y tenedor hasta que llegue la Rectora, y entrando en dos coros, debían comer con aseo, limpieza y silencio y atención a la lectura espiritual. Dos niñas señaladas por semanas, serían las encargadas de servir a las demás en la mesa, y ellas comerán a la segunda con la Lectora. Luego debían ayudar a la refitolera a la composición del Refitorio y a las cocineras al fregado y limpieza de los muebles pertenecientes a la oficina. Recién allí tendrían recreación y descanso hasta la dos, en invierno, y hasta las tres, en verano. Claro que esto preveía (si la Rectora no disponía otra cosa) que pudieran visitar a las enfermas, coser, componer y remendar sus propias ropas. Las Maestras nunca debían perderlas de vista en estas horas de recreación "no permitiéndoles juego, ni acciones que sean menos decentes y modestas".
A las tres de la tarde y hasta la cinco y media en verano, y en invierno de las dos hasta las cuatro y media se reiteraría el mismo ejercicio de la mañana, pero añadiendo el rezo del Santo Rosario después de haber cantado el Catecismo. Cuando la Maestra advertía que las niñas sabían y entendían el Catecismo común, las haría aprender el de Fleuri. Luego de rezar el Rosario y besado la mano de la Maestra culminaría la clase. A las ocho debía ser la cena donde se reiteraba lo mismo que en la comida y acabada ésta se irían todas a la Capilla, donde después de visitar los Altares y un breve examen de conciencia, hecha la señal por la Rectora, le besarían la mano y se irían a sus dormitorios de modo que a las nueves o nueve y cuarto estuvieran todas en sus camas, pasando la Rectora para echar agua bendita por todos los dormitorios. A partir de esa hora, se debía guardar la mayor quietud y silencio. La Rectora, como tarea final y junto con una de las Maestras, debía vigilar que todas las puertas de la Casa estuvieran cerradas.
Aquella estricta reglamentación también pautó los días en los que debían confesarse y comulgar las niñas, así como las diligencias que debían realizarse a los efectos del "entierro y sufragio de las niñas que murieren en la Casa". Una vez al año8 se permitiría salir a las niñas al "campo o vacaciones", en tandas y acompañadas por la rectora y varias maestras que no debían perderlas nunca de vista (AAC. Libro de diligencias..., f. 67, 67 vto.). La drástica separación del "adentro" respecto del "afuera" tenía un solo propósito protegerlas del "peligro de la calle". Seguramente, aquella estricta disciplina era entendida como un recurso funcional para facilitar el aprendizaje, tal como sostiene Pilar Gonzalbo Aizpuru (1999: 48). Al mismo tiempo, esa ordenada vida cotidiana perseguía una modelación y una atemperación del carácter. Ese cumplimiento a lo prescripto suponía el respeto y la obediencia a la autoridad. La observancia de la regla no buscaba más que un comportamiento que llevara a aceptar sin resistencias el lugar que tenían en tanto niñas. En esa concepción de una instrucción sobre la base de la práctica de la clausura se inspiraba en el modelo de unanimidad cristiana. Devotas de María, había que preservarlas como mujeres, vírgenes y esposas. Eran tiempos en los que aún por estas tierras estaba vigente esa forma de aislamiento. Habría que esperar a los tiempos de la revolución y la construcción del nuevo orden republicano cuando aquella vida de los monasterios femeninos fue colocada en una suerte de invisibilidad producto de un discurso secular que fue forjando una idea de mujer que debía asumir su plena condición de "madre". La construcción de la nueva legitimidad republicana promovió la secularización y con ello, ese pasaje de "esposas místicas a madres sociales" (Serrano: 2009, 532).
El reglamento no menciona si en caso de desobediencia o de incumplimiento de las reglas se sometía a las niñas a ese repertorio de métodos correctivos bajo la forma de castigos corporales (azotes, el uso de la palmeta, el sombrero de burro, del targallo al cuello, el cepo, el permanecer de rodillas, y el uso del saco para mantener colgado el cuerpo); sin embargo, sí se preveían para el caso de los Colegios de niños que nunca se abrieron -aclarando que éstos debían administrarse con misericordia y como último recurso-. En las niñas, en cambio, si bien se indicaba que debía corregírselas, reprenderlas o castigarlas, según el caso, no se explicitaba en forma manifiesta en qué debían consistir las modalidades de castigo. Es muy posible que en la práctica se aplicasen medidas semejantes a las del otro sexo, excepto quizás los azotes, en virtud de lo que se consideraba la debilidad de su sexo. Las personas indicadas como ejecutoras de las penas en los varones eran el rector o maestros, en las niñas sólo la madre rectora. Entre los comportamientos mandados castigar con severidad se mencionaba el incorrecto comportamiento en los dormitorios consistente en acercarse, o introducirse en la cama de otra alumna, hablar o cometer acciones contra la castidad y decencia. El obispo era considerado la última instancia disciplinaria en casos de "niñas tercas, escandalosas o incorregibles".
La práctica discursiva sobre el castigo indicaba mucho más que una forma de sanción en caso de desobediencia. Respondía a una concepción del cuerpo como la cárcel del pecado, más allá que desde el siglo XVII se fue dando una mutación producto del advenimiento del individualismo y del corrimiento de los umbrales de sensibilidad. Pero también, su atenta formulación da cuenta de un quiebre de la norma y la desobediencia más frecuente de lo deseado. De hecho, uno de los primeros problemas que debió enfrentar San Alberto en su proyecto de enseñanza lo plantearon las maestras laicas. Esa mano de obra femenina se mostró poco dispuesta a someterse a una vida de abnegación y servicio dedicado a la enseñanza, por el aislamiento que implicaba la vida colegial. La experiencia original con señoras laicas lo desanimó. El prelado concibió inicialmente que fueran maestras laicas quienes impartieran la enseñanza a las alumnas, viéndose impelido luego a reemplazarlas estableciendo un beaterio que proveyese personal para la instrucción. Ello se originaba, según explicaría el obispo al rey, en la dificultad de hallar en la ciudad de Córdoba señoras que quisiesen dedicarse al oficio de maestras, al cual, siempre según testimonio del obispo, rechazaban por su "bajeza". El fundador relataba las pretensiones de esas mujeres de entrar y salir del establecimiento a su antojo, ingresar abundantes criadas para que les sirvieran, y pretender dar órdenes cada una, al resto. Tal situación le decidiría a despedirlas reemplazándolas por beatas, quienes, formulando votos privados para asistir a las niñas, vivieran en la comunidad, respetando las reglas de convivencia. Es así que, en una carta que dirigió al Rey Carlos III, le solicitó se reconsiderara la admisión de beatas en el Colegio de Niñas Huérfanas. Allí se advierte el tenor de su denuncia contra las maestras mujeres seculares que supuestamente no se sujetaban a la disciplina. Según aducía,

[...] con ellas habría empezado a reinar la vanidad y la envidia, queriendo mandar y ser Rectoras, sin querer sujetarse ninguna a lo que era y menos al retiro y arreglo de horas y ejercicios que prescriben las Constituciones y que tan necesario es en sus casas: de salir, entrar y conversar con gentes de ambos sexos, con tanto peligro suyo como perjuicio de las niñas. Cada una quería tener criada para su particular fin y servicio, y que, a más de darle de comer y de vestir a ésta y a ella, se les diese un mensual de ocho o diez pesos. Si el Obispo las quería contener, luego se mudaban y volvían a sus casas. (Fray José de Antonio de San Alberto, Obispo de Tucumán, Córdoba 30 de abril de 1782: Carta de Fray [...] al Rey Carlos III solicitando reconsiderar la no admisión de las Beatas en la Casa de Huérfanas).

Frente a esa situación, y con el acuerdo del Gobernador, se decidió que aquellas mujeres fueran reemplazadas por las niñas "más selectas y hábiles criadas en el Colegio" porque estaban "enseñadas a obedecer, saben mandar, [...] sujetas de algún modo al Prelado lo oyen, lo aman, lo temen, lo respetan y obedecen su voz en la de la Rectora". No eran religiosas, pero "con hábito del Carmen, hacen sus votos simples al arbitrio del Prelado y se obligan a la enseñanza de las niñas". Más allá de situaciones conflictivas y confusas que se han podido registrar en esta institución como en otras, estas situaciones permiten formular una reflexión. Esas mujeres y niñas a las que se esperaba modelar de acuerdo a los patrones y conductas del paradigma de la cultura patriarcal de tiempos de la Colonia, no fueron pasivas. De hecho, esa voluntad de educarlas rebela la preocupación por lo que esas mujeres y jovencitas pudieran hacer. Se mostraron díscolas, rebeldes y con sus propias respuestas a esa voluntad de disciplinarlas. Algunas de ellas mostraron que no eran sumisas dejando, a través de las denuncias masculinas, indicios de su capacidad de agencia más allá de esa doble condición de subalternidad que se les reservó, en tanto niñas y pobres huérfanas.
En cuanto al tipo de enseñanza estaba previsto en el reglamento que se les enseñara a leer y escribir, coser, hilar, bordar, hacer calcetas, gotones, cordones, cofias, borlas, ponchos, alfombras, y todo lo concerniente a la piedad y cristiandad. A diferencia de los varones, en el proyecto fundacional no se les enseñaba a contar. También se las instruía en tareas de colaboración en la cocina, amasijo y planchado. En el marco del paradigma de aquella sociedad, estaba dispuesto que las niñas recogidas, en evidente subordinación de género y clase y en aparente acto de caridad, se ocupasen de la limpieza y costura de la ropa interior de los varones huérfanos, quienes debían mudarlas una vez por semana. Nada se especifica si esa labor también les correspondía a las educandas porcionistas, las más ricas, que estaban en condiciones de pagar una cuota para su manutención (AAC. Libro de diligencias..., f. 71, 71 vto.). Esa diferencia de instrucción, en función del género, estaba claramente definida en las disposiciones a la hora de enseñar a los unos y a las otras. El obispo San Alberto estableció que la instrucción de los niños se orientase sólo en leer, escribir y contar, así como en todo lo vinculado a religión, cristiandad y piedad (AAC Libro de diligencias..., f. 68 y 68 vto.). Esa formación intelectual más completa consistía en deletreo, latinidad, gramática y enseñanza de la filosofía a cuyas clases los niños debían asistir fuera de la casa, con lo cual eso aliviaba la clausura. Eran responsabilidades del rector, del gobernador y del obispo proveer a los educandos los medios para que pudieran continuar estudiando. En caso de niños que no tuviesen aptitudes para las letras, se los orientaba al comercio, se preveía su ingreso como aprendices al servicio de un mercader de la ciudad o provincia (AAC Libro de diligencias..., f. 69).

A modo de cierre

La sociedad patriarcal consideró a las mujeres como inferiores, incapaces, menores perpetuas y por ende, sometidas a la tutela masculina. La idea que encarnaban indignidad, debilidad física, lascivia y maldad fue construida por teólogos y moralistas y fundamentada por los textos bíblicos (Le Goff, 2005). Esa "naturaleza femenina" debía ser objeto de control, más si se trataba de niñas huérfanas expuestas al riesgo de su debilidad de carácter y espíritu. Para protegerlas, o incluso encausarlas, se diseñó un modelo de instrucción pública inspirada en esa variante ilustrada que promovieron los religiosos católicos. Esa educación pareció, incluso, más que oportuna para aquellas niñas cuyas familias -en particular sus madres- no estaban preparadas para el ejercicio de tan delicada tarea. La disposición a la rebeldía y a la vanidad exigía que se modelara su carácter. Desde ese lugar, la instrucción devino en una preocupación pública para el Estado Colonial y la Iglesia católica.
La voz y la acción de un religioso, el Obispo San Alberto de Córdoba, dejó registro de esa iniciativa. La fundación de la Casa de niñas nobles huérfanas de Córdoba a finales del siglo XVIII respondió a los ideales de la caridad cristiana y al nuevo impulso de acometer la instrucción como una tarea pública en la que debían actuar en conjunto la Monarquía y la Iglesia. La institución, concebida con un criterio clasista propio de la época, abrió sus puertas a las huérfanas y necesitadas para acogerlas como interna. Según se reglamentó, debían tener limpieza de sangre acorde al concepto de honor imperante. También fueron admitidas como internas algunas niñas que no cumplían esos requisitos, entre ellas, aquellas previstas por las propias constituciones fundacionales que permitían el ingreso de un cierto número de niñas pertenecientes a estratos populares "para el servicio de las demás" aunque, recibiendo teóricamente la misma educación que las del estrato noble. Si bien el proyecto del prelado preveía la instrucción de niñas y niños, el Colegio de varones no pudo crearse. Sin embargo, a partir de los reglamentos que ideó se advierte la evidente impronta de género que pauta en esa formación. Asimismo, la diferencia también se sugiere en cuanto al grado de aislamiento de unos y otras. Aún a fines del siglo XVIII, ese ideal de clausura que imperaba en los monasterios femeninos circulaba en las tierras del Virreinato. En ese sentido, las Casa de niñas huérfanas se inspiró en ese tipo de prácticas con el objeto de protegerlas de su propia debilidad. Es factible detectar esa transición entre unas modernas ideas ilustradas que promovían la instrucción pública de las niñas -a las que la Iglesia adhiere en sus términos- y una concepción de la mujer que se afinca en la tradición religiosa de clausura para preservarlas del exterior y aquella moderna tradición republicana que necesitó también preservarlas en el espacio privado pero, en este caso, para formarlas como madres y esposas de ciudadanos. Esta nueva condición habilitaría al feminismo en las primeras décadas del siglo XX en su reclamo en favor de los derechos de la mujer, bajo la fórmula del maternalismo político (Nari: 2004).
Por lo demás, aquí nos ha ocupado una primera aproximación a esta Casa de estudios de los tiempos coloniales. Solo basta mencionar que siguió funcionando a lo largo del siglo XIX y que, con el correr del tiempo, su asistencialismo se fue resignificando de acuerdo a los nuevos sentidos que adquirió de la pobreza y la marginalidad. Nuevas funciones para una institución que se acopló a los tiempos modernos y a la presencia de un Estado que en su proceso secularizador fue cooptando la práctica de la asistencia y de la educación. Sin embargo, esa estatalidad aún limitada en su alcance convocó a este tipo de instituciones para atender lo que sería la emergencia de la llamada "cuestión social". (De Paz Trueba, 2009; Lionetti, 2009)

Notas

1 Cabe señalar que una figura que fue crítica de los límites que los referentes de las luces y la propia revolución había fijado para las mujeres fue Mary Wollstonecraft. En su manifiesto de 1792 la escritora reclamó por la no inclusión de las mujeres en la declaración de derechos de los revolucionarios franceses. La primera referente del movimiento feminista, sostuvo que las mujeres no son por naturaleza inferiores a los hombres sino que, parecen serlo porque no reciben la misma educación (con lo que alude directamente a Rousseau). De ahí que ella propone que es fundamental impulsar la educación para ellas, pero la educación que imagina, es diferente a la que Rousseau ha pensado para Sofía; es decir, la educación que reciban las mujeres no deberá desarrollarse pensando en reforzar la dependencia del hombre.

2 La Hermandad de San Casiano en un principio se limitaba a maestros de Madrid y era una mezcla de una cofradía y gremio que en realidad tenía como objetivo fundamental la defensa de sus intereses. Se fundó en 1642, con el permiso de Felipe IV, y duró hasta 1780, fecha en que Carlos III la sustituyó por el Colegio Académico del noble arte de primeras letras.

3 En 1821 se acepta aplicar el Reglamento General de Instrucción Pública que expidieran las Cortes de España siempre y cuando no se opusiera a la nueva autonomía; en 1833 Valentín Gómez Farías implanta la primera reforma educativa de cuño nacional, que entre otras cosas, considera el establecimiento de una normal para maestras. (Almada, 1967).

4 Cabe consignar que esas cartas del obispo se publicaron. Pueden consultarse impresa como: Carta pastoral, Voces del pastor por su nuevo colegio de niñas nobles huérfanas. Real Imprenta de los niños expósitos. Joseph Antonio de San Alberto Año de 1793.

5 Ese desplazamiento de la función educadora de la familia hacia lo público fue acompañada por una progresiva secularización de la educación y el concomitante proceso de laicización -nunca lineal- que, en el caso de la Argentina, alcanzó un punto de inflexión en 1884 con la sanción de la Ley 1420 de educación obligatoria, gratuita y laica.

6 Cabe consignar que los Colegios de niños no fueron abiertos y el obispo solo vio concretarse su proyecto de instruir a las niñas huérfanas nobles.

7 Se sumaban así las niñas de origen acomodado de tal modo que, ya desde su concepción, una institución que debería servir para socorrer huérfanas y necesitadas exclusivamente, se preveía también como espacio de recogimiento de niñas pertenecientes a sectores de españoles acomodados. Esa era un modo de contar con fondos propios y también de formar a esas niñas en los parámetros morales formulados por la Iglesia.

8 Para los niños la clausura era menos rígida, ya que los jueves y días festivos podían salir con sus superiores. Por otra parte, diariamente dos niños salían para ir a la catedral a ayudar en las misas. Igualmente, los estudiantes de gramática aparentemente también salían a tomar la clase al exterior, acompañados de un pasante.

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Fuentes documentales primarias inéditas

1. Archivo del Arzobispado de Córdoba (AAC). Legajo Nº 8 Colegio de Huérfanas Libro de diligencias que se siguieron para la fundación del colegio de Niñas nobles y huérfanas con el título de Sta. Theresa de Jesús.

2. AAC Constituciones del Colegio de Huérfanas.

Recibido el 30 de junio de 2013
Aceptado el 11 de junio de 2014

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