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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.29 Mar del Plata June 2015

 

PRESENTACIÓN DEL ESCRITOR ARGENTINO MARTÍN KOHAN

El desamor

 

Martín Kohan*

*Martín Kohan nació en la ciudad de Buenos Aires en enero de 1967. Es profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. También ha ejercido la docencia en la Escuela Secundaria. Su primera novela fue La pérdida de Laura (1993), después dos libros de cuentos, Muero contento (1994) y Una pena extraordinaria (1998), y ocho novelas: El informe (1997), Los cautivos (2000); Dos veces junio (2002); Segundos afuera (2005); Museo de la Revolución (2006); Ciencias morales (2007) –con la que obtiene el Premio Herralde de Novela–; Cuentas pendientes (2010) y Bahía Blanca (2012). Asimismo Kohan ganó el Konex-Diploma al Mérito como uno de los cinco mejores novelistas del período 2008-2010. También tiene publicados cuatro libros de ensayos: Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón, cuerpo y política (1998); Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (2004) en colaboración con Paola Cortés Rocca; Narrar a San Martín (2005), fruto de su tesis doctoral; y El país en guerra (2014). Sus obras se traducen y se publican en prestigiosas editoriales de España, Italia, Reino Unido, Francia y Alemania (Trotta, Mondadori, Einaudi, Serpent's Tail, Seuil, Suhrkamp).

Me apasionan (es decir, me angustian) esas historias en las que un amor se logra, se consuma, se consolida; y sin embargo, en un momento dado, es preciso renunciar a él. No hay ningún fracaso de amor, no hay desencuentro ni hay una correspondencia fallida; el amor existe y es mutuo y es dichoso. No obstante, por algún motivo, hace falta desistir.

¿Algo así como Romeo y Julieta? ¿Algo así como Camila O'Gormann? Me atrevo a decir que no. No pienso en esos amores que, foreciendo, se frustran en razón de un impedimento que al fin de cuentas es puramente exterior; ya se trate de un impedimento que se llama Montesco, de uno que se llama Capuleto o de uno que se llama Juan Manuel de Rosas. En casos así, el amor por sí solo se sostiene; si tambalea o si sucumbe, es tan sólo por factores exógenos. Los amantes no padecen, ni cada uno de ellos en su propia alma, ni ambos en esa alma fundida que entre los dos componen, ninguna contradicción, ningún vacilar, ningún desgarramiento: lo que viene a aniquilar su amor y, con eso, a ellos mismos, les viene enteramente desde afuera. Es por completo una imposición.

Yo pienso en ciertos casos distintos, sin venenos ni fusilamientos: esos casos en los que el amor debe concluir, como renuncia asumida, por determinación de alguno de los enamorados o de los dos, que no dejan de sentirse enamorados, no dejan de atesorar una pasión que no ofrece ni atisbos de decaimiento, y sin embargo tienen que sacrificarse y despedirse. Y esa decisión fatalmente los corroe, porque nace, aunque indeseada, desde ellos mismos. Sufren por eso dos veces: una vez, por la pérdida en sí; la otra, por tener que resolverla ellos mismos.

Tengo un ejemplo, es "Por amor", la canción que Roberto Carlos prodigó en los años '70. En ella, un enamorado doliente parece tener a mano una circunstancia particular, que es la utopía incesante de todo abandonado: la utopía de que la amada regrese, que se arrepienta del abandono y quiera volver (comparemos esta esperanza con la versión frustrada de la utopía, cantada por Carlos Gardel en el tango "Soledad": "En la doliente sombra de mi cuarto he de esperar /sus pasos que quizás no volverán. / A veces me parece que ellos detienen su andar, sin atreverse luego a entrar. / Pero no hay nadie, y ella no viene / es un fantasma que crea mi ilusión"). "Por amor" empieza así (cito la versión castellana): "Yo escuché / decir que tu hablas de ayer / que estás pensando en volver a mí". La esperanza es precisa, pero indirecta; el enamorado la recibe no sin mediaciones: las cosas que se dicen, una cosa que escuchó.

Como sea, he ahí la esperanza cierta: "estás pensando en volver a mí". No es un hecho concluido, hay un gerundio, y también el abismo que a veces separa el pensar y el hacer. El que escucha, el que escuchó, no puede sino ilusionarse, porque sigue enamorado y desea ese retorno. Y sin embargo, aduce: "Tan sólo tú bien sabes cuánto yo te di /mas, si no es por amor / olvídate de mí". Este amor, incondicional en principio, admite empero esa condición: que la amada vuelva "por amor". Y si no, cosa inaudita, el enamorado pide ser olvidado: prescinde de lo que más quiere, se desprende de quien ama.

El cuadro es desgarrador, dicho esto en un sentido literal: dos fuerzas muy poderosas tiran en sentidos opuestos. Aun así, sin embargo, el amor, como tal, queda a salvo; porque lo único que se antepone al amor (el del amante) es otro amor (el de la amada). La soberanía amorosa no está puesta en cuestión, pese a todo, porque no hay nada por encima de él. Es distinto lo que ocurre cuando el sacrificio del amor o la renuncia al amor se imponen en razón de una causa superior (y entonces el amor, que es por definición la fuerza superior, debe ceder ante esa otra fuerza que resulta ser superior a él). No pocos tangos, no pocos boleros, presentan esta situación tan mortificante y tan paradójica.

"Nosotros", por ejemplo, de Pedro Junco, condensa esta tragedia con especial nitidez: "Nosotros / que nos queremos tanto / debemos separarnos / no me preguntes más". Aquí está todo: el amor que persiste en un quererse que no cede, la separación que se impone como un deber que emana del propio enamorado, la causa insondable o indecible, que no puede preguntarse porque no puede responderse. Un amor que une, un deber que separa, y un enigma que no se develará. De hecho este bolero termina diciendo: "te juro que te adoro / y en nombre de este amor y por tu bien / te digo adiós": la verdad (del juramento), el deber (de hacer el bien) y el amor (en cuyo nombre se habla) podrían unirse; pero no (y ahí está el enigma): la suma desemboca en un adiós, en vez de en el estar juntos del "nosotros".

Un tango como "Gricel", de Mariano Mores y José María Contursi, presenta inicialmente una situación semejante, aunque lo hace por la negativa: "No debí pensar jamás / en lograr tu corazón / y sin embargo te busqué […] / sin importarme que eras buena". Está el deber y está lo bueno, pero desestimados; el enamorado logra un amor al que, sin embargo, debería renunciar y no renuncia. La historia entonces termina mal, por supuesto, y la transgresión del deber ser se paga ("porque sus culpas ya pagó / quien te hizo tanto daño"). El amor que no sabe deshacerse, aunque deshacerse suponga sufrir, deriva igualmente en sufrimiento; al no acatar el mandato de renunciar a sí mismo, por un motivo superior que, otra vez, no se explicita, acaba provocando un daño (daño a la buena, daño a lo bueno) y con ello una culpa que no se puede sino pagar.

En el tango "Confesión", en cambio, de Enrique Santos Discépolo, el que debe renunciar sí renuncia; no corrompe lo que es bueno, al contrario, lo salva. En aras de esa salvación ("nada más que por salvarte") el enamorado admite el sufrimiento de perder a propósito el amor de aquella a la que ama ("Fue a conciencia pura que perdí tu amor"). Ese sufrimiento ("me arrincono pa'llorarte") no se parece a nada: ni al del amor perdido, ni al del amor que se acaba, ni al del amor sin reciprocidad. Es otra cosa; es un amor que se tiene y que se siente y que, no obstante, el propio enamorado destruye, convirtiéndolo en su opuesto, en procura de lo bueno: "para salvarte / sólo supe hacerme odiar".

Y este deber, ¿a qué se debe? "Confesión" no lo dice del todo. Sin llegar al velo de negación de "Nosotros", "no me preguntes más", tampoco abunda en justificaciones: "fui un fracasado / y en mi caída / busqué dejarte a un lado", expresa, sin entrar a detallar en qué consiste ese fracaso, en qué cayó y por qué motivos. Dice estrictamente lo necesario: que salvó a la amada, por amor, dejándola a un lado, y que él mismo (su fracaso, su caída) era aquello de lo que debía salvarla. Suprema contradicción: porque ama se hace odiar; efecto de esa contradicción previa: es el salvador y es eso de lo que hay que salvarse. Por eso en "Confesión", al igual que en "Nosotros", la liquidación del amor es el acto de amor por excelencia: desprenderse del amor, por puro amor; llevar al amor hasta ese punto inconcebible en que, en razón de sí, tiene que poder autodisolverse.

En "Nosotros", ese desenlace se pacta: es la marca del pronombre del título (unirse para darse un final; al revés de lo que sucede en "Gricel", donde la búsqueda del amor como sea conduce a un fatal desencuentro). La torsión de "Confesión" es más compleja, y es más terrible, porque involucra, para la salvación, un sacrificio, que no es sólo el sacrificio del propio amor, sino también, y sobre todo, sacrificio del enamorado. Porque en este caso la amada ignora lo que ha estado pasando ("si supieras bien / qué generoso / fue que pagase así / tu gran amor"): no es ya que no pregunta, es que ni siquiera sabe que existe algo que podría preguntar. La "conciencia pura" del que ama, y que justamente porque ama se dedica a hacerse odiar, es la cara opuesta del total desconocimiento de su amada, que, en efecto, pasa a aborrecerlo, sin sospechar que todo eso fue premeditado y que lo fue por un motivo que ella desconoce.

Este amante la abandona haciéndose abandonar por ella, ¿no es el colmo de la caballerosidad? La salva de sí, es decir de su caída, haciéndose detestar: convirtiéndose en algo peor de lo que realmente es. La conversión del amor en odio, forma extrema de la preservación del amor al precio de deshacer el amor, sacrificio y salvación del amor desde un deber, no se canta ya en primera persona del plural (la de "Nosotros"), sino en una segunda del singular que es pura impotencia (en "Confesión" como en "Gricel"): cantarle a la amada, que en verdad no escucha ni se entera, para que escuche y se entere un tercero, un tercero real, que es el que está oyendo el tango. El sacrificio en los hechos, hacerse odiar por puro amor, se prolonga como sacrificio en el discurso: decirle toda la verdad, pero que siga, sin embargo, sin enterarse de nada.

"Me mordí pa' no llamarte": es lo que dice en "Confesión" el enamorado, en el instante en que, después de un año, ve pasar a la amada sin que ella lo vea (así como no lo escucha, no lo ve). En la boca del que canta se define el doble impulso de estos amores en tensión consigo mismos: impulso de llamarla, refejo de morderse para no llamarla. Negarse es una forma de afirmarse, la única forma posible para estas historias tan desoladas. El amor no encuentra un obstáculo: lo produce. Si lo encuentra es porque lo produce. Y lo produce porque, para su bien, sólo podría existir impidiéndose; dejando de existir (escena de abandono) es como existe (sentimiento irrevocable, definitivo, insobornable, intransigente).

La primera persona del plural, promesa de unión, reaparece en los títulos respectivos de un bolero y un tango, que conjugan así un mismo verbo, el verbo ser, sólo que en tiempos distintos: "Somos", bolero de Mario Clavel, en presente; "Fuimos", tango de Daumes y Homero Manzi, en pretérito indefinido. Los dos vuelven sobre ese mismo drama, el de soltar lo que tanto se quiere, el de resignar amorosamente lo que se ama. Tal vez habría que llamarle sólo a esto desamor: no a la falta de amor ni tampoco a su desgaste o deterioro, y mucho menos a cualquiera de sus contrarios (sin ir más lejos, el odio). Tal vez habría que llamarle desamor a este modo del amor de decirse y desdecirse, de plasmarse y desintegrarse (o plasmarse en su desintegración), de afanzarse y disolverse (o afanzarse en la disolución).

De ahí la escena que se narra en "Somos": la de los dos amantes que se unen, más que nunca, al despedirse. Porque se trata de una despedida, en efecto, expresamente, y por ende de un final, que empero no se produce en el final o en el agotamiento del amor, sino en su más plena culminación: "Después que nos besamos / con el alma y con la vida / te fuiste por la noche / de aquella despedida". Se quieren tanto y deben separarse: no hay que preguntar más. Están unidos, eso está claro: "somos dos seres en uno / que amando se mueren"; "dos hojas que el viento / juntó en el otoño"; "somos dos gotas de llanto / en una canción". Dos en uno, queda dicho, definición concentrada del amor. Pero en esa unión, en pleno nosotros, habita a la vez lo imposible: "somos un sueño imposible / que busca la noche"; "nuestra quimera / doliente y querida". De nuevo está lo que se oculta, pero no ahora de un amante al otro, como en el bolero "Nosotros" o en el tango "Confesión", sino entre los dos y hacia los demás, y que no es sino el propio amor: "para ocultar en el pecho / lo mucho que quieren" (secreto que en el cantar se declara, ¿para develarse? Presumo que no. Más bien para reforzar un efecto de intimidad. Los enamorados hablan entre ellos, nadie escucha, nadie se entera. Es eso que el propio bolero llama: "la confdencia triste / de nuestro amor": confdencia que solloza "mi pecho", ahí mismo donde el amor se oculta).

La primera persona del plural de desliza, como acaba de verse, a una tercera: "amando se mueren", acaso porque la separación no es muerte sino del "nosotros" ("pero qué importa la vida / con esta separación"). Y en tanto que separación, se consuma en la propia letra, al escindir dolorosamente un "yo" y un "tú": "Y yo sentí que al irte / mi pecho sollozaba" (sollozaba, sí, pero ¿qué? "Nuestro amor"). Este "irte" no es menos terrible que aquel "irme" que quedaba implícito en el adiós de "Te digo adiós" de "Nosotros". Pero tal vez no sea tan terrible, porque tal vez nada sea tan terrible en todo esto, como el "Vete" que se repite en "Fuimos". El amor que se realiza tan sólo en la renuncia de sí encuentra ahí una versión que no precisa enunciar la contradicción y el desgarramiento, porque a decir verdad los realiza.

Un "Vete" así de descorazonador tal vez suene así solamente en "Vete de mí", de Homero y Virgilio Expósito. En "Fuimos" se reitera hasta asumir el carácter de una insistencia desesperada; porque "vete", por supuesto, se le dice a quien el enamorado bien quisiera que se quede. "Vete": escándalo lógico del discurso amoroso: vete porque te quiero. Rara manera de retener, la única que estos amores en desamor hacen posible.

Antes que "Vete", este tango reitera: "Fuimos". El pasado del tiempo verbal señala una pérdida que, en "Somos", sobreviene tan sólo después. En ese pasado, sin embargo, la fatalidad de lo imposible quedaba dolorosamente inscripta en una secuencia de negaciones e imposibilidades: "Fuimos la esperanza que no llega, que no alcanza"; "rosa marchitada por la nube que no llueve"; "la noche de un camino sin salidas". "Fuimos" condensa así, con una amargura que no se permite ni el lujo de la nostalgia, la pérdida de lo ya sido con la imposibilidad de ser.

"Vete" es su corolario. Lo dice el que ama, y precisamente en razón de que ama. La comprensión que pide ("¿No comprendes que te estoy amando?") no responde a otra cosa que a eso: a superar la contradicción aparente, para poder entender así que el gesto de apartamiento de la amada y la necesidad vital de retenerla son en verdad una sola y misma cosa. Paradoja: "Vete" y "¿No comprendes que te estoy llamando?". Llamado y despedida se fusionan, no se suceden; no vienen uno después del otro, como podría pasar en cualquier historia de amor (en un sentido o en otro: llamar / desencantarse / despedirse; despedirse / arrepentirse / llamar), sino en una descalabrada simultaneidad, que es la cifra del desamor consumado.

Por supuesto que no falta, porque no puede faltar, la clave de la salvación: "¿No comprendes que te estoy salvando?". "Vete" significa eso: yo te salvo, y en el fondo es "vete de mí", porque es yo te salvo de mí. De ahí que precise resolverse, no en la mera decisión de irse, sino en tortuosas estrategias que hacen falta para lograr que el otro se vaya: "hacerme odiar", "te fuiste", "vete". Ese devastador afán de abolir un amor, pero como acto de amor, culmina en "Fuimos" con esta enumeración vertiginosa: "No me sigas, ni me llames, ni me beses / ni me llores ni me quieras más". Imploración en serie que dramatiza, en segunda persona y por la negativa, la vigencia de un amor que al tener que desaparecer recrudece.

"No me quieras más": en la desmesura de un pedido semejante se deja ver, a un mismo tiempo, que la amada no dejará de querer, aunque se lo pidan, y el enamorado no ha dejado de quererla, y es por eso que se lo pide. Por supuesto que habrá decenas de relatos, de poemas o de películas, que tramarán esta misma escena. Pero hay algo singular que se juega, según creo, en las canciones, y no es sólo la compactación convencional de la historia en tres minutos. Las palabras están destinadas a la voz (de la letra a la voz, y no de la voz a la letra, como en las apropiaciones literarias de la oralidad); es decir, a ser cantadas. Y al ser cantadas, esa segunda persona a la que están dirigidas, mitad desmembrada de un nosotros que se inmola, asume un carácter especial: "Olvídate de mí", "Atiéndeme", "si supieras", "ni te acuerdas de mí", "me arrincono pa' llorarte", "te fuiste", "vete". Esa segunda persona, en el acto de cantar, adquiere una condición de ausencia diferente a la que la letra escrita evoca: es más concreta, más palpable, es casi presencia, es más real.

Por eso podría decirse que, en la interpelación monológica del canto, para la voz del tango o para la voz del bolero, toda amada, no sólo la que "no viene" en "Soledad" de Carlos Gardel, la que viene o la que no viene, la que olvidó o la que se acuerda, la que se fue o la que no se fue, es siempre, en el fondo, "un fantasma que crea mi ilusión". Por eso el desamor, drama de ausencia y de presencia, de invocación y de renuncia, se cuenta mejor que nunca en las canciones. Porque en las canciones las palabras, eso que dicen, lo están haciendo también.

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