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CELEHIS (Mar del Plata)

On-line version ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.31 Mar del Plata June 2016

 

Artículos

La letra póstuma del nombre propio.
El día feliz de Charlie Feiling de Sergio Bizzio y Daniel Guebel y Mis escritores muertos de Daniel Guebel

 

Nancy Fernández

CONICET - Universidad Nacional de Mar del Plata , Ce.Le.His.


Resumen

En este texto intento mostrar la escritura de los vínculos entre sujeto, memoria y duelo. ¿Qué relación guarda la letra, como inscripción, con el cuerpo? ¿Cómo experimentan los textos con los géneros del discurso? ¿Qué relación guarda el cuerpo con la presencia y la ausencia? ¿Qué formas asume la muerte, el rostro evocado y la interpelación del narrador?

Palabras clave: Escritura - Memoria - Duelo - Sujeto - Nombre

The posthumous letter of the proper name. El día feliz de Charlie Feiling by Sergio Bizzio and Daniel Guebel and Mis escritores muertos by Daniel Guebel. 

Abstract

In this text I attempt to demonstrate the connections between subject, memory and bereavement. What relation keep the letter, as inscription, with the body? How try out the texts with the genres of discourse? ¿What relationship  keep the body with presence and absense? Which are the shapes shown by death, the face evoked and the appeal of the narrator? 

Keywords: Writing - Memory - Bereavement - Subject - Name


 

Según la literatura funeraria, son muchos los peligros que corre el alma después de la muerte del cuerpo; olvidar su nombre (perder su identidad personal) es acaso la mayor.

Jorge Luis Borges, "Historia de los ecos de un hombre"

Otras inquisiciones, 1952

                

                 Dice Barthes que la ciudad inscribe sus signos en los cuerpos de quienes la recorren. Incursionar (porque de viaje se trata) en estos textos de Daniel Guebel, supone asistir a un montaje de temporalidades, instancias superpuestas donde el recuerdo anudado al espacio inscribe el punctum de las heterocronías, o esa  densidad del tiempo donde pasado y presente son experiencias simultáneas. Entre-espacio, entre-tiempo, formados como recuerdo elaborado y percepción, consciente e inconsciente, imagen y sensación (Barthes: 87; Didi Huberman: 53). Allí funcionan la escena de la memoria y los blancos del olvido que insisten en reeditar una versión del instante evocado y transfigurado en el fulgor de su inminente desaparición. Porque en estos dos viajes, se cuenta la vida y la muerte. El día feliz de Charlie Feiling, en co-autoría con Sergio Bizzio, relata en tercera persona ominisciente un viaje que Bizzio, Guebel y Feiling emprenden hacia Ramallo. En Mis escritores muertos, el narrador en primera rememora una excursión a Tandil para formar parte de un homenaje a Jorge Di Paola. Y si ambos textos practicaran cierto desapego aventurero, bien podrían considerarse una suerte de road movie nacionalizada en las rutas argentinas, para que el humor y la melancolía descorran convenciones y protocolos de los géneros literarios.

Un diálogo múltiple, un asado compartido, una tarde completa para nadar en el arroyo y divagar fútilmente para que esa aparente banalidad sea la charla (recobrada desde la actualidad) que persista, como fotografía, en el registro de ese momento. No sería de extrañar que el texto de Bizzio y Guebel fuese la escritura de una fotografía, cuando ésta es, literalmente, dibujo sobre la luz. Puede que aquel viaje sea el esto ha sido, el núcleo de un destello donde coinciden las palabras, los silencios, las miradas. Parte de esos presupuestos tiene que ver con lo que usualmente se dice de la auto-bio-grafía, del intersticio indecidible que el secreto y su verdad plantean entre el yo y el otro: intimidad y extimidad. Pero además, un discurso acerca de la vida-la-muerte, ocupa cierto espacio entre la lógica sensible de una narrativa y una letra que imprime  un tono y un ritmo corporal -la respiración, la cadencia. En este sentido, logos y gramma (el saber y la letra), trabajan entre lo biológico (lo que se piensa o cree saberse de la vida, de una vida) y los modos de su presentación, allí donde la letra inscribe la doble función del marco textual, aquello que rodea al texto y forma parte de su corpus y compone el lugar del nombre propio (Derrida 1988: 34). Quiero decir, un texto breve que cuenta un viaje con un amigo, fallecido hace diez años, es la narración de un instante preservado en la mónada del recuerdo. Recuerdo cuya motivación inicial parece optar por una trivialidad deliberada, obstinada en la preservación de aquel instante, soslayando algún pretexto del viaje, como no sea -ni más ni menos- que un culto a la amistad. Solamente en las últimas páginas, que sintonizan con la primera, se dicen las razones secretas, de lo que pudo haber promovido esa escala en Ramallo y de lo que, efectivamente se manifiesta: la posterior agonía de Feiling, la brevedad de un futuro. Pero esa historia evocada, ese deudo invocado, quedaría en una simple anécdota, más o menos imaginaria y reconstruída, si no fuera por la dimensión que toma el marco, el límite, sin el cual no importaría preguntarse por el estatuto verídico de los personajes. Porque ese relato, que tiene como personajes protagónicos a Bizzio, Guebel y Feiling, asume el sentido de la co-incidencia onomástica entre los portadores reales del nombre y los protagonistas de la historia.

Se hace necesario, al menos, un nuevo análisis de eso que llamamos firma y nombre propio, del borde entre la obra y la vida, del sistema y del sujeto del sistema; y esa dinámica que linda entre lo activo y lo pasivo -la enunciación y lo enunciado, por ejemplo-, asume la diferencia entre ficción y narrativa, esto es, el juego de los marcos  y la ocasión del relato (la condición material e histórica de la escritura y la historia narrada, el contexto y los hechos) (Derrida 1977: 43). Si el marco es la instancia móvil entre adentro/afuera, cobran predominio desde el  título, pasando por dedicatorias, prefacios, exergos y epílogos hasta los textos y pre-textos que circulan, tanto en torno del saber acerca de las figuraciones de autor, como de las prácticas y saberes que el/los autor/es ponen en juego sobre la superficie del relato.

Así, lo que se llama vida, no tiene frente a sí un objeto que taxativamente se le oponga, como la muerte, porque la vida también padece para convertirse en ese objeto de saber que transita la escritura. Desde esta perspectiva, en estos textos, el sujeto vivo del discurso biológico (función e imagen de autor) forma parte y toma partido de la experiencia, potenciada en el padecer (en tanto objeto extrañado, disociado) que marca la firma e inscribe lo biográfico en lo biológico, los personajes en los autores reales, atravesados por su propia inscripción. Quiero decir, Bizzio, Guebel y Feiling son los personajes de esta historia y los actores -testigos verídicos- que conjugaron en un libro breve, el desborde vital, la proximidad de una extinción y la exigencia emocional que supone reelaborar el recuerdo para no repetir -en su mismidad-, la herida del duelo. Entonces, los narradores -en su rol biográfico- y los autores -su imagen biológica, en la realidad que recompone un pasado- restituyen y desplazan el sentido de la experiencia. En esta línea, autor y escritor negocian el equilibrio entre la potestad (palabra autorizada) y la habilidad creativa (recreación de aquel día, obstinado en la fruición del goce: el asado, la familia anfitriona que los recibe como hijos, los amigos que se les adhieren, las mujeres, las especulaciones culturales, la universidad, las mutuas ironías, los semblantes y retratos de cada uno de ellos). Así, el sujeto vivo, biológico, se aloja en ese límite donde los personajes se confunden con lo verídico en la intermitencia de la bioficción. Es en esa co-incidencia, siempre equívoca, entre la rúbrica de tapa y los nombres propios de personajes narrados donde el préstamo (de la firma) cifra la deuda: de los vivos con el muerto (Feiling), de los vivos (Bizzio y Guebel) entre sí. Cierto don compensatorio se inscribe en el tiempo que la escritura deriva y aplaza, y es que ya no se debe (no queda, no resta) ningún beneficio o maleficio al único sujeto de enunciado, al muerto, al portador del nombre: Charlie Feiling. Si los autores (en cuanto función e imagen) desplazan el tiempo en una doble mirada, hacia atrás, hacia adelante, la deuda (el tributo) suspende el pacto (la comunidad de amigos, la comunidad-alianza, el tiempo anillo) en un duelo cerrado en tiempo presente. Es entonces cuando el poema inicial signa la astucia de los nombres-máscaras para rendir amparo de lo que esa treta supone: la pérdida, la ausencia, el deudo, porque los personajes, marcas en la grafía, ya no corresponden con lo viviente. Cuando la letra inscribe su huella suena el eco del entierro. Cito un fragmento del poema:

Hemos aprendido/también a envenenar espejos, /a respetar las traiciones/ los chismes que nos vuelven/tan aceptablemente excéntricos./tan dispuestos y dignos de una amistad que se convida/(pues no hemos dejado de beber/y a aceptar un pacto irrecordable/que al final nos une como una enfermedad).

Algunos nos miran de soslayo, pero/aunque no lo crean, hemos vivido,/ y ahora sólo abusamos de tal condición/para hacer verosímil su incredulidad.

                                                                                                  C.E.Feiling

(Bizzio y Guebel: 10).

Los autores, Bizzio y Guebel, instalan la doble cesión de la rúbrica autoral a un poema firmado por Feiling reafirmando su autoría de modo póstumo. A su vez, es el ausente quien concede la transferencia de su palabra; en la historia compartida y en esa suerte de fallo a futuro pronunciado por Feiling, acerca de su palabra, preservada en la escritura por sus amigos. Sin embargo, y a su vez, el poema y el enunciado final cifran un tiempo anillado para un presente que se quiere eterno asumiendo su finitud; y allí, la paradoja de una anticipación pretérita, levita sobre un final provisorio.

-No- sonrió Feiling-. Pensaba en la imposibilidad de un retrato literario, en lo irreal de proponerse una semblanza. El fracaso de ese propósito también es una forma de la muerte. Hay otra cosa, que es el olvido. Y una última, para un escritor: saber que, cuando muera, cada una de sus frases va a ser suprimida, saber que cuando ustedes escriban esta historia, toda palabra que me atribuyan no la habré escrito yo. (Bizzio y Guebel: 107).

El tiempo recobra su pliegue espiralado entre lo que se borra y lo que vuelve, entre lo que se ausenta y lo que retorna en cuyas figuraciones, el olvido autoriza a los narradores, a los escritores, a sindicar palabras en atribuciones apócrifas. Un litigio investido de apropiaciones y devoluciones afectivas, gira alrededor de la pertenencia de una voz que muere junto a la presencia; y entre ese frágil balanceo del poema obertura firmado por Feiling y la sentenciosa reflexión pronunciada sobre el viaje de regreso, vacila la ley del nombre, de la palabra y su verdad. Porque lo que esa despedida declarada está manifestando, es la sanción pendular entre el don y la reserva, entre la atribución y la concesión. Página suelta y cadencia de un adiós, preludio y coda textual en la historia narrada donde se afirma la imposibilidad del retrato y que la ficción, habitada por la verdad, finalmente, transforma en recuerdo.

Rito y convite, escena que no es otra que la de un acontecimiento único: la convivencia fraternal. Puente que lleva a otra semblanza, cita e interpelación a dos amigos ausentes.

En Mis escritores muertos, el punto de partida establece cierta continuidad suspendida mediante el epígrafe que señala alguna remisión inconclusa: por ello. Remisión tácita que evocaría algún comienzo ininterrumpido en algún presupuesto que no se explicita.

Se llama por ello Uróboros y representa la unidad de todas las cosas materiales y espirituales, que no desaparecen nunca, sino que cambian de aspecto en un ciclo perpetuo de destrucción y creación. En algunas representaciones antiguas aparece complementada con la inscripción griega en to pan, que se traduce por todo es uno. (Guebel: 1)

El libro empieza en continuo diferido no obstante el ritmo veloz del relato, entre cadencias condensadas, sintéticas y precipitadas y por momentos detenido en pausas y reflexiones especulativas. Así empieza y concluye con una autorreferencia, volviendo a plantear, en la última sección, el desplazamiento del vínculo con los escritores (mis escritores), a la mirada reflexiva sobre la escritura, sobre la propia escritura. Esa suerte de continuidad supuesta en el epígrafe de los Uróboros, pone en escena la transtemporalidad que restituye el sentido de una experiencia: la del saber alquímico cuya duración lleva más de tres mil años. El pasado habita el presente. Eco y suspensión que se mueve entre el vacío del caos y la armonía de la unidad sostenida en el eterno retorno donde el universo plantea, como juego de repeticiones y variaciones, una distribución perpetua de cosas y seres. Entonces, esa imagen simbólica habla del círculo, representando, como el monstruo que se muerde la cola, la unión entre el principio y el fin. Aquí, las figuraciones del monstruo (El Tandilito y sus derivas) tendrán su contrapartida en las del fantasma materializado en los restos de escritura (el narrador sin nombre, Libertella y Di Paola, los entredichos, las interpretaciones, las especulaciones, el deseo -diferido, por definición). Pero el monstruo, cuya materialidad muta en distintas imágenes, también repone una forma de la ausencia, en su metamorfosis, en su extravío y en lo que evoca.

Cuando la municipalidad tandilense monta una carpa para exhibir y vender libros, introito del homenaje a Di Paola, el narrador queda a la espera del Lector, los lectores, mientras que el Doctor Ravanna convierte a sus autógrafos en muestras prolíficas del bestseller exitoso. Aquí el monstruo está cifrado como metonimia en esa enorme y desproporcionada fila de anónimos admiradores que firman el pacto fáustico con el artífice de la delgadez. La cola del dragón milenario (invocado en el epígrafe obertura), la cola del cuento recobrado, la Sirenita , la cola de Tandilito, el legendario monstruo de la ciudad rural, el encuentro entre el narrador y la morena cuyos pies operados ostentan separadores de acrílico entre los dedos. Todas figuras alquímicas ligadas a la atracción por los abismos y la incertidumbre, las identidades reversibles (el narrador se pregunta, luego de un estado semionírico, "¿Quién es el monstruo?"); magnetismo de las caídas y los temblores (todo tiembla en Tandil y esa incógnita se vuelve mito y pretexto de las versiones orales.

 Desde estas perspectivas, reunidas en algún punto, la destrucción y la creación traman materia y espíritu en la perpetuidad de su transformación. Pareciera entonces que dar inicio a un texto contemporáneo aludiendo a la antigüedad remota (que dice el epígrafe), supone una implicancia entre vestigios lejanos y huellas audibles del presente, en el ruido de "Varela Varelita", Buenos Aires, el bar, punto de inflexión entre la metrópoli y el espacio consagrado a la rememoración. Si volver a empezar es un círculo, como el monstruo, como el anillo entre el nombre y el tiempo, el gesto tiende a inscribir los lazos de alguna comunidad. Y así se abre el libro, y así, también, concluye. Anillo circular de un tiempo y de un espacio que se constituye como comunidad. Acaso sea necesario pensar que la remisión a la letra arcaica promueve el palimpsesto que desemboca, como oxímoron en la unidad de todas las cosas. Pero una pregunta se impone y es la que apunta a la unidad, en cuyo seno las cosas vuelven cambiadas sin desaparecer nunca. Más aún, ¿qué anhelo esconde la insistencia en la perpetuidad o qué necesidad se afirma en la idea de una presencia indestructible? Si el título del libro tiene la respuesta, el movimiento entre vida y muerte es lo que la historia despliega.

 

Sintaxis, significante, significación

Las formas pronominales articulan  una  morfología del sentido, en la experiencia sensible donde se intensifican las afectividades, el misterio de sus interrupciones, sus pausas, sus reapariciones, su durabilidad. Allí se procura una afirmación sobre los rastros que le devuelven al narrador, la gracia de alguna forma de presencia.  De algún modo, eso es lo que asume el narrador mirando el retrato de Libertella en el bar. Y aquí cabría resaltar que la primera persona intensifica sus variables con los pronombres posesivos: deseo, anhelo, ausencia y pérdida: "Héctor fue el segundo escritor que se `me´ murió" (Guebel 2). ¿Qué hay entonces en ese enigmático pliegue de interioridades? ¿En qué consiste el punto de inflexión entre él y yo? Acaso en la idea (emoción y sentimiento, en definitiva estéticos, en definitiva, formales) de que ellos son parte  propia y singular en la memoria y lo que va quedando de una/s vida/s; y entonces, puede que lo que permanezca sea ese estado cuya profundidad toca la superficie, cuyo centro se desplaza hacia afuera: la intimidad más honda, que toca los bordes de la exterioridad, para erizar la piel del lenguaje. Hablar de sintaxis en Mis escritores muertos supone pensar en la relación del tiempo presente absoluto y la primera persona del singular. En primera instancia, si la escena que cobra densidad es la puesta en acto de la escritura, lo que deviene de ello se ajusta a los múltiples planos que el narrador diseña en torno de un viaje singular. Viaje cuya matriz es la movilidad del espacio tiempo, cuyo efecto, radical, inquietante asume  el desacomodo de lo que supone la identidad. Devenir que implica la doble mirada, en simultaneidad, en sincronía con el recuerdo y el presente. Viaje y mapa que suponen una suerte de transformación entre el punto de llegada y de partida. Allí reside la eficacia que se despliega en torno de imaginar, temer, especular, celar, envidiar, odiar, despreciar, añorar, desear, al tiempo de una caída, precisamente la del narrador. Demolición como matriz que genera pensamiento y caída, especulación y derrumbe, motivo y significante cuya remision apunta a Derrumbe, otra de las novelas de Guebel.

El lenguaje del que habla-escribe es directo, sin eufemismos y al final cuando habla de su estilo o mejor, de lo que su estilo supuestamente no es, ni hipálague, ni hipérbaton, ni hipérbole, alude y se dirige a la verdad que ante todo, es Forma. Hablar de una sintaxis de la intimidad supone auscultar aquellos movimientos que no forman conceptos abstractos instaurados en la doxa del sentido común; no se trata de ideas previas ni externas al sujeto, porque eso pertenecería más bien, a la esfera traducible de lo privado. La escritura íntima que practica Guebel asume la página doble, inescindible, de hablar de sí, para sí y para otros: sus escritores, los lectores, El lector. Para ellos es el legado que quiere dejar, una herencia intransferible, inajenable en cuya matriz anida la perentoria necesidad de decir quien es: amor infinito por su hija, pasión por la literatura. Aquí, el monólogo interior es el anverso entre los fragmentos de la memoria y las réplicas que funcionan como trasposiciones miméticas de palabras ajenas, o como respuestas polémicas, descalificaciones, sobre todo hacia E.M.-B. (el otro de los personajes itinerantes). Y en la escena de la caída, el discurso adjudicado a E.M.-B. y a su propio discurrir en sordina, pone de manifiesto la otra forma del fantasma.

Percibo, distanciado, lo que ocurre. El ruido de rotura es sórdido, rastrero. Todos giran la cabeza en  mi dirección. El accidente parece convencional, de comedia; en las estúpidas películas de Chaplin todo el tiempo pasan cosas semejantes, pero lo que está ocurriendo no puede ser inocuo: me costará la vida si un fragmento de madera, por ejemplo una de las patas, se clava en mis riñones. También puedo desnucarme o quedar parapléjico. Evalúo esas posibilidades mientras voy cayendo. Además, en los dos o tres primeros centímetros de ese descenso escucho el final de una frase que E. M.-B le dirige al Churri Molinaro: -.Es tan infeliz que va a terminar trabajando como periodista de espectáculos-. En los dos centímetros y en las centésimas de segundo que siguen, voy del final de su frase hasta el inicio, no como una bobina que reproduce mecánicamente un recorrido sino reconstruyendo el sentido general de su comentario, al que sólo le presté una lejanísima atención mientras conversaba con la morena. (Guebel: 28).

Y sigue un extenso párrafo casi sin puntuación que hace prácticamente indiscernible el monólogo interior del estilo indirecto libre. En esa escena se produce la línea, lábil, porosa entre lo que -supuestamente- E.M.-B., efectivamente dijo y lo que el narrador protagonista afirma en la propia creencia que pone en práctica: ese crédito, diferencia en el tiempo del relato, constituye la disputa entre E.M.-B.y el narrador. Entonces, en el instante de las variaciones se produce el desplazamiento errático del inconsciente y sus síntomas dilectos, los celos, la suspicacia aviesa y el desprecio -por E.M.-B.-, la afectividad, la frustración -ante el escrito que Bizzio le dedica a Di Paola-, los efectos de una autocompasión fingida, el deseo y la súbita manifestación de sus cineastas predilectos: Andrei Tarkowski y Alexander Sokurov. Cierta asociación aleatoria se desprende de ello y es la imaginaria identificación con la mortal soledad padecida por la mujer del genial músico Scriabin, quien sigue interpretando devotamente sus composiciones. Cabe señalar que esto último trama aún más los vínculos literarios y afectivos, en una escritura que restituye la propia: la escena citada pertenece a El Absoluto, por el momento inédita. Esta novela, de una extensión laberíntica, corresponde a la autoría de Guebel y tiene como eje al tiempo genealógico donde cada nueva vida potencia la combinatoria infinita de un nuevo relato, de alguna manera, al modo de Las mil y una noches. Si En mis escritores muertos, el humor atraviesa toda la novela, la punción litigante provoca y desafía los lugares instalados, ahí donde el blanco preferido es el campo cultural, descripto objetivamente hasta la ridiculización. Humor en tanto mecanismo que socava las estructuras programadas tomando por asalto una situación desprogramada. Pero hay un intervalo, tan fugaz como significante, y es el elogio del narrador al trazo del subrayado: nuevo síntoma, olvido del nombre propio, táctica subrepticia que insiste en una operación cultural, la de colocar a Libertella en el centro. Sin embargo, el subrayado que invoca, consciente o no, recupera otro nombre que Guebel conoce bien: Osvaldo Lamborghini. Autor real del elogio al subrayado (en La causa justa), proceso donde la frase perfecta cede lo poético a la expansión del  relato. Marca y trazo de la apropiación de la lengua en la escritura ajena (en Lamborghini y en Guebel).

 

Intimidad, extimidad

La selección de aquello sobre lo cual el narrador quiere hablar implica un deseo y una decisión. Un corte. Así como el campo cultural y su hipócrita parafernalia es un espacio descartable, el narrador extrae de la literatura, una de las gemas que constituyen la obra de Dipi, tomando en préstamo un concepto de la física, referido a la disolución de la identidad: el estado de fisión. Esa es la lectura que el narrador hace de Minga!, la novela de Di Paola. Y esto constituye un punto de partida, en el sentido de la falta del nombre o del nombre en falta que supone, entre omisiones y remisiones, la imagen autor "Daniel Guebel". Se trata, ni más ni menos, del límite borroso, inestable, entre el yo y los otros, entre el interior y el exterior, entre el yo y el prójimo; el próximo: el modelo, los escritores amigos, lo cercano, lo más interior. De esta manera, lo que el narrador parece decir, no sólo es que su alma y su memoria albergan a los muertos, sino también él mismo, sin nombre en el relato, se expone ante ellos, al eventual lector y ante sí. Y esta suerte de rendición de cuentas que no deja de ser confidencial, interroga otro de los sentidos de la palabra intimidad que no solo supone un refugio familiar, cubierto, el encanto del interior: el verbo intimar, también apunta a introducir en lo íntimo la conciencia de una falta. Entonces, hablar de intimidad y extimidad implica abordar la fractura que demanda y hace posible un estado de transformación de las subjetividades, allí donde el secreto siempre bordea su mostración. Y en el trazo barrado que une y separa los seres y las cosas, los gestos del yo y el ello, entre traiciones y complicidades, procuran  develar enigmas, poner de manifiesto la evidencia. Esa necesidad de ver, o de espiar, de saber y conocer que en definitiva se traduce en un denodado esfuerzo por reconstruir las huellas evanescentes de la verdad. De alguna verdad.

`La verdad se esconde en la trama de los hechos', me discute Joseph Mengele desde una película. Para recordar verdaderamente a Jorge Di Paola, para dar testimonio de su legado, convendría omitir esta trama de hechos que lo fueron acorralando hasta obligarlo a dejar Buenos Aires y refugiarse en su lugar de origen, Tandil, donde vivía con su anciana madre y vive su hija amada, y pasar directamente a aquella, la última vez que lo vimos. (Guebel: 19).

El narrador pone en foco la última vez, acontecimiento que por prescindir de las mediaciones convencionales (del género biográfico, por ejemplo) fija un trayecto sinuoso hacia eso que llama la verdad. El oxímoron de lo verdadero que se va decantando con lo puro y con lo impuro de la  experiencia. Vacilaciones que se hacen visibles en la urdimbre del recuerdo, cuando el sujeto de enunciación intercala algún esporádico pretérito para declarar (valga su connotación sentimental y jurídica) su distancia o su lejanía de los hechos.  Verdad y Forma se integran en el arte y en la escritura: "Y sin embargo, de alguna manera, sin particulares estridencias, Di Paola se las arregla para invalidar toda la teoría que postula la supremacía del cuento como artefacto. En 'La forma', hasta lo que se oculta -sobre todo eso- está a la vista" (Guebel: 13).

Desde su habitual gesto escópico, que no resuelve sino que insiste en su pulsión, Guebel descarta la certeza heurística; en lugar de eso, elige el periplo, descentrado, que se muestra y se sustrae a su mirada (y a la de los otros), el doble movimiento de aquello que se exhibe y que a su vez, se oculta. El misterio de una voz y de un nombre, Di Paola. O mejor aún: la imagen que dura un instante y que su misma desaparición fragmentará en supervivencias. Y en esa sobredimensión deliberada del escritor profeta sitúa a los artífices de la letra, allí donde la lengua es lo que configura obra, sujeto y comunidad -de pares, de amigos, de maestros y discípulos-. Si entre la intimidad y la extimidad media la verdad del inconsciente, los detalles que le dan cuerpo radican en la Forma , como architextura abismal que atrae la mirada sin fondo hacia los ausentes, Di Paola y Libertella.

 

Arte y Forma. Por una crítica de la economía política

Otro punto de inflexión radica en el saber de la literatura que impugna la teoría del iceberg formulada por Hemingway (y retomada por Piglia en sus Tesis sobre el cuento). Como si la figura masa de hielo sumergida, escondiera un capital de saber acumulado sobre la moral de un sacrificio, el peso de la piedra arrastrada por Sísifo. Pero el lado terrenal y material de la voz narrativa, enfoca dicha teoría en términos de una ecuación económica, deteniéndose ahora, en los modos de leer. Quiero decir, la imagen de autor/narrador toma posición y en lo que señala como valor asignado de la literatura, invalida su dependencia de la medida o proporción que en definitiva dicta la palabra o la frase final, cuyo ejemplo proporcionado por el narrador en nota al pie es "..la maté, hermano, la maté" (13), lo cual no deja de connotar, en registro criollo, el germen de cierta monstruosidad. En este sentido, el narrador cita dos ejemplos de Forma, los puños trasegados de Rocky Balboa (fiel a un estilo pugilístico de incierto destino) y el diseño arquitectónico de un hotel en medio del desierto, parábola que incita la belleza incompatible con la funcionalidad y la ganancia pecuniaria. Desde este punto de vista, arte y forma no se condicen con los balances utilitarios de las demandas auspiciadas por la necesidad. La Forma (la belleza, la estética), prescripta en su potencialidad de combinatorias infinitas, rechaza la distribución contable del conocimiento. La Forma , afín al dispendio y al derroche, a la consagración de una entrega extrema, muy lejos del ahorro y sus reservas.

 

Nombres propios, nombres máscaras

Entre filiaciones y epitafios, residen los fantasmas y los espectros, y por momentos, el de un Libertella que parece resucitado. Sin embargo, más bien se trata de la vuelta, eterno retorno de lo mismo transformado, Héctor transfigurado o mejor aún, presente en Mauro, su hijo, ni lo idéntico ni lo inmutable sino la repetición y el desplazamiento en aquellos puentes que sostienen miríadas de intensidades en las presencias, más que evocadas, interpeladas. En esa zona donde la práctica de la escritura se vuelve práctica biotanatográfica, el homenaje asume una doble condición; por un lado, el acto de enunciación cuyo sujeto (la imagen de autor, su mitología personal y la máscara del narrador) realiza un homenaje en su palabra; por otro lado, el recuerdo de la celebración colectiva -institucional- motiva el itinerario tandilense, que es el asunto del relato. Entonces son dos las historias que se cuentan, cuyo punto de co-incidencia es el presente: el narrador no dice el pasado. Porque el presente es el tiempo absoluto, lugar del duelo, donde el yo, exento aparente de rúbrica, construye,  en primera persona, un sistema de filiación. Así se escriben los otros nombres (Libertella, Di Paola, en cierto sentido, los modelos, Bizzio, el par, y hasta las siglas de EM-B para saldar la cuenta con el nombre propio y ajeno. Ahí la imagen del que cuenta convoca y, simultáneamente sustrae la firma autoral (la de "Daniel Guebel") entre la desfiguración y la restauración. En otros términos, el presente es la marca del sujeto en falta; si se quiere, en la acepción de deuda y tributo pero también, y de algún modo, consecuente con esto, en tanto  lugar de la verdad que inscribe al sujeto de enunciación: se lo busca donde no se encuentra y se lo encuentra donde ya no está. Su evidencia, en tanto verdad, es un síntoma equívoco. Pero el tiempo del decir en presente, comienza con un sitio especial, el bar "Varela, Varelita" el sitio litúrgico que culmina en el re-conocimiento de Héctor en Mauro, en los semblantes, fundidos, de padre e hijo. Una suerte de exhumación del rostro completada con el recuerdo de la última sonrisa, como ida y a punto de partir, de Jorge di Paola.

Entre la nostalgia y la melancolía, el punctum, también es el sitio de una imposibilidad: la de ser único, en ese repertorio de firmas y retratos. Desde esta perspectiva, el nombre del muerto expande su marca y su señal, su voz y su legado, a los otros nombres, realizando el ritual para fundar así una especie de comunidad sobre la falta, sobre el resto: el rastro de la inscripción. El yo habla de los otros para hablar de sí o los otros cohabitan el espacio del yo instaurando aquel lema que Lacan recuperaba (y desviándolo) de San Agustín: "más en ti que tú" (Lacan: 277). En Mis escritores muertos, desde la perspectiva de quien dice y cuenta, el nombre del extinto es también, y de algún modo, el suyo propio, el del grupo de una pertenencia reafirmada en la dedicación autografiada de Mauro al narrador: el libro que lleva la firma heredada es La Arquitectura del fantasma, de Héctor Libertella.

 

Bibliografía

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Hidalgo.

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Didi Huberman, George (2011). Ante el tiempo. Buenos Aires: Adriana

di Paola, Jorge (2012). ¡Minga! Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Guebel, Daniel (2009). Mis escritores muertos. Buenos Aires: Mansalva.

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