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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.32 Mar del Plata dic. 2016

 

ARTICULOS

Fogwill: sociología, militancia y memoria crítica

Fogwill: sociology, militancy and critical memory

 

Rodrigo Montenegro

CONICET - Universidad Nacional de Mar del Plata, Ce.Le.His.

Fecha de recepción: 28-06-2016 / Fecha de aceptación: 23-09-2016


Resumen

A través de una extensa entrevista y un ensayo critico, publicados originalmente en la revista El Ojo Mocho, es posible advertir el modo irreverente en el cual Fogwill realiza una relectura de su pasado de militancia, así como de sus vínculos académicos con la sociología. Estas instancias de recordación se plantean como el ejercicio de una memoria crítica sobre las propias prácticas, y al mismo tiempo, permite recomponer lazos político-afectivos y los trasfondos de su formación teórica.

Palabras clave

Fogwill – Sociología – Militancia – Memoria – Crítica

Abstract

The irreverent way in which Fogwill accomplishes an interpretation of both his past militancy and his academic bonds with the sociology is noticeable in the extensive interview and essay published originally by El Ojo Mocho magazine. The recollection can be considered as an exercise of critical memory about own practices and experiences, and, simultaneously, allows to recompose his affective knots and the backdrop of his theoretical formation.

Keywords

Fogwill – Sociology – Militancy – Memory – Criticism


 

“Un trotskista es para siempre”

 María Moreno en Fogwill, una memoria coral

 

Cinismo e irreverencia parecieran ser las estrategias con las cuales Rodolfo Fogwill sacudió la memoria política cristalizada de las décadas del '60 y '70. Aunque quizás, en un sentido contrario a la versión de diarios y suplementos culturales que hicieron de su figura pública “el último maldito de la literatura argentina”, a través de ese arsenal de parodias e insurrecciones se realizó una transferencia y, tal como señala María Moreno, “el duelo patológico por la revolución. (Un trotskista es para siempre)” (Zunini: 124). [1] Ese mecanismo psicopático que transforma al duelo en cínica irreverencia recorre sus textos e intervenciones públicas, y se constituye en una operación sobre las representaciones de historia política argentina, exasperando la sensibilidad progresista para indagar las continuidades entre un pasado de militancia revolucionaria y un presente en el cual la utopía política parece desactivada.

Al regresar sobre las tramas de la historia a través de un ejercicio crítico de la memoria, el propio Fogwill se proponía como testigo y protagonista de esos años. Tal como recuerda Eduardo Rinesi en el prólogo a Fogwill, literatura de provocación: “Fogwill […] se había formado en la gran tradición de la sociología argentina de los 50 y los 60, de la que heredó un rigor analítico y metodológico que solía resultar apabullante” (9);  ese mismo punto de partida es señalado por Gabriel Vommaro como rasgo ineludible de su formación: “era un profesional de la sociología, un estudioso del discurso y además un trotskista convencido, docente de la Universidad de Buenos Aires cesanteado en 1966” (118). Con lo cual, el registro de esas experiencias políticas junto al conocimiento específico de la teoría social constituyen el punto privilegiado  para operar una retrospectiva sobre los lazos que hacen visible la intimidad de una “estructura de sentimiento” revisitada. De hecho, la escritura de Fogwill actúa como revisión y contralectura de ese “presente social” (Williams: 181), reconstruyendo relaciones políticas, teóricas y estéticas trabadas en disputas (personales) y amistades que hacen visible la estructura de una formación, en sentido williamsiano. Por lo tanto, una secuencia relevante de su pre-historia literaria, incluso previa al ejercicio profesional de la publicidad, se encuentra en la red de vínculos que estableció a partir de la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires y su grupo fundacional. Esta etapa de formación intelectual, efervescencia política y docencia universitaria es recuperada por el autor en diversas oportunidades; aunque especialmente en la extensa entrevista publicada en el nº 11 de la revista El Ojo Mocho en 1997 titulada “Diálogos en el campo enemigo”, y en el texto “Cuadros: Imágenes de Daniel Hopen, Gerardo Andújar, Hugo Calello, Roberto Cristina, Nahuel Moreno, Torcuato Di Tella y otros de los tiempos de la fundación de la Carrera de Sociología de la Universidad Nacional de Buenos Aires” que aparece en el mismo número. [2] Ambos textos son recopilados en Los libros de la guerra (2010).

 

1.

En la extensa entrevista realizada por los integrantes de El Ojo Mocho, Fogwill cartografiaba la memoria intelectual y política de las décadas del 60 y 70. A lo largo de la conversación exponía su obstinación en trazar esquemas teóricos con el objetivo paranoico de revisar “cada aparato simbólico” y así exponer “a qué materialidad, a qué instrumentos de producción refiere” (307). [3] Su descripción del mapa cultural se movía salteando bloques temporales para imaginar las resonancias entre dos años distantes, 1967 y 1997, momento de la recordación. De esta forma, se recuperaban las propias publicaciones militantes, las escisiones del Partido Comunista Argentino y sus implicancias en las ciencias sociales, sus vinculaciones personales con el trotskismo, los grupos de estudio, la militancia, la guerrilla, y finalmente su articulación con la literatura. A través de ese pasado delineaba una imagen de sí recurriendo a una lógica intimista y desvergonzada: “anecdotizo la historia porque sí, porque es mi estilo ‘charlas de mamado’, pero este anecdotario puede ayudar a pensar la actualidad” (298). En efecto, las estrategias de Fogwill apelaban tanto a la irreverencia como a los vínculos interpersonales para trazar y pensar la continuidad entre dos momentos de la historia argentina, leyendo las huellas de ese pasado, sus luchas políticas y teóricas, en el presente. Ahora bien, entre los ataques y rescates a León Rozitchner, al grupo de Pasado y Presente, a Juan Gelman, al propio Horacio González y, en general, a una multitud de teóricos y militantes se filtra un estilo discursivo que accede a esa memoria por medio de micro-relatos necesariamente discontinuos; pequeñas narraciones sobre las cuales se proyecta tanto una exploración crítica como la restauración de un tiempo perdido. Así, una anécdota aparentemente trivial durante la dictadura de Onganía se propone como la posibilidad para reconstruir un clima de época,  evocando una escena cultural en la cual Marx, Freud, Mao y Mallarmé, releídos a través de la teoría francesa, formulaban la posibilidad teórica de una revolución intelectual, que Fogwill describe maliciosamente como las “vísperas de la revolución copernicana” debida al fin del logocentrismo occidental” (302). Se advierte que, como consecuencia de la recepción de Althusser, Lacan y la semiótica estructural en el campo intelectual argentino, se produce un trasfondo que conmociona las posibilidades políticas de las propias prácticas de pensamiento; con lo cual Fogwill se confiesa:

 

temía la burla de un lector como pudieron haber sido Verón o Carlos Olmedo. Pero Verón no estaba para leer boludeces y Olmedo, que dos años antes era celador del Buenos Aires y estudiaba filosofía conmigo y empezaba a leer a Saussure, ya estaba dialogando con el Che, por recomendación de Althusser (301).

 

Fogwill se colocaba como interlocutor directo de los protagonistas de esa memoria cultural, para subrayar una valoración ostensible de la práctica teórica, su significación para la sensibilidad política, y, en consecuencia, advierte la paradójica igualdad entre los cuadros teóricos y los cuadros de militancia militar: “creo que todos compartimos la certeza de que los cuadros teóricos, para interpretar la cosas y crear dispositivos de dominación estaban filosóficamente tan dotados como los cuadros militares para enfrentar la violencia defensiva del Estado” (303-304). La noción misma, “cuadro teórico”, comprende a la producción de pensamiento como herramienta material de intervención en la lucha política, modulándose en una clara acepción althusseriana. En este sentido, Fogwill (discípulo confeso de Eliseo Verón) hace explicita la trama que reúne sus vínculos y disputas formando parte de una compleja escena político-cultural involucrada en el reparto de saberes, identidades y voces. Desde el marxismo al estructuralismo y la semiótica se compone un campo de sentidos sobre el cual -aún después de treinta años- Fogwill sostenía una identidad “Yo soy materialista histórico” (303); sin embargo, en el mismo instante en el que se produce esa contundente afirmación, se formula, en destiempo, su contralectura: “Ni el marxismo oficial ni el guerrillerismo de la época toleraban una interpretación tipo materialismo histórico” (303). Aparece, entonces, un esquema discursivo que yuxtapone materialismo e iconoclasia, para dar forma a un pensamiento que considera los conceptos, las formas de organización de las prácticas políticas y los aparatos institucionales como instrumentos para la “producción de orden y subordinación” (307).

La provocación se convierte, entonces, en la clave de la relectura. Su efecto crítico deliberadamente insubordinado actúa como procedimiento para construir una figuración personal que se resiste a la fosilización del pasado. En la misma línea de revisión crítica pueden leerse ciertos pasajes de la entrevista realizada por Daniel Freidemberg, publicada en Diario de Poesía, nº 27, Invierno 1993, luego recogida en Los libros de la guerra. En esa intervención pública, en un medio especializado en el discurso literario, Fogwill recordaba el tono de una disputa mantenida con Carlos Goldenberg, militante de las FAR,  luego integrado a Montoneros. El episodio, que incluía una amenaza directa, actúa como punto de contraste para los proyectos teóricos de Fogwill; una vez más, a través de la trivialidad de lo anecdótico, se despliega su crítica a la militancia revolucionaria. En el enfrentamiento con el “héroe de la liberación del penal de Rawson” (277) Fogwill esbozaba una hipótesis acerca de la vida universitaria y las posibilidades para producir pensamiento crítico en el espacio institucional luego del golpe de Estado de 1966:

 

Yo creía que ahí se podía pensar: yo pensaba ahí, lo que pude pensar lo pensaba ahí, se podía intercambiar ideas. A partir de la intervención, los dispositivos más inteligentes de la universidad se llenaron de curas que inmediatamente adoptaron a los “pensadores nacionales”, y de allí salió toda la cultura picaresca montonerista. Los teóricos del montonerismo fueron aquellos tipos que crecieron en las áreas de las ciencias sociales con la intervención de Onganía (277).

 

La operación argumentativa apunta hacia dos momentos políticos –el Onganiato y la emergencia de la militancia radicalizada- para subrayar sus continuidades, sus lazos con la cultura crítica, sus complicidades y condiciones de posibilidad. Resulta pertinente advertir que la perspectiva de Fogwill, motivada por una experiencia histórica concreta, es coincidente con la hipótesis del “Bloqueo tradicionalista” expuesta por Oscar Terán en Nuestros años sesenta; es decir, la interrupción de la discusión teórica -en especial las derivas del estructuralismo y las distintas actualizaciones del marxismo- y el desarrollo de la crítica cultural en el espacio universitario luego de la Revolución Argentina. [4] La experiencia de Fogwill en el seno de la carrera de Sociología confirma las hipótesis de Oscar Terán y Adolfo Prieto, aún más, traza una conexión deliberadamente provocativa al sostener que, esa institucionalidad intervenida por el poder militar-conservador genera las bases teóricas que sostendrán la guerrilla peronista al articular una orientación doctrinaria que refractaria a su perfil semiótico-estructuralista. Esa crítica hacia la tradición del pensamiento nacional se implica, además, en un claro gesto hacia el presente enunciativo de la entrevista, es decir, la década del 90. Fogwill describía el entramado teórico dispuesto por las llamadas “Cátedras Nacionales” como la infraestructura simbólica de una “cultura picaresca montonerista” (277); la polémica oculta -o no tanto- en el discurso de esa entrevista de 1997 se dirige, entonces, hacia Horacio González, quien participó del proyecto de las cátedras y, en 1992, ha publicado su tesis doctoral titulada La Ética Picaresca. De hecho, González se presenta como el contrapunto recurrente de la provocación fogwilliana; su texto “Gritos equivocados” de 1994 -reunido en Los libros de la guerra- se iniciaba con una confrontación directa: “No hay una ética picaresca” (170) para desplegar su corrosiva y demoledora crítica hacia la tesis de González. Esta reiterada polémica se hacía explícita en la entrevista que González realiza junto los integrantes de El Ojo Mocho. Durante el diálogo, Fogwill se empecinaba en advertir los peligros de la subordinación a los relatos colectivos, y visualiza en González la representación de un discurso cuya genealogía incluía a los ensayistas de interpretación desde Martínez Estrada a Carlos Astrada, entre otros. Estas figuraciones eran presentadas por Fogwill como opciones para el trabajo y el itinerario intelectual,  en las cuales la producción de pensamiento se alinea, de algún modo, a la consolidación de una forma de relato colectivo, de mitología social. [5] En esa serie de nombres y actitudes Fogwill lee anti-modelos, contraejemplos intelectuales, y en su lugar diagrama una suerte de imperativo formal ligado a la productividad inmanente del pensamiento crítico: “no “debemos” hacerlo porque apostamos a que nuestro producto intelectual tiene algún sentido y preservar nuestros instrumentos de trabajo” (299). Esa preservación saltea cualquier imperativo político-moral-colectivo para encontrar una justificación formal, productivista, emancipada de cualquier obligación consuetudinaria; actitud fundada en la conceptualización de una continuad entre lenguaje y pensamiento en la elaboración de dispositivos críticos. Así, frente al “compromiso intelectual”, Fogwill oponía un “microcompromiso” (316) ligado a las condiciones materiales de circulación de los discursos y su propiedad, apropiándose ostensiblemente de la propuesta foucaultiana. Del mismo modo, frente al supuesto “deber” implicado en una preceptiva ético-política, Fogwill contrarrestaba desde una resistencia paradójica:

 

la capacidad de pensar lo que no se debe, exponerse a la propia representación de lo que hace doler, ocuparse en lo que no garantiza un resultado útil para los mercados de ideas, cosas o votos y en lo que ni siquiera da señales de llegar alguna vez a ser expresable en palabras, frases, doctrinas o poemas, esa capacidad se pierde en el ejercicio de transar y servir, que son relaciones sociales equivalentes (301).

 

La posición de Fogwill constituye una redefinición irreverente de la práctica crítica en la sociedad argentina, cuyo alcance se despliega tanto retrospectivamente como hacia los primeros años del siglo XXI. Para Fogwill, el único deber del intelectual, “es conservar su instrumento, perfeccionarlo” (301); y por lo tanto, la continuidad escritura-pensamiento se sustrae a cualquier tipo de utilitarismo para enfrentarse a la doxa, es decir, al discurso social y cristalizado. A raíz de esta operación, configura una política del lenguaje en contradicción hacia las formas institucionalizadas del saber, para acometer la empresa de pensar y escribir contra los mitos literarios, contra la tradición del pensamiento nacional y contra una figura de escritor subsidiaria a estas construcciones. Esta enfrentamiento entre modalidades e identidades críticas  constituye instancias de una disputa que Fogwill visualiza entre la “máquina de guerra” (319) –cuyo fin es la conservación del equilibrio social- y una “máquina de producción” (319), es decir, de escritura y pensamiento. De modo tal, ya sea desde la teoría crítica a la ficción literaria, Fogwill ejecutó una política a contramano de cualquier forma de relato mítico instalado, plácidamente, en el imaginario común; y es a través de ese inasible lugar de enunciación que se perfila una “resistencia atávica a la comunión masiva” (314), visualizando al lenguaje como una herramienta de intransigencia “a la alucinación colectiva” (314). En este punto, y a través de la oposición “máquina de guerra” contra “máquina de producción”, el lenguaje polémico fogwilliano se conecta en modo solapado, es decir sin referencia directa ni mención explícita, con el dispositivo teórico elaborado por Gilles Deleuze y Félix Guattari de “máquina deseante”, desarrollado en El Anti-Edipo: Capitalismo y Esquizofrenia [1972]. [6] En este sentido, elaborar una productividad maquínica por oposición a los modos de control y disciplinamiento social forma parte de una genealogía crítica que integra las lecturas de Lévi-Strauss y Althusser para efectuar una indagación sobre el funcionamiento de las tramas sociales, subjetivas, políticas y, finalmente, literarias; todas ellas percibidas sin suspender la sospecha crítica que intenta advertir a qué intereses responden los discursos, a qué trama microfísica del poder se sujetan. La “máquina de producción” desplegada por Fogwill sería un intento por componer una imagen de la literatura –incluso de la totalidad de la realidad argentina contemporánea-, y de aquellos que intervienen en su experiencia; un régimen de producción maquínica cuyo funcionamiento se orienta a proponer una resistencia fundada en un uso estético, crítico y disensual del lenguaje, y que incluso hace del régimen literario, escritural,  un territorio para la exploración sobre las condiciones de la lengua, sus herencias y genealogías, sus modos reaccionarios de representación vehiculizados en la opinión trivial y en el ejercicio del poder y, por lo tanto, imaginar su posibilidad de resquebrajamiento.

  

2.

El texto “Cuadros” que aparece en el mismo número 11 de la revista El Ojo Mocho completa, en la característica prosa derivativa de Fogwill, la memoria crítica sobre las décadas del 60 y 70 enfocándose en los protagonistas de la época fundacional de la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos. La pertenencia a esa formación se implica, necesariamente, con una modulación intelectual involucrada en el proceso histórico argentino iniciado en 1955 y proyectado hacia la década del 70, cuyos signos fueron la radicalización del peronismo y el surgimiento de la nueva izquierda. Sin embargo, la memoria de estos “cuadros” compone un texto deliberadamente anti-institucional que se propone como un acercamiento a la vida política y académica, aunque desde una perspectiva deliberadamente crítica. La modulación del lenguaje compone una suerte de anecdotario que mezcla el recuerdo y el homenaje con la relativización de los presupuestos políticos que sostenían una compleja trama de discusiones teóricas, junto a la militancia revolucionaria. De ahí que el discurso fogwilliano se encuentre en su estilo intimista, el cual hace de la experiencia política una red de afectos imbricada en disputas académicas, políticas, teóricas y personales.

Los retratos retrospectivos de Andújar, Germani, Calello, Di Tella, Bressano, Hopen o Cristina funcionan como intervalos de la propia vida intelectual, nombres propios que reconstruyen un pasado y un espacio cultural. En el inicio del recorrido se encuentra la figura de Gerardo Andújar, militante anarquista que irradia una suerte de marca de pertenencia indeleble en el desarrollo intelectual de Fogwill, especialmente en su hostilidad manifiesta hacia cualquier forma de organización institucional. El siguiente intervalo se enfoca en las experiencias de la vida universitaria de la recientemente creada, hacia 1957, carrera de sociología. Allí se componen las imágenes de Hugo Calello “ayudante estrella de la cátedra de Introducción de Germani” (Fogwill: 392), a quien Fogwill recuerda como “jefe de la juventud” (392) reclamando por su desempeño académico en tanto cuadro de militancia socialista. A partir de la anécdota banal y el lenguaje intimista, Fogwill traza las figuraciones de Gino Germani y Torcuato Di Tella, a fin de componer los contornos de una escena académica y cultural implicada durante la década del 60 en la modernización de la sociología, tanto en la Universidad como en el Instituto Di Tella –“un palacete en Belgrano convertido en lo que hoy se llamaría “centro de excelencia” (397). [7]

La figura de Hugo Bressano -Nahuel Moreno- se introduce como parte de la recuperación de su militancia en el trotskismo, para conducir hacia una perspectiva fuertemente autocrítica. A partir de la recordación de su primer contacto con el célebre dirigente trotskista se efectúa una profunda revisión de la experiencia personal, así como de las formas de militancia durante la década del 60, y las derivaciones de ese programa político durante la década del 70: “Sucedió en 1965  […] Ya no era un chico pero todavía necesitaba confirmar la perfección de esa figura que quería elegir como fuente de toda razón y justicia, según el pacto delirante que el morenismo impuso a sus cuadros” (393). La ironía modula el recuerdo del encuentro con Nahuel Moreno y, a partir de él, se produce la revisión del pasado militante y de las afinidades con el grupo de Palabra Obrera, facción que luego formaría parte del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) hasta su escisión. Ahora bien, la intervención de Fogwill con el líder trotskista parte de una posición polémica que recupera la voz de Hugo Calello en relación a la violencia política: “Hugo no desestimaba la violencia, pero para él la vida humana no podía ser objeto de cálculo ni instrumento de propaganda de una organización. Ni aunque se trate de la vida de un policía, o de un torturador” (392). Esta posición es la que sirve como punto de conflicto y contraste con la figura de Nahuel Moreno y, especialmente, el perfil guevarista que adquirió el PRT hacia la segunda mitad de la década del 60. Sin embargo, más allá los postulados políticos del morenismo y sus diferencias ostensibles con el ala combativa del PRT liderada por Roberto Santucho, Fogwill se propone un examen estrictamente personal sobre los propios acuerdos “con algunas tesis del grupo de Nahuel Moreno” (392). Esa trama de afinidades políticas y formas de organización militante, así como la discusión sobre sus posibilidades y responsabilidades políticas resulta desarticulada en el ejercicio crítico que Fogwill realiza en 1997:

¡Qué pérdida de tiempo! La identidad de las palabras del gurú y la semejanza de su manera de influir sobre un bobo de 1965 y un vivo de los años ochenta me hizo olvidar la diferencia entre aquella generación que arrancó programada para una victoria y esta que llegó procesada por una derrota (394).

El emblemático dirigente trotskista  adopta la paródica figuración de un gurú que ha operado políticamente en al menos dos generaciones. Sin embargo, la distancia entre la década del 60, sus ilusiones y proyectos revolucionarios, y la democracia pos-dictatorial restablecida a partir de 1983 da cuenta de algo más significativo que una mera continuidad temporal. En el discurso de Fogwill, la dimensión del tiempo histórico es interpretada como una secuencia que advierte la distancia entre dos generaciones (dos escenas de la política y la cultura argentina); aquella para la cual la victoria de la revolución era inminente, y la que vive las consecuencias de su represión como escena contrarrevolucionaria que hace tangible el resultado de un proceso de reorganización político, social y económico.

Daniel Hopen, Roberto Cristina y Roberto Carri son los nombres propios que materializan esa violencia represiva del Estado; intelectuales y sociólogos con quienes Fogwill estableció un vínculo estrecho, que como consecuencia de sus compromisos con la militancia revolucionaria fueron detenidos-desaparecidos. [8] Estos nombres permiten hacer visible una red de afinidades y divergencias teórico-políticas, a través de una perspectiva enfocada desde la intimidad personal del recuerdo. Fogwill trazaba, así, una visión parcial y deliberadamente subjetiva de esas historias, implicándose en las pasiones y complicidades que circulan como una infraestructura afectiva del sentido académico o militante. El texto describe en detalle los pormenores de una experiencia que involucraba encuentros semiclandestinos en un “despacho de Investigaciones Sociales de AMIA” (397) entre Fogwill, Carri y Hopen; el olor de unas fotocopias termoquímicas –en “tiempos pre-xerox” (398) que actúa como catalizador de una memoria en el cual se hace explícita la voluntad de identificación y la ponderación intelectual: “Recuerdo nítidamente ese olor acre y, a la distancia, proyectado hacia atrás, yo quisiera tener el conocimiento de Murmis, la originalidad y la destreza lógica de Verón, pero puesto a elegir qué ser, preferiría ser Hopen (398-399)”. La recuperación de esa memoria implica una confusión generalizada de caracteres personales e intelectuales que permiten advertir la densidad de una escena cultural enredada en valoraciones y distancias, afinidades y detracciones, y que se constituye como punto de partida de su itinerario crítico. Fogwill se inscribe parte de una generación involucrada en la elaboración de cuadros de militancia política y en la producción de teoría crítica. Sin embargo, su gesto memorialista desarticula el esquematismo de una historia rígida y taxonómicamente organizada, y en su lugar, opera imágenes asociativas y reverberaciones sensoriales; es a partir de estos recursos que la narración de la experiencia define el estado proteico de la sociología argentina y su estrecha vinculación con la praxis política:

 

Muy cercanos hasta el 65, hacia el fin de la década entre Daniel y Roberto Cristina del maoísmo y Roberto Carri del peronismo revolucionario, sólo quedaba en común la disposición a encontrarse para cambiar figuritas conmigo. Hasta bien avanzado el 73, por más sectarios que se fueran tornando ambos Robertos, todo rencor y diferencia entre ambos se borraba a la hora de compartir los temas de la ética, el deber, el fin y los medios, la teoría, el componente mítico y teleológico, en cuyo tratamiento adquirimos destreza sin perder el pudor, la ignorancia y la ingenuidad de los primero años de facultad. Hopen sólo se interesaba en la discusión por la competencia retórica, y si no tenía público hasta podía atreverse a callar. Gran simulador, nunca fingió compartir la pasión que vinculaba a ambos Robertos y a mí ya pública profesión de fe liberal-extrema y consagrado con la caracterización de patrón, decadente, marihuanero y siloísta que me habían concedido los familiares del PRT (400-401).

 

Resulta evidente que la reconstrucción de esos lazos comunes no deja de ser una operación para definir la propia identidad, configurada como posición irreverente frente a la militancia revolucionaria. El texto se compone al reunir la voz del propio Fogwill junto a la visión peyorativa que la izquierda militante, específicamente el PRT, trazó de su figura. Sin embargo, la autofiguración plantea una paradoja entre su posición refractaria a la disciplina, el lenguaje de la militancia y la posibilidad de trazar un territorio común habilitado por la disputa teórica, la discusión gratuita y el encuentro entre posiciones antagónicas. En efecto, al advertir el desplazamiento y la crispación sectaria de las organizaciones políticas desde 1965 hacia 1973, Fogwill se esfuerza en señalar el componente afectivo, personal y anti-partidario del vínculo que lo acercaba a Hopen, Carri y Cristina. En este sentido, no resulta menor advertir en esos temas de discusión -ética y deber, historia y mitologías, teoría y práctica política- una constelación de sentidos que actúa como vertebradora de su producción crítica y literaria posterior. Incluso, esa forma de vinculación entre pares a través de la controversia contribuye de modo significativo a la elaboración del ethos polémico que caracterizará su figuración autoral. La discusión teórica entre pares adquiere la forma de una zona franca que explota el valor significativo de las disidencias; un territorio de afectos comunes que une al principal dirigente maoísta argentino junto a un peronista revolucionario, un erpiano disidente y a un ex-trotskista devenido anarco-liberal. El perfil crítico de la escritura fogwilliana intenta pensar relaciones (políticas) impensables que arrecian contra la rigidez, ya sea de las propias organizaciones revolucionarias como del discurso de la historia, y en su lugar, se construye un texto fundando en el eclecticismo del lenguaje y de las propias heterodoxas experiencias.

Hacia el final, Fogwill produce una recordación del fracaso revolucionario y su represión que puede ser interpretado, tal como señala María Moreno,  como “el duelo patológico por la revolución. (Un trotskista es para siempre)” (Zunini: 124). Ese duelo paradójico se realiza en el seno de una sociedad “procesada por una derrota”; y es en esa coyuntura donde se instala la palaba de Fogwill para rescatar la memoria de Roberto Cristina y Daniel Hopen: 

 

Mucho antes del lanzamiento de su fracción, corroborando a Murmis, se ocupó de crear problemas a los del ERP y varias veces me llegaron de esa fuente chismes limítrofes entre la calumnia y la delación. El más verosímil para mí aludía a su ineficiencia militar […] tenía terror a las armas de fuego y a los explosivos, tal vez porque definen espacios de poder invulnerables a las estrategias discursivas y proceden en intervalos que no dan tiempo para crear problemas. Roberto Cristina, que siempre mantuvo el mismo pacto de mejor amistad con nosotros dos, pero que desde la aparición del ERP 22 y más desde su asunción como Secretario General del PCML y embajador político de Pekín, agendaba a Daniel como el peor ejemplo del aventurerismo populista, se habría alegrado tanto como yo al leer el relato conmovedor que hace Castiglione sobre los últimos días del Duñe en el Departamento de Policía. Entre tanta miseria humana, las historias de cautiverio abundan en episodios heroicos que todavía no tuvieron su cronista. Saber que en la mugre, herido, golpeado y reducido a esa verdad de la realidad intolerable que proclaman los guardias, aquel gordo que temía disparar una 22 contra unas cañas en la costa de Quilmes, se permitió sobre el final la gratuidad del heroísmo, y que eligió morir a su manera como Roberto Cristina en Puente 12, que cada vez que aparecía un oficial alardeaba ¡Viva la Patria! ¡Viva la Clase Obrera!, alienta mi ilusión de ser uno de ellos y la confianza en que las gratuidades que me competen y que tanto me acercaron a ellos y tanto me diferenciaron de ellos, también valen la pena y merecen seguir repitiéndose hasta el final (Fogwill: 402). [9]

 

El fragmento resulta singularmente afectivo, y la usual mordacidad cínica de Fogwill se desvanece al evocar a Hopen y Cristina. [10] De hecho, la figura de Daniel Hopen se presenta como la contracara de la conducta militante; lejos de los atributos guerrilleros, la semblanza subraya la habilidad retórica -“las estrategias discursivas”- como rasgo que define una personalidad tensionada entre la especulación teórica y la aventura revolucionaria. En esta densa memoria de militancia y represión, Fogwill instala como principal aglutinante de sentido una dimensión absolutamente afectiva, esto es, un pacto de amistad. La vindicación de la amistad convierte al texto, y a la figura del propio Fogwill, en el testigo paradójico de una red de experiencias, afinidades y disidencias políticas. De hecho, más allá de la distancia entre el maoísmo de Cristina y el ERP 22 de agosto en la que participó Hopen, ambos compartieron un mismo final que afecta los modos de la rememoración y la crítica ejercidos por Fogwill. El esbozo de una aproximación sobre las condiciones del cautiverio de ambos militantes produce una narración en la cual se confunden sus vidas, las teorías políticas, la macabra parodia de un lema peronista, la “gratuidad del heroísmo” y el registro de una resistencia que se repite para hacer resonar la voz del propio Cristina. Ese conjunto de episodios heroicos  sin cronistas se presenta como un incognoscible, un vacío que el texto de Fogwill, pródigo en anécdotas y detalles minuciosos, no puede designar ni poblar sino a través del gesto gratuito del desafío y la resistencia. Así, el carácter gratuito del gesto heroico se proyecta como un deseo (una ilusión) de identificación -“ser uno de ellos”-, y repetir el gesto que se articula como la marca de una identidad compartida. El duelo del trotskista señalado por María Moreno, devenido crítico materialista de la cultura vía Althusser, bien puede focalizarse en este pacto entre un erpiano insurrecto y un maoísta ortodoxo. Esa amistad adquiere la forma de una marca de origen y, al mismo tiempo, posibilita la revisión crítica de la militancia revolucionaria. En definitiva, la relectura de las décadas del 60 y 70 planteada por Fogwill se compone como un regreso a través de fragmentos anecdóticos y experiencias personales en los que la política se une al trasfondo teórico que posibilitó el armado de un campo de sentido. Su mirada disruptiva -su “actitud punk” según advierte Gabriel Vommaro (121)-  es el resultado heterodoxo entre la formación sociológica reconvertida y proyectado en el medio contrarrevolucionario; allí, Fogwill yuxtapone su irreverencia junto a una visión materialista del lenguaje y los lazos sociales. La provocativa incomodidad de sus reflexiones retrospectivas permite la posibilidad de la contra-lectura como ejercicio productivo de una memoria crítica; una construcción que se abre al pensamiento y se proyecta hacia la sociedad contemporánea a través de una disputa por los sentidos de esas experiencias interrumpidas; tal como sostiene Diego Tatián “la memoria es un campo de batalla” (22).

 

 

Bibliografía

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Rebossio, Alejandro (2010). “Rodolfo Fogwill, el último maldito de la literatura argentina” en El País, 23 de agosto de 2010 [http://elpais.com/diario/2010/08/23/necrologicas/1282514401_850215.html

Rinesi, Eduardo (2011). “Prólogo”. En Fogwill, literatura de provocación. Los Polvorines: Universidad Nacional de General Sarmiento.

Tatián, Diego (2012). “Experiencia, subjetividad y memoria”. En Lo impropio. Buenos Aires: Excursiones.

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Zunini, Patricio (2014). Fogwill, una memoria coral. Buenos Aires: Mansalva.

 

[1] El rótulo se impone y disemina. Desde el texto de Gabriela Cabezón Cámara del 22 de agosto publicado en Clarín titulado “Fogwill: Murió el último maldito de la literatura argentina”; la necrológica de Alejandro Rebossio “Rodolfo Fogwill, el último maldito de la literatura argentina” aparecida en El País el 23 de agosto de 2010; y la nota de Juan Francisco Gentile “El último maldito” publicada en Perfil el 1 de septiembre de 2013, dedicada a la publicidad de las jornadas organizadas por la Biblioteca Nacional. Por su parte, Alan Pauls relativiza el malditismo de Fogwill teniendo en cuenta sus mecanismos de visibilidad construidos a través de los medios de comunicación: “Todos los medios sabían que, hablara de lo que hablara, Quique aseguraba una buena página de quilombo. Y él siempre se prestó. Eso define su forma de malditismo, que fue bien contemporáneo. Era un maldito con todos los medios a su disposición” (Zunini: 128).

[2] Entre los interlocutores, miembros de la revista El Ojo Mocho, se encontraban Horacio González, Christian Ferrer, Eduardo Rinesi, María Pía López y Felipe Rinesi.

[3] Según se señala en la entrevista, este modelo interpretativo puesto en práctica por Fogwill fue caracterizado con abierta ironía por Germán García, como “el reduccionismo del Viejo Vizcacha” (Fogwill: 307).

[4] La hipótesis del “bloqueo tradicionalista” desarrollada por Oscar Terán tiene en cuenta el proceso de deslegitimación del poder y la institucionalidad política fundada, en parte, en un “hipertrofiado temor al comunismo y […] una profunda desconfianza ante la democracia” (163). Terán resulta contundente a fin de dimensionar el corte en la cultura crítica realizado a partir del golpe de Estado encabezado por Onganía: “es posible argumentar que existió efectivamente en ámbitos representativos de esta zona cultural un proyecto que no por complejo dejó de asumir la especificidad y la legitimidad de la práctica cultural, proyecto que luego del golpe de Estado de 1966 fue barrido por un viento autoritario que sin embargo dejó sobre la escena cultural una suerte de marcas en la arena de aquello que pudo haber sido” (183). Una lectura coincidente, y complementaria, es desarrollada por Adolfo Prieto en su artículo “Los años sesenta” [1983], en el cual realiza un detallado recorrido del desarrollo editorial, los autores involucrados y la modernización cultural de la década. Prieto recuperaba una serie de artículos del semanario Primera Plana; uno de ellos de 1962 dedicado a componer un perfil del Departamento de Sociología de la Universidad de Buenos Aires: “que ya entonces se insinuaba y que efectivamente sería el núcleo de modernización más activo de la Universidad hasta la intervención militar de la misma en 1966” (526).

[5] A esos nombres vinculados al ensayo de interpretación nacional, Fogwill agrega una serie de nombres aparentemente arbitrarios; Marinetti, D´Annunzio, Heidegger, Lugones y Marechal completan una nómina abierta y paradójica. Sin embargo, la conexión se advierte al considerar el problema de la figura del intelectual y su relación con el poder, las instituciones y las diversas formas del relato colectivo.

[6] Deleuze y Guattari elaboran su noción-dispositivo de “máquina deseante” en el capítulo primero de El Anti-Edipo: Capitalismo y Esquizofrenia que se presenta como modo para pensar los procesos de producción en contraposición al esquema del deseo psicoanalítico de base lacaniana, en el cual el deseo es interrumpido/reprimido como punto nodal en la configuración del sujeto. La noción de “máquina” que opera en Deleuze y Guattari avanza sobre el psicoanálisis a través de una lectura materialista de la producción del deseo; los filósofos sostienen: “Las máquinas deseantes son maquinas binarias, de regla binaria de régimen asociativo; una máquina va acoplada a otra. La síntesis productiva, la producción de producción, posee una forma conectiva […] El deseo no cesa de efectuar el acoplamiento de flujos continuos y de objetos parciales esencialmente fragmentarios y fragmentados […] El producir siempre está injertado en el producto; por ello la producción deseante es producción de producción, como toda máquina, máquina  de máquina” (15). Luego, se desarrollan a través de Lévi-Strauss y Marx, los sistemas de producción, la noción de “máquina como sistema de cortes” (Deleuze y Guattari: 42) que advierte la dinámica entre la continuidad y el corte de los flujos de producción, así como la noción de “código” almacenado, tramado en cada máquina e inseparable de su registro y transmisión.

[7] El texto de Fogwill recupera la disputa por los lugares del saber con la ligereza de una conversación informal: “Alguien nombró la marca de autos, es decir al profesor, y Germani hizo un gesto de espantar un tábano que quisiera agregarse al del temario informal de la charla y dijo: -¡Ese es Adán…!-y aclaró: ¡Anda siempre en pelota…! (397). 

[8] Roberto Cristina fue estudiante de sociología y Secretario General de Vanguardia Comunista hacia 1968, luego ratificado por el I Congreso del partido en 1971. Cristina fue detenido y desaparecido el 15 agosto de 1978. Roberto Carri fue sociólogo, profesor universitario y ensayista, participó de la experiencia de las Cátedras Nacionales en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; luego de su paso por las FAP se integró a Montoneros, fue detenido y desaparecido en 1977. Daniel Hopen fue sociólogo y militante del PRT-ERP, y luego de la escisión ERP-22 de Agosto. Asimismo, participó del FATRAC (Frente Antiimperialista de Trabajadores de la Cultura). Según señala Ana Longoni (2005) el FATRAC (Frente Antiimperialista de Trabajadores de la Cultura) fue una agrupación de artistas e intelectuales originado en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT); Hopen fue el más reconocido dirigente de este frente cultural Fue detenido-desaparecido en 1976.

[9] El testimonio de Franco Castiglione, secuestrado en Coordinación Federal, fue publicado en la Contratapa de Página/12, el 3 de abril de 1997, con el título “Daniel”.

[10] Aunque quizás involucre un detalle menor, vale advertir que el nombre propio elegido por Fogwill para el médico judío que actúa como contrapunto de su alter ego ficcional, Gil Wolff, en su novela Vivir afuera (1998) coincide con el segundo nombre de su amigo Daniel Saúl Hopen.

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