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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.32 Mar del Plata dic. 2016

 

ARTICULOS

Después de la derrota. Temporalidades y estéticas de la vida común en Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit y El Dock de Matilde Sánchez

After defeat. Temporalities and aesthetics of common life in Jamás el fuego nunca by Diamela Eltit and El Dock by Matilde Sánchez

 

Cecilia Sánchez Idiart*

CONICET - Universidad de Buenos Aires

Fecha de recepción: 18-03-2016
Fecha de aceptación: 01-05-2016


Resumen

Bajo las condiciones de una extendida interrogación de las posibilidades y potencias de lo viviente, una serie de ficciones latinoamericanas contemporáneas se orienta hacia la imaginación de nuevas configuraciones de lo común que reformulan las articulaciones entre la estética, la política y la vida. Este trabajo pretende desarrollar una lectura de El Dock (1993) de Matilde Sánchez y Jamás el fuego nunca (2007) de Diamela Eltit en relación con la indagación que ambas novelas proponen de la experiencia de la derrota de las organizaciones de lucha armada constituidas en América Latina a partir de los años sesenta. Por medio de la construcción de una peculiar memoria sobre el pasado militante, estas ficciones desmontan la temporalidad revolucionaria para elaborar regímenes del tiempo abiertos a la contingencia de los encuentros entre los cuerpos y componer ordenamientos alternativos de lo común a través de una focalización en la politicidad de los afectos. En la emergencia de una potencia de lo viviente que no se deja reducir al orden de lo humano, lo común desarregla los procesos de subjetivación de la militancia y produce modos de vida compartida ajenos al disciplinamiento y homogeneización de los cuerpos.

Palabras clave

Temporalidad - Biopolítica - Militancia revolucionaria - Lo común - Literatura latinoamericana contemporánea

Abstract

Under the conditions of an extended interrogation of the possibilities and potencies of the living, a broad range of contemporary Latin American fiction aims to imagine new configurations of the common that reformulate the articulations between aesthetics, politics and life. This paper offers a reading of El Dock (1993) by Matilde Sánchez and Jamás el fuego nunca (2007) by Diamela Eltit with regard to the reflection about the defeat of armed struggle organizations formed in Latin America since the sixties in which both novels engage. Through the construction of a singular memory of the militant past, these fictions dismantle revolutionary temporality to elaborate regimes of time open to the contingency of encounters between bodies and propose alternative compositions of the common from a focalization on the politicity of affect. In the emergence of a potency of the living that is not subsumed to the order of the human, the common disassembles the processes of subjectivation of militancy and produces modes of shared life beyond the disciplination and homogenization of bodies.

Keywords

Temporality - Biopolitics - Revolutionary militancy - The common - Contemporary Latin American literature


 

 

La literatura y la vida

En el ensayo "El arte de vivir en arte", el escritor y crítico argentino Alan Pauls desarrolla el concepto de una "literatura expandida" para referirse a un conjunto de producciones contemporáneas que vuelven permeables las fronteras entre la escritura y la vida y apuestan por "las actuaciones existenciales, el diseño de formas de vida, las operaciones directas sobre el tiempo y el espacio sociales, las relaciones con el mundo" (179). Bajo las condiciones de una extendida insistencia en la interrogación de las posibilidades y potencias de lo viviente, una zona relevante de las prácticas de escritura latinoamericanas del presente se orienta hacia la imaginación de nuevas configuraciones de lo común que reformulan las relaciones entre la estética, la política y la vida. Más allá de las retóricas del compromiso que regularon las articulaciones entre cultura y política hasta por lo menos mediados de la década de los setenta (Garramuño 2009; Richard), estas ficciones hallan nuevos horizontes de politización en la exploración de modalidades alternativas de asociación afectiva entre los cuerpos, irreductibles a las lógicas del Estado y el mercado.

Este trabajo pretende desarrollar una lectura de dos ficciones de lo común contemporáneas -El Dock (1993) de la escritora argentina Matilde Sánchez y Jamás el fuego nunca (2007) de la narradora chilena Diamela Eltit-, en relación con la indagación que ambas novelas proponen de la experiencia de la derrota de las organizaciones de lucha armada constituidas en América Latina a partir de los años sesenta. Por medio de la construcción de una peculiar memoria sobre el pasado militante, estas ficciones desmontan la temporalidad revolucionaria para elaborar configuraciones del tiempo abiertas a la contingencia de los encuentros entre los cuerpos y componer ordenamientos alternativos de lo común a través de una focalización en la politicidad de los afectos en tanto umbrales de cohesión y desintegración de los cuerpos (Beasley-Murray; Gregg y Seigworth).

Ambas novelas interrogan las temporalidades heterogéneas de lo contemporáneo en la exploración de las articulaciones complejas entre el pasado revolucionario y el presente de la derrota, así como en la irrupción de regímenes temporales que imponen escalas más allá de lo normativamente humano (la temporalidad cósmica y los ritmos de la percepción en El Dock; el tiempo microscópico de las células y el cuidado de los cuerpos en Jamás el fuego nunca). Abandonando los mandatos heroicos de la militancia y la temporalidad teleológica de la revolución, las ficciones de Eltit y Sánchez delinean nuevas políticas de la vida en un presente sembrado de desechos y ruinas del pasado, a la vez que imaginan estéticas alternativas de los cuerpos y sus umbrales afectivos: en la emergencia de la opacidad de lo viviente -de una vida que no se deja reducir al orden de lo humano-, lo común desarregla los procesos de subjetivación de la militancia revolucionaria y produce modos de vida compartida ajenos al disciplinamiento y homogeneización de los cuerpos.

Estas novelas trabajan, así, con los residuos materiales de un pasado que se pensó bajo el signo de la inminencia de la revolución, de una "progresividad transformadora" (Casullo, 24) que no tardaría en avanzar hacia la emancipación social. Lejos de la épica del sacrificio que exigía del militante una disposición a dar la vida,[1] Jamás el fuego nunca y El Dock se esfuerzan por pensar la vida común después de la derrota, cuando el horizonte revolucionario ya se percibe como parte del pasado -de un pasado que, sin embargo, no deja de insistir y reverberar en el presente. Si la temporalidad se revela como objeto de gestiones biopolíticas orientadas hacia la regularización de los ritmos y hábitos de lo viviente (Boero), se vuelve productivo imaginar políticas y estéticas de la vida compartida que configuren modelos alternativos del tiempo. A partir del desmontaje de la temporalidad clausurada y lineal de la experiencia militante, estas ficciones componen regímenes de tiempo heterogéneos que, sin ajustarse ya a la sucesividad de la cronología, interrogan las posibilidades de variación de lo viviente (Fernández Bravo, Giorgi y Rodríguez). Se trata de temporalidades que, como sugiere Esposito, no tienen "la forma estable de la presencia, sino la del acontecimiento", ni están hechas "de personas y cosas, sino de velocidad, afectos, tránsitos" (2009: 214). Las estéticas y políticas de lo común que proponen estas novelas indagan, de este modo, los tiempos intensivos de las potencias, afectos y mutaciones de lo viviente, y encuentran allí la fuerza de un lenguaje indiscernible de la vida.

 

Espesores de la memoria, impurezas del presente

Tanto Jamás el fuego nunca como El Dock construyen, si bien a través de tonalidades e intereses narrativos diferenciados, una memoria incierta y extrañada de la experiencia revolucionaria que no se orienta tanto a la recuperación y comprensión de un pasado como al registro de su obstinada insistencia en el presente.[2] La interrogación clave que estas ficciones formulan remite, así, a los modos de habitar una contemporaneidad anacrónica en la que persisten restos del pasado y se delinean figuraciones de lo posible, intensidades de lo virtual aún no actualizadas. Ambas narraciones desarreglan la linealidad del tiempo cronológico para imaginar nuevas potencias de la vida en común desde un presente heterocrónico[3] que compone velocidades, afectos, ritmos y hábitos dispares de lo viviente.

En Jamás el fuego nunca, la narradora y su compañero, dos antiguos integrantes de una organización de izquierda, conviven al borde de la mera subsistencia confinados al espacio opresivo de una habitación. El pasado de la militancia revolucionaria emerge y se inscribe en el presente a través de la interrogación insistente de aquella experiencia por parte de la narradora. Antes que funcionar como mecanismo de representación, la memoria opera a través de fallas e interrupciones que atentan contra cualquier pretensión de transparencia o continuidad narrativas. La novela se instala en un presente de contornos difusos desde el cual resulta imposible cuantificar la distancia con respecto a un pasado que no hizo más que acumular catástrofes y expulsó el tiempo fuera de sí:

 

Cien años ya y pese a saber que todo fue consumado en un pasado remoto, en otro siglo y, más aún, en otro milenio, mil años en realidad, allí está el reciente siglo entero o los mil años decrépitos, insidiosos, que se ríen con un horrible gesto para ostentar su estela de desgracia (Eltit, 154).

 

Las ansias, siempre frustradas, de otorgarle un sentido a ese pasado, de esbozar, al menos precariamente, una cronología de lo sucedido están motivadas por un desorden orgánico que introduce una irregularidad en los hábitos del cuerpo: "no puedo, no sé cómo dormir si no recupero el tramo perdido, si no sorteo el hueco nefasto del tiempo que requiero atraer" (14). La opacidad de una memoria que emerge "desde la raíz más insólita de nuestros huesos" (56) figura en contigüidad con las relaciones afectivas entre cuerpos y produce una indistinción entre el tiempo de lo recordado y la instancia de la rememoración: "Te acuerdas, te pregunto, cómo llegué a ser delegada. Con tus manos, quitas mis dedos de tu párpado. Cierras el ojo, los dos ojos. Los aprietas" (72-3). Se trata de un pasado que se incrusta en el presente e introduce cortes en la linealidad del tiempo: lejos de apuntar a la recuperación de un sentido histórico, la novela explora los puntos de quiebre de la temporalidad revolucionaria y sus imbricaciones con el presente de la derrota, y de este modo ilumina los "momentos de crisis del tiempo [.], justo cuando las articulaciones entre el pasado, el presente y el futuro dejan de parecer obvias" (Hartog, 38).

Desde un presente "siempre colapsado" (Eltit: 57), en ruinas, poblado de desechos y de cuerpos que apenas se mantienen con vida, resulta imposible elaborar un sentido de la derrota porque incluso los criterios del lenguaje militarizado de las organizaciones revolucionarias han perdido toda vigencia y sus términos se confunden: "qué sentido tiene ahora contabilizar las pérdidas o reconstruir la derrota, [.] me dices. Pero ¿hubo triunfos?, te pregunto, ¿al menos una victoria?, ¿cuál célula fue exitosa o sana?" (107-8). En la configuración de una temporalidad dislocada e indeterminada, la promesa incumplida de un siglo nuevo cede su lugar a una persistencia incierta en un presente "sin ningún horizonte" (179) que resulta ininteligible para la razón de la revolución.[4] Ante el fin de una época que hizo estallar "la continuidad del tiempo histórico" (Pelbart: 223), la desorientación es radical: "no queremos o no sabemos ya cómo claudicar [.], a quién rendirnos o qué rendir de nosotros, a quiénes entregar nuestro arsenal de experiencias y de prácticas largamente cultivadas" (Eltit, 34). Los saberes de la militancia se revelan improductivos y los cuerpos desgastados de los antiguos guerrilleros tienen como única expectativa el avance de un deterioro implacable. Pero si después de la derrota el tiempo no se acaba sino que se repliega sobre sí, se puebla de anacronismos y fallas en la cronología, y produce una sobrevida inexplicable recorrida por temporalidades e intensidades heterogéneas, entonces se vuelve posible imaginar, a través de la producción de un desorden en los hábitos y afectos de los cuerpos, composiciones del tiempo alternativas a las modeladas por la teleología revolucionaria.

La memoria del pasado militante penetra y se inscribe en los desarreglos de los cuerpos porque el cuerpo mismo se delinea como materia privilegiada de la política (Foucault 2001: 38) y figura como campo de fuerzas atravesado por procesos de subjetivación y disciplinamiento, a la vez que emerge en su potencia de insubordinación. Bajo una configuración temporal sometida a la espera de "la llegada ineludible de la historia" (Eltit, 45), los cuerpos fabricados por la máquina de subjetivación de la militancia entregan sus poderes y deseos, su agilidad y fuerza al servicio de la revolución. Es preciso, así, asegurar el rigor y el rendimiento eficiente de los cuerpos, y producir vidas austeras ajustadas a un orden del tiempo que serializa los hábitos e interviene sobre los afectos para disolver la individualidad de los cuerpos bajo el régimen uniforme y homogéneo de la masa. En la indiferenciación abrumadora de una rutina parca que encadena una "suma estrecha de cuerpos que se repetían monótonos [.], semanales, puntillosos, serios" (75), la reiteración del hábito aplasta la potencia afectiva y relacional de los cuerpos: "Mis pies, en cierto modo, desconocidos, unos pies capturados en recorridos rígidos, funcionales" (56). Si conocer un cuerpo es conocer lo que ese cuerpo puede hacer, sus poderes de afectar y ser afectado en relación con composiciones diferenciales de velocidades y lentitudes (Deleuze, 150), el cuerpo disciplinado e inflexible de la militancia, clausurado a la experimentación, se torna tan irreconocible como los rostros de los guerrilleros transfigurados por la "masificación" (Eltit, 55).

Las prácticas de subjetivación de la militancia revolucionaria configuran en Jamás el fuego nunca tanto un orden de los cuerpos como un orden del discurso, una economía del lenguaje. Señala Foucault en su lección inaugural en el Collège de France pronunciada en 1970 que la producción discursiva en una sociedad está "controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad" (2005: 14). En la novela de Eltit, el lenguaje de la militancia está sometido a criterios de rigurosidad, austeridad y consistencia análogos a los que regulan el régimen de producción de cuerpos. Se pone en juego, así, toda una economía estratégica de palabras certeras y exactas, coherentes en su lógica interna y desprovistas de ambigüedades, que se pretenden tan persuasivas como asépticas: "sostenías unas palabras legítimas y consistentes que no se podían soslayar y te mirábamos extasiados [.] y yo, cautivada por la rigurosidad de tus palabras, apagaba el cigarrillo" (Eltit: 13). Los saberes de la militancia revolucionaria, por su parte, comprenden una labor de desciframiento ideológico de los discursos que en el minucioso análisis "de titulares, de párrafos, de secciones cruzadas, de sincronismos y diferencias, de matices, de suspensos" encuentra "la insaciable repetición de una noticia, la burda manipulación" (57).

Ahora bien, más allá de las estrategias de persuasión y de las operaciones ideológicas, la novela ilumina las falencias de un discurso que se pretende independiente de los cuerpos y descubre, en cambio, una fuerza de sugestión del lenguaje que no pasa por la lógica desapasionada de la argumentación, sino que más bien se vincula a un poder impersonal de afección que ya no depende del asentimiento o consenso brindados por un sujeto racional.[5] La precisión de una exposición rigurosa e indiscutible es desarreglada por una intensidad afectiva que recorre los cuerpos y los abre a lo imprevisible: "Una lucidez ensimismada, una puesta en escena irrebatible, un trazado que contiene mil años, cien de historia. Sí, ¿no?, pero nunca, nunca pensé en el funcionamiento autónomo del cuerpo, su cíclica sorpresa y su catástrofe" (155). Aquella materialidad inquietante que, según Foucault, el orden del discurso busca expulsar fuera de sí regresa en la irrupción de un lenguaje que es inmanente al plano de los cuerpos y los afectos que los atraviesan.

Por su parte, El Dock se enfoca en las consecuencias íntimas del ataque de un grupo de rebeldes a un destacamento militar sobre las vidas de la narradora, su pareja Kim y Leo, el niño del que terminan haciéndose cargo, hijo de una amiga de la infancia de la narradora muerta en el combate. Ya desde el comienzo la novela se instala en un tiempo impreciso que no coincide con el fijado por la cronología: se trata de un presente difuso y ambivalente desde el cual la historia que comenzó con el ataque en el Dock es vivida en ocasiones como parte de un pasado remoto y ajeno, y a veces se impone con la inmediatez de lo recién acontecido. La narración recorre las intensidades heterogéneas de una memoria barroca e intermitente que hace ingresar el pasado al presente en la composición de una temporalidad anacrónica: "el recuerdo es tan vivo que todo parece volver a ocurrir ahora, en este preciso instante" (Sánchez: 44). La contemporaneidad que fabrica la novela se afirma, así, en el incesante deslizamiento que marca una distancia y una relación de inactualidad con el propio tiempo (Agamben 2011). El tiempo pasado se imbrica indisociablemente con el presente dilatado de la rememoración y narración, que se expande al ritmo de las sucesivas incursiones de la memoria:

 

Le conté lentamente algunas cosas que habían ocurrido, es decir, la historia de la historia de la historia, según lo definió Kim, retrocediendo un poco más a cada explicación, con la certeza de estar ligando por la fuerza distintos acontecimientos para conseguir una apariencia de orden histórico que, en los hechos, no resultaba menos confusa (18; las cursivas son nuestras).

 

El pasaje también subraya el carácter artificial de cualquier ordenamiento temporal y su dependencia de una organización narrativa. La prensa, por ejemplo, en su cobertura del ataque al destacamento, se esfuerza por "convertir el caos de desplazamientos en una coreografía" (21), en tanto que la novela, por el contrario, aprovecha los mecanismos de la ficción para interrogar las dimensiones de una temporalidad compleja que no se deja reducir a la linealidad de la cronología, y en la que el pasado no deja de insistir sobre el presente. En El Dock se vuelve evidente, así, que todo ejercicio de memoria requiere de una fuerza de invención (Braidotti, 165), a la vez que los saberes de la historia y la ciencia cobran un valor conjetural: "Finalmente toda la Historia es una conjetura, como lo es también el futuro congelamiento del sol, al cabo del tiempo" (Sánchez, 198). Los procedimientos del recuerdo figuran como ajenos a la voluntad y a la conciencia y dependen de la contingencia del azar que, en ocasiones, rescata algunos episodios e imágenes de la bruma del olvido: "hay una especie de amnesia que envuelve [los hechos], un olvido del orden que a veces libera unos pocos detalles y los proyecta frente a mí" (39). Por otra parte, si en Jamás el fuego nunca el discurso es atravesado por fuerzas afectivas que actúan sobre el orden de los cuerpos, en la novela de Sánchez las intensidades no verbales de la memoria tensionan el lenguaje y presentan un desafío a la escritura: "decir un punto [de calor] más alto no significa precisar el fenómeno sino que es apenas un intento de describir algo que no sucede con palabras" (30). Más allá de la representación, la materialidad afectiva de los cuerpos se inscribe en la ficción para interrogar y poner a prueba los umbrales del lenguaje.

En el escenario de una contemporaneidad que superpone tiempos enrarecidos y ritmos heterogéneos de lo viviente, el ataque perpetrado en el barrio del Dock es un acontecimiento que se adelanta al lenguaje ("el locutor comenzó [.] a balbucear incoherencias sobre lo que había ocurrido"; 13) y produce una disrupción en el orden de la temporalidad. La narradora y Kim observan a través de la televisión los últimos momentos de una joven guerrillera que agoniza frente a las cámaras y, a partir de allí, los mecanismos de la memoria conducen a la narradora hacia el descubrimiento de que esa mujer era Poli, una antigua amiga de su infancia. En la convivencia con Leo, el hijo de Poli, la narradora recompone de a retazos la biografía de su amiga y le inventa un pasado que sirve de territorio común con el niño. Ambos se preguntan y especulan sobre las razones que podrían haber llevado a Poli a formar parte del ataque, y desde allí emprenden una singular reflexión sobre las temporalidades y los modos de subjetivación de la experiencia militante.

Mientras que la novela de Eltit apuesta por el trabajo con cuerpos deshechos empujados al límite de la supervivencia y de su inteligibilidad como vidas humanas para desarreglar el modelo del militante disciplinado e inquebrantable, es fundamentalmente por medio de un cambio de enfoque que El Dock se encarga de dislocar las narraciones épicas de las acciones de las organizaciones guerrilleras. La novela explora las "consecuencias personales" (10) del ataque en una pregunta por la politicidad de lo cotidiano: al preocuparse por las condiciones de la invención de una vida en común, la narración se sitúa en el campo de una microfísica de las relaciones afectivas entre los cuerpos que registra desplazamientos imperceptibles sobre el nivel de la vida y el lenguaje.

El vocabulario bélico de la militancia es relocalizado en nuevos contextos que producen un efecto de extrañamiento sobre las asociaciones habituales de ciertos términos, como si la convivencia con Leo prolongase y a la vez desacomodara o invirtiera el paradigma de una vida entregada a la revolución: "el chico había tenido la brillante idea de copiar la llave de la puerta antes de nuestro operativo, como le gustaba llamarlo" (134; las cursivas son del original). Por otro lado, en la reconstrucción conjetural de los motivos de la participación de Poli en el asalto en el Dock, la militancia armada se configura a partir de la articulación de una serie de técnicas capilares de gestión de la vida orientadas hacia la internalización de una disposición al sacrificio ("era muy habitual [.] que los individuos comprometidos en estas actividades llevaran consigo los medios para su propia destrucción"; 15) y hacia una particular captura de la temporalidad y los afectos.

Impaciente ante la muerte, deseosa de conocer y sellar por fin su destino, Poli llevaba una vida sostenida con firmeza en una expectativa hacia el futuro, al punto de que "quizá todas sus hazañas fallidas, incluso la última, la más espectacular y aventurada, perseguían el mismo fin: anticipar la dirección final de su vida" (180). Era también "una persona trágica" (100) que asumía la profundidad confesional como modalidad privilegiada de contacto con el mundo; como indica Paola Cortés Rocca, Poli encarna "la sensibilidad exacerbada de la época" (100). Esta afectividad desbordante codificada bajo las formas subjetivas de la emoción impregna a su vez la política del lenguaje de la militancia, saturado de un sentimentalismo solemne y anticuado que combina "resentimiento y humanismo" (Sánchez, 131). En contraste, la narradora, que avanza "en los años sin euforia, sin una excitación particular acerca del futuro" (35), parece anclada en un presente vago y sin horizontes que ha dejado atrás toda confianza con respecto al porvenir.[6] Antes que clausurarse en la anticipación de un futuro prefijado, la novela, como se verá en el siguiente apartado, entrecruza las modulaciones heterogéneas de una contemporaneidad en la que el presente poblado de residuos del pasado parece al borde del derrumbe, pero también ilumina nuevas posibilidades de vida en común.

 

Fuera de escala: tiempos inhumanos

Más allá de las concepciones y ordenamientos normativos del tiempo, Jamás el fuego nunca y El Dock imaginan temporalidades que no suscriben al régimen de lo humano y exploran, en cambio, nuevos ritmos y posibilidades de variación de lo viviente. Ambas ficciones interrogan la doble inscripción del tiempo entre lo biológico y lo social, entre la naturaleza y la cultura, entre lo orgánico y lo inorgánico (Ludmer; Giorgi) para plantear desde esa ambivalencia estéticas y políticas alternativas de los cuerpos y los afectos. Si la biopolítica instaura una relación directa entre la vida y el poder (Esposito 2011), entonces lo biológico como campo de experimentación se vuelve inmediatamente político: es en el plano de las velocidades y afectos de la materialidad de lo viviente, de los hábitos e irregularidades de la vida donde estas novelas hallan su potencia estética.

En la novela de Eltit, el orden del tiempo está escandido por las necesidades y urgencias de los cuerpos, las dinámicas de sus afectos y los ritmos de los procesos orgánicos. Bajo una gestión estricta de recursos escasos y precarios, la dimensión de los hábitos de vida y el gobierno microscópico de las conductas se despliega como territorio político.[7] Si "el hábito persiste incluso cuando la ideología declina" (Beasley-Murray: 169), entonces la clave de un biopoder que aspira a instituir un control creciente sobre la vida se halla en el nivel de las regularidades y repeticiones de los cuerpos, y a la vez es en la disrupción de la previsibilidad de lo habitual donde se prefiguran posibilidades de resistencia. Las temporalidades desfasadas de cuerpos asediados por el dolor y la enfermedad se imbrican en una contemporaneidad vaciada de ideología tras el agotamiento del impulso revolucionario: "Tú, en cambio, no tienes nada, ninguna causa, sólo un cuerpo que te obliga, el tuyo, tu cuerpo y su artritis y el vaivén del hígado o el roce ácido de tus bronquios enervados por la tos" (Eltit, 208). Los encuentros afectivos entre los cuerpos constituyen la medida del tiempo; es a partir del tránsito de intensidades y del contagio entre materias que la temporalidad se vuelve inteligible como experiencia.

Si la célula revolucionaria se convierte en un "modelo de exterminio" (107), el hábito persiste como medio de supervivencia, modulando ritmos mínimos de los desplazamientos de los cuerpos y mutaciones imperceptibles en el campo de lo sensible. Toda una microscopía de los afectos registra contactos y distancias, roces e intensidades, relaciones de movimiento y reposo que afirman la politicidad del hábito y de las regularidades que dispone sobre los tiempos de lo vivo: "avizoro tu pie aplastando el mío [.] o nuestras cabezas demasiado cercanas respirando en una sincronía monótona. Sí, respiramos uno al lado del otro o uno detrás del otro o cada uno de espaldas al otro. Respiramos. Lo hacemos" (85). Frente a una vida que parpadea débil sobre el margen de una subsistencia precaria, el poder también sobrevive imponiendo ante todo un ritmo (Barthes, 81) y es subvertido precisamente a partir de la emergencia de una disonancia que introduzca un desvío con respecto a la norma.

Los cuerpos derrumbados de los antiguos militantes cargan aún con potencias imprevistas que provienen de la fuerza autónoma de los afectos, de poderes de asociación y modos de percepción aún inexplorados: "deseo [.] sentir que tengo un cuerpo, que todavía gravitan en mí las piernas y los brazos y no soy sólo unos riñones adoloridos o cansados" (26). La temporalidad que construye la novela no se agota, así, en la uniformidad de lo actual, sino que es desbordada por las velocidades indeterminadas e imperceptibles de lo virtual. En el umbral entre la vigilia y el sueño, entre una vida que aún se afirma y una muerte que se aproxima, la sucesividad lineal del tiempo se vuelve borrosa "en medio de un finísimo trastorno perceptivo" (40) que desarregla también las relaciones habituales entre los cuerpos: "Algunas veces me sucede: mirarte como si no te hubiese visto nunca. Y me resulta sorprendente porque tu cara pierde la monotonía y resurge ante mí con una fuerza imprevista" (99). La irrupción de lo inédito descubre nuevos usos de los cuerpos[8] y modos de asociación afectiva que impugnan el tiempo clausurado de la revolución y asumen, en cambio, la contingencia y la indeterminación como condiciones clave de una temporalidad abierta a la experimentación.

En lugar de protagonistas iluminados de una época de progreso y emancipación, los antiguos militantes son vidas menores e inescrutables, "ínfimos roedores en perpetua fuga" (80-1) que ya no cuentan para nadie. Por fuera del privilegio de lo humano, el tiempo ingobernable de lo celular -en toda su ambivalencia entre lo biológico y lo político- impone una reducción de escala que visibiliza materias y variaciones mínimas de lo viviente sustraídas a la agencia de un sujeto: "Si tuviera una linterna, un microscopio, la potencia de una luz más que halógena. El párpado se contrae, te digo, cada seis segundos. Cada seis segundos se produce un parpadeo" (70). La temporalidad de lo biológico, involuntaria e impersonal, asocia al cuerpo las modulaciones de un lenguaje afectivo ("ahora somos cuerpos palabras, cuerpos, sí, palabras"; 34) y lo abre a nuevas posibilidades de uso por fuera de la apropiación, la monotonía del hábito y el gobierno de lo humano.

En El Dock, los tiempos disímiles de lo viviente conciernen a los umbrales afectivos de los cuerpos y a las zonas de contacto entre materias: los deslizamientos entre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, lo orgánico y lo inorgánico pautan la sedimentación y disrupción de hábitos sensibles y regularidades biológicas. El recorrido perceptivo por el cuerpo agonizante de Poli descubre en el "caos de miembros inconexos y autónomos" (Sánchez, 15) un tiempo inquietante suspendido entre la vida y la muerte, tensionado por fuerzas contrarias que exceden y perforan la figurabilidad de un cuerpo inteligible como humano. Más adelante, en la morgue, la narradora acaricia el pelo de Poli, que había seguido creciendo en la soberanía de una sobrevida que correspondía a "la simple resistencia de la energía a abandonar un cuerpo" (48). Una física de los afectos nombra, de este modo, las fuerzas múltiples de la vida que perturban los umbrales de los cuerpos individuados y abren sus materias a nuevas composiciones.

Por otro lado, la intervención médica a la que es sometida la narradora al comienzo de la novela, recordada como "un salto en el tiempo, un olvido o una supresión" (25), genera un extrañamiento sobre los ritmos de vida habituales: impone un estado reflexivo y una general desaceleración de la experiencia bajo el signo de un cambio en la "velocidad de reacción" (32) del cuerpo. La vida en común con Leo introduce también una discordancia de ritmos que vuelve opaca la temporalidad de lo biológico y señala hacia velocidades y lentitudes que se sustraen a la sucesividad del tiempo evolutivo. Siempre inadecuado, demasiado caprichoso para ser un adulto, pero de una gravedad inusual para un niño, Leo crece, así, a destiempo, avanzando y retrocediendo: "lo veía crecer y madurar la idea de la muerte de su madre mientras involucionaba en otros aspectos, regresando a las canciones de cuna" (106). La temporalidad infantil es modulada por las intensidades de un deseo que funciona por asociaciones de contigüidad y convierte la vida "en una serie de marchas y contramarchas, de hacer y deshacer [.], escapes y detenciones" (149-50). El desorden de un tiempo que produce una simultaneidad entre duraciones y fuerzas afectivas heterogéneas desplaza la norma de lo humano y problematiza las fronteras móviles que intervienen sobre el campo de lo viviente para configurar un régimen de cuerpos legible ante los cálculos del biopoder.

Otra escala temporal que perturba especialmente los tiempos de una vida inscripta en el orden de lo humano concierne a la dimensión de las materias y velocidades del universo, campo de saber que apasiona a Leo. La temporalidad cósmica pone en relación dinámicas imperceptibles de polvos, gases y partículas, y habilita la imaginación de líneas de variación de lo viviente más allá de las fronteras clasificatorias que establecen distinciones entre especies: así, si una nave pudiese superar la velocidad de la luz, "una bacteria aumentaría al tamaño de una rata en el primer segundo de viaje, al de un gato en el tercer segundo y al de un gorila adulto una vez cumplido el primer minuto del trayecto" (207-8). Desestabilizando las cesuras y jerarquías entre lo orgánico y lo inorgánico, la novela pone en contacto materias heterogéneas e inventa tránsitos entre zonas inconmensurablemente distantes: "Esa era [.] la única ceremonia en honor a Poli. Las cenizas permanecieron sólo un instante sobre las hojas del suelo, para después flotar, mezcladas con la arena y la tierra que levantaba el suelo, en dirección, según Leo, a las Nubes de Magallanes" (255). Lejos de ser concebido como un orden armonioso, el universo figura como un caos "en conflicto permanente" (227), ajeno a toda razón y encaminado hacia su propia destrucción: en una contemporaneidad heterocrónica que parece al borde del derrumbe, la vida es pura contingencia.

 

 

Ficciones de lo común

Jamás el fuego nunca y El Dock comparten un interés por el desmontaje de las narraciones épicas de la militancia a través de una focalización en las posibilidades de la vida común tras la derrota de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. En el terreno de una micropolítica de las relaciones afectivas entre los cuerpos, las ficciones de Eltit y Sánchez configuran una estética que, al imbricar múltiples materias y temporalidades de lo viviente, problematizan los procesos de subjetivación y la teleología de la experiencia militante para proponer composiciones de lo común a partir del cuidado de la vida compartida, la contingencia de los encuentros entre cuerpos y las dinámicas afectivas que los atraviesan.

En contraste con una experiencia militante regida por una fuerte inclinación hacia la organización de cuerpos, recursos, lenguajes y estrategias, en Jamás el fuego nunca después de la derrota subsisten vidas desubjetivadas que, bajo las condiciones de una afectividad común, desconocen las fronteras entre cuerpos individuados y propician contactos y mezclas entre materias: "Quizás lo más sensato sería decir de una vez por todas: nuestro cuerpo, para asumir que estamos fundidos en una misma célula, en la célula que somos y que nos dispara ya hacia la crisis" (Eltit, 81). El dinamismo de una materia que se deshace y recompone más allá de la norma de un biopoder que demarca umbrales móviles de figurabilidad y apropiación concierne a la potencia desbordante de la carne, siempre en exceso con respecto a los dispositivos que intentan gobernarla (Hardt y Negri). A partir de una exploración de los umbrales de fluidificación de los cuerpos, el lenguaje se desintegra en quejidos y lamentos, y se impregna de líquidos, excreciones, vómitos, saliva y desechos que evidencian "la fragilidad de la carne" (147) y sus múltiples poderes de afección. Sobre los "bordes ya abiertamente deshilachados" de una materia afectiva informe, los cuerpos fuera de sí se entregan a las mutaciones intempestivas de una biología que los disgrega y consume su fuerza de voluntad.

Lo común se elabora en el cruce de materias y afectos que iluminan una temporalidad precaria de cuerpos vulnerables y en trance de descomposición, pero que aún cargan con "un hálito de vida" (58) irrenunciable. En una estética microscópica del cuidado de los cuerpos, la interrogación de las posibilidades de decadencia, supervivencia y regeneración de la materia orgánica descubre umbrales de variación y contagio insospechados: "Esparzo el aceite a través de su cuello y luego recorro milimétricamente su espalda. [.] Noto la vulnerabilidad de la piel en su cadera. Muy pronto se van a desencadenar las escaras, pienso" (65).

En El Dock, la falta de lugar propio es, paradójicamente, el territorio de una estética y una política de lo común. Atravesada por una permanente "condición de extranjería" (Amante y Oubiña, 9), la vida compartida adopta el ritmo ingrávido de la errancia: dejarse llevar por el tránsito de la ciudad; hablar "sin un destinatario particular, a quien quisiera recoger sus comentarios" (Sánchez, 81). Lo común se inscribe en un campo de relaciones eléctricas entre cuerpos, flujos de intensidades e intercambios de energía que conforman también un régimen afectivo y sensible abierto a variaciones mínimas, descomposiciones y recombinaciones: "Desde el borde de la ruta, el tránsito parecía más veloz y el panorama lucía cubierto de polvo. Envuelto en la basura volátil que los autos levantaban [.], el mundo perdía consistencia y nos suspendía en la predicción de imágenes futuras" (85-86). La realidad de lo virtual deshace los contornos del presente y fabrica una contigüidad con otras dimensiones del tiempo.

Más allá de la pertenencia y de la ley -que codifica el cuerpo infantil como mercancía-, la narradora, Kim y Leo inventan para sí mismos "una familia en flotación" (231) que, lejos de fundarse en una necesidad de orden biológico, se asume como "una ficción de compañía" (266) arbitraria y contingente. En el gesto de retirada frente a los modos normativos de la vida social ("he desconectado [el teléfono] porque no quiero atender a quien seguramente todavía se interesa por mi salud"; 39), la invención de lo común supone la producción de una norma singular de vida. Rechazando la retórica de la propiedad, la existencia compartida propicia la circulación de una deuda (Esposito 2003): "la pregunta quedó instalada entre nosotros, no en cada uno sino entre los dos, como una deuda" (Sánchez, 87; las cursivas son del original). Entre el azar de los encuentros y la falta de rumbo de una vida impropia, se delinea una estética de lo común que sustrae a los cuerpos de su inscripción en el orden normativo de lo social.

Instaladas en el horizonte de un presente impuro que visibiliza los tiempos contingentes y precarios de lo viviente, Jamás el fuego nunca y El Dock indagan la potencia de una política que se revela indisociable de una estética de los afectos orientada hacia la exploración de los umbrales de composición y disgregación de los cuerpos. Frente a la moral del sacrificio y las estrategias biopolíticas de organizaciones revolucionarias que pretendieron gobernar sobre la vida y la muerte de los militantes, estas ficciones se interesan por elaborar modos de cuidado de la vida y configuraciones de lo común que conducen a una interrogación de las materias y lenguajes de lo viviente, así como de sus fuerzas aún impensadas.

 

 

* Cecilia Sánchez Idiart es Profesora y Licenciada en Letras por la UBA y estudiante de la Maestría en Literaturas Española y Latinoamericana en la misma universidad. Es becaria doctoral de CONICET con un proyecto de investigación sobre las configuraciones de la vida común, la política y los afectos en la literatura latinoamericana contemporánea. Ha publicado varios artículos y participado en numerosos congresos nacionales e internacionales.

 

[1] El problema de la moral sacrificial de las militancias armadas ha sido examinado por estudios de la sociología y la historia (Calveiro; Vezzetti; Ruiz; Carnovale), que señalan la disposición a morir como rasgo clave de la subjetivación revolucionaria. Ana Longoni, por su parte, trabaja las repercusiones del mito del heroísmo, el sacrificio y la abnegación sobre el imaginario del traidor en los relatos literarios de sobrevivientes de la experiencia concentracionaria. Finalmente, en un artículo reciente, Susana Rosano establece algunos entrecruzamientos productivos entre la teoría de la biopolítica y los mandatos de heroicidad, sacrificio y coraje de la militancia setentista, en relación con la subordinación del bíos a la política.

[2] Florencia Garramuño propone una distinción entre ficciones que apuntan a la restitución y rememoración de un pasado y materiales culturales que escenifican, en cambio, "una lógica de la supervivencia" (2015: 67) del pasado en el presente.

[3] La noción de heterocronía es elaborada por Álvaro Fernández Bravo (2013; 2015) para dar cuenta de los regímenes de temporalidad híbridos y no progresivos presentes en un conjunto de producciones estéticas contemporáneas.

[4] Rivera Soto analiza en su lectura de Jamás el fuego nunca la suspensión de la teleología del materialismo histórico que efectúa la novela en relación con la fractura del tiempo utópico de la revolución.

[5] En su estudio sobre la impersonalidad afectiva del lenguaje, Denise Riley se pregunta no ya cómo hacemos cosas con palabras, sino cómo las palabras hacen cosas con nosotros, independientemente de la intencionalidad, la voluntad o el poder de agencia subjetivos.

[6] Mónica Bueno describe en estos términos el presente vaciado de épica que pone en escena la novela: "Poli es la heroína moderna que busca los absolutos por los caminos más intrincados, que lucha con sus demonios interiores, que persiste en la utopía totalizadora. La narradora es la contracara: no hay persecuciones pasionales, ni grandes ideales, sólo el transcurso de un tiempo que se nombra como un presente perpetuo o casi, ya que no hay memoria ni posibles proyectos" (70).

[7] Interesa especialmente destacar la centralidad que adquiere en Jamás el fuego nunca la politicidad de lo viviente, ya que se trata de un problema inadvertido por varias lecturas críticas de la novela (Rivera Soto; Olivera-Williams; Pastén), que analizan la presencia de lo biológico como metáfora o alegoría de otras cuestiones, pero no como zona de intervención del poder.

[8] Para una conceptualización del uso como práctica profanadora de los dispositivos de poder que rechaza toda relación de propiedad, ver Agamben (2005).

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